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Revista de estudios filológicos
Nº23 Julio 2012 - ISSN 1577-6921
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Panegírico a Vicente Cervera Salinas

 

Juan de Dios García

 

 

«Amo a Marcel Proust, pero también a Dostoievski». Así comienza un poema titulado ‘Cincuenta por ciento’. Dice tanto de este autor en tan solo un verso, que podría enmarcarse como síntesis de su manera de sentir la vida y la sapiencia. Pertenece al libro La partitura, el que para mí es el mejor libro de Vicente Cervera, albaceteño de nacimiento y murciano por adolescencia, juventud y amor a una tierra que le ha brindado los mismos frutos que él ha sembrado con dedicación: la cátedra de Literatura Hispanoamericana en la Facultad de Letras de la Universidad de Murcia. No es casualidad que varias generaciones de alumnos de la Región —educados literaria e intelectualmente con sus directrices— coincidamos en señalarle como el mejor vendedor de mapas del tesoro literario.

En España, por desgracia, a los grandes talentos hispanoamericanos modernos y contemporáneos no se les ha prestado la atención necesaria durante décadas. Había muchos planes de Filología Hispánica en diferentes universidades españolas en los que no se impartían —o se hacía de forma marginal— conocimientos en esta materia. Y, fijémonos, curiosamente, aquí, en los años 90, en un rincón español demasiadas veces olvidado llamado Región de Murcia, había un joven profesor que nos alumbraba con narraciones de Borges, Anderson Imbert, Cortázar, Rulfo, Bryce Echenique, Monterroso, García Márquez, Donoso, Benedetti, Sábato, Otero Silva, Miguel Ángel Asturias, Bioy Casares, Horacio Quiroga, Roa Bastos, Vargas Llosa, Virgilio Piñera, Reinaldo Arenas… Todo un abanico majestuoso de colores, tendencias, aromas, culturas y sabores verbales escritos en español prácticamente desconocidos para la juventud académica.

Aprovecho este artículo para declarar en negro sobre blanco, como discípulo orgulloso, que nunca dejaré de agradecerle que con apenas diecinueve o veinte años me brindara la oportunidad de gozar altos nombres de la lírica del siglo XX como Adolfo Westphalen, Alejandra Pizarnik, Alfonsina Storni, Roberto Juarroz, Oliverio Girondo, Leopoldo Lugones, José Lezama Lima, Ernesto Cardenal o Nicanor Parra. Porque un alumno de esa edad con inquietudes literarias puede conocer a Rubén Darío, a Octavio Paz, a Vicente Huidobro, a Neruda o a Gabriela Mistral, por la fama internacional que tienen o por la estrecha relación de dichos escritores con alguna generación de escritores españoles, pero poco más. Por ello, a veces uno piensa que la universidad sirve, entre otras cosas, para poder gozar a temprana edad de todos estos tesoros. Es hermoso y agradable descubrir a un autor por tu cuenta, pero a mí me ha ocurrido más de una vez escuchar a algún lector lamentarse de haber conocido con tantos años de retraso la importante obra del peruano José Watanabe, la del salvadoreño Roque Dalton, la del colombiano Darío Jaramillo o la del argentino Juan Gelman.

Es entonces cuando sentimos el privilegio de haber sido alumnos suyos.

Y ya no escribiré más sobre la labor didáctica de Cervera, sino sobre su faceta creadora.

Debemos saber que hasta la fecha ha publicado cuatro poemarios: De aurigas inmortales (1993), La partitura (Vitrubio, 2001), El alma oblicua (Verbum, 2003) y Escalada y otros poemas (Verbum, 2010).

Su trayectoria nace con el misterioso De aurigas inmortales, donde juega con la voz ficticia de las parejas sentimentales que inspiraron a grandes iconos del arte y el pensamiento, y se mantiene hasta ahora con el reciente Escalada y otros poemas, donde se reafirma en su posición vital y filosófica: entre la desmesura y el descanso.

Quisiera destacar esa fusión natural que desprende toda su obra entre la llamada del exceso y el buen aprovechamiento de la languidez. Vicente parece ser perfectamente consciente de los peligros de ser instruido y sobre todo de los de ejercer la reflexión: «¿Qué es / el pensar, sino el umbral de la amargura?» escribe en el poema ‘Entretanto’. Por eso, para él su forma de estar en el mundo, sus vibraciones emocionales deben quedar claras, en una posición, si se me apura, radical; en todo caso, debemos huir de la tibieza. En otro poema nos dice:

 

Que seas tal vez hielo, tal vez llama,

tal vez escalofrío.

Y que nunca, y que jamás conozcas,

bello arco de melodías, la maldición de la tibieza.

 

Estos versos citados son de su libro La partitura, pero en libros como El alma oblicua o Escalada y otros poemas no hace más que constatarse esa vía culterana y simultáneamente conceptista, profundizando en las cuestiones “cerverianas” —permítaseme el neologismo—: la geometría de lo sensible, el instinto de la erudición, su obsesión por lo oblicuo, la salvación o la asfixia a través de la cultura, la naturaleza espermática del lenguaje, el abrazo de lo ético, el diálogo continuo de la idea y de los cuerpos…

En una entrevista concedida a la revista digital El coloquio de los perros explica algo muy importante para aquellos que deseen acercarse a su concepción del instante mágico que supone la escritura; se trata de la muerte sucesiva: «La muerte sucesiva es la muerte cotidiana. La muerte cotidiana es la muerte que nos corrompe y no es un morir definitivo sino un ir muriendo y no controlar ese ir muriendo, porque creo que hay la posibilidad de controlarlo. Las personas tienen la disposición de controlar su muerte cotidiana; por lo tanto, dejar que la muerte cotidiana se instale en la vida es un ir muriendo y es un ir corrompiéndose. Aquí hay un eco moral».

Debemos, como dice el maestro en el poema ‘La curación’, elegir entre el semen y la ceniza. Yo, por mi parte, tengo clara la elección. Tú, lector, deberás mover ficha cuando te acerques a la obra de Vicente Cervera.