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Revista de estudios filológicos
Nº28 Enero 2015 - ISSN 1577-6921
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teselas

Niños en el tiempo, Ricardo Menéndez Salmón

(Barcelona, Círculo de Lectores, 2014)

 

         La primera palabra.

         ¿Fue la de casi todos? ¿Articuló él las sílabas de la especie? ¿Perpetró la misma ruta que los demás niños, cumplió el viaje infinito al linaje de cuerpos que los mortales proceden? Niños de niños de niños de niños.

         Sentado ante la planicie abrasada de sus doce, quince, dieciocho meses, qué primera palabra brotaría de su boca.

         Mamá.

         Papá.

         Agua.

         Las palabras importantes son siempre cortas. El camino a lo resonante no necesita, no tolera rodeos. Nadie llamaría idiosincrasia al mar. Porque lo primero que nombra un hombre es aquello que lo mantiene, lo eleva, lo revela. Hijo del lenguaje, sin él, sin su esperanza de fraternidad, la devoradora oscuridad que lo cerca tragaría su cuerpo.

         Agua.

         Papá.

         Mamá.

         Luz, quizá.

         Sopla un viento dulce, que trae olores a naranja, y Jesús, sentado en el regazo de su madre, dice algo. Ella parpadea. Un vínculo nuevo. Una forma prístina. Cada vez que un hombre nombra el mundo por vez primera, el tiempo tiembla en su boca. Es un centro hirviente, un volcán cíclico, el viejo sueño de todos los pueblos: la palabra como mano que arranca el velo.

         Jesús repite la palabra y María se ruboriza.

         - José –grita–. José. El niño.

         José acude con sus herramientas en la mano. Hay miedo en sus ojos, un miedo nutrido por la voz urgente de María.

         - ¿Qué sucede?

         - El niño –susurra ella–. El niño ha hablado.

         José respira fuerte. No siente en su pecho esa vocación poética de la primera palabra. No es algo que demande su emoción. Sus misterios son otros, se recluyen en el cuerpo de María, habitan a lo sumo en la humilde ingeniería de su taller.

         - Me asustaste, mujer.

         María contempla a su marido con detenimiento. También Jesús mira a su padre.

         Conservemos esta imagen: de pie en el centro de su casa, cuatro ojos contemplan al carpintero con algo parecido al reproche, el desencanto, la codicia de quien sabe y no acepta que el otro no comprenda.

         Sopla un viento dulce, que trae olores a naranja. Jesús ha hablado.

(pp. 105-107)

 

 

         La niñez defendida.

         Su orgullo. Su valor. Su tesón.

         Los adivino un día remoto, inmunes a la Historia, al margen de su devoradora sabiduría. Lavinia está escribiendo en una tablilla de cera. Lleva un punzón en la mano derecha. Le está enseñando a Jesús, al dios ágrafo, el abecedario latino.

         Escritura, bendito oxímoron: sol negro, luz tenebrosa, relámpago oscuro sobre el blanco primordial de la página. Me pregunto cuál sería la palabra que allá, durante los años irrecuperables, estancias del tiempo que nunca regresa, escribió el primer hombre conscientemente.

         Lo hago mientras admiro la mano de la niña romana perfilar la frase «Ego sum Lavinia», frase que incluye el verbo por antonomasia, aquel que contiene en su flaco enunciado al resto de palabras. Así, la escritura cobra de pronto una dimensión misteriosa, como si, al dictado de esa mano que agarra el punzón sin torpeza, los demiurgos del cosmos fueran convocados al aquelarre de la significación. Pues acaso sea cierto que, cada vez que un niño enuncia un deseo, el mundo renace sin remedio. Ya se sabe que los niños, como el genio maligno que un día soñará la filosofía, imaginan que la realidad sólo existe en la medida en que es contemplada por ellos. Actores avezados, en su conciencia rige siempre el tiempo presente: «ahora», «aquí», «mío». Es el egoísmo del instante, del solipsismo más aguerrido, que sólo la educación y la madurez derrotan.

         ¿Acaso soy eso yo, se habrá preguntado todo niño –Tales, Leonor de Aquitania, Lorenzo el Magnífico, Gandhi, Marilyn– al ver su nombre escrito por vez primera? ¿Transcurro yo ahí, en la extensión de esas siete letras que proclaman al que desee leerlo quien digo ser: Lavinia, la hija albina de Numa y Livia, la amiga romana del bebé judío? ¿Es posible que la vida –la vida estéril de los objetos, la vida íntima de los animales, la vida derramada de toda esa plétora que no somos «nosotros»- quepa en esos caracteres, tan frágiles como tozudos, en los que la escritura se encarna?

(pp. 129-130)