Medusa,
Ricardo Menéndez Salmón
(Seix
Barral, Barcelona, 2012)
A
comienzos de 1934, la amistad entre Prohaska y Stelenski ha dado el salto del ajedrez postal a la vida
real. Ambos frecuentan las cervecerías de Unter den
Linden, donde conversan con la negligencia y el arrebato, tantas veces
inextricables, de los veinte años. Stelenski ha
reiterado en más de una ocasión que el trabajo de Prohaska
en el temible Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda no le resultaba
entonces tan lesivo como con el tiempo debería asumir. Prohaska,
por su parte, jamás ocultó a su amigo y confidente las tareas que sus
superiores le encomendaban. Ambos, en cierta medida, estaban jugando con fuego,
y ambos, innegablemente, se abrasaron en la hoguera que los calentaba. Y aunque
los dos amigos, por aquel tiempo, ya habían leído a Heine -«Das war ein Vorspiel nur,
dort wo man
Bücher verbrennt, verbrennt man am
Ende auch Menschen»-,
por una suerte de indefensión aprendida habían borrado de sus encuentros la
nefanda noche del 10 de mayo de 1933, cuando la historia universal de la
infamia alcanzó uno de sus momentos álgidos en Opernplatz,
con la quema de libros alentada por Joseph Goebbels y ejecutada por
estudiantes, docentes y miembros de las fratrías nacionalsocialistas que
arrojaron al fuego miles de obras de autores judíos, comunistas, pacifistas o degenerados, según el particular
nomenclátor auspiciado por los ideólogos de Hitler: Brecht, Hemingway, Kafka,
Mann y Marx ardieron juntos aquel día.
(pp. 48-49)
La
muerte de Baruch opera en Prohaska una explosión de
actividad, como si sólo encerrándose en una labor exhaustiva se pudiera
mantener lejos al fantasma de la locura. No existe en alemán una palabra para
designar a los padres que han perdido a sus hijos. Existe, sin embargo, la
expresión «verwaiste Eltern», que
podría traducirse como «padres que se han quedado huérfanos». Tampoco en
español existe una palabra que designe al padre que ha perdido a su hijo, salvo
lo que la Academia
denomina un uso «poético» del término huérfano.
Es como si el lenguaje, ante el dolor más grande que existe en el mundo, no se
atreviera a nombrarlo más que mediante perífrasis o encubrimientos. No hay un
vocablo exacto, unívoco, para designar una pena tan absoluta. El lenguaje es
aquí pudoroso.
(pp. 61-62)