estudios
EL PAN NUESTRO DE
CADA DÍA: IMÁGENES DE LA
COMIDA EN LA COLMENA
Irene López Rodríguez
(Liceo Europeo. Madrid)
Resumen:
El presente trabajo analiza el campo semántico de la
comida en La colmena. A partir de los sentidos connotativos que emanan de cada
alimento, se reconstruye el ambiente de miseria física y espiritual que azota a
la sociedad madrileña durante el período de posguerra. En una suerte de
recorrido gastronómico las siguientes páginas estudian el uso de la comida en
las descripciones de la ciudad junto con sus habitantes y animales, las
canciones y refranes populares, el idiolecto de los personajes e incluso en
veladas referencias históricas, políticas, sociales y culturales.
Palabras
clave: campo semántico, connotación,
gastronomía, posguerra, Madrid.
Abstract: This
paper analyzes the semantic field of food in La colmena. By studying the connotative senses derived from the
different types of food presented, the atmosphere of physical and spiritual mysery
which characterizes post-war
Key words: semantic
field, connotation, gastronomy, postwar,
El Diccionario de
La escasez de pan, reflejo de la situación de hambre y
miseria característica de la posguerra, saca a la superficie el problema de
fondo social al revelar un Madrid material y espiritualmente agotado. En
efecto, el hambre física que acucia a la inmensa población es producto de una
sociedad injusta donde la desigualdad en la distribución de la riqueza fuerza a
la masa paupérrima a la prostitución, el hurto, la mentira o el engaño en su
lucha por la supervivencia. En este sentido, la privación de pan, símbolo del
cuerpo de Cristo en la tradición cristiana, se trasluce en el vacío espiritual
imperante en la novela. Así, en vísperas de
En una suerte de recorrido gastronómico, el
presente trabajo analiza el campo semántico de la comida en la novela de Cela La colmena. A partir de los sentidos
connotativos que emanan de cada alimento, se reconstruye el ambiente de miseria
física y espiritual que azota a la sociedad madrileña durante el período de
posguerra.
I.-La presencia de
la comida en La colmena
La comida tiene una presencia destacada en la
novela de Cela. A las menciones explícitas a distintos tipos de alimentos como
las patatas (219), el queso manchego (319), las sardinas (205) o las longanizas
(180); bebidas como el café (47, 58, 66, 67, 319), el té (282), la leche (47,
58, 319), la tila (199), el vino (54, 105), la caña o la cerveza (87), el
whisky (114), el aguardiente (45, 318), los licores (164) y hasta el tradicional
chocolate caliente (155, 261) acompañado de los consabidos churros (319) o
demás bollería (bollos suizos, 58, 77, 69, 262, pasteles, 291 y pastas, 183),
se añade la presencia de comidas, que abarcan desde las más frugales como “un
huevo frito” (118) hasta las más copiosas, consistentes en “consomé; lenguado
al horno y pechuga villeroy” (126) pasando por las tradicionalmente caseras
como el “guiso de los riñones, con un poco de vino y cebollita picada” (179),
las “croquetas” (226) o “un plato de alubias” (128). El empleo de la comida, no
obstante, no se limita a la inserción de una serie de alimentos o guisos
particulares de una geografía concreta, de un período histórico determinado o
de un status social específico, sino que su presencia impregna todas las facetas
de la novela; convirtiéndose en un componente integral de la obra de Cela.[3]
La comida domina la descripción de la ciudad.
En los espacios externos, las calles se impregnan de olores y sabores que
emanan de la merienda de los niños (“Y los gritos de los niños que van al
colegio, con la cartera al hombro y la tierna, olorosa merienda en el
bolsillo”, 310), de los viandantes degustando sus bocadillos (“la pequeña
mecanógrafa que devora su bocadillo”, 241), de los puestos de las castañeras en
las bocas de metro (112) y los tenderetes de frutas en las calles de la ciudad
(“Y las voces de las vendedoras que madrugan, que van a levantar sus
puestecillos de frutas en la calle”, 309-310). Incluso en la música callejera
se percibe la presencia de la comida a través de las letras de las canciones:
“Esgraciaíto aquel que come/el pan por manita ajena; /siempre mirando a la
cara/si la ponen mala o buena” (107) o “Estando un maestro sastre/cortando unos
pantalones, /pasó un chavea gitano/que vendía camarones” (115). Ya en el
interior de los cafés y los bares el borboteo del agua de las cafeteras (“La
cafetera niquelada borbotea pariendo sin cesar tazas de café exprés”, 67-68) se
entremezcla con el humo de los cigarros y los puros (“Enciende el cigarro y echa una larga bocanada de humo”,
52). Al mismo tiempo, de los establecimientos de la ciudad se desprenden los olores y sabores del pan recién hecho (“[el]
horno aromático y malsano donde se cuece el pan”, 317) o la leche que acaba de
ser ordeñada (157); mientras que los guisos y los alimentos guardados en la
fresquera (211) impregnan las casas de los barrios madrileños.
La comida se adueña no sólo de la ciudad,
sino también de sus gentes e incluso de los animales que pululan por ella.
Diversas viandas se emplean en la caracterización de los personajes. Ciertos
rasgos físicos se equiparan con distintos alimentos por su forma, textura o
color, como el grosor y brillo de los dedos: “sus dedos como morcillas se
reflejan hermosos” (78). Del mismo modo, los estados físicos se intepretan a la
luz de las propiedades de diversos comestibles. Así, por ejemplo, el tamaño
minúsculo causado por la desnutrición de los niños chinos que aún no saben
andar se corresponde con la pequeñez de los guisantes: “¿Y los pequeñitos,
mujer, los que no saben andar, que estarán siempre parados como guisantes en el
mismo sitio?” (174); mientras que el frío gélido que padecen los artistas en
las calles invernales, con los sorbetes: “llevan una vida de bohemios […] donde
se tienen que helar de frío, donde el día menos pensado van a amanecer tiesos
como sorbetes” (274). En ocasiones, bastan unas simples pinceladas
nutricionales para esbozar a los personajes. Martín Marco es de los que andan
“por ahí tirados y malcomidos” (252) junto con Maribel Pérez, una “golfita hambrienta” (279); frente
a la rica del pueblo Marujita, descrita como “una rica de pueblo, bien casada,
bien vestida y bien comida” (188) o el novio de
El
idiolecto de los personajes está preñado de locuciones construidas en torno al
léxico culinario. Abundan las expresiones coloquiales del tipo “Esto es pan
comido” (212), “mañana ya te sacaré yo las castañas del fuego” (257) o “entra
por uvas”, reflejo de un lenguaje coloquial y familiar en consonancia con el
ambiente de cotidianidad de La colmena.[4] La raíz popular de los personajes se plasma
mediante frases basadas en la alimentación que poseen claras resonancias
paremiológicas. Expresiones como “esto del matrimonio debe ser a cala y a
prueba, como los melones” (280), “Le había puesto las peras al cuarto” (215) o
“Se pueden pescar truchas a bragas enjutas” (345) se basan en refranes
populares.[5] Por último, los
vulgarismos, correspondientes a gente barriobajera y de poca educación o
producto del disgusto u otros estados como el enojo y la indignación, cuentan
igualmente con expresiones idiomáticas relacionadas con la comida. Baste
mencionar la imprecación “¿Y a usted qué leche le importa?” (236) o, en un
grado más atenuado, la locución eufemística “también sería mala uva” (292).
La
mención a ciertos alimentos se vincula con frecuencia a la tierra natal del
personaje. El origen gallego del sereno Gumersindo
Vega Calvo se recrea de manera nostálgica al rememorar los productos típicos de
la tierra: “El Sereno está como recordando. —Allí lo
que mejor se da son las patatas y el maíz; por la parte de donde somos nosotros
también hay vino” (219). Igualmente, el guardia Julio García Morrazo, oriundo
también de Galicia, rememora “las sardinas cabezudas” (205) y el “vino de
Ribeiro” (205) en sus conversaciones nocturnas con el sereno, puesto que ambos
representan la inmmigración interna del
Madrid durante la posguerra.
A pesar de la presencia tan parca que los
animales per se tienen en la novela,[6] sus apariciones resultan en extremo
significativas por cuanto que se relacionan con la comida. Al igual que en la
prosopografía humana, bien se ofrecen datos nutritivos en las descripciones
animalísticas (“El gato—un gato negro, lustroso, bien comido”, 282 o “el gato pesa
mucho”, 233); bien se establecen comparaciones explícitas entre el físico de
los animales con ciertos alimentos (“El gato pasa por debajo de la puerta,
estirando todo el cuerpo como una hoja de bacalao”, 233). Esporádicamente,
aunque la comida no se halla vinculada a los rasgos físicos, sí se relaciona
con las bestias de manera indirecta. Considérense los siguientes comentarios
puestos en boca de Sonsoles, la mujer del músico Seoane, y de doña Rosa,
respectivamente: “A la mujer le salieron mal sus cálculos, creyó que en Madrid
se ataban los perros con longanizas” (180) y “El café es como el gato, sólo que
más grande. Como el gato es mío, si me da la gana le doy morcilla o lo mato a
palos” (318). La ilación de los perros con las longanizas y los gatos con las
morcillas marca el contraste radical entre la buena nutrición de los animales y
la hambruna de la mayoría de los personajes que cohabitan en La colmena.
El
humor característico de Cela, en la línea de Quevedo y Valle-Inclán, también
encuentra su cauce de expresión a través de la gastronomía. Con una vena
irónica,[7] el escritor gallego realiza una dura crítica
social a la avaricia de doña Rosa, quien, al percatarse de que el encargado
está haciendo un pedido de leche, se escandaliza por el gasto que le supondrá,
comparando su cafetería con la maternidad de un hospital:
Doña Rosa: ¿Conque otra vez hablando por ahí,
como si no hubiera nada que hacer?
Encargado: Es que estaba pidiendo más leche,
señorita.
Doña Rosa: ¡Sí, más leche! ¿Cuánta han traído
esta mañana?
Encargado:
Como siempre, señorita: sesenta.
Doña
Rosa: ¿Y no ha habido bastante?
Encargado:
No, parece que no va a llegar.
Doña Rosa: Pues, hijo, ¡ni que estuviésemos
en la maternidad! (68)
Las referencias históricas a eventos,
personajes o lugares a menudo tienen un trasfondo alimenticio. Tal es el caso
de la réplica que, a manera de consuelo, ofrece Maribel Pérez a su ex-novio Don
Ricardo Sorbedo, ante las quejas de éste por la falta de comida: “—No te
apures—le decía la novia—, el alcalde de Cork tardó más de un mes en palmarla”
(279). Las coordenadas geográficas (Cork es una población de Irlanda) apuntan a
un país azotado por la hambruna tras la crisis producida por la quiebra de la
cosecha de la patata (1845-1849); mientras que la mención al alcalde de Cork,
Terence MacSwiney (1879-1920), responde a que en su lucha por la independencia
de Irlanda mantuvo una prolongada huelga de hambre (Urrutia, 1988, p. 279).
Finalmente,
el zénit de la repercusión de la
comida en el texto celiano cristaliza en la misma muerte. De hecho, la
importancia de la comida en La colmena
es tal que el único suicidio que acontece en la novela dentro del censo de los
trescientos cincuenta y dos personajes elaborado por Caballero Bonald para la
segunda edición de la obra (1955) se produce por el olor a cebolla que un
hombre no logra soportar: “Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque
olía a cebolla” (284).
II.-La comida
como marco narrativo
Como sugiere el título,[8] La colmena
(1951) presenta, a manera de celdillas fragmentarias, las vidas entrecruzadas
de una galería de variopintos personajes representativos del Madrid de la
posguerra.[9] Desde los empresarios (doña Rosa con su café “
El marco espacio-temporal es muy preciso: la acción
trascurre en un espacio muy concreto de la geografía urbana madrileña que,
según Torres Nebrera (1989, p. 292), se extiende desde
De hecho, en palabras de Pedraza y Rodríguez, “[l]a unidad de conjunto viene dada por el marco en que
discurre la existencia de todos los personajes que desfilan ante nosotros: el Madrid
hambriento de la inmediata posguerra” (2000, p. 190). Dicha hambruna se
materializa en la personificación de la ciudad hambrienta: “La calle […] va
tomando un aire […] hambriento” (213) así como en las
continuas referencias a
III.-La
necesidad de “comer caliente” durante la posguerra
En una época de escasez como la posguerra
española donde se enmarca La colmena,
satisfacer la necesidad de comer se convierte en la raison d’être de la mayoría de los personajes. Menciones explícitas
al deseo de llevarse algo a la boca abundan en la novela: “¡Lo que yo quiero es comer! ¡Comer!” (251), “Victorita
no pedía más que comer” (226) o “
El hambre se convierte en el motor de la vida
cotidiana. Se trata de una necesidad tan elemental que hasta los más pequeños
son conscientes de la importancia de alimentarse, como se infiere de las
palabras de los sobrinos de doña Celia que, en la casa de citas de su tía,
gritan con júbilo cada vez que ven a un huésped, ya que ésto se traduce en
comida: “Los niños, cuando llega alguna pareja, gritan jubilosos por el
pasillo: ¡viva, viva, que ha venido otro señor! Los angelitos saben que el que
entre un señor con una señorita del brazo significa comer caliente al
otro día” (194, énfasis añadido).
“Comer caliente” se perfila, pues, como la
necesidad de casi todos los personajes de La
colmena (Gibson, 2003, p. 141), que encauzan sus actuaciones hacia la
consecución de este fin.[11] De hecho, se establece de manera explícita una identificación entre el
vivir y el comer caliente, como se desprende de la voz narrativa: “el comer
caliente todos los días […]. ¡La vida! (102, énfasis añadido). En
consecuencia, el modus operandi de
las personas quedará supeditado a llenar el estómago; para lo cual se recurrirá
con frecuencia al hurto, al engaño, a la trampa o la mentira e incluso a una
serie de comportamientos de dudosa índole moral, como la prostitución o el
contrabando; entroncando La colmena
con la tradición picaresca española (Castellet, 1962, pp. 30-31).[12]
Una vez satisfecha la necesidad básica de
“comer caliente”, las convicciones personales, morales, políticas o religiosas
quedan relegadas a un segundo plano. Dicha actitud se traduce en La colmena en el conformismo e
indiferencia ante el panorama social, encarnado en la figura del guardia civil
Julio García Morrazo: “El hombre era de buen conformar y tampoco quería
complicaciones. —Mientras me den de comer caliente todos los días y lo
que tenga que hacer no sea más que pasear detrás de las estraperlistas…” (207,
énfasis añadido).[13]
Por otro lado, cuando la comida no constituye
motivo de preocupación alguna, muchos individuos se valen del hambre ajena para
su propio beneficio. La explotación laboral y sexual, tan frecuente en la
novela, responde de este modo a la posición económica privilegiada de ciertos
personajes.[14] Así, por ejemplo, Doña Rosa se aprovecha del
hambre de sus empleados para explotarlos laboralmente mientras que Don Mario de
IV.-La
comida y el instinto animal
Dado que la necesidad de comer es puramente
instintiva, se establece una vinculación directa entre el hombre con la especie
animal. “Los hombres en esto seguimos siendo como los animales” (255) —observa
el narrador—y la animalización de la novela ciertamente contribuye a este fin.[15] En la línea del esperpento de Valle-Inclán (Ortega, 1967, p. 24), Cela
caricaturiza a los personajes bajo la guisa de rasgos animales con el fin de
reflejar una sociedad deshumanizada. La prosopografía se perfila con trazas de
animal: “Al usurero le brillan los ojitos como a una lechuza” (198) y “los
ojitos de Doña Rosa parecen los atónitos ojos de un pájaro disecado” (56). A
veces, la comparación concierne a la actitud, como en el sexo: “Petrita, con
las mejillas arreboladas, el pecho palpitante, la voz ronca, el pelo en
desorden y los ojos llenos de brillo, tenía una belleza extraña, como de leona
recién casada” (165) o en el trabajo: “un zangano malcriado que nació para
chulo” (94). También, son frecuentes los insultos bajo metáforas animalísticas: “¡Sinvergüenzas! ¡Perros!” (78) o “¡[…] ya pueden usted y
su esposo tener vista con este ganado!” (190).
Quizás, el personaje que mejor sintetiza la
naturaleza instintiva del ser humano como animal sea el gitanillo que se gana
la vida cantando flamenco y a quien se describe en los siguientes términos: “El
niño no tiene cara de persona, tiene cara de animal doméstico, de sucia bestia,
de pervertida bestia de corral […] su poder razonador se limita a reconocer los
cambios elementales de la naturaleza o a sentir las necesidades animalescas de
su cuerpo” (110). Cela ofrece un retrato bestial, tanto en el sentido literal
como metafórico del término, de un crío que “debe andar por los seis años”
(128) y que se mueve por el instinto animal del hambre. El niño gitano se pasa
el día cantando “desde la una de la tarde hasta las once de la noche” (127)
para poder costearse una única comida al día, consistente en “un plato de
alubias, pan y un plátano” (128), en una taberna.
La existencia infrahumana del niño gitano,
cuya única aspiración es tomar un plato de comida al final del día, revela el
vacío espiritual que domina la sociedad creada por Cela. En efecto, la misma
existencia del gitano es descrita como “un milagro”, término que irónicamente
subraya la tragedia de un crío abandonado por Dios y por la sociedad (Spires,
1978, p. 111): “Todo lo que pasa es un milagro para el gitanito, que nació de
milagro, que come de milagro, que vive de milagro y que tiene fuerzas para
cantar de puro milagro” (110).
V.-Los
efectos de la comida en el cuerpo
El instinto animal del hambre que se siente
en el cuerpo es producto de un acto puramente fisiológico, al igual que
defecar, orinar o eruptar—como recuerda la voz narrativa: “Hay verdades que se
sienten dentro del cuerpo, como el hambre o las ganas de orinar” (116). De
manera intencionada, Cela establece este sincretismo entre comer y excretar,
entroncando así con la concepción platónica que liga la comida al cuerpo y éste
a su vez con lo material, es decir, con la parte instintiva y baja del ser
humano por oposición al alma, es decir, a la parte espiritual, noble y sublime
(Jeanneret, 1991, p. 81; Perelmuter, 2004, pp. 43-70).[16]
Cela explota el polo escatológico en la línea
tremendista presentando imágenes grotescas de diarreas, estreñimientos,
náuseas, desmayos, atracones y ayunos prolongados[17] que propician una lectura bajtiniana del
cuerpo[18] (Batjín, 1999, pp. 273-393) como signo de
decadencia y muerte[19]—acorde con una sociedad misérrima, tanto
desde el punto de vista económico como moral. La sucesión de imágenes sobre los
efectos que la comida—ya sea por su exceso o defecto—tiene sobre los cuerpos se
repiten ad nauseam produciendo una
sensación de asco (Ortega, 1967, p. 26) físico y moral. Asi, pues, en diferentes celdillas se yuxtaponen
imágenes antitéticas como, por ejemplo, ayunos/atracones o
diarreas/estreñimientos, que, aunque dependen, obviamente, del poder
adquisitivo de los personajes, comparten un mismo telón de fondo: los váteres;
enlazando de este modo con la voz narrativa que equipara el hambre con el
excremento.
Por un lado, el exceso de comida se
materializa en diarreas causadas por cenas copiosas, como la que sufre doña
Rosa: “Yo me pasé la noche yendo y viniendo al water; se conoce que cené algo
que me sentó mal y el vientre se me echó a perder” (162) […] “¡Huy, hija! ¡Y
qué retortijones! ¡Tenía el vientre como la caja de los truenos! Para mí que
cené demasiado. Ya dice la gente, de grandes cenas están las sepulturas llenas”
(277) o estreñimientos padecidos por la gente rica que se gasta en baños
lujosos lo que otros necesitan para la comida, a la luz de la reflexión de
Martín ante un escaparate de sanitarios:
Hay baños que lucen hermosos como pulseras de
brillantes, bidets con un cuadro de mandos como el de un automóvil, lujosos
retretes de dos tapas y de ventrudas, elegantes cisternas bajas donde
seguramente se puede apoyar el codo, se pueden incluso colocar algunos libros
bien seleccionados, encuadernados con belleza: Hölderlin, Keats, Valéry, para
los casos en que el estreñimiento precisa de compañía; Rubén, Mallarmé, sobre
todo Mallarmé, para las descomposiciones de vientre. ¡Qué porquería! […] Martín Marco sonríe, como perdonándose, y se
aparta del escaparate. –La vida—piensa—es esto. Con lo que unos se gastan para
hacer sus necesidades a gusto, otros tendríamos para comer un año. ¡Está bueno!
(108-109)
Por otro lado, en el polo opuesto, la falta de alimento
causa el desfallecimiento de un joven poeta al “que se le borra el café” (84) y
es trasladado a los servicios de la cafetería para que se espabile con el olor
del desinfectante que se vierte en los retretes: “—Vamos a llevarlo al water,
debe de ser un mareo. Mientras don Trinidad y tres o cuatro clientes dejaron al
poeta en el retrete, a que se repusiese un poco, su nieto se entretuvo en comer
las migas del bollo suizo que habían quedado sobre la mesa. —El olor del desinfectante
lo espabilará” (86).
Hay una clara obsesión con el cuerpo grotesco en la
novela por su vinculación con la comida. En líneas generales, las descripciones
de los personajes destacan por la ausencia de rasgos físicos.[20] Apenas hay menciones al pelo, los ojos, la cara u otras
trazas corporales y cuando éstas se producen se tiende a la animalización, como
se apuntó con anterioridad. La prosopografía se centra principalmente en tres
partes del cuerpo bien definidas: la boca, la barriga y el ano, que resultan
sumamente significativas puesto que no sólo desempeñan “un rol importante en la
imagen grotesca del cuerpo” (Bajtín, 1999, p. 285), sino que, a la luz de la
importancia de la comida en la novela, representan el proceso de la digestión,
a saber, toma, procesamiento y expulsión de alimento.[21] De esta manera, se enlaza de nuevo con la imagen
simbiótica de comida-excremento expuesta por el narrador al equiparar el hambre
con la necesidad fisiológica de la orina.
Menciones a la boca se canalizan con la
presencia de distintos tipos de dentaduras. Cela focaliza su atención en los
dientes de varios de sus personajes para contrastar su situación de miseria o
riqueza. Así, la prostituta Elvira tiene “los dientes picados y ennegrecidos”
(127) y “Filo sonríe. En uno de los dientes de delante tiene una caries honda,
negruzca, redondita” (248), por oposición a los dientes de oro que luce la
amiga de Doña Pura: “Doña Pura, la señora de don Pablo, habla con una amiga
gruesa, cargada de bisutería, que se rasca los dientes de oro con un palillo”
(91) y el policía que “[t]enía un diente de oro” (251) y para a Martín para
pedirle su documentación.[22]
Asimismo, la barriga es objetivo de la cámara
fotográfica del escritor gallego. Nuevamente, se marcan los contrastes entre
los que comen en exceso y los que carecen de alimento alguno. La pensionista
Matilde “tiene una barriga tremenda” (84), doña Rosa tiene “el vientre hinchado
como un pellejo de aceite” (13), las personas que viven por el metro de Colón
se miran “los pliegues de la barriga” (116) frente a “los niños anémicos y
panzudos” (106) junto con personajes como Maribel, que tiene “la barriga vacía”
(282), o Elvira con su “panza fría” (232). Por último, el culo cobra especial
protagonismo en la figura de Doña Rosa, a quien se describe con un “tremendo
trasero” (45). La parte del cuerpo más baja por donde se expulsa la comida
aparece relacionada con el personaje de mayor bajeza moral. El gran tamaño del
trasero de esta mujer contrasta radicalmente con el culito del gitanillo que lo
mueve al compás de sus palmas (224).
A pesar de la ausencia generalizada de rasgos
físicos concretos, el bosquejo de muchos personajes enfatiza el tamaño de sus
cuerpos. Imágenes extremas que fluctúan entre la gordura exacerbada y el
práctico esqueleto contribuyen a perfilar el cuerpo grotesco al tiempo que
ponen de manifiesto la hambruna de muchas gentes. Entre los gordos, destacan la
pensionista Matilde (84), la amiga “gruesa” (91) de Doña Pura y, por supuesto,
Doña Rosa (96). Los famélicos están representados por el limpiabotas
“raquítico” (46) o el “enclenque” (69) de Martín Marco.
La envergadura corporal establece una
dicotomía metafórica que tiende a identificar la gordura con la riqueza y la
delgadez con la pobreza (Lakoff y Johnson, 1980). Se presenta, por tanto, una
metáfora de naturaleza visual que aporta gran plasticidad en la recreación del
ambiente de hambruna y desigualdades económicas del Madrid de la posguerra. Sin
lugar a dudas, el epítome de la metáfora que conceptualiza la acumulación de ganancia
con el aumento de peso subyace en la descripción de doña Rosa, que engorda
conforme amasa más dinero: “doña Rosa engorda y engorda todos los años un poco,
casi tan deprisa como amontona los cuartos” (96) puesto que, al fin y al cabo,
esta mujer es “la imagen misma de la venganza del bien nutrido contra el
hambre” (78).
VI.-Análisis
de imágenes de la comida
a) El
pan
El pan tiene una
presencia destacada en La colmena. Aparece como comestible propiamente
dicho (“media barra de pan”, 319), en canciones (“Esgraciaíto aquel que come/el
pan por manita ajena”, 117) y expresiones idiomáticas (“Esto es pan comido”,
212). Las menciones a la pésima calidad del pan: “pan de tercera” (214), su
escasez debido al racionamiento (“Pan no hay”, 118) así como su trapicheo en el
mercado negro, con la presencia en el metro de las mujeres “que venden barras”
(223), contribuyen a la fiel recreación del ambiente de posguerra.
No obstante, como
símbolo del sustento material y espiritual, las imágenes del pan se tornan en
metáfora de decadencia social. Mediante una serie de locuciones construidas en
torno a dicho alimento, como “ganarse el pan”, “ser pan comido”, “comerse el
pan de alguien”, “quitar el pan” o “gustar más que el pan”, Cela presenta
algunos de los grandes males que afectan a la sociedad.
En líneas
generales, los personajes se clasifican en dos grandes grupos de acuerdo con su
necesidad, simbolizada en el pan. Por un lado, emerge la masa hambrienta,
personas cuya vida “parece consagrada por entero a la procura del pan de cada
día” (Torrente Ballester y Castellet, 1991, p. 396). Se trata de gentes que se
ven forzadas a la prostitución “para ganarse el pan”, frase que repiten
incesantemente las prostitutas (“de algún modo habrá que ganarse el pan”, 314),
la dueña del burdel (“todos tenemos que ganar el pan”, 276) y de la casa de
citas (“con tal de ganar el pan”, 193), las chicas que aspiran a ser queridas
de hombres adinerados (“tuvo que encontrar una forma de ganarse el pan”, 197) e
incluso la mujer que vende la virginidad de su sobrina a cambio unos duros
(“por ganar el pan”, 199) con el fin de justificar la venta de sus propios
cuerpos o los ajenos.
En el polo opuesto,
se halla una minoría para quienes la vida “es pan comido”. Personas que,
teniendo garantizado el pan, se valen del hambre ajena para explotar a los
necesitados. Así, por ejemplo, el impresor Mario de
Las sucesivas
imágenes del pan descubren la sordidez de una sociedad donde a falta de comida
sobran la explotación laboral y sexual. Los trabajadores de doña Rosa, cansados
de las vejaciones de la dueña de la cafetería, se refieren a ella, entre
murmullos, en los siguientes términos: “¡Que te comes el pan de los pobres!”
(43, 64, 96, 103). Del mismo modo, cuando Consorcio López ve a su ex novia
Marujita, a quien abandonó tras dejar embarazada, convertida ahora en una mujer
de dinero gracias a su matrimonio, se insinúa sexualmente a través de un
eufemismo relacionado con el pan: “me gustabas más que el pan frito” (195).
La imagen del pan como símbolo de injusticia
social se plasma magistralmente en la canción del gitanillo. El crío irrumple
en la novela entonando, a la puerta de una taberna, un cantar popular cuya
letra alude a la miseria: “Esgraciaíto aquel que come/el pan por manita ajena;
/siempre mirando a la cara/si la ponen mala o buena” (107). Cela parece
incorporar esta canción flamenca a manera de contrarréplica de las canciones
promulgadas por la falange que versaban sobre la necesidad de luchas “por el
pan y la justicia”—precisamente los dos elementos inexistentes en La colmena.[23]
b) La
carne, el pescado y los huevos
Apenas hay
menciones a la carne, el pescado o los huevos, en consonancia con la carestía
de alimentos durante el período de posguerra. No obstante, precisamente debido
a su prática inexistencia, las apariciones de tales productos resultan en
extremo significativas en la novela. En primer término, sirven para perfilar el
status social de los personajes. La gran masa hambrienta, entre la que se
encuentran Martín Marco, Victorita o Filo, por ejemplo, nunca aparecen
degustando estos manjares. Por contraste, aparece uan minoría capaz de
costearse productos cárnicos, como doña Matilde, que manda a su criada a
comprar hígado para preparar un guiso: “Mañana traiga usted hígado para el
mediodía, Lola. Don Tesifonte dice que es muy saludable […] Un hígado que esté
tiernecito para poder hacerlo con el guiso de los riñones” (179).
Cela presenta una
gama de aves de caza en la mesa de los personajes más acomodados. Así, Laurita,
la amante de Don Pablo, “se hincha” (126) a “pechuga villeroy” (126) en un
restaurante de lujo. La voracidad con la que toma la carne, denotada en el
verbo “hincharse”, parece subrayar el pecado capital de la gula; marcando así
un profundo contraste con la hambruna generalizada de múltiples personajes y
entroncando con la sensación de vacío espiritual que reina en la sociedad
pergeñada por Cela. Asimismo, don Mario de
Dentro de los
productos cárnicos, mención destacada merecen los embutidos, como las
morcillas, butifarras y longanizas. Aunque algunos viandantes aparecen tomando
bocadillos de butifarras (29), se produce una concentración de estos alimentos
en el personaje de doña Rosa. Ésta no sólo los come, sino que además se permite
el lujo de dárselos a los animales en lugar de a las personas hambrientas de su
alrededor; subrayándose de este modo la calidad infrahumana del personaje: “Pero quien manda aquí soy yo, ¡mal que os
pese! Si quiero me echo otra copa y no tengo que dar cuenta a nadie […] El café
es como el gato, sólo que más grande. Como el gato es mío, si me da la gana le
doy morcilla o lo mato a palos” (340). De manera significativa, algunas viandas
aparecen en la descripción física de la dueña de la cafetería. El grosor de sus
piernas se asemeja a las butifarras (57) mientras que sus dedos gordezuelos son
“como morcillas se reflejan hermosos, casi lujuriosos” (78). El calificativo de
los dedos como “lujuriosos” vuelve a apuntar a otro pecado capital: la lujuria,
el vicio consistente en el apetito desordenado. Tal pecado no sólo se relaciona
con el desamparo espiritual de La colmena sino que cobra una gran
fuerza a la luz de la hambruna generalizada en la novela.
Tanto el pescado como los huevos funcionan
como marcas sociales de los personajes. A pesar de ser un alimento básico, en
la época de posguerra era difícil hacer acopio de huevos, pues estaban
racionados a uno por persona (Montoliú, 2005, p. 32). De hecho, ni siquiera por
motivos de salud, algunos de los personajes pueden comer este alimento. Tal es
el caso de Filo, a quien el médico le ha recomendado “que tomara dos huevos al
día” (125). No obstante, en un alarde de generosidad, Filo le cede su único
huevo y se lo fríe para que lo pueda comer su hermano Martín (118). En cuanto
al pescado, Don Pablo toma “lubina” (21) mientras que su amante Laurita,
“lenguado al horno” (21). Frente a estos pescados tan caros aparecen los
chicharros, que en ocasiones especiales se toman en casa de Filo: “Encima de la
mesa, media docena de chicharros espera la hora de la sartén. –A Roberto le gustan mucho los chicharros fritos. –Pues también es un
gusto…” (123). Cela condensa la imagen de miseria más absoluta en una lata
vacía de atún que Filo y la familia emplean a manera de cazuela: “alrededor de una estufa de serrín, que da bastante calor.
Encima de la estufa hierven, en una lata vacía de atún, unas hojas de laurel”
(283).
Cela hace a sus personajes conscientes de la
significación de la comida en el Madrid de la posguerra, como se refleja en la
mentira que se ve obligada a contar Elvira cuando doña Rosa le pregunta qué ha
cenado la noche anterior: “Anoche, por ejemplo, ¿qué cenó usted?—¿Anoche? Pues
ya ve usted, poca cosa, unas espinacas y dos rajitas de pescadilla. La señorita
Elvira había cenado una peseta de castañas asadas, veinte castañas asadas, y
una naranja de postre” (277-278).
c)
Frutas y verduras
De todos los
alimentos, las frutas y verduras son los más baratos y de ahí que en La
colmena se incorporen en las dietas de los personajes de clases bajas. Filo
y su marido aparecen tomando un único plátano (127, 210), Elvira, una naranja
(277), mientras que la planchadora Dorita se tiene que conformar con los
“doscientos gramos de judías” (314) correspondientes del suministro. Más allá
de transmitir una sensación de pobreza, la comida se torna nuevamente en
vehículo de expresión de la indigencia moral. La imagen de las aceitunas que
arrojan los clientes de la taberna al gitanillo como pago de sus canciones
delata la insensibilidad de las gentes ante un niño de pocos años: “De la
taberna le tiran […] tres o cuatro aceitunas que el niño recoge del suelo, muy
deprisa” (107). Lejos de la conmiseración que tal escena debería suscitar en el
espectador, la actitud de los clientes de la taberna destaca por su total
indiferencia. Incluso, aunque por momentos parece vislumbrarse un atisbo de
compasión en don Roberto, quien “estuvo pensando en llamar al niño y darle un
real” (108), pronto desaparece el gesto humanitario, tornándose en el más puro
egoísmo: “No... A Don Roberto, al imponerse el buen sentido, le volvió el
optimismo” (108), quedándose con los cinco duros en el bolsillo.
Al igual que las
aceitunas, tanto las castañas como las cebollas se convierten en metáforas de
ruindad social. En el marco espacio-temporal de la novela, o sea, en el Madrid
invernal, las castañas poseen fuertes connotaciones de frialdad, que se
correlata con la frialdad en el trato dado a las personas. Para varios de los
personajes, las castañas constituyen el único sustento diario: “La señorita
Elvira había cenado una peseta de castañas asadas, veinte castañas asadas”
(227) y a Martín Marco “[l]as cuatro castañas” (116) que se puede permitir “se
[l]e acabaron muy pronto” (116).
La importancia de
la cebolla es capital puesto que, aparentemente, desencadena el único suicidio
en la novela: “Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a
cebolla” (284). Dentro de las coordenadas de posguerra, la cebolla se erige en
el símbolo por antonomasia de la absoluta pobreza. Cela parece valerse de este
bulbo cristalino para establecer una serie de conexiones literarias que sirven
para recalcar el ambiente de mezquindad que azota a la sociedad madrileña. La
imagen de la cebolla, indudablemente, se relaciona con el celebérrimo poema
“Nanas a la cebolla”, escrito por Miguel Hernández a manera de respuesta tras
recibir una carta de su mujer donde contaba que estaba sobreviviendo junto a su
hijo a base de pan y cebollas. En el poema se establece de manera explícita una
identificación entre la cebolla y el hambre: “Hambre y cebolla”.[24]
Además, como apunta
Sobejano, el episodio del suicidio del hombre que huele a cebolla tiene
reminiscencias de un personaje galdosiano. En Torquemada en
d) Los dulces
Una
gran parte de la acción en la novela transcurre en el interior de las cafeterías
donde constantemente aparecen los clientes tomando café. Cela ofrece el
acompañamiento idóneo a esta bebida incluyendo una amplia gama de repostería
que incluye galletas, pastas de té, bollos, pasteles, churros, mojicones y
torteles. La comida se convierte, de nuevo, en cauce de transmisión de la
miseria moral. Mediante imágenes antitéticas basadas en diversos dulces, se
revela la brecha social causante de las injusticias que sufren la mayoría de
los personajes.
La gula de doña Matilde y doña Asunción, que,
“nada más comer” (157) se reúnen en la lechería de la calle Fuencarral para
tomarse “unos bollitos” (158) contrasta de manera radical con la lata de galletas
vacía en la que Filo le guarda las sobras de la comida a su hermano Martín: “
De manera significativa, el personaje de doña
Rosa, epítome de la tiranía social, vuelve a aglutinar, de manera literal y
simbólica, la comida. Además de tomar churros diariamente para el desayuno
(318), la muletilla que caracteriza su idiolecto, “nos ha merengao”, se deriva
del dulce “merengue” (Moliner, 2012). No es casualidad que tanto los churros
como el merengue sean dos de los dulces más típicos de Madrid; revelándose así,
por medio del simbolismo alimenticio, el mal reparto económico que sumerge a la
inmensa población en la más absoluta pobreza.
e) El
café, la leche, el chocolate y bebidas alcohólicas
El
café aparece prácticamente en todas sus variedades, a saber, “exprés” (66, 67),
“con leche” (47, 58), “solo” o “corriente” (167), para aportar unas pinceladas
al cuadro costumbrista que Cela recrea en La
colmena. En efecto, las continuas menciones a los personajes tomando café
(e.j: Marujita pide “un café solo”, 188; “Doña Celia dejó el puchero en el que
se estaba preparando una taza de café para merendar”, 202) junto con la
presencia de los echadores en la cafetería contribuyen a forjar un ambiente de
cotidianidad.
Como todos los alimentos, el café refleja
la posición social del individuo. Varios personajes miden su situación
económica tomando como referencia los cafés que se toman al día: “Macario, como
un autómata, piensa: Y entonces le diré: Mira, hija, no hay nada que hacer; con
un durito por las tardes y otro por las noches, y dos cafés, tú dirás” (101).
Otros equiparan metonímicamente el café con el sustento. Tal es el caso de la
planchadora Dorita, que además de trabajar en el burdel de doña Jesusa, necesita hacer horas extras cuidando a una
anciana por las tardes con el fin de “defender
[...] su cafetito de las tardes” (314).
El café se revela como distintivo
social. A pesar de tratarse de una bebida muy básica,
algunos de los personajes necesitan recurrir a su sucedáneo, la malta, debido a su estrechez económica: “Don Roberto
González, el marido de Filo, “desayuna una taza de malta con leche bien
caliente” (319). De hecho, la importancia social otorgada al café es tal que llega
a convertirse en símbolo de dignidad. Al fin y al cabo, a Martín Marco le ponen
de patitas en la calle por no poder pagar un café y de ahí la importancia de su
regreso a la cafetería cuando le prestan unas monedas para demostrar que él no
es “un muerto de hambre” (288). El joven monta todo un numerito: llama al mismo
camarero, se sienta en la misma mesa, pide un café y gritando acusa a la dueña
de que no es café sino malta, rebajando irónicamente a doña Rosa a su posición
económica, puesto que el mismo Martín aparece con “una taza de malta” (319):
Le sirven, bebe un par de sorbos y se
levanta, camino del retrete. Después no supo si fue allí donde sacó el pañuelo
que llevaba en el mismo bolsillo que el dinero. De vuelta a su mesa se limpió
los zapatos y se gastó un duro en una cajetilla de noventa. –Esta bazofia, que
se la beba su dueña, ¿se entera?, esto es una malta repugnante. Se levantó
airoso, casi solemne, y cogió la puerta con un gesto lleno de parsimonia. (289)
El calor físico que proporciona la ingesta
de café sirve para contrarrestar no sólo el gélido invierno madrileño, sino
también la falta de calor humano que predomina en la novela. En varias escenas,
el café aparece como símbolo de consuelo físico y anímico. En particular, cabe
destacar la celdilla sobre el encarcelamiento de los dos homosexuales que se
abre y se cierra con el anhelo de poder tomar un simple “cafetito”, con las
connotaciones afectivas del sufijo diminutivo: “¡Ay, Pepe, qué bien vendría a
estas horas un cafetito!” (168, 169). A pesar del miedo y la incertidumbre que
transpiran en los sótanos de la dirección general de seguridad, donde Julián
Suárez Sobrón, alias
El ambiente de penuria sugerido por la imagen
del sucedáneo de café, la malta, encuentra su correlato con las menciones a la
“leche de sobrealimentación” (211, 246). Esta especie de leche en polvo
enriquecida con vitaminas para suplir las carencias alimenticias de una
población malnutrida se ofrecía como parte del suministro. Hay varias menciones
a personajes que a falta de poder costearse la leche, han de recurrir a su
sucedáneo. Baste recordar una de las escenas en la cocina en casa de Filo:
“¡Qué tonta soy! Con la conversación me había olvidado de darte tu vaso de
leche. […] Don Roberto se bebió su vaso de leche de sobrealimentación” (211).
Dentro del simbolismo alimenticio que impregna
la novela, la leche se convierte en imagen de lo maternal. Cela asocia
irónicamente esta bebida con el personaje de doña Rosa, quien llega a
autodefinirse como “una madre” (43) cuando aparece dando consejos a la
prostituta Elvira. Así, ante la necesidad de hacer un pedido de leche para la
cafetería, doña Rosa se violenta con el empleado, insistiendo en la necesidad
de racionar dicha bebida y comparando de manera cómica su cafetería con la
maternidad de un hospital: “Pues, hijo, ¡ni que estuviésemos en la maternidad!
(68). La identificación de doña Rosa con la “madre” de los personajes
desamparados que frecuentan su cafetería pone de manifiesto la falta de una
figura paterna en el sentido espiritual y de ahí la sensación de ausencia de
Dios transmitida a lo largo de La colmena.
En el entorno invernal de Madrid no podían faltar las
menciones al típico chocolate caliente. Como ocurriese con el café, el
chocolate aporta física y simbólicamente cierto calor y de ahí que ante las
penurias económicas en las que se encuentra inmersa la familia de Filo, ella se
consuele pensando en un tazón de chocolate: “con lo bien que vendría ahora un
chocolate” (213). Sin embargo, a diferencia del café, el chocolate aparece
asociado exclusivamente a las clases pudientes, reflejado en la anciana para la
que trabaja la planchadora Dorita (314) o Don Pablo, que tiene como costumbre
merendar todos los días “en el Café de doña Rosa
tomándose un chocolate” (261). El chocolate, por tanto, se transforma en
símbolo del dinero y de ahí que doña Rosa lo racione y obligue al cocinero a
hacerlo más aguado: “Doña Rosa se mete en la cocina. --¿Cuántas onzas echaste,
Gabriel?--Dos, señorita.--¿Lo ves?
¡Lo ves! ¡Así no hay quien pueda! ¡Y después, que si bases de trabajo, y que si
Frente al café, la leche e incluso el
chocolate caliente, las bebidas alcohólicas, debido a su escasez y elevado precio,
intensifican la brecha social en la novela, como se desprende de las palabras
de uno de los clientes de la cafetería de doña Rosa: “Don José, en el café de
doña Rosa, pide siempre copita: él no es un cursi ni un pobretón de esos de
café con leche” (53). De ahí la importancia de estas bebidas en el retrato de
las personas más adineradas, como el impresor Mario de
Debido a esta marca social, las imágenes de
las bebidas alcohólicas revelan con frecuencia las desigualdades sociales
causantes de la miseria económica y espiritual que reinan en la novela. El alcohol
se convierte en herramienta de explotación. Don Pablo emborracha de manera
intencionada a la furcia madame Pimentón con el único propósito de recrearse en
el sufrimiento ajeno:
La muy imbécil se creía que me la iba a dar.
Sí, sí...¡Estaba lista! La invité a unos blancos y al salir se rompió la cara
contra la puerta. ¡Ja, ja! Echaba sangre como un becerro. Decía: oh, la, la’
oh, la, la, y se marchó escupiendo las tripas. ¡Pobre desgraciada, anda siempre
bebida! ¡Bien mirado, hasta daba risa! (54)
f) El
tabaco
Aunque el tabaco no es un alimento
propiamente dicho, en el ambiente de La
colmena se puede considerar como tal por sus similitudes con el simbolismo
de la comida. Cela presenta con gran minuciosidad distintos tipos de tabaco que
circulaban durante la posguerra como reflejo de desequilibrio social. Los
personajes adinerados aparecen comprando cajetillas de cigarros. Por ejemplo,
Mauricio Segovia, “que le compró un paquete entero de tabaco” (65). En
contraste, otros sólo pueden permitirse cigarros sueltos, como las prostitutas,
e incluso colillas, como las que Martín Marco se ve obligado a recoger cuando
quiere fumar algo: “Martín Marco se sienta en un banco de madera y enciende una
colilla” (241) o “ando guardando las colillas” (305). De manera similar, las
distintas marcas tabacaleras son significativas del status social. El
estudiante de notarías Ventura Aguado fuma tabaco americano Lucky y algún otro
cliente se decanta por la marca cubana Gener, extremadamente caras y difíles de
conseguir, mientras que las rameras Elvira y Lola se conforman con el más
barato, “un tritón” (295).
El estigma social ligado a la comida, que
forzaba a personajes como Elvira a mentir sobre su cena, reaparece en las
imágenes del tabaco. Don Leonardo Meléndez, hombre de familia de renombre, ha
perdido su fortuna, pero mantiene las apariencias. Como no se puede permitir
comprar tabaco, recurre a la picaresca para poder fumar. Fingiendo que se ha
olvidado el papel de fumar, se lo pide a algún cliente, que, por lo general, le
ofrece un pitillo.
Distintas imágenes de tabaco revelan una
crueldad social extrema. Don Mario de
VII.-Conclusión
La ubicuidad de la comida en La colmena transciende la recreación de
un ambiente realista de posguerra. Cela se vale del simbolismo alimenticio para
presentar una sociedad hambrienta, tanto en lo material como en lo espiritual.
El verdadero problema que se cuece en las páginas de la novela es la injusticia
social desencadenada por la desigualdad en el reparto de las riquezas. Ciertamente,
la prostitución, explotación laboral, el robo y el engaño constituyen el
verdadero “pan de cada día” de los personajes que habitan el Madrid de Cela.
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[1] Las citas de La colmena pertenecen a la edición de
Jorge Urrutia (Madrid: Cátedra, 1988).
[2] La oración del padre
nuestro dice así: “Padre nuestro que estás en los Cielos. /Santificado sea tu
Nombre. /Venga a nosotros Tu reino./Hágase Tu voluntad/así en la tierra como en
el cielo/El pan nuestro de cada día/Dánosle hoy/perdona nuestas ofensas/como
también nosotros perdonamos a los que nos ofenden/No nos dejes caer en la
tentación/y líbranos del mal. Amén”. En el Diccionario
de María Moliner: “En el <<padrenuestro>> alimento material y
espiritual: ‘El pan nuestro de cada día, dánosle hoy” (2012, p. 532).
[3] En su
estudio léxico Suárez Solís dedica un capítulo a la presencia del vocabulario
culinario en la obra de Cela (1969, p. 88-91). Tras estudiar varios de los
términos gastronómicos que impregnan una gran parte de los escritos celianos,
concluye la autora que “La ciencia culinaria, con su variadísimo vocabulario,
tienta de un modo especial su atención, no ya sólo en los libros de viajes,
sino a través de casi toda su obra” (88).
[4] Para un estudio
minucioso sobre el decoro poético en la obra de Cela, ver el estudio léxico de
Suárez Solís.
[5] Para un estudio sobre
los refranes en La colmena véase
Maria Rosaria Pennisi “La lengua de La
colmena” Espéculo 42 (2009): 1-8.
[6] A pesar de la
evidente animalización de los personajes en la novela (ver Ortega 1996, p. 6-10), los animales, propiamente dichos, aparecen
en contadas ocasiones. Está el gato de Doña Rosa que se pasea por la cafetería
“
[7] En su estudio sobre
el humorismo de Cela en La colmena,
Ortega (1967, p. 159-164) distingue cuatro tipos fundamentales de humor en el
novelista: el humor social, la ironía, la escatología y la obscenidad.
[8] Varios diccionarios
de símbolos presentan la colmena como imagen de la sociedad. En Estudios sobre el simbolismo de la
naturaleza, se define la colmena como “modelo de las sociedades humanas”
(154) y en la entrada del diccionario de símbolos de Chevalier y Gheerbrant se
sugiere una acepción similar: “Hives are the bees’ houses and, by metonymy, the
bees themselves, collectively, as a tribe. Their symbolic quality is therefore
clear. In so far as it is a house, the hive is maternal reassurance and
protection: in so far as it is hard-working collective—and how hard-working:
its hum is like that of a workshop or factory—the hive symbolizes the type of
organized and directed confederation, subject to strict regulation, which is
regarded as soothing and pacifying the individual’s basic anxieties. Thus, in
some initiation societies and religious communities, patterns of organization
call to mind symbolically those through which some heads of state or business
chiefs nowadays ensure their personal power in the names of order, justice and
security.” (508-509). Dentro de la narrativa de Cela, Platas (82) señala que el
título metafórico “puede evocar unas celdillas por las que se mueven unos
personajes que no se conocen o que lo hacen superficialmente, pero integran, no
obstante, la misma comunidad”. Análisis
similares sobre la simbología del nombre de la novela se encuentran en Pedraza
y Rodríguez (188-190), Asún (33) o Urrutia (17-22), inter alia.
[9] En
palabras de Asún (53-54), “La vida de La
colmena es una procesión de hombres mediocres y de afectos de corto
alcance: poetas cursis, músicos sin solfa, viudas celestinas, beatas sin
escrúpulos, prestamistas desalmados, viejos verdes, criados serviles,
orgullosos arruinados, burócratas pluriempleados, echadores perpetuos, tuberculosos
sin asistencia, busconas envejecidas, maricas de gardenia roja, vecinos de
chismes y vigilancia, amantes envilecidas, señoritas de buena familia y cine
oscuro, viejas de primavera con lulú, vagabundos de limosna, tristes viejos que
adelgazan al tiempo que engordan los amos, los poderosos los dueños.”
[10] En la nota a la
primera edición el mismo Cela indica la precisión espacio-temporal de su
relato: “Su acción discurre en Madrid—en 1942—y entre un torrente, o una
colmena, de gentes que a veces son felices, y a veces, no” (958, citado en Henn
1974, p. 11) y “La colmena es la
novela de la ciudad, de una ciudad concreta y determinada, Madrid, en una época
cierta y no imprecisa, 1942, y con casi todos sus personajes, sus muchos
personajes, con nombres y dos apellidos, para que no haya dudas” (975, citado
en Henn 1974, p. 11).
[11] En su sección
titulada “The Struggle for Survival” (i.e. “La lucha por la supervivencia”),
Henn apunta que a pesar del poso económico notable en La colmena, la necesidad de dinero suele estar ligada a la
necesidad de alimento de los personajes: “Such individuals are concerned with
ensuring that they have the money to pay for the next meal” (1974, p. 63).
[12] La colmena como novela picaresca: La
colmena no deja de ser una novela picaresca, pero de la picaresca de hoy,
mejor dicho de la picaresca que se produce en todos los períodos de posguerra
o, mejor dicho aún, de la picaresca madrileña—es decir, gran parte de la
esencia del mismo Madrid—en los años de la posguerra civil. Efectivamente, los
principales ingredientes de la novela picaresca (…) reaparecen en esta obra de
Cela. El mismo escepticismo vital, la misma crudeza en la presentación de
situaciones, el pesimismo fundamental, el carácter de antihéroes de los
protagonistas, incluso detalles accesorios como la multiplicación de
personajes, ambientes y situaciones, sitúan a La colmena en la misma líneas del Buscón o de Mala hierba”
(Castellet, 1962, pp. 30-31).
[13] Semejante conformismo
se aprecia en la familia política de Don Pablo, que
tienen una confitería y lo único que les interesa es la venta,
independientemente de la ideología: “Lo que tenemos es que colocar a quien sea
los bollos suizos y los petisús. Con las mismas pesetas nos pagan los
republicanos que los carlistas” (262).
[14] Paul Illie (1963, p. 139)
indica indica que el tema fundamental de
La colmena son las condiciones
económicas de Madrid que revelan una gran desigualdad en la distribución de la
riqueza.
[15] En su estudio sobre la imaginería animal en La colmena Ortega (1966, pp. 6-10) señala cuatros usos principales de imágenes animales:
persona-animal (e.j: “El violinista, que tiene los ojos grandes y saltones como
un buey aburrido), incorpóreo-animal (e.j: “Un aire abyecto voló, torpemente,
por la habitación, rebotando de mueble en mueble, como una mariposa
moribunda”), objeto-animal (e.j: “se distinguía el crujir de un somier,
disparatado y honesto como el canto de la cigarra”) y animal-animal (e.j: “El gato pasa por
debajo de la puerta, estirando todo el cuerpo como una hoja de bacalao”).
[16] En su Diccionario de símbolos Cirlot (1969, p.
168) advierte que el cuerpo es “sede de un apetito insaciable, de enfermedad y
de muerte.”
[17]
La escatología es un componente esencial del estilo de Cela (ver el capítulo
“Excrementos y funciones excretoras” de Suárez Solís, pp. 416-422, en la
narrativa de Cela) y en La colmena se concentran numerosas
instancias de la dimensión escatológica de la comida. Hay indigestiones debido
a que ciertos alimentos repiten a los comensales, como es el caso de Don Pablo,
que afirma no querer excederse con la comida por
miedo a que le repita, como le está pasando en ese momento en el restaurante
donde está acompañado de su amante Laurita: “he estado toda la tarde a vueltas
con la comida, pero ya me pasó. Lo que no quiero es que repita” (126). A veces
aparecen náuseas ante la simple presencia de cuantiosos alimentos, como le
occure al dueño de la confitería Fidel: “Por aquellas fechas, al ver las
tiernas cañas de hojaldre rellenas de untuosa, amarillenta crema, sentía unas
náuseas que casi no podía contener” (261). Incluso capítulos de gula en
restaurantes de lujo, que producen cierta excitación en los personajes: “¡Cómo
me gusta esto, Pablo!/Pues, hínchate, Laurita, no tienes otra cosa que hacer.
/Oye, ¿es verdad que esto excita?” (225). La escatología, en general, tiende a
emplearse con fines humorísticos (ver la sección dedicada al humor escatológico
en La colmena en Ortega 1967, pp.
162-163), como, por ejemplo, cuando ante la reprimenda de un señor en la
cafetería, uno de los niños piensa en las manchas de los calzoncillos causadas
por los restos de caca :“ Chus, eres un cochino, que no te cambias el
calzoncillo hasta que tiene palomino” (62); o cuando el discurso pedante de don
Ibrahim es interrumpido por las voces de un vecino que pregunta si la niña ha
hecho de vientre: “Pues bien, señores académicos: así como para usar algo hay
que poseerlo, para poseer algo hay que adquirirlo. Nada importa a título de
qué; yo he dicho, tan sólo, que hay que adquirirlo, ya que nada, absolutamente
nada, puede ser poseído sin una previa adquisición (Quizás me interrumpan los
aplausos. Conviene estar preparado).La voz de don Ibrahim sonaba solemne como
la de un fagot. Al otro lado del tabique de panderete, un marido, de vuelta de
su trabajo, preguntaba a su mujer.
¿Ha hecho
caquita la nena?” (117) o cuando Celestino termina un discurso social sobre el
hambre que azota la población tomando “un traguito de sifón y se metió en el
retrete” (243).
[18] Para Batjín (1999,
pp. 252-253) los rasgos particulares que definen al cuerpo grotesco son “el ser
abierto, estar inacabo y en interacción con el mundo. En el comer estas particularidades se manifiestan del modo más
tangible y concreto: el cuerpo se evade de sus límites; traga, engulle,
desgarra el mundo, lo hace entrar en sí, se enriquece y crece a sus expensas.”
[19] Conviene aclarar, no
obstante, que para Batjín el cuerpo grotesco en una imagen ambivalente:
positiva, pues significa renovación y nacimiento; pero también negativa porque se
relaciona con la decadencia y la muerte.
[20] Sobre el
esbozo de los personajes en La colmena
Alborg (1958, pp. 79-124) señala que “La
colmena nos sabe a poco, porque ninguno de sus personajes se detiene lo
bastante para que podamos agarrarlo un poco e intimar con él. Son siluetas que
desfilan una y otra vez como transeúntes apresurados, son bocetos magníficos,
sugerentes, cargados de vida que imaginamos apasionante pero que el autor no se
propone desarrollar sino en esquema”.
[21] De hecho,
para Bajtín (1999, p. 285) se trata de tres partes que desempeñan “un rol
importante en la imagen grotesca del cuerpo”.
[22]Ortega (1965, p. 23) analiza el simbolismo del diente de oro del policía,
ofreciendo la siguiente interpretación: “en el incidente que Martín, el personaje
central de La colmena, tiene con un
policía que lo detiene para pedirle la documentación—escena que tiene lugar a
la luz de un farol—el único elemento que se destaca, por ser el que interesa,
es el diente de oro del policía, símbolo del poder económico que todo el mundo
acata, mientras que el pobre escritor Martín nunca ha sido reconocido por la
sociedad, a causa del desprecio que ésta siente por el que carece de bienes
naturales”.
[23] La canción
“Falangista soy”, compuesta por Fernando Moraleda, era un canto a los ideales
de justicia y comida que prometía
garantía sonen
me dio un abrazo y me dijo:/"¡Hijo mío de mi alma/así te quería
yo!/Falangista valeroso/y con este patrimonio,/
[24]
“Nanas a la cebolla”: “La cebolla es escarcha, cerrada
y pobre/Escarcha de tus días/y de mis noches. / Hambre y cebolla:/ hielo negro
y escarcha/ grande y redonda. / Ríete,
niño,/ que te traigo la luna/ cuando es preciso./ Tu risa me hace libre,/me
pone alas./Soledades me quita,/cárcel me arranca.”