tintero
Panegírico a Vicente Cervera Salinas
Juan de Dios García
«Amo
a Marcel Proust, pero también a Dostoievski». Así comienza un poema titulado
‘Cincuenta por ciento’. Dice tanto de este autor en tan solo un verso, que
podría enmarcarse como síntesis de su manera de sentir la vida y la sapiencia. Pertenece
al libro La partitura, el que para mí
es el mejor libro de Vicente Cervera, albaceteño de nacimiento y murciano por adolescencia,
juventud y amor a una tierra que le ha brindado los mismos frutos que él ha sembrado
con dedicación: la cátedra de Literatura Hispanoamericana en
En
España, por desgracia, a los grandes talentos hispanoamericanos modernos y
contemporáneos no se les ha prestado la atención necesaria durante décadas.
Había muchos planes de Filología Hispánica en diferentes universidades
españolas en los que no se impartían —o se hacía de forma marginal— conocimientos
en esta materia. Y, fijémonos, curiosamente, aquí, en los años 90, en un rincón
español demasiadas veces olvidado llamado Región de Murcia, había un joven profesor
que nos alumbraba con narraciones de Borges, Anderson Imbert, Cortázar, Rulfo,
Bryce Echenique, Monterroso, García Márquez, Donoso, Benedetti, Sábato, Otero
Silva, Miguel Ángel Asturias, Bioy Casares, Horacio Quiroga, Roa Bastos, Vargas
Llosa, Virgilio Piñera, Reinaldo Arenas… Todo un abanico majestuoso de colores,
tendencias, aromas, culturas y sabores verbales escritos en español
prácticamente desconocidos para la juventud académica.
Aprovecho
este artículo para declarar en negro sobre blanco, como discípulo orgulloso,
que nunca dejaré de agradecerle que con apenas diecinueve o veinte años me
brindara la oportunidad de gozar altos nombres de la lírica del siglo XX como
Adolfo Westphalen, Alejandra Pizarnik,
Alfonsina Storni, Roberto Juarroz,
Oliverio Girondo, Leopoldo Lugones, José Lezama Lima, Ernesto Cardenal o
Nicanor Parra. Porque un alumno de esa edad con inquietudes literarias puede
conocer a Rubén Darío, a Octavio Paz, a Vicente Huidobro, a Neruda o a Gabriela
Mistral, por la fama internacional que tienen o por la estrecha relación de
dichos escritores con alguna generación de escritores españoles, pero poco más.
Por ello, a veces uno piensa que la universidad sirve, entre otras cosas, para
poder gozar a temprana edad de todos estos tesoros. Es hermoso y agradable descubrir
a un autor por tu cuenta, pero a mí me ha ocurrido más de una vez escuchar a
algún lector lamentarse de haber conocido con tantos años de retraso la
importante obra del peruano José Watanabe, la del salvadoreño
Roque Dalton, la del colombiano Darío Jaramillo o la del argentino Juan Gelman.
Es
entonces cuando sentimos el privilegio de haber sido alumnos suyos.
Y
ya no escribiré más sobre la labor didáctica de Cervera, sino sobre su faceta
creadora.
Debemos
saber que hasta la fecha ha publicado cuatro poemarios: De aurigas inmortales (1993), La
partitura (Vitrubio, 2001), El alma
oblicua (Verbum,
2003) y Escalada y otros poemas (Verbum, 2010).
Su
trayectoria nace con el misterioso De
aurigas inmortales, donde juega con la voz ficticia de las parejas
sentimentales que inspiraron a grandes iconos del arte y el pensamiento, y se
mantiene hasta ahora con el reciente Escalada
y otros poemas, donde se reafirma en su posición vital y filosófica: entre
la desmesura y el descanso.
Quisiera
destacar esa fusión natural que desprende toda su obra entre la llamada del
exceso y el buen aprovechamiento de la languidez. Vicente parece ser
perfectamente consciente de los peligros de ser instruido y sobre todo de los
de ejercer la reflexión: «¿Qué es / el pensar, sino el umbral de la amargura?»
escribe en el poema ‘Entretanto’. Por eso, para él su forma de estar en el
mundo, sus vibraciones emocionales deben quedar claras, en una posición, si se
me apura, radical; en todo caso, debemos huir de la tibieza. En otro poema nos
dice:
Que
seas tal vez hielo, tal vez llama,
tal
vez escalofrío.
Y
que nunca, y que jamás conozcas,
bello
arco de melodías, la maldición de la tibieza.
Estos
versos citados son de su libro La
partitura, pero en libros como El
alma oblicua o Escalada y otros
poemas no hace más que constatarse esa vía culterana y simultáneamente conceptista,
profundizando en las cuestiones “cerverianas”
—permítaseme el neologismo—: la geometría de lo sensible, el instinto de la erudición,
su obsesión por lo oblicuo, la salvación o la asfixia a través de la cultura, la
naturaleza espermática del lenguaje, el abrazo de lo ético, el diálogo continuo
de la idea y de los cuerpos…
En
una entrevista concedida a la revista digital El coloquio de los perros explica algo muy importante para aquellos
que deseen acercarse a su concepción del instante mágico que supone la
escritura; se trata de la muerte sucesiva:
«La muerte sucesiva es la muerte cotidiana. La muerte cotidiana es la muerte
que nos corrompe y no es un morir definitivo sino un ir muriendo y no controlar
ese ir muriendo, porque creo que hay
la posibilidad de controlarlo. Las personas tienen la disposición de controlar
su muerte cotidiana; por lo tanto, dejar que la muerte cotidiana se instale en
la vida es un ir muriendo y es un ir corrompiéndose. Aquí hay un eco moral».
Debemos,
como dice el maestro en el poema ‘La curación’, elegir entre el semen y la
ceniza. Yo, por mi parte, tengo clara la elección. Tú, lector, deberás mover
ficha cuando te acerques a la obra de Vicente Cervera.