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Revista de estudios filológicos
Nº28 Enero 2015 - ISSN 1577-6921
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peri-biblion

AUTOFICCIÓN  Y PSICOANÁLISIS EN

LEYENDO EN LAS PIEDRAS DE ANTONIO COLINAS

 

Guy Merlin Nana Tadoun

(Universidad de Yaundé I, Camerún)

nanatadoun@yahoo.fr

 

Resumen:

 

No cabe duda de que psicología y autoficción mantienen entre sí una relación muy estrecha. En este ensayo se analiza cómo la añoranza del tiempo perdido justifica el viaje físico a las ruinas de Petavonium, cómo el retorno al pasado exorciza y reactiva las huellas del “mito personal”, cómo el recurso a la memoria facilita el autoconocimiento y posibilita la construcción de la personalidad profunda del protagonista-autor. Tal empresa da pertinencia a los trabajos de Freud, Jung, Mauron y Lejeune. Asimismo, repasa en su dinamismo ecléctico no incontestable algunas características del relato psicológico-autobiográfico presentes en Leyendo en las piedras: importancia de la infancia en el poeta maduro; estética onírica y poética de lo desconocido; símbolos o metáforas obsesivas; desdoblamientos y complejidad interpretativa; presencia permanente del narrador y continua relación entre vida y obra del autor; búsqueda de armonía entre pasado y presente por la mediación de la escritura y la experiencia del dolor; interrelación entre protagonista y escritor; temprana identificación de la añoranza y búsqueda de un centro restaurador; uso de elipsis, de analepsis y prolepsis, de la tonalidad lírica y de la memoria explícita; problemas de sinceridad narrativa; anticipación de la mirada crítica del receptor; juegos léxico-semánticos y supresión de la frontera entre realidad e ilusión; metaliteratura, poder catártico de la escritura y jungiano proceso de compensación.

 

Palabras-clave: Memoria, autoficción, literatura, psicoanálisis, metaliteratura, Colinas.

 

Résumé:

 

Il est évident qu’il existe entre la psychologie et l’écriture de soi un rapport très étroit. Cet essai vise à montrer comment le regret et la recherche du temps justifient le voyage vers les ruines de Petavonium, comment le retour au passé exorcise et réactive les traces du mythe personnel de l’auteur et comment le recours à la mémoire rend facile la connaissance de soi par soi et possible la construction de l’ipséité du protagoniste-auteur. Une telle démarche donne préséance aux travaux de Freud, Jung, Mauron et Lejeune. elle souligne également, dans son dynamisme éclectique non incontestable, quelques caractéristiques de la prose psychologique et autobiographique en présence dans Leyendo en las piedras : centralité de l’enfance ; principe de compensation si cher à Jung ; pouvoir cathartique de l’écriture ; esthétique du rêve et poétique de l’inconnu ; symboles ou «métaphores obsédantes » ; dédoublements et complexité interprétative, présence permanente du narrateur dans le texte ; plausible adéquation entre la vie et l’œuvre de l’auteur ; désir d’harmoniser le passé et le présent par la médiation de l’écriture et de l’expérience de la souffrance ; identification de la nostalgie et recherche d’un centre restaurateur ; emploi de l’ellipse, des analepses et prolepses, du ton lyrique et de la mémoire explicite ; questions de sincérité narrative ; anticipation du regard critique du lecteur, jeux lexico-sémantiques et suppression des frontières entre réalité et fantaisie.

 

Mots-clés : mémoire, autobiographie, psychanalyse, littérature, metalittérature, Colinas.

 

Lo inconsciente no es lo simplemente desconocido, sino que por lo contrario es, por un lado, lo desconocido psíquico, es decir, todo aquello sobre lo cual adelantamos la hipótesis de que en caso de llegar a la conciencia no se diferenciaría en nada de los contenidos psíquicos conocidos por nosotros.  Por otro lado también debemos incluir en él el sistema psicóideo, sobre cuya naturaleza directamente no podemos decir nada. Este inconsciente así definido circunscribe una realidad extremadamente fluctuante: todo lo que sé, pero en lo cual momentáneamente no pienso; todo lo que alguna vez fue para mí consciente, pero que ahora he olvidado; todo lo percibido por mis sentidos pero que mi consciencia no advierte; todo lo que, sin intención ni atención, es decir inconscientemente, siento, pienso, recuerdo, quiero y hago; todo lo futuro que en mí se prepara y sólo más tarde llegará a mi conciencia;  todo eso es contenido de lo inconsciente. Estos contenidos son todos, por así decirlo, más o menos capaces de conciencialización, o fueron conscientes y podrían en el momento siguiente volver a ser conscientes. (…) a este fenómeno marginal, que aparece por aclaración y oscurecimiento alternantes, pertenece también, como se ha visto, el descubrimiento de Freud (Jung, 2006:159)

 

 

La autobiografía es todo relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, cuando pone el acento sobre su vida individual y, especialmente, la historia de su personalidad (Lejeune, 1975:14)

 

 

 

 

INTRODUCCIÓN

Para Jean Bellemin-Nöel (2012), la lectura psicoanalítica contempla el fenómeno literario desde nuevas perspectivas e informa mejor sobre la génesis y el funcionamiento del mismo. Lo inconsciente consiste en la ineludible repetición de una remota temporalidad de la que en realidad  no nos acordamos y en el hecho de tomar por recuerdo aquello que nunca se repetirá como en su primitiva forma. Bien lo sabe Colinas y si toma por reminiscencia aquello que ya pasó, si se hunde en el pasado ancestral es porque cree en la teoría de la compensación. Luchar contra el olvido es dar vida a lo inánime para satisfacer unos sueños diurnos. Es reconstruir los dispares fragmentos de su existencia en un intento de inmortalizarlos y perdurar a través de la palabra, ese “antidestin” del que hablaba Andrés Malraux. Y sobrevivir al tiempo es eternizar a los seres amados, a los muertos del grupo al que pertenecemos.

En Magia y alquimia de la mente se establece que “Los recuerdos compartidos nos unen a nuestros seres queridos, vecinos y contemporáneos. Si perdemos la memoria, quedamos a la deriva en un mundo ajeno” (Akerman, 2005:95-97). En alguna manera, la existencia de la memoria legitima el miedo al olvido y el miedo al olvido reactiva los procedimientos mnemónicos, tal vez para que el olvido no pueda triunfar ni sobreviva al tiempo cruel que zanja todo cuanto pudre. Que no se nos olvide lo que dijo Milan Kundera: ansiar el olvido es puramente antropológico porque “desde siempre, el hombre sintió el deseo de reescribir su biografía, de cambiar el pasado, borrar sus huellas, las suyas y las de los demás”. Para Colinas que no escribe para ocultar o alterar el pasado, abogar por la memoria es pugna contra todo lo que pone en peligro la relación que une al ser humano con consigo mismo, es decir con sus referencias cardinales, con su entorno físico y con lo sagrado. 

Leyendo en sus “piedras’, el lector experimenta el delicado orden del caos. Toma conciencia de la centralidad de la esencia y se extasía ante la belleza de las ruinas rescatadas, desde los senderos opacos o vedados del viaje físico e interior. Al fin de su recorrido, que no siempre concuerda con las infinitas y enredadas peregrinaciones del poeta, ese lector avezado al que se llega a interpelar en el espacio terapéutico de la escritura, acaba reparando en que la memoria modela toda nuestra existencia. La memoria sirve de pasarela entre presente y pasado y construye, a modo de ladrillo, la delicada fortaleza de nuestra vida exterior e interior. Sin los recuerdos no tenemos privacidad, ni estamos en armonía con el medioambiente, ni vivimos en sintonía con el prójimo.

 Y si tan sólo olvidamos aquello que implica disforia o, lo que es igual, tan sólo cuanto pueda crear en nosotros algún conflicto (Freud), con Colinas, ir “en busca del tiempo perdido” (Proust) será, sin duda, recobrar todo aquello que nos fue familiar y que se nos escapó. Será como redescubrir entre sueños los espacios donde se cuajan los dorados veranos de antaño. Será revisitar las moradas u objetos que hicieron que ese pasado fuese “mejor” (Manrique).

 

  1. REGRESANDO A PETAVONIUM Y CERNAR: DOS NÚCLEOS DEL CATÁRTICO  RETORNO A LA INTRAHISTORIA

 

Mediante el poder de la memoria, la escritura y el orfismo, el protagonista coliniano recupera parte de lo perdido. La sublimación de la soledad pasa por una física indagación en la aparente inutilidad de las ruinas de Petavonium, considerado como primer núcleo espacial. Como no podía menos de ocurrir, estas pesquisas acaban salvándole no sólo del vacío interior, sino de la inconsistencia y limitaciones del ahora porque “Es la intrahistoria que nos salva de la inseguridad del presente, del terror de la Historia” (p.18).

Si con el tiempo se vuelve todo inestable y traumático, a través de la técnica mnemónica, la disyunción anterior y preescritural que impone la lejanía se sustituye a la euforia posterior que supone el nuevo viaje a la casa vieja, a la vivificante tierra originaria. Tras Petavonium se llega a Cernar, otro pueblo perteneciente al macroespacio del noroeste peninsular. Después de varias encuestas, se van cerrando nuevas heridas nacidas de otro recuerdo: doloroso recuerdo al que apuntan e incivilizan los horrores de la Guerra, las cicatrices de la memoria histórica.

El hecho de “dar con la partida de bautismo del niño” (p.91) suena en la obra como un hallazgo psicoanalítico que rescata al agitado paciente de un rebelde tormento. Cerrar en Cernar esta página de la historia personal es sin duda recordar a los que viven cómo se puede, al menos en parte, vendar sin violencia y con humildad aquellas llagas que se quedaron vivas en las venas muertas de la memoria colectiva.

 

  1. DE LOS PRIMEROS SÍMBOLOS INFANTILES A LA SINCERIDAD O MENTIRA NARRATIVAS

 

Con el descubrimiento de la identidad del niño que fue José Nieto, ahijado de la abuela del protagonista,  “se va cerrando, pues, el círculo de algunos de los misterios en torno al niño de la fotografía.” (p. 91), aunque el cierre del mismo no es óbice para que no se abra otro aún más perturbador. Pero será en el hallado tiempo de Petavonium (en los objetos sagrados enmohecidos, en “la vieja calzada romana” recorrida varias veces o en la recordada música de Bach) donde el protagonista dirima muchos de sus primeros conflictos. Lo hace narrando lo que verdaderamente pasó como cuando habla, con tonalidad satírica, de cómo “se recupera la memoria de nuestra guerra incivil” en el relato titulado “De la memoria histórica”. También lo hace jugando con los lectores, con el motivo de la memoria, con los componentes simbólicos de la misma escritura e incluso con la sinceridad de los hechos narrados, como cuando confiesa en la p.106:

He mentido al hablar del silencio que me rodea. En realidad, me he pasado el día escuchando una música con la que acaso pretendía sustituir o rescatar aquella otra perdida de las cuerdas de la lira. La música era la Cantata n.°42, de Bach y, en concreto, la de la sinfonía que abre esta pieza. Había puesto esta melodía a primera hora de la mañana y después, a lo largo del día, aunque ya no la escuchara, la sinfonía seguía temblando en mi interior.

 

 

En el decimocuarto relato del libro se nos hablan, en tiempos navideños, de

 

Símbolos que aún permanecen en mi memoria, como la espada y la lira que se hallaban dentro de un arca, en el desván. Ellos son, seguramente, junto a un tercero -una pequeña lechuza-, los tres símbolos más vivos de mi infancia en aquellos veranos de oro (p.104)

 

Como es propio de la prosa descriptiva, a tal evocación siguen varias prosopografías. El protagonista insiste en recordar el agorero grito de la lechuza, en retratar aquella espada que “se hallaba oxidada dentro de su funda metálica” (p.104). Finalmente, se detiene en el remoto y vibrante “sonido órfico” que le ha mecido, según afirma, “a lo largo de los años y de la que, a la vez, me he sentido huérfano”:

 

El tercer símbolo vivo de mi infancia es el más obsesivo para mí en este día blanco y puro, blanco y silencioso de la Nochebuena. Es el que los míos y yo reconocíamos como “la lira”. Yo no sabía tocar aquel instrumento, pero me gustaba pasar las yemas de mis dedos por sus cuerdas dobles y oír embelesado los sonidos que producía (p.105).

 

 

La especial mención dada a la lira infantil es prueba de que el idealizado sentimiento órfico es consustancial a la vida y obra de Colinas. La lira no tocada no implica la música no oída o no disfrutada. El deleite del niño, poeta en ciernes, se limita a los dedos que acarician las cuerdas del sagrado instrumento. Ese placer pueril se transmuta con la adolescencia, hasta una sublimación de la impotencia. Impotencia previa que es hoy manifestación artística del conocido y frustrado “deseo”: el de tocar, como los mayores, aquella “lira” con la que de niño se “tumbaba en la cama” colocándola en su pecho, abrazándola como a una madre cuyas canciones de cunas le atravesaba todo el cuerpo (p.105).

 

  1. TRASCENDENCIA DE LA LIRA: ENTRE  PLURI SIGNIFICACIÓN  Y METÁFORA DE LA ESCRITURA

 

La consabida transfiguración queda explicita en esta escritura autorreflexiva que idealiza la lira y hace de su protagonista un niño huérfano, como si con el tiempo, el poeta estuviera en busca de la lira perdida, del arquetipo materno, de la abuela o “gran madre”. Esa “madre” o lira remite tanto a la tierra con toda su armonía o música, como a todos los símbolos (biológicos, meteorológicos y arqueológicos) que allí se concentran. Metaforiza la música de las rimas, la de la poesía que normaliza la retórica onírica; retórica prosaica que también anaforiza el léxico de la obsesión y resucita el sonido de la lira salvadora de sentido muy fluctuante:

 

Sí, el recuerdo más obsesivo de aquel día blanco y puro no era el de la música de Bach, ni el de la música de los rosales muertos que iban a renacer, sino la de las cuerdas de la lira de mi infancia, la de aquel instrumento perdido para siempre. Sólo él podía emitir las notas que me salvarían definitivamente (p.107)

 

Sólo él podía preludiar el lenguaje de la mansedumbre, el futuro triunfo del renacimiento sobre el caos de Petavonium. Sólo él, entre muchos símbolos, fue augur del oficio de escritor cuya realidad y cuyo deseo, en un diálogo a la vez ambiguo y coherente, iban a extremarse antes de fundirse en la página en blanco. Página cuyos arabescos salvan. Página cuyo color  recuerda la ya evocada blancura del día, símbolo del invierno, tiempo de la memoria y de la progresiva sedimentación de la poesía. El nacimiento de la escritura fragiliza la eternidad del caos y anticipa la coliniana poética de la “palabra que salva”, de las ruinas que vivifican. A este respecto, nos recuerda el autor de Realidad del alma, al que Colinas suele homenajear:

 

La experiencia demuestra que todas las cosas no sólo tienen dos facetas sino aún más…Una tercera versión consiste en la hipótesis de que cada fenómeno psíquico queda compensado interiormente por su contrario, o según reza el proverbio: “Los extremos se tocan” o “No hay mal que por bien no venga”. Así también la esquizofrenia de un mundo es a la vez un proceso de saneamiento o, mejor aún, el punto culminante de una gestación que entraña dolores de parto. Una época de escisión, como la del Imperio Romano es simultáneamente una época de nacimiento (Jung, 2003:42)

 

 

Si la obra de Colinas es, en parte, manifestación de las consecuencias del regreso a la cuna de los “deshechos sueños” que trata de rescatar la memoria, si es cierto, psicoanalíticamente hablando, que “le travail du rêve revient en somme à couler deux images disparates dans le moule unique d’une seule forme de langage”[1](Freud, 1942:46), si asimilamos esta función a la del hacedor de rimas que busca unidad en la concordancia de los sonidos, entonces, las notas que a posteriori salvan sólo pueden apuntar, por pura analogía, a la música de la poesía. Es ésta la que procura redimir el expresivo silencio del ayer. Ese silencio subtiende y subvierte a su vez la memoria explícita, es decir aquella que abarca recuerdos conscientes sobre eventos, objetos, espacios y personas que han poblado parte de nuestra vida. Por consiguiente, a las melodías infantiles corresponden la música del arte cuya herramienta es la palabra, preciosa meteria del poema:

Se trata de un sonido que acaso he pretendido rescatar luego por medio de las palabras, por medio de los versos, mis versos, que ya eran un eco –sólo un eco- de aquel son perdido, de aquella otra música que siempre es irrecuperable: la de la infancia (p.106)

 

El relato autobiográfico, igual que el sueño, juega con los matices del sonido que producen dos cosas distintas y metonímicamente cercanas: la poesía y la lira, trasnominación de la primera. El dinamismo analógico se ve en ese “eco” que sustituye el lejano tono de la lira, cuyo retrato es indicio de un tiempo añorado y superado. La relación entre literatura y psicoanálisis también se asienta en el también jungiano supuesto de que el “ejercicio” de la escritura, al ser consciente manifestación de los sueños, los juegos y la fantasía,  “constituye una actividad psicológica”. A fortiori si ese arte, esa escritura, es intencionado deseo de narrar la historia de la propia vivencia.

 Como las palabras y los símbolos, como la carencia y la plenitud, la música en Colinas plurisignifica y al hacerlo, connota, igual que todo el libro, ese “solar de los sueños deshechos” y finalmente rehechos.

 

  1. DE LA CONDENSACION SEMANTICA A LOS SEGMENTOS OBSESIVOS  Y AL MISTERIO FASCINANS

 

En un pasaje que aclara un tanto el titulo de la obra, vemos al narrador intradiegético ascender al castro y subrayar que suele “en esa ascensión ir leyendo en las piedras, es decir, los signos y símbolos que éstas me desvelan de mil maneras” (p.141). Ha dicho el alter ego de Colinas que la realidad le es dada por las piedras “de mil maneras”. ¿De mil maneras? Por supuesto que sí, porque los símbolos toman, desde las complejidades de las imaginación, formas nuevas e inagotablemente interpretables.

Esta plétora de revelaciones alimenta la significancia y hace también polisémica la elaboración y captación de cada red significativa a la hora de la semiosis y del desciframiento de los mensajes. Es el resultado de un enmarañado proceso escritural que toma en cuenta los procedimientos propios de la pragmática y de la psicología, ese territorio laberíntico que ahora comparte “sueño” con la literatura: 

Esta obsesión del sueño se transformó, cuando me desperté de madrugada, con una nueva obsesión que ya sabéis que no es en mí nueva: la de salir de casa como llamado por alguien o por algo para vagar sin rumbo fijo por el valle y sus montes (p.140)

 

Como se ha podido apreciar, esta “écriture de soi” no está exenta, en su versión coliniana, de zonas oscuras o misteriosos, de recurrentes figuras retóricas como la aliteración y la repetición diseminada, de palabras tan clave como obsesión, sueño, memoria, misterio, infancia, casa, mensaje, palabras, piedras. De la misma manera, analepsis, prolepsis y preguntas retóricas consiguen revelar esta fascinación del misterio. Todo ello delata la incapacidad del protagonista para resolver todos los conflictos que nfunde la meditación sobre los fantasmas del pasado. A veces, estos fantasmas se funden en una sola realidad, cuando cada uno de ellos no se fragmenta o multiplica:

Nos habíamos despedido con la certeza de que no nos volveríamos a ver. Y sin embargo, ¿qué pensaríais si os dijese que, diez años después de aquel fallido encuentro, me veo obligado a escribir de nuevo sobre Lidia? ¿Por dónde comenzar a explicároslo? Una vez más me ha vuelto a suceder en el valle algo prodigioso; algo que no surge de la memoria o del misterio, sino de la más inesperada y viva realidad. Desde hace varios días hay sobre mi mesa un extravagante mensaje que me ha llegado por el correo. Dentro de un sobre he recibido una cuartilla doblada en la que está escrita una sola frase: “siempre te esperaré donde se pone el sol”.

He reflexionado sobre él y he intentado descifrarlo, atendiendo sobre todo a ese “donde se pone el sol”. ¿De qué lugar puede tratarse? ¿Verdaderamente está esperando alguien? ¿Quién? ¿En dónde me espera?  Esta noche pasada la frase del mensaje anónimo parecía quemarme y hasta me acompañó en sueños. Soné con el mensaje y en mi sueño veía un gran sol, del color del cobre encendido, que flotaba sobre un monte muy negro (pp.139-140).

 

En suma, además de sus connotaciones psicoanalíticas, la casa, la lira, el castro, el desván, la calzada romana, el valle, el lago, el álbum familiar, el monte, la noche invernal,  los “veranos de oro”, los fallidos encuentros, la música oída y no tocada, las arquetípicas imágenes femeninas, el barro cocido, los elementos botánicos y zoológicos e incluso los arabescos que dibuja y desdibuja la naturaleza campestre son, entre cientos de ellos, permanentes, vertebradoras y fascinadoras señales de vida callada y resucitada, objetos, espacios o actantes por donde transita la memoria de los seres queridos, de la llorada infancia enaltecida. 

Como si lo infantil se asimilase a un sueño, a la obsesión onírica se injerta la obsesión de la infancia, adjetivo funcional que da cada vez más importancia a la poética de la memoria. Esta palabra se deja sustituir por su equivalente masculino “recuerdo”. Además, la reminiscencia del pasado desde el presente pluraliza el uso de segmentos adverbiales como “hoy” y “ahora”. Junto a ellos, los adjetivos demostrativos, al integrarse en la descripción, dan más credibilidad a la autobiografía.

En Antonio Colinas, sumergirse en la infancia es recorrer los signos de su existencia, en un intento de hallar entre ellos alguna clave o revelación que dé sentido a la vida o prolongue, de alguna manera u otra, la actividad escritural. Actividad que hace que el creador casi siempre esté, como el filósofo,  “en ruta” (Karl Jaspers). Y al caminar sin parar,  está en  busca de una realidad siempre provisional, nunca revelable en su totalidad, multifacética como la mujer fugitiva, multicolor y cambiante, como las rocas del valle:

No veía a nadie a mi alrededor en esta hora ya avanzada de la mañana y seguía intuyendo señales en las nuevas piedras; ahora, en las piedras negruzcas o verdosas, las que están oxidadas por musgos y líquenes. Otras veces, estas piedras son amarillentas y fogosas, o rojizas, como las tierras del valle.  Hoy me topé con una de estas piedras rectangulares y fogosas sobre su superficie lisa la naturaleza había grabado unas líneas limpias y geométricas, como si un rayo la hubiese quemado levemente. Me agaché y leí en ese signo quebrado, pero no pude interpretar nada en él. Ni nada se me reveló (…) Hoy este trozo de barro recocido que encontré me llevó de golpe a ese recuerdo de mi infancia, pero tampoco me reveló nada más (…) Fue en ese momento cuando la frase anónima regresó de  nuevo a mi cabeza: “Siempre te esperaré donde se pone el sol”.  Levanté la cabeza de mi abstracción y sentí en el rostro ese viento ardoroso, su perfume a encinares y a jaras, cerré los ojos, escuché sus murmullos. Tampoco aquel viento me reveló nada, a no ser los consabidos recuerdos de infancia (p.141-142)

 

Estas no-revelaciones o revelaciones fallidas pueden entenderse como perpetuas manifestaciones del inconsciente, como intermitentes irrupciones del sujeto creador en el universo de la psicología. Y si las consideramos como trabas levantadas a la puerta de su conciencia que varias veces repite “no sé…”, “nada se me reveló”, “tampoco me reveló nada más”, entonces podemos decir, con palabras del autor de Arquetipos e inconsciente colectivo, que “Tales obstáculos aparecen siempre que el entendimiento emprende tentativa de internarse en el mundo de lo desconocido y lo invisible (Jung, 2006:158).

El acercamiento a ese territorio crea en el protagonista una suerte de desconfianza e inseguridad ante la realidad de los objetos examinados, la cual parece borrarse en el ya de por sí borroso mundo del protagonista. Como corolario, yace en las estructuras profundas de los relatos una permanente inestabilidad que deconstruye el proyecto analítico-descriptivo del protagonista, que desestabiliza su consabido ansia de conocimiento, de descubrimiento de lo que se esconde detrás de los personajes y hechos narrados.

En este espacio narrativo donde todo se irisa, acaso sea la obsesiva evocación de la misteriosa cima tutelar la metáfora que mejor revela el deseo de escrutar el fluctuante horizonte de la madre tierra, de penetrar los bosques impenetrables, de cuestionar el saber que nunca se sabe. La imposibilidad de dar con las distintas caras de la fenomenología ratifica el carácter provisorio y vacilante de la percepción. En el primer epígrafe de este ensayo, recuerden, con Carl Gustav Jung (2006:159) ya advertimos que

todo lo que alguna vez fue para mí consciente, pero que ahora he olvidado; todo lo percibido por mis sentidos pero que mi consciencia no advierte; todo lo que, sin intención ni atención, es decir inconscientemente, siento, pienso, recuerdo, quiero y hago; todo lo futuro que en mí se prepara y sólo más tarde llegará a mi conciencia;  todo es contenido de lo inconsciente  (Jung, 2006:159)

 

Simbolizada por la noche, la indagación en el misterio y en lo inconsciente (palabra que se repite varias veces en la obra) introduce al protagonista en una especie de “segunda realidad” en la que, transfigurado, toma las formas de aquello que se busca desesperada e incesantemente. La pregunta retórica y el adverbio “quizá” tal vez recreen mejor nuestras limitaciones cognoscitivas, las sinuosidades del hilo narrativo, la sugerente versatilidad del protagonista. Esta inconstancia del personaje es signo de la inestabilidad de los componentes discursivos.

A guisa de ilustración, notemos que el héroe pone en tela de juicio las razones previamente dadas acerca de su viaje, la imposibilidad de sintonizar con toda lucidez con la realidad, porque inciden en su pensar y actuar los poderes del inconsciente. Por eso, aquellas que son  y fueron fantasmas (Lidia o Rita) le pasan al poeta sus dones misteriosos para que él, a su vez, se porte y comporte como ellas, para que se torne como ellas fantasma:

¿No habrá sido la ausencia de ella lo que me ha traído hasta el valle, y no la memoria de los míos, y no la casa abandonada? Quizá ahora el misterio de mi venida y de mi vagar por los campos se haya esclarecido plenamente. De manera inconsciente he venido a este valle por ella, y de ella he sentido la llamada, y por ella he vagado como un poseso buscándola. Ella, no perteneciéndome, está ahí, detrás de nuestra cima tutelar y de la noche (…) Acaso haya sido ese monte el que nos ha traído inconscientemente hasta aquí a los dos. ¿Para encontrarnos sin encontrarnos? (p.147).

 

El uso de otro adverbio (sinónimo de “quizá”) refuerza esta mezcla de realidad e ilusión que genera, en el plano retórico, el recurso a la antítesis. Onirismo y motivo del no-saber aparecen en el mismo relato-cierre, y nos dan la impresión de que finalmente, esta mujer es fruto de su imaginación, como gran parte de aquellas que jalonan los poemas de la la última Antología de Colinas (2011). Antes de desembocar en lo metaliterario, la cita siguiente rehabilita el monólogo interior, el soliloquio y el motivo de la ensoñación, explicita y circunscribe el campo semántico del título de la obra, no sin sugerir, de alguna manera, y con la gradación ascendente que va de la noche anterior al día y meses siguientes, la calderoniana idea de la vida-sueño:

Siempre te esperaré donde se pone el sol” Desde lejos, yo no sabía aun quién era aquella mujer, pero tenía ya la seguridad de haber dado con aquello que me había llamado desde el sueño de la noche anterior, y a lo largo del día, y a lo largo de meses; con aquello que no había encontrado leyendo en las piedras, ascendiendo por las montanas, escuchando el murmullo del viento en las cimas (…) En mi interior surgieron dos preguntas: ¿sería esta mujer la autora del anónimo?  (…) -¿Lidia?  No sabia aún quién era aquella mujer sentada, pero la palabra me salió sin yo poderlo evitar, medrosa, musitada casi. Lo extraño del lugar y del encuentro me indicaba que aquel encuentro que iba a suceder en unos segundos era imposible, que la persona cuyo nombre pronuncié estaba muy lejos de aquí, al otro lado del océano. Y sin embargo, estos valles seguían haciendo sus milagros. No debo escribir muchas palabras más para explicar la presencia inesperada de Lidia (…) lo más importante había sido esa llamada que yo había sentido en sueños, que me obligó a ascender a la cima y luego a vagar hasta saber cuál era la causa (pp.144-145).

 

5.   UNA ESCRITURA AUTORREFLEXIVA, DIALÓGICA Y ANALÍTICA 

 

Tras reflexionar sobre “qué se escribe” y “por qué se escribe”, en Qué es la literatura Jean Paul Sartre también se pregunta “para quién se escribe” (Sartre, 1948:169). En este tercer apartado celebra la figura del lector en el proceso escritural. Al señalar que “Il n’ y a d’art que par et pour autrui”, Sartre hacía de ese destinatario la instancia catalizadora de la actividad creadora. Tal concepción ha sido de sobra desarrollada por la llamada Estética de la Recepción.

Pero lo que más llama la atención en los relatos colinianos es la consciente y efectiva relación que establece el protagonista con los lectores en la autoficción. Ésta es conciencia de la coherencia narrativa y preocupación por la atención del lector, es deseo de dar por aclarados los matices de un relato que procura, al tiempo, desdibujarse por una selva de repleta de símbolos latentes y patentes.

El detallismo analítico, que es deseo de dar importancia a determinadas partes de la historia, genera una escritura redundante que a la Retórica toma prestado el ímpetu anafórico-poético. De esta técnica brotan, en medio de una prosa limpia y sugerente, estructuras simétricas de aparente valor explicativo y sumamente pragmático.

 

Lo importante era la fuerza de los símbolos y, en concreto, de ese gran símbolo que era la mujer que recibía el último rayo de sol en sus cabellos rubios.

El tiempo detenido ahora se aceleraba…sé que son razones que merecerían una más pormenorizada explicación, pero el que yo ahora os la dé no es lo más importante.

Lo más importante –aunque en el fondo ya lo supiera- era saber por qué Lidia había elegido aquel valle y no el nuestro para su nueva vida (…)

Lo importante es que ella también parecía haber recibido una llamada que era superior a todas las llamadas: la del regreso al origen, al centro de su memoria, a los espacios de la infancia  (p.145)

 

Se ha visto que el susodicho detallismo o anhelo de elucidación se enfrenta a la elipsis,  “segmento casi nulo del relato que corresponde a una considerable duración” (Ntsobé, 2014:86) y cuyo descuido se debe, según subraya el narrador, al tiempo de la escritura que “ahora se acelera”. Otra justificación se da en la última cita del apartado anterior en la cual el narrador piensa que sobre volver a insistir en la turbante aparición de Lidia sobre la que no debe   “escribir muchas palabras más para explicar” la presencia en el pueblo.

La secuencia elidida se supedita, por tanto, al más relevante detalle de lo que “ahora” se quiere apuntar, de lo que el protagonista pretende desconocer, de lo que finalmente consigue realzar: la trascendencia de la llamada telúrica, que supone una vuelta al ombligo reunificador de las cosas rotas, de la alianza entre tierra e hijo de la tierra. Mirando bien las cosas, la expiación de lo roto induce a una búsqueda de equilibrio desde las vitalicias lianas del bosque natal, a cuya urgente llamada apunta la carta que recibe el poeta.

 

6.   HACIA EL EQUILILIBRIO TRAS EL TRAUMA: DE LA PUESTA EN ABISMO   DE LA “CARTA” AL DESDOBLAMIENTO Y PRINCIPIO DE COMPENSACIÓN

 

Si el protagonista proustiano llega a cumplir tras sus andanzas y obsesiones el deseo de ser escritor, en Leyendo en las piedras, el héroe, ya maduro, obseso y poseso, lo es casi por naturaleza. Textualmente, el protagonista asume tal estatuto desde la doble perspectiva de la cuentística y la lírica. Aunque tarda en manifestarse su puesta en abismo en la escritura,  el protagonista de los relatos sabe que es poeta y lo asume desde la misma territorialidad narrativa. Es que más allá del íncipit, el primer y verdadero indicio metaliterario es la carta que dice haber recibido el narrador. Mediante ella se entera del decadente estado de la casa de Petavonium, que es, como revelan sus múltiples ocurrencias, mucho más que un pueblo, que un topónimo.

Recordemos lo ya citado y seamos inflexibles frente a la duda de si ha sido Lidia o “la casa abandonada” el motivo de la nueva estancia del héroe en el pueblo. No caigamos en la trampa literaria, ni en esta suerte de “brouillage de repères” del que hablaba Laurent Jenny acerca de la intertextualidad, pero que consiste, en este contexto, en pretender dar aclaraciones y en ir borrando, simultáneamente, algunas referencias clave para tal “explicación”.

Desde la perspectiva de la sintaxis narrativa y comprensión lectora, el referente epistolar es, a mi juicio, más funcional y vertebrador, por lo que organiza en secuencias lógicas el Discurso global. Así, parafraseando El Génesis, podemos afirmar que el comienzo de libro había la palabra, que venía de otro texto, de otro género literario: el epistolar. Admitido este juego discursivo y legitimada la centralidad la carta, convendría deducir que lo epistolar funciona como el fermento que activa en el protagonista un dinamismo a la vez físico (el viaje) y psíquico (la desolación ante las ruinas y el posterior trabajo de la memoria[2]).

La vista y apertura del cajón que contiene las herramientas del abuelo abre al nostálgico al hermoso mundo del edén perdido. También son de gran simbolismo psicoanalítico el ya evocado desván, y esa misiva que se abre (por deducción del lector) y se lee, pero con demasiado dolor. La centralidad de la carta estriba en quea ha tenido, tras la gran salida, eco favorable en su destinatario y en el objeto de su mensaje. El trauma que supuso el áspero cuadro de la casa abandonada dará paso a la complacencia que trae la refundación de la casa.

En la línea de este acontecimiento meliorativo, “Esperando la nieve, esperando la música” cierra, mediante el simbolismo órfico y níveo, las latentes y patentes heridas del pasado. Es evidente que el renacer de la casa no implica ni resurrección de los muertos ni juventud  recobrada, pero sí calienta a cada temporada y a cada eco musical la memoria de los desaparecidos, el turbado espíritu de aquel yo por Rita aludida, aquél que ya no era el de entonces (p.68). Se cumple así, en cada grieta de la obra, el milagro restaurador, para que no triunfe el olvido; porque “la memoria es el diario que todos llevamos con nosotros” (Oscar Wilde). Si estar en el mundo es ser lo que hemos sido o lo que seremos, para Emilio Lledó, “ser es, esencialmente, ser memoria; es encontrar una forma de coherencia, un vinculo entre lo que somos, lo que queríamos ser y lo que hemos sido”.

En la obra de Colinas, esta forma de coherencia apunta, para el hombre que es finito eslabón de la Historia, a la búsqueda de unidad o armonía a través de las tres dimensiones del tiempo, a través de un enraizamiento en el dolor ajeno, desde el microespacio de una iglesia enlutada pero cuyos perfumes curan:

Confundido, he abandonado la ceremonia de la inhumación y he regresado al interior del templo. Ahora percibo en él alguna señal de vida ensoñada. Es el aroma que ha permanecido a incienso ardido. El incienso ha dejado en el templo su perfume y con ello en mí se han unificado el pasado, el presente y el futuro. De la misma manera que se suele unificarlos en mí el aroma en el hogar de las jaras y de la encina ardidas (p.68)

 

Vivir para Colinas tiene mucho que ver con aquella “piedad” de la que hablaba Zambrano, es compartir huracanes ajenos desde una generosidad que salva tanto a la que sufre como al que asiste al sufrimiento. Es revisitar al tiempo los lugares de entonces, tocar con el dedo la dolorosa y fantasmagórica realidad de los conocidos cansados que  “son seres pertenecientes a un sueño” y que “pasan como sonámbulos ante mis ojos” (p.65). Para el protagonista de “Rita”, alter ego de Lidia, los funerales del padre del personaje epónimo es una oportunidad “de oro” para reencontrar a los seres que “están a punto de morir” o que “están ya muertos”, “como Lázaro, un amigo de mi familia al que hoy hemos tenido que dar sepultura” (p.65).

Siempre en esta lógica de equilibrio psicológico o de compensación jungiana, la ceremonia de la inhumación, ya de por sí tristísima, tiene algo de terapéutico porque el protagonista disipa en la iglesia la anterior angustia de no tener noticias de los seres de antaño. Disfruta, mediante el recuerdo, del protagonismo nocturno de los leyendarios pájaros infantiles: el búho que daba coherencia a su vida de poeta en potencia.

Recapitulando, diré que en Leyendo en las piedras, toda visible disforia se deja dirimir por otro(s) hecho(s) de índole liberadora. La oportuna pertinencia de este suceso paralelo funciona como bálsamo que colma y calma el vacío dejado por el abandono de la casa familiar, el enigma de una fotografía infantil o las misteriosas huellas de un fugitivo rostro femenino. Tales secuencias abren, no siempre cuando uno se lo espera, resquicios mentales por donde se filtra la luz nueva (y a veces ilusoria) de todo cuanto sana o sosiega.

Desde luego, en esta autoficción en la que gran parte de la realidad ficticia coincide con lo que realmente existió, Petavonium (con sus numerosos símbolos) se convierte en punto de arranque del relato unitario, en punto de anclaje de la reescritura biográfica, la que debe mucho al revoltoso contenido la carta. El primer beneficiario de esta rescritura es el propio Colinas. Lo es antes del lector universal y antes de Susana y Luis Carnicero, a cuyo homenaje se limita “el pacto autobiográfico” establecido en el brevísimo paratexto de Leyendo en las piedras.

 

  1. UN PACTO SUI GENERIS, HOMENAJISTICO  E INTRANARRATIVO

 

En el segundo epígrafe de nuestro trabajo pusimos de realce lo que puede considerarse la primera palabra clave del ensayo. Por autobiografía se entiende “todo relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, cuando pone el acento sobre su vida individual y, especialmente, la historia de su personalidad” (Lejeune, 1975:14).

Según Philippe Lejeune, para que se hable de autobiografía tres factores han de ser tomados en cuenta. Estos factores apuntan al autor, al narrador y al personaje. En Leyendo en las piedras, este pacto es reduccionista. Pese a la posible verificación de los hechos narrados, el autor no da al protagonista su nombre, aunque hablar en primera persona pueda suponer que la historia de Antonio se fagocita en la presencia elocutiva de su alter ego ficticio. Adentrarse en la narrativa coliniana también es esperar a que cada relato sea una constante poetización del misterio que nos conduce a una baranda a la que asoma la huraña imagen de una mujer que el poeta trata de describir, de revelar pero bajo los auspicios de un perpetuo enigma. Un velo semántico enmascara, entonces, los contenidos; y como ocurre cas siempre en poesía, la referencia se fragmenta, se multiplica para revelar más de lo que los lectores nos esperamos.

 Ese juego de espejos también se percibe en la simbólica y hermosa imprecisión del título que se distancia de formulas clásicas que hubieran originado rótulos como  “historia de mi vida”, “autobiografía de un poeta leonés” o “Poeta en Petavonium”, con esa sonoridad muy propia de su oficio o de  Federico García Lorca, otro símbolo de la memoria histórica.

En vez de establecer de entrada un compromiso genérico a lo Montaigne (Essais), a lo Chateaubriand (Mémoire)  o a lo Stendhal (Vie de Henri Brulard), en vez de establecer con el lector un pacto clásico de tonalidad lírica (Les confessions de Rousseau), pragmático (Prólogo a La force des choses de Simone de Beauvoir) o analítica como se da en Ecrits intimes de Mauriac, el cuentista priva sus relatos de aquel preámbulo en el que hubiera dejado constancia de sus declaraciones de intenciones. Colinas anula el paratexto prediscursivo, dejando tan solo cuatro líneas a aquellas personas que él considera testigos vivos de la renovación de esa casa que existe fuera de la ficción. Casa sin cuya refundación no hubiera sido tan emocionante y realista la leyenda de Leyendo en las piedras. A modo de paratexto introductorio, bastan unas pocas palabras para que ambos y los demás lectores, sus “hermanos y semejantes” (Baudealire) inicien a su manera el viaje a los espacios pardos donde se cuajan, sin embargo, los cristales del tiempo y de la memoria:

Para Susana y Luis carnicero,

que estuvieron muy cerca del renacer

de la casa y del espíritu que animan los relatos

de este libro (p.11)

 

El deseo de ir “al grano” hace que el pacto escritural propio del género autobiográfico  se desplace aquí para diluirse en las entrañas de la(s) historia(s) propiamente dicha(s). El relato coliniano no deja de decir desdiciéndose, no deja de dibujar a oscuras, desdibujando un territorio que la norma básica del género quiere diáfano o sin tapujos. Sin embargo, se nota una clara conciencia del juego, prueba que hay en el Colinas cuentista un alma ante todo y sobre todo de poeta. Pero el ansia de no aniquilar por completo el nuevo género y de recurrir a las pautas de otro de carácter monográfico se ve no sólo en las poéticas descripciones  que hace de Petavonium, sino en las numerosas transiciones y estructuras de índole explicativa que pululan en la obra: <<He dicho que…>>, <<Recuerda…>>, etcétera.

Tal recurso da coherencia a las quijotescas andanzas de ese narrador lírico que habla cuestionando los componentes de su propio discurso, en un claro intento casi postmoderno, de deconstruirse a sí mismo y dar, simultáneamente, más claridad y fidelidad a lo narrado. Pretende, con tales ambigüedades, ayudar al lector en su búsqueda de sentido inequívoco. Y si lo hace, es porque no quiere dar un sentido a su obra, sino varios sentidos, ni una sola cara a la mujer que acecha sino varias, como tampoco existe una sola cara del alma.

Desde el umbral del relato terminal “Siempre te esperaré donde se pone el sol”, el  aparente y permanente deseo de claridad y resumen roza la metaliteratura y el género ensayístico:

Los que hayáis seguido mis escritos y mis vagabundeos recordaréis sin duda la desdichada historia de Lidia. A los que no la conozcáis os diré, en síntesis, que ella fue la amiga de mis días de infancia. De ella no volví a saber nada hasta muchos años después, cuando ya era profesora de Historia Antigua en una universidad norteamericana. (p.139)

 

Pero la circularidad de lo contado en el entramado de los relatos garantiza el dinamismo mnemónico mediante el cual —pragmáticamente— se invita al lector desatento a un viaje interior de orden analéptico. El propio discurso advierte que protagonista y narrador deben hacer uso de su memoria. Como se puede apreciar, en el primer párrafo de ese cuento final, a la interpelación mnemónica — “los que [me] hayáis seguido [...] recordaréis]”— se injerta a la instancia emisora la paralela analepsis, que en realidad es prolepsis, ya que la profesión de Lidia es posterior a la información que nos brindó anteriormente el narrador.

Frente a esa juego de ambigüedades que culmina en el desenlace, el narrador habla como si fuese —y lo es— muy consciente de que el lector menos avezado podría dejarse el “sentido” ahí; ahí donde sólo el lector “macho” cortazariano debiera ensayar en silencio su competencia. Y al hacerlo, comprobaría el supuesto de que leerle consiste en ir rellenando vacíos, pequeños misterios que hacen el entramado psicológico del universo del personaje. Pero son misterios ante los cuales el propio narrador muestra prudencia y extrañeza. Y tal actitud es prueba de su incapacidad para sintonizar plenamente con lo desconocido. También es prueba de humildad y honradez ante la  decisiva figura del lector y ante la realidad que nunca se revela.

 

CONCLUSION

 

No habremos sido insensibles frente a los contenidos psíquicos y procedimientos escriturales presentes en la obra de Antonio Colinas. Por su triple trascendencia lírica, mnemónica y onírica, visible en el íncipit, por los desdoblamientos de la enigmática e imagen femenina del éxplicit, por la profusión de signos que ventilan los vestigios de Petavonium, por la simbología de la piedra duradera ante la transitoria efervescencia humana abocada a la guerra inhumana y a la usura del tiempo, por la revitalizadora  “soledad de la gran piedra del patio” de la que se debe partir “para volver a recuperar la armonía perdida” (p.20),  y frente a todo aquello que se ha venido ejemplificando, quiero creer que “los que me habéis seguido hasta aquí” habéis podido apreciar, al menos de manera oblicua, que Leyendo en las piedras sobrepasa el mero campo de la literatura para inscribirse en el profundo y maravilloso mundo de la psicología, del psicoanálisis o, de modo general, de la Filosofía.

 En adelante, no cabe duda de que psicología y autoficción mantienen entre sí una estrecha relación. En este ensayo ha analizado cómo la añoranza del tiempo perdido justifica el viaje físico a las ruinas de Petavonium, cómo el retorno al pasado exorciza y reactiva las huellas del “mito personal”, cómo el recurso a la memoria facilita el autoconocimiento y posibilita la construcción de la personalidad profunda del protagonista-autor. Tal empresa no sólo da pertinencia a los trabajos de Freud, Jung, Mauron y Lejeune, sino que repasa, en su dinamismo ecléctico no incontestable, algunas de las características del relato psicológico-autobiográfico presentes en Leyendo en las piedras: importancia de los recuerdos de infancia en la futura vida del poeta de leonés; estética onírica y poética de lo desconocido; símbolos o metáforas obsesivas; desdoblamientos y complejidad interpretativa; presencia permanente del narrador y continua relación entre vida y obra del autor; búsqueda de armonía entre pasado y presente por la mediación de la escritura y la experiencia del dolor ajeno y personal; interrelación entre protagonista y escritor ante el lector pragmáticamente interpelado; temprana identificación de la añoranza y búsqueda de un centro restaurador a través de las ruinas por refundar; uso de elipsis, de analepsis y prolepsis; predominio de la tonalidad lírica y de la memoria explícita; autopercepción de lo narrado, vacilaciones voluntarias, correcciones y reflexiones acerca de la sinceridad narrativa; anticipación de la mirada crítica del lector mediante la técnica del resumen; juegos léxicos y supresión de la frontera entre realidad e ilusión, entre lo conocido y lo desconocido; exploración de sobrenatural, poder catártico de la escritura, metaliteratura y jungiano proceso de compensación.

Tal principio, que admite y sublima toda realidad, apriorísticamente eufórica o disfórica, nos inclina a deducir que algunas autobiografías tienen como primer y último público a sus autores porque rescribir su propia vida o escribirse disimula, casi siempre, un deseo de resucitar nostálgicamente lo remoto, de escuchar la llamada de la memoria para rendir cuentas al pasado u ordenar el caos generado por la usura de tiempo.  Los autobiógrafos lo hacen en un intento (que el psicoanálisis sabe latente y patente) de superar remotos traumas, de contemplar algún detalle infantil, de ordenar el caos de la propia conciencia para acabar con lo obsesivo o rescatarlo desde la equilibrada opacidad del centro.

Es lo que hace Antonio Colinas en su ofrenda de 2006. Al alejarse de las grandes metrópolis para  abismarse en los pueblos del cinturón, ambiciona encontrarse a sí mismo en los purgantes paisajes del noroeste natal. Y recobrar su ipseidad (lo que hace y configura durablemente su identidad más profunda) es desvelar, “una vez más”, su leyenda personal. Leyenda alterada por la artificialidad de un presente frustrante. A cada menudo desvelamiento se reduce el vicioso círculo de la alienación cultural. Al regresar a aquel “solar de los sueños deshechos” que es Petavonium o a Cernar, donde producen más dolor los cambios que perturban (p.89), el narrador-autor/poeta renuncia definitivamente al ardoroso olvido, cuya persistente inestabilidad tampoco garantiza la viveza de la memoria; la cual se alimenta de soledades y ruinas, de ruinas fecundas y revitalizadoras.

                        

BIBLIOGRAFIA

 

ACKERMAN, Diane (2005): Magia y alquimia de la mente, Buenos Aires, El Ateneo.

BELLEMIN-NOËL, Jean (2012): Psychanalyse et littérature, Paris, PUF, « Quadrige »

COLINAS LOBATO, Antonio (2006): Leyendo en las piedras, Madrid, Siruela.

--------------------------------------(2011): Obra poética completa, Madrid, Siruela.

FREUD, Sigmung (1942): Le rêve et son interprétation, Paris, Gallimard.

JUNG, Carl Gustav (2005): Realidad del alma, Buenos Aires, Posada.

------------------------(2006): Arquetipos e inconsciente colectivo, Buenos Aires, Posada.

LEJEUNE, Philippe (1975): Le pacte autobiographique, Paris, Seuil.

MARINI, Marcelle (1990). «La critique psychanalytique » in Méthodes critiques pour l’analyse littéraire. Nathan (2e édition revue et augmentée).

MAURON, Charles (1963) : Des métaphores obsédantes au mythe personnel, Paris: José Corti.

NTSOBE, André Marie (2014) : Regard sur les littératures d’expression française, Yaoundé, Clé.

SARTRE, Jean Paul (1948) : Qu’est-ce que la littérature, Paris, Gallimard.



[1] “El trabajo del sueño consiste finalmente en fundir dos imágenes disparatas en el molde único de una sola forma lingüística”.

[2] Por trabajo de memoria me refiero al verdadero tiempo de la escritura, a alguno de aquellos momentos de creatividad al que precede el caminar y la contemplación. Me refiero a aquello que justifica esta otra referencia metaliteraria: “Escribo, como siempre, estas páginas ya de regreso a mi casa” (p.145), la casa desde donde pueden emprenderse otras salidas y otras escrituras.