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DISCURSO EN EL BANQUETE DADO EN HONOR DE LOS PINTORES
FILIPINOS[1]
José Rizal
(edición y notas de
Vasco Caini)
SEÑORES:
Al hacer uso de
la palabra no me arredra el temor de que me escuchéis con displicencia; venís a
unir a nuestro entusiasmo el vuestro, estímulo de la juventud, y no podéis
menos de ser indulgentes. Efluvios simpáticos saturan la atmósfera; corrientes
de fraternidad vuelan en todas direcciones; almas generosas escuchan, y, por
consiguiente, no temo por mi humilde personalidad ni dudo de vuestra
benevolencia. Hombres de corazón, sólo buscáis corazones, y desde esa altura,
donde tienen su esfera los nobles sentimientos, no distinguís las pequeñeces
mezquinas; domináis el conjunto, juzgáis la causa y tendéis la mano a quien
como yo desea unirse a vosotros en un solo pensamiento, en una sola
aspiración: la gloria del genio, el esplendor de la patria. (Bien, muy bien; aplausos.)
He aquí, en efecto, el porqué estamos reunidos. En la historia de los
pueblos hay nombres que por sí solos significan un hecho, que recuerdan
afectos y grandezas; nombres que, como las fórmulas mágicas, evocan ideas agradables
y risueñas; nombres que vienen a ser como un pacto, un símbolo de paz, un lazo
de amor entre las naciones. Los nombres de Luna e Hidalgo pertenecen a éstos;
sus glorias iluminan dos extremos del globo: el Oriente y el Occidente: España
y Filipinas. Al pronunciarlos, señores, creo ver arcos luminosos que, partiendo
de ambas regiones, van a enlazarse allá en la altura, impulsados por la simpatía
de un común origen, y desde esa altura unir dos
pueblos con vínculos eternos, dos
pueblos que en vano separan los mares y el espacio, dos pueblos en los cuales no germinan las simientes de desunión que
ciegamente siembran los hombres y su despotismo. Luna e Hidalgo son glorias
españolas como filipinas; así como nacieron en Filipinas pudieron haber nacido
en España, porque el genio no tiene patria, el genio brota en todas
partes, el genio es como la luz, el aire, patrimonio de todos: cosmopolita como
el espacio, como la vida y como Dios (Aplausos.)
La era patriarcal de Filipinas va pasando; los hechos ilustres de sus hijos
ya no se consuman dentro del hogar; la crisálida oriental va dejando el
capullo; la mañana de un largo día se anuncia para aquellas regiones en
brillantes tintas y sonrosados albores, y aquella raza, aletargada durante la
noche histórica mientras el sol alumbraba otros continentes, vuelve a
despertarse conmovida por el choque eléctrico que le produce el contacto de los
pueblos occidentales, y reclama la
luz, la vida, la civilización que un tiempo les legara, confirmándose así las
leyes eternas de la evolución constante, de las transformaciones, de la periodicidad,
del progreso.
Esto lo sabéis
bien y os gloriáis de ello; a vosotros se debe la hermosura de los brillantes
que ciñe en su corona Filipinas; ella ha dado las piedras, la Europa el
pulimento. Y todos nosotros contemplamos orgullosos, vosotros vuestra obra,
nosotros la llama, el aliento, los materiales suministrados. (Bravos.)
Ellos bebieron
allá la poesía de la naturaleza; naturaleza grandiosa y terrible en sus
cataclismos, en sus evoluciones, en su dinamismo;
naturaleza dulce, tranquila y melancólica en su manifestación constante,
estática; naturaleza que imprime su sello a cuanto crea y produce. Sus hijos lo
llevan a donde quiera que vayan. Analizad, si no, sus caracteres, sus obras, y
por poco que conozcáis aquel pueblo, le veréis en todo como formando su
ciencia, como el alma que en todo preside, como el resorte del mecanismo, como
la forma substancial, como la materia primera. No es posible no reflejar lo que
en sí siente, no es posible ser una cosa y hacer otra; las contradicciones sólo
son aparentes, sólo son paradojas. En El
Expoliarium[2], al través de aquel lienzo que no es
mudo, se oye el tumulto de la muchedumbre, la gritería de los esclavos, el
traqueteo metálico de las armaduras de los cadáveres, los sollozos de la
orfandad, los murmurios de la oración, con tanto vigor y realismo como se oye
el estrépito del trueno en medio del fragor de las cascadas o el retemblado
imponente y espantoso del terremoto.
La misma
naturaleza que engendra tales fenómenos interviene también en aquellas
pinceladas. En cambio, en el cuadro de Hidalgo late un sentimiento purísimo,
expresión ideal de la melancolía, la hermosura y la debilidad, víctimas de la
fuerza bruta; y es que Hidalgo ha nacido bajo el azul brillante de aquel cielo,
al arrullo de las brisas de sus mares en medio de la serenidad de sus lagos, la
poesía de sus valles y la armonía majestuosa de sus montes y cordilleras.
Por eso en Luna están las sombras, los contrastes, las luces moribundas, el
misterio y lo terrible, como resonancia de las oscuras tempestades del trópico,
los relámpagos y las fragorosas irrupciones de sus volcanes; por eso Hidalgo es
todo luz, colores, armonía, sentimiento, limpidez, como Filipinas en sus noches
de luna, en sus días tranquilos, con sus horizontes, que convidan a la
meditación y en donde se mece el infinito. Y ambos, con ser tan distintos en
sí, en apariencia al menos, coinciden en el fondo, como coinciden nuestros
corazones todos a pesar de notables diferencias; ambos, al reflejar en su
paleta los esplendorosos rayos del sol del trópico, los transforman en rayos de
inmarcesible gloria con que circundan a su
patria; ambos expresan el espíritu de nuestra vida social, moral y política; la
humanidad sometida a duras pruebas;
la humanidad no redimida; la razón y
la aspiración en lucha abierta con las preocupaciones, el fanatismo y las injusticias, porque los sentimientos
y las opiniones se abren paso al través de las más gruesas paredes; porque
para ellos todos los cuerpos tienen poros, todos son transparentes, y si les
falta la pluma, si la imprenta no les secunda, la paleta y los pinceles, no
solo recreaban-la vista, serán también elocuentes tribunos.
Si la madre enseña al hijo su idioma para comprender sus alegrías, sus
necesidades o dolores, España, como madre, enseña también su idioma a
Filipinas, pese a la oposición de esos
miopes y pigmeos que, asegurando el presente, no alcanzan a ver en el porvenir,
no pesan las consecuencias; nodrizas raquíticas, corrompidas y corruptoras, que tienden a apagar todo sentimiento
legítimo que, pervirtiendo el corazón de los pueblos, siembran en ellos los gérmenes de las discordias para que se recoja más tarde el fruto, el anapelo,
la muerte de las generaciones futuras.
Pero, ¡olvido a
esas miserias! ¡Paz a esos muertos, porque muertos lo son; les falta el
aliento, el alma, y los gusanos les corroen!
¡No evoquemos su funesto recuerdo; no traigamos su hediondez en medio de nuestras
alegrías! Por fortuna los hermanos son
más; la generosidad y la nobleza son innatas bajo el cielo de la España; todos
vosotros sois de ello patentes pruebas. Habéis respondido unánimes; habéis
coadyuvado y hubierais hecho más, si más se hubiera pedido. Sentados a
participar de nuestro ágape y honrando a los hijos ilustres de Filipinas,
honráis también a la España; porque lo sabéis muy bien, los límites de la
España no son ni el Atlántico, ni el Cantábrico, ni el Mediterráneo—mengua
sería que el agua opusiese un dique a su grandeza, a su pensamiento. España está allí, allí donde deja sentir su
influencia bienhechora, y aunque desapareciese su bandera, quedaría su recuerdo, eterno, imperecedero.
¿Qué hace un pedazo de tela roja y amarilla, qué hacen los fusiles y los
cañones, allí donde un sentimiento de amor, de cariño, no brota; allí donde no
hay fusión de ideas, unidad de principios, concordancia de opiniones . . .?
(Prolongados aplausos.)
Luna e Hidalgo os
pertenecen tanto a vosotros como a nosotros; vosotros los amáis, y nosotros
vemos en ellos generosas esperanzas, preciosos ejemplos. La juventud filipina
en Europa, siempre entusiasta, y algunas personas más cuyos corazones
permanecen siempre jóvenes por el desinterés y entusiasmo que caracterizan sus acciones, ofrecen a Luna una corona,
modesto obsequio, pequeño, sí, para nuestro entusiasmo, pero el más espontáneo
y el más libre de cuantos obsequios se han hecho hasta ahora.
Pero la gratitud
de Filipinas hacia sus hijos ilustres aún no estaba satisfecha, y deseando dar
rienda suelta a los pensamientos que bullen en la mente, a los sentimientos que
rebosa el corazón y a las palabras que se escapan de los labios, hemos venido
aquí todos a este banquete para unir nuestros
votos, para dar forma a ese abrazo mutuo de dos
razas que se aman y se quieren, unidas, moral, social y políticamente,
en el espacio de cuatro siglos, para que
formen
en lo futuro una sola nación en el espíritu, en sus deberes, en sus miras,
en sus privilegios. (Aplausos.)
¡Brindo, pues, por nuestros artistas Luna e Hidalgo, glorias legítimas y
puras de dos pueblos! ¡Brindo por las personas que les
han prestado su concurso en el doloroso camino del arte! ¡Brindo por que la
juventud Filipina, esperanza sagrada
de mi patria, imite tan preciosos ejemplos y porque la madre España, solícita y atenta al bien de sus provincias ponga pronto en práctica las reformas que
largo tiempo medita; el surco está trazado y la tierra no es estéril! Y
brindo, en fin, por la felicidad de aquellos padres que, privados del cariño de
sus hijos, desde aquellas lejanas regiones, les siguen con la mirada humedecida
y el corazón palpitante al través de los mares y de la distancia, sacrificando en el altar del bien común los dulces consuelos que
tanto escasean en el ocaso de la vida, preciosas y solitarias flores de
invierno que brotan en los nevados bordes de la tumba. (Calurosos aplausos, felicitaciones al orador.)
NOTAS
A raíz del
triunfo (
En la mañana de
aquel día Rizal ganó el primer premio en una oposición, pero todo ese día lo
pasó con hambre por no tener dinero. A las nueve de la noche al fin pudo comer,
en el banquete a que acabamos de referirnos, donde pronunció el brindis
político que aquí se reproduce. El banquete empezó a las nueve y terminó a la
media noche. El discurso fue muy aplaudido.
Cuando Rizal llegó a Madrid, pensó que "allí era donde tenía que
empezar su labor redentorista . . . Rizal, que estaba en sus exámenes de
licenciado para Medicina y con dos oposiciones en la Facultad de Filosofía, fue
señalado para pronunciar el discurso, en lugar de Paterno que lo había rehusado
a última hora. Rizal aceptó para dejar en buen lugar a la colonia filipina y
para dar salida a algunas ideas que hacía tiempo le hurgaban el cerebro.
Ninguna ocasión era más propicia para expresar las quejas de los filipinos a
España, cosa que nadie se había atrevido a hacer hasta entonces. En el banquete
estarían presentes eminencias de la política española, y allá podría dar rienda
suelta a sus pensamientos. Era su iniciación para la gran batalla . . . Con
este discurso, Rizal lanzó el primer ataque produciendo
la natural alarma en Filipinas. Había aludido a las poderosas Corporaciones
religiosas de su país, y ellas no le perdonarán la insolente alusión. El
discurso era nuevo y atrevido. Se había hecho creer que Filipinas era una
Arcadia feliz, en donde los indios vivían contentos y sumisos bajo el báculo
del misionero; y ahora este joven estudiantillo de medicina, este mesticillo vulgar
revelaba que en su patria la humanidad está sometida a la fuerza bruta; que la
razón y la aspiración están en lucha abierta con las preocupaciones, el
fanatismo y las injusticias." (Rafael Palma Biografía de Rizal, Manila, 1949, pp. 43, 51, 53.)
Refiriéndose a este discurso, Retana acertadamente observa que en él
"hállanse no pocos conceptos substanciosos; está su (de Rizal) programa, están sus anhelos, están sus quejas, que eran las quejas
de los filipinos . . . En verdad que no puede pedirse mayor gallardía: Rizal
habla en nombre de Filipinas, no con la sumisión que demandaban de los hijos de
aquel país los españoles, sino como un aliado
. . . Ningún filipino, y menos en presencia de españoles conspicuos, se
había atrevido a decir nada semejante."
En su brindis, Rizal (tenía apenas 23 años) expresó el deseo de que se
mantuviese la unión entre España y Filipinas, formando "en lo futuro una
sola nación en el espíritu, en sus deberes, en sus miras, en sus
privilegios." Pero como reveló después D. Javier Gómez de la Serna,
jurisconsulto español y diputado a Cortes, Rizal se volvió "muy pesimista
al ver que la España grande y generosa que él veía aquí (en la península) no
iba ni estaba en Filipinas. . ."
Curiosamente, acerca de la fiesta, se proporciona por sí mismo Rizal,
en una carta a su familia el 28 de junio de
1884 (Escritos, Tomo I, Diarios y Memorias, Edición del centenario,
Manila, 1961, p.133). Al banquete
asistió también el Prof. Miguel Morayta Sagrario (1834-1917),
republicano, liberal, anticlerical, masón, Gran Maestro del Gran Oriente Español,
catedrático de Historia Universal en la Universidad
Central de Madrid. El Prof. Morayta
se entusiasmó tanto al discurso de Rizal que
le obligó a tomar el examen al
día siguiente, al parecer, para gratificarle
con una promoción de oficina. Describimos el hecho con
las mismas palabras de Rizal:
"… en la Universidad
Central me han dado un sobresaliente en Historia 2.° curso, que yo creo no lo
merezco. El profesor me había oído pronunciar un discurso en el banquete y se
puso tan contento que brindó llamando a los filipinos la gloria de las Universidades
y me insistió que me presentara al día siguiente mismo. Yo le dije que no sabía
nada y que lo dejaba para septiembre, a lo cual me contestó que me suspendería
en septiembre: me presenté y afortunadamente me tocó hablar de la Grecia y de
Carlo Magno y salí del apuro".
Es evidente que no todos los españoles eran racistas. Y también que el Prof. Morayta
era un docente de mucha intuición tanta que luego se dio cuenta de que tenía
por alumno a un joven prodigio. Piénsese que el discurso fue improvisado y sin siquiera
preparación, porque debía pronunciarlo Máximo Paterno.
[1] Pronunciado en Madrid el 25 de Junio de 1884, fue publicado
por vez primera en la revista Ambos
Mundos, Madrid, 1884, y reproducido en el folleto, Homenaje a Luna, publicación de D. José Rodón y Abella, Madrid,
1888, pp. 97-104.
Tomo VII, Escritos políticos e históricos, Edición
del centenario, Comisión Nacional del centenario de José Rizal, Manila, 1961.
[2] Lugar en el
anfiteatro donde se despojaban los gladiadores heridos o
muertos.