teselas
Joyland,
Stephen King
(Random
House Mondadori, Barcelona,
2013)
-
Una sombra se cierne sobre ti, joven –anunció.
Bajé
la mirada y vi que tenía toda la razón. La sombra de la Carolina Spin caía
sobre mí. Sobre ambos.
-
Esa no, idiotinik. Sobre tu futuro. Vas a tener
hambre.
Ya
me gruñía el estómago, pero pronto daría buena cuenta de un bocata Pup-A-Licious.
-
Muy interesante, señora… eh…
-
Rosalina Gold –dijo al
tiempo que alargaba la mano–, aunque puedes llamarme Rozzie.
Todo el mundo lo hace. Pero durante la temporada… -Se metió en su personaje;
era como Bela Lugosi pero
con pechos–. Diurrante la temporada, yio… soy… ¡Forrtuna!
Le
estreché la mano. Si hubiera estado disfrazada de su personaje, media docena de
pulseras doradas habrían tintineado en su muñeca.
-
Encantado de conocerla. –Y tratando de imitar su acento, dije–: Yio… soy… ¡Devin!
No
le hizo gracia.
-
¿Es un nombre irlandés?
-
Correcto.
-
Los irlandeses están llenos de pesar y muchos tienen la visión. No sé si es tu
caso, pero conocerás a alguien que sí la tiene.
En
realidad me encontraba rebosante de alegría… además de abrigar ese incomparable
deseo de engullir un perrito Pup-A-Licious, preferiblemente bien cargado de chile. La
experiencia de aquel día se me antojaba una aventura. Me dije que probablemente
esa sensación disminuiría cuando estuviera fregando los lavabos al final de un
día concurrido o limpiando vomitonas de los asientos en el Remolino, pero en
aquel momento todo parecía perfecto.
-
¿Está usted practicando su número?
Se
enderezó cuan larga era; mediría alrededor de un metro cincuenta y cinco.
-No
es número, muchachito. –Pronunció niúmerro–. Los judíos son la raza psíquicamente más sensible
de la tierra. Todo el mundo lo sabe. –Abandonó el acento–. Además, Joyland es mucho mejor que montar un local de quiromancia
en la Segunda Avenida. Con pesar o sin él, me gustas. Desprendes buenas
vibraciones.
-
«Good vibrations», una de
mis canciones favoritas de los Beach Boys.
(pp. 20-21)
Aprendí,
al igual que el resto de los Ayudantes Felices, a correr de una punta a otra de
Joyland en un santiamén, usando los callejones tras
las barracas, puestos, chiringuitos, atracciones y concesiones o uno de los
tres túneles de servicio conocidos como Sub-Joyland,
Sub-Hound y Boulevard. Retiré basura a toneladas,
transportándola por lo general en un cochecito eléctrico a través del
Boulevard, un pasaje sombrío y siniestro iluminado por fluorescentes antiguos
que parpadeaban y zumbaban. Incluso trabajé unas cuantas veces como pipa,
cargando amplificadores y monitores cuando alguno de los cantantes se
presentaba tarde y sin equipo de montaje.
Aprendía
a hablar el Habla. Algunos términos –como «bolo», para designar los
espectáculos gratuitos, o «adiós Larry», para un aparato estropeado– eran de
pura feria y tan viejos como las montañas. Otros –como «puntazos», para las
chicas guapas, y «jorobas», para los quejicas crónicos– pertenecían
estrictamente a la jerga de Joyland. Supongo que cada
parque posee su propia versión del Habla, pero bajo la superficie siempre es
feriante de feriantes. Un «machacante» es un paleto (por lo general un
«joroba») que protesta por tener que hacer cola. La última hora de la jornada
(en Joyland, eso era de diez a once de la noche) se
denominaba «rechazo». Un conil que pierde en una
barraca y exige que le devuelvan su dinero es una «matraca». El donniker es un
retrete, como «Eh, Jonesy, vete rápido al donniker del Moon Rocket. Un joroba idiota ha potado en uno de los lavabos».
Encargarse
de las concesiones (los garitos o chiringuitos) nos resultaba fácil a la
mayoría; en realidad, cualquiera que sepa dar el cambio está cualificado para
empujar el carrito de las palomitas o trabajar en el mostrador de la tienda de
regalos. Aprender a pilotar las atracciones no era mucho más difícil, pero al
principio te daba pánico, porque había vidas en tus manos, muchas de ellas de
niños pequeños.
(pp.
67-68)