Número Actual - Números Anteriores - TonosDigital en OJS - Acerca de Tonos
Revista de estudios filológicos
Nº25 Julio 2013 - ISSN 1577-6921
<Portada
<Volver al índice de estudios  

estudios

Babel y la biblioteca, máscaras del mito en la lingüística

 

Xavier Laborda

(Universidad de Barcelona)

 

xlaborda@ub.edu

 

Resumen

Los manuales de historia de la lingüística tratan del mito bíblico de Babel y del nacimiento de la gramática en Alejandría de manos de Dionisio de Tracia. Estos pasajes de la historia, que corresponden a épocas diferentes, remiten a dos problemas fundamentales de la lingüística: por una parte, el origen del lenguaje y la diversidad lingüística; por la otra, la invención de la gramática como instrumento para la edición de textos y para el conocimiento formal de la lengua. Pese a las diferencias, Babel y la biblioteca de Alejandría tienen en común una naturaleza mítica. Sus relatos contienen elementos de la ficción y de la realidad que suelen pasar desapercibidos. El artículo señala estos elementos y establece ciertas afinidades entre Babel y la biblioteca, de suerte que articulados componen un ciclo narrativo.

Palabras clave: Babel, Biblioteca de Alejandría, mito, relato, gramática, institución, Dionisio de Tracia.

 

Abstract.- Babel and the Library, the myth masks in Linguistics.

History textbooks of linguistics explain the biblical myth of Babel and the birth of grammar in Alexandria at the hands of Dionysius Thrax. These passages of history, which correspond to different times, refer to two fundamental problems of linguistics: first, the origin of language and linguistic diversity and on the other, the invention of grammar as a tool for text editing and formal knowledge of the language. Despite the differences, Babel and the library of Alexandria share a mythical nature. These stories contain elements of fiction and reality that often go unnoticed. The article points out these elements and establishes affinities between Babel and the library, so that it should be considered as a narrative cycle.

Keywords: Babel, Library of Alexandria, myth, story, grammar, institution, Dionysius Thrax.

 

Ficción y realidad de dos símbolos universales

El mito es una fuente sutil y controvertida de la historiografía.[1] El mito de la torre de Babel ejemplifica este principio. Sostiene la tradición bíblica que hubo un tiempo en que “todo el mundo hablaba el mismo idioma”. Sucedió que los habitantes de la que sería Babel se persuadieron del beneficio que traería construir una ciudad floreciente y, en su recinto, una torre que llegara hasta el cielo. “De este modo nos haremos famosos y no tendremos que dispersarnos por toda la tierra”, se dijeron sus gentes. El libro del Génesis relata la contrariedad del Señor, cuya voz se escucha en este pensamiento: “Es mejor que bajemos a confundir su idioma, para que no se entiendan entre sí”. De ahí que se confundiera el idioma de los habitantes de la tierra y se dispersaran por todo el mundo. El relato concluye con una evaluación etimológica: “Por eso la ciudad se llamó Babel”, esto es, confusión, la confusión de las lenguas.[2]

Somos mitómanos y los relatos mágicos, que revelan unos orígenes inmemorables, son una fuente poderosa de la imaginación y del conocimiento. Pero llega un momento en que el pasado pide un orden y, por consiguiente, la atención al efecto de dos emblemas fascinantes: la torre de Babel y la biblioteca de Alejandría. Estos mitos no solo aprovisionan dos pasajes primordiales sino que acompañan el curso de la historia de la lingüística, de modo que su simbolismo sigue muy presente hoy. Es significativo que las ilustraciones de la torre de Babel sean el motivo que aparece en tantas portadas de sus manuales y monografías. La biblioteca de Alejandría tendría una consideración similar –ser imagen de cubierta– si se dispusiera de pinturas tan imaginativas y espectaculares como las que proveyó el Renacimiento, con la torre inacabada de Brueghel el Viejo (1563) o la arruinada de Antonisz (1547).

Torre y biblioteca, he ahí dos símbolos que representan con un éxito avasallador estadios de la civilización. La torre resume la peripecia de una proeza humana y el colapso de su empresa, que desemboca en la confusión de las lenguas, entre otros efectos calamitosos. Babel es al mismo tiempo el proyecto de una sociedad adámica y la ruina de una descendencia a la que se ha expulsado del paraíso. Esta parábola del bien y del mal, del antes y del ahora, es una invención bíblica que toma materiales de la historia real de Mesopotamia. La torre de Babel, considerada como construcción portentosa, existió y escandalizó a los redactores del Génesis. Fue el zigurat de Babilonia, que llevaba por nombre Etemenanki, “casa del cielo y la tierra”. El provecho teológico que extrajeron de su experiencia los hebreos, durante el cautiverio en Babilonia, es una lección legendaria de acierto narrativo.

A su vez, la biblioteca de Alejandría opera como antítesis de Babel. Parte de unos componentes históricos, con su fundación en el siglo III a.C. por la dinastía lágida o de los Ptolomeo. Se envuelve de una leyenda de pervivencia y de incendios fatídicos, que resulta tan imaginativa, fantasiosa, como la confusión de Babel. Bajo la sombra del faro de Alejandría se suele concebir un grande y floreciente centro de documentación, sede en la que se dice que Dionisio de Tracia compuso la primera gramática de Occidente. No obstante, ninguno de estos detalles se corresponde con la realidad. Posiblemente tampoco lo sea el incendio de la biblioteca por las tropas de Cesar en el siglo I a.C. y ni mucho menos por los musulmanes del siglo VI. Lo llamativo de estos símbolos –la torre y la biblioteca– y sus relatos es la mezcla de ficción y realidad con que se fragua el imaginario histórico.

 

Babel, mito y lingüística

La lingüística se ha nutrido de la larga tradición iconográfica sobre el gigantismo arquitectónico, que arranca de la Edad Media y pervive en el arte contemporáneo, en obras plásticas como las de Du Zhenjun (2012). Esta función ornamental es tan simbólica como congruente con el contenido de su historia. La historia de la lingüística arranca con los mitos religiosos y se extiende con el debate multifacético sobre la lengua original y la naturaleza del signo lingüístico. La mejor síntesis del recorrido se halla en el ensayo de Umberto Eco sobre la búsqueda de la lengua perfecta.

La utopía y la distopía, como caras inseparables de un juicio panorámico, se reúnen en el relato de Babel. La parábola resume los méritos de la audacia humana junto con los efectos de la catástrofe por su arrogancia e imprevisión. El deseo de ascender hasta las esferas celestes conlleva una pericia arquitectónica y una ambición desmesuradas. Figura en el Génesis el detalle de esa pericia. Los babilonios fueron constructores hábiles, que usaron ladrillos cocidos al fuego en lugar de piedras, y asfalto natural en lugar de mezcla. También indica la intención de su soberbia; los mesopotámicos proyectaron una torre que llegase hasta el cielo para hacerse famosos y no tener que dispersarse por toda la tierra. El resultado doloso es un fracaso social y lingüístico, según enseña la parábola. La pérdida de la lengua única conlleva la diversidad de lenguas, lo que se ha interpretado usualmente como el ingreso a un mundo de conocimientos precarios y comunicaciones frustrantes (Harris & Taylor 1989:42; Law 2003:104).

La universalidad del mito babélico es un prodigio cultural que no se explica sólo con “la ingenua narración de la torre de Babel”, como la califica V. Thomsen (1992:13), sino por los precedentes que la inspiran. El relato babélico es una fusión de mitos ajenos y propios. Probablemente deriva de otro sumerio, relativo a la equivocidad de la escritura, pero también integra el mito hebraico de la diáspora. Por otra parte, la intención narrativa de Babel se beneficia del mito bíblico de Adán y su imposición de nombres a los animales. Precisamente la persuasión que ejerce el relato de Babel se debe a su relación con el mito adámico sobre la creación del lenguaje. Ambos forman parte de un ciclo narrativo que resulta muy sugestivo. En primer lugar aparece el mito fundacional, mediante la intervención del creador, que da nombre a los fenómenos naturales, y de Adán, que designa a los seres animados. Este mito presenta la aparición de las palabras como un acto creativo único y original, de lo cual se derivan dos implicaciones. La primera es que la denominación de las cosas es una acción connatural al hombre. El ser humano tiene la capacidad de atribuir designaciones y actúa en consecuencia. La segunda refiere que la creación del lenguaje antecede a la de la sociedad. Según ello, la lengua no es un instrumento que surja de una necesidad social sino al revés, en el sentido de que su disposición abre la puerta a la dimensión social.

Justo es tener estas explicaciones míticas por una creación poética y, por consiguiente, intraducibles al pensamiento dialéctico o científico. Sin embargo, los historiadores han querido extraer de ellas algunas observaciones especulativas sobre la monogénesis del lenguaje y el paso de la lengua original a la diversidad de una sociedad políglota. De estas explicaciones míticas resulta relevante anotar su afinidad con la primera obra filosófica sobre el lenguaje, el Crátilo platónico. Sus respuestas coinciden de manera sorprendente con el mito bíblico. En un principio intervienen el Señor y el primer hombre de la Biblia o bien, pasando al campo de la filosofía, “el legislador en materia de las palabras” de Platón. A estas entidades de la revelación y la racionalidad corresponde el privilegio de imponer los nombres originales; sus personajes son seres sobrenaturales y enigmáticos. Por otra parte, la función de las designaciones no es instrumental, no tiene una finalidad práctica, sino que realiza una tarea constitutiva del mundo creado; no podría ser de otro modo, puesto que en el estadio inaugural, que carece de sociedad, la comunicación no existe. Finalmente, se manifiesta la independencia de la cosa y su nombre, de modo que la cosa preexiste al nombre. Cuando aparece, el nombre substituye el gesto de señalar la cosa; la reunión de los nombres es una nomenclatura con una función subrogada, substituta. La naturalidad de las palabras no se halla en la vinculación necesaria entre cosa y vocablo, sino en la capacidad natural del hombre para crear designaciones. Dicho de otro modo, la palabra no tiene efecto sobre la cosa porque no es una fórmula esencial, pero refiere un vínculo entre la cosa y la impresión psicológica que provoca en el hablante.

La síntesis interpretativa del mito revela la sorprendente afinidad entre relato y argumentación, entre pensamiento legendario y filosófico, entre mito y logos. La lectura del Génesis y de Crátilo, obras que se adscriben respectivamente a esos paradigmas, pone de manifiesto la concordancia de sus postulados: intervención seminal de un dador de nombres, creación de una única lengua, estadio asocial y, finalmente, función substitutoria del lenguaje en lugar del acto de señalar las cosas. El neoplatonismo, promovido por Proclo en el siglo V, vincula con vigor el diálogo de Crátilo a una concepción cristiana del lenguaje. La tradición medieval ha apreciado en el Crátilo la afinidad teológica con el origen divino y la naturalidad de las palabras, dos rasgos de la lengua adámica. Dice el filósofo, Platón, que “ha existido un poder más grande que el del hombre, el cual dio a las cosas los primeros nombres y que, por esto, son necesariamente apropiados”. Esta conjetura no podría convenir mejor al relato bíblico.[3]

Sin embargo, ¿cómo llega a ser políglota la sociedad monolingüe? En el Génesis 11 se ofrece como explicación el mito de Babel. La ironía surge al leer el capítulo anterior, que enumera los descendientes de Noé. Fueron Sem, Cam y Jafet, quienes después del diluvio tuvieron sus propios hijos, “se esparcieron por todas partes y formaron las naciones del mundo”, en las que se hablaba diferentes lenguas. Resulta llamativo que unas líneas antes del relato de Babel se aporte una explicación contradictoria sobre la confusión de las lenguas y la diáspora. Al redactor no le pareció mal anudar dos razones incompatibles, algo que el lector no suele reprochar porque su atención está cautivada por la dramática historia de la torre.

 

Babel, realidad histórica

Como en Crátilo, el Génesis apela a la etimología para relacionar el topónimo y la condena divina. Utiliza la etimología para argumentar sobre el sentido del fatídico episodio. Leemos que “en aquel lugar el Señor confundió el idioma de todos los habitantes de la tierra, y de allí los dispersó por todo el mundo”. A continuación el texto añade que “por eso la ciudad se llamó Babel”, una explicación que no aclara nada salvo que se lea en la versión hebrea. El autor del Génesis fuerza un juego de palabras y relaciona Babel no ya con la raíz babel o bbl, sino con balel o bll, que en hebreo significa confundir o mezclar. La etimología es falsa y provoca la situación irónica de que el redactor confunda los términos, sea a propósito o por impericia, para establecer un juicio negativo de la ciudad. El término Babel deriva de Babilonia, que en acadio recibía el nombre de Babilu. Significa la “Puerta de los dioses”. Una etimología tan enfática atestigua la grandeza que tuvo la ciudad.[4]

Los vestigios de Babilonia se hallan junto a la ribera del Éufrates, a noventa kilómetros al Sur de Bagdad. La ciudad fue el enclave más desarrollado de su época, capital imperial, en la pujante cultura urbana de Mesopotamia. El historiador griego Heródoto visitó Babilonia hacia el 460 a.C. Un poco antes Jerjes había emprendido su demolición (478 a.C.), que por fortuna quedó inconclusa. En el libro I de Historias Heródoto caracterizó la capital con la denominación de la “ciudad de arcilla” y describió sucintamente su zigurat. Se hallaba en el recinto sagrado, junto al templo y las dependencias sacerdotales. La base de la torre era cuadrada y, según su estimación, cada lado medía un estadio (unos 174 metros). Contó nueve torres superpuestas y “alrededor de todas ellas hay una escalera por la parte exterior”, una descripción que plasmaron libremente los pintores renacentistas con una rampa helicoidal. En el templo de la cúspide “se encuentra un gran lecho –continúa Heródoto su exposición–, ricamente adornado, y a su lado una gran mesa de oro”. Con el tiempo transcurrido hasta hoy, el expolio ha destruido el monumento y casi ha borrado todas las huellas. La población moderna de Hilleh, situada muy cerca, está construida con ladrillos extraídos de las ruinas de Babilonia. El traslado y la trasformación de la ciudad se asemejan a la tradición del mito, también dinámica merced a la trasmisión secular del relato y a sus inagotables interpretaciones.

Tras décadas de búsqueda, a principios del siglo XX el arqueólogo alemán Robert Koldewey identificó la ubicación del zigurat al que se refiere el relato de la torre de Babel. En su excavación de 1913 delimitó el perímetro y las características del edificio. Tenía una base cuadrada de noventa y un metros. En su flanco meridional se hallaban los accesos a la torre. La escalera central era una rampa perpendicular, de nueve metros de ancho y cincuenta y uno de largo, que daba acceso a las primeras terrazas; dos escaleras más de ocho metros de ancho, adosadas al mismo flanco, ascendían desde cada extremo. Vista desde el cielo, la huella de la torre tenía la forma de una parrilla, un nombre prosaico con el que se conocía en tiempos recientes la colina de Amran Ibn ‘Ali, el enclavamiento devastado de la antigua torre.

El zigurat de Babel tuvo en sus orígenes el nombre de E-temen-an-ki, “casa del fundamento del cielo y de la tierra”. No era un tipo de edificación único, puesto que se erigía en las principales ciudades mesopotámicas, con variaciones de planta –cuadrada o rectangular– y de accesos. Los arqueólogos han estudiado una docena de ellos, el más antiguo de los cuales es el zigurat de Ur, mandado erigir por  el rey sumerio Ur-Nammu en el siglo XXI a.C. El más reciente es el de Babilonia, que conoció diversas etapas de construcción, sobre las cuales dejaron escritas referencias los últimos reyes que intervinieron: Nabopolasar y su hijo, Nabucodonosor II. A Nabucodonosor II (604-562 aC), que también edificó la monumental puerta de Istar, se debe la fase de culminación de la torre, con la superposición de siete pisos. La estimación es que el zigurat alcanzaba los noventa metros de altura.[5]

La envergadura de la torre había de ser imponente, especialmente para un pueblo como el hebreo, que entre el 587 y el 539 a.C. estuvo esclavizado en Babilonia. Al desarraigo del exilio se habría de añadir el sobrecogimiento ante un régimen imperial y una cultura que podía aparecer ante sus ojos tan esplendorosa como pagana. Paradójicamente la fama de la torre de Babel se debe a su presencia en el Antiguo Testamento. La supuesta intención de los babilonios de labrarse un nombre en la historia, según cuenta el relato, no se cumplió tanto por su gesta arquitectónica como con la leyenda que difundieron sus cautivos. Los hebreos fueron liberados de los caldeos por el emperador persa Ciro II en el año 539 a.C. Como consecuencia literaria de su exilio, Babilonia fue un tema recurrente en el Antiguo Testamento, ya que apareció no sólo en el Génesis sino también en los libros de los profetas y en el Apocalipsis, bajo el dudoso título de representar un orden urbano e inmoral.

El mito bíblico, que quedaría fijado en las escrituras a la vuelta a Jerusalén, no es un discurso de resistencia sino de censura contra una cultura tan poderosa e implacable como la que conocieron los hebreos en Babilonia. Parece una ingenuidad presentar como un proyecto revolucionario y, a la vez, fallido, lo que constituía una tradición de quince siglos en la construcción de torres escalonadas. A la pericia que pudo aportar la dilatada historia de los zigurats, entre los siglos XXI y V a.C., se ha de añadir la que los mesopotámicos desarrollaron en la edificación de templos sobre terrazas desde el cuarto milenio.[6] Una explicación histórica del mito de Babel podría ser la impresión que causó a los hebreos la noticia de una capital deshabitada. Se trata de la ciudad de nueva planta que Sargón II mandó edificar, Dur Sharrukin, la actual Khorsabad, en el norte de Irak. Los trabajos en palacios, templos y muralla se abandonaron a la muerte de Sargón en batalla, en el 705, y dejaron un escenario colosal y fantasmagórico que posiblemente inspiró la metáfora sobre el destino humano.

El zigurat era una torre escalonada, totalmente maciza, con un santuario en su cima y otro en la base. La excavación del zigurat de Babilonia mostró que estaba formado por un núcleo de adobes o ladrillos secados al sol y que le recubría una capa perimetral, de quince metros de espesor, de ladrillos cocidos. Los materiales estaban aparejados con mortero de asfalto y esteras de juncos y cuerdas trenzadas. La etimología del término zigurat, que procede del acadio, es descriptiva pues refiere un “templo en lo alto”. El zigurat era un enorme podio que destacaba sobre la llanura aluvial de la región. Cada zigurat tenía un nombre, como “Casa de la montaña que sube al cielo”, que destacaba su función religiosa. Se practicaba el culto al dios supremo, Marduk, con celebraciones que tenían su mayor esplendor en la fiesta de año nuevo, en primavera. Para propiciar la fertilidad de los campos se seguía un ceremonial solemne en el que una doncella yacía con la divinidad, que estaría representada por el rey.

El sentido del ceremonial descubre el simbolismo que atesoraba el zigurat. Además de la expresión de poder político por su monumentalidad, este tipo de construcción tenía una función cohesiva o religiosa. Simboliza la puerta del cielo, el lugar que los hombres han levantado para invocar el acceso de los dioses a la tierra. Al contrario de lo que afirma el Génesis, no se trata de un gesto de rivalidad o desafío lanzado por los mesopotámicos sino de acercamiento reverencial a la divinidad. Según la concepción local, el universo estaba habitado por los dioses, con sagas en el cielo y en las aguas primordiales que sostenían la tierra. El zigurat constituía el punto de encuentro de estos ámbitos. La construcción humana remitía a una imagen primigenia, la de la montaña como lugar sagrado e inefable. El zigurat representaba esa montaña esencial en la que se establecía el centro del mundo, donde se unían mediante una escalinata de adobe las esferas terrestre y celeste.

El simbolismo de la torre conecta intensamente con la mitología universal y, de modo particular, con la propia epopeya mesopotámica de Gilgamesh. También lo hace con aspectos teológicos, sobre la trascendencia y la escatología. Por consiguiente no sorprende que la torre de Babel aparezca en un nuevo pasaje bíblico, Génesis 28, a propósito del sueño de Jacob. Éste vio en sueños una escalera que ascendía hasta el cielo, por la que subían y bajaban los ángeles. El sueño de Jacob, que conduce a la manifestación de dios, representa con gran fidelidad el sentido del zigurat, puerta del cielo. El nombre propio del zigurat de Babilonia era Etemenanki o “casa que es el fundamento del cielo y la tierra”. Su sentido impregna la vibrante escena de la escalera de Jacob.

Las imágenes de la torre y la montaña sagrada se funden en una sola realidad, el lugar mítico cuya cima frecuentan los dioses porque se halla cerca de su morada. Para el redactor del Génesis la torre es una montaña artificial que sirve a un credo de idólatras. De ahí que en las escrituras se presente como un desafío intolerable que recibe su castigo, con la confusión de lenguas, la ruina de la ciudad y la diáspora de sus habitantes. Babilonia quedó descrita como la ciudad montaña, un símbolo destructivo que estuvo habitado por ídolos contrarios al dios verdadero. El mito de Babel condenó a los antiguos captores del pueblo hebreo, explicó la pérdida de la lengua original y sabia, y juzgó la diversidad de las lenguas como un castigo moral.

 

La gramática de Alejandría

La sociedad políglota puede parecer una realidad fragmentaria y abrumadora, como presenta el mito babélico. La presenta como la consecuencia de un mal moral, que consuma la pérdida del paraíso lingüístico. Sin embargo, invirtiendo el juicio, también puede concebirse este mundo políglota como una realidad compleja que plantea retos comunicativos y aporta recursos valiosos para la diversidad cultural y la creación de mundos; tal es la tesis de Umberto Eco en el ensayo historiográfico de La búsqueda de la lengua perfecta (1993). Las posturas son claras y parecen irreconciliables. No obstante, la enseñanza de la confrontación se halla al considerar precisamente aquello que las une. En ambas posturas podemos reconocer la importancia de los signos y los símbolos para interpretar la realidad. Más concretamente, plasman la construcción cultural de significado a través de la lengua y la narrativa.

La instancia que da explicación de esta identidad formal es el programa filológico y su metalenguaje, la gramática. El escenario de la creación de la gramática es la biblioteca de Alejandría, en el mundo helenístico. El programa filológico postula la lengua como realidad análoga, es decir, un código que está sometido a reglas y regularidades. Su objetivo es la descripción de la lengua, que históricamente se realiza mediante la clasificación de las partes de la oración, de sus flexiones y de la construcción sintáctica. La teoría gramatical se inscribe en el panorama más amplio de la filología, que se ocupa de la interpretación y edición textuales (Law 2003:53).

Según la tradición, la primera gramática occidental fue obra de Dionisio de Tracia, la Téchnē grammatiké, a finales del siglo II a.C. La figura de Dionisio está vinculada a la legendaria biblioteca de Alejandría, en la que floreció la filología helenística durante generaciones. Los datos sobre Dionisio de Tracia son escasos e inciertos, por lo que los historiadores de la lingüística han mantenido un acalorado debate sobre su autoría de la Téchnē grammatiké o Arte de la gramática. Se le atribuye una vida longeva, aproximadamente entre 170 y 90 a.C. Aunque nació en Alejandría, el sobrenombre de Tracia podría derivar del origen paterno. Fue discípulo de Aristarco de Samotracia, el que fue director de la biblioteca entre el 160 y el 131 a.C. y uno de sus últimos eruditos.[7]

Dionisio conoció tiempos convulsos políticamente, que conllevaron el ocaso cultural de Alejandría. A la muerte de Ptolomeo VI (145 a.C.) el régimen pasó por momentos de debilidad. El sucesor de Aristarco, al frente de la biblioteca, fue Cydas, un militar de inciertos méritos pero probada lealtad a la monarquía. Dionisio emigró a Rodas, una sede en la que se formaron gramáticos que enseñaron luego en Roma. Aquí se pierde el trazo de Dionisio, sin pistas sobre su relación con la gramática que nos ha llegado.

La Téchnē grammatiké es un prodigio de concisión, claridad y madurez, por lo que se la tiene justamente como la fundadora del arte gramatical. Se compone de veinte secciones muy breves, que ocupan diecisiete páginas de lo que hoy correspondería a una edición de bolsillo. Arranca con la definición de la disciplina: “La gramática es el conocimiento de lo dicho sobre todo por poetas y prosistas”, de la cual los comentaristas han destacado el término “conocimiento” o sus correspondientes “empeiria” y “scientia” del original en griego y su versión latina. El interés de la definición radica en que establece una disciplina académica, que se separa de la técnica para enseñar a leer y escribir, de la que se tiene noticia desde el siglo VI a.C.

A la definición le sigue la descripción de las partes de la gramática. Son seis: lectura cuidada, explicación de las figuras poéticas, interpretación de términos raros, etimología, analogía y, en último lugar y la más importante, crítica de los poemas. Pero aquí surge un problema. La proclamación del programa filológico no se corresponde con el contenido de la Gramática, puesto que sólo desarrolla los conceptos que han quedado fijados como puramente gramaticales. La lectura en voz alta era una actividad corriente y necesaria, que requería pericia para interpretar unos documentos gráficamente difíciles. La escritura carecía de letras minúsculas, así como de la mayoría de signos de puntuación y de espacios entre palabras y párrafos. De ahí que la primera tarea del gramático sea enseñar a leer, con atención “al gesto, a la prosodia y a la distinción de las palabras”. Para ello distingue las letras griegas, en sus variedades vocálicas y consonánticas, las sílabas y las palabras.

Al llegar a la sección de la palabra, la número once, se accede a la clave de la gramática concebida como morfología. Establece las partes de la oración y culmina así el horizonte de análisis. El gramático define la oración como “la combinación de palabras en prosa que expresa un sentido completo”. A continuación distingue sus partes, las ocho partes que inauguran el canon: nombre, verbo, participio, artículo, pronombre, preposición, adverbio y conjunción. En las secciones siguientes define estas categorías léxicas con criterios semánticos y enumera sus variedades y las flexiones o “accidentes”. Se completa de este modo una gramática de la palabra o morfológica que desarrolla un programa normativo. Se sobreentiende que su aplicación es la edición de textos, a pesar de que no trate de las partes culminantes que anunciaba en su inventario inicial, como la explicación de figuras y la crítica de poemas.

Los críticos han señalado aspectos de la Gramática que no son apreciables en una primera lectura. Su estructura varía respecto de la que se describe en la sección inicial y puede concebirse dispuesta en cuatro áreas (Bécares 2002:18). La primera es la lectura y la técnica de recitación. Le sigue la ortografía, que agrupa las partes de la etimología y la analogía, para corregir la escritura de los textos. La tercera área es la explicación o exégesis, que consiste en la explicación de las figuras poéticas o tropología y de términos desusados o glosografía. Concluye el programa con la edición del texto, o área crítica en la que el filólogo se pronuncia sobre la validez de una forma léxica, un verso o un pasaje.

Llama la atención que no haya acuerdo entre los historiadores sobre el termino más importante de la Gramática de Dionisio. Se trata de “analogía”, la que aparece como la quinta parte de la disciplina. Una corriente interpreta la analogía como el principio de regularidad que orienta la labor del gramático, en el sentido de concebir la lengua como una realidad compuesta por regularidades y, por lo tanto, reductible a normas de un modelo descriptivo. Esta misma corriente reconoce en la descripción de las partes de la oración el contenido que Dionisio atribuye a la analogía. Según ello, analogía equivale a morfología, pero, como defienden otros historiadores, la tradición inmediatamente anterior a Dionisio señala otro sentido (Law 2003:56). Así es puesto que Aristófanes de Bizancio y Aristarco de Bizancio, el maestro de Dionisio, refieren la analogía a un ámbito más reducido. La conciben como condición de afinidad o comparación entre palabras, por razón de género, flexión de caso o de derivación, coincidencia silábica o prosódica. La función de la analogía sería, pues, establecer relaciones de paradigma léxico para conmutaciones textuales. Esta concepción limitada podría ser la cabeza de puente de un proceso que conduciría a una ribera plenamente gramatical.

 

Leyenda del fundador

Las dos posturas sobre el sentido de analogía manifiestan una discordancia profunda de la historiografía. La explicación de su causa es sencilla pero muy incómoda: la autoría y la datación de la Téchnē grammatiké no son correctas (Law & Sluiter 1995). A finales del siglo pasado se llegó a la conclusión de que no era una obra elaborada enteramente por Dionisio, en el siglo II a.C. Posiblemente sea fruto de la intervención de diversos autores a lo largo de siglos. Las referencias más antiguas conducían a manuscritos bizantinos del s. V y la primera edición impresa apareció en el s. XVIII. No sorprende que los historiadores reconocieran en una obra coherente y de gran calidad la piedra angular de la gramática. Un erudito como Dionisio, formado en biblioteca de Alejandría, concordaba con el perfil del fundador. Le avalaba la tradición de dos siglos de filólogos alejandrinos, iniciada por Demetrio de Falero hacia el 295 a.C.

Si bien la invención de la gramática deslumbra cuando se distingue como la obra de un erudito prestigioso, la historia muestra rasgos de un proceso dilatado e incierto, que no encajan con este patrón legendario. La relación de contribuciones anteriores a Dionisio se inicia en el período ático, con sofistas como Protágoras –géneros y modos verbales–, Gorgias –lexicón de términos inusuales–, Pródico –sinonimia–, Hipias –prosodia– y Antístenes –etimología–. A este mismo período corresponde el análisis aristotélico que, en De interpretatione, trata del signo lingüístico, las partes del discurso, la metáfora y la lógica categorial. La diversidad y acierto de los estudios lingüísticos de Aristóteles ha de incluir también su Retórica, el primer tratado sobre el discurso y la comunicación. A este bagaje se suman las valiosas aportaciones de los estoicos sobre el signo y la morfología.

Como sucedió con la retórica de Aristóteles, la gramática de Dionisio era heredera de una compleja tradición. La diferencia respecto a los predecesores ajenos a la biblioteca de Alejandría se halla en la finalidad de las investigaciones. Para los áticos de la sofística y el Liceo o los helenistas del estoicismo y escepticismo, el lenguaje tenía interés al vincularlo con el saber y la filosofía. A su vez, la invención de la gramática surgió como respuesta práctica a unos problemas de clasificación y edición de textos. Una de las dificultades formales, como el transcurso del tiempo había descubierto inapelablemente, fue fijar el significado de palabras, giros y versiones. Esta actividad fue el emblema de un movimiento mucho mayor, el de la extensión por el Mediterráneo del griego como lengua común o koiné, al servicio de la administración pública y para la distinción de las élites locales (Harris & Taylor 1989:53).

Tales son la tradición y las circunstancias que acompañaron a Dionisio de Tracia, un heredero más afortunado por la tradición que por una institución que declinó hasta el colapso en su época. Aun coincidiendo con un fin de ciclo, no pudo hallarse un escenario más selecto que la biblioteca de Alejandría para alumbrar la Téchnē grammatiké. Sin embargo, esta suposición es correcta sólo en parte, porque estudios recientes han cuestionado la identidad de parte de la gramática. Los historiadores atribuyen a la autoría de Dionisio las cinco primeras secciones, en las que presenta la gramática, que ocupa una décima parte del conjunto. Es incierta la época en que se añadió las secciones siguientes, analíticas, de carácter morfológico, que puede llegar hasta el siglo V de nuestra era. Resulta inquietante que en una obra fundacional la datación esté sujeta a un lapso tan largo, de seis siglos, y que los redactores posteriores sean anónimos.

El desacuerdo sobre el papel de la analogía en la gramática, como indicábamos, se explica con la teoría de las fases de redacción de la obra. En la primordial, las partes de la gramática en las que figuraba la analogía constituyen una declaración de intenciones, puesto que su contenido no se cumple ni en la obra íntegra. Por otra parte, la identificación de la analogía con la morfología de las partes de la oración tiene sentido al considerar la obra al completo, una interpretación que parece impropia para el tiempo de Dionisio (Law 2003:54). Estos factores no desmerecen el valor de la gramática, pero deforman la idea de que la primera gramática occidental surgió como modelo del programa filológico. Contradiciendo el relato altisonante, hay que reconocer que el modelo que analiza la lengua en tanto que realidad análoga, es decir, sometida a normas o regularidades, no surgió de la biblioteca. Hubo aportaciones de esta institución, pero el mérito que se le ha atribuido es un tributo reverencial.

 

Máscaras del mito

La leyenda del fundador se alimenta de otra mayor sobre la que está literalmente edificada, la biblioteca de Alejandría.[8] La historia de la biblioteca de Alejandría forma parte de una categoría exclusiva de relatos universales, como el de la torre de Babel, que sugestionan el imaginario colectivo por su sentido civilizador. Alejandría y Babel son semejantes por la fascinante mezcla de realidad y ficción, de la que resultan unos mitos que parecen refractarios a la crítica histórica. Tienen en común el escenario primordial de la gran ciudad, el imperio como orden político, la función institucional de los edificios y, finalmente, el destino trágico del símbolo, que sucumbe a la ambición humana o a la destrucción del fuego.

La ciudad de Alejandría fue sede de maravillas para el mundo antiguo. Al fundarla Alejandro Magno en el 330 a.C., se inmortalizó la proeza del nacimiento de una ciudad cosmopolita. La capital meridional del imperio helenístico, erigida según el modelo ático, fue símbolo de la razón y del poder. Al faro monumental, una de las siete maravillas de su era, se suman dos instituciones relacionadas, el museo y la biblioteca de Alejandría. Fueron instauradas en el 295 a.C. por Ptolomeo II, miembro de la dinastía que heredó de Alejandro Magno Egipto, donde reinaron como faraones hasta los tiempos de César y Cleoplatra VII.

A pesar de la importancia que tuvieron en la Antigüedad los establecimientos del museo y la biblioteca para el conocimiento, nos ha llegado muy poca información de ellos, una carencia que han suplido los historiadores con tanta imaginación como credulidad. El Museo era un edificio pequeño que albergaba a eruditos apadrinados por el rey. La Biblioteca era la colección de papiros y pergaminos, almacenados en armarios o habitaciones del Museo (Escolar 2001:96-109). No era por lo tanto un edificio independiente ni sus fondos se hallaban en una sala, pues en la época se leía en voz alta, lo cual desaconseja la confluencia de lectores.

La tradición ha trasmitido estimaciones acríticas sobre el volumen de manuscritos que guardaba la biblioteca. Los antiguos llegaron a barajar la exorbitante cifra de 400.000 documentos, lo cual no se sostiene si se considera la producción literaria de la época y la carestía de unos materiales tan suntuarios. Escolar (2001:132) argumenta que una cantidad razonable podría ser la de 50.000 rollos, que equivale a unas doce mil obras. Un fondo documental de esta magnitud es admirable y no necesita exageraciones sin medida. Sin embargo la leyenda sobre la grandiosidad de la Biblioteca, indiferente a la crítica, no sólo la representa como un centro fastuoso sino perdurable durante siglos, como si una institución que simboliza la ilustración antigua fuera imperecedera. Los hechos históricos indican que a partir del siglo II a.C., desde Ptolomeo V, la monarquía sufrió un declive, que intensificó la conquista romana en el 166 a.C. de los territorios helenos. El patronazgo de la biblioteca por el poder real fue disminuyendo, al tiempo que la función política de la biblioteca fue perdiendo su razón legitimadora.[9]

En tiempos de Dionisio de Tracia la decadencia de la biblioteca se agudizó hasta el punto de que, como sabemos, él mismo tuvo que emigrar de Alejandría. La lista de los bibliotecarios que dirigieron la institución se agota con el nombre de Aristarco de Samotracia. Un siglo después, la guerra civil romana provocó el asalto de César al puerto de Alejandría (48 a.C.) y la quema de las naves de Ptolomeo XIII, aliado de Pompeyo. Este incendio, narrado por César en su Guerra civil, ha servido para alumbrar una conjetura que se ha tomado por un hecho. Visitantes como el geógrafo Estrabón, que llegó a la ciudad veinte años después de la muerte de César, escribió que el incendio se había propagado  a la ciudad y que de resultas destruyó la “Gran Biblioteca”. ¿Cómo si no podía explicarse la desaparición de un centro de tal importancia? La causa es plausible y tiene la fuerza de achacarse a un estadista inmortal. En vano se ha intentado contradecir la tesis del incendio, a pesar de que los contemporáneos de César, como Cicerón, no mencionaron la ruina de la biblioteca y a pesar de la escasa inflamabilidad de los edificios de la ciudad, de piedra y argamasa.[10]

Sin competir con la leyenda del fuego, la desaparición de la biblioteca es un enigma simple. La capitalidad imperial de Alejandro y de su sucesor, Ptolomeo I, instauró un ideal panhelénico que deslumbró por sus obras e instituciones. El museo y las bibliotecas –la principal y la de Serapis– fueron un centro de conocimiento y de exaltación real, en lo que se aprecia dos causas convergentes. El acopio y estudio de las obras griegas promovía el conocimiento de la lengua griega. El prestigio institucional propaló la grandeza del monarca. Se le presentó como bienhechor, el libertador frente a los persas, el mecenas de eruditos y filólogos. La helenización y la exaltación real fueron los propósitos a los que sirvió el Museo alejandrino. En definitiva, el Museo fue el instrumento para agrupar intelectuales con cuyo esfuerzo se propagó la imagen benéfica del monarca.

El gran éxito de la empresa alejandrina convirtió su Biblioteca en el modelo de la Antigüedad. Su recuerdo se ha convertido en un mito perenne que proclama la grandeza del espíritu y que, al mismo tiempo, advierte sobre su indefensión ante los desastres del fuego o de la barbarie. Ante este símbolo del fulgor y la fragilidad del saber, poco importa que la desaparición de la Biblioteca se debiera a una consunción tan lenta y prosaica como la que pudo provocar el declive monárquico, el deterioro inexorable de los fondos y la dispersión de los sabios. Esperar que hubiera perdurado su esplendor durante siglos es una pretensión comprensible, pero sólo merece un juicio: confundir la realidad con el deseo sólo es admisible si por lo menos crea una leyenda universal.

Los filólogos alejandrinos compusieron un tipo de obra muy rentable para su memoria. Fueron las listas de los autores elegidos, aquel repertorio que Cicerón calificó de “clásicos” y que los ilustrados del XVIII denominaron el “canon”. La Biblioteca de Alejandría no fue la biblioteca de Babel, aquel laberinto del saber universal que imaginó Borges, pero redactó listas de clásicos y cuidó de sus obras con la ayuda de conceptos gramaticales. La lingüística ha identificado sus orígenes remotos en un escenario tan insigne como éste, del que cualquier criatura ha oído hablar, y a Dionisio de Tracia como su fundador. En las obras de historia de la lingüística aparecen dos capítulos sin excepción. Por un lado, de la tradición bíblica se toma el mito de Babel como explicación literaria de la diversidad de las lenguas. Por el otro, se refiere la fundación de la gramática alejandrina –aún admitiendo la ventana de seis siglos en su composición– como fruto de la razón para dar cuenta de la lengua.

Llama la atención al lector la sutil combinación de mito y logos, de relato y de realidad, que se atribuyen separadamente a Babel y Alejandría. Sin embargo, es más importante lo que identifica ambos capítulos, esto es su naturaleza simbólica. Simbolizan la fundación, un escenario fulgurante que se desdobla en eros, en construcción, pero también en muerte, en confusión y perecimiento. La historia de la lingüística ha escogido para su arranque dos bloques narrativos soberbios, extraídos de sendos mitos universales.

 

Bibliografía

 

Bécares, Vicente (2002): “Introducción” a Dionisio de Tracia, Gramática. Comentario antiguos, Madrid, Gredos.

Cánfora, Luciano (1990): La biblioteca desaparecida, Gijón, Trea, 1998.

Castro Leal, Leticia de (2008): La Biblioteca de Alejandría, Barcelona, Laia Libros.

Eco, Umberto (1993): La búsqueda de la lengua perfecta, Barcelona, Crítica, 1994.

Eco, Umberto & Jean-Claude Carrière (2009): Nadie acabará con los libros, Barcelona, Lumen, 2010.

Escolar, Hipólito (1984): Historia del libro, Madrid, Pirámide.

Escolar, Hipólito (2001): La biblioteca de Alejandría, Madrid, Gredos.

Esteller, Manel (2012): “Todos venimos de África”, El Periódico, 15-12-2012, p. 8.

Feiler, Bruce (2001): Recorriendo la Biblia. Un viaje literario, Barcelona, Ediciones del Bronce, 2003.

Harris, Roy & Talbot J. Taylor (1989): Landmarks in Linguistic Thought I, Londres, Routledge.

Jevenois, Pablo de (2009): Biblioteca de Alejandría. El enigma desvelado, Badajoz. Esquilo.

Law, Vivien (2003): The History of Linguistics in Europe, Cambridge, Cambridge University Press.

Law, Vivien & Ineke Sluiter , ed. (1995): Dionysius Thrax and the Techne Grammatike, Múnster, Nodus Publication.

Macleod, Roy & Jean-Claude Carrière (ed.) (2000): The Library of Alexandria, Nueva York, , I. B. Tauris.

Montero, Juan Luis, coord. (2008): Arqueología, historia y Biblia. De la torre de Babel al templo de Jerusalén, Ferrol, Sociedad de Cultura Valle-Inclán.

Parrot, André (s.f.): la torre de Babel, Barcelona, Ediciones Garriga, 1962.

Riaño, Juan José (2005): Poetas, filósofos y bibliotecarios. Origen y naturaleza de la antigua Biblioteca de Alejandría, Gijón, Trea.

Vicart, Jacques (2000): La torre de Babel, México, Fondo de Cultura Económica.



[1] Este estudio se ha desarrollado dentro del proyecto FFI2012–35502,Globalización y plurilingüismo social…", financiado por MEC (0FIL).

[2] En el Antiguo Testamento se hace referencia a Babel en diversos pasajes. En Génesis 11 se narra el castigo de la torre. En Génesis 28 aparece el sueño de Jacob con la escalera que, como un zigurat, asciende al cielo. En Isaías 45-47 el profeta celebra la liberación de los hebreos por Ciro y clama contra los falsos ídolos en la tierra de arcilla y de alfareros. En Jeremías 51 el profeta clama contra la “montaña destructora” de Babilonia. Finalmente, el Apocalipsis 18 anuncia la ruina completa de Babilonia.

[3] Para sorpresa de los contemporáneos, el relato bíblico sobre los primeros padres, Adán y Eva, coincide en buena parte con los últimos descubrimientos de paleogenética (Esteller 2012). Los estudios de mitocondria prehistórica señalan que los humanos descienden de siete Evas originales, que habitaron el Este de África.

[4] Las siguientes obras aportan información arqueológica sobre Babel: A. Parrot, La torre de Babel (Barcelona, Ediciones Garriga, 1962); J. Vicart, La torre de Babel (México, Fondo de Cultura Económica, 2000); J. L. Montero, Arqueología, historia y Biblia. De la torre de Babel al templo de Jerusalén (Ferrol, Sociedad de Cultura Valle-Inclán, 2008).

[5] Una descripción de las medidas del zigurat de Babilonia se halla en la tablilla de Esagil (229 a.C.), que reproduce a su vez un original más antiguo. La tablilla cuneiforme (Parrot 1962:18) estipula que los pisos de la torre decrecían en superficie; de la base de 90 metros de lado se pasaba, en el séptimo piso, a 24 metros. Las alturas eran de 33 metros hasta el primer piso, 18 hasta el segundo y 6 en los siguientes, salvo el último, que medía 15 metros de alto. En total, 90 metros.

Como complemento de estas estimaciones cabe tomar la referencia de edificaciones que han perdurado parcialmente. El zigurat mejor conservado es el de Dur Kurigalzu, cerca de Bagdad, del que perdura un núcleo que se eleva a los 57 metros. Formaba parte de una ciudad fortificada y su construcción puede remontarse al siglo XV a.C.

[6] Sobre la dificultad material de la construcción de un zigurat conviene considerar que se trata de una obra erigida y modificada en diversos momentos históricos. En la última reforma del zigurat de Babilonia, se ha calculado que, con los recursos técnicos de la época de Nabucodonosor y una dotación de mil obreros, se pudo recrecer el zigurat en tres años (Vicari 2000:71).

[7] Es un tópico enumerar la lista de los bibliotecarios de Alejandría, una información que sirve para disimular la falta de información sobre la institución y que crea la ilusión de fortaleza y pervivencia. Los responsables de la biblioteca fueron –con algunas diferencias según las fuentes–Demetrio de Falero (de ca. 295 hasta el 282 a.C.), Zenodoto de Éfeso (hasta ca. 260), Calímaco de Cirene (hasta ca. 240), Apolonio de Rodas (hasta ca. 230), Eratóstenes de Cirene (hasta el 195) Aristófanes de Bizancio (hasta el 180), Apolonio el Idógrafo o el Clasificador (hasta ca. 160) y Aristarco de Samotracia (hasta el 131 a.C).

[8] De la abundante pero irregular bibliografía sobre la biblioteca de Alejandría destaca por su sentido crítico la obra de Hipólito Escolar, La biblioteca de Alejandría (Madrid, Gredos, 2001). Otros títulos consultados son éstos: L. de Castro Leal, La Biblioteca de Alejandría (Barcelona, Laia Libros, 2008); P. de Jevenois, Biblioteca de Alejandría. El enigma desvelado (Badajoz. Esquilo, 2009); R. Macleod. The Library of Alexandria (Nueva York, I. B. Tauris, 2000); J. J. Riaño, Poetas, filósofos y bibliotecarios. Origen y naturaleza de la antigua Biblioteca de Alejandría (Gijón, Trea, 2005).

[9] La comprensión de la biblioteca de Alejandría resulta nítida al identificar su modelo, que contrasta con los inmediatos. El modelo mesopotámico, que le precede, tiene una función administrativa o de archivo. También es anterior la biblioteca “homérica”, que tiene una función científica y docente en centros como la Academia platónica o el Liceo aristotélico. Con posterioridad a Alejandría, con el encargo de César al gramático Marco Terencio Varrón en el 47 a.C, la biblioteca pública romana inaugura un modelo realmente abierto a un colectivo amplio.

[10] La intervención de César en Alejandría no se limitó a la guerra y la política, puesto que añadió el ingrediente novelesco de sus amoríos con Cleopatra, de los que nació Ptolomeo XV Cesarión. Aunque en el incendio sólo ardiera un navío civil, como parece, cargado con papiros nuevos para la exportación, la figura de César suministró material para crear una leyenda oprobiosa contra él.