estudios
CONSIDERACIONES
SOBRE EL EROTISMO EN LA NOVELA DEL SIGLO XIX. A PROPÓSITO DE PEPITA JIMÉNEZ DE JUAN VALERA
Remedios Sánchez García
(Universidad de Granada)
RESUMEN
En este artículo presentamos
un estudio de la función del erotismo en Pepita
Jiménez, obra esencial de Juan Valera. Si bien la obra valeriana ha sido
estudiada desde distintos enfoques, no es menos cierto que no se ha estimado
suficientemente la trascendencia que para el desarrollo de la reflexión/acción
tienen las frecuentes claves eróticas que van marcando los personajes en sus
alocuciones a lo largo del desarrollo narrativo y que van a condicionar
claramente la resolución del conflicto amoroso.
Por lo tanto, nuestro objetivo es analizar de qué manera determina el
erotismo las actuaciones de los personajes principales (condicionados por sus
roles hombre-mujer) y, por ende, la
resolución de la trama.
Palabras clave: erotismo,
novela, Pepita Jiménez, Juan Valera,
siglo XIX.
ABSTRACT:
In this paper we present a study of the role of eroticism
in Pepita Jiménez, essential work of
Juan Valera. Although valerian work has ben studied from different approaches,
the fact is that not enough attention has being paid to the frequent erotic
keys which are transcendental for the
development of reflection/action and which mark the characters in their
speeches through narrative development and that will clearly condition the love
conflict resolution. Hence, our goal is to analyze how eroticism determines the
actions of the main characters (conditioned by their male-female roles) and,
therefore, the resolution of the plot.
Key
words: eroticism, novel, Pepita Jiménez,
Juan Valera, XIX century.
1. Introducción
Desde la antigüedad clásica,
pocas temáticas han sido tan debatidas como la tocante al erotismo. ¿Qué es
erótico y qué no lo es? ¿Cómo se manifiesta en la literatura y con qué
condicionamientos –sociales-culturales, económicos…-? Hasta el momento, nadie
duda de que la vertiente erótica domine parte del epistolario de Valera,
especialmente el de su juventud[1]; no
obstante, en su obra más conocida, Pepita
Jiménez, publicada en 1874, eso ya es
otra cuestión de mayor calado en la que pocos (fuera de decir lo obvio: que
había cierto contenido erótico, sin analizarlo en profundidad) han querido
meterse.
Manuel Azaña (1927:30), uno
de los investigadores que se han interesado en sus estudios por la escritura
valeresca, ya explicó al respecto que los personajes de Valera que están “enamorados se explican, se definen, se
ponen (como decían los ‘filósofos
innovadores’) mediante el análisis del sentimiento amoroso”. Y a eso se
puede añadir lo que ya expusiera el mismo Valera como uno de sus fundamentos
ideológicos: que el amor platónico entre un hombre y una mujer que se gustan,
el amor sin sexo, es un sinsentido:
Es sofistería que siendo el hombre y la mujer compuestos de alma y de
cuerpo, y mediando la diferencia de sexo y la inclinación natural y poderosa
que de ella nace, prescindamos del cuerpo y nos amemos sólo con el alma (Valera, 1948:1583).
De ahí deducimos que Pepita Jiménez, como obra literaria es,
entre otras muchas cosas más, una parodia de las represiones eróticas y sexuales
personificadas en la figura del protagonista masculino, D. Luis. El erotismo se
plantea como un problema gnoseológico-moral (incluso estético, en lo tocante a
la naturaleza), el quid que ha de resolverse entre los personajes principales
para evitar su frustración total e invalidante.
Pero de la premisa de la que
hemos de partir, a nuestro entender, es de que la literatura erótica consiste
en la expresión de una experiencia amorosa por medio del lenguaje, dando el
sentido más profundo posible a lo que se entiende por “experiencia amorosa”
(siguiendo a Díaz Diocaretz e Iris Zavala, 1992:8), que en el caso de esta
novela de Juan Valera huye de cualquier tipo de explicitación sexual. No es un
caso raro: también en las obras de mentes tan libres como las de Galdós o
Clarín el lenguaje adopta formas de una pudibundez que puede llegar a
sorprendernos hoy. Es el reino del eufemismo donde se alude a todo, pero no se nombra. Es, en síntesis y en lo
que toca a nuestro asunto, erotismo. Una de las pocas obras clarinianas que se
salen de esto es Su único hijo, donde
el autor se acerca a unos abismos de la sexualidad femenina que resultan,
aparte de escabrosos, ciertamente desagradables para paladares finos.
Pepita
Jiménez, por el contrario, es una propuesta directa de la atracción del
cuerpo y frente al caso de otras obras
del momento como La Regenta -donde se
muestra el Eros de la Restauración en todo su esplendor- no existe una
fisiologización, sino que se fundamenta en sugerencias
(palabra clave para entender el profundo sentido de esta obra) verbales y
no verbales con una gran carga erótica.
Y es que cuanto menor es la
presencia explicita del cuerpo, más presente la encuentra el lector porque el
concepto de erotismo está vinculado a la imaginación, a lo que no se dice pero
se sugiere, a lo que no se nombra directamente pero el silencio lo intuye.
Siguiendo las tesis de Engels distinguimos entre un Eros antiguo y un Eros
moderno que se diferencian, aparte de que hay una evolución y una serie de
cambios político-sociales, en la forma de expresar –o no expresar- el deseo
sexual como tal.
En Pepita Jiménez, el erotismo no es algo explicito sino sutil, más
bien un juego entre lo que se dice y lo que no se dice, lo que se intuye –como
ya decíamos-, un erotismo que roza el refinamiento epicúreo sobre la violencia
de la pasión; y es que en esta obra eso sí está claro: Valera no pasa los
estrechos límites que deslindan lo erótico de lo pornográfico y la trasgresión
fundamental está en que mezcla el sentimiento erótico en don Luis y en Pepita
con actitudes religiosas extremas, como pueden ser las de este joven que por
nada del mundo quiere cejar en su empeño de hacerse sacerdote a pesar de que el
sentimiento religioso –antes dominante en su personalidad- queda ahora dominado por el sensualismo erotista
que le produce el lugar (su pueblo) y la mujer, Pepita Jiménez, que desemboca
en una angustia vital que lo lleva al límite de la cordura y le hace pensar en
la muerte como solución; todo esto se desprende de las cartas del apartado
“Cartas de mi sobrino”. Y es que como dice Stendhal (1930: 238) en Del amor, “El verdadero amor hace que sea habitual el tema de la muerte, fácil,
inmune de miedo, un simple término de parangón, el precio que se pagaría por
muchas cosas”.
Estructurando ordenadamente el
análisis de esta obra, quizá la fórmula más oportuna es estudiar por separado
los tres personajes, que, desde el punto de vista erótico, determinan la obra;
esto es, la naturaleza, el protagonista masculino –don Luis- y la Mujer –Pepita Jiménez, o, si queremos
considerarlo en orden de importancia: Pepita Jiménez, la naturaleza y D.
Luis.
2.- La naturaleza,
cómplice exuberante
Analicemos en primer término el lugar donde
suceden los acontecimientos; la acción se desarrolla en un pueblo de la campiña
cordobesa, donde la naturaleza tiene un poder dinamizador de dicha acción en
los momentos culminantes de la novela; Valera le da entidad para ser un
personaje protagonista, y la exuberancia del marco bucólico primaveral es lo
que exacerba el sentimiento erótico de un D. Luis que se enfrenta por primera
vez a una mujer, Pepita Jiménez, y que mira lleno de ternura todo lo que le
rodea; todo esto choca directamente con su supuesta vocación sacerdotal que
debería desvincularlo de todas estas cuestiones mundanas. Al final será esa
misma naturaleza excitante y provocativa la que se combinará de forma
inconsciente (¿) con Pepita en la embriagadora y pagana noche de San Juan para
excitar seductoramente la sensibilidad del joven seminarista.
Podemos ver claramente la aplicación del planteamiento de Marcuse
(1968:9) cuando afirma que “Los impulsos
sexuales, sin perder su energía erótica, trascienden su objeto inmediato y
erotizan las relaciones normalmente no eróticas y anti-eróticas entre
individuos y entre ellos y su medio ambiente” en uno de los acontecimientos
que marcan la novela: la visita de Luis a la huerta de Pepita:
[...] anteayer fuimos a la huerta de Pepita. Es hermoso sitio, de lo
más ameno y pintoresco que puede imaginarse. El riachuelo que riega casi todas
estas huertas, sangrado por mil acequias, pasa al lado de la que visitamos; se
forma allí una presa, y cuando se suelta el agua sobrante del riego, cae en un
hondo barranco poblado en ambas márgenes de álamos blancos y negros, mimbrones,
adelfas floridas y otros árboles frondosos. La cascada, de agua limpia y
transparente, se derrama en el fondo, formando espuma, y luego sigue su curso
tortuoso por un cauce que la naturaleza misma ha abierto, esmaltando sus
orillas de mil hierbas y flores, y cubriéndolas ahora con multitud de violetas.
Las laderas que hay a un extremo de la huerta están llenas de nogales,
higueras, avellanos y otros árboles de fruta (Valera, 1999: 173-174).
Como se puede observar, la
huerta de Pepita es el prototipo de locus
amoenus de toda la tradición literaria, un lugar abierto sólo a la vista de
una minoría selecta, como la misma Pepita –“huerto cerrado” la llama D. Luis en otra
carta-.
Al respecto del análisis de
la huerta-jardín de Pepita, afirmó Claudio Guillén (1992:95) que ésta “se convierte finalmente en jardín
–naturaleza cultivada y dispuesta por el hombre-, adornado con un templete de
sabor clásico, una Venus de mármol y otros pormenores que evocan lo que llama
el narrador ‘poesía rústico-amorosa-pastoril”.
En otro momento de la obra,
visitan otra finca, el Pozo de la Solana, y allí es cuando por primera vez se
encuentran Pepita y Luis solos, en lo más intrincado y umbrío de un bosquecillo
que es quizá un lugar más propicio para el enamoramiento; D. Luis en una carta
a su tío el deán, describe el paisaje y el encuentro de la siguiente forma:
Siguiendo el curso del arroyo, y sobre todo en las hondonadas, hay
muchos álamos y otros árboles altos, que, con las matas y hierbas, crean un
intrincado laberinto y una sombría espesura. Mil plantas silvestres y olorosas
crecen allí de un modo espontáneo, y por cierto que es difícil imaginar nada
más esquivo, agreste y verdaderamente solitario, apacible y silencioso que
aquellos lugares[...] Andando yo por aquella espesura, hubo un momento en el
cual, no acierto a decir cómo, Pepita y yo nos encontramos solos; yo al lado de
ella. Los demás se habían quedado atrás... (Valera, 1999: 200-201).
El encuentro en lo más
sombrío del bosquecillo que había en la finca, la primera vez que Pepita y Luis
intercambian unas palabras es, indudablemente otro de los momentos con claros
matices eróticos. En el último tercio del siglo que nos ocupa circunstancias
varias hicieron de los jardines un topos
literario; suelen ser rincones aislados, con profusión de flores, árboles y de
arbustos sedosos; representa la naturaleza ideal al servicio de la pasión. Lo
encontramos habitualmente al servicio de la iconografía como marco de una
pareja entregada a juegos eróticos, para un amante enamorado, ensimismado en
ensueños eróticos que lo distancian de la realidad (como en el caso de Luis de
Vargas) o para la doncella que espera al enamorado que va a despertar sus
sentidos. Se trata de crear una atmósfera de invitadora intimidad y para ello,
los autores refugian a los amantes bajo la frondosidad de árboles y espesas
matas con lo que se convierte en jardín cerrado.
El papel de esta misma
naturaleza es también muy importante al final, cuando los enamorados van a
encontrarse realmente, gracias a la intervención de Antoñona, la fiel nodriza
de Pepita (mezcla de la aviesa Enone y con rasgos de Celestina). Don Luis
camina entre esas sendas para llegar a casa de la protagonista, admirando ese
majestuoso campo que al anochecer está en todo su esplendor:
El aire era tan diáfano y tan sutil, que se veían millares y millares
de estrellas fulgurando en el éter sin término. La luz plateaba las copas de
los árboles y se reflejaba en la corriente de los arroyos, que parecían de un
líquido luminoso y transparente, donde se formaban iris y cambiantes como en el
ópalo. Entre la espesura de la arboleda cantaban los ruiseñores. Las hierbas y
flores vertían más generoso perfume. Por las orillas de las acequias, entre la
hierba menuda y las flores silvestres, relucían como diamantes o carbunclos los
gusanillos de luz en multitud innumerable. No hay por allí luciérnagas aladas
ni cocuyos, pero estos gusanillos de luz abundan y dan un resplandor bellísimo.
Muchos árboles frutales, en flor todavía; muchas acacias y rosales sin cuento embalsamaban
el ambiente, impregnándole de suave fragancia. (Valera, 1999: 288).
3.- Don Luis de Vargas, el candor de la inocencia
Pasando a los personajes
físicos, D. Luis, protagonista de la novela (que no de la acción, al erigirse
como sujeto pasivo del hechizo de amor de Pepita), queda caracterizado a partir
de sus exámenes de conciencia en las largas cartas a su tío el deán, como un
joven candoroso e inexperto que elige como proyecto vital el sacerdocio, que es
lo que ha visto desde la edad de diez años en que comenzó a vivir con ese tío
en el seminario; del mundo sólo conoce lo que le han enseñado los libros y lo
poco que ha visto junto a su tío el cura y sus compañeros seminaristas, por lo
que el choque con la vida real es brutal y catastrófico para su aparente
vocación.
La aparición en su vida de la
naturaleza exuberante que ya hemos descrito, aliada a una mujer provoca como
hemos visto, fisuras insalvables en una vocación que no es real, pero que él se
niega a abandonar (aquí la idea de Bataille (1997:35) que dice:“Hemos llegado a concebir el absurdo de las
relaciones entre erotismo y moral” no tiene sentido, porque esta moral
cerrada en D. Luis es la que marca las relaciones eróticas de la primera parte
de la novela, la que por su carácter opresivo provoca), lo que le lleva a un
estado progresivo de neurosis acrecentado por las presiones indirectas de la
mujer, que aquí aparece como subversiva, como un mal del que tiene que huir
porque es incapaz de resistirse a él.
Se comprueba desde el primer
momento que la denominada “hipótesis
represiva” que ya indicara Foucault (1989:182) en el primer volumen de su Historia de la sexualidad se da en D.
Luis de una manera clara, entendiendo el planteamiento como que existe una
verdad ineludible en cada individuo que está reprimida por el orden cultural,
pero que es imprescindible sacarla a la luz para que el ser “sea” realmente. En
D. Luis, su verdadero ser es más prosaico que ese ideal de sacerdote misionero
que se ha forjado; D. Luis es un hombre normal, como cualquier otro, pero ansía
–como todos- ser especial.
Ése y no otro es el verdadero
caso de don Luis que a pesar de su debilidad lucha por continuar siendo un ser
frustrado, para que no salga a la luz su verdadero ser, sus deseos eróticos y
–por qué no- sexuales con Pepita. A este planteamiento foucaultiano añade Nancy
Armstrong (1991:9) que, “Según este
planteamiento, habría un ser, una naturaleza –sexual, deseante- que precede a
la inscripción cultural. El problema con esta noción es que, como ha subrayado
Foucault, la sexualidad no es atemporal sino un discurso histórico específico”.
Pero hay más y es necesario repetirlo: como dice Foucault, este discurso no es
negado, sino producido a través de la represión.
Resumiendo este aspecto
básico: hay que decir que el sexo es algo reprimido (en esto podemos establecer
cierta relación con el planteamiento de Marcuse [1968:132 y ss.], cuando afirmó
que el sexo
era una fuerza o una energía innata en el ser humano reprimida por las normas
de una cultura impositiva en sentido negativo) y que en
este caso no se libera hasta el final de la novela, pero que esa misma
represión es la que provoca que aumente el deseo y condiciona las eróticas
reflexiones de don Luis en las cartas.
El personaje de don Luis, con sus
constantes frustraciones, su constante no saber lo que desea –o sabiéndolo pero
sin tener la voluntad de aceptarlo- es el epicentro de la novela; es un
personaje que se define a partir de su naturaleza emocional[2],
donde las reacciones emocionales están controladas por Pepita desde la sombra,
cuál si de un personaje de farsa guiñolesca se tratara.
En este aspecto, y por establecer
paralelismos, podemos establecerlo con la Pamela
de Richardson, aunque no con el personaje de Mr. B, sino con el de la mal
considerada pudibunda Pamela que juega a tratar de escapar de su implacable y
acosador jefe (con lo que aumenta el deseo de éste), donde la sexualidad no es
otra que un conglomerado cultural que determina la actitud de la persona. Desde
este orden de cosas la sexualidad no se puede basar en la naturaleza humana –concepción
de Weeks (1981) y otros biologicistas- sino, siguiendo los criterios de
Foucault y, a nuestro entender, en la cultura. En este caso la “virtud
masculina” es la que acaba claudicando a pesar de que los roles sociales
estipulaban que debía ser al revés y esto es porque –y como afirmaba Jane
Austen (1989:46) en Orgullo y prejuicio- “Es una
verdad universalmente reconocida que un hombre soltero y en posesión de una
fortuna debe querer una esposa” (que no es más que una falacia de la
puritana sociedad de la época victoriana, en que se cobraba un impuesto
especial a los solteros por considerarlos más viciosos).
En esta obra, el metódico sacrificio
de la libido es una desviación provocada rígidamente para servir a actividades
y expresiones socialmente útiles, tal y como indicara Freud (1998) para
referirse a este tipo de casos. Además hay que tener en cuenta otro dato que
enlaza con las teorías freudianas: “Los
impulsos primarios del organismo humano encuentran tanto representación mental
como somática” (citado por Marcuse 1968: 19) porque “las vicisitudes de
los instintos son las vicisitudes del aparato mental de la civilización”
(también aseveración freudiana [1998:76]).
La sociedad en la que se desenvuelve
D. Luis (formada por los más diversos estratos sociales, desde los criados
hasta los más ricos) durante la estancia en su pueblo así lo entiende, y no
comprende cómo un hombre joven, rico y con buena salud quiere hacerse sacerdote.
La piedra de toque la puso Freud (1950:57) también al indicar en su obra Más allá del principio del placer: “¿Cómo puede la sexualidad llegar a ser el
probable “sustituto” del “instinto hacia la perfección”, el “poder que mantiene
unido a todo el mundo”?”. Sobre este asunto también incide Marcuse (1968:77)
afirmando que, en El porvenir de una ilusión, “Freud
subrayó el papel de la religión en la desviación histórica de la energía del
verdadero mejoramiento de la condición humana a un imaginario mundo de
salvación eterna”. La religiosidad de D. Luis significa un contratiempo
esencial para su realización como hombre a través de una posible relación con
Pepita; sin embargo, al contrario la
figura de Pepita es imprescindible para
comprobar lo ilusorio de su vocación y así lo reconoce su tío el deán
que desde la primera carta se da cuenta de cómo son realmente
los sentimientos de D. Luis y así se lo transmite a su padre, D. Pedro:
Luisito me escribe
hace días extrañas cartas donde descubro, al
través de su exaltación mística, una inclinación harto terrenal y
pecaminosa hacia cierta viudita guapa, traviesa y coquetísima, que hay en ese
lugar. Yo me había engañado hasta aquí creyendo firme la vocación de Luisito, y
me lisonjeaba de dar en él a la Iglesia de Dios un sacerdote sabio, virtuoso y
ejemplar, pero las cartas referidas han venido a destruir mis ilusiones.
Luisito se muestra en ellas más poeta que verdadero varón piadoso, y la viuda,
que ha de ser de la piel de Barrabás, le rendirá con poco que haga. Aunque yo
escribo a Luisito amonestándole para que huya de la tentación, doy ya por
seguro que caerá en ella. (Valera, 1999: 337-338).
La mirada tiene una fuerza y un
sentido fortísimo; D. Luis tiene miedo a la mirada de Pepita –el terror a la
mirada lo llamaba Jean Paul Sartre-, que no es otra cosa que el miedo de ser
objetivado en la interioridad consciente de quien mira; este terror permanece
en el trasfondo de la conciencia cotidiana. Ese gesto esencial y casi
instintivo le permite decir mucho y a la vez guardar la distancia que implica
el puritanismo de la doble moral. Es un juego donde lo más elocuente es la
fugacidad y el brillo que casi quema, que traspasa al amante para luego
apagarse como si nunca hubiese existido, como si hubiese sido cosa de la
imaginación del hombre. Juan Ramón Jiménez en Jardines lejanos repite el tópico que ya se encontrara en Juan
Valera y en otros anteriormente: “los
ojos nos fascinan con un magnetismo de serpientes” (2007:349). Con la
mirada, la mujer posee al otro, al amante y a la par es poseída pero queda
virgen; es pues una posesión erótica, sin manchar ni tocar la carne.
Así expresa el personaje protagonista
de Valera sus reacciones ante los ojos de Pepita a su tío el deán:
Ya he dicho a usted
en otras cartas que los ojos de Pepita, verdes como los de Circe, tienen un
mirar tranquilo y honestísimo. Se diría que ella ignora el poder de sus ojos, y
no sabe que sirven más que para ver. Cuando fija en alguien la vista, es tan
clara, franca y pura la dulce luz de su mirada, que en vez de hacer nacer
ninguna mala idea parece que crea pensamientos limpios, que deja en reposo
grato a las almas inocentes y castas, y mata y destruye todo incentivo en las
almas que no lo son. Nada de pasión ardiente, nada de fuego hay en los ojos de
Pepita. Como la tibia luz de la luna es el rayo de su mirada.
Pues bien; a pesar de esto, yo he creído notar dos o
tres veces un resplandor instantáneo, un relámpago, una llama fugaz devoradora
en aquellos ojos que se posaban en mí. ¿Será vanidad ridícula sugerida por el
mismo demonio? (Valera,
1999: 222-223).
Conforme progresa el desarrollo de la
trama novelística, don Luis abunda más sobre este asunto esencial de las
miradas y del poder que sobre él ejerce la de Pepita:
No era sueño, no
era locura: era realidad. Ella me mira a veces con la ardiente mirada de que ya
he hablado a usted. Sus ojos están dotados de una atracción magnética
inexplicable. Me atrae, me seduce y se fijan en los míos. Mis ojos que deben
arder entonces, como los suyos, con una llama funesta, como los de Amón cuando
se fijaban en Tamar; como los del príncipe de Siquén cuando se fijaban en Dina.
Al mirarnos así,
hasta de Dios me olvido. La imagen de ella, se levanta en el fondo de mi
espíritu, vencedora de todo. (Valera, 1999:227).
El amor-pasión causa la angustia y la
desesperación de D. Luis que no quiere sentir; pero este joven, aplicando las
teorías que posteriormente desarrollara Freud, necesita, aunque él no sea
consciente de ello, que la mujer lo complemente (por lo que permanece dentro
del modelo contractual en ese sentido). No es un ser que pueda vivir en soledad
consigo mismo y así lo demuestra a través de las cartas a su tío donde expresa
sus alambicados pensamientos/sentimientos por Pepita que le provocan una
frustración indecible. En una de las más interesantes llega a considerar a
Pepita como un “mal” del que debe huir si quiere salvarse y así se lo indica a
su tío:
Cuando Pepita y
yo nos damos la mano, no es ya como al principio. Ambos hacemos un esfuerzo de
voluntad, y nos transmitimos, por nuestras diestras enlazadas, todas las
palpitaciones del corazón. Se diría que, por arte diabólico, obramos una
transfusión y mezcla de lo más sutil de nuestra sangre. Ella debe de sentir
circular mi vida por sus venas, como yo siento en las mías la suya. Si estoy
cerca de ella, la amo; si estoy lejos, la odio.[...]
Su recuerdo me
mata. Soñando con ella, sueño que me divide la garganta, como Judit al capitán
de los asirios, o que me atraviesa las sienes con un clavo como Jael a Sisara
[...]
Quiero libertarme
de esta mujer y no puedo. La aborrezco y casi la adoro. Su espíritu se infunde
en mi al punto que la veo, y me posee, y me domina, y me humilla [...] (Valera, 1999: 232-233).
Desde aquí la angustia vital de D. Luis ha llegado a su cenit y le hace pensar en la
muerte como solución, pero sin temor alguno, porque como dice Stendhal en Del amor “El verdadero amor hace que sea habitual el tema de la muerte, fácil,
inmune de miedo, un simple término de parangón, el precio que se pagaría por
muchas cosas” (1980:63); y así la entiende D. Luis, y así se refiere a
ella, en una carta al deán:
Me recomienda usted que piense en la muerte; pero no en la de esta
mujer, sino en la mía. Me recomienda usted que piense en lo inestable, en lo
inseguro de nuestra existencia y en lo que hay más allá. Pero esta
consideración y esta meditación ni me atemorizan ni me arredran. ¿Cómo he de
temer la muerte cuando deseo morir? El amor y la muerte son hermanos […] (Valera, 1999: 230).
Además el amor para ambos es un modo
de sentirse inmersos dentro del resto del cosmos, de esa naturaleza erótica que
tanto ha tenido que ver en la culminación de sus relaciones; el amor del
uno-al-otro y del otro-al-uno implica el amor hacia esa naturaleza en la que se
desarrolla su amor. Así, el hombre y la mujer amantes pierden su sentido -o su
posibilidad- de maldad. Como dice Luis Martín Santos (1965:127):
los amantes, desde
la altura de su erotismo, desde su egoísmo aislacionista, miran con un leve
desprecio a quien no goza de sus privilegios. Una sutil ironía baña sus juicios
comunes sobre los más próximos [...] El
absoluto erótico sólo admite al tercero como objeto clasificado y medido: los
amantes han renunciado a la valoración ingenua e individual, no hay verdadero
encuentro con cada uno de ellos sino con los dos.
Cuando el amor existe en plenitud
erótica, el espacio íntimo carece de toda referencia externa; es como una
burbuja donde habitan los amantes y que éstos transportan con ellos mismos ya
que es su mutua presencia lo que lo segrega. Volviendo a Sigmund Freud, podemos afirmar que “Cuando una relación amorosa está en su
máxima altura no deja espacio para ningún otro interés en el mundo de
alrededor; la pareja de amantes es suficiente en sí misma...” (1998:80).
El amor se concibe además como una
evolución que da luz a ambos co-partícipes. En el plano del espacio corporal
hay constantes descubrimientos de sensaciones corporales provocadas por el otro
porque cualquier tipo de pudor es absurdo ya que tiene que haber una entrega
total del cuerpo; en el plano psíquico hay también un continuo intercambio de
emociones, sorpresas etc., además de todos los planes, todos los proyectos que
elaboran los amantes para su vida en común. Desde este punto de vista nos
encontramos a una Pepita en un plano de igualdad al hombre en este aspecto.
Freud se permite la imagen de una
civilización consistente en parejas de individuos “libidinalmente satisfechos en el otro y ligados a todos los demás por
el trabajo y los intereses comunes” (1998: 80), lo que es claramente
aplicable a Pepita y a D. Luis tras su matrimonio ya que se involucran
activamente en la vida del pueblo con la intención de mejorarlo cultural y
socio-económicamente; así lo explica D. Pedro –padre de D. Luis- en una carta a
su hermano el deán con la que finaliza la obra: “Así con el afecto que se tienen y la ternura y cordialidad con que se
tratan y tratan a todo el mundo ejercen aquí benéfica influencia en las
costumbres” (Valera, 1999: 349).
4.-
Pepita Jiménez o la astucia femenina
El personaje de Pepita
Jiménez es tan interesante como el de D. Luis, o incluso más porque con sus
silencios del principio de la obra dice casi más que con sus palabras; si en D.
Luis asistimos a un conflicto psicológico que en ocasiones llega a tener tintes
dramáticos, Pepita Jiménez no es más simple psíquicamente a pesar de lo que se
ha venido diciendo por la crítica. Lo único que tiene claro es que tiene que
conquistar a don Luis y en ello se afana poniendo toda su astucia, su
pasión-fogosidad y su decisión al servicio de sus acciones; esto es, la
seducción del joven e inexperto seminarista. Así se lo confiesa al final al
sacerdote del lugar cuando piensa momentáneamente que lo ha perdido:
[...] Yo, en cambio, me lo representaba galán, enamorado, olvidando a
Dios por mí, consagrándome su vida, dándome su alma, siendo mi apoyo, mi
sostén, mi dulce compañero. Yo anhelaba cometer un robo sacrílego. Soñaba con
robársele a Dios y a su templo, como el ladrón, enemigo del cielo, que roba la
joya más rica de la venerada custodia. Para cometer este robo he desechado los
lutos de la viudez y de la orfandad y me he vestido galas profanas; he
abandonado mi retiro y he buscado y llamado a mi las gentes; he procurado estar
hermosa; he cuidado con infernal esmero todo este cuerpo miserable, que ha de
hundirse en la sepultura y ha de convertirse en polvo vil, y he mirado, por
último, a don Luis con miradas provocantes, y, al estrechar su mano, he querido
trasmitir de mis venas a las suyas este fuego inextinguible en que me abraso (Valera, 1999: 255-256).
Por otra parte, tampoco
debemos olvidar que el personaje de Pepita es dual ya que una es la Pepita real
–ésta que hemos descrito y que juega con el inexperto don Luis, que lo provoca-
y otra es la Pepita que imagina D. Luis de manera idealizada; esto es, la mujer
discreta y caritativa, la de los ojos verdes rasgados que emiten rayos al
mirarlo, la de la voz argentina, labios purpúreos y manos cuidadas que al
tocarlas le provocan calambre.
Pepita Jiménez, es un personaje que se
estructura a partir de una dualidad entre “lo
que es” (lo que deducimos de sus acciones, de sus ambigüedades) y “lo
que parece que es” (lo que don Luis idealizándola nos transmite a través de
las cartas para que el lector-voyeur pueda
comprender sus actitudes).
Se inserta dentro de la sociedad de
clases rural y aparece como forma subversiva con su propósito de que por su
amor, D. Luis abandone sus pretensiones de convertirse en sacerdote; con su
actitud remarca el presupuesto epistemológico de que “lo privado es público”,
ya que ella toma el poder desde lo privado –como mujer y según las
circunstancias socio-históricas y culturales del momento- pero lo desarrolla en
lo público. Y con esto tenemos que volver a Foucault que entiende la sexualidad
como un discurso concreto del momento histórico en que se desarrolla; en este
caso, y desde el planteamiento burgués de lo sexual –que encubre en realidad
una forma de “pensar” la sociedad, una forma de intervenir políticamente (tornamos
ahora a Marcuse: “El principio de la realidad
extiende su brazo sobre Eros” [1968: 9]
o como dijera Freud [1943:273], “El
principio de la realidad y el principio del placer son eternamente antagónicos”[3])-
se permite a la mujer “habitar el cuerpo
sexualizado” (Armstrong, 1991: 10) como
forma de dar una “nueva dimensión
histórica al deseo” (Armstrong, 1991: 10) que permite a la fémina ser
creadora y a la vez consumidora de lo erótico; creadora –en este caso- de un
deseo que D. Luis (por las circunstancias culturales y sociales que determinan
su caso[4])
debe reprimir a cualquier precio, aunque sea con la huida y que, por el
contrario, Pepita debe fomentar como transgresora que es de la división sexual,
al desear carnalmente a un hombre que “no debe” corresponderle.
Otro aspecto a tener en cuenta es que
la autonomía económica de Pepita le permite perseverar en sus deseos
erótico-sexuales y además, al ser viuda, no tiene obligaciones directas con
ningún hombre (frente a La Regenta); eso le permite (re)elaborar su propia
historia y pasar de las frustraciones de una relación con un viejo de 80 años
(su difundo marido D. Gumersindo) a luchar por el goce (en el más amplio
sentido del término) con un joven de su edad.
Además y en esta segunda oportunidad
se trata de un intercambio sexual y erótico entre “almas iguales”, desde un
punto de vista socio-económico, y entendida la sexualidad ya como algo
eminentemente cultural. Y debemos entender el erotismo en esta obra como algo
cultural porque lo que queda al descubierto con sus palabras y también con sus
silencios es un complejo campo de significantes repletos de significado; cuando
por fin habla se ve la fuerza de los significados de esos significantes; cuando
no lo hace, los significantes toman identidad por sí mismos.
También hay que considerar que Pepita
poseía las cualidades de la mujer deseable a ojos de D. Luis; esto es las
cualidades establecidas por la moral burguesa. Son fundamentalmente, discreción
y modestia, que ya planteara Erasmus Darwin en su obra A Plan for de Conduct of Female Education in Boarding Schools:
El carácter
femenino debería poseer virtudes suaves
y retraídas más que las de osadía y deslumbramiento; destacar en casi todo es
algunas veces injurioso para una joven; el temperamento y la disposición
deberían parecer dóciles más que robustos; estar dispuesta a adoptar
impresiones mas que a definirse decididamente; la gran fuerza aparente de
carácter, por excelente que sea, es probable que alarme tanto a su propio sexo
como al otro; y crear admiración más que afecto (citado por
Armstrong, 1991: 103).
A éstas se unen otras como la humildad, la
pulcritud y la limpieza, la seriedad y la “honradez”, “el buen nombre” –esto es
la respetabilidad-, la previsión y el ahorro y sobre todo, la laboriosidad y la
abnegación; Darwin indica al respecto que:
De ahí que si a la
suavidad de los modales, la complacencia de la serenidad, el movimiento gentil
y tranquilo, con una voz clara y con todo tierna, los encantos que encandilan a
todos los corazones se puede añadir la fuerza interna y la actividad mental,
capaces de hacer transacciones de negocios o combatir los males de la vida, con
el debido sentido de obligación moral y religiosa, se logra todo lo que la
educación puede aportar; el carácter femenino se hace completo, provoca nuestro
amor y suscita nuestra admiración (Armstrong, 1991: 4).
5.- Conclusiones
Este ideario sobre el comportamiento
femenino reflejado en el apartado anterior se complementa con otras
indicaciones del tipo de que la mujer debe tener un papel pasivo en el galanteo
y obedecer las órdenes y reglas de éste (cosa que Pepita no respeta, por lo
menos no totalmente, porque aunque al principio nada diga es la inductora de
las actitudes de don Luis), el amor al hogar, el sentimiento maternal y la
ternura hacia los niños etc.
A partir de ese planteamiento de poner
al servicio de las nuevas formas sociales burguesas las consideradas virtudes
cristianas como valores para la promoción del ser social, Pepita logra que cale
en el alma de D. Luis lo que ella quiere que él vea que ella es, y utilizando
sus estrategias de seducción, consigue que éste vea de ella sólo aquello que a
ella le interesa que sea visto. En la
dualidad personal opositiva ángel/demonio está uno de los fundamentos del
discurso de la sexualidad que pasa a ser más compleja que la anterior
oposición binaria hombre versus mujer
y que amplía las posibilidades del juego erótico al ampliarse la complejidad y
profundidad psicológica de los personajes.
Sin embargo hay un momento en que
Pepita siente que ha fracasado -D. Luis ha decidido irse del lugar para tomar
las órdenes sacerdotales-, que todos sus esfuerzos no le han servido para nada;
por ello, su sentimiento de frustración y dolor la lleva a conectar con la tan
manida consideración freudiana de que “la angustia es la consecuencia del rechazo”
(1943: 142); así se lo expresa al padre Vicario cuando éste intenta convencerla
de que el destino de don Luis es la vocación sacerdotal:
Pepita se había
puesto en pie. Su ademán, su gesto tenían una animación trágica. Fulguraban sus
ojos como dos puñales; relucían como dos soles. El Vicario callaba y la miraba
casi con terror. Ella recorrió la sala a grandes pasos. No parecía ya tímida
gacela, sino iracunda leona.
-Pues qué –dijo
encarándose de nuevo con el padre Vicario-, ¿no hay más que burlarse de mi,
destrozarme el corazón, humillármele, pisoteándole después de habérmele robado
por engaño? ¡Se acordará de mí! ¡Me las pagará! Si es tan santo, si es tan
virtuoso, ¿por qué me miró prometiéndomelo todo con su mirada? […] (Valera, 1999: 257).
Desde el principio, Pepita lanza sus redes y
somete a D. Luis a una persecución erótica que obtiene sólo resultados
parciales en cuanto a su pretensión final (el matrimonio y el placer de
fundirse con su amado); sin embargo, es ahora, cuando ella se rinde, cuando
está en disposición de vencer totalmente a D. Luis que recobra, después del
acto sexual, su conciencia de varón en toda la extensión de la palabra. De
todas maneras son esas victorias parciales de la joven las que logran la
derrota final de su poderoso enemigo en el alma de don Luis (la vocación
religiosa concebida desde la soberbia) y con la victoria sobre el alma, el
cuerpo –objeto erótico de sus pensamientos que hasta ahora había estado
reprimido- se convierte en una realidad desvelada para ella lo mismo que el
cuerpo de ella para el inocente amante.
Pero hay algo más: en este caso, el
erotismo pretende no sólo la posesión con la penetración dominante del otro
sino la unificación sensorial y el descubrimiento de la totalidad de sus
posibilidades. Pepita no sólo desea el cuerpo y así se lo dice a don Luis, pero
el cuerpo tiene una importancia fundamental:
Yo ni siquiera
concibo a usted sin usted. Para mi es usted su boca, sus ojos, sus negros
cabellos, que deseo acariciar con mis manos; su dulce voz y el regalado acento
de sus palabras y que hieren y encantan materialmente mis sentidos; toda su
forma corporal, en suma, que me enamora y seduce, y al través de la cual, y
sólo al través de la cual se me muestra el espíritu invisible, vago y lleno de
misterios (Valera,
1999: 309).
Otro detalle que hay que tener en
cuenta es la importancia primordial de la palabra con alto componente erótico
como instrumento de inducción; esto se da ya tan sólo en la parte final de la
novela, en la entrevista a solas entre Luis y Pepita.
Su discurso, aunque aparentemente
ingenuo, dista mucho de ser simple y está constituido por una amplia gama de
sensaciones, matices emocionales y juicios morales que casi siempre son
favorables a su conducta. Y es que como dijo Paulino Garagorri (1965:92):
el problema sexual
humano, no es uno sino dos, el del varón y el de la mujer: en parte
coincidentes, en parte antagónicos. La mujer ha influido siempre y
poderosamente en la historia, pero en forma distinta a las actuaciones propias
del varón. Se ha dicho con bastante razón y reiteradamente que el mundo humano
en que vivimos es en lo fundamental obra del hombre y que él es quien siempre
lo ha regido; pero, en verdad, la intervención de la mujer ha sido importante,
y de hecho, se conjugaban en un
contrapuesto equilibrio.
Sin embargo, cuando vence a don Luis,
pierde los rasgos fundamentales que la han venido caracterizando a lo largo de
la novela: su fuerte personalidad que impregna todo lo que la rodea. Pepita se
vuelve dependiente de D. Luis en cuanto
terminan la relación sexual y él es el que toma entonces las riendas de la
situación. Es el final del juego erótico, de un juego erótico que ha puesto a
cada uno en su lugar: a don Luis, en el mundo de la realidad y, a Pepita, donde
ella buscaba desde el inicio de la novela: al lado de don Luis como su esposa y
amante, como premio a sus esfuerzos por conquistarle.
BIBLIOGRAFÍA
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[1] Vid. al respecto, Bermejo Marcos (1986); también el epistolario a Estébanez Calderón
desde Lisboa, Río de Janeiro y Dresde publicado por Sáenz de Tejada Benevenutti
(1971).
[2] Es el ejemplo inverso de
lo que afirma sobre esto Nancy Armstrong:
“Al principio solo las mujeres fueron definidas en términos de sus naturalezas
emocionales. Los hombres conservaron su identidad política en escritos que desarrollaban las cualidades de la
subjetividad femenina y hacían de la
subjetividad un dominio femenino”,
(Nancy Armstrong, 1991: 16).
[3] Abunda sobre este asunto
en El malestar de la cultura diciendo
que “El principio del placer fue
destronado no sólo porque militaba contra el progreso, sino también porque
militaba contra la civilización, cuyo progreso perpetúa la dominación y el
esfuerzo”.
[4] Freud afirma que la
civilización está basada en la subyugación permanente de los instintos humanos.