estudios
Babel y la biblioteca, máscaras del mito en la lingüística
Xavier Laborda
(Universidad de Barcelona)
xlaborda@ub.edu
Resumen
Los manuales de historia de la lingüística tratan del
mito bíblico de Babel y del nacimiento de la gramática en Alejandría de manos
de Dionisio de Tracia. Estos pasajes de la historia, que corresponden a épocas
diferentes, remiten a dos problemas fundamentales de la lingüística: por una
parte, el origen del lenguaje y la diversidad lingüística; por la otra, la
invención de la gramática como instrumento para la edición de textos y para el
conocimiento formal de la lengua. Pese a las diferencias, Babel y la biblioteca
de Alejandría tienen en común una naturaleza mítica. Sus relatos contienen
elementos de la ficción y de la realidad que suelen pasar desapercibidos. El
artículo señala estos elementos y establece ciertas afinidades entre Babel y la
biblioteca, de suerte que articulados componen un ciclo narrativo.
Palabras
clave: Babel, Biblioteca de Alejandría,
mito, relato, gramática, institución, Dionisio de Tracia.
Abstract.-
Babel and the Library, the myth masks in
Linguistics.
History
textbooks of linguistics explain the biblical myth of Babel and the birth of grammar in Alexandria at the hands of Dionysius Thrax. These passages of history, which correspond to different times, refer to
two fundamental problems of linguistics: first, the
origin of language and linguistic diversity and on the other, the invention of grammar as a tool for text editing and formal
knowledge of the language. Despite
the differences, Babel and the library of Alexandria share a mythical
nature. These
stories contain elements of fiction and reality that
often go unnoticed. The article points
out these elements and establishes
affinities between Babel and the library, so
that it should be considered as a narrative cycle.
Keywords:
Babel, Library of Alexandria, myth, story, grammar, institution,
Dionysius Thrax.
Ficción
y realidad de dos símbolos universales
El mito es una fuente sutil y controvertida de la
historiografía.[1] El mito de la torre de
Babel ejemplifica este principio. Sostiene la tradición bíblica que hubo un
tiempo en que “todo el mundo hablaba el mismo idioma”. Sucedió que los
habitantes de la que sería Babel se persuadieron del beneficio que traería
construir una ciudad floreciente y, en su recinto, una torre que llegara hasta
el cielo. “De este modo nos haremos famosos y no tendremos que dispersarnos por
toda la tierra”, se dijeron sus gentes. El libro del Génesis relata la contrariedad del Señor, cuya voz se escucha en
este pensamiento: “Es mejor que bajemos a confundir su idioma, para que no se
entiendan entre sí”. De ahí que se confundiera el idioma de los habitantes de
la tierra y se dispersaran por todo el mundo. El relato concluye con una
evaluación etimológica: “Por eso la ciudad se llamó Babel”, esto es, confusión,
la confusión de las lenguas.[2]
Somos mitómanos y los relatos mágicos, que revelan unos
orígenes inmemorables, son una fuente poderosa de la imaginación y del
conocimiento. Pero llega un momento en que el pasado pide un orden y, por
consiguiente, la atención al efecto de dos emblemas fascinantes: la torre de
Babel y la biblioteca de Alejandría. Estos mitos no solo aprovisionan dos
pasajes primordiales sino que acompañan el curso de la historia de la
lingüística, de modo que su simbolismo sigue muy presente hoy. Es significativo
que las ilustraciones de la torre de Babel sean el motivo que aparece en tantas
portadas de sus manuales y monografías. La biblioteca de Alejandría tendría una
consideración similar –ser imagen de cubierta– si se dispusiera de pinturas tan
imaginativas y espectaculares como las que proveyó el Renacimiento, con la torre
inacabada de Brueghel el Viejo (1563) o la arruinada de Antonisz (1547).
Torre y biblioteca, he ahí dos símbolos que representan
con un éxito avasallador estadios de la civilización. La torre resume la
peripecia de una proeza humana y el colapso de su empresa, que desemboca en la
confusión de las lenguas, entre otros efectos calamitosos. Babel es al mismo
tiempo el proyecto de una sociedad adámica y la ruina de una descendencia a la
que se ha expulsado del paraíso. Esta parábola del bien y del mal, del antes y
del ahora, es una invención bíblica que toma materiales de la historia real de
Mesopotamia. La torre de Babel, considerada como construcción portentosa,
existió y escandalizó a los redactores del Génesis. Fue el zigurat de Babilonia,
que llevaba por nombre Etemenanki,
“casa del cielo y la tierra”. El provecho teológico que extrajeron de su
experiencia los hebreos, durante el cautiverio en Babilonia, es una lección
legendaria de acierto narrativo.
A su vez, la biblioteca de Alejandría opera como
antítesis de Babel. Parte de unos componentes históricos, con su fundación en
el siglo III a.C. por la dinastía lágida o de los Ptolomeo. Se envuelve de una
leyenda de pervivencia y de incendios fatídicos, que resulta tan imaginativa,
fantasiosa, como la confusión de Babel. Bajo la sombra del faro de Alejandría
se suele concebir un grande y floreciente centro de documentación, sede en la
que se dice que Dionisio de Tracia compuso la primera gramática de Occidente.
No obstante, ninguno de estos detalles se corresponde con la realidad. Posiblemente
tampoco lo sea el incendio de la biblioteca por las tropas de Cesar en el siglo
I a.C. y ni mucho menos por los musulmanes del siglo VI. Lo llamativo de estos
símbolos –la torre y la biblioteca– y sus relatos es la mezcla de ficción y
realidad con que se fragua el imaginario histórico.
Babel,
mito y lingüística
La lingüística se ha nutrido de la larga tradición iconográfica
sobre el gigantismo arquitectónico, que arranca de la Edad Media y pervive en
el arte contemporáneo, en obras plásticas como las de Du Zhenjun (2012). Esta
función ornamental es tan simbólica como congruente con el contenido de su
historia. La historia de la lingüística arranca con los mitos religiosos y se
extiende con el debate multifacético sobre la lengua original y la naturaleza
del signo lingüístico. La mejor síntesis del recorrido se halla en el ensayo de
Umberto Eco sobre la búsqueda de la lengua perfecta.
La utopía y la distopía, como caras inseparables de un
juicio panorámico, se reúnen en el relato de Babel. La parábola resume los
méritos de la audacia humana junto con los efectos de la catástrofe por su
arrogancia e imprevisión. El deseo de ascender hasta las esferas celestes
conlleva una pericia arquitectónica y una ambición desmesuradas. Figura en el Génesis el detalle de esa pericia. Los
babilonios fueron constructores hábiles, que usaron ladrillos cocidos al fuego
en lugar de piedras, y asfalto natural en lugar de mezcla. También indica la
intención de su soberbia; los mesopotámicos proyectaron una torre que llegase
hasta el cielo para hacerse famosos y no tener que dispersarse por toda la
tierra. El resultado doloso es un fracaso social y lingüístico, según enseña la
parábola. La pérdida de la lengua única conlleva la diversidad de lenguas, lo
que se ha interpretado usualmente como el ingreso a un mundo de conocimientos precarios
y comunicaciones frustrantes (Harris & Taylor 1989:42; Law 2003:104).
La universalidad del mito babélico es un prodigio
cultural que no se explica sólo con “la ingenua narración de la torre de
Babel”, como la califica V. Thomsen (1992:13), sino por los precedentes que la
inspiran. El relato babélico es una fusión de mitos ajenos y propios.
Probablemente deriva de otro sumerio, relativo a la equivocidad de la
escritura, pero también integra el mito hebraico de la diáspora. Por otra parte,
la intención narrativa de Babel se beneficia del mito bíblico de Adán y su
imposición de nombres a los animales. Precisamente la persuasión que ejerce el
relato de Babel se debe a su relación con el mito adámico sobre la creación del
lenguaje. Ambos forman parte de un ciclo narrativo que resulta muy sugestivo.
En primer lugar aparece el mito fundacional, mediante la intervención del
creador, que da nombre a los fenómenos naturales, y de Adán, que designa a los
seres animados. Este mito presenta la aparición de las palabras como un acto
creativo único y original, de lo cual se derivan dos implicaciones. La primera
es que la denominación de las cosas es una acción connatural al hombre. El ser
humano tiene la capacidad de atribuir designaciones y actúa en consecuencia. La
segunda refiere que la creación del lenguaje antecede a la de la sociedad.
Según ello, la lengua no es un instrumento que surja de una necesidad social
sino al revés, en el sentido de que su disposición abre la puerta a la
dimensión social.
Justo es tener estas explicaciones míticas por una
creación poética y, por consiguiente, intraducibles al pensamiento dialéctico o
científico. Sin embargo, los historiadores han querido extraer de ellas algunas
observaciones especulativas sobre la monogénesis del lenguaje y el paso de la
lengua original a la diversidad de una sociedad políglota. De estas explicaciones
míticas resulta relevante anotar su afinidad con la primera obra filosófica
sobre el lenguaje, el Crátilo
platónico. Sus respuestas coinciden de manera sorprendente con el mito bíblico.
En un principio intervienen el Señor y el primer hombre de la Biblia o bien,
pasando al campo de la filosofía, “el legislador en materia de las palabras” de
Platón. A estas entidades de la revelación y la racionalidad corresponde el
privilegio de imponer los nombres originales; sus personajes son seres
sobrenaturales y enigmáticos. Por otra parte, la función de las designaciones
no es instrumental, no tiene una finalidad práctica, sino que realiza una tarea
constitutiva del mundo creado; no podría ser de otro modo, puesto que en el
estadio inaugural, que carece de sociedad, la comunicación no existe.
Finalmente, se manifiesta la independencia de la cosa y su nombre, de modo que
la cosa preexiste al nombre. Cuando aparece, el nombre substituye el gesto de
señalar la cosa; la reunión de los nombres es una nomenclatura con una función
subrogada, substituta. La naturalidad de las palabras no se halla en la
vinculación necesaria entre cosa y vocablo, sino en la capacidad natural del
hombre para crear designaciones. Dicho de otro modo, la palabra no tiene efecto
sobre la cosa porque no es una fórmula esencial, pero refiere un vínculo entre
la cosa y la impresión psicológica que provoca en el hablante.
La síntesis interpretativa del mito revela la sorprendente
afinidad entre relato y argumentación, entre pensamiento legendario y
filosófico, entre mito y logos. La
lectura del Génesis y de Crátilo, obras que se adscriben
respectivamente a esos paradigmas, pone de manifiesto la concordancia de sus
postulados: intervención seminal de un dador de nombres, creación de una única
lengua, estadio asocial y, finalmente, función substitutoria del lenguaje en
lugar del acto de señalar las cosas. El neoplatonismo, promovido por Proclo en
el siglo V, vincula con vigor el diálogo de Crátilo
a una concepción cristiana del lenguaje. La tradición medieval ha apreciado en el
Crátilo la afinidad teológica con el origen
divino y la naturalidad de las palabras, dos rasgos de la lengua adámica. Dice
el filósofo, Platón, que “ha existido un poder más grande que el del hombre, el
cual dio a las cosas los primeros nombres y que, por esto, son necesariamente
apropiados”. Esta conjetura no podría convenir mejor al relato bíblico.[3]
Sin embargo, ¿cómo llega a ser políglota la sociedad
monolingüe? En el Génesis 11 se
ofrece como explicación el mito de Babel. La ironía surge al leer el capítulo
anterior, que enumera los descendientes de Noé. Fueron Sem, Cam y Jafet,
quienes después del diluvio tuvieron sus propios hijos, “se esparcieron por
todas partes y formaron las naciones del mundo”, en las que se hablaba
diferentes lenguas. Resulta llamativo que unas líneas antes del relato de Babel
se aporte una explicación contradictoria sobre la confusión de las lenguas y la
diáspora. Al redactor no le pareció mal anudar dos razones incompatibles, algo
que el lector no suele reprochar porque su atención está cautivada por la
dramática historia de la torre.
Babel,
realidad histórica
Como en Crátilo,
el Génesis apela a la etimología para
relacionar el topónimo y la condena divina. Utiliza la etimología para
argumentar sobre el sentido del fatídico episodio. Leemos que “en aquel lugar
el Señor confundió el idioma de todos los habitantes de la tierra, y de allí
los dispersó por todo el mundo”. A continuación el texto añade que “por eso la
ciudad se llamó Babel”, una explicación que no aclara nada salvo que se lea en
la versión hebrea. El autor del Génesis
fuerza un juego de palabras y relaciona Babel no ya con la raíz babel o bbl, sino con balel o bll, que en hebreo significa confundir o
mezclar. La etimología es falsa y provoca la situación irónica de que el
redactor confunda los términos, sea a propósito o por impericia, para
establecer un juicio negativo de la ciudad. El término Babel deriva de
Babilonia, que en acadio recibía el nombre de Babilu. Significa la “Puerta de los dioses”. Una etimología tan
enfática atestigua la grandeza que tuvo la ciudad.[4]
Los vestigios de Babilonia se hallan junto a la ribera
del Éufrates, a noventa kilómetros al Sur de Bagdad. La ciudad fue el enclave
más desarrollado de su época, capital imperial, en la pujante cultura urbana de
Mesopotamia. El historiador griego Heródoto visitó Babilonia hacia el 460 a.C. Un
poco antes Jerjes había emprendido su demolición (478 a.C.), que por fortuna
quedó inconclusa. En el libro I de Historias
Heródoto caracterizó la capital con la denominación de la “ciudad de arcilla” y
describió sucintamente su zigurat. Se hallaba en el recinto sagrado, junto al
templo y las dependencias sacerdotales. La base de la torre era cuadrada y,
según su estimación, cada lado medía un estadio (unos 174 metros). Contó nueve
torres superpuestas y “alrededor de todas ellas hay una escalera por la parte
exterior”, una descripción que plasmaron libremente los pintores renacentistas con
una rampa helicoidal. En el templo de la cúspide “se encuentra un gran lecho –continúa
Heródoto su exposición–, ricamente adornado, y a su lado una gran mesa de oro”.
Con el tiempo transcurrido hasta hoy, el expolio ha destruido el monumento y
casi ha borrado todas las huellas. La población moderna de Hilleh, situada muy
cerca, está construida con ladrillos extraídos de las ruinas de Babilonia. El
traslado y la trasformación de la ciudad se asemejan a la tradición del mito, también
dinámica merced a la trasmisión secular del relato y a sus inagotables
interpretaciones.
Tras décadas de búsqueda, a principios del siglo XX el
arqueólogo alemán Robert Koldewey identificó la ubicación del zigurat al que se
refiere el relato de la torre de Babel. En su excavación de 1913 delimitó el
perímetro y las características del edificio. Tenía una base cuadrada de
noventa y un metros. En su flanco meridional se hallaban los accesos a la
torre. La escalera central era una rampa perpendicular, de nueve metros de
ancho y cincuenta y uno de largo, que daba acceso a las primeras terrazas; dos
escaleras más de ocho metros de ancho, adosadas al mismo flanco, ascendían desde
cada extremo. Vista desde el cielo, la huella de la torre tenía la forma de una
parrilla, un nombre prosaico con el que se conocía en tiempos recientes la
colina de Amran Ibn ‘Ali, el enclavamiento devastado de la antigua torre.
El zigurat de Babel tuvo en sus orígenes el nombre de E-temen-an-ki, “casa del fundamento del
cielo y de la tierra”. No era un tipo de edificación único, puesto que se
erigía en las principales ciudades mesopotámicas, con variaciones de planta
–cuadrada o rectangular– y de accesos. Los arqueólogos han estudiado una docena
de ellos, el más antiguo de los cuales es el zigurat de Ur, mandado erigir
por el rey sumerio Ur-Nammu en el siglo
XXI a.C. El más reciente es el de Babilonia, que conoció diversas etapas de
construcción, sobre las cuales dejaron escritas referencias los últimos reyes
que intervinieron: Nabopolasar y su hijo, Nabucodonosor II. A Nabucodonosor II
(604-562 aC), que también edificó la monumental puerta de Istar, se debe la
fase de culminación de la torre, con la superposición de siete pisos. La
estimación es que el zigurat alcanzaba los noventa metros de altura.[5]
La envergadura de la torre había de ser imponente,
especialmente para un pueblo como el hebreo, que entre el 587 y el 539 a.C.
estuvo esclavizado en Babilonia. Al desarraigo del exilio se habría de añadir el
sobrecogimiento ante un régimen imperial y una cultura que podía aparecer ante
sus ojos tan esplendorosa como pagana. Paradójicamente la fama de la torre de
Babel se debe a su presencia en el Antiguo
Testamento. La supuesta intención de los babilonios de labrarse un nombre
en la historia, según cuenta el relato, no se cumplió tanto por su gesta
arquitectónica como con la leyenda que difundieron sus cautivos. Los hebreos
fueron liberados de los caldeos por el emperador persa Ciro II en el año 539 a.C.
Como consecuencia literaria de su exilio, Babilonia fue un tema recurrente en
el Antiguo Testamento, ya que apareció
no sólo en el Génesis sino también en
los libros de los profetas y en el Apocalipsis,
bajo el dudoso título de representar un orden urbano e inmoral.
El mito bíblico, que quedaría fijado en las escrituras a
la vuelta a Jerusalén, no es un discurso de resistencia sino de censura contra
una cultura tan poderosa e implacable como la que conocieron los hebreos en
Babilonia. Parece una ingenuidad presentar como un proyecto revolucionario y, a
la vez, fallido, lo que constituía una tradición de quince siglos en la construcción
de torres escalonadas. A la pericia que pudo aportar la dilatada historia de
los zigurats, entre los siglos XXI y V a.C., se ha de añadir la que los
mesopotámicos desarrollaron en la edificación de templos sobre terrazas desde
el cuarto milenio.[6] Una explicación histórica
del mito de Babel podría ser la impresión que causó a los hebreos la noticia de
una capital deshabitada. Se trata de la ciudad de nueva planta que Sargón II
mandó edificar, Dur Sharrukin, la actual Khorsabad, en el norte de Irak. Los
trabajos en palacios, templos y muralla se abandonaron a la muerte de Sargón en
batalla, en el 705, y dejaron un escenario colosal y fantasmagórico que
posiblemente inspiró la metáfora sobre el destino humano.
El zigurat era una torre escalonada, totalmente maciza, con
un santuario en su cima y otro en la base. La excavación del zigurat de
Babilonia mostró que estaba formado por un núcleo de adobes o ladrillos secados
al sol y que le recubría una capa perimetral, de quince metros de espesor, de
ladrillos cocidos. Los materiales estaban aparejados con mortero de asfalto y
esteras de juncos y cuerdas trenzadas. La etimología del término zigurat, que
procede del acadio, es descriptiva pues refiere un “templo en lo alto”. El
zigurat era un enorme podio que destacaba sobre la llanura aluvial de la
región. Cada zigurat tenía un nombre, como “Casa de la montaña que sube al
cielo”, que destacaba su función religiosa. Se practicaba el culto al dios supremo,
Marduk, con celebraciones que tenían su mayor esplendor en la fiesta de año
nuevo, en primavera. Para propiciar la fertilidad de los campos se seguía un
ceremonial solemne en el que una doncella yacía con la divinidad, que estaría
representada por el rey.
El sentido del ceremonial descubre el simbolismo que
atesoraba el zigurat. Además de la expresión de poder político por su
monumentalidad, este tipo de construcción tenía una función cohesiva o
religiosa. Simboliza la puerta del cielo, el lugar que los hombres han
levantado para invocar el acceso de los dioses a la tierra. Al contrario de lo
que afirma el Génesis, no se trata de
un gesto de rivalidad o desafío lanzado por los mesopotámicos sino de
acercamiento reverencial a la divinidad. Según la concepción local, el universo
estaba habitado por los dioses, con sagas en el cielo y en las aguas
primordiales que sostenían la tierra. El zigurat constituía el punto de
encuentro de estos ámbitos. La construcción humana remitía a una imagen primigenia,
la de la montaña como lugar sagrado e inefable. El zigurat representaba esa
montaña esencial en la que se establecía el centro del mundo, donde se unían
mediante una escalinata de adobe las esferas terrestre y celeste.
El simbolismo de la torre conecta intensamente con la
mitología universal y, de modo particular, con la propia epopeya mesopotámica
de Gilgamesh. También lo hace con aspectos teológicos, sobre la trascendencia y
la escatología. Por consiguiente no sorprende que la torre de Babel aparezca en
un nuevo pasaje bíblico, Génesis 28,
a propósito del sueño de Jacob. Éste vio en sueños una escalera que ascendía
hasta el cielo, por la que subían y bajaban los ángeles. El sueño de Jacob, que
conduce a la manifestación de dios, representa con gran fidelidad el sentido
del zigurat, puerta del cielo. El nombre propio del zigurat de Babilonia era Etemenanki o “casa que es el fundamento
del cielo y la tierra”. Su sentido impregna la vibrante escena de la escalera
de Jacob.
Las imágenes de la torre y la montaña sagrada se funden
en una sola realidad, el lugar mítico cuya cima frecuentan los dioses porque se
halla cerca de su morada. Para el redactor del Génesis la torre es una montaña artificial que sirve a un credo de
idólatras. De ahí que en las escrituras se presente como un desafío intolerable
que recibe su castigo, con la confusión de lenguas, la ruina de la ciudad y la
diáspora de sus habitantes. Babilonia quedó descrita como la ciudad montaña, un
símbolo destructivo que estuvo habitado por ídolos contrarios al dios
verdadero. El mito de Babel condenó a los antiguos captores del pueblo hebreo,
explicó la pérdida de la lengua original y sabia, y juzgó la diversidad de las
lenguas como un castigo moral.
La gramática
de Alejandría
La sociedad políglota puede parecer una realidad fragmentaria
y abrumadora, como presenta el mito babélico. La presenta como la consecuencia
de un mal moral, que consuma la pérdida del paraíso lingüístico. Sin embargo,
invirtiendo el juicio, también puede concebirse este mundo políglota como una
realidad compleja que plantea retos comunicativos y aporta recursos valiosos
para la diversidad cultural y la creación de mundos; tal es la tesis de Umberto
Eco en el ensayo historiográfico de La
búsqueda de la lengua perfecta (1993). Las posturas son claras y parecen
irreconciliables. No obstante, la enseñanza de la confrontación se halla al considerar
precisamente aquello que las une. En ambas posturas podemos reconocer la
importancia de los signos y los símbolos para interpretar la realidad. Más
concretamente, plasman la construcción cultural de significado a través de la
lengua y la narrativa.
La instancia que da explicación de esta identidad formal es
el programa filológico y su metalenguaje, la gramática. El escenario de la
creación de la gramática es la biblioteca de Alejandría, en el mundo
helenístico. El programa filológico postula la lengua como realidad análoga, es
decir, un código que está sometido a reglas y regularidades. Su objetivo es la
descripción de la lengua, que históricamente se realiza mediante la
clasificación de las partes de la oración, de sus flexiones y de la
construcción sintáctica. La teoría gramatical se inscribe en el panorama más
amplio de la filología, que se ocupa de la interpretación y edición textuales
(Law 2003:53).
Según la tradición, la primera gramática occidental fue
obra de Dionisio de Tracia, la Téchnē
grammatiké, a finales del siglo II a.C. La figura de Dionisio está
vinculada a la legendaria biblioteca de Alejandría, en la que floreció la
filología helenística durante generaciones. Los datos sobre Dionisio de Tracia
son escasos e inciertos, por lo que los historiadores de la lingüística han
mantenido un acalorado debate sobre su autoría de la Téchnē grammatiké o Arte
de la gramática. Se le atribuye una vida longeva, aproximadamente entre 170
y 90 a.C. Aunque nació en Alejandría, el sobrenombre de Tracia podría derivar
del origen paterno. Fue discípulo de Aristarco de Samotracia, el que fue director
de la biblioteca entre el 160 y el 131 a.C. y uno de sus últimos eruditos.[7]
Dionisio conoció tiempos convulsos políticamente, que
conllevaron el ocaso cultural de Alejandría. A la muerte de Ptolomeo VI (145 a.C.)
el régimen pasó por momentos de debilidad. El sucesor de Aristarco, al frente
de la biblioteca, fue Cydas, un militar de inciertos méritos pero probada
lealtad a la monarquía. Dionisio emigró a Rodas, una sede en la que se formaron
gramáticos que enseñaron luego en Roma. Aquí se pierde el trazo de Dionisio,
sin pistas sobre su relación con la gramática que nos ha llegado.
La Téchnē
grammatiké es un prodigio de concisión, claridad y madurez, por lo que se
la tiene justamente como la fundadora del arte gramatical. Se compone de veinte
secciones muy breves, que ocupan diecisiete páginas de lo que hoy correspondería
a una edición de bolsillo. Arranca con la definición de la disciplina: “La
gramática es el conocimiento de lo dicho sobre todo por poetas y prosistas”, de
la cual los comentaristas han destacado el término “conocimiento” o sus
correspondientes “empeiria” y “scientia” del original en griego y su versión
latina. El interés de la definición radica en que establece una disciplina
académica, que se separa de la técnica para enseñar a leer y escribir, de la
que se tiene noticia desde el siglo VI a.C.
A la definición le sigue la descripción de las partes de
la gramática. Son seis: lectura cuidada, explicación de las figuras poéticas,
interpretación de términos raros, etimología, analogía y, en último lugar y la
más importante, crítica de los poemas. Pero aquí surge un problema. La proclamación
del programa filológico no se corresponde con el contenido de la Gramática, puesto que sólo desarrolla
los conceptos que han quedado fijados como puramente gramaticales. La lectura
en voz alta era una actividad corriente y necesaria, que requería pericia para
interpretar unos documentos gráficamente difíciles. La escritura carecía de
letras minúsculas, así como de la mayoría de signos de puntuación y de espacios
entre palabras y párrafos. De ahí que la primera tarea del gramático sea
enseñar a leer, con atención “al gesto, a la prosodia y a la distinción de las
palabras”. Para ello distingue las letras griegas, en sus variedades vocálicas
y consonánticas, las sílabas y las palabras.
Al llegar a la sección de la palabra, la número once, se
accede a la clave de la gramática concebida como morfología. Establece las
partes de la oración y culmina así el horizonte de análisis. El gramático
define la oración como “la combinación de palabras en prosa que expresa un
sentido completo”. A continuación distingue sus partes, las ocho partes que
inauguran el canon: nombre, verbo, participio, artículo, pronombre,
preposición, adverbio y conjunción. En las secciones siguientes define estas
categorías léxicas con criterios semánticos y enumera sus variedades y las
flexiones o “accidentes”. Se completa de este modo una gramática de la palabra
o morfológica que desarrolla un programa normativo. Se sobreentiende que su
aplicación es la edición de textos, a pesar de que no trate de las partes
culminantes que anunciaba en su inventario inicial, como la explicación de
figuras y la crítica de poemas.
Los críticos han señalado aspectos de la Gramática que no son apreciables en una
primera lectura. Su estructura varía respecto de la que se describe en la
sección inicial y puede concebirse dispuesta en cuatro áreas (Bécares 2002:18).
La primera es la lectura y la técnica de recitación. Le sigue la ortografía,
que agrupa las partes de la etimología y la analogía, para corregir la
escritura de los textos. La tercera área es la explicación o exégesis, que
consiste en la explicación de las figuras poéticas o tropología y de términos
desusados o glosografía. Concluye el programa con la edición del texto, o área
crítica en la que el filólogo se pronuncia sobre la validez de una forma
léxica, un verso o un pasaje.
Llama la atención que no haya acuerdo entre los
historiadores sobre el termino más importante de la Gramática de Dionisio. Se trata de “analogía”, la que aparece como
la quinta parte de la disciplina. Una corriente interpreta la analogía como el
principio de regularidad que orienta la labor del gramático, en el sentido de
concebir la lengua como una realidad compuesta por regularidades y, por lo
tanto, reductible a normas de un modelo descriptivo. Esta misma corriente
reconoce en la descripción de las partes de la oración el contenido que
Dionisio atribuye a la analogía. Según ello, analogía equivale a morfología,
pero, como defienden otros historiadores, la tradición inmediatamente anterior
a Dionisio señala otro sentido (Law 2003:56). Así es puesto que Aristófanes de
Bizancio y Aristarco de Bizancio, el maestro de Dionisio, refieren la analogía
a un ámbito más reducido. La conciben como condición de afinidad o comparación
entre palabras, por razón de género, flexión de caso o de derivación,
coincidencia silábica o prosódica. La función de la analogía sería, pues,
establecer relaciones de paradigma léxico para conmutaciones textuales. Esta
concepción limitada podría ser la cabeza de puente de un proceso que conduciría
a una ribera plenamente gramatical.
Leyenda
del fundador
Las dos posturas sobre el sentido de analogía manifiestan
una discordancia profunda de la historiografía. La explicación de su causa es
sencilla pero muy incómoda: la autoría y la datación de la Téchnē grammatiké no son correctas (Law & Sluiter 1995). A
finales del siglo pasado se llegó a la conclusión de que no era una obra
elaborada enteramente por Dionisio, en el siglo II a.C. Posiblemente sea fruto
de la intervención de diversos autores a lo largo de siglos. Las referencias
más antiguas conducían a manuscritos bizantinos del s. V y la primera edición
impresa apareció en el s. XVIII. No sorprende que los historiadores
reconocieran en una obra coherente y de gran calidad la piedra angular de la
gramática. Un erudito como Dionisio, formado en biblioteca de Alejandría,
concordaba con el perfil del fundador. Le avalaba la tradición de dos siglos de
filólogos alejandrinos, iniciada por Demetrio de Falero hacia el 295 a.C.
Si bien la invención de la gramática deslumbra cuando se
distingue como la obra de un erudito prestigioso, la historia muestra rasgos de
un proceso dilatado e incierto, que no encajan con este patrón legendario. La
relación de contribuciones anteriores a Dionisio se inicia en el período ático,
con sofistas como Protágoras –géneros y modos verbales–, Gorgias –lexicón de
términos inusuales–, Pródico –sinonimia–, Hipias –prosodia– y Antístenes
–etimología–. A este mismo período corresponde el análisis aristotélico que, en
De interpretatione, trata del signo
lingüístico, las partes del discurso, la metáfora y la lógica categorial. La
diversidad y acierto de los estudios lingüísticos de Aristóteles ha de incluir
también su Retórica, el primer
tratado sobre el discurso y la comunicación. A este bagaje se suman las valiosas
aportaciones de los estoicos sobre el signo y la morfología.
Como sucedió con la retórica de Aristóteles, la gramática
de Dionisio era heredera de una compleja tradición. La diferencia respecto a
los predecesores ajenos a la biblioteca de Alejandría se halla en la finalidad
de las investigaciones. Para los áticos de la sofística y el Liceo o los
helenistas del estoicismo y escepticismo, el lenguaje tenía interés al
vincularlo con el saber y la filosofía. A su vez, la invención de la gramática
surgió como respuesta práctica a unos problemas de clasificación y edición de
textos. Una de las dificultades formales, como el transcurso del tiempo había descubierto
inapelablemente, fue fijar el significado de palabras, giros y versiones. Esta actividad fue el emblema de un
movimiento mucho mayor, el de la extensión por el Mediterráneo del griego como
lengua común o koiné, al servicio de
la administración pública y para la distinción de las élites locales (Harris
& Taylor 1989:53).
Tales son la tradición y las circunstancias que
acompañaron a Dionisio de Tracia, un heredero más afortunado por la tradición
que por una institución que declinó hasta el colapso en su época. Aun
coincidiendo con un fin de ciclo, no pudo hallarse un escenario más selecto que
la biblioteca de Alejandría para alumbrar la Téchnē grammatiké. Sin embargo, esta suposición es correcta sólo
en parte, porque estudios recientes han cuestionado la identidad de parte de la
gramática. Los historiadores atribuyen a la autoría de Dionisio las cinco
primeras secciones, en las que presenta la gramática, que ocupa una décima
parte del conjunto. Es incierta la época en que se añadió las secciones
siguientes, analíticas, de carácter morfológico, que puede llegar hasta el
siglo V de nuestra era. Resulta inquietante que en una obra fundacional la
datación esté sujeta a un lapso tan largo, de seis siglos, y que los redactores
posteriores sean anónimos.
El desacuerdo sobre el papel de la analogía en la
gramática, como indicábamos, se explica con la teoría de las fases de redacción
de la obra. En la primordial, las partes de la gramática en las que figuraba la
analogía constituyen una declaración de intenciones, puesto que su contenido no
se cumple ni en la obra íntegra. Por otra parte, la identificación de la
analogía con la morfología de las partes de la oración tiene sentido al
considerar la obra al completo, una interpretación que parece impropia para el
tiempo de Dionisio (Law 2003:54). Estos factores no desmerecen el valor de la
gramática, pero deforman la idea de que la primera gramática occidental surgió
como modelo del programa filológico. Contradiciendo el relato altisonante, hay
que reconocer que el modelo que analiza la lengua en tanto que realidad
análoga, es decir, sometida a normas o regularidades, no surgió de la
biblioteca. Hubo aportaciones de esta institución, pero el mérito que se le ha
atribuido es un tributo reverencial.
Máscaras
del mito
La leyenda del fundador se alimenta de otra mayor sobre
la que está literalmente edificada, la biblioteca de Alejandría.[8] La
historia de la biblioteca de Alejandría forma parte de una categoría exclusiva
de relatos universales, como el de la torre de Babel, que sugestionan el
imaginario colectivo por su sentido civilizador. Alejandría y Babel son
semejantes por la fascinante mezcla de realidad y ficción, de la que resultan
unos mitos que parecen refractarios a la crítica histórica. Tienen en común el
escenario primordial de la gran ciudad, el imperio como orden político, la
función institucional de los edificios y, finalmente, el destino trágico del
símbolo, que sucumbe a la ambición humana o a la destrucción del fuego.
La ciudad de Alejandría fue sede de maravillas para el
mundo antiguo. Al fundarla Alejandro Magno en el 330 a.C., se inmortalizó la
proeza del nacimiento de una ciudad cosmopolita. La capital meridional del
imperio helenístico, erigida según el modelo ático, fue símbolo de la razón y
del poder. Al faro monumental, una de las siete maravillas de su era, se suman dos
instituciones relacionadas, el museo y la biblioteca de Alejandría. Fueron instauradas
en el 295 a.C. por Ptolomeo II, miembro de la dinastía que heredó de Alejandro
Magno Egipto, donde reinaron como faraones hasta los tiempos de César y
Cleoplatra VII.
A pesar de la importancia que tuvieron en la Antigüedad los
establecimientos del museo y la biblioteca para el conocimiento, nos ha llegado
muy poca información de ellos, una carencia que han suplido los historiadores con
tanta imaginación como credulidad. El Museo era un edificio pequeño que
albergaba a eruditos apadrinados por el rey. La Biblioteca era la colección de
papiros y pergaminos, almacenados en armarios o habitaciones del Museo (Escolar
2001:96-109). No era por lo tanto un edificio independiente ni sus fondos se
hallaban en una sala, pues en la época se leía en voz alta, lo cual desaconseja
la confluencia de lectores.
La tradición ha trasmitido estimaciones acríticas sobre
el volumen de manuscritos que guardaba la biblioteca. Los antiguos llegaron a
barajar la exorbitante cifra de 400.000 documentos, lo cual no se sostiene si
se considera la producción literaria de la época y la carestía de unos
materiales tan suntuarios. Escolar (2001:132) argumenta que una cantidad
razonable podría ser la de 50.000 rollos, que equivale a unas doce mil obras.
Un fondo documental de esta magnitud es admirable y no necesita exageraciones
sin medida. Sin embargo la leyenda sobre la grandiosidad de la Biblioteca,
indiferente a la crítica, no sólo la representa como un centro fastuoso sino
perdurable durante siglos, como si una institución que simboliza la ilustración
antigua fuera imperecedera. Los hechos históricos indican que a partir del
siglo II a.C., desde Ptolomeo V, la monarquía sufrió un declive, que
intensificó la conquista romana en el 166 a.C. de los territorios helenos. El
patronazgo de la biblioteca por el poder real fue disminuyendo, al tiempo que
la función política de la biblioteca fue perdiendo su razón legitimadora.[9]
En tiempos de Dionisio de Tracia la decadencia de la
biblioteca se agudizó hasta el punto de que, como sabemos, él mismo tuvo que
emigrar de Alejandría. La lista de los bibliotecarios que dirigieron la
institución se agota con el nombre de Aristarco de Samotracia. Un siglo
después, la guerra civil romana provocó el asalto de César al puerto de
Alejandría (48 a.C.) y la quema de las naves de Ptolomeo XIII, aliado de Pompeyo.
Este incendio, narrado por César en su Guerra
civil, ha servido para alumbrar una conjetura que se ha tomado por un
hecho. Visitantes como el geógrafo Estrabón, que llegó a la ciudad veinte años
después de la muerte de César, escribió que el incendio se había propagado a la ciudad y que de resultas destruyó la
“Gran Biblioteca”. ¿Cómo si no podía explicarse la desaparición de un centro de
tal importancia? La causa es plausible y tiene la fuerza de achacarse a un
estadista inmortal. En vano se ha intentado contradecir la tesis del incendio,
a pesar de que los contemporáneos de César, como Cicerón, no mencionaron la
ruina de la biblioteca y a pesar de la escasa inflamabilidad de los edificios
de la ciudad, de piedra y argamasa.[10]
Sin competir con la leyenda del fuego, la desaparición de
la biblioteca es un enigma simple. La capitalidad imperial de Alejandro y de su
sucesor, Ptolomeo I, instauró un ideal panhelénico que deslumbró por sus obras
e instituciones. El museo y las bibliotecas –la principal y la de Serapis–
fueron un centro de conocimiento y de exaltación real, en lo que se aprecia dos
causas convergentes. El acopio y estudio de las obras griegas promovía el
conocimiento de la lengua griega. El prestigio institucional propaló la grandeza
del monarca. Se le presentó como bienhechor, el libertador frente a los persas,
el mecenas de eruditos y filólogos. La helenización y la exaltación real fueron
los propósitos a los que sirvió el Museo alejandrino. En definitiva, el Museo fue
el instrumento para agrupar intelectuales con cuyo esfuerzo se propagó la imagen
benéfica del monarca.
El gran éxito de la empresa alejandrina convirtió su
Biblioteca en el modelo de la Antigüedad. Su recuerdo se ha convertido en un
mito perenne que proclama la grandeza del espíritu y que, al mismo tiempo,
advierte sobre su indefensión ante los desastres del fuego o de la barbarie.
Ante este símbolo del fulgor y la fragilidad del saber, poco importa que la
desaparición de la Biblioteca se debiera a una consunción tan lenta y prosaica
como la que pudo provocar el declive monárquico, el deterioro inexorable de los
fondos y la dispersión de los sabios. Esperar que hubiera perdurado su
esplendor durante siglos es una pretensión comprensible, pero sólo merece un
juicio: confundir la realidad con el deseo sólo es admisible si por lo menos crea
una leyenda universal.
Los filólogos alejandrinos compusieron un tipo de obra
muy rentable para su memoria. Fueron las listas de los autores elegidos, aquel
repertorio que Cicerón calificó de “clásicos” y que los ilustrados del XVIII
denominaron el “canon”. La Biblioteca de Alejandría no fue la biblioteca de
Babel, aquel laberinto del saber universal que imaginó Borges, pero redactó
listas de clásicos y cuidó de sus obras con la ayuda de conceptos gramaticales.
La lingüística ha identificado sus orígenes remotos en un escenario tan insigne
como éste, del que cualquier criatura ha oído hablar, y a Dionisio de Tracia
como su fundador. En las obras de historia de la lingüística aparecen dos capítulos
sin excepción. Por un lado, de la tradición bíblica se toma el mito de Babel
como explicación literaria de la diversidad de las lenguas. Por el otro, se
refiere la fundación de la gramática alejandrina –aún admitiendo la ventana de seis
siglos en su composición– como fruto de la razón para dar cuenta de la lengua.
Llama la atención al lector la sutil combinación de mito
y logos, de relato y de realidad, que se atribuyen separadamente a Babel y
Alejandría. Sin embargo, es más importante lo que identifica ambos capítulos,
esto es su naturaleza simbólica. Simbolizan la fundación, un escenario
fulgurante que se desdobla en eros, en construcción, pero también en muerte, en
confusión y perecimiento. La historia de la lingüística ha escogido para su
arranque dos bloques narrativos soberbios, extraídos de sendos mitos
universales.
Bibliografía
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Tracia, Gramática. Comentario antiguos,
Madrid, Gredos.
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la Biblia. Un viaje literario,
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Macleod, Roy & Jean-Claude Carrière (ed.) (2000):
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York, , I. B. Tauris.
Montero, Juan Luis, coord. (2008): Arqueología, historia y Biblia. De
la torre de Babel al templo de Jerusalén, Ferrol, Sociedad de Cultura
Valle-Inclán.
Parrot, André (s.f.): la
torre de Babel, Barcelona, Ediciones Garriga, 1962.
Riaño, Juan José (2005): Poetas, filósofos y bibliotecarios. Origen y naturaleza de la antigua
Biblioteca de Alejandría, Gijón, Trea.
Vicart, Jacques (2000): La torre de Babel, México, Fondo de Cultura Económica.
[1] Este estudio se ha desarrollado dentro del proyecto FFI2012–35502, “Globalización
y plurilingüismo social…", financiado por MEC (0FIL).
[2] En el Antiguo Testamento se hace
referencia a Babel en diversos pasajes. En Génesis
11 se narra el castigo de la torre. En Génesis
28 aparece el sueño de Jacob con la escalera que, como un zigurat, asciende al
cielo. En Isaías 45-47 el profeta
celebra la liberación de los hebreos por Ciro y clama contra los falsos ídolos
en la tierra de arcilla y de alfareros. En Jeremías
51 el profeta clama contra la “montaña destructora” de Babilonia. Finalmente,
el Apocalipsis 18 anuncia la ruina
completa de Babilonia.
[3] Para sorpresa de los contemporáneos, el relato bíblico sobre los primeros
padres, Adán y Eva, coincide en buena parte con los últimos descubrimientos de
paleogenética (Esteller 2012). Los estudios de mitocondria prehistórica señalan
que los humanos descienden de siete Evas originales, que habitaron el Este de
África.
[4] Las siguientes obras aportan información arqueológica sobre Babel: A.
Parrot, La torre de Babel (Barcelona,
Ediciones Garriga, 1962); J. Vicart, La
torre de Babel (México, Fondo de Cultura Económica, 2000); J. L. Montero, Arqueología, historia y Biblia. De la torre de Babel al templo de Jerusalén
(Ferrol, Sociedad de Cultura Valle-Inclán, 2008).
[5] Una descripción de las medidas del zigurat de Babilonia
se halla en la tablilla de Esagil (229 a.C.), que reproduce a su vez un original
más antiguo. La tablilla cuneiforme (Parrot 1962:18) estipula que los pisos de
la torre decrecían en superficie; de la base de 90 metros de lado se pasaba, en
el séptimo piso, a 24 metros. Las alturas eran de 33 metros hasta el primer
piso, 18 hasta el segundo y 6 en los siguientes, salvo el último, que medía 15
metros de alto. En total, 90 metros.
Como complemento
de estas estimaciones cabe tomar la referencia de edificaciones que han
perdurado parcialmente. El zigurat mejor conservado es el de Dur Kurigalzu,
cerca de Bagdad, del que perdura un núcleo que se eleva a los 57 metros.
Formaba parte de una ciudad fortificada y su construcción puede remontarse al
siglo XV a.C.
[6] Sobre la dificultad material de la construcción de un zigurat conviene
considerar que se trata de una obra erigida y modificada en diversos momentos
históricos. En la última reforma del zigurat de Babilonia, se ha calculado que,
con los recursos técnicos de la época de Nabucodonosor y una dotación de mil
obreros, se pudo recrecer el zigurat en tres años (Vicari 2000:71).
[7] Es un tópico enumerar la lista de los bibliotecarios de Alejandría, una
información que sirve para disimular la falta de información sobre la
institución y que crea la ilusión de fortaleza y pervivencia. Los responsables
de la biblioteca fueron –con algunas diferencias según las fuentes–Demetrio de
Falero (de ca. 295 hasta el 282
a.C.), Zenodoto de Éfeso (hasta ca.
260), Calímaco de Cirene (hasta ca.
240), Apolonio de Rodas (hasta ca.
230), Eratóstenes de Cirene (hasta el 195) Aristófanes de Bizancio (hasta el
180), Apolonio el Idógrafo o el Clasificador (hasta ca. 160) y Aristarco de Samotracia (hasta el 131 a.C).
[8] De la abundante pero irregular bibliografía sobre la biblioteca de
Alejandría destaca por su sentido crítico la obra de Hipólito Escolar, La biblioteca
de Alejandría (Madrid, Gredos, 2001). Otros títulos consultados son éstos:
L. de Castro Leal, La Biblioteca de
Alejandría (Barcelona, Laia Libros, 2008); P. de Jevenois, Biblioteca de Alejandría. El enigma
desvelado (Badajoz. Esquilo, 2009); R. Macleod. The Library of Alexandria (Nueva York, I. B. Tauris, 2000); J. J.
Riaño, Poetas, filósofos y bibliotecarios.
Origen y naturaleza de la antigua Biblioteca de Alejandría (Gijón, Trea,
2005).
[9] La comprensión de la biblioteca de Alejandría resulta nítida al
identificar su modelo, que contrasta con los inmediatos. El modelo
mesopotámico, que le precede, tiene una función administrativa o de archivo.
También es anterior la biblioteca “homérica”, que tiene una función científica
y docente en centros como la Academia platónica o el Liceo aristotélico. Con
posterioridad a Alejandría, con el encargo de César al gramático Marco Terencio
Varrón en el 47 a.C, la biblioteca pública romana inaugura un modelo realmente
abierto a un colectivo amplio.
[10] La intervención de César en Alejandría no se limitó a la guerra y la
política, puesto que añadió el ingrediente novelesco de sus amoríos con
Cleopatra, de los que nació Ptolomeo XV Cesarión. Aunque en el incendio sólo
ardiera un navío civil, como parece, cargado con papiros nuevos para la
exportación, la figura de César suministró material para crear una leyenda
oprobiosa contra él.