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Revista de estudios filológicos
Nº29 Julio 2015 - ISSN 1577-6921
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Entrevista a Rafael Pérez Sierra: “Un adaptador ortodoxo sabe introducir las notas a pie de página en el espectáculo”

Purificació Mascarell

(Universitat de València. Facultat de Filologia. Departamento de Filología Española. Valencia, España)

purixinela@hotmail.com

 

 


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Aunque licenciado en Derecho, Rafael Pérez Sierra (Madrid, 1935) se ha dedicado al teatro toda su vida. Ha sido director general de Teatro en el primer gobierno de la democracia, director y fundador del Festival de Teatro Clásico de Almagro, director del Festival Internacional de Teatro Clásico de Olite, director de la CNTC, director de la Escuela de Arte Dramático y Danza, así como director y catedrático de escena lírica en la Escuela Superior de Canto. Además, ha trabajado como director de escena, ha dirigido teatro, zarzuela y ópera, ha escrito guiones —ganó un Goya con El perro del hortelano de Pilar Miró— y ha realizado versiones de textos de Lope, Calderón o Shakespeare.



— Gestión, creación, dirección, enseñanza… ¿Qué faceta profesional le ha satisfecho más y cuál le ha reportado mayores quebraderos de cabeza?

— Cuando uno ocupa un cargo tiene siempre problemas. Pero la etapa más difícil de mi vida fue mi brevísima dirección de la Escuela de Arte Dramático y Danza, que entonces no se llamaba RESAD. Trabajábamos en la cuarta planta del Teatro Real y, en plena Transición, los alumnos estaban más ocupados en hacer política en la calle que en aprender arte dramático. Fue terrible, una etapa muy dura y complicada, en lucha constante. Estuve un año y después me nombraron director general con UCD. Entonces me propuse dejar de quejarme en las largas reuniones cargadas de pesimismo con gentes de teatro en el Café Gijón, y pasar a la acción, hacer algo. Y puse en marcha el Festival de Teatro Clásico de Almagro, que para mí es lo mejor que he hecho en mi vida, de lo que más orgulloso me siento. Cuando estoy decaído o enfermo, miro la placa y pienso: “¡Pero, hombre, si has hecho algo bueno; muérete ya, si quieres!”.

También creé el Centro Dramático Nacional y un teatro para niños, que fue muy importante. A Pío Cabanillas [ministro de Cultura entre 1977 y 1979] le gustaba mucho, porque en este país no había nada similar. Con su director, José María Morera, y otros miembros del proyecto, como José María Pou, íbamos a los colegios, jugábamos con los niños, en la línea de las Misiones Pedagógicas. Yo creo en la educación anticipada, como defendía Thomas Mann. De esta iniciativa también me siento muy satisfecho.

— Ha estado presente en la Compañía Nacional de Teatro Clásico desde sus primeros pasos, ¿qué recuerdos conserva de aquellos comienzos junto a Marsillach?

— Cuando fui director general de Teatro, creamos el Centro Dramático Nacional y hubo que escoger un director. Le presenté una terna a Pío Cabanillas: José Marí­a Morera, Adolfo Marsillach y José Marí­a Alonso. La decisión del ministro de Cultura fue Adolfo Marsillach, al que yo conocía superficialmente desde hacía un tiempo porque, siendo director de la Real Escuela de Arte Dramático y Danza, lo invité a impartir una conferencia en la Universidad de Sevilla. Adolfo se negó y me dejó plantado en la facultad porque sentía un enorme respeto por los ambientes universitarios. Las aulas y el mundo académico le producían pánico.

En definitiva, como yo le había nombrado director del CDN y tuvimos que redactar juntos los estatutos del Centro, teníamos cierta amistad. Cuando José Manuel Garrido Guzmán le dijo a Adolfo: “Vamos a montar la CNTC”, yo estaba en la Escuela de Canto. Adolfo me llamó y me dijo: “Como sé que te gustan mucho los clásicos, ¿te parece que hablemos?”. Y me convertí en su asesor literario, o sea, en el encargado de leer las obras del repertorio. No teníamos todavía oficina y solo estábamos Carlos Cytrynowski, Adolfo y yo, o sea, el pequeño equipo que inició la andadura de la CNTC. Nos recuerdo como tres amigos con los mismos intereses y con grandes afinidades hablando de posibles repartos y de la mejor forma de comenzar una auténtica aventura teatral...

— Una aventura apasionante, sin duda, pero muy complicada en sus primeros compases, porque, ¿cómo fue recibida la institución por la sociedad española con su primer montaje?

— ¡Malísimamente! Yo era el asesor literario de la CNTC, de modo que muchas de las obras que se programaron durante esa etapa las elegí yo, pero la primera fue elegida personalmente por Adolfo. Y escogió El médico de su honra. Una obra que, trivializando, podemos decir que es antipática y difícil, un drama de honor, el género más peligroso para un inicio. Y dentro de los dramas de honor, un título mucho más áspero que El pintor de su deshonra, que luego he montado con Eduardo Vasco. El médico es una obra tremenda, con un duro ambiente medieval y un lenguaje poético muy difícil. Y, sobre todo, una obra en la que desangran a una mujer, y cuando se hacía esa escena era sobrecogedor…

Estéticamente, Cytrynowski realizó un decorado estupendo, muy bonito, muy abstracto. Y, ¿qué pasa en este país? Pues que cada uno se hace la idea de cómo deben ser las cosas, pero luego resulta que el dueño de ese prejuicio no te perdona que no coincidas con él. ¿Dónde estaban los clásicos antes de la CNTC, aparte de en ningún sitio? Pues en el Teatro Español. Y en el Teatro Español, ¿qué se hacía? Unos clásicos anquilosados, unos montajes muy tradicionales dentro de un orden previsible —exceptuando los grandes montajes de José Luis [Alonso]—. Y todo el mundo pensaba que la CNTC tenía la obligación de salir por el camino más trillado. La crítica se nos echó encima… Así que Adolfo nos dijo: “Si esto sigue así, nos tendremos que ir”.

— El sector crítico estaba a la defensiva…

— Especialmente había un crítico en el diario El País que aborrecía a los clásicos porque se había quedado en la época de la República. Y era amigo personal nuestro. Llegaba a los estrenos y preguntaba a la jefa de sala: “¿Cuánto dura la función? ¿Dos horas y tres cuartos?”, y soplaba. Siendo yo director de la CNTC, hice La estrella de Sevilla. Le llamé por teléfono y le dije: “Eduardo [Haro Tecglen], como sé que tú piensas que nuestro Lope y nuestro Calderón son gente acomodada con el sistema, con la Iglesia, con el Estado, con los poderes, ven a ver esta obra donde sale un rey histórico que es de una perversión que ni los reyes shakespeareanos…”. Y luego en la crítica no dijo ni bueno ni malo. Él ha llegado incluso a insultar a nuestros actores, y los actores son seres muy indefensos por definición, a los que tuvimos que decir: “No tiene razón, vosotros habéis hecho lo que os hemos mandado”.

— Pero no tardaría en llegar la aceptación general de la CNTC, ¿verdad?

— Justamente fue con Antes que todo es mi dama. Las críticas a El médico de su honra habían sido muy malas y, como había prisa por lanzar otro montaje, Adolfo hizo una obra que ya había llevado a escena antes, Los locos de Valencia, una comedia menor de Lope. Todas las críticas fueron tan malas, tan adversas, que Adolfo, tras la reacción negativa ante los dos primeros estrenos de la CNTC, reunió a toda la Compañía en el escenario de la Comedia y nos dijo: “¿Habéis visto lo que ha pasado, lo que dicen de nosotros?”. Estaba desalentado.

Pero en el estreno de Antes que todo es mi dama se produjo una ovación terrible, un griterío de agradecimiento desde el público puesto en pie. ¿Eso qué quería decir? La gente estaba deseando restañar nuestras heridas. Y el crítico se quedó sentado, ¡el único de todo el teatro! Yo y Marsillach estábamos en un palco y nos quedamos muy impactados por la reacción del público. Más adelante, cuando se hizo una segunda versión de El médico de su honra con un reparto más joven  pero, desde mi punto de vista, muchísimo mejor, la CNTC ya estaba consolidada, y nadie volvió a decir que habíamos delinquido contra los clásicos. 

— ¿Cuáles fueron sus funciones dentro de la CNTC?

— Yo he tenido dos funciones en la Compañía. Al principio, como ya he dicho, fui asesor literario, y en ese papel trabajé estupendamente, muy a gusto. Y luego estuve como director de la CNTC en dos ocasiones. Mi primera vez como director se explica porque Adolfo se había ido a la Dirección General del Instituto de Artes Escénicas y de la Música y yo tenía que continuar con el proyecto de la Compañía para cuando él regresara al cargo. Eso me trajo algunos problemas de tipo personal muy feos. Más tarde volví a ser director, pero ya nombrado por Esperanza Aguirre. Eso le sentó fatal a Adolfo, porque él concebía que yo era un simple colaborador suyo. Pero cuando él hizo campaña con el PSOE [durante las elecciones de 1996], dijo que si ganaba el PP se iría de Madrid y luego no se quería ir ni del Teatro de la Comedia…

— Deduzco por sus comentarios que las relaciones entre ustedes dos se fueron deteriorando…

— Es que luego hay unas memorias donde todos salimos salpicados por Marsillach. Allí dice que soy un zote, cuando yo le he llevado a la National Gallery porque él nunca había entrado en un museo, cuando yo le he asesorado musicalmente porque él era sordo… Una vez se lo comenté a Carmelo Gómez y me dijo: “No, no, no. No tiene ese sentido. Te llama zote porque te creía incapaz de dirigir la Compañía”. Pues mira, el único director al que no le han hecho una huelga los actores: yo.

— Dada la tensión que mediaba entre Marsillach y usted, ¿cómo se desarrolló su trabajo en la dirección de la CNTC?

— Con una anécdota se entenderá enseguida. Cuando Adolfo se fue a la Dirección General del INAEM, quería que la CNTC brillara menos que con él. Eso, desde luego. Él pensaba que Cytry era el súmmum como escenógrafo, pero a mí no me gustaba tanto. Llamo a José Luis Alonso, que me conocía desde que fui ayudante suyo en el María Guerrero, y me sugiere si podemos hacer La dama duende [1990]. Yo le digo que estupendo. Pero me pregunta si hay que hacer los decorados “obligatoriamente” con Cytry… Adolfo, cuando se fue de director general, prohibió a Cytry hacer más decorados para la CNTC porque él creía que, así, degradaba a los que nos habíamos quedado. Otorgó a Carlos un puesto técnico en el ministerio para impedir que montara los decorados con nosotros. Su idea era dificultarnos las cosas, pero no lo consiguió. Llamé a Cytry para preguntarle si estaba interesado en participar en el montaje de La dama duende y, claro, su respuesta fue no. De lo cual nos alegramos mucho Alonso y yo. Bueno, para mí José Luis Alonso ha sido el más grande director de teatro clásico de nuestro siglo XX, sin parangón.

— ¿Cuáles eran sus principales cualidades como hombre de teatro?

— Alonso era un ser humano con una visión incomparable del arte escénico. Escogió a Jesús Puente como protagonista del que, para mí, es su mejor montaje: El alcalde de Zalamea [1988]. ¡Y Puente jamás había hecho un clásico ni nada que se le pareciera! Cuando lo giramos por Inglaterra nos dijeron una cosa estupenda: “Los españoles ya no son tan épicos”. Ese alcalde que se supone tan tremendo lo convirtió Alonso en un alcalde de pueblo, sencillo, con una bonhomía que le lleva a querer perdonarlo todo, hasta que se planta y dice “aquí somos hombres todos, no solamente tú, capitancito”. En fin, tenía una vista increíble: ¡Sacó a Fernando Conde de “Martes y Trece” para hacer La dama duende y funcionó a la perfección!

— ¿Es El alcalde de Zalamea de Alonso su montaje preferido de toda la historia de la CNTC?

— Sin duda es uno de los grandes montajes de la historia de la Compañía y, efectivamente, mi preferido. En el Festival Internacional de Edimburgo logramos un éxito estupendo con esta obra. Cuando se estaban realizando los ensayos, José Luis nos invitó a asistir a Adolfo y a mí. Y Adolfo dijo: “¿Vosotros os dais cuenta de la maravilla qué habéis montado?”. En fin, estupenda función. Tuvimos unas críticas fantásticas. Y sobre el papel del alcalde que hacía Jesús Puente dijeron cosas magníficas.

— José Luis Alonso es uno de los grandes, pero ¿qué otros importantes directores de teatro clásico ha tenido el siglo XX español?

—Cayetano Luca de Tena. Cuando estuvo en el Teatro Español lo hizo muy bien, amaba a los clásicos y era muy ortodoxo en la recitación. De su escuela ha salido gente como María Paz Ballesteros. Pero a Cayetano le faltaba la chispa de José Luis. Yo, cuando era estudiante de Derecho, me aficioné al teatro gracias a dos montajes de Alonso, y no es casual. Tú ibas y veías El perro del hortelano de Luca de Tena y salías encantado, pero La bella malmaridada de Lope dirigida por José Luis fue todo un hallazgo: ¡Era la vitalidad de Lope en escena, la vida en directo! Eso era José Luis. Y lo mismo ocurría con su El anzuelo de Fenisa. Corrían los años sesenta y yo pensé: “Esto son los clásicos. ¡Están vivos!” Otros hacían cosas correctas, a veces, emocionantes, pero no tenían el fuego de José Luis.

 — Y, entre los directores que trabajan en la actualidad, ¿quién le interesa?

— Eduardo Vasco es estupendo. Eduardo, con los poquísimos medios que ha tenido en ese teatro espantoso [el Pavón], ha hecho cosas muy buenas. Y, además, ha tenido una evolución muy auténtica, que él mismo reconoce: de joven rompedor al principio (como con su espectáculo No son todo ruiseñores de Lope, que yo llevé a Olite) a joven maduro que entiende a los clásicos. Además, Eduardo nunca hace reinterpretaciones que dan a entender aquello que nunca ha querido decir el autor… ¡Y hasta los ingleses han caído en esto! Porque hay algo que Eduardo cree y yo también: interpretar es más importante y complicado que irse por los cerros de Úbeda. Él piensa que lo más difícil es coger el texto y ponerlo vivo en el escenario.

— ¿Con qué montajes de la etapa de Vasco se quedaría usted?

— Pues con el primer montaje de la Joven Compañía, Las bizarrías de Belisa. Fue un hallazgo y un trabajo estupendo. Además, Eva Rufo estuvo espléndida. El pintor de su deshonra también estuvo muy bien. La estrella de Sevilla me gustó menos. Las manos blancas no ofenden es una función que no sale a flote… Es que Eduardo siempre se ha empeñado en sacar textos del fondo del baúl. A veces le he dicho: “Eduardo, ¿cuándo dejas de sacar textos del baúl?”. Su Don Gil tampoco me gustó mucho. Pero El alcalde de Zalamea me encantó. Y fíjate el valor que tiene haberlo montado después del de José Luis, que él tanto admira, y después de un segundo “alcalde” que hizo la CNTC [a cargo de Sergi Belbel], el cual fue, para mí, malísimo.

— ¿Y qué opina de Pilar Miró como directora de teatro clásico?

— A mí me gustaba. Dirigía poco a los actores, pero tenía una visión de conjunto del espectáculo magnífica. La CNTC sacó a Miró del hoyo. Ella, por equivocación, compró con dinero público de RTVE vestidos. Al darse cuenta, lo devolvió todo (cuando el PSOE entero estaba comiendo a dos carrillos) y esto la metió en un lío político[1]. Pilar estaba hundida. Yo recuerdo que, en un estreno de la CNTC y aunque no la conocía mucho, me acerqué a saludarla al palco donde estaba y le pregunté: “¿Cómo estás?”. Me dijo: “Encefalograma plano”. Y yo le contesté: “Pilar, tengo entendido que tú eres una mujer fuerte”. Y ella se encogió de hombros.

El primer montaje que Miró realizó tras el jaleo de los vestidos fue el de La verdad sospechosa con la CNTC, después de que yo la llamara. Cuando estrenamos, me dijo: “Rafael, no voy a salir a saludar porque te puedo estropear el estreno: siempre habrá quien me patee”. Y nunca salía a saludar. A mí también es algo que me horroriza, porque tú vas de paisano y sales ahí, al escenario, hecho un tonto, ante unas luces que no controlas, ¡no sabes ni dónde está el público!, mientras que los actores están en su salsa... Luego yo escogí montar El anzuelo de Fenisa como homenaje a José Luis Alonso, pero sin decirlo. Porque insisto: yo me dedico al teatro por dos montajes de Alonso, uno de ellos El anzuelo. Y también lo dirigió Miró.

— Además de Pilar Miró, durante sus dos etapas en la dirección de la CNTC, han colaborado como directores invitados otros reconocidos profesionales: Miguel Narros, Denis Rafter…

— Sí. A Narros lo habían echado del Teatro Español [corría el año 1989]. Marsillach me llamó enseguida, y fue la única vez que me telefoneó para aconsejarme. Me dijo: “A Miguel le han hecho una mala pasada. Llámale.” Pero yo ya lo tenía pensado. Con Narros he hecho dos montajes, El caballero de Olmedo y La estrella de Sevilla, y es un tipo estupendo. La historia con Rafter fue otra. Se montó un concurso en el que me metieron a mí de jurado. Yo quería que ganara Lawrence de Arabia, o sea, que yo dije: “Desierto, desierto…” (risas). Al final se eligió una obra que a mí no me gustaba nada y que nunca debería haberse hecho en la CNTC. Yo había leído el texto y me pareció tan malo que, luego, cuando vi lo que hizo Rafter, pensé: “Este hombre saca leche de un botijo”, como dicen los finos. Y más tarde le llamé para hacer el Calderón de No hay burlas con el amor [1998].

— Haga una valoración del trabajo de dirección que desempeñaron sus colegas en el cargo, comenzando por Adolfo Marsillach.

— Valoro mucho el arranque que otorgó Adolfo a la Compañía. Fue muy meritorio, y no se puede obviar que arriesgó mucho. Salió por lo más inesperado. Por otro lado, era un buen gestor, un magnífico gestor. En verdad era un auténtico hombre de teatro.

— Andrés Amorós.

— No lo juzgo. Prácticamente ni pasó por el cargo. ¿Qué dirigió? ¿Los Entremeses de Cervantes? Yo tenía preparado un Año Calderón increíble: La hija del aire (segunda parte) con Lavelli, un proyecto que me llevó a la tumba, porque un personaje abyecto del ministerio dijo que no había dinero para pagar eso, y El mágico prodigioso. O sea, dos monumentos de Calderón. ¡Así se hace un Año Calderón! Y Amorós pasó por la CNTC sin tocarla ni mancharla, vamos.

— José Luis Alonso de Santos.

— No le gustan los clásicos. Eso fue un bache terrible. Fíjate: Eduardo tenía una única foto en su despacho de la CNTC, una imagen en la que estamos Adolfo y yo trabajando. Con esto te respondo. No he visto nunca una función tan hortera como el Peribáñez de Alonso de Santos. Hay una cosa que tiene el actor español: como no le vistas mentalmente, te hace un chulo de taberna. Vi la primera parte de la obra y me fui. No vi La dama duende.

— Eduardo Vasco.

— Estupendo. Eduardo es la ortodoxia pero con un aire nuevo y con imaginación. Además, hay que valorar que ha trabajado en las peores circunstancias, en el Pavón…

— De Rafael Pérez Sierra hasta el propio Marsillach ha destacado su amplia cultura y sus conocimientos clásicos. ¿Considera que un buen director de teatro barroco debe poseer una gran dominio sobre la época?

— Efectivamente. Tú diriges un Miller y dices: “Bueno, este señor es América”. Pero es mucho más fácil saber cómo es América hoy, que cómo era España en el siglo XVII. Sin embargo, para mí eso no es un problema. He nacido aquí y el primer libro que me regalaron los Reyes fue La dama duende en versión infantil. O sea, que el Siglo de Oro y yo siempre hemos estado muy unidos. Siempre he dicho que me puedo transportar con la mente al Barroco con gran facilidad, pero, claro, es una exageración. Lo que pasa es que he leído mucho Siglo de Oro y muchos libros sobre él.

Un director debe poseer, necesariamente, una serie de conocimientos de tipo histórico y filológico. Y, luego, debe apasionarle el siglo XVII, debe saber trasladarse a esa época. Hay un filólogo que siempre dice que trabajamos con material caduco. Y yo digo: “¡Por Dios! Como dice San Agustín: nada de lo humano me es ajeno”. Empédocles dice: “Yo he sido mancebo, doncella, arbusto, pájaro y mudo pez que surge del mar”. ¿Y eso cómo se interpreta? Algunos creen que alude a la transmigración, pero, en realidad, Empédocles se refiere a que todos somos todo. Tú tienes la capacidad de ponerte en cualquier época. Esa capacidad la debe tener muy desarrollada cualquier director, pero, claro, esto depende de la profundidad y calidad de sus conocimientos. Hay que ser capaz de imaginar a un galán en una calle del siglo XVII cruzándose con uno que le mira mal, hay que verlos sacando sus espadas y poniéndose a luchar… 

— ¿Cómo es el papel de un asesor literario dentro de una compañía de clásicos?

— Lo que yo aprendí es que a un director no se le pueden dar nunca consejos. La elección de una obra es algo muy subjetivo y muy personal. Yo me he pasado toda la vida proponiendo textos a los directores, con mayor o menor éxito, jugando con ellos al “¿qué te parece una obra que se llama…?”. José Luis Alonso nunca quiso hacer El castigo sin venganza, aunque yo le insistí muchísimo. A él le encantaban las tres comedias de magia de Calderón: El galán fantasma, La dama duende y El astrólogo fingido. Hablábamos mucho de ellas. Y yo siempre le repetía: “Pero, ¿y El castigo sin venganza?”. La lección es que nunca puedes decir a un director: “¡Haz esa función!”. Porque es algo que tienen que decidir ellos, tú solo puedes orientar. Con Pilar Miró me ocurrió otro tanto. Cuando la llamé para trabajar con la CNTC, le ofrecí muchas obras. “¿Las paces de los Reyes y Judía de Toledo?”. Y ella: “No, no”. “¿La verdad sospechosa?”.  “¡Sí!”. Yo me limitaba a proponer. Y cuando el director lo decide, adelante. No hay otra.

— Ha realizado las versiones para los montajes de El médico de su honra, Antes que todo es mi dama, El anzuelo de Fenisa, No hay burlas con el amor, Entre bobos anda el juego… Y se ha caracterizado por ser un adaptador muy ortodoxo, con mucho apego al texto original y con un claro sentimiento de reverencia hacia los autores del Barroco. ¿Dónde se encuentra el límite en la manipulación del texto a la hora de adaptarlo a la escena contemporánea y al gusto actual de los espectadores?

— ¡Ah, no! Yo soy muy ortodoxo. Para mí una versión es aclarar, aclarar, aclarar. Evitar que la atención del espectador descarrile con una palabra que no entiende, con un concepto enrevesado. Sobre todo en Calderón, a veces, los conceptos hay que ponerlos del derecho. Y, desde luego, no intervenir. Es decir, tú tienes que estar detrás del autor, siempre. De tal manera que, si un espectador ha leído la obra antes de la representación, no le debe chirriar nada en la versión. El adaptador o versionista es un señor que le dice a Lope de Vega “tú lo habrías dicho así porque ahora esto no lo entendemos”, es alguien que debe adaptar un texto porque la representación no se detiene cuando el público no entiende algo. Como no hay notas a pie de página en el escenario, tú debes introducir las notas a pie de página de una manera adecuada. Y, desde luego, siempre detrás del autor, que son Lope o Calderón, no son cualquier cosa.

Yo me he planteado el problema de la adaptación muchas veces. Soy consciente de que veníamos casi del desierto en la puesta en escena de los clásicos, y de que ahora se han convertido en un producto de consumo. Entonces, me pregunto: ¿Llegaremos pronto a tener un conocimiento tan grande de los clásicos que hará innecesaria la adaptación? Y la respuesta es no. Es cierto que nos acercamos cada vez más a la comprensión del texto. Y, en este sentido, recuerdo el estreno de El perro del hortelano de Miró en el cine de Fuencarral: fue muy bonito y un gran éxito porque los espectadores entendían a la perfección lo que se decía en la gran pantalla. La gente no es tonta. Pero tendremos que seguir adaptando los textos para el teatro porque hemos perdido toda la cultura de época, y los clásicos están plagados de este tipo de referencias.

Pongo un ejemplo con la cultura religiosa. Cuando Francisco Rico hizo la versión de El caballero de Olmedo, decidió eliminar un comentario que realiza el gracioso cuando su amo va deteniéndose al leer la carta de Inés: “Hay aquí nueva estación”. Paco dijo que si su hijo iba al teatro, al escuchar esa frase pensaría en una estación de ferrocarril, no en la del vía crucis. Pero Narros, que tiene una gran cultura religiosa, lo dejó finalmente como en Lope. Con ello quiero decir que hasta Rico, académico de la RAE, tenía ese escrúpulo. Hemos perdido muchos elementos culturales que no volveremos a recuperar, y por eso siempre habrá que aclarar el texto. Aunque la poesía no se aclara. Por ejemplo, los primeros versos de El caballero de Olmedo, que no se entienden. Pero eso no se toca, ¡eso es sagrado!

— ¿Ir a ver teatro clásico se ha asimilado a una delicatessen para gustos exquisitos, como sostiene Enrique García Santo-Tomás en su libro sobre la recepción de Lope, un hábito para la gente que desea darse un baño de brillo social o adquirir cierto prestigio de élite?

— Es que ir a la ópera puede ser una delicatessen para una persona que se compra un abono y quiere ir con la señora bien vestida. Pero para un aficionado puro y duro, no es una delicatessen. ¿Ir a un concierto de música sinfónica es una exquisitez? Porque la música sinfónica es todavía más para minorías que la ópera… Y no hablemos ya de la música de cámara, que es para escogidos. Entonces, ir a la sala pequeña del auditorio a oír unos cuartetos de Mozart o de Beethoven, ¿es ser elitista? No. ¿Ir a ver el Don Juan de Mozart es elitista? ¡No! Se podría decir que ir al teatro respecto de ir al cine es elitista… En fin, en este momento, y gracias a Almagro y la CNTC, hay gente que va a ver montajes de Lope o Calderón con autobuses desde su pueblo, y en Sevilla o en Alicante el teatro se llena con los clásicos.

— Amorós quiso ampliar el sentido del adjetivo “clásico” para que abarcase el repertorio teatral español desde la Edad Media al siglo XX, sin embargo, es evidente la preeminencia del siglo XVII en los escenarios de la CNTC…

— Bueno, ese concepto amplio del término “clásico” lo llevé yo a la práctica en el Festival de Olite antes de que a Amorós se le ocurriese. Para Olite me gusta, pero para la Compañía, no. La razón de la existencia de la CNTC está en el siglo XVII que, además, engloba el teatro clásico universal, incluidos el francés y el inglés, ya que la CNTC también puede montar un Marivaux, un Shakespeare o un Molière. Y para el teatro moderno, naturalmente, está el CDN.

— Lope y Calderón ganan por goleada al resto de dramaturgos clásicos en cuanto al número de puestas en escena realizadas por la CNTC, ¿es porque son los mejores poetas, porque los tenemos mejor estudiados, porque son nombres conocidos por el gran público, porque se ha creado una tendencia difícil de romper...?

— Lope es el inventor del teatro nacional, ese tópico que es verdad. Es el gran poeta. Es el único poeta de todos los dramaturgos barrocos. Es cierto que sus textos son desordenados porque escribía muy deprisa, pero si apartas las obras menores te quedan verdaderos monumentos. Lope vive el teatro y el teatro es vida para él. En El anzuelo de Fenisa, el mercader valenciano explica sobre una joven a la que dejó de amar: “Vila en una huerta un día, / más cerca y menos hermosa; / hablela, hallela enfadosa, / tocábala, estaba fría…”. Y piensas: “¡Madre mía, este tío está contando lo que anteayer vio en una calle!”.

Calderón es el gran constructor. Ni siquiera Shakespeare construye el teatro como lo hace Calderón. Es el más intelectual de los autores barrocos. A veces me han dicho: “Claro, como tú eres un intelectual, te gusta más Calderón que Lope”. Pero yo soy un intelectual según se mire, porque otros dirán que soy un zote (risas). Y, en realidad, soy tan lopista como calderoniano.

Así que Lope es la vida y la poesía. Y Calderón es el teatro y la construcción. Y los demás se sitúan por debajo, a una gran distancia. Tirso, por ejemplo, se enreda. Cuando hicimos El vergonzoso en palacio decíamos: “¿Pero esto qué es?”. Hay una trama tan enmarañada que Marsillach me pedía: “Vamos, explícamela”. Y cuando terminaba, me decía: “Claro, pero es que tú eres muy listo. ¿La gente entenderá algo?”. Fue tremendo. Ahora bien, Tirso tiene maravillas como El burlador de Sevilla, el Don Gil de las calzas verdes, El condenado por desconfiado… También tiene tres comedias madrileñas que son estupendas: Los balcones de Madrid, Desde Toledo a Madrid y Por el sótano y el torno. Pero sus tramas son muy enrevesadas y, además, Tirso era un mal poeta. En esa época, el teatro se escribía en verso, pero se era o no se era poeta, que es muy diferente. Y, excepto Lope, ningún dramaturgo del XVII tiene poesía. Eso sí, Calderón no tendrá belleza poética, pero tiene elocuencia. Calderón logra la belleza en el verso gracias a su tremenda expresividad; pero no es la belleza lírica de Lope, sino la belleza de una narración perfecta.

— ¿Qué obras no ha abordado todavía la CNTC y cree que debería montar?

— Muchas. Últimamente, Eduardo y yo hemos sacado del baúl muchas comedias importantísimas, como La moza de cántaro, que en las últimas décadas estaba muerta —quizá por su aire rural—, o De cuándo acá nos vino, que salió de entre las múltiples propuestas de lectura que yo le planteaba a Eduardo. Y quedan muchas más por montar. El mágico prodigioso y La hija del aire, que tenía pensadas para el centenario de Calderón, deberían llevarse a escena pronto y bien.

— ¿Cuál es el fundamento para ser un buen actor de teatro clásico español y qué intérpretes han destacado en este menester?

— Lo principal es aprender la técnica del verso. Hay quien dice que para un actor es lo mismo recitar prosa que recitar verso, pero no se puede obviar el sentido de la musicalidad. El actor ha de conseguir que el espectador se enamore de esa manera de hablar, tan distinta a la de la calle. El verso es un artificio estupendo que debe hacer suyo. Un actor de clásico también debe tener una buena articulación. Hay actores magníficos que nunca podrán hacer clásico porque no articulan. Como buen ejemplo, Fernando Fernán Gómez, que tenía una dicción magnífica. O el caso de Jesús Puente, que nunca había hecho clásico, como hemos comentado, y que lo hizo estupendamente. O Arturo Querejeta, que es un actor muy bueno. De las jóvenes generaciones, Eva Rufo y Pepa Pedroche me parecen grandes actrices de clásico.

Fíjate, las actrices son mejores que los actores en el clásico. Hoy se pueden hacer cinco buenos repartos para La Celestina y, a duras penas, se podría hacer uno para El burlador de Sevilla. Durante mis dos etapas como director de la CNTC, quise hacer El burlador. Llamé a Carmelo Gómez y me dijo que no, que él no era un Don Juan. No logré montarlo. Porque Carlos Hipólito, que es un grandísimo actor y en La verdad sospechosa estuvo brutal, no era un Don Juan. Cuando el guapo cantante mexicano Jorge Negrete visitó España, las mujeres se le echaron encima nada más bajar del tren para arrancarle los botones de la americana. Él espetó, no se sabe muy bien si afirmando o preguntando: “En España no hay hombres”. Y se produjo un enorme revuelo. Yo siempre me acordaba de esta anécdota cuando hacía los repartos para las funciones, porque pensaba: “¡En España no hay hombres!” ¿Hacemos un Burlador? ¡No se podía!

— Desde 1986 hasta 1999, su paso por la CNTC ha posibilitado montajes que forman parte ya de la historia del teatro español del siglo XX. ¿Cuál sería el “montaje estrella” con el que firmaría su trayectoria en la Compañía?

— La Fiesta barroca, en el marco de Madrid Capital Cultural 1992, y con patrocinio de Telefónica. Adolfo quería hacer una naumaquia en el Retiro, pero no nos lo permitían. Como no era creyente, nunca hubiera pensado en hacer un auto sacramental. Pero el director del comité organizador del evento era un dominico y estuvo muy de acuerdo con el proyecto de la Fiesta barroca que le propuse. Yo escogí El gran mercado del mundo de Calderón. José María Díez Borque me dijo que en la Biblioteca Nacional había una loa que, a todas luces, no era de Calderón, pero que hacía referencia al auto El gran mercado del mundo. La localizamos y yo la rehice prácticamente toda. Elegimos también el Entremés de los órganos de Quiñones de Benavente. Y la Mojiganga de las visiones de la muerte de Calderón, que es una obra maestra. Y nos atrevimos. Teníamos mucho dinero y eso nos permitió traer a Madrid bueyes del Rocío o la Tarasca del Corpus de Valencia. ¡Todo un despliege! Me quedaría con este montaje porque tiene un valor grande: salimos a las calles y la Plaza Mayor se llenaba todas las tardes para ver el recorrido. Eso fue muy bonito.



[1] Exactamente no fue como recuerda Pérez Sierra. Miró no tuvo que devolver nada porque la justicia dictaminó, tras un largo proceso de casi cuatro años, que el dinero público había sido empleado correctamente por la entonces directora general de RTVE, y que no hubo delito alguno en su proceder. Sin embargo, Miró quedó estigmatizada por el caso de los famosos trajes.