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Revista de estudios filológicos
Nº25 Julio 2013 - ISSN 1577-6921
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teselas

Medusa, Ricardo Menéndez Salmón

(Seix Barral, Barcelona, 2012)

 

          A comienzos de 1934, la amistad entre Prohaska y Stelenski ha dado el salto del ajedrez postal a la vida real. Ambos frecuentan las cervecerías de Unter den Linden, donde conversan con la negligencia y el arrebato, tantas veces inextricables, de los veinte años. Stelenski ha reiterado en más de una ocasión que el trabajo de Prohaska en el temible Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda no le resultaba entonces tan lesivo como con el tiempo debería asumir. Prohaska, por su parte, jamás ocultó a su amigo y confidente las tareas que sus superiores le encomendaban. Ambos, en cierta medida, estaban jugando con fuego, y ambos, innegablemente, se abrasaron en la hoguera que los calentaba. Y aunque los dos amigos, por aquel tiempo, ya habían leído a Heine -«Das war ein Vorspiel nur, dort wo man Bücher verbrennt, verbrennt man am Ende auch Menschen»-, por una suerte de indefensión aprendida habían borrado de sus encuentros la nefanda noche del 10 de mayo de 1933, cuando la historia universal de la infamia alcanzó uno de sus momentos álgidos en Opernplatz, con la quema de libros alentada por Joseph Goebbels y ejecutada por estudiantes, docentes y miembros de las fratrías nacionalsocialistas que arrojaron al fuego miles de obras de autores judíos, comunistas, pacifistas o degenerados, según el particular nomenclátor auspiciado por los ideólogos de Hitler: Brecht, Hemingway, Kafka, Mann y Marx ardieron juntos aquel día.

(pp. 48-49)

 

          La muerte de Baruch opera en Prohaska una explosión de actividad, como si sólo encerrándose en una labor exhaustiva se pudiera mantener lejos al fantasma de la locura. No existe en alemán una palabra para designar a los padres que han perdido a sus hijos. Existe, sin embargo, la expresión «verwaiste Eltern», que podría traducirse como «padres que se han quedado huérfanos». Tampoco en español existe una palabra que designe al padre que ha perdido a su hijo, salvo lo que la Academia denomina un uso «poético» del término huérfano. Es como si el lenguaje, ante el dolor más grande que existe en el mundo, no se atreviera a nombrarlo más que mediante perífrasis o encubrimientos. No hay un vocablo exacto, unívoco, para designar una pena tan absoluta. El lenguaje es aquí pudoroso.

(pp. 61-62)