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EL TERRITORIO DE LAS HUMANIDADES, DE ARTURO LEYTE, EL PAÍS,
JUEVES 5 DE ENERO DE 2012
Hay
que reivindicar el estudio de la cultura humana, el cultivo de lenguas, textos
y objetos que nos precedieron. No con un fin arqueológico, sino con el de
constituir un modelo democrático de ciudadanía
http://elpais.com/diario/2012/01/05/opinion/1325718012_850215.html
Habría
que preguntarse en primer lugar si en la actualidad existe tal territorio.
También, si debería existir y, en ese caso, cómo. El término
"humanidades" se ha vuelto tan difuso que su mención evoca algo
debilitado, pasado y decorativo; un ornamento mayor, no siempre lucido, de una
cultura decididamente técnica. El estado de cosas empeora, además, cuando
regularmente aparecen sus defensores: de ellos casi siempre cabe esperar un
lamento por su decadencia, sin reparar en la propia responsabilidad contraída
en su degradación.
Quizás
sea necesario decirlo con todas las letras: las humanidades ya no resultan
necesarias. Para caracterizar su irrelevancia, nada mejor que compararlas con
el trabajo del ingeniero: si este no sabe, el puente se cae, la carretera se
hunde, el tren de alta velocidad se estrella. ¿Qué pasa, en cambio, cuando el
profesional de las humanidades (que ya no se puede llamar
"humanista") no sabe de lo suyo? Pues simplemente: no pasa nada. Esta
conclusión obliga a preguntarse por qué resultan tan prescindibles cuando
tiempo atrás constituyeron el núcleo del saber. Resulta obvio que las causas no
resultan nítidas, porque la cuestión afecta a una metamorfosis absoluta de la
cultura humana, que se cifra en una suspensión del problemático significado de
tradición. La historia ya no enseña referencias, lo que conduce, como afirmaba
F. Jameson al principio de su Teoría de la posmodernidad, a "pensar
históricamente el presente en una época que ha olvidado cómo se piensa
históricamente". Esta paradoja nos devuelve la historia, pero convertida
en retazos dispersos y confusos utilizables al margen de cualquier contexto,
algo así como si el pasado fuera solo combustible para un presente voraz que
todo lo consume. Pero sería ocioso y seguramente falso culpar de su lenta
desaparición a la cultura técnica. Esa culpabilización se vuelve el cómodo
refugio de los que no aspiran a transformar el estado de cosas, sino a
perpetuarlo, porque es el que precisamente exime... del cultivo de las
humanidades.
Pero, ¿se pueden cultivar bajo el nuevo
paradigma? ¿Y si el verdadero obstáculo para las humanidades no lo opusieran
las técnicas ni tampoco las ciencias de la naturaleza -física, química,
biología- sino precisamente las "ciencias humanas"? Estas, empezando
por la historia, la psicología, la sociología y, sobre todo, la lingüística,
han sustituido a las humanidades transformando sus antiguos temas en nuevos
objetos científicos como consecuencia de la aplicación metodológica de las
ciencias naturales. Si lo que hoy define una ciencia, más que su tema de
estudio, es su carácter metodológico, entre las humanidades y las ciencias
humanas se ha abierto un abismo que destierra a las primeras del ámbito de la
ciencia: si adoptan su metodología, se pierden a sí mismas. Esta es seguramente
su frágil situación, que las vuelve mero adorno en la organización
administrativa del saber.
En
el nuevo paradigma también puede que sus antiguos contenidos ocupen un lugar
importante en la industria del ocio y el entretenimiento, pero eso ya no son
humanidades, sino business. Su sentido más íntimo -el
cultivo del pasado por medio del estudio filológico y hermenéutico- resulta
intratable bajo las pautas científicas admitidas. Las humanidades se vuelven
así ellas mismas asunto del pasado. ¿Qué queda entonces de ellas?, ¿vale la
pena recuperarlas?
Descartado
que puedan ocupar su antiguo papel en la organización actual del saber y las
ciencias, la pregunta por las humanidades y su improbable territorio ya no
puede plantearse solo en términos científicos, sino políticos: ¿quiere dedicar
una sociedad recursos económicos, con todo lo que eso implica, para implantar
seriamente los estudios humanísticos, dejando de enmascarar su progresivo y
estructural recorte? La pregunta se puede plantear en términos más intuitivos:
¿quiere una sociedad, por medio de su Gobierno, formar a sus jóvenes ciudadanos
en estudios como la historia, la literatura, el arte, las lenguas clásicas o la
filosofía?, ¿o prefiere una educación de la que haya desaparecido la
posibilidad de leer, escribir, interpretar, juzgar y decidir cultivadamente? Porque
desgraciadamente el cultivo de las humanidades hoy tendría que comenzar por la
humilde tarea de enseñar a leer y escribir -que debería constituir el primer
deber político de la democracia-, lo que nos remite a un horizonte mucho más
incómodo: que tal vez hoy se pueda prescindir de la lectura, entendida al menos
en sentido humanístico como ejercicio progresivo de formación. Así, tendría que
asumirse que leer es algo distinto de obtener una información. La opción
política residiría entonces en decidir si una sociedad quiere aprender a leer
su propia tradición pasada, pero no porque allí resida la verdad absoluta, sino
porque constituye la única referencia accesible para todos, fuera de la lucha
por el presente. El pasado puede volverse así la distancia necesaria desde la
que todavía podemos vernos. El declive de las humanidades no deja de constituir
otra forma de referirse a la aniquilación estratégica del pasado. Al reproche
de que las terribles catástrofes históricas del siglo XX ocurrieron precisamente
bajo una sociedad ilustrada y leída, habría que oponer que su causa residió más
bien en una insuficiente ilustración. Solo cabe recordar la destrucción de la
tradición humanística llevada a cabo en Alemania por aquel régimen que
anunciaba la nueva época a base de borrar la antigua: comenzó quemando libros
como anticipo de la quema de cuerpos humanos. A las tiranías les estorba la
tradición ilustrada, de ahí que la desfiguren o directamente la destruyan. Pero
nuestra pregunta tiene que apuntar ya sin nostalgia directamente al futuro:
¿qué aportaría el territorio de las humanidades a la democracia?
Si
las ciencias humanas investigan científicamente su objeto, políticamente habría
que reivindicar el estudio de la cultura humana desde su sentido temporal,
accesible solo por medio del cultivo de las lenguas, los textos y los objetos
que nos precedieron, pero no con un fin arqueológico, sino con el de constituir
un modelo de ciudadanía. La cultura así adquiriría un sentido ulterior, no
simplemente heredado, sino como condición de una vida social futura extraña a
la barbarie. ¿Resulta hoy eso posible? ¿Y si descubriéramos, por ejemplo, que
ante ese objetivo el camino no fuera enseñar Educación para la Ciudadanía sino
simplemente humanidades...? En realidad, ¿qué pasa cuando algo como la
ciudadanía se enseña como una asignatura de la que uno se puede desvincular
cuando quiera? Además de ocurrirle como a la enseñanza de la religión -que
aumenta el número de irreverentes- el problema reside en que seguramente no se
deja enseñar como un conocimiento, sino que es más bien el conocimiento una
condición de su desarrollo. Además, ninguna Administración está dispuesta a
volver a la difícil enseñanza humanística porque es improductiva, muy lenta y,
en consecuencia, cara: aprender una lengua, clásica o moderna; adquirir un
bagaje de lecturas; conocer y aprender a ver el arte, resultan tareas extrañas
a la rapidez exigida hoy por las tecnologías de la enseñanza. El sacrificio
social que se ha pagado a cambio ha sido enorme y la degradación está servida:
las humanidades ya no pueden constituirse en el fondo sobre el que construir
una sociedad libre y crítica. Pero, ¿qué las va a suplir? Los sobrentendidos
aquí no valen y constituyen la puerta de entrada de los totalitarismos, que por
descontado son antiilustrados. De ahí que la imagen más sombría proceda de
pensar cómo la moderna sociedad democrática fue también la que descabezó las
humanidades, seguramente por imponderables de la masificación, pero también por
considerar que estaban teñidas de un halo elitista que las identificaba con las
antiguas clases de poder. No se percibió que fue la propia conciencia formada
en las humanidades la que justamente había acabado con aquel antiguo poder. Hoy
podríamos preguntarnos si, más allá de la gestión económica de los recursos y
su distribución, es posible una sociedad democrática sin contar con la
reimplantación de las humanidades.
Arturo
Leyte es filósofo, ensayista y traductor de Heidegger y Schelling