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Purga, Sofi Oksanen
(Barcelona,
Círculo de Lectores, 2011)
Faltaban cinco días. Aliide se despertó por la mañana. En su cabeza aún resonaba
la canción «Nuestro gato de ojos astutos, sentado en un tocón en el bosque…»,
en la voz de Ingel. Se incorporó y se sentó en el
borde de la cama: aquella canción no desaparecía, la voz no cesaba. Estaba
segura de que su hermana y su sobrina volverían.
Se quitó el camisón de franela, piip oli sus ja kepp oli
käes («con la pipa en la boca y el bastón en la
mano»), haciéndose un lío con la enagua y las gomas del liguero. Una vez
puestos el vestido y la chaqueta, atravesó la cocina con el pañuelo en la mano,
salió y cogió su bicicleta, pero la dejó: cruzaría los campos por el camino más
corto hasta el ayuntamiento, hacia donde Martin ya se
había ido antes. Echó a andar mientras se arreglaba el pelo de cualquier
manera; sin detenerse, se ató el pañuelo en la cabeza y apretó el paso; los
chanclos chacoloteaban porque le iban grandes, su chaqueta ondeaba al viento.
Cruzó los campos de primavera y las carreteras, salvó las zanjas donde el agua
corría rumorosa, por el camino más corto, mientras Ingel
cantaba en sus oídos kes ei möistnud lugeda, see sai tukast
sugeda («el que no sabía leer recibía un tirón de
pelo»). Cantaba sobre la tierra escarchada y las primeras aves migratorias
volaban en formación de uve al son de su hermana, impulsando a Aliide, que corría sin parar.
(pp. 171-172)
Sacó dos botellas de cerveza, las abrió
y le dio una a Zara, que bebió con ansia. Al otro lado de la ventanilla, la
carretera la llamaba, pero Estonia estaba cerca. Paša
bajó del coche, dejó la puerta abierta y encendió un Marlboro.
Un soplo de aire le secó el sudor. Una familia pasaba por allí. Turaida pils,
canturreaba el niño, el letón resonaba, frizetava, la mujer se ahuecó el pelo reseco, el hombre negó
con la cabeza, particas veikas, la
mujer asintió, cucurs,
la voz se elevó, piens, maize, apelsinu sula, los ojos de ella se fijaron en Zara, que
desvió la mirada y se reclinó contra el respaldo, la mujer no se detuvo, es nesprotu,
la falda plisada ondeaba con ligereza, siers, degvins, los dedos de los pies de la mujer rozaban la
tierra entre las tiras de cuero de las sandalias. Pasaron de largo, las anchas
caderas desaparecieron bamboleándose, la fragancia de su eau de cologne llegó hasta el coche; una
familia normal y corriente desaparecía en el teleférico y Zara seguía sentada
en aquel coche que olía a gasolina. No, no podía gritar, no podía hacer nada.
(pág. 250)
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