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Revista de estudios filológicos
Nº24 Enero 2013 - ISSN 1577-6921
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estudios

EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA: IMÁGENES DE LA COMIDA EN LA COLMENA

Irene López Rodríguez

(Liceo Europeo. Madrid)

 

 

Resumen: El presente trabajo analiza el campo semántico de la comida en La colmena. A partir de los sentidos connotativos que emanan de cada alimento, se reconstruye el ambiente de miseria física y espiritual que azota a la sociedad madrileña durante el período de posguerra. En una suerte de recorrido gastronómico las siguientes páginas estudian el uso de la comida en las descripciones de la ciudad junto con sus habitantes y animales, las canciones y refranes populares, el idiolecto de los personajes e incluso en veladas referencias históricas, políticas, sociales y culturales.

Palabras clave: campo semántico, connotación, gastronomía, posguerra, Madrid.

Abstract: This paper analyzes the semantic field of food in La colmena. By studying the connotative senses derived from the different types of food presented, the atmosphere of physical and spiritual mysery which characterizes post-war Madrid is reconstructed. As if it were a gastonomic journey, the following pages study the use of food in the descriptions of the city together with its inhabitants and animals, the songs and popular sayings, the idiolect of the characters and even in subtle references to history, politics, society and culture.

Key words: semantic field, connotation, gastronomy, postwar, Madrid.

 

 

El Diccionario de la Real Academia define “el pan nuestro de cada día” como acción que se repite de forma continuada o con mucha frecuencia. El origen de la expresión se encuentra en el término “pan”, alimento de consumo diario en la dieta española. A pesar de tratarse de un comestible muy básico, la mayoría de los personajes que habitan en La colmena se quejan de la falta de pan, así como de la dificultad de conseguir dicho producto en el mercado negro: “Pan no hay. Hasta tenemos que comprar un poco de estraperlo” (118).[1]

La escasez de pan, reflejo de la situación de hambre y miseria característica de la posguerra, saca a la superficie el problema de fondo social al revelar un Madrid material y espiritualmente agotado. En efecto, el hambre física que acucia a la inmensa población es producto de una sociedad injusta donde la desigualdad en la distribución de la riqueza fuerza a la masa paupérrima a la prostitución, el hurto, la mentira o el engaño en su lucha por la supervivencia. En este sentido, la privación de pan, símbolo del cuerpo de Cristo en la tradición cristiana, se trasluce en el vacío espiritual imperante en la novela. Así, en vísperas de la Navidad, cuando Martín Marco acude al cementerio para honrar el aniversario de la muerte de su madre, el joven apenas puede rezar: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea el tu nombre, venga a nos el tu reino, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores… No, esto me parece que no es así” (331). Incapaz de recordar el padrenuestro, decide hacer un nuevo intento: “Martín empieza otra vez y vuelve a equivocarse” (331), pero el esfuerzo es en vano. Le falla la memoria; puesto que “el pan nuestro de cada día”, promesa del sustento físico y espiritual que proclama la oración,[2] no está en la vida de Martín, ni en la de otros tantos personajes que deambulan hambrientos por el Madrid de La colmena.

En una suerte de recorrido gastronómico, el presente trabajo analiza el campo semántico de la comida en la novela de Cela La colmena. A partir de los sentidos connotativos que emanan de cada alimento, se reconstruye el ambiente de miseria física y espiritual que azota a la sociedad madrileña durante el período de posguerra.

 

I.-La presencia de la comida en La colmena

La comida tiene una presencia destacada en la novela de Cela. A las menciones explícitas a distintos tipos de alimentos como las patatas (219), el queso manchego (319), las sardinas (205) o las longanizas (180); bebidas como el café (47, 58, 66, 67, 319), el té (282), la leche (47, 58, 319), la tila (199), el vino (54, 105), la caña o la cerveza (87), el whisky (114), el aguardiente (45, 318), los licores (164) y hasta el tradicional chocolate caliente (155, 261) acompañado de los consabidos churros (319) o demás bollería (bollos suizos, 58, 77, 69, 262, pasteles, 291 y pastas, 183), se añade la presencia de comidas, que abarcan desde las más frugales como “un huevo frito” (118) hasta las más copiosas, consistentes en “consomé; lenguado al horno y pechuga villeroy” (126) pasando por las tradicionalmente caseras como el “guiso de los riñones, con un poco de vino y cebollita picada” (179), las “croquetas” (226) o “un plato de alubias” (128). El empleo de la comida, no obstante, no se limita a la inserción de una serie de alimentos o guisos particulares de una geografía concreta, de un período histórico determinado o de un status social específico, sino que su presencia impregna todas las facetas de la novela; convirtiéndose en un componente integral de la obra de Cela.[3]

La comida domina la descripción de la ciudad. En los espacios externos, las calles se impregnan de olores y sabores que emanan de la merienda de los niños (“Y los gritos de los niños que van al colegio, con la cartera al hombro y la tierna, olorosa merienda en el bolsillo”, 310), de los viandantes degustando sus bocadillos (“la pequeña mecanógrafa que devora su bocadillo”, 241), de los puestos de las castañeras en las bocas de metro (112) y los tenderetes de frutas en las calles de la ciudad (“Y las voces de las vendedoras que madrugan, que van a levantar sus puestecillos de frutas en la calle”, 309-310). Incluso en la música callejera se percibe la presencia de la comida a través de las letras de las canciones: “Esgraciaíto aquel que come/el pan por manita ajena; /siempre mirando a la cara/si la ponen mala o buena” (107) o “Estando un maestro sastre/cortando unos pantalones, /pasó un chavea gitano/que vendía camarones” (115). Ya en el interior de los cafés y los bares el borboteo del agua de las cafeteras (“La cafetera niquelada borbotea pariendo sin cesar tazas de café exprés”, 67-68) se entremezcla con el humo de los cigarros y los puros (“Enciende el cigarro y echa una larga bocanada de humo”, 52). Al mismo tiempo, de los establecimientos de la ciudad se desprenden los olores y sabores del pan recién hecho (“[el] horno aromático y malsano donde se cuece el pan”, 317) o la leche que acaba de ser ordeñada (157); mientras que los guisos y los alimentos guardados en la fresquera (211) impregnan las casas de los barrios madrileños.

La comida se adueña no sólo de la ciudad, sino también de sus gentes e incluso de los animales que pululan por ella. Diversas viandas se emplean en la caracterización de los personajes. Ciertos rasgos físicos se equiparan con distintos alimentos por su forma, textura o color, como el grosor y brillo de los dedos: “sus dedos como morcillas se reflejan hermosos” (78). Del mismo modo, los estados físicos se intepretan a la luz de las propiedades de diversos comestibles. Así, por ejemplo, el tamaño minúsculo causado por la desnutrición de los niños chinos que aún no saben andar se corresponde con la pequeñez de los guisantes: “¿Y los pequeñitos, mujer, los que no saben andar, que estarán siempre parados como guisantes en el mismo sitio?” (174); mientras que el frío gélido que padecen los artistas en las calles invernales, con los sorbetes: “llevan una vida de bohemios […] donde se tienen que helar de frío, donde el día menos pensado van a amanecer tiesos como sorbetes” (274). En ocasiones, bastan unas simples pinceladas nutricionales para esbozar a los personajes. Martín Marco es de los que andan “por ahí tirados y malcomidos” (252) junto con Maribel Pérez, una “golfita hambrienta” (279); frente a la rica del pueblo Marujita, descrita como “una rica de pueblo, bien casada, bien vestida y bien comida” (188) o el novio de la Uruguaya, tildado de “muy bien cenado” (221).

          El idiolecto de los personajes está preñado de locuciones construidas en torno al léxico culinario. Abundan las expresiones coloquiales del tipo “Esto es pan comido” (212), “mañana ya te sacaré yo las castañas del fuego” (257) o “entra por uvas”, reflejo de un lenguaje coloquial y familiar en consonancia con el ambiente de cotidianidad de La colmena.[4] La raíz popular de los personajes se plasma mediante frases basadas en la alimentación que poseen claras resonancias paremiológicas. Expresiones como “esto del matrimonio debe ser a cala y a prueba, como los melones” (280), “Le había puesto las peras al cuarto” (215) o “Se pueden pescar truchas a bragas enjutas” (345) se basan en refranes populares.[5] Por último, los vulgarismos, correspondientes a gente barriobajera y de poca educación o producto del disgusto u otros estados como el enojo y la indignación, cuentan igualmente con expresiones idiomáticas relacionadas con la comida. Baste mencionar la imprecación “¿Y a usted qué leche le importa?” (236) o, en un grado más atenuado, la locución eufemística “también sería mala uva” (292).

          La mención a ciertos alimentos se vincula con frecuencia a la tierra natal del personaje. El origen gallego del sereno Gumersindo Vega Calvo se recrea de manera nostálgica al rememorar los productos típicos de la tierra: “El Sereno está como recordando. —Allí lo que mejor se da son las patatas y el maíz; por la parte de donde somos nosotros también hay vino” (219). Igualmente, el guardia Julio García Morrazo, oriundo también de Galicia, rememora “las sardinas cabezudas” (205) y el “vino de Ribeiro” (205) en sus conversaciones nocturnas con el sereno, puesto que ambos representan la inmmigración interna del  Madrid durante la posguerra.

A pesar de la presencia tan parca que los animales per se tienen en la novela,[6] sus apariciones resultan en extremo significativas por cuanto que se relacionan con la comida. Al igual que en la prosopografía humana, bien se ofrecen datos nutritivos en las descripciones animalísticas (“El gato—un gato negro, lustroso, bien comido”, 282 o “el gato pesa mucho”, 233); bien se establecen comparaciones explícitas entre el físico de los animales con ciertos alimentos (“El gato pasa por debajo de la puerta, estirando todo el cuerpo como una hoja de bacalao”, 233). Esporádicamente, aunque la comida no se halla vinculada a los rasgos físicos, sí se relaciona con las bestias de manera indirecta. Considérense los siguientes comentarios puestos en boca de Sonsoles, la mujer del músico Seoane, y de doña Rosa, respectivamente: “A la mujer le salieron mal sus cálculos, creyó que en Madrid se ataban los perros con longanizas” (180) y “El café es como el gato, sólo que más grande. Como el gato es mío, si me da la gana le doy morcilla o lo mato a palos” (318). La ilación de los perros con las longanizas y los gatos con las morcillas marca el contraste radical entre la buena nutrición de los animales y la hambruna de la mayoría de los personajes que cohabitan en La colmena.

          El humor característico de Cela, en la línea de Quevedo y Valle-Inclán, también encuentra su cauce de expresión a través de la gastronomía. Con una vena irónica,[7] el escritor gallego realiza una dura crítica social a la avaricia de doña Rosa, quien, al percatarse de que el encargado está haciendo un pedido de leche, se escandaliza por el gasto que le supondrá, comparando su cafetería con la maternidad de un hospital:

Doña Rosa: ¿Conque otra vez hablando por ahí, como si no hubiera nada que hacer?

Encargado: Es que estaba pidiendo más leche, señorita.

Doña Rosa: ¡Sí, más leche! ¿Cuánta han traído esta mañana?

                    Encargado: Como siempre, señorita: sesenta.

                    Doña Rosa: ¿Y no ha habido bastante?

                    Encargado: No, parece que no va a llegar.

Doña Rosa: Pues, hijo, ¡ni que estuviésemos en la maternidad! (68)

Las referencias históricas a eventos, personajes o lugares a menudo tienen un trasfondo alimenticio. Tal es el caso de la réplica que, a manera de consuelo, ofrece Maribel Pérez a su ex-novio Don Ricardo Sorbedo, ante las quejas de éste por la falta de comida: “—No te apures—le decía la novia—, el alcalde de Cork tardó más de un mes en palmarla” (279). Las coordenadas geográficas (Cork es una población de Irlanda) apuntan a un país azotado por la hambruna tras la crisis producida por la quiebra de la cosecha de la patata (1845-1849); mientras que la mención al alcalde de Cork, Terence MacSwiney (1879-1920), responde a que en su lucha por la independencia de Irlanda mantuvo una prolongada huelga de hambre (Urrutia, 1988, p. 279).

          Finalmente, el zénit de la repercusión de la comida en el texto celiano cristaliza en la misma muerte. De hecho, la importancia de la comida en La colmena es tal que el único suicidio que acontece en la novela dentro del censo de los trescientos cincuenta y dos personajes elaborado por Caballero Bonald para la segunda edición de la obra (1955) se produce por el olor a cebolla que un hombre no logra soportar: “Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla” (284).

 

 

II.-La comida como marco narrativo

Como sugiere el título,[8] La colmena (1951) presenta, a manera de celdillas fragmentarias, las vidas entrecruzadas de una galería de variopintos personajes representativos del Madrid de la posguerra.[9] Desde los empresarios (doña Rosa con su café “La Delicia”, el señor Ramón con la panadería, doña Ramona con su lechería, el dueño de la imprenta Mario de la Vega, el nietzscheano Celestino Ortiz con el bar “Aurora”, doña Celia con su casa de citas y doña Jesusa con su prostíbulo) hasta los marginados sociales, encabezados por el gitanillo, los mendigos, enfermos (Paco, el chico de los recados Alfonsito), presos (la Fotógrafa y el Astilla), literatos (Martín Marco), prostitutas (Elvira) y homosexuales (el Señor Suárez), pasando por pequeños burgueses (Pablo Alonso, el prestamista Trinidad García Sobrino), figuras de autoridad (el sereno Gumersindo Vega Calvo, el guardia Julio García Morrazo), vecinos chismosos (don Ibrahim), beatas (Visi y Montserrat), amas de casa (Filo), curas (Cojoncio Alba), médicos (Francisco Robles y López Patón) y, por supuesto, el grueso de la clase obrera (Victorita, Roberto González, el limpiabotas, el cerillero, camareros, cocineros, músicos que amenizan el café, la castañera Leocadia, las planchadoras del prostíbulo), Cela fotografía la cotidianidad de “una fauna humana” (Torres Nebrera, 1989, p. 292) que vive, malvive y sobrevive en el Madrid post-bélico.

El marco espacio-temporal es muy preciso: la acción trascurre en un espacio muy concreto de la geografía urbana madrileña que, según Torres Nebrera (1989, p. 292), se extiende desde la Glorieta de Bilbao hasta los aledaños de la Plaza de las Ventas y en un laspo temporal que comprende unos días del mes de diciembre de 1942.[10] El relato, por tanto, se ubica en plena posguerra; en concreto, en el período conocido como “los años del hambre” (Ugarte, 2004, p. 611) y de ahí la importancia que Cela concede a la comida en su novela.

De hecho, en palabras de Pedraza y Rodríguez, “[l]a unidad de conjunto viene dada por el marco en que discurre la existencia de todos los personajes que desfilan ante nosotros: el Madrid hambriento de la inmediata posguerra” (2000, p. 190). Dicha hambruna se materializa en la personificación de la ciudad hambrienta: “La calle […] va tomando un aire […] hambriento” (213) así como en las continuas referencias a la Comisaría de Abastos (323), el Suministro, las cartillas de racionamiento (223, 315), el mercado negro o estraperlo (104,118), el Auxilio Social (98) y los comedores de beneficencia (90, 98), que atestiguan la carestía de víveres como consecuencia de la política económica de autarquía promovida por Franco tras la Segunda Guerra Mundial, en la que España tuvo una participación en el marco de la política de no beligerancia y el consiguiente aislamiento, promovido por los aliados en el seno de la recién creada ONU.

 

III.-La necesidad de “comer caliente” durante la posguerra

En una época de escasez como la posguerra española donde se enmarca La colmena, satisfacer la necesidad de comer se convierte en la raison d’être de la mayoría de los personajes. Menciones explícitas al deseo de llevarse algo a la boca abundan en la novela: “¡Lo que yo quiero es comer! ¡Comer!” (251), “Victorita no pedía más que comer” (226) o “La Marujita dice que su madre tiene que comer” (222), por citar algunos ejemplos, reflejan el anhelo vital de comer y la importancia concedida a la comida en el texto de Cela.

El hambre se convierte en el motor de la vida cotidiana. Se trata de una necesidad tan elemental que hasta los más pequeños son conscientes de la importancia de alimentarse, como se infiere de las palabras de los sobrinos de doña Celia que, en la casa de citas de su tía, gritan con júbilo cada vez que ven a un huésped, ya que ésto se traduce en comida: “Los niños, cuando llega alguna pareja, gritan jubilosos por el pasillo: ¡viva, viva, que ha venido otro señor! Los angelitos saben que el que entre un señor con una señorita del brazo significa comer caliente al otro día” (194, énfasis añadido).

“Comer caliente” se perfila, pues, como la necesidad de casi todos los personajes de La colmena (Gibson, 2003, p. 141), que encauzan sus actuaciones hacia la consecución de este fin.[11] De hecho, se establece de manera explícita una identificación entre el vivir y el comer caliente, como se desprende de la voz narrativa: “el comer caliente todos los días […]. ¡La vida! (102, énfasis añadido). En consecuencia, el modus operandi de las personas quedará supeditado a llenar el estómago; para lo cual se recurrirá con frecuencia al hurto, al engaño, a la trampa o la mentira e incluso a una serie de comportamientos de dudosa índole moral, como la prostitución o el contrabando; entroncando La colmena con la tradición  picaresca española (Castellet, 1962, pp. 30-31).[12]

Una vez satisfecha la necesidad básica de “comer caliente”, las convicciones personales, morales, políticas o religiosas quedan relegadas a un segundo plano. Dicha actitud se traduce en La colmena en el conformismo e indiferencia ante el panorama social, encarnado en la figura del guardia civil Julio García Morrazo: “El hombre era de buen conformar y tampoco quería complicaciones. —Mientras me den de comer caliente todos los días y lo que tenga que hacer no sea más que pasear detrás de las estraperlistas…” (207, énfasis añadido).[13]

Por otro lado, cuando la comida no constituye motivo de preocupación alguna, muchos individuos se valen del hambre ajena para su propio beneficio. La explotación laboral y sexual, tan frecuente en la novela, responde de este modo a la posición económica privilegiada de ciertos personajes.[14] Así, por ejemplo, Doña Rosa se aprovecha del hambre de sus empleados para explotarlos laboralmente mientras que Don Mario de la Vega usa el hambre de Victorita para obtener favores sexuales a cambio.

 

IV.-La comida y el instinto animal

Dado que la necesidad de comer es puramente instintiva, se establece una vinculación directa entre el hombre con la especie animal. “Los hombres en esto seguimos siendo como los animales” (255) —observa el narrador—y la animalización de la novela ciertamente contribuye a este fin.[15] En la línea del esperpento de Valle-Inclán (Ortega, 1967, p. 24), Cela caricaturiza a los personajes bajo la guisa de rasgos animales con el fin de reflejar una sociedad deshumanizada. La prosopografía se perfila con trazas de animal: “Al usurero le brillan los ojitos como a una lechuza” (198) y “los ojitos de Doña Rosa parecen los atónitos ojos de un pájaro disecado” (56). A veces, la comparación concierne a la actitud, como en el sexo: “Petrita, con las mejillas arreboladas, el pecho palpitante, la voz ronca, el pelo en desorden y los ojos llenos de brillo, tenía una belleza extraña, como de leona recién casada” (165) o en el trabajo: “un zangano malcriado que nació para chulo” (94). También, son frecuentes los insultos bajo metáforas animalísticas: “¡Sinvergüenzas! ¡Perros!” (78) o “¡[…] ya pueden usted y su esposo tener vista con este ganado!” (190).

Quizás, el personaje que mejor sintetiza la naturaleza instintiva del ser humano como animal sea el gitanillo que se gana la vida cantando flamenco y a quien se describe en los siguientes términos: “El niño no tiene cara de persona, tiene cara de animal doméstico, de sucia bestia, de pervertida bestia de corral […] su poder razonador se limita a reconocer los cambios elementales de la naturaleza o a sentir las necesidades animalescas de su cuerpo” (110). Cela ofrece un retrato bestial, tanto en el sentido literal como metafórico del término, de un crío que “debe andar por los seis años” (128) y que se mueve por el instinto animal del hambre. El niño gitano se pasa el día cantando “desde la una de la tarde hasta las once de la noche” (127) para poder costearse una única comida al día, consistente en “un plato de alubias, pan y un plátano” (128), en una taberna.

La existencia infrahumana del niño gitano, cuya única aspiración es tomar un plato de comida al final del día, revela el vacío espiritual que domina la sociedad creada por Cela. En efecto, la misma existencia del gitano es descrita como “un milagro”, término que irónicamente subraya la tragedia de un crío abandonado por Dios y por la sociedad (Spires, 1978, p. 111): “Todo lo que pasa es un milagro para el gitanito, que nació de milagro, que come de milagro, que vive de milagro y que tiene fuerzas para cantar de puro milagro” (110).

 

V.-Los efectos de la comida en el cuerpo

El instinto animal del hambre que se siente en el cuerpo es producto de un acto puramente fisiológico, al igual que defecar, orinar o eruptar—como recuerda la voz narrativa: “Hay verdades que se sienten dentro del cuerpo, como el hambre o las ganas de orinar” (116). De manera intencionada, Cela establece este sincretismo entre comer y excretar, entroncando así con la concepción platónica que liga la comida al cuerpo y éste a su vez con lo material, es decir, con la parte instintiva y baja del ser humano por oposición al alma, es decir, a la parte espiritual, noble y sublime (Jeanneret, 1991, p. 81; Perelmuter, 2004, pp. 43-70).[16]

Cela explota el polo escatológico en la línea tremendista presentando imágenes grotescas de diarreas, estreñimientos, náuseas, desmayos, atracones y ayunos prolongados[17] que propician una lectura bajtiniana del cuerpo[18] (Batjín, 1999, pp. 273-393) como signo de decadencia y muerte[19]—acorde con una sociedad misérrima, tanto desde el punto de vista económico como moral. La sucesión de imágenes sobre los efectos que la comida—ya sea por su exceso o defecto—tiene sobre los cuerpos se repiten ad nauseam produciendo una sensación de asco (Ortega, 1967, p. 26) físico y moral. Asi, pues, en diferentes celdillas se yuxtaponen imágenes antitéticas como, por ejemplo, ayunos/atracones o diarreas/estreñimientos, que, aunque dependen, obviamente, del poder adquisitivo de los personajes, comparten un mismo telón de fondo: los váteres; enlazando de este modo con la voz narrativa que equipara el hambre con el excremento.

Por un lado, el exceso de comida se materializa en diarreas causadas por cenas copiosas, como la que sufre doña Rosa: “Yo me pasé la noche yendo y viniendo al water; se conoce que cené algo que me sentó mal y el vientre se me echó a perder” (162) […] “¡Huy, hija! ¡Y qué retortijones! ¡Tenía el vientre como la caja de los truenos! Para mí que cené demasiado. Ya dice la gente, de grandes cenas están las sepulturas llenas” (277) o estreñimientos padecidos por la gente rica que se gasta en baños lujosos lo que otros necesitan para la comida, a la luz de la reflexión de Martín ante un escaparate de sanitarios:

Hay baños que lucen hermosos como pulseras de brillantes, bidets con un cuadro de mandos como el de un automóvil, lujosos retretes de dos tapas y de ventrudas, elegantes cisternas bajas donde seguramente se puede apoyar el codo, se pueden incluso colocar algunos libros bien seleccionados, encuadernados con belleza: Hölderlin, Keats, Valéry, para los casos en que el estreñimiento precisa de compañía; Rubén, Mallarmé, sobre todo Mallarmé, para las descomposiciones de vientre. ¡Qué porquería! […]  Martín Marco sonríe, como perdonándose, y se aparta del escaparate. –La vida—piensa—es esto. Con lo que unos se gastan para hacer sus necesidades a gusto, otros tendríamos para comer un año. ¡Está bueno! (108-109)

Por otro lado, en el polo opuesto, la falta de alimento causa el desfallecimiento de un joven poeta al “que se le borra el café” (84) y es trasladado a los servicios de la cafetería para que se espabile con el olor del desinfectante que se vierte en los retretes: “—Vamos a llevarlo al water, debe de ser un mareo. Mientras don Trinidad y tres o cuatro clientes dejaron al poeta en el retrete, a que se repusiese un poco, su nieto se entretuvo en comer las migas del bollo suizo que habían quedado sobre la mesa. —El olor del desinfectante lo espabilará” (86).

Hay una clara obsesión con el cuerpo grotesco en la novela por su vinculación con la comida. En líneas generales, las descripciones de los personajes destacan por la ausencia de rasgos físicos.[20] Apenas hay menciones al pelo, los ojos, la cara u otras trazas corporales y cuando éstas se producen se tiende a la animalización, como se apuntó con anterioridad. La prosopografía se centra principalmente en tres partes del cuerpo bien definidas: la boca, la barriga y el ano, que resultan sumamente significativas puesto que no sólo desempeñan “un rol importante en la imagen grotesca del cuerpo” (Bajtín, 1999, p. 285), sino que, a la luz de la importancia de la comida en la novela, representan el proceso de la digestión, a saber, toma, procesamiento y expulsión de alimento.[21] De esta manera, se enlaza de nuevo con la imagen simbiótica de comida-excremento expuesta por el narrador al equiparar el hambre con la necesidad fisiológica de la orina.

Menciones a la boca se canalizan con la presencia de distintos tipos de dentaduras. Cela focaliza su atención en los dientes de varios de sus personajes para contrastar su situación de miseria o riqueza. Así, la prostituta Elvira tiene “los dientes picados y ennegrecidos” (127) y “Filo sonríe. En uno de los dientes de delante tiene una caries honda, negruzca, redondita” (248), por oposición a los dientes de oro que luce la amiga de Doña Pura: “Doña Pura, la señora de don Pablo, habla con una amiga gruesa, cargada de bisutería, que se rasca los dientes de oro con un palillo” (91) y el policía que “[t]enía un diente de oro” (251) y para a Martín para pedirle su documentación.[22]

Asimismo, la barriga es objetivo de la cámara fotográfica del escritor gallego. Nuevamente, se marcan los contrastes entre los que comen en exceso y los que carecen de alimento alguno. La pensionista Matilde “tiene una barriga tremenda” (84), doña Rosa tiene “el vientre hinchado como un pellejo de aceite” (13), las personas que viven por el metro de Colón se miran “los pliegues de la barriga” (116) frente a “los niños anémicos y panzudos” (106) junto con personajes como Maribel, que tiene “la barriga vacía” (282), o Elvira con su “panza fría” (232). Por último, el culo cobra especial protagonismo en la figura de Doña Rosa, a quien se describe con un “tremendo trasero” (45). La parte del cuerpo más baja por donde se expulsa la comida aparece relacionada con el personaje de mayor bajeza moral. El gran tamaño del trasero de esta mujer contrasta radicalmente con el culito del gitanillo que lo mueve al compás de sus palmas (224).

A pesar de la ausencia generalizada de rasgos físicos concretos, el bosquejo de muchos personajes enfatiza el tamaño de sus cuerpos. Imágenes extremas que fluctúan entre la gordura exacerbada y el práctico esqueleto contribuyen a perfilar el cuerpo grotesco al tiempo que ponen de manifiesto la hambruna de muchas gentes. Entre los gordos, destacan la pensionista Matilde (84), la amiga “gruesa” (91) de Doña Pura y, por supuesto, Doña Rosa (96). Los famélicos están representados por el limpiabotas “raquítico” (46) o el “enclenque” (69) de Martín Marco.

La envergadura corporal establece una dicotomía metafórica que tiende a identificar la gordura con la riqueza y la delgadez con la pobreza (Lakoff y Johnson, 1980). Se presenta, por tanto, una metáfora de naturaleza visual que aporta gran plasticidad en la recreación del ambiente de hambruna y desigualdades económicas del Madrid de la posguerra. Sin lugar a dudas, el epítome de la metáfora que conceptualiza la acumulación de ganancia con el aumento de peso subyace en la descripción de doña Rosa, que engorda conforme amasa más dinero: “doña Rosa engorda y engorda todos los años un poco, casi tan deprisa como amontona los cuartos” (96) puesto que, al fin y al cabo, esta mujer es “la imagen misma de la venganza del bien nutrido contra el hambre” (78).

 

VI.-Análisis de imágenes de la comida

a) El pan

El pan tiene una presencia destacada en La colmena. Aparece como comestible propiamente dicho (“media barra de pan”, 319), en canciones (“Esgraciaíto aquel que come/el pan por manita ajena”, 117) y expresiones idiomáticas (“Esto es pan comido”, 212). Las menciones a la pésima calidad del pan: “pan de tercera” (214), su escasez debido al racionamiento (“Pan no hay”, 118) así como su trapicheo en el mercado negro, con la presencia en el metro de las mujeres “que venden barras” (223), contribuyen a la fiel recreación del ambiente de posguerra.

No obstante, como símbolo del sustento material y espiritual, las imágenes del pan se tornan en metáfora de decadencia social. Mediante una serie de locuciones construidas en torno a dicho alimento, como “ganarse el pan”, “ser pan comido”, “comerse el pan de alguien”, “quitar el pan” o “gustar más que el pan”, Cela presenta algunos de los grandes males que afectan a la sociedad.

En líneas generales, los personajes se clasifican en dos grandes grupos de acuerdo con su necesidad, simbolizada en el pan. Por un lado, emerge la masa hambrienta, personas cuya vida “parece consagrada por entero a la procura del pan de cada día” (Torrente Ballester y Castellet, 1991, p. 396). Se trata de gentes que se ven forzadas a la prostitución “para ganarse el pan”, frase que repiten incesantemente las prostitutas (“de algún modo habrá que ganarse el pan”, 314), la dueña del burdel (“todos tenemos que ganar el pan”, 276) y de la casa de citas (“con tal de ganar el pan”, 193), las chicas que aspiran a ser queridas de hombres adinerados (“tuvo que encontrar una forma de ganarse el pan”, 197) e incluso la mujer que vende la virginidad de su sobrina a cambio unos duros (“por ganar el pan”, 199) con el fin de justificar la venta de sus propios cuerpos o los ajenos.

En el polo opuesto, se halla una minoría para quienes la vida “es pan comido”. Personas que, teniendo garantizado el pan, se valen del hambre ajena para explotar a los necesitados. Así, por ejemplo, el impresor Mario de la Vega, con la ayuda de doña Ramona, se aprovecha de las penurias económicas de Victorita, cuyo novio tuberculoso necesita comida y medicinas, para tener relaciones sexuales con ella. La empresa resulta tan sencilla que es descrita como “Esto es pan comido” (212). Igualmente, cuando el impresor engaña al joven bachiller del café para que trabaje en su empresa sin contrato alguno, el trato se presenta nuevamente como “pan comido” (232).

Las sucesivas imágenes del pan descubren la sordidez de una sociedad donde a falta de comida sobran la explotación laboral y sexual. Los trabajadores de doña Rosa, cansados de las vejaciones de la dueña de la cafetería, se refieren a ella, entre murmullos, en los siguientes términos: “¡Que te comes el pan de los pobres!” (43, 64, 96, 103). Del mismo modo, cuando Consorcio López ve a su ex novia Marujita, a quien abandonó tras dejar embarazada, convertida ahora en una mujer de dinero gracias a su matrimonio, se insinúa sexualmente a través de un eufemismo relacionado con el pan: “me gustabas más que el pan frito” (195).

La imagen del pan como símbolo de injusticia social se plasma magistralmente en la canción del gitanillo. El crío irrumple en la novela entonando, a la puerta de una taberna, un cantar popular cuya letra alude a la miseria: “Esgraciaíto aquel que come/el pan por manita ajena; /siempre mirando a la cara/si la ponen mala o buena” (107). Cela parece incorporar esta canción flamenca a manera de contrarréplica de las canciones promulgadas por la falange que versaban sobre la necesidad de luchas “por el pan y la justicia”—precisamente los dos elementos inexistentes en La colmena.[23]

b) La carne, el pescado y los huevos

Apenas hay menciones a la carne, el pescado o los huevos, en consonancia con la carestía de alimentos durante el período de posguerra. No obstante, precisamente debido a su prática inexistencia, las apariciones de tales productos resultan en extremo significativas en la novela. En primer término, sirven para perfilar el status social de los personajes. La gran masa hambrienta, entre la que se encuentran Martín Marco, Victorita o Filo, por ejemplo, nunca aparecen degustando estos manjares. Por contraste, aparece uan minoría capaz de costearse productos cárnicos, como doña Matilde, que manda a su criada a comprar hígado para preparar un guiso: “Mañana traiga usted hígado para el mediodía, Lola. Don Tesifonte dice que es muy saludable […] Un hígado que esté tiernecito para poder hacerlo con el guiso de los riñones” (179).

Cela presenta una gama de aves de caza en la mesa de los personajes más acomodados. Así, Laurita, la amante de Don Pablo, “se hincha” (126) a “pechuga villeroy” (126) en un restaurante de lujo. La voracidad con la que toma la carne, denotada en el verbo “hincharse”, parece subrayar el pecado capital de la gula; marcando así un profundo contraste con la hambruna generalizada de múltiples personajes y entroncando con la sensación de vacío espiritual que reina en la sociedad pergeñada por Cela. Asimismo, don Mario de la Vega y doña Rosa disfrutan de sendos capones y perdices (97, 164). La presencia de estas aves, en el contexto histórico de la novela, parece sugerir la imagen del dictador, dado que Franco era un gran aficionado a la caza. En este sentido, las connotaciones de estos alimentos ayudan a perfilar la imagen dictatorial del impresor y, en especial, de doña Rosa, a quien se llega a calificar de dictadora en numerosas ocasiones.

Dentro de los productos cárnicos, mención destacada merecen los embutidos, como las morcillas, butifarras y longanizas. Aunque algunos viandantes aparecen tomando bocadillos de butifarras (29), se produce una concentración de estos alimentos en el personaje de doña Rosa. Ésta no sólo los come, sino que además se permite el lujo de dárselos a los animales en lugar de a las personas hambrientas de su alrededor; subrayándose de este modo la calidad infrahumana del personaje: “Pero quien manda aquí soy yo, ¡mal que os pese! Si quiero me echo otra copa y no tengo que dar cuenta a nadie […] El café es como el gato, sólo que más grande. Como el gato es mío, si me da la gana le doy morcilla o lo mato a palos” (340). De manera significativa, algunas viandas aparecen en la descripción física de la dueña de la cafetería. El grosor de sus piernas se asemeja a las butifarras (57) mientras que sus dedos gordezuelos son “como morcillas se reflejan hermosos, casi lujuriosos” (78). El calificativo de los dedos como “lujuriosos” vuelve a apuntar a otro pecado capital: la lujuria, el vicio consistente en el apetito desordenado. Tal pecado no sólo se relaciona con el desamparo espiritual de La colmena sino que cobra una gran fuerza a la luz de la hambruna generalizada en la novela.

Tanto el pescado como los huevos funcionan como marcas sociales de los personajes. A pesar de ser un alimento básico, en la época de posguerra era difícil hacer acopio de huevos, pues estaban racionados a uno por persona (Montoliú, 2005, p. 32). De hecho, ni siquiera por motivos de salud, algunos de los personajes pueden comer este alimento. Tal es el caso de Filo, a quien el médico le ha recomendado “que tomara dos huevos al día” (125). No obstante, en un alarde de generosidad, Filo le cede su único huevo y se lo fríe para que lo pueda comer su hermano Martín (118). En cuanto al pescado, Don Pablo toma “lubina” (21) mientras que su amante Laurita, “lenguado al horno” (21). Frente a estos pescados tan caros aparecen los chicharros, que en ocasiones especiales se toman en casa de Filo: “Encima de la mesa, media docena de chicharros espera la hora de la sartén. –A Roberto le gustan mucho los chicharros fritos. –Pues también es un gusto…” (123). Cela condensa la imagen de miseria más absoluta en una lata vacía de atún que Filo y la familia emplean a manera de cazuela: “alrededor de una estufa de serrín, que da bastante calor. Encima de la estufa hierven, en una lata vacía de atún, unas hojas de laurel” (283).

Cela hace a sus personajes conscientes de la significación de la comida en el Madrid de la posguerra, como se refleja en la mentira que se ve obligada a contar Elvira cuando doña Rosa le pregunta qué ha cenado la noche anterior: “Anoche, por ejemplo, ¿qué cenó usted?—¿Anoche? Pues ya ve usted, poca cosa, unas espinacas y dos rajitas de pescadilla. La señorita Elvira había cenado una peseta de castañas asadas, veinte castañas asadas, y una naranja de postre” (277-278).          

c) Frutas y verduras

De todos los alimentos, las frutas y verduras son los más baratos y de ahí que en La colmena se incorporen en las dietas de los personajes de clases bajas. Filo y su marido aparecen tomando un único plátano (127, 210), Elvira, una naranja (277), mientras que la planchadora Dorita se tiene que conformar con los “doscientos gramos de judías” (314) correspondientes del suministro. Más allá de transmitir una sensación de pobreza, la comida se torna nuevamente en vehículo de expresión de la indigencia moral. La imagen de las aceitunas que arrojan los clientes de la taberna al gitanillo como pago de sus canciones delata la insensibilidad de las gentes ante un niño de pocos años: “De la taberna le tiran […] tres o cuatro aceitunas que el niño recoge del suelo, muy deprisa” (107). Lejos de la conmiseración que tal escena debería suscitar en el espectador, la actitud de los clientes de la taberna destaca por su total indiferencia. Incluso, aunque por momentos parece vislumbrarse un atisbo de compasión en don Roberto, quien “estuvo pensando en llamar al niño y darle un real” (108), pronto desaparece el gesto humanitario, tornándose en el más puro egoísmo: “No... A Don Roberto, al imponerse el buen sentido, le volvió el optimismo” (108), quedándose con los cinco duros en el bolsillo.

Al igual que las aceitunas, tanto las castañas como las cebollas se convierten en metáforas de ruindad social. En el marco espacio-temporal de la novela, o sea, en el Madrid invernal, las castañas poseen fuertes connotaciones de frialdad, que se correlata con la frialdad en el trato dado a las personas. Para varios de los personajes, las castañas constituyen el único sustento diario: “La señorita Elvira había cenado una peseta de castañas asadas, veinte castañas asadas” (227) y a Martín Marco “[l]as cuatro castañas” (116) que se puede permitir “se [l]e acabaron muy pronto” (116).

La importancia de la cebolla es capital puesto que, aparentemente, desencadena el único suicidio en la novela: “Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla” (284). Dentro de las coordenadas de posguerra, la cebolla se erige en el símbolo por antonomasia de la absoluta pobreza. Cela parece valerse de este bulbo cristalino para establecer una serie de conexiones literarias que sirven para recalcar el ambiente de mezquindad que azota a la sociedad madrileña. La imagen de la cebolla, indudablemente, se relaciona con el celebérrimo poema “Nanas a la cebolla”, escrito por Miguel Hernández a manera de respuesta tras recibir una carta de su mujer donde contaba que estaba sobreviviendo junto a su hijo a base de pan y cebollas. En el poema se establece de manera explícita una identificación entre la cebolla y el hambre: “Hambre y cebolla”.[24]

Además, como apunta Sobejano, el episodio del suicidio del hombre que huele a cebolla tiene reminiscencias de un personaje galdosiano. En Torquemada en la Cruz Cruz, la hermana del ciego Rafael de Águila, para sacar a la familia de la pobreza, decide casar a su otra hermana, Fidela, con el usurero Torquemada. Cuando Rafael es invitado a comer por ambas hermanas a casa de Torquemada, se muestra incapaz de probar bocado dado que sabe la procedencia inmoral del dinero con el que se ha comprado la comida, condensado en el olor a cebolla: “-No puedo comerlo. Me huele a cebolla. / - ¿A cebolla? Tú estás loco… ¡Tanto como te gusta! / -Me gusta, sí…; pero apesta…No lo quiero.” (113-126). Aparte de la aversión al olor de la cebolla, el hecho de que el ciego termine suicidándose del mismo modo que el personaje de Cela en Torquemada en el purgatorio—lanzándose por la ventana de la habitación—revela la más que probable intención del escritor gallego por rememorar el texto literario de Galdós. En este sentido, a la luz de las posible intertextualidad, el olor a la cebolla que provoca el suicidio en ambos relatos representa de manera sensórea la putrefacción social.

d) Los dulces

          Una gran parte de la acción en la novela transcurre en el interior de las cafeterías donde constantemente aparecen los clientes tomando café. Cela ofrece el acompañamiento idóneo a esta bebida incluyendo una amplia gama de repostería que incluye galletas, pastas de té, bollos, pasteles, churros, mojicones y torteles. La comida se convierte, de nuevo, en cauce de transmisión de la miseria moral. Mediante imágenes antitéticas basadas en diversos dulces, se revela la brecha social causante de las injusticias que sufren la mayoría de los personajes.

La gula de doña Matilde y doña Asunción, que, “nada más comer” (157) se reúnen en la lechería de la calle Fuencarral para tomarse “unos bollitos” (158) contrasta de manera radical con la lata de galletas vacía en la que Filo le guarda las sobras de la comida a su hermano Martín: “la Filo guarda las sobras de la comida en una vieja lata de galletas” (118). En otras situaciones, la indiferencia social se transmite por medio de la yuxtaposición de secuencias alimenticias, como la que presenta al sobrino del prestamista devorando las últimas migajas del bollo suizo mientras el joven literato se desmaya a consecuencia de su estómago vacío: “—Vamos a llevarlo al water, debe de ser un mareo. Mientras don Trinidad y tres o cuatro clientes dejaron al poeta en el retrete, a que se repusiese un poco, su nieto se entretuvo en comer las migas del bollo suizo que habían quedado sobre la mesa” (86).

De manera significativa, el personaje de doña Rosa, epítome de la tiranía social, vuelve a aglutinar, de manera literal y simbólica, la comida. Además de tomar churros diariamente para el desayuno (318), la muletilla que caracteriza su idiolecto, “nos ha merengao”, se deriva del dulce “merengue” (Moliner, 2012). No es casualidad que tanto los churros como el merengue sean dos de los dulces más típicos de Madrid; revelándose así, por medio del simbolismo alimenticio, el mal reparto económico que sumerge a la inmensa población en la más absoluta pobreza.

e) El café, la leche, el chocolate y bebidas alcohólicas

          El café aparece prácticamente en todas sus variedades, a saber, “exprés” (66, 67), “con leche” (47, 58), “solo” o “corriente” (167), para aportar unas pinceladas al cuadro costumbrista que Cela recrea en La colmena. En efecto, las continuas menciones a los personajes tomando café (e.j: Marujita pide “un café solo”, 188; “Doña Celia dejó el puchero en el que se estaba preparando una taza de café para merendar”, 202) junto con la presencia de los echadores en la cafetería contribuyen a forjar un ambiente de cotidianidad.

          Como todos los alimentos, el café refleja la posición social del individuo. Varios personajes miden su situación económica tomando como referencia los cafés que se toman al día: “Macario, como un autómata, piensa: Y entonces le diré: Mira, hija, no hay nada que hacer; con un durito por las tardes y otro por las noches, y dos cafés, tú dirás” (101). Otros equiparan metonímicamente el café con el sustento. Tal es el caso de la planchadora Dorita, que además de trabajar en el burdel de doña Jesusa, necesita hacer horas extras cuidando a una anciana por las tardes con el fin de “defender  [...] su cafetito de las tardes” (314).

          El café se revela como distintivo social. A pesar de tratarse de una bebida muy básica, algunos de los personajes necesitan recurrir a su sucedáneo, la malta,  debido a su estrechez económica: “Don Roberto González, el marido de Filo, “desayuna una taza de malta con leche bien caliente” (319). De hecho, la importancia social otorgada al café es tal que llega a convertirse en símbolo de dignidad. Al fin y al cabo, a Martín Marco le ponen de patitas en la calle por no poder pagar un café y de ahí la importancia de su regreso a la cafetería cuando le prestan unas monedas para demostrar que él no es “un muerto de hambre” (288). El joven monta todo un numerito: llama al mismo camarero, se sienta en la misma mesa, pide un café y gritando acusa a la dueña de que no es café sino malta, rebajando irónicamente a doña Rosa a su posición económica, puesto que el mismo Martín aparece con “una taza de malta” (319):

Le sirven, bebe un par de sorbos y se levanta, camino del retrete. Después no supo si fue allí donde sacó el pañuelo que llevaba en el mismo bolsillo que el dinero. De vuelta a su mesa se limpió los zapatos y se gastó un duro en una cajetilla de noventa. –Esta bazofia, que se la beba su dueña, ¿se entera?, esto es una malta repugnante. Se levantó airoso, casi solemne, y cogió la puerta con un gesto lleno de parsimonia. (289)

El calor físico que proporciona la ingesta de café sirve para contrarrestar no sólo el gélido invierno madrileño, sino también la falta de calor humano que predomina en la novela. En varias escenas, el café aparece como símbolo de consuelo físico y anímico. En particular, cabe destacar la celdilla sobre el encarcelamiento de los dos homosexuales que se abre y se cierra con el anhelo de poder tomar un simple “cafetito”, con las connotaciones afectivas del sufijo diminutivo: “¡Ay, Pepe, qué bien vendría a estas horas un cafetito!” (168, 169). A pesar del miedo y la incertidumbre que transpiran en los sótanos de la dirección general de seguridad, donde Julián Suárez Sobrón, alias la Fotógrafa, y José Giménez Figueras, alias el Astilla, esperan su traslado a la cárcel, donde con toda seguridad serán maltratados, el café representa su único rescoldo/resquicio en una sociedad carente de justicia.

El ambiente de penuria sugerido por la imagen del sucedáneo de café, la malta, encuentra su correlato con las menciones a la “leche de sobrealimentación” (211, 246). Esta especie de leche en polvo enriquecida con vitaminas para suplir las carencias alimenticias de una población malnutrida se ofrecía como parte del suministro. Hay varias menciones a personajes que a falta de poder costearse la leche, han de recurrir a su sucedáneo. Baste recordar una de las escenas en la cocina en casa de Filo: “¡Qué tonta soy! Con la conversación me había olvidado de darte tu vaso de leche. […] Don Roberto se bebió su vaso de leche de sobrealimentación” (211).

Dentro del simbolismo alimenticio que impregna la novela, la leche se convierte en imagen de lo maternal. Cela asocia irónicamente esta bebida con el personaje de doña Rosa, quien llega a autodefinirse como “una madre” (43) cuando aparece dando consejos a la prostituta Elvira. Así, ante la necesidad de hacer un pedido de leche para la cafetería, doña Rosa se violenta con el empleado, insistiendo en la necesidad de racionar dicha bebida y comparando de manera cómica su cafetería con la maternidad de un hospital: “Pues, hijo, ¡ni que estuviésemos en la maternidad! (68). La identificación de doña Rosa con la “madre” de los personajes desamparados que frecuentan su cafetería pone de manifiesto la falta de una figura paterna en el sentido espiritual y de ahí la sensación de ausencia de Dios transmitida a lo largo de La colmena.

En el entorno invernal de Madrid no podían faltar las menciones al típico chocolate caliente. Como ocurriese con el café, el chocolate aporta física y simbólicamente cierto calor y de ahí que ante las penurias económicas en las que se encuentra inmersa la familia de Filo, ella se consuele pensando en un tazón de chocolate: “con lo bien que vendría ahora un chocolate” (213). Sin embargo, a diferencia del café, el chocolate aparece asociado exclusivamente a las clases pudientes, reflejado en la anciana para la que trabaja la planchadora Dorita (314) o Don Pablo, que tiene como costumbre merendar todos los días “en el Café de doña Rosa tomándose un chocolate” (261). El chocolate, por tanto, se transforma en símbolo del dinero y de ahí que doña Rosa lo racione y obligue al cocinero a hacerlo más aguado: “Doña Rosa se mete en la cocina. --¿Cuántas onzas echaste, Gabriel?--Dos, señorita.--¿Lo ves? ¡Lo ves! ¡Así no hay quien pueda! ¡Y después, que si bases de trabajo, y que si la Virgen! ¿No te dije bien claro que no echases más que onza y media?” (64). La imprecación a la Virgen justo después de la mención a las bases del trabajo señala la ausencia de generosidad en el personaje de doña Rosa, quien fomenta la hambruna física y moral de La colmena imponiendo el racionamiento de productos en su cafetería, donde “no repite ni Dios” (83).

Frente al café, la leche e incluso el chocolate caliente, las bebidas alcohólicas, debido a su escasez y elevado precio, intensifican la brecha social en la novela, como se desprende de las palabras de uno de los clientes de la cafetería de doña Rosa: “Don José, en el café de doña Rosa, pide siempre copita: él no es un cursi ni un pobretón de esos de café con leche” (53). De ahí la importancia de estas bebidas en el retrato de las personas más adineradas, como el impresor Mario de la Vega, a quien nunce le falta la “copa de todas las tardes” (89), Pablo Alonso, que se toma “[m]edia de sauternes y otra media de borgoña” (126) y, por supuesto, doña Rosa, que se bebe sus buenas copas de ojén “desde que se levanta hasta que se acuesta” (45).

Debido a esta marca social, las imágenes de las bebidas alcohólicas revelan con frecuencia las desigualdades sociales causantes de la miseria económica y espiritual que reinan en la novela. El alcohol se convierte en herramienta de explotación. Don Pablo emborracha de manera intencionada a la furcia madame Pimentón con el único propósito de recrearse en el sufrimiento ajeno:

La muy imbécil se creía que me la iba a dar. Sí, sí...¡Estaba lista! La invité a unos blancos y al salir se rompió la cara contra la puerta. ¡Ja, ja! Echaba sangre como un becerro. Decía: oh, la, la’ oh, la, la, y se marchó escupiendo las tripas. ¡Pobre desgraciada, anda siempre bebida! ¡Bien mirado, hasta daba risa! (54)

f) El tabaco

Aunque el tabaco no es un alimento propiamente dicho, en el ambiente de La colmena se puede considerar como tal por sus similitudes con el simbolismo de la comida. Cela presenta con gran minuciosidad distintos tipos de tabaco que circulaban durante la posguerra como reflejo de desequilibrio social. Los personajes adinerados aparecen comprando cajetillas de cigarros. Por ejemplo, Mauricio Segovia, “que le compró un paquete entero de tabaco” (65). En contraste, otros sólo pueden permitirse cigarros sueltos, como las prostitutas, e incluso colillas, como las que Martín Marco se ve obligado a recoger cuando quiere fumar algo: “Martín Marco se sienta en un banco de madera y enciende una colilla” (241) o “ando guardando las colillas” (305). De manera similar, las distintas marcas tabacaleras son significativas del status social. El estudiante de notarías Ventura Aguado fuma tabaco americano Lucky y algún otro cliente se decanta por la marca cubana Gener, extremadamente caras y difíles de conseguir, mientras que las rameras Elvira y Lola se conforman con el más barato, “un tritón” (295).

El estigma social ligado a la comida, que forzaba a personajes como Elvira a mentir sobre su cena, reaparece en las imágenes del tabaco. Don Leonardo Meléndez, hombre de familia de renombre, ha perdido su fortuna, pero mantiene las apariencias. Como no se puede permitir comprar tabaco, recurre a la picaresca para poder fumar. Fingiendo que se ha olvidado el papel de fumar, se lo pide a algún cliente, que, por lo general, le ofrece un pitillo.

Distintas imágenes de tabaco revelan una crueldad social extrema. Don Mario de la Vega hace ostentación de “un puro descomunal, un puro que parece de anuncio” (61), llamando la atención de un cliente humilde que se interesa por su precio y calidad. En lo que se presenta como un acto de generosidad, el impresor decide ofrecerle a este hombre un puro: “¿Quiere usted fumarse uno?” (62). Ante la mirada atónita del cliente que no tiene palabras de agradecimiento, don Mario de la Vega se lo arranca de las manos, mofándose de la inocencia del hombre: “El impresor soltó una carcajada violenta, descomunal” (62). Resulta interesante que el mismo adjetivo que se utiliza en la descripción del puro, “descomunal”, se retome para calificar la carcajada malévola del impresor; subrayándose así la materialidad en la que se cimentan los grandes males que afectan a la mayoría de los personajes de La colmena.

 

VII.-Conclusión

La ubicuidad de la comida en La colmena transciende la recreación de un ambiente realista de posguerra. Cela se vale del simbolismo alimenticio para presentar una sociedad hambrienta, tanto en lo material como en lo espiritual. El verdadero problema que se cuece en las páginas de la novela es la injusticia social desencadenada por la desigualdad en el reparto de las riquezas. Ciertamente, la prostitución, explotación laboral, el robo y el engaño constituyen el verdadero “pan de cada día” de los personajes que habitan el Madrid de Cela.

 

 

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[1] Las citas de La colmena pertenecen a la edición de Jorge Urrutia (Madrid: Cátedra, 1988).

[2] La oración del padre nuestro dice así: “Padre nuestro que estás en los Cielos. /Santificado sea tu Nombre. /Venga a nosotros Tu reino./Hágase Tu voluntad/así en la tierra como en el cielo/El pan nuestro de cada día/Dánosle hoy/perdona nuestas ofensas/como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden/No nos dejes caer en la tentación/y líbranos del mal. Amén”. En el Diccionario de María Moliner: “En el <<padrenuestro>> alimento material y espiritual: ‘El pan nuestro de cada día, dánosle hoy” (2012, p. 532).

[3] En su estudio léxico Suárez Solís dedica un capítulo a la presencia del vocabulario culinario en la obra de Cela (1969, p. 88-91). Tras estudiar varios de los términos gastronómicos que impregnan una gran parte de los escritos celianos, concluye la autora que “La ciencia culinaria, con su variadísimo vocabulario, tienta de un modo especial su atención, no ya sólo en los libros de viajes, sino a través de casi toda su obra” (88).

[4] Para un estudio minucioso sobre el decoro poético en la obra de Cela, ver el estudio léxico de Suárez Solís.

[5] Para un estudio sobre los refranes en La colmena véase Maria Rosaria Pennisi “La lengua de La colmenaEspéculo 42 (2009): 1-8.

[6] A pesar de la evidente animalización de los personajes en la novela (ver Ortega 1996, p. 6-10), los animales, propiamente dichos, aparecen en contadas ocasiones. Está el gato de Doña Rosa que se pasea por la cafetería “La Delicia” (“El café es como el gato, sólo que más grande. Como el gato es mío…”, 318) y la visión onírica de un gato en la pesadilla de la señorita Elvira (“un gato negro y medio calvo que sonríe enigmáticamente como si fuera una persona, 232). Hay también un perro moribundo con el que juegan unos niños y que acaba llevándose el camión de la basura: “En la calle de Torrijos, un perro agoniza en el alcorque de un árbol. Lo atropelló un taxi por mitad de la barriga. Tiene los ojos suplicantes y la lengua fuera. Unos niños le hostigan con el pie […] Unos basureros se acercan al grupo del can moribundo, cogen al perro de las patas de atrás y lo tiran dentro del carrito” (326). Los gusanos aparecen en la comida que se entrega por el suministro: “—Ayer he vendido el suministro. Yo no lo quiero. El cuarto de azúcar lo di por cuatro cincuenta. El cuarto de aceite, por tres. Los doscientos gramos de judías, por dos; estaban llenas de gusanos. El café me lo quedo” (314-315).

[7] En su estudio sobre el humorismo de Cela en La colmena, Ortega (1967, p. 159-164) distingue cuatro tipos fundamentales de humor en el novelista: el humor social, la ironía, la escatología y la obscenidad.

[8] Varios diccionarios de símbolos presentan la colmena como imagen de la sociedad. En Estudios sobre el simbolismo de la naturaleza, se define la colmena como “modelo de las sociedades humanas” (154) y en la entrada del diccionario de símbolos de Chevalier y Gheerbrant se sugiere una acepción similar: “Hives are the bees’ houses and, by metonymy, the bees themselves, collectively, as a tribe. Their symbolic quality is therefore clear. In so far as it is a house, the hive is maternal reassurance and protection: in so far as it is hard-working collective—and how hard-working: its hum is like that of a workshop or factory—the hive symbolizes the type of organized and directed confederation, subject to strict regulation, which is regarded as soothing and pacifying the individual’s basic anxieties. Thus, in some initiation societies and religious communities, patterns of organization call to mind symbolically those through which some heads of state or business chiefs nowadays ensure their personal power in the names of order, justice and security.” (508-509). Dentro de la narrativa de Cela, Platas (82) señala que el título metafórico “puede evocar unas celdillas por las que se mueven unos personajes que no se conocen o que lo hacen superficialmente, pero integran, no obstante, la misma comunidad”.  Análisis similares sobre la simbología del nombre de la novela se encuentran en Pedraza y Rodríguez (188-190), Asún (33) o Urrutia (17-22), inter alia.

[9] En palabras de Asún (53-54), “La vida de La colmena es una procesión de hombres mediocres y de afectos de corto alcance: poetas cursis, músicos sin solfa, viudas celestinas, beatas sin escrúpulos, prestamistas desalmados, viejos verdes, criados serviles, orgullosos arruinados, burócratas pluriempleados, echadores perpetuos, tuberculosos sin asistencia, busconas envejecidas, maricas de gardenia roja, vecinos de chismes y vigilancia, amantes envilecidas, señoritas de buena familia y cine oscuro, viejas de primavera con lulú, vagabundos de limosna, tristes viejos que adelgazan al tiempo que engordan los amos, los poderosos los dueños.”

[10] En la nota a la primera edición el mismo Cela indica la precisión espacio-temporal de su relato: “Su acción discurre en Madrid—en 1942—y entre un torrente, o una colmena, de gentes que a veces son felices, y a veces, no” (958, citado en Henn 1974, p. 11) y “La colmena es la novela de la ciudad, de una ciudad concreta y determinada, Madrid, en una época cierta y no imprecisa, 1942, y con casi todos sus personajes, sus muchos personajes, con nombres y dos apellidos, para que no haya dudas” (975, citado en Henn 1974, p. 11).

[11] En su sección titulada “The Struggle for Survival” (i.e. “La lucha por la supervivencia”), Henn apunta que a pesar del poso económico notable en La colmena, la necesidad de dinero suele estar ligada a la necesidad de alimento de los personajes: “Such individuals are concerned with ensuring that they have the money to pay for the next meal” (1974, p. 63).

[12] La colmena como novela picaresca:  La colmena no deja de ser una novela picaresca, pero de la picaresca de hoy, mejor dicho de la picaresca que se produce en todos los períodos de posguerra o, mejor dicho aún, de la picaresca madrileña—es decir, gran parte de la esencia del mismo Madrid—en los años de la posguerra civil. Efectivamente, los principales ingredientes de la novela picaresca (…) reaparecen en esta obra de Cela. El mismo escepticismo vital, la misma crudeza en la presentación de situaciones, el pesimismo fundamental, el carácter de antihéroes de los protagonistas, incluso detalles accesorios como la multiplicación de personajes, ambientes y situaciones, sitúan a La colmena en la misma líneas del Buscón o de Mala hierba” (Castellet, 1962, pp. 30-31).

[13] Semejante conformismo se aprecia en la familia política de Don Pablo, que tienen una confitería y lo único que les interesa es la venta, independientemente de la ideología: “Lo que tenemos es que colocar a quien sea los bollos suizos y los petisús. Con las mismas pesetas nos pagan los republicanos que los carlistas” (262).

[14] Paul Illie (1963, p. 139) indica indica que  el tema fundamental de La colmena son las condiciones económicas de Madrid que revelan una gran desigualdad en la distribución de la riqueza.

[15] En su estudio sobre la imaginería animal en La colmena Ortega (1966, pp. 6-10) señala cuatros usos principales de imágenes animales: persona-animal (e.j: “El violinista, que tiene los ojos grandes y saltones como un buey aburrido), incorpóreo-animal (e.j: “Un aire abyecto voló, torpemente, por la habitación, rebotando de mueble en mueble, como una mariposa moribunda”), objeto-animal (e.j: “se distinguía el crujir de un somier, disparatado y honesto como el canto de la cigarra”)  y animal-animal (e.j: “El gato pasa por debajo de la puerta, estirando todo el cuerpo como una hoja de bacalao”).

[16] En su Diccionario de símbolos Cirlot (1969, p. 168) advierte que el cuerpo es “sede de un apetito insaciable, de enfermedad y de muerte.”

[17] La escatología es un componente esencial del estilo de Cela (ver el capítulo “Excrementos y funciones excretoras” de Suárez Solís, pp. 416-422, en la narrativa de Cela)  y en La colmena se concentran numerosas instancias de la dimensión escatológica de la comida. Hay indigestiones debido a que ciertos alimentos repiten a los comensales, como es el caso de Don Pablo, que afirma no querer excederse con la comida por miedo a que le repita, como le está pasando en ese momento en el restaurante donde está acompañado de su amante Laurita: “he estado toda la tarde a vueltas con la comida, pero ya me pasó. Lo que no quiero es que repita” (126). A veces aparecen náuseas ante la simple presencia de cuantiosos alimentos, como le occure al dueño de la confitería Fidel: “Por aquellas fechas, al ver las tiernas cañas de hojaldre rellenas de untuosa, amarillenta crema, sentía unas náuseas que casi no podía contener” (261). Incluso capítulos de gula en restaurantes de lujo, que producen cierta excitación en los personajes: “¡Cómo me gusta esto, Pablo!/Pues, hínchate, Laurita, no tienes otra cosa que hacer. /Oye, ¿es verdad que esto excita?” (225). La escatología, en general, tiende a emplearse con fines humorísticos (ver la sección dedicada al humor escatológico en La colmena en Ortega 1967, pp. 162-163), como, por ejemplo, cuando ante la reprimenda de un señor en la cafetería, uno de los niños piensa en las manchas de los calzoncillos causadas por los restos de caca :“ Chus, eres un cochino, que no te cambias el calzoncillo hasta que tiene palomino” (62); o cuando el discurso pedante de don Ibrahim es interrumpido por las voces de un vecino que pregunta si la niña ha hecho de vientre: “Pues bien, señores académicos: así como para usar algo hay que poseerlo, para poseer algo hay que adquirirlo. Nada importa a título de qué; yo he dicho, tan sólo, que hay que adquirirlo, ya que nada, absolutamente nada, puede ser poseído sin una previa adquisición (Quizás me interrumpan los aplausos. Conviene estar preparado).La voz de don Ibrahim sonaba solemne como la de un fagot. Al otro lado del tabique de panderete, un marido, de vuelta de su trabajo, preguntaba a su mujer.

¿Ha hecho caquita la nena?” (117) o cuando Celestino termina un discurso social sobre el hambre que azota la población tomando “un traguito de sifón y se metió en el retrete” (243).

[18] Para Batjín (1999, pp. 252-253) los rasgos particulares que definen al cuerpo grotesco son “el ser abierto, estar inacabo y en interacción con el mundo. En el comer estas particularidades se manifiestan del modo más tangible y concreto: el cuerpo se evade de sus límites; traga, engulle, desgarra el mundo, lo hace entrar en sí, se enriquece y crece a sus expensas.”

[19] Conviene aclarar, no obstante, que para Batjín el cuerpo grotesco en una imagen ambivalente: positiva, pues significa renovación y nacimiento; pero también negativa porque se relaciona con la decadencia y la muerte.

[20] Sobre el esbozo de los personajes en La colmena Alborg (1958, pp. 79-124) señala que “La colmena nos sabe a poco, porque ninguno de sus personajes se detiene lo bastante para que podamos agarrarlo un poco e intimar con él. Son siluetas que desfilan una y otra vez como transeúntes apresurados, son bocetos magníficos, sugerentes, cargados de vida que imaginamos apasionante pero que el autor no se propone desarrollar sino en esquema”.

[21] De hecho, para Bajtín (1999, p. 285) se trata de tres partes que desempeñan “un rol importante en la imagen grotesca del cuerpo”.

[22]Ortega (1965, p. 23) analiza el simbolismo del diente de oro del policía, ofreciendo la siguiente interpretación: “en el incidente que Martín, el personaje central de La colmena, tiene con un policía que lo detiene para pedirle la documentación—escena que tiene lugar a la luz de un farol—el único elemento que se destaca, por ser el que interesa, es el diente de oro del policía, símbolo del poder económico que todo el mundo acata, mientras que el pobre escritor Martín nunca ha sido reconocido por la sociedad, a causa del desprecio que ésta siente por el que carece de bienes naturales”.

[23] La canción “Falangista soy”, compuesta por Fernando Moraleda, era un canto a los ideales de justicia y comida que prometía la Dictadura Franquista (González Casanova, 1986, p. 47): “Falangista soy,/Falangista hasta morir o vencer/Y por eso estoy/al servicio de España con placer./Alistado voy con la juventud/a la lid de nuestra fe./Mi camisa azul y el escudo/con el yugo y el haz./
garantía sonen la España inmortal que triunfará./Cuando se enteró mi madre/de que yo era de las JONS,/
me dio un abrazo y me dijo:/"¡Hijo mío de mi alma/así te quería yo!/Falangista valeroso/y con este patrimonio,/la Justicia, el Pan, la Patria/y una España Grande y Libre/que soñaba José Antonio".

[24] “Nanas a la cebolla”: “La cebolla es escarcha, cerrada y pobre/Escarcha de tus días/y de mis noches. / Hambre y cebolla:/ hielo negro y escarcha/ grande y redonda. /  Ríete, niño,/ que te traigo la luna/ cuando es preciso./ Tu risa me hace libre,/me pone alas./Soledades me quita,/cárcel me arranca.”