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Revista de estudios filológicos
Nº27 Junio 2014 - ISSN 1577-6921
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LA INSTRUCCIÓN, de José Rizal

 

Vasco Caini

 

PREMISA

 

Rizal siempre ha predicado a su gente el estudio, reputando la instrucción la única manera de librarse de la dominación colonial y consolidarse como una nación independiente. Él era un ávido estudiante y estudioso, tuvo dos diplomas técnicos (en Agricultura y Topografía), y, más tarde, dos licenciaturas (en Letras y Medicina) al mismo tiempo, estudió más de 20 idiomas, antiguos y modernos, cultivó las artes figurativas, llevó a cabo investigaciones en el campo de las ciencias naturales, enseñó, creó una escuela, teorizó métodos de instrucción. Ya a los 15 años escribió un poema titulado Por la educación recibe lustre la patria donde ensalza el aporte de la educación para hacer la patria ilustre y honorable.

En el artículo aquí presentado, crítica los métodos y organización de la educación primaria en Filipinas y pide a las autoridades españolas para traer cambios importantes en la escuela.       

 

LA INSTRUCCIÓN[1]

José Rizal

 

 

Dejemos por un momento las alegres y risueñas ideas; dejemos los hermosos campos de la poesía y del sentimentalismo, y, descendiendo de las altas regiones, ocupémonos de ciertas enfermedades, cuyo tratamiento, si nos es posible, plantearemos.

La instrucción en Filipinas será el objeto del presente artículo. Este asunto, que ha llenado muchas columnas de los periódicos de la localidad, ha sido debatido, tratado y expuesto de un modo claro y brillante; y si es hoy el nuestro es para considerarlo bajo otro punto de vista.

Empero, no es nuestro ánimo publicar un trabajo que tenga la pretensión de ser mejor que los anteriores, no; dedicado a la gran masa de los pueblos, para quienes son todos nuestros esfuerzos y fatigas, sin dirigirse al Gobierno ni a las Autoridades superiores, es de un carácter enteramente diferente que creemos, no competirá con ninguno de los que le precedieron.

Nosotros que en los pueblos hemos sido niños de la escuela y después maestros; nosotros que más tarde hemos frecuentado las aulas de todos los centros de enseñanza de Manila y de algunos de la Metrópoli; nosotros, en fin, que hemos visto deslizarse los últimos mejores años de nuestra niñez y de nuestra juventud entre una hoja y otra de los libros y el polvo de las clases; nos tomaremos la libertad de emitir una opinión para el adelanto de ese querido país, opinión, sugerida por nuestro patriotismo, y deducida de nuestros recuerdos y reflexiones. Bien pueden perdonarnos el hablar de lo que ha sido el continuo objetivo de nuestra vida.

Si nuestras humildes observaciones llegan a ser atendidas por aquellos a quienes las dirigimos; si las palabras de un desconocido tienen la fortuna de no perderse en el vacío del indiferentismo y de la apatía de que constantemente nos acusan (con razón o sin ella); nos tendremos por muy felices y agradeceremos el tiempo que quitamos a otras ocupaciones para dedicarlo exclusivamente al bien de nuestra patria y de nuestros hermanos.

Cuantos se han ocupado del estado intelectual y moral de nuestros pueblos, nos han dirigido acres censuras: yo no sé si las merecemos o no; las cortas líneas que siguen nos podrán dar tal vez algún rayo de luz en esta materia.

Los viajeros alemanes, ingleses y franceses nos hallan atrasados (no os pese, mis paisanos, que os hable así, porque a vosotros me dirijo y no a nadie más) y la causa de ello lo callan o no los expresan con bastante franqueza y claridad por ciertas miras, que no son para dichas en estos momentos; los escritores de la madre-patria, esto es, los que han desempeñado aquí altos o insignificantes cargos por más o menos tiempo y han querido después publicar sus memorias y observaciones acerca de cuanto han visto u oído contar, refieren anécdotas y casos más o menos inverosímiles, más o menos ridículas, más o menos extravagantes acerca de nuestra instrucción, que nos figuramos leer algún fantástico relato de un viaje al interior del África, o suponemos que ha habido por ahí un cambio de título publicándose para los recuerdos de un viaje lo que era propio de algún almanaque chistoso, ese diminuto clown o payaso de los salones y gabinetes.

No obstante en medio de esas gentilezas de escritor comerciante, que demuestran el afán de divertir, conseguir una risa, para que sus obras tengan aceptación y así se hagan más pronto de dinero a costa de muchos inocentes, encuéntrense muchas verdades, pero verdades harto tristes y desconsoladoras. Yo soy el primero en confesar una falta cuando la veo y la miro, así como protesto contra una calumnia o refuto un error, siempre que hallo voz para expresarme y oídos que me atiendan.

Pues bien ¿sabéis cuál es el tema rutinario y cacareado que parafrasean y dibujan de mil maneras?

Es el atraso y la ignorancia en que nos encontramos, es esa especie de primera infancia en que flotan nuestras poblaciones, y que, semejante a una atmosfera densa y deletérea, va ahogando en su cuna las más felices disposiciones, las más frescas inteligencias.

Cuando se preguntan su causa se contestan ellos mismos, sin reflexionar, ni raciocinar, con otra palabra de cajón: la apatía[2]; y con esto creen haber dicho una gran verdad y haberse conquistado para siempre la fama de grandes pensadores.

Nosotros creemos que la causa del atraso y la ignorancia es la carencia de medios de enseñanza, es el vicio que adolecen desde los primeros principios hasta la conclusión de las carreras si no ya la falta de estímulos de un dudoso porvenir[3] o las trabas y obstáculos, que se encuentran a cada paso.

Nosotros no vamos a proponer una reforma en las disposiciones del Gobierno; nuestra voz es demasiado desautorizada para pretender y soñar imposibles; queremos solo sacar el mayor bien del estado actual del sistema de enseñanza. Y como esto es un asunto extenso y delicado bajo cualquier aspecto que se considere, y como las proporciones de nuestro artículo no son de tal naturaleza que puedan abarcar el conjunto y contener todas las partes, nos limitaremos por ahora a hablar de la instrucción primaria, que reciben los niños en las modestas escuelas de los pueblos, reservándonos para mejor ocasión el tratar de los estudios superiores. Y no porque sean humildes y rudimentarios estos primeros conocimientos, se han de despreciar y apartar de ellos la vista, pues si la naturaleza desdeñase la semilla que el viento lleva y arroja en su seno, no se vería jamás engalanada ni vestiría el precioso manto que ciñe en las regiones tropicales.

Tracemos ante todo en breves palabras el aspecto que ofrecen estos primeros laboratorios de la ciencia humana.

Los pueblos, según sea su importancia, su riqueza, comercio y número de habitantes, así también tienen o no una o dos escuelas para las niñas y los niños. Regularmente una es regentada por un maestro de niños, (si hay, alguna rara maestra) y en caso contrario aquel es de niños de ambos sexos.

La escuela en los pueblos, ricos y cercanos a la cabecera o a la capital, es una especie de camarín de mampostería, o sencillamente de caña y nipa o participa de ambos sistemas de construcción, según los medios con que cuente el erario problemático de los tribunales. Cuando a pesar de las contribuciones, tributos y servicios personales no se puede encontrar la miserable suma capaz de levantar un mal tinglado y cercarlo de caña, entonces es el zaguán de la casa parroquial o de otra cualquiera el que hace las veces de edificio público bajo un concepto de interinidad, interinidad que toma los caracteres de una eternidad definitiva y verdadera. Semejante cambio se produce también cuando el local destinado para la enseñanza pasa a ser cuartel, cárcel o Tribunal como acontece en varios pueblos. Creyendo acaso que ya que el saber no ocupa lugar bien puede quedarse al aire libre. El mueblaje de estos centros de enseñanza se compone generalmente de largos bancos de madera o de caña, según; una ancha mesa larga o cuadrada en donde todos escriben y resuelven sus problemas, si no pintan monigotes; una mala silla para el maestro junto a la cual se ostentan la palmeta, el bejuco o la disciplina, eterna pesadilla de la alegre niñez que le quitan la paz, la tranquilidad y el aplomo. No obstante, hay algunas escuelas (raras por cierto) en que reina más orden y en que frente a cada banco se encuentra una mesa construida ad hoc para guardar los libros y los papeles; uno o dos mapas, muestra de escrituras, abecedarios, etc. cubren la paredes. Pero esto no es lo común ni mucho menos y como no hablamos aquí en excepciones, dejaremos estos brillantes negros para no ocuparnos más que de la generalidad.

El maestro suele ser o uno de los que han salido de la Escuela Normal y en este caso es joven y bastante instruido para el cargo que desempeña, o un directorcillo retirado, un escribiente o un antiguo y viejo estudiante, que tuvo que absorber los libros, sabiendo más latín que castellano y más aforismos que otra cosa.

Como aquel de la letra con sangre entra o el quiparcitvapulumoditfiliumsuum[4]. Por fortuna estos últimos van disminuyendo a medida que vienen otros, más jóvenes, más aptos, más considerados y sobre todo de menos preocupaciones. Gracias a la institución de la Escuela Normal, raro es ya hoy el pueblo, que no cuente siquiera con un semimaestro o ayudante que por un módico sueldo haga las veces de aquél. El máximum que puede un maestro recibir del Gobierno no suele pasar de 25$[5], si mal no nos acordamos así como el mínimum no baja de 12. Los hijos de familias pudientes suelen además pagar la cuota de 1$ o cuatro reales fuertes. Con esto y con la venta de papel pautado, plumas y libros se mantiene un joven[6], pobre nodriza encargada de dar la primera savia a esa semilla tan descuidada que se llama la niñez.

Cuando el número de niños es bastante considerable puede el maestro pedir un ayudante al que le remuneran con 7 u 8$ para compartir los trabajos o cargarlos él solo la mayor parte de los días de la semana. Este ayudante suele ser el más aventajado de sus discípulos que haya salido de la misma Escuela Normal, en donde hay cierta clase de enseñanza, destinada formar estos auxiliares, que por falta de fortuna u otra causa no pueden concluir con los estudios del profesorado.

En cuanto a las maestras, seres raros, y difíciles de encontrar en ciertas provincias, les acontece casi lo mismo que a sus colegas masculinos, salvas ciertas modificaciones. Suelen ser de lo mejor que tienen los Colegios, no siempre de familias pobres ni medianas, pues el gusto de tener un título o una carrera (ya que no se conoce otra) hace que muchas jóvenes pudientes se examinen de maestras para no ejercer después sino solo accidentalmente. No obstante, son muy pocas y contadas las que arriesgan a dar este paso, que las tímidas jóvenes miran como un acto decisivo en su vida o porvenir. La Escuela Municipal de niñas de Manila, los colegios de la Concordia, Sta. Rosa y Sta. Catalina son los puntos de donde vienen las únicas instructoras que tienen la influencia femenina en los pueblos. Estas por ser pocas y raras escogen los mejores, donde se encuentren más pudientes, de tal suerte que los de tercero y cuarto orden tienen que mandar sus niñas a la escuela de los niños so pena de que crezcan sin conocer las ventajas de educación más modesta y rudimentaria cual es el leer y escribir.

La enseñanza se limita poco más a menos a lo siguiente: en las escuelas de niños, lectura, escritura y las cuatro reglas principales de la Aritmética: en las de niñas las mismas con alguna variación, costura y labores femeniles en las que sobresalen más que en otra cosa.

La primera se reduce a leer, sin punto ni coma, con una pronunciación más o menos tolerable según los alcances y la paciencia del pedagogo, libros que las nueve décimas partes de los chicos no comprenden y a quienes se les tortura para después quedarse con nada, a no ser la conciencia de haber perdido el tiempo sin más provecho que el saber leer unos vocablos que no entienden, y dificultosamente el idioma que hablan y en que se expresan. Después de las amargas páginas de la cartilla, objeto memorable en los fastos de la infancia, procede la lectura del Trisagio o de los Misterios del Smo. Rosario, verdaderos misterios para un chico del pueblo, menos inteligibles todavía que los jeroglíficos para los simples turistas. Si el niño tiene ya la lengua bastante expedita, entonces le dan la Doctrina Cristiana del P. Astete[7], el Amigo de los Niños o el Rueda, para que se los ponga de memoria y los recite peor todavía que un papagayo. Aquí del heroísmo y de la constancia. Retener en la memoria páginas enteras, sin comprender su significado, decir tantas palabras en el orden en que están escritas sin alterar ni disminuir nada son verdaderos trabajos de Hércules, creíbles sólo para el que los ha visto y observado. Esto si la familia del niño puede hacer gastos y comprarle todo lo que el maestro ordene; de lo contrario cogerá la primera Novena de San Antonio o S. Vicente o de otro cualquiera y con ella irá a la escuela, más decidido que si fuera a estudiar un tratado del que dependiera toda su fama y su porvenir. Y el maestro tiene que resignarse a la vista de esta diosa Necesidad, bajar la cabeza y oír al chico recitar oraciones y jaculatorias con los gozos y el consabido oremus del final del castellano y el latín que a lo mejor no tienen de uno y de otro más que su semejanza a las cosas del otro mundo. A veces es el libro de la Pasión la que cae entre las manos del chicuelo encallecidas por la palmeta, y si no se encuentran en francés o en inglés es porque de seguro no los hay en el pueblo o en la provincia.

Esto por lo que respecta a la lectura. En cuanto a la escritura, la cosa ya va mejor, aun cuando deja mucho que desear. A fuerza de constancia y tino y cierta facultad o disposición propia llegan los demás a escribir con una forma correcta y hermosa, diferenciándose muy poco de las muestras, si es que no las igualan o sobrepujan.

En cambio no escriben con ortografía ni el idioma que hablan ni el castellano; este por no comprenderlo ni hablarlo, y aquel por no haberlo jamás aprendido.

Aprenden también con mucha facilidad las primeras operaciones de la aritmética, pero como no se les enseñan jamás prácticamente, ni se les dan problemas en la mayoría de casos[8] resulta que teniéndolos por tonterías o embrollos, los olvidan fácilmente para después no contar más que con los dedos o las piedrecillas en las que muchos suelen sobresalir, de tal suerte que hasta llegan a ejecutar verdaderas ecuaciones, talento que pasa más cerca de la luz y que después se pierde lastimosamente.

En resumen ¿que saca al cabo de dos, tres o más años, después de una aplicación y una paciencia imponderables, el que entró niño y salió joven, quésaca, repetimos, de esos desgraciados semilleros de la instrucción? Bien poca cosa; planta raquítica de las rocas con tan escasa vida que más que vive muere, más que crece se marchita.

Saber leer si a eso leer se puede llamar; poseer una hermosa letra aun sin poderla utilizar convenientemente; saber sumar, restar, multiplicar dividir sin que muchos los pueden emplear para las necesidades de su estado. ¿Es que ha faltado aquí aplicación, disposición o constancia? No. ¿Es que ha descuidado el maestro sus obligaciones hasta donde es posible? Creemos que tampoco. ¿En dónde pues reside el vicio, en donde la falta que así inutiliza tanto tiempo y tantas fatigas?

Expongamos algunas breves consideraciones antes de contestar a la pregunta.

En los pueblos (y no hablamos aquí de los arrinconados sino hasta de los cercanos a la capital) son contados los que entienden y hablan el idioma oficial y más contados aun los que lo hablan y lo poseen bien, de tal suerte que el resto de los habitantes si tienen noticia de él no pasa de una simple noticia. Ahora bien los hijos de los primeros que suelen ser los más pudientes tan pronto como tengan las primeras nociones se van a Manila para entrar en un Colegio en donde reciben una educación más perfecta y adecuada. Quédense pues los hijos de los pobres los que aun teniendo felices disposiciones se ven en la necesidad de ahogarlos en la oscura atmosfera en donde viven y vegetan y en donde no encuentran digno empleo a sus preciosas facultades. Nosotros no culpamos a nadie sino a la desgracia y a la pobreza.

De familia necesitada desde su niñez a la vez que estudia tiene que dedicarse a todos los trabajos de su casa para no carecer del alimento diario. El tiempo que emplea en ir a la escuela es un tiempo que se roba al bienestar actual y si no se aprovecha bien, entonces son horas de vida y de felicidad perdidas. Sus primeros conocimientos son rudimentarios; no sabe más allá de lo que pasa en su pueblo, ignora completamente a que país pertenece o si existen otros aun, y de nada se cuida, no indagando, no teniendo la curiosidad de saber todos los porqués que se presentan en la existencia humana. Habla el idioma que ha aprendido en su niñez, el que oye en su familia y si siente vagos deseos de saber algo más al ver a los otros niños o jóvenes, estos movimientos de ambición justa se reprimen a la sola consideración de su precaria suerte. Al principio le mandan a la escuela y él va obediente y sumiso y casi a pesar suyo; estudia para no disgustar a sus padres y no recibir castigos; no se despierta generalmente en él la emulación porque en un principio le rebajan con los azotes a la vista de todos sus compañeros; no le alienta ningún premio o recompensa porque no la hay; no halla gusto en lo que aprende, estéril ya de por sí pero estéril e ingrato todavía más desde el instante en que ve su inutilidad porque no lo comprende, ni distingue en el nada que recompense sus disgustos.

No se culpe pues el estado de atraso en que se encuentran los pueblos del Archipiélago a la indolencia del burro de carga de todo aquel que no ha penetrado ni estudiado el fondo de las cosas. Cúlpese al vicioso y poco sensato sistema de educación que a la manera de espesa niebla oscurece el estado intelectual, matando y ahogando las más felices disposiciones. Nosotros lo decimos porque lo sabemos por experiencia propia y larga; porque somos hijos del pueblo y hemos sido víctimas de esa desgraciada rutina. Todo cuanto digan los que de esto se ocupen será solo hermosa y razonada teoría, fundada en huecas y pretensiosas vulgaridades, si no se funda en verdaderos casos prácticos y en el estudio y observación de los hechos.

Y en efecto ¿qué es la indolencia? Un estado del alma caracterizado por una suma indiferencia a cuanto le rodea y le concierne.

Ahora bien ¿es posible admitir semejante enfermedad en el espíritu, dado el conocimiento que se tiene de sus facultades y propiedades? El que sabe que la voluntad va siempre en pos del bien o del objeto que le halaga; el que tiene conciencia de los impulsos de eso que llaman libre albedrío, ora ilustrado por la razón, ora cegado por las pasiones; el que tiene conocimiento de su poder e imperio ¿podrá admitir sin hacerse traición ni sin contradecirse una indolencia constitucional crónica e incurable?

Nosotros creemos que si existe la indolencia, existe solo como la hija de la ignorancia y no como una cualidad esencial que atribuyen al país y a su clima. Esta opinión parecerá errónea y apasionada para los que juzgan las cosas por su superficie y no por su fondo; para los que alucinados por el brillo de ajenas opiniones se acostumbran de tal modo a repetirlas y emitirlas como propias, que después sin darse cuenta de lo que hacen se constituyen en meros ecos de los errores ajenos; para los que se contentan con cuatro frases de relumbrón con dos o tres axiomas que sorprenden no por su originalidad o porque hacen reír y nunca analizan; para los que sin una seguridad en sus raciocinios equivocan las causal con sus efectos; o quizás aún para aquellos que ven claro y no atreviéndose a acusar al culpable, ni confesar el error, ni poner el dedo en la llaga buscan una fácil solución y cargan y llenan de maldiciones al que, como el ave de la Biblia, no puede contestar ni defenderse.

¿Es indolencia decid, esos estudiantes que afluyen a Manila de todas las provincial y que se desbordan por las dos o tres puertas que las abre un porvenir incierto y oscuro? ¿Es efecto de la indolencia esos barrios enteros de artistas y artesanos, allí donde no hay un Colegio o una Academia o una escuela de artes y oficios? ¿Es también indolencia esas manufacturas que pasman por su finura y delicadeza, así como los productos de la industria y agricultura a pesar del estado primitivo en que se encuentran? Y por fin ¿es indolencia ese montón de solicitudes para adquirir terrenos, solicitudes que elevan los deseosos de emplear y utilizar el tiempo, la inteligencia y el trabajo? Nosotros no negamos, antes confesamos con tristeza sí, pero no con desaliento que el país está muy atrasado y muy lejos de ocupar el sitio que debía, teniendo en consideración sus habitantes y su suelo. Nosotros no creemos ver rosas en vez de abrojos; nosotros no nos alucinamos tanto hasta ser cómplices de deplorables vicios; pero decimos lo que sentimos y al expresarnos así no nos guía otro pensamiento ni intención que la de servir en algo y remediar, si nos es posible, ciertos males que pesan sobre nuestra patria. ¿De qué le sirve al médico engañarse o consolarse con dudosas pero agradables conjeturas cuando trata de curar una enfermedad?

Enseñad, educad e ilustrad al indio, mejor dicho enseñémonos, eduquémonos e ilustrémonos y desaparecerán la indiferencia, la apatía y la indolencia. El ciego que ha visto la luz no puede menos de amarla; el que ha oído una vez las armonías de Meyerbeer[9] o las melodías de Rossini[10] no puede menos de amar la música. El que ha visto las ventajas de una vida mejor, pugnará por salirse de la ergástula moral en que vive, y tenderá siempre y buscará ese fin que desean y en que sueñan los hombres, cual es el alivio de sus miserias ya que no la felicidad, deidad por los hombres desterrada de la tierra.

Para concluir permítannos una humilde proposición que exponemos a la consideración de todos aquellos llamados velar por el adelanto y el progreso de esa querida porción de la tierra, objeto de los afanes de cuantos ven en ella o la hija predilecta de la España o la patria a quien deben su bienestar y existencia. Empero, como la cuestión que tratamos reza más bien con unas clases de la sociedad que con otras nuestras palabras se dirigirán directamente a los encargados de llevar a efecto los fines del Gobierno, así como a los que consideramos puedan prestar apoyo a nuestras proposiciones.

Por lo que se ha visto, el gran escollo, contra el que se estrellan todas las tentativas, es el desconocimiento de la lengua oficial; por consiguiente, mientras todos los filipinos no hablen y entiendan el castellano, toda enseñanza en este idioma será inútil, como son inútiles todos los esfuerzos, todos los propósitos si faltan y carecen los medios para conseguirlos.

O emplear pues ese precioso tiempo, que se pierde vanamente, en ensenar práctica y teóricamente el idioma castellano, ya que la niñez es la edad que más se presta al estudio de las lenguas; o sustituir esos libros de que hemos hablado por otros redactados en el idioma del país y que tiendan a ensenar útiles conocimientos. En vez, por ejemplo, de las Novenas, Rueda, Trisagios y Misterios, que no sirven ni para fomentar ni despertar la fe, ni para hacerle a uno cristiano en la verdadera acepción de la palabra, si es que se quiere ver en él no el amigo de rezar y murmurar palabras sin pensar ni creer en ellas, sino al hombre que cree, trabaja y ama a sus semejantes; en vez de estos libros repetimos ¿no se podrían dar al niño sencillas obritas de moral, de geografía o historia de Filipinas y sobre todo un buen tratado de Agricultura, pero escritos en el idioma que habla, ya que la inmensa mayoría de los habitantes se dedican a labrar y cultivar las tierras, a criar ganados, puesto que el país se presta perfectamente a ello? ¿Es esto costoso, es esto imposible? Esta instrucción modesta y casi rudimentaria bastaría para despertar en los habitantes ideas de perfección y progreso y ganarían mucho los pueblos y los gobernantes y hasta la Religión misma, pues así desaparecerían la superstición, la rutina, la ignorancia crasa, y ciertas costumbres que serían inmorales, sino fuesen hijos de una inocencia y candidez extremadas. Libros hay de verdadera y sana moral así también como pequeños compendios de historia y geografía o tratados de Agricultura propia del país que cuesta traducirlos y diseminarlos en las escuelas de los pueblos, para esos infelices, que imposibilitados no pueden ir a mejores centros a fin de hallar una provechosa enseñanza?

Dejémonos de ser empíricos y rutinarios; aprendamos a progresar; busquemos el bien directo que la vida es corta y la misión del hombre es grande; cumpla cada cual en la esfera en donde vive con sus obligaciones y deberes, no solo por cumplir y no faltar al mandato, sino para hacer el bien y ayudar en la común obra a la humanidad, doliente y progresista.

A vosotros pues los que tenéis el sagrado cometido de educar los gérmenes de la sociedad, los que estáis encargados de dar vida y nutrir el espíritu de los que más tarde serán ciudadanos o desempeñarán cargos importantes; a vosotros acudimos y exponemos a vuestro juicio estas consideraciones. Examinad, analizad lo que tenéis a la vista, procurad poner remedio a lo que os es dado curar y mejorar.

No ignoramos el gran apoyo que pueden prestar los gobernadorcillos de los pueblos, que deben velar constante y cuidadosamente para que los niños todos frecuenten las escuelas u obliguen a los padres a enviar a ellas sus hijos, como tampoco olvidamos el bien que los ricos pueden hacer fomentando la instrucción, premiando a los que más aplicación y mejor conducta demuestren; quizás un poco de trabajo y unas cuantas monedas, si se emplean oportuna y convenientemente, producen grandes resultados, que, si al pronto no se tocan más tarde se manifiestan de un modo halagüeño y lisonjero. Sea grande o pequeño el sacrificio; que sean los hombres ingratos u olvidadizos; que la malignidad se oponga o el egoísmo estéril e infecundo se burle, no debemos desmayarnos ante un insignificante fracaso, ni retroceder al menor obstáculo que se divise en el horizonte. Para que el trabajo de un solo individuo se corone con el éxito el más brillante, se necesitan todos los favores de la fortuna, todo el concurso de felices circunstancias, un terreno preparado, una predisposición propicia; de lo contrario la voz se pierde en el vacío como las esperanzas y los esfuerzos. Trabajemos pues en conjunto y en vez de inútiles lamentos, de quejas desconsoladoras, de acusaciones y disculpas, pongamos el remedio, edifiquemos, no importa que empecemos por lo más sencillo simple que más tarde tiempo tendremos para levantar sobre ese cimiento nuevos edificios. Paso a paso se llega al templo del Progreso, cuyas gradas numerosas y accidentadas, no se suben sin tener en el alma la fe y la convicción, en el corazón el valor necesario para arrostrar las desilusiones, y la mirada fija en el porvenir. Hagamos por la generación que nos ha de seguir, y que será nuestro galardón o nuestra censura, todo lo que quisiéramos que hubiesen hecho por nosotros, nuestros antepasados, si, colocados tal vez por la fatalidad en bien funestas circunstancias, llenos sin embargo de generosas aspiraciones. El camino es nuestro, como es nuestro el presente, y si no nos es dado llegar al término, estemos seguros de que cumpliendo nuestros deberes, el porvenir será nuestro también, el porvenir de bendiciones.

Laong-Laan[11]

 



[1]Escritos de José Rizal, Tomo VIII, Escritos varios, Primera parte, Comisión Nacional del Centenario, Manila, 1961, pp. 139-150. Escrito en el año 1882; tenía 21 años.

[2]Rizal refuta también este estado de ánimo en su artículo, Sobre la indolencia de los filipinos. Véase: Escritos de José Rizal, Tomo VII.

[3]En un gobierno colonial no era lisonjero el porvenir de los hombres cultos.

[4]Expresión latina equivalente a: Quien modera el palo odia a su hijo.

[5]Pesos mejicanos.

[6]Se refiere al maestro de escuelas.

[7]Gaspar de Astete, S. J., 1537-1601, teólogo, famoso por su obra Catecismo de la doctrina Cristiana.

[8]Adoleciendo además del mismo defecto cual es lo de estar en castellano cantidades y procedimientos sin que jamás se traduzcan.

[9]Musicógrafoalemán(1794-1864).

[10]Musicógrafo italiano (1792-1808).

[11]Seudónimo de Rizalin tagalog; significa: siempre-pronto.