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Revista de estudios filológicos
Nº24 Enero 2013 - ISSN 1577-6921
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teselas

Los peces no cierran los ojos, Erri de Luca

(Círculo de Lectores, Barcelona, 2012)

 

          - Te lo voy a decir una vez y ya es demasiado: enjuágate las manos en mar antes de poner el cebo en el anzuelo. El pez nota el olor, rehúye el bocado que viene de tierra. Haz exactamente lo que veas hacer, sin esperar a que nadie te lo diga. En el mar no es como el colegio, no hay profesores que valgan. Está el mar y estás tú. Y el mar no enseña nada, el mar hace, y a su manera.

          Escribo en italiano sus frases y todas juntas. Cuando las decía eran escollos separados con muchas olas entre medias. Las escribo en italiano; sin su voz pronunciándolas en dialecto suenan apagadas.

          Empezaba a menudo con una «y». En el colegio nos enseñan que no se empieza un período con una conjunción. Para él, la frase era la continuación de otra que había dicho una hora, un día antes. Hablaba poco, con anchos espacios de silencio, mientras despachaba las tareas de una barca de pesca. Para él se trataba de un único razonamiento, que de vez en cuando se desprendía de su boca con la «y», letra que al escribirla dibuja un nudo. Aprendí de su voz a empezar muchas frases con una conjunción.

(pp. 9-10)

 

          Hasta el grito sofocado del vendedor de ajos me sacudía el pecho. Le salía a duras penas bajo el resto de las voces. ¿Cómo era posible?, ¿es que no hacía gracia el reclamo con el que invitaba a consumirlos: «Accussi nun facite ‘e vierm’», así no os saldrán gusanos? No, en su voz se convertía en un recurso desesperado. Lloraba con la toalla en la boca. El remedio para parar era mirarme al espejo: mi cara desencajada por las muecas me disgustaba hasta el extremo de detenerme. Si me ocurría en el colegio, tenía que fingir un dolor de estómago y pedir permiso para ir al retrete. Allí no podía quedarme mucho, ocurrían cosas misteriosas, las puertas no se cerraban bien y podía entrar un adulto de repente.

(pp. 12-13)

 

          Más lamentaba la distancia entre sus frases y las cosas. Decían, aunque fuera sólo a sí mismos, palabras que no mantenían. Mantener: a los diez años era mi verbo preferido. Entrañaba la promesa de tener la mano, mantener. Lo echaba de menos. A papá, en la ciudad, le molestaba cogerme de la mano, en la calle no quería, si yo lo intentaba se zafaba metiéndola en el bolsillo. Era un rechazo que me enseñaba a estar en mi sitio. Lo entendía porque leía sus libros y sabía los nervios y los pensamientos que estaban a espaldas de los gestos.

          Conocía a los adultos, excepto un verbo que ellos exageraban en agigantar: amar. Me fastidiaba su uso. En aquel primer curso, el estudio de la gramática latina lo empleaba como ejemplo de la primera conjugación, con el infinitivo en –are. Recitábamos tiempos y modos del amar latino. Era una golosina obligatoria para mí, indiferente a las pastelerías. Lo que más me irritaba era el imperativo: ama.

(p. 14)

 

          Vino de nuevo hacia nosotros su madre. Ella se levantó y yo también para echarme a un lado y dejar más espacio en las escaleras de madera. A nuestro alrededor, unos chicos remedaban mis gestos. Miré hacia ellos y se rieron. En las paredes de las casetas vi escrito con tiza que amaba a la chica, estaban nuestros nombres. ¿Amor? ¿Dos que hablan sentados? No sabían nada del verbo amar que tantos líos causaba dentro de las novelas. Me entraron ganas de borrarlo, pero me lo pensé mejor. Hace falta desdén altanero cuando se oye hablar de más. Mi madre tenía un proverbio, cuando oía hablar mal de alguien: «Al caballo iastemmato (injuriado) le luce ‘o pilo (le brilla el pelaje)».

(p. 33)

 

          «Oficio sin suerte», se decían entre ellos. «’O facimmo sulo p’a ncannarienzia», lo hacemos sólo por un deseo obstinado. Un mero valía una noche en vela en el mar.

(p. 39)

 

          Septiembre es un renacimiento de la nariz, vuelven los olores aplastados por el calor. Han bastado cuatro gotas y la tierra se ha despertado, como mi cara por las mañanas sobre la palangana. Ha subido por el aire la adherencia de la resina del pino, de los algarrobos, de los higos chumbos. Nada de salir al mar, el ábrego ha dejado en la orilla a los pescadores. Sopla meridional y pendenciero, sin dejar que nadie tienda la ropa. Me gusta el napolitano que dice, a la española, «viento» y «tiempo». Enfila el quiebro de una «i» en vento y tempo que los vuelve avispados, insolentes y escurridizos.

(p. 48)