Número Actual - Números Anteriores - TonosDigital en OJS - Acerca de Tonos
Revista de estudios filológicos
Nº29 Julio 2015 - ISSN 1577-6921
<Portada
<Volver al índice de reseñas  

reseñas

LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA EN SU PRIMER SIGLO, DE FERNANDO GONZÁLEZ OLLÉ

 

Miguel Ángel Perdomo Batista

(Universidad de Las Palmas de Gran Canaria)
miguel.perdomo@ulpgc.es



 

Madrid: ARCO/LIBROS, 2015. 295 págs.

ISBN: 978-84-7635-890-0

        

         Fernando González Ollé ha sido profesor en varias universidades españolas y extranjeras, y es actualmente catedrático emérito de Historia de la Lengua Española en la Universidad de Navarra. Es miembro correspondiente de la Real Academia Española, y ha recibido el premio Menéndez Pelayo (CSIC) y por dos veces el premio Rivadeneira (RAE). Ha sido galardonado también con la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio. En el ámbito filológico, son muy numerosas sus publicaciones, algunas de las cuales se han convertido en obras de referencia. Varios trabajos suyos (F. González, 1992, 2002, 2011, 2014) anteceden al que ahora nos ocupa.

         La obra viene a continuar las investigaciones de otros estudiosos que directa o indirectamente se ha ocupado de la Real Academia Española. Algunas de ellas son ya referencias clásicas, otras son más recientes. Entre las primeras habría que incluir los trabajos de Ferrer del Río, Mariano Roca, Emilio Cotarelo, Samuel Gili, Fernado Lázaro, Juan José Gómez, Ramón Sarmiento, Dagmar Fries y M.ª José Martínez; entre las segundas, y para citar solo algunos muy conocidos, los de Alonso Zamora, Guillermo Rojo, M.ª José Folgado, Margarita Freixas o Gema Garrido. De todos ellos, no obstante, solo unos pocos se ocupan específicamente y con un perspectiva global del la cuestión que nos atañe, y acaso sea este el rasgo que mejor diferencie y caracterice la obra que comentamos. En efecto, combinando los datos aportados por las investigaciones previas con otros nuevos, González Ollé no ofrece una visión orgánica e integral del primer siglo de existencia de la Real Academia Española, y para ello examina los orígenes, el propósito y el desarrollo de la institución, estudia y compara las obras académicas (diccionarios, ortografías y gramáticas), y valora su peso en la filología y en los usos lingüísticos de la época. Pero es mejor ir poco a poco.

 

         La publicación se divide en nueve capítulos seguidos de las referencias bibliográficas. En los tres capítulos iniciales se examinan, en primer lugar, los precedentes de la institución, a continuación se estudian sus orígenes, fundación y personalidad, finalmente, se examina su desarrollo corporativo. En los siguientes tres capítulos se analizan, respectivamente, el Diccionario, la Ortografía y la Gramática. El capítulo siete consta solo de 3 páginas, y en ellas se sostiene que la publicación de la Poética de Luzán hizo desistir a la Academia de elaborar la suya, pues hubiera tenido que contradecir a Luzán o copiarlo. El capítulo ocho se dedica a los detractores y defensores de la Academia. El nueve, a las cuestiones relacionadas con la norma y la defensa e ilustración de la lengua.

 

         En el capítulo I, y respecto de los precedentes de la Real Academia, González Ollé examina las relaciones que podrían establecerse con la Accademia della Crusca, la Académie Française y las academias españolas de filiación barroca. En las dos primeras se inspiró la Academia Española para la elaboración del Diccionario. Pero La Crusca, a diferencia de la Española, seguía una tendencia arcaizante y purista cuyo propósito era devolver al toscano la primacía idiomática. Por su parte, y también con un criterio diferente y mucho más restrictivo que el de la Española, la Academia Francesa pretendía fijar e imponer el uso de la corte. En cuanto a las academias literarias españolas del siglo XVII, González Ollé señala que sus actividades no pueden considerarse un verdadero antecedente de la Academia Española, y que, si bien existió alguna excepción en ese sentido, como la La Peregrina (1617-1622), esta careció no obstante de proyección social. Finalmente, se refiere a las tertulias preilustradas que se reunían en las últimas décadas del siglo XVII en casa del marqués de Mondéjar, vinculadas con el movimiento novator. A estas y a otras reuniones similares en Zaragoza, y Valencia (añadamos nosotros Barcelona y Sevilla) las distinguían algunos rasgos que anuncian un nuevo tiempo: se trataba de reuniones más institucionalizadas y reglamentadas que buscaban una implantación oficial si era posible con la protección real. Estos rasgos les conferían una mayor proyección social, y en ellos precisamente advierte González Ollé los precedentes hispanos de la Real Academia. Como puede notarse, el capítulo es muy interesante para examinar los rasgos propios del contexto histórico en el que surgió la institución, que además son el punto de partida de otras interpretaciones posteriores.

 

         El capítulo II contiene algunas de las principales aportaciones de la obra. En efecto, González Ollé refuta la idea generalmente aceptada de que la Real Academia fue fundada por Felipe V. Para ello estudia la biografía de su primer director, el marqués de Villena, y examina con detalle los documentos de la etapa fundacional de la institución. Su conclusión es clara: la Real Academia fue fundada por iniciativa de Villena. Naturalmente, esto habría sucedido en el contexto de la tradición española y en relación con los cambios que se venían produciendo en las últimas décadas del reinado de Carlos II, como hemos visto en el apartado anterior. En nuestra opinión, la cuestión es importante, porque nos ayuda a comprender la naturaleza del reformismo borbónico y, en definitiva, de la propia Ilustración española. González Ollé se pregunta por el propósito de la creación de la Academia y por su ideario. Sostiene que, en sus momentos iniciales, la institución se encuadraba en el espíritu del Barroco español, y que el influjo de los novatores le confirió un sentido corporativo y la voluntad de proyección social, y añade que ambos rasgos la diferencian de las academias del siglo XVII. Se trataba de preservar a la lengua en el estado de perfección que había alcanzado, y existía un sentimiento de comunión con el Barroco. Esta adhesión no era solo ideológica, sino que también se manifestaba en el estilo de ciertos académicos, y fue censurada por algunos literatos de la época. No obstante, la renovación de sus miembros iría modificando el talante de la Academia.

 

         En el capítulo III, González Ollé nos presenta cronológicamente los principales hitos de la historia de la institución. Su relato hace de la obra reseñada una referencia muy interesante para la lexicografía y la gramaticografía  españolas. Debe destacarse el breve apartado dedicado a los premios convocados por la Academia, porque se trata de una cuestión que no ha sido suficientemente investigada, y que podría, sin embargo, aportar datos significativos y esclarecedores.

 

         Abundante en datos y equilibrado en los contenidos, el capítulo IV está dedicado al Diccionario académico. Poco dado a las suposiciones, González Ollé se atiene a los datos y los hechos históricos. Aquí la conclusión es clara: si el primer objetivo de la Academia fue hacer el Diccionario, el Diccionario hizo a la Academia. El capítulo interesa por el análisis de la técnica lexicográfica de la Academia. El tratamiento dado a dialectalismos, neologismos y tecnicismos sirve de referencia para el estudio de otras obras de la época, porque podemos contrastar los criterios de clasificación empleados. Señala que la Academia se propuso incluir en el Diccionario de Autoridades el mayor caudal posible de voces, y este fue el principal criterio. Añade que la inclusión de dialectalismos contradice el castellanocentrismo que se ha imputado a la corporación desde sus inicios, y la diferencia de las academias italiana y francesa. Comenta también la inclusión de tecnicismos, neologismos (tanto los préstamos como los formados por derivación), voces inventadas y voces voluntarias (creaciones idioelectales), voces jocosas, germanía, voces bajas o bárbaras, voces familiares y arcaísmos. Y afirma que el Diccionario de Autoridades podría considerarse como el primer diccionario histórico del español por su interés en las voces anticuadas y su escaso sentido restrictivo respecto del léxico contemporáneo. Naturalmente,  tiene especial significación el uso de autoridades, con las que, en nuestra opinión, también se pretendía evitar la controversia, porque como los académicos fundaban sus razones en ellas, no se presentaban como maestros, sino como unos jueces que con su estudio han juzgado las voces. Se trata, pues, de un fundamento empírico con un propósito legitimador. Conforme a su filiación barroca inicial y a la idea de que la lengua había alcanzado su cima durante la centuria anterior –señala González Ollé–, entre los autores seleccionados por la Academia predominan los del siglo XVII (128 de 271, según Freixas Alas). Añade que la actitud sería distinta en la segunda edición del Diccionario, porque los redactores se mostraron contrarios a la lengua del siglo XVII. Muchas de las palabras suprimidas entonces eran voces metafóricas. Según sus redactores, el Diccionario había aumentado en más de 2200 artículos, aunque se ha señalado también la cifra de 2620. El incremento afecta sobre todo a tecnicismos y arcaísmos.

 

         El capítulo V se ocupa de la Ortografía académica, y durante su lectura resulta emocionante comprobar cómo las decisiones adoptadas por aquellos hombres, a veces sin más instrumentos que su intuición lingüística, su buen juicio y el consenso, han conformado, a la vuelta de tres siglos, nuestro uso actual. Según González Ollé, el propósito inicial de la Academia no era fijar una norma, sino establecer criterios para su propio uso en el Diccionario, según se hace constar en el Prólogo de aquel. Respecto del Discurso proemial del la Orthographia de la lengua castellana, publicada al frente del Diccionario de Autoridades, González Ollé sigue el orden expositivo de la Academia y señala lo más significativo sobre las grafías de uso más dudoso (B/V, Ç/Z, G/J/X, Q, G/H) y sobre de las consonantes dobles y los grupos consonánticos. Afirma que lo establecido en el Diccionario de Autoridades se mantendría durante todo el siglo XVIII con muy pocos cambios. Y a diferencia de quienes opinan que el Discurso  proemial y la Ortografía de 1741 se distinguen por la menor importancia en esta última del criterio etimológico, considera que la diferencia es solo cuantitativa. Añade que los criterios que se aplicaron en la edición de 1741 son los siguientes: en primer lugar, la pronunciación; si ello no fuera posible, la etimología; si ambos fueran inaplicables, el uso entre los eruditos comúnmente recibidos. Lo más significativo del tratado de 1741 es el cambio de perspectiva, porque la materia ya no tiene un carácter ancilar, sino que se concibe con el propósito de unificar la ortografía española. Y además de su mayor rigor metodológico y expositivo, es precisamente en esta dimensión social y no en sus escasas innovaciones –señala González Ollé– donde radica la gran importancia de esta obra. Respecto de la edición de 1754, afirma que la supresión de los contenidos eruditos introductorios indica una mayor especialización. Y se advierte también un cambio de orientación, pues ahora se establece el uso común y constante como criterio principal, aunque no siempre se respete. Esta edición incluye una lista de palabras dudosas, y su principal novedad es la eliminación de H tras P, R, T. Respecto de las ediciones posteriores, González Ollé señala que a finales de siglo parece haberse impuesto el reconocimiento público del magisterio de la Academia en materia ortográfica, aunque no el oficial. Y recuerda que hubo que esperar hasta la provisión de Carlos III en 1780 para que se estableciera la enseñanza por la Ortografía académica en las escuelas.

 

         En el capítulo VI se ocupa de la Gramática académica. Tras analizar las motivaciones de la primera edición, señala que la finalidad didáctica se superpuso al celo patriótico, que aquel propósito didáctico dio a la Gramática una orientación logicista, y que la obra analiza la lengua a partir de la realidad y no presenta novedades metodológicas. Añade que el carácter normativo de la Gramática académica debe ser interpretado en un sentido didáctico y no prescriptivo, y que el principal criterio orientador era el uso. Detalla las ediciones que siguieron a la de 1771: la edición de 1772, la de 1781, la supuesta reimpresión de 1788 con pie de 1781 y la de 1796. Afirma que la Gramática de 1796 presenta muchos cambios, y que seguía una tendencia latinizante y se distanciaba algo de la tradición de Nebrija, Patón, Correas y el Brocense. La obra se reimprimió varias veces en el siglo XIX con la fecha de 1796 hasta la edición de 1852. Como las tres primeras ediciones referidas muestran pocas discordancias entre sí y estas son leves, a diferencia de lo que sucede con la de 1796, en su análisis compara a esta última con la de 1771. Señala que la edición de 1796 divide la gramática en analogía y sintaxis, y que esta distinción y el carácter teórico del capítulo I son innovaciones. Como una relación detallada de todas las observaciones que hace alargaría demasiado la exposición, expondremos solo algunas de las más notables.

         En la morfología, y respecto del nombre, comenta que las referencias a la declinación suponen un retroceso. Además, en la definición prevalece el criterio semántico sobre el funcional. También se adoptan criterios semánticos para el género. En el artículo, la edición de 1796 muestra una radical diferencia, pues lo define en función de su capacidad para determinar la extensión del sustantivo, criterio al que se le daba menor importancia en la de 1771 frente a la capacidad para distinguir el género del sustantivo. En el pronombre no hay grandes diferencias, pues en ambos casos se mantiene la tendencia latinizante. La disparidad más destacable afecta al pronombre de tercera persona, porque la doctrina es mucho más clara y sencilla en la de 1796. Respecto del verbo, la edición de 1796 es más extensa y precisa, pero presenta notorias semejanzas con la de 1771. La de 1796 muestra las formas del imperativo plural, enriquece la teoría de los modos, muestra el paradigma completo de haber y ser y los modelos regulares de las tres conjugaciones, afirma la naturaleza flexiva del participio e introduce el participio de futuro (habiendo de obedecer). La mayor coincidencia entre las ediciones de 1771 y la de 1796 se da probablemente en el adverbio. También coinciden notablemente en la preposición, aunque la de 1796 simplifica la casuística. Finalmente, y respecto de la conjunción, la definición de 1796 es incompleta, pero mejora la de 1771.

         En cuanto a la sintaxis, González Ollé sigue las ideas de Guillermo Rojo. Este ha señalado que la edición de 1796 no alcanza el nivel teórico de las obras contemporáneas, pero es más evolucionada que la de 1771, circunstancia que se advierte muy bien en el superior tratamiento concedido a la sintaxis. Añade que los dos grandes cambios introducidos en este ámbito son la distinción entre régimen y construcción y la importancia atribuida a la lista de las palabras que se construyen con preposición. En su valoración final, González Ollé afirma que la Gramática académica tuvo un éxito comercial incuestionable, aunque su influjo en las gramáticas del último tercio del siglo fue escaso, y circunscrito a obras elementales de carácter didáctico.

 

         El capítulo VIII está dedicado a los detractores y los panegiristas de la Academia. González Ollé incluye entre los primeros a Salazar y Castro, Mayans, Juan de Iriarte, Moratín, Forner, Capmany y Vargas Ponce. Entre los segundos, a Diego Mateo Zapata, Larramendi y Lanz de Casafonda. En nuestra opinión, quizá la división que hace no sea la más apropiada, ni sea el adjetivo detractores el más adecuado para calificar a quienes hicieron alguna crítica a la Academia. Tal es el caso, por ejemplo, de Juan de Iriarte, que actuó como secretario interino en varias ocasiones, y cuya contribución a las tareas académicas fue importante. También se refiere González Ollé a sus sobrinos Bernardo y Tomás de Iriarte en las últimas páginas del capítulo III. Señala que Bernardo sugirió a Floridablanca la creación de una nueva academia de Ciencias y Buenas Letras, y este ordenó la redacción del Plan a Tomás, como en efecto hizo dice González Ollé con cierta ojeriza antiacadémica, quizá resentido por no haber sido premiado en el concurso de 1778. Así surgía, de nuevo, la enemiga hacia la Corporación (p. 84). Creemos que estas afirmaciones también requieren alguna matización. Respecto de Bernardo, debe recordarse que en 1763 entró en la Academia al parecer en sustitución de su tío, que estaba delicado de salud. Zamora Vicente (1999: 451) ha señalado que, durante la Guerra de la Independencia, la Academia sólo celebró una veintena de sesiones, marcadas por la vacilación y con ausencias muy significativas, y que Bernardo cuidó de la casa con la colaboración del bibliotecario Rodríguez Alamanzón. En cuanto a Tomás, su actitud debe ser interpretada a la luz de los datos que hemos señalado sobre su hermano y su tío, pues los Iriarte conformaron un núcleo intelectual muy importante durante el siglo XVIII. Por lo demás, debe recordarse que la idea de una Academia general de Ciencias y Artes se remontaba al mismo marqués de Villena, como ha señalado Pedro Álvarez de Miranda (1996: 88). Las críticas y las actitudes de los Iriarte no deben ser interpretadas necesariamente como un gesto hostil contra la Academia, sino, más bien, como el producto de un deseo de superación. Y en efecto, en la segunda mitad de la centuria se produjo un debate sobre el sentido del verdadero patriotismo que enfrentó a partidarios y detractores de las apologías sobre España. Los primeros querían defender a la nación de las críticas de los extranjeros. Los segundos, entre los que se hallaban Bernardo y Tomás, creían que el patriotismo no era incompatible con las verdades que procedían de una crítica justa, y afirmaban que el verdadero patriotismo no consistía en una defensa a ultranza del país, sino en la exposición de sus males, que era la única forma de remediarlos. En este contexto hay que interpretar las opiniones y las actitudes de los Iriarte. Sería oportuno examinar con detalle el Plan de Tomás (ha sido editado por Joaquín Álvarez, 1994) para determinar su sentido. Por lo demás, González Ollé mezcla testimonios privados, como los de Moratín y Mayans, con otros públicos, y sería conveniente distinguirlos para no desdibujar la cuestión. Pero es preciso que prosigamos con nuestro comentario del capítulo VIII.

         Seguramente lo más interesante sea el apartado dedicado a Luis Salazar de Castro, de quien González Ollé ya se había ocupado en un trabajo anterior, y al que dedica ahora un buen número de páginas que complementan lo expuesto en los capítulos I y II. Contribuyen a esclarecer el ambiente cultural e intelectual de la España de principios del siglo XVIII, que es la etapa menos conocida de la centuria, a través del examen de las polémicas suscitadas tras la fundación de la Real Academia, a la que se acusaba injustamente de querer corregir la lengua castellana. Según González Ollé, Salazar rechazaba el arcaísmo, el neologismo superfluo y el latinismo, y ponderaba la claridad y la concisión y la adecuación de la prosa al género literario del texto. Los dos principios de su ideario idiomático eran la defensa y la modernización de la lengua. Fundado en estos presupuestos, Salazar censuró duramente la Historia de la Iglesia y del Mundo, publicada por el académico Gabriel Álvarez de Toledo en 1713. La censura, titulada Carta del maestro de niños a don Gabriel Álvarez de Toledo, contenía algunas alusiones a la Academia que, según González Ollé, no tenían un propósito ofensivo, sino que más bien pretendían destacar la incompetencia de Álvarez de Toledo. Pero la Academia se sintió ofendida, e inspiró y alentó las réplicas a Salazar, y las hostilidades se sucedieron. En opinión de González Ollé, Salazar no rechazaba de plano el magisterio de la Academia, pero solo lo aceptaría cuando este fuera razonado. Tras su exposición sobre los demás detractores y panegiristas, concluye el capítulo afirmando que durante el siglo XVIII la Academia careció de la autoridad y el renombre necesarios para ejercer una influencia generalizada en ciertos ámbitos sociales. Debemos destacar esta idea, porque alude a un hecho que quizá haya pasado inadvertido hasta ahora, sin duda por el reconocimiento que la Academia irá alcanzando durante el siglo XIX.

        

         En el capítulo IX se matizan y complementan algunas ideas expuestas en los apartados finales del capítulo VI. González Ollé insiste en el espíritu barroco que dominaba en la Academia en sus inicios, y en que esta no tenía un propósito prescriptivo. Las orientaciones prescriptivas que pueden encontrase en la Gramática de 1771 tenían un sentido didáctico. Señala que aquel espíritu barroco se hallaba en consonancia con la libertad expresiva mostrada y con la usencia de intención normativa, y que La Academia no pretendía reglamentar el uso, sino depurar la lengua, lo que exigía la selección y aplicación de unos criterios. Añade que no elevó a canon ningún modelo de la lengua escrita. Y concluye que, aunque no pueda descartarse alguna intención normativa, esta no prevalece de manera notoria.

         Añade que, a diferencia de Salazar, la Academia no trataba de contrarrestar los excesos del Barroco. Al contrario, algunos de sus miembros participaban del estilo barroco. Salazar no pretendía fijar la lengua, sino modernizarla; veía como una amenaza los cultismos extraños y altisonantes, la expresión conceptuosa y oscura y la sintaxis inusitada; y advertía estos peligros en el estilo de algunos académicos. Las páginas finales del trabajo de González Ollé son reveladoras. Salazar defendía la adecuación de la lengua a cada momento histórico. Este criterio de modernidad lo aproximaba más a la Academia Francesa que a la española. Su modelo de lengua era el habla de la corte, y su defensa del uso vigente, de raíz horaciana, lo movía a rechazar el arcaísmo, la novedad superflua y el localismo. Defendía una sintaxis moderna de oraciones más breves. Por todo ello, su ideario lingüístico, que tuvo el reconocimiento de Feijoo, estaba más cerca de la nueva época que el de la Academia. No nos opondremos a las tesis de González Ollé, pero nos tememos que la realidad podría ser, no obstante, algo más compleja. En efecto, Pedro Álvarez de Miranda (1996: 86-88) ha mostrado que también en el estilo de algunos novatores se pueden advertir los efectos del Barroco, y que el mismo Zapata vinculaba a la Academia y a los académicos con el movimiento novator.

 

         Si quisiéramos hacer una valoración final de conjunto de la obra reseñada, señalaríamos que el trabajo ofrece una visión global sobre la historia de la Academia en el siglo XVIII en la que se matizan datos ya conocidos y se aportan otros nuevos. Destacaremos los capítulos I, II, VIII y IX, que introducen nuevas perspectivas. Los capítulos IV, V y VI son útiles como referencia para otras investigaciones sobre la época. La aportación de González Ollé contribuye a esclarecer el sentido de una institución en una época determinada, y este ejercicio es necesario para comprender la realidad histórica y para no falsearla.

 

 

        

referencias

 

Álvarez, J. (1994). El escritor según Tomás de Iriarte: su plan de una Academia de Ciencias y Buenas Letras. Anales de literatura española, 10, 9-36.

Álvarez, P. (1996). La época de los novatores, desde la historia de la lengua. Studia historica: Historia Moderna, 14, 85-94.

Cotarelo, E. (2006). La Laguna: Artemisa Ediciones.

Ferrer, A. (1860). Reseña histórica de la fundación, progresos y vicisitudes de la Real Academia. Madrid: Imprenta Nacional. Disponible en:

http://www.bibliotecavirtualdeandalucia.es/catalogo/catalogo_imagenes/grupo.cmd?path=1006320&posicion=2&presentacion=pagina

Freixas, M. (2010). Planta y método del Diccionario de Autoridades: orígenes de la técnica lexicográfica de la Real Academia Española (1713-1739). La Coruña: Universidad de La Coruña.

Fries, D. (1989). Limpia, fija y da esplendor: La real academia Española ante el uso de la lengua. Madrid: SGEL.

Folgado, M.ª J. (2006). La gramática española y su enseñanza en la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX (1768-1815). Valencia: Universidad de Valencia. Es la tesis doctoral de su autora, dirigida por M.ª José Martínez Alcalde y presentada en la Universidad de Valencia en 2005. Disponible en: http://www.tesisenxarxa.net

García, C. (2014). Fernando González Ollé, Filólogo. En C. Saralegui & M. Casado (Eds.),  Pulchre, Bene, recte: homenaje al prof. Fernando González Ollé (pp. 1-19). Ediciones Universidad de Navarra.

Garrido, G. (2010). Las Gramáticas de la Real Academia Española: teoría gramatical, sintaxis y subordinación (1854-1924). Salamanca: Universidad de Salamanca. Corresponde a la tesis doctoral de su autora, dirigida por J. J. Gómez Asencio. Disponible en: gredos.usal.es/jspui/handle/10366/22436

Gili, S. (1963). La lexicografía académica del siglo XVIII. Oviedo: Cátedra Feijoo.

Gómez, J. J. (1981). Gramática y categorías verbales en la tradición española: 1771-1847. Salamanca: Universidad de Salamanca.

Gómez, J. J. (1985). Subclases de palabras en la tradición española: 1771-1847. Salamanca: Universidad de Salamanca.

Gómez, J. J. (Comp.) (2001) Antiguas gramáticas del castellano. Col. Clásicos Tavera, 63, serie VIII. 1 cederrón. Madrid: Fundación Histórica Tavera.

González, F. (1992). Defensa y modernización del castellano: Salazar y castro frente a la Academia Española. En M. Ariza (Coord.), Actas del II Congreso Internacional de Historia de la Lengua Española (Vol. I, pp. 165-198). Madrid, Pabellón de España.

González, F. (2002). El habla cortesana, modelo principal de la lengua española. Boletín de la Real Academia Española, 82, 153-231.

González, F. (2011). Las gramáticas de la Real Academia Española en el siglo XVIII. En J. J. Gómez (Dir.), El castellano y su codificación gramatical. Vol. III. De 1700 a 1835 (pp. 717-766).  Burgos: Instituto Castellano y Leonés de la Lengua.

González, F. (2014). Un proyecto de Academia de la Lengua (1621). En C. Pérez-Salazar & I. Olza (Eds.), Del discurso de los medios de comunicación a la lingüística del discurso (pp. 95-102). Berlín: Frank & Timme.

Lázaro, F. (1980). El primer diccionario de la Academia. En Estudios de Lingüística (pp. 83-118). Barcelona: Crítica.

Lázaro, F. (1985). Las ideas lingüísticas en España en el siglo XVIII. Barcelona: Editorial Crítica.

Luzán, I. (1977). La Poética o Reglas de la poesía en general y de sus principales especies. Edición, prólogo y glosario de Russell P. Sebold. Barcelona: Editorial Labor. Recoge las dos ediciones del siglo XVIII (1737 y 1789). Hay edición digital en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes: http://www.cervantesvirtual.com

Martínez, M.ª J. (1992). Las ideas lingüísticas de Gregorio Mayans. Valencia: Ayuntamiento de Oliva. Es la tesis doctoral de la autora,  dirigida por Emilio Ridruejo y leída en 1991 en la Universidad de Valencia. Disponible en: http://bv2.gva.es/va/corpus/unidad.cmd?idUnidad=56447&idCorpus=20000

Martínez, M.ª J. (Comp.) (1999). Textos clásicos sobre historia de la ortografía española. Col. Clásicos Tavera, serie VIII, vol. 10. 1 cederrón. Madrid: Fundación Histórica Tavera y Mapfre.

Autor. (2011). La ascensión de los Iriarte. A propósito de la relación entre políticos y literatos en la España del absolutismo borbónico.  Philologica Canariensia, 16-17, 193-220. Disponible en: http://autor.blogspot.com.es/p/blog-page_10.html

Real Academia española. (2001). Nuevo tesoro lexicográfico de la lengua española. Edición digital en un estuche con 2 DVD-ROM acompañados de un manual de instrucciones. Madrid: Real Academia Española y Espasa Calpe. Disponible en: http://ntlle.rae.es/ntlle/SrvltGUILoginNtlle

Roca de Togores, M. (1870). Reseña histórica de la Academia Española, Memorias de la Academia Española, I, 7-128.

Rojo, G. (2001). El lugar de la sintaxis en las primeras gramáticas de la Academia. Madrid: Real Academia Española.

Sarmiento, R. (1984). Introducción. En R. Sarmiento (Ed.), Gramática de la Lengua castellana, 1771. Madrid: Editora Nacional.

Zamora, A. (1999). Historia de la Real Academia Española. Madrid: Espasa.