teselas
Los peces no cierran los ojos,
Erri de Luca
(Círculo de Lectores, Barcelona,
2012)
-
Te lo voy a decir una vez y ya es demasiado: enjuágate las manos en mar antes
de poner el cebo en el anzuelo. El pez nota el olor, rehúye el bocado que viene
de tierra. Haz exactamente lo que veas hacer, sin esperar a que nadie te lo
diga. En el mar no es como el colegio, no hay profesores que valgan. Está el
mar y estás tú. Y el mar no enseña nada, el mar hace, y a su manera.
Escribo
en italiano sus frases y todas juntas. Cuando las decía eran escollos separados
con muchas olas entre medias. Las escribo en italiano; sin su voz
pronunciándolas en dialecto suenan apagadas.
Empezaba
a menudo con una «y». En el colegio nos enseñan que no se empieza un período
con una conjunción. Para él, la frase era la continuación de otra que había
dicho una hora, un día antes. Hablaba poco, con anchos espacios de silencio,
mientras despachaba las tareas de una barca de pesca. Para él se trataba de un
único razonamiento, que de vez en cuando se desprendía de su boca con la «y»,
letra que al escribirla dibuja un nudo. Aprendí de su voz a empezar muchas
frases con una conjunción.
(pp. 9-10)
Hasta
el grito sofocado del vendedor de ajos me sacudía el pecho. Le salía a duras
penas bajo el resto de las voces. ¿Cómo era posible?, ¿es que no hacía gracia
el reclamo con el que invitaba a consumirlos: «Accussi nun facite ‘e vierm’», así no os
saldrán gusanos? No, en su voz se convertía en un recurso desesperado. Lloraba
con la toalla en la boca. El remedio para parar era mirarme al espejo: mi cara
desencajada por las muecas me disgustaba hasta el extremo de detenerme. Si me
ocurría en el colegio, tenía que fingir un dolor de estómago y pedir permiso
para ir al retrete. Allí no podía quedarme mucho, ocurrían cosas misteriosas,
las puertas no se cerraban bien y podía entrar un adulto de repente.
(pp. 12-13)
Más
lamentaba la distancia entre sus frases y las cosas. Decían, aunque fuera sólo
a sí mismos, palabras que no mantenían. Mantener: a los diez años era mi verbo
preferido. Entrañaba la promesa de tener la mano, mantener. Lo echaba de menos.
A papá, en la ciudad, le molestaba cogerme de la mano, en la calle no quería,
si yo lo intentaba se zafaba metiéndola en el bolsillo. Era un rechazo que me
enseñaba a estar en mi sitio. Lo entendía porque leía sus libros y sabía los
nervios y los pensamientos que estaban a espaldas de los gestos.
Conocía
a los adultos, excepto un verbo que ellos exageraban en agigantar: amar. Me
fastidiaba su uso. En aquel primer curso, el estudio de la gramática latina lo
empleaba como ejemplo de la primera conjugación, con el infinitivo en –are.
Recitábamos tiempos y modos del amar latino. Era una golosina obligatoria para
mí, indiferente a las pastelerías. Lo que más me irritaba era el imperativo:
ama.
(p. 14)
Vino
de nuevo hacia nosotros su madre. Ella se levantó y yo también para echarme a
un lado y dejar más espacio en las escaleras de madera. A nuestro alrededor,
unos chicos remedaban mis gestos. Miré hacia ellos y se rieron. En las paredes
de las casetas vi escrito con tiza que amaba a la
chica, estaban nuestros nombres. ¿Amor? ¿Dos que hablan sentados? No sabían
nada del verbo amar que tantos líos causaba dentro de las novelas. Me entraron
ganas de borrarlo, pero me lo pensé mejor. Hace falta desdén altanero cuando se
oye hablar de más. Mi madre tenía un proverbio, cuando oía hablar mal de
alguien: «Al caballo iastemmato
(injuriado) le luce ‘o pilo (le
brilla el pelaje)».
(p. 33)
«Oficio
sin suerte», se decían entre ellos. «’O facimmo sulo p’a
ncannarienzia», lo hacemos sólo por un deseo
obstinado. Un mero valía una noche en vela en el mar.
(p. 39)
Septiembre
es un renacimiento de la nariz, vuelven los olores aplastados por el calor. Han
bastado cuatro gotas y la tierra se ha despertado, como mi cara por las mañanas
sobre la palangana. Ha subido por el aire la adherencia de la resina del pino,
de los algarrobos, de los higos chumbos. Nada de salir al mar, el ábrego ha
dejado en la orilla a los pescadores. Sopla meridional y pendenciero, sin dejar
que nadie tienda la ropa. Me gusta el napolitano que dice, a la española,
«viento» y «tiempo». Enfila el quiebro de una «i» en vento y tempo que los vuelve
avispados, insolentes y escurridizos.
(p. 48)