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Revista de estudios filológicos
Nº25 Julio 2013 - ISSN 1577-6921
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peri biblión

DISCURSO  EN EL BANQUETE DADO EN HONOR DE LOS PINTORES FILIPINOS[1]

José Rizal

 

(edición y notas de Vasco Caini)

 

SEÑORES:

Al hacer uso de la palabra no me arredra el temor de que me escuchéis con displicencia; venís a unir a nuestro entusiasmo el vuestro, estímulo de la juventud, y no podéis menos de ser indulgentes. Efluvios simpáticos saturan la atmósfera; corrientes de fraternidad vuelan en todas direcciones; almas generosas escuchan, y, por consi­guiente, no temo por mi humilde personalidad ni dudo de vuestra benevolencia. Hombres de corazón, sólo buscáis corazones, y desde esa altura, donde tienen su esfera los nobles sentimientos, no distinguís las pequeñeces mezquinas; domináis el conjunto, juzgáis la causa y tendéis la mano a quien como yo desea unirse a vosotros en un solo pensa­miento, en una sola aspiración: la gloria del genio, el esplendor de la patria. (Bien, muy bien; aplausos.)

He aquí, en efecto, el porqué estamos reunidos. En la historia de los pueblos hay nombres que por sí solos signi­fican un hecho, que recuerdan afectos y grandezas; nom­bres que, como las fórmulas mágicas, evocan ideas agra­dables y risueñas; nombres que vienen a ser como un pacto, un símbolo de paz, un lazo de amor entre las naciones. Los nombres de Luna e Hidalgo pertenecen a éstos; sus glorias iluminan dos extremos del globo: el Oriente y el Occidente: España y Filipinas. Al pronunciarlos, señores, creo ver arcos luminosos que, partiendo de ambas regiones, van a enlazarse allá en la altura, impulsados por la sim­patía de un común origen, y desde esa altura unir dos pueblos con vínculos eternos, dos pueblos que en vano separan los mares y el espacio, dos pueblos en los cuales no germinan las simientes de desunión que ciegamente siembran los hombres y su despotismo. Luna e Hidalgo son glorias españolas como filipinas; así como nacieron en Filipinas pudieron haber nacido en España, porque el genio no tiene patria, el genio brota en todas partes, el genio es como la luz, el aire, patrimonio de todos: cosmopolita como el espacio, como la vida y como Dios (Aplausos.)

La era patriarcal de Filipinas va pasando; los hechos ilustres de sus hijos ya no se consuman dentro del hogar; la crisálida oriental va dejando el capullo; la mañana de un largo día se anuncia para aquellas regiones en brillantes tintas y sonrosados albores, y aquella raza, aletargada du­rante la noche histórica mientras el sol alumbraba otros continentes, vuelve a despertarse conmovida por el choque eléctrico que le produce el contacto de los pueblos occiden­tales, y reclama la luz, la vida, la civilización que un tiempo les legara, confirmándose así las leyes eternas de la evolución constante, de las transformaciones, de la perio­dicidad, del progreso.

Esto lo sabéis bien y os gloriáis de ello; a vosotros se debe la hermosura de los brillantes que ciñe en su corona Fili­pinas; ella ha dado las piedras, la Europa el pulimento. Y todos nosotros contemplamos orgullosos, vosotros vuestra obra, nosotros la llama, el aliento, los materiales suminis­trados. (Bravos.)

Ellos bebieron allá la poesía de la naturaleza; naturaleza grandiosa y terrible en sus cataclismos, en sus evoluciones, en su dinamismo; naturaleza dulce, tranquila y melancólica en su manifestación constante, estática; naturaleza que imprime su sello a cuanto crea y produce. Sus hijos lo llevan a donde quiera que vayan. Analizad, si no, sus carac­teres, sus obras, y por poco que conozcáis aquel pueblo, le veréis en todo como formando su ciencia, como el alma que en todo preside, como el resorte del mecanismo, como la forma substancial, como la materia primera. No es posible no reflejar lo que en sí siente, no es posible ser una cosa y hacer otra; las contradicciones sólo son aparentes, sólo son paradojas. En El Expoliarium[2], al través de aquel lienzo que no es mudo, se oye el tumulto de la muchedumbre, la gritería de los esclavos, el traqueteo metálico de las arma­duras de los cadáveres, los sollozos de la orfandad, los murmurios de la oración, con tanto vigor y realismo como se oye el estrépito del trueno en medio del fragor de las cascadas o el retemblado imponente y espantoso del terremoto.

La misma naturaleza que engendra tales fenómenos inter­viene también en aquellas pinceladas. En cambio, en el cuadro de Hidalgo late un sentimiento purísimo, expresión ideal de la melancolía, la hermosura y la debilidad, víctimas de la fuerza bruta; y es que Hidalgo ha nacido bajo el azul brillante de aquel cielo, al arrullo de las brisas de sus mares en medio de la serenidad de sus lagos, la poesía de sus valles y la armonía majestuosa de sus montes y cordilleras.

Por eso en Luna están las sombras, los contrastes, las luces moribundas, el misterio y lo terrible, como resonancia de las oscuras tempestades del trópico, los relámpagos y las fragorosas irrupciones de sus volcanes; por eso Hidalgo es todo luz, colores, armonía, sentimiento, limpidez, como Filipinas en sus noches de luna, en sus días tranquilos, con sus horizontes, que convidan a la meditación y en donde se mece el infinito. Y ambos, con ser tan distintos en sí, en apariencia al menos, coinciden en el fondo, como coinciden nuestros corazones todos a pesar de notables diferen­cias; ambos, al reflejar en su paleta los esplendorosos rayos del sol del trópico, los transforman en rayos de inmarcesible gloria con que circundan a su patria; ambos expresan el espíritu de nuestra vida social, moral y política; la huma­nidad sometida a duras pruebas; la humanidad no redimida; la razón y la aspiración en lucha abierta con las preocupa­ciones, el fanatismo y las injusticias, porque los sentimien­tos y las opiniones se abren paso al través de las más gruesas paredes; porque para ellos todos los cuerpos tienen poros, todos son transparentes, y si les falta la pluma, si la imprenta no les secunda, la paleta y los pinceles, no solo recreaban-la vista, serán también elocuentes tribunos.

Si la madre enseña al hijo su idioma para comprender sus alegrías, sus necesidades o dolores, España, como madre, enseña también su idioma a Filipinas, pese a la oposición de esos miopes y pigmeos que, asegurando el presente, no alcanzan a ver en el porvenir, no pesan las consecuencias; nodrizas raquíticas, corrompidas y corruptoras, que tienden a apagar todo sentimiento legítimo que, pervirtiendo el corazón de los pueblos, siembran en ellos los gérmenes de las discordias para que se recoja más tarde el fruto, el ana­pelo, la muerte de las generaciones futuras.

Pero, ¡olvido a esas miserias! ¡Paz a esos muertos, porque muertos lo son; les falta el aliento, el alma, y los gusanos les corroen! ¡No evoquemos su funesto recuerdo; no trai­gamos su hediondez en medio de nuestras alegrías! Por fortuna los hermanos son más; la generosidad y la nobleza son innatas bajo el cielo de la España; todos vosotros sois de ello patentes pruebas. Habéis respondido unánimes; habéis coadyuvado y hubierais hecho más, si más se hubiera pedido. Sentados a participar de nuestro ágape y honrando a los hijos ilustres de Filipinas, honráis tam­bién a la España; porque lo sabéis muy bien, los límites de la España no son ni el Atlántico, ni el Cantábrico, ni el Mediterráneo—mengua sería que el agua opusiese un dique a su grandeza, a su pensamiento. España está allí, allí donde deja sentir su influencia bienhechora, y aunque desapareciese su bandera, quedaría su recuerdo, eterno, imperecedero. ¿Qué hace un pedazo de tela roja y ama­rilla, qué hacen los fusiles y los cañones, allí donde un sentimiento de amor, de cariño, no brota; allí donde no hay fusión de ideas, unidad de principios, concordancia de opiniones . . .? (Prolongados aplausos.)

Luna e Hidalgo os pertenecen tanto a vosotros como a noso­tros; vosotros los amáis, y nosotros vemos en ellos generosas esperanzas, preciosos ejemplos. La juventud filipina en Europa, siempre entusiasta, y algunas personas más cuyos corazones permanecen siempre jóvenes por el desinterés y entusiasmo que caracterizan sus acciones, ofrecen a Luna una corona, modesto obsequio, pequeño, sí, para nuestro entusiasmo, pero el más espontáneo y el más libre de cuantos obsequios se han hecho hasta ahora.

Pero la gratitud de Filipinas hacia sus hijos ilustres aún no estaba satisfecha, y deseando dar rienda suelta a los pensamientos que bullen en la mente, a los sentimientos que rebosa el corazón y a las palabras que se escapan de los labios, hemos venido aquí todos a este banquete para unir nuestros votos, para dar forma a ese abrazo mutuo de dos razas que se aman y se quieren, unidas, moral, social y políticamente, en el espacio de cuatro siglos, para que formen en lo futuro una sola nación en el espíritu, en sus deberes, en sus miras, en sus privilegios. (Aplausos.)

¡Brindo, pues, por nuestros artistas Luna e Hidalgo, glo­rias legítimas y puras de dos pueblos! ¡Brindo por las personas que les han prestado su concurso en el doloroso camino del arte! ¡Brindo por que la juventud Filipina, esperanza sagrada de mi patria, imite tan preciosos ejem­plos y porque la madre España, solícita y atenta al bien de sus provincias ponga pronto en práctica las reformas que largo tiempo medita; el surco está trazado y la tierra no es estéril! Y brindo, en fin, por la felicidad de aquellos padres que, privados del cariño de sus hijos, desde aquellas lejanas regiones, les siguen con la mirada humedecida y el corazón palpitante al través de los mares y de la distancia, sacrificando en el altar del bien común los dulces consuelos que tanto escasean en el ocaso de la vida, preciosas y soli­tarias flores de invierno que brotan en los nevados bordes de la tumba. (Calurosos aplausos, felicitaciones al orador.)

 

NOTAS

A raíz del triunfo ( premio, medalla de oro) del pintor D. Juan Luna en la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid con su célebre Spoliarium, la colonia filipina en dicha ciudad organizó un banquete en honor de él y de otro pintor filipino, D. Félix Resurrección Hidalgo, que obtuvo el 2.° premio, medalla de plata, con su Vírgenes Cristianas Expuestas al Populacho, en la noche del 25 de junio de 1884. El acto tuvo lugar en el Res­taurant Inglés. Asistieron alrededor de sesenta comensales, entre filipinos, personajes políticos españoles, muchos pintores, literatos y periodistas.

En la mañana de aquel día Rizal ganó el primer premio en una oposición, pero todo ese día lo pasó con hambre por no tener dinero. A las nueve de la noche al fin pudo comer, en el banquete a que acabamos de referirnos, donde pronunció el brindis político que aquí se reproduce. El banquete empezó a las nueve y ter­minó a la media noche. El discurso fue muy aplaudido.

Cuando Rizal llegó a Madrid, pensó que "allí era donde tenía que empezar su labor redentorista . . . Rizal, que estaba en sus exámenes de licenciado para Medicina y con dos oposiciones en la Facultad de Filosofía, fue señalado para pronunciar el discurso, en lugar de Paterno que lo había rehusado a última hora. Rizal aceptó para dejar en buen lugar a la colonia filipina y para dar salida a algunas ideas que hacía tiempo le hurgaban el cerebro. Ninguna ocasión era más propicia para expresar las quejas de los filipinos a España, cosa que nadie se había atrevido a hacer hasta entonces. En el banquete estarían presentes eminencias de la política española, y allá podría dar rienda suelta a sus pensa­mientos. Era su iniciación para la gran batalla . . . Con este discurso, Rizal lanzó el primer ataque produciendo la natural alarma en Filipinas. Había aludido a las poderosas Corporaciones religiosas de su país, y ellas no le perdonarán la insolente alusión. El discurso era nuevo y atrevido. Se había hecho creer que Filipinas era una Arcadia feliz, en donde los indios vivían con­tentos y sumisos bajo el báculo del misionero; y ahora este joven estudiantillo de medicina, este mesticillo vulgar revelaba que en su patria la humanidad está sometida a la fuerza bruta; que la razón y la aspiración están en lucha abierta con las preocupaciones, el fanatismo y las injusticias." (Rafael Palma Biografía de Rizal, Manila, 1949, pp. 43, 51, 53.)

Refiriéndose a este discurso, Retana acertadamente observa que en él "hállanse no pocos conceptos substanciosos; está su (de Rizal) programa, están sus anhelos, están sus quejas, que eran las quejas de los filipinos . . . En verdad que no puede pedirse mayor gallardía: Rizal habla en nombre de Filipinas, no con la sumisión que demandaban de los hijos de aquel país los españoles, sino como un aliado . . . Ningún filipino, y menos en presencia de españoles conspicuos, se había atrevido a decir nada semejante."

En su brindis, Rizal (tenía apenas 23 años) expresó el deseo de que se mantuviese la unión entre España y Filipinas, formando "en lo futuro una sola nación en el espíritu, en sus deberes, en sus miras, en sus privilegios." Pero como reveló después D. Javier Gómez de la Serna, jurisconsulto español y diputado a Cortes, Rizal se volvió "muy pesimista al ver que la España grande y generosa que él veía aquí (en la península) no iba ni estaba en Filipinas. . ."

Curiosamente, acerca de la fiesta, se proporciona por sí mismo Rizal, en una carta a su familia el 28 de junio de 1884 (Escritos, Tomo I, Diarios y Memorias, Edición del centenario, Manila, 1961, p.133). Al banquete asistió también el Prof. Miguel Morayta Sagrario (1834-1917), republicano, liberal, anticlerical, masón, Gran Maestro del Gran Oriente Español, catedrático de Historia Universal en la Universidad Central de Madrid. El Prof. Morayta se entusiasmó tanto al discurso de Rizal que le obligó a tomar el examen al día siguiente, al parecer, para gratificarle con una promoción de oficina. Describimos el hecho con las mismas palabras de Rizal:

"… en la Universidad Central me han dado un sobresaliente en Historia 2.° curso, que yo creo no lo merezco. El profesor me había oído pronunciar un discurso en el banquete y se puso tan contento que brindó llamando a los filipinos la gloria de las Universidades y me insistió que me presentara al día siguiente mismo. Yo le dije que no sabía nada y que lo dejaba para septiembre, a lo cual me contestó que me suspendería en septiembre: me presenté y afortunadamente me tocó hablar de la Grecia y de Carlo Magno y salí del apuro".

Es evidente que no todos los españoles eran racistas. Y también que el Prof. Morayta era un docente de mucha intuición tanta que luego se dio cuenta de que tenía por alumno a un joven prodigio. Piénsese que el discurso fue improvisado y sin siquiera preparación, porque debía pronunciarlo Máximo Paterno.

 

 

 



[1] Pronunciado en Madrid el 25 de Junio de 1884, fue publicado por vez primera en la revista Ambos Mundos, Madrid, 1884, y reproducido en el folleto, Homenaje a Luna, publicación de D. José Rodón y Abella, Madrid, 1888, pp. 97-104.

Tomo VII, Escritos políticos e históricos, Edición del centenario, Comisión Nacional del centenario de José Rizal, Manila, 1961.

[2] Lugar en el anfiteatro donde se despojaban los gladiadores heridos o muertos.