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ENTRE LO LOCAL Y LO GLOBAL. LA NARRATIVA
LATINOAMERICANA EN EL CAMBIO DE SIGLO (1990-2006), DE JESÚS MONTOYA
JUÁREZ Y ÁNGEL ESTEBAN
Ana Ros
(Binghamton University)
Jesús Montoya Juárez y Ángel Esteban (ed.), Entre lo local
y lo global. La narrativa latinoamericana en el cambio de siglo (1990-2006). Iberoamericana-Vervuert, (&nexos y diferencias), Madrid: 2008.
Hoy día resulta más pertinente que nunca pensar la relación entre lo
global y lo local a partir de sus intersecciones, es decir, en tanto caras de
una misma moneda que se implican en todo momento, como el creciente uso del término
“glocal” en la academia parecería indicar. Precisamente,
en estas intersecciones es que se ubica el libro editado por Montoya Juárez y
Esteban, según lo establece desde un primer momento el “entre” de su título.
Para empezar, el libro en sí es producto de un encuentro de múltiples
naciones y disciplinas llevado a cabo en Granada entre el 23 y el 25 de abril
del 2007, bajo la forma de Seminario internacional sobre narrativa
latinoamericana contemporánea. Luego, una mirada rápida a los autores de los
artículos compendiados nos introduce de pleno a lo “glocal”
en sus más variadas manifestaciones. Por ejemplo, entre los autores latinoamericanos
que participaron del Seminario, algunos han trabajado o trabajan actualmente en
la academia estadounidense, otros se formaron en filología en España y trabajan
en sus países, otros se formaron como escritores en sus países y emigraron a
España y otros estudiaron y viven en sus países pero escriben y publican a
nivel internacional. Del mismo modo, los autores españoles, además de ser especialistas
en literatura latinoamericana, han tanto vivido en, como trabajado y publicado
para diversos países. Todos ellos encarnan, así, el mosaico cultural que caracteriza
hoy día a tantos otros intelectuales y artistas y que exige un nuevo lenguaje y
una nueva mirada.
En busca de esta nueva mirada los artículos reunidos en el libro confrontan
los debates que, a lo largo del tiempo, intentaron capturar, demarcar y, en
última instancia, esencializar una vez más a la
literatura atribuida al continente latinoamericano. Estos, por el contrario, se
proponen ampliar los vértices y multiplicar las intersecciones desde donde
pensar una literatura viva, en movimiento que rebasa el discurso crítico.
No obstante, los editores son concientes de que, en la medida en que
señalan los límites y las ausencias de los debates anteriores, están,
inevitablemente, esbozando nuevas categorías que serán luego superadas por las
próximas críticas y ficciones. La intención del libro no es evitar la formación
de nuevas categorías, sino más bien alentar una disposición a identificar el
objetivo de las categorías vigentes y de las emergentes así cómo hasta que
punto éstas resultan útiles para analizar la literatura contemporánea en sus
especificidades. Es decir, el libro incita a la formación de una crítica que
parta de lo que las obras en cuestión crean y comunican en lugar de anteponerles
un filtro o lente determinado que simplemente busque su reafirmación, excluyendo
las obras que no contribuyen con ese propósito.
Con este propósito en mente, los editores desde la introducción, nos
advierten, por ejemplo, de lo superfluo del debate que procura identificar y
definir lo nuevo y lo novedoso en la literatura producida a partir de los
noventa: “a menudo, dicho sintagma remite a operaciones comerciales que
terminan por convertir un mapa complejo o conjunto heterogéneo de autores en un
grupo de autores que publican en determinadas editoriales o en una marca” (8). Del
mismo modo, como señala Jorge Volpi en su artículo “Narrativa
hispanoamericana, INC.”, a partir de los años 60 las editoriales
multinacionales y la prensa hicieron de la literatura latinoamericana una
“marca” centrada en los autores del boom y en el realismo
mágico que eclipsó las tradiciones literarias nacionales de las que estos
autores emergían y con las que aún dialogaban.
Generalmente, estas elaboraciones que responden a un fin último ajeno al
intento de comprender la región y sus letras en toda su complejidad, incurren
en reduccionismos que las vuelven paradójicas o propician
debates sin salida en los que las obras literarias quedan a un lado. Tal es el
caso de la reivindicación del realismo mágico (o macondismo)
“como un producto ideológico . . . depositario de una <<latinoamericanidad>> auténtica” versus la
aproximación posmoderna a las letras que valora el “descentramiento y
fragmentación de las identidades colectivas” (8). En “Narrar sin fronteras”,
Francisca Noguerol señala lo paradójico de esta postura. Según Noguerol, el
vasto sector de la Academia que defiende al “realismo mágico como estilo característico” del subcontinente
y rechaza los términos “posmodernidad” y
“globalización” por ser reproductores de la episteme imperialista—no toma en consideración que el realismo mágico “se
ha convertido en mercancía internacional” que “augura el éxito de ventas en
Europa y Estados Unidos” (21). Igualmente, ante las posturas de corte
poscolonial que rechazan los “conceptos universalizantes
como producto de la imitación a los antiguos colonizadores”, Noguerol se
pregunta: “¿cómo desligar de movimientos de repercusión planetaria a un subcontinente que cuenta con un setenta por ciento de
población urbana y cuya ciudad letrada se encuentra definida por el
cosmopolitismo?” (22). Y asesta:
Negar que los creadores puedan adscribirse a
corrientes internacionales de pensamiento resulta tan ingenuo como peligroso,
tanto más cuando los intelectuales en lo
últimos años se han desplazado frecuentemente de sus países de origen por
razones políticas, sociales o económicas (22, 23).
En la misma línea de Noguerol, Jorge Volpi cuestiona
el significado de “lo hispanoamericano” a la luz de las paradojas y sinsentidos
que se han articulado en su nombre a lo largo de la historia. Volpi comienza recordándonos que ya a partir de la
independencia se perfilan las dos tendencias antagónicas respecto a cómo consolidar
los nuevos Estado naciones (los defensores de buscar una identidad nacional
basada en las diferencias con la antigua metrópoli y los defensores de seguir
el modelo de las grandes potencias) que, en su lucha por imponerse, ocasionarán
todo tipo de conflictos sociales, culturales y políticos para la región (101). Y concluye: “a la fecha, esta feroz guerra
entre lo nacional y lo universal se mantiene, paradójicamente, como uno de los
rasgos distintivos de la crítica y la cultura hispanoamericana” (101).
Dentro de esa gran paradoja, Volpi se
detiene a analizar el paradójico debate que la mentada oposición genera en
diferentes etapas: los años treinta, los años ochenta y la actualidad. En los
años treinta la lucha entre nacionalistas y cosmopolitas se agudizó sin considerar—como
señaló el poeta Jorge Cuesta—que el propio nacionalismo era, en realidad, una
invención extranjera (europea y por tanto cosmopolita)” (102). En los años
ochenta y noventa, el boom
y al realismo mágico se transformaron
en la marca de lo hispanoamericano, constriñendo “la libertad de los escritores
que les sucedieron, obligándolos a encarnan la magia, la poesía y la
imprevisión asociadas desde entonces a la narrativa hispanoamericana” (103).
Paradójicamente, el al objetivo de los autores del boom
fue siempre el opuesto: ampliar horizontes
escapar a los clichés impuestos por sus propios
medios nacionales . . . abrir las fronteras de sus respectivos países e
integrarlos, de modo natural, en una doble tradición literaria que resultaba .
. . profundamente hispanoamericana sin dejar de ser profundamente universal
(103)
La última
paradoja Volpi la encuentra en la actualidad, cuando,
tras un cuidadoso análisis de las dinámicas del mercado editorial, determina
que aquellos que
defienden la existencia de una ‘narrativa hispanoamericana’, en
vez de luchar contra la supuesta uniformidad provocada por la globalización se
limitan a impulsar el consumo de un producto realizado en el Tercer Mundo por
encargo de los lectores y editores del Primero (108).
Una historia rodeada de tantas
paradojas debería resultar desalentadora a la hora de enfrentarnos a los
narradores actuales, sin embargo, Volpi observa, optimista,
que las nuevas generaciones se mueven por fuera de este debate a la hora de
escribir; sintiéndose libres de nutrirse de otras tradiciones más allá de la
literaria y de la de sus países o continente. Así mismo, según Volpi, los más jóvenes han dejando de responder a los temas
o realidades que el corpus vendible “narrativa hispanoamericana” requería hasta
el momento para asegurar la marca inconfundible del exotismo de la región.
La distinción entre lo global y local, nacionalista
y universalista o viril y afeminado continúa sin extinguirse, pero lo que
parece distinguir a los nuevos narradores hispanoamericanos de su predecesores
es la naturalidad con que se distancian de esta polémica. Lo mejor que se puede
decir al verlos en conjunto es que sus afinidades son tan grandes como sus
divergencias y que no están dispuestos a dejarse catalogar con simpleza (112)
Fernando Aínsa continúa la perspectiva de Volpi ofreciendo su mapa de la nueva narrativa uruguaya, también
percibida como libre de las presiones del canon (lo que equivale a decir de las
presiones del mercado). Aínsa propone que la
tendencia de la nueva narrativa continúa mayoritaria la mirada marginal de los
personajes de Juan Carlos Onetti y el “realismo
sesgado y oblicuo . . . hasta los límites del absurdo” de Felisberto
Hernández (35). De mano de estas figuras e influidos por el contexto histórico
del Uruguay, Aínsa sostiene que Teresa Porsekansky, Hugo Burel y Rafalel
Curtoisie—referentes de esta nueva literatura—encuentran
su cantera creativa en: “trascender lo cotidiano por la desmesura y el absurdo,
proyectar alegorías y mitos degradados desde la irrealidad, derivar
conscientemente de lo colectivo a una descolocación individual” (36). Aínsa hace extensible esta observación a autores más
jóvenes, nacidos en la segunda mitad de la década del sesenta (Pablo Casacuberta, Henry Trujillo, Garbiel
Peveroni). Según Aínsa, así
como Onetti y Hernández coincidieron en su momento en
“operar al margen del corpus canónico y las tendencias en voga
mayoritariamente realistas” (35), los autores que los continúan, “están
abocados a seguir escribiendo desde la postura descolocada por la que han
optado” (49). Sin embargo, a diferencia de sus maestros “descubren que son ya
tantos que son mayoría: la más confortable de las paradojas a las que puede
aspirar la escritura del <<otro lado>> (49). Nos encontramos aquí con una nueva
paradoja, pero esta vez no como límite sino como apertura.
Pero mientras Volpi y Aínsa
cierran sus artículos con la idea de estos jóvenes escritores independientes e
indiferentes a las presiones del mercado, Yanitzia Canetti, escritora y editora nos dice: “antes el escritor,
si no publicaba, no era escritor. Ahora el escritor, si no vende lo que
publica, no publica, de modo que tampoco es escritor” (116). Canetti asegura que mientras el escritor “sigue soñando con
el libro trascendental . . . cuyo estilo es novedoso, cuya trama es original”, las editoriales tienen preparados diferentes
modelos de cartas de rechazo para aquellos manuscritos que no se ajusten al
gusto de la mayoría consumidora.
La persona que financia el libro quiere, ante todo,
recuperar su inversión. Así que no se conformará con la excelencia del
contenido, querrá además que sea de interés para muchas personas. De hecho,
entre lo uno y lo otro, el inversionista va a inclinarse por el bien rentable,
en detrimento del bien cultural (118).
Con la
finalidad de capturar el interés del mayor número posible de consumidores, la
mercadotecnia recurre al estudio la naturaleza humana, obteniendo el común
denominador de lo disfrutable y creando productos que
no solo se adapten a esto sino que continúen homogenizando los gustos.
Generalmente los best-sellers
y los libros que ganan los concursos consisten en historias entretenidas: “[n]arraciones
lineales, sin grandes sobresaltos en el tiempo, personajes carismáticos,
escenarios exóticos, sucesos amarillistas, apelación constante a las emociones
y el juego infinito de los frutos prohibidos: crimen, sexo, manipulaciones,
etc.” (120).
Parecería, entonces, que el
alejamiento de los escritores más jóvenes del modelo de “narrativa
hispanoamericana” no es producto de su indiferencia a la presión del mercado,
sino de su compromiso con una “marca” de mayor alcance: algo que, junto con las
editoriales podríamos llamar “narrativa de amplio interés” y que define sus
temas, tramas, géneros y demás. Sin embargo, ya cuando estamos a punto de perder
toda esperanza, Canetti nos revela que hay maneras de
sobrevivir a esta dinámica mercantil y que, de hecho, ya están siendo practicadas
por muchos autores. Algunas son publicar en editoriales
independientes/alternativas y participar activamente, como autor, en los
procesos de edición, distribución y promoción de la obra. Tal es el caso, por
ejemplo, de los autores que publican en Eloísa Cartonera y sus sucursales
latinoamericanas (tema que trata Montoya Juárez en su artículo). De esto
precisamente, de los autores que tras aceptar la hegemonía del mercado encuentran,
o más bien crean, los intersticios desde donde seguir pensando y creando fieles
a sus intereses, nos hablan Montoya Juárez, Daniel Noemi
y Santiago Roncagliolo en sus artículos.
En su artículo “Aira y los airanos. Literatura argentina y cultura masiva desde los
noventa”, Montoya Juárez muestra como la manera que César Aira encontró de producir
intelectualmente en el contexto posmoderno argentino, regido por la cultura de
masas del capitalismo multinacional, fue jugando con sus mismas reglas. Aira
crea su propia marca: lo que Graciela Montaldo
denomina “marca Aira” (51). Entre otras cosas, dicha marca consiste en publicar
“tres o cuatro novelas por año, combinación aleatoria de editoriales chicas y
grandes y ausencia total de criterio acerca de qué publicar o no” (51). Esta
forma de interacción con el mercado editorial imita la dinámica de la cultura
de masas y como tal lo infiltra todo, incluyendo el universo ficcional del novelista: “la producción masiva de novelitas
se acompaña de un uso masivo de la cultura de masas en sus tramas” (53). Sin
embargo, este uso no es caprichoso, como señala Montoya Juárez, la
incorporación de la cultura de masas en las novelas de Aira coincide con “el
estallido de lo verosímil” y se inicia en La
liebre, profundizándose en las novelas siguientes, caracterizada por reescribir
el pasado histórico fundacional de la nación. Según Montoya Juárez, este
recurso sumado al uso del humor, remite “a una explicitación
oblicua de lo político y lo social” en la Argentina de la posdictadura.
Para finalizar, el autor muestra cómo esa relación irónica con el proceso
editorial y ese uso de la cultura de masas y del sinsentido a modo de crítica punzante
del pasado y del presente, se encuentra también en autores más jóvenes, reconocidos
deudores de la narrativa de Aira: Sergio Bizzio, Santiago Vega—cara visible de la editorial Eloísa
Cartonera—y Fernanda Laguna.
Noemi y Roncagliolo nos hablan de generaciones de
escritores jóvenes que, durante los años noventa, fueron tildados de neoliberales,
apolíticas e individualistas por la crítica, que cometía una doble equivocación.
Por un lado, la equivocación de no poder leer estas narrativas como producto de
un nuevo tipo de censura, la censura del mercado que, como señaló Canetti, silencia e ignora toda narrativa que quebrante sus
reglas de venta. Con esto en mente, las narrativas de los jóvenes de los
noventa, años en que el capitalismo se despliega a sus anchas en Latinoamérica,
pedían una lectura entre líneas, pedían una “lectura/crítica cómplice”. Por
crítica cómplice, entiendo una crítica capaz de reconocer y alentar “las nuevas
formaciones de lo político” como sugiere Noemi, ya
que las formaciones tradicionales, o bien no pasaban la censura del mercado, o
bien no desafiaban efectivamente a un enemigo difuso y escurridizo—el estilo de
vida capitalista—instalado ya en la subjetividad de la época. La segunda
equivocación, derivada de la primera, fue no darse cuenta que, al tildar a las
nuevas generaciones de comerciales e individualistas, estas críticas
colaboraban con la visión apocalíptica y derrotista del “fin de la historia”
sugerida por Fukuyama.
Noemi comienza su artículo reflexionando sobre la antología McOndo y Mala onda de Fuguet,
en las cuales, si bien reconoce una “revolución individualista”, no ve la
“necesaria empatía neoliberal” de la que se las acusa. Señala, por el
contrario, que esos
son textos que se instalan en él [el
neoliberalismo], que lo recorren, lo muestran y demuestras, pero que por medio
de ese mismo recorrido nos permiten elaborar una visualización crítica de dicha
realidad. Pensar, tal vez, en la posibilidad de un realismo del neoliberalismo
(86)
Noemi lee estos
realismos neoliberales a partir de una
metáfora: las nuevas velocidades que introducen en la narrativa como producto
de sus recorridos. Así como la velocidad permite ver y a su vez vuelve
invisible, las representaciones y ausencia de representación en estos textos
“establecen una perspectiva crítica y política determinada” (86). Ejemplo de esto
es la lectura que Noemi hace de Mala onda:
es la novela que abre la postdictadura
y que nos advierte, nos muestra, los modos en que lo social, lo político, lo
histórico se desplegarían en este mundo tan post de los noventa que tendía y
tiende a convertirse en el mundo pre-democracia pero
a una velocidad distinta (87)
En esta misma clave Noemi lee Ruido de fondo y Atacames Tonic como novelas cuyas
velocidades revelan “el fracaso impuesto por el sistema” y la “gran ficción que
es nuestra realidad” respectivamente. También muchas novelas latinoamericanas
contemporáneas de extrema violencia (analizadas por el autor) revelan la falta
de justicia y la soledad del margen: “Velocidad que es violencia, como señalaba
anteriormente, no sancionada políticamente; fragmentación radical de los
sujetos y de sus historias” (97). Paradójicamente, en el panorama desolador en
que nos ubica la lectura crítica de esta literatura despiadada, “que no da
concesiones”, aparecen la literatura misma, el acto de escribir, como
“resistencia ante la crisis y la catástrofe”, como “la resistencia donde ya no
se puede resistir” (96, 97).
Santiago Roncagliolo nos presenta una
lectura que encuentra esa resistencia en la escritura en el Perú, en su
artículo “Cocaína y terroristas: quince años de literatura peruana”. En el
mismo, Roncagliolo rebate la opinión pública de que
los “autores que comenzaron a publicar en los años noventa eran tan
individualistas que nunca formaron ningún grupo ni movimiento ni tendencia, ni
generación propiamente dicha” (77). Por el contrario, Roncagliolo
afirma que estos escritores compartieron el tema común de la cocaína y el
estilo del realismo sucio: “el
realismo sucio y adolescente de la clase media y marginal limeña” (77). El
autor observa que tras la caída de las ideologías que sostenían el realismo social
y comprometido, la literatura latinoamericana “se quedó, súbitamente sin referentes”
(77). Ante este vacío, la recopilación McOndo respondió habilitando un nuevo realismo, centrado en
lo que las generaciones jóvenes veían y conocían de cerca, en vez de en lo que
leían (78).
A través de la referencia a la cocaína y de la ausencia de referencias
políticas, los escritores peruanos hablan de una sociedad limeña “dopada” que
atravesó sus períodos de violencia estatal más truculentos en períodos de
democracia y silenció sus crímenes y sus víctimas (más de 70.000,
principalmente campesinos) hasta recientemente. Roncagliolo
concluye así con una apreciación rotunda: “Los peruanos escogimos a nuestros
propios asesinos en las urnas y los mandamos a matar gente que nos resultaba
lejana. Y la literatura no ha hecho más que reflejar ese proceso” (81). Así,
coincidiendo con la propuesta de Noemi, Roncagliolo recuerda a la intelectualidad peruana que cada
uno es responsable de las perspectivas críticas que adopta. En este caso, la postura
que acusaba de individualista a los escritores jóvenes de los 90 colaboraba,
indirectamente, con el silencio de los peruanos ante los crímenes de Estado.
Los artículos reseñados hasta el momento establecen la clave con que
la literatura contemporánea debe ser leída, pensada e interpretada, dando paso a
la segunda sección del libro que nos ofrece una visión de los cambios que el
canon literario ha experimentado a partir de la década de los noventa. Mientras
Álvaro Salvador reflexiona sobre “otro boom” de la
narrativa hispanoamericana: los relatos escritos por mujeres desde la década de
los ochenta, Carlos Franz explica las diferencias
entre Donoso y Bolaño a partir de la transformación del lector culto en o-culto:
“los escritores cultos se han ocultado dentro de los escritores de culto” (156).
Jorge Eduardo Benavides, por su parte, intenta entender las causas de la
“desaparición” de la narrativa hispanoamericana en las librerías de España
después de los narradores del boom. Benavides destaca la importancia de continuar
redescubriendo aquellos autores que escribieron entre el boom y McOndo, cuyo talento se multiplica al considerar “que tuvieron que pelear
con la vocación, con la situación económica y con el momentáneo desencuentro
con sus lectores españoles”, lucha que se suma (161).
En un movimiento hacia lo cada vez más enfocado, el libro concluye con
una sección compuesta de lecturas críticas de la obra de un autor o de un texto
en particular titulada “Lecturas de/en la narrativa latinoamericana 1990-2006. Aquí,
por ejemplo, Eduardo Becerra analiza la La materia del deseo
de Edumndo Paz Soldán que a su vez estudia el
imaginario apocalíptico en la obra de Roberto Bolaño. Finalmente Ángel Esteban
aborda la paradójica situación de Leonardo Padura
dentro del sistema de censura de la Cuba de los 90 y Ana Marco González se
aproxima a la narrativa de Gonzalo Celorio desde sus
conexiones con la música.
Llegando ya al final de este viaje a través del libro, me resta señalar
que Entre lo local y lo global
inyecta de vitalidad y propósito no solo el debate sino la práctica académica
en sí, abriendo—como muchos de sus colaboradores proponen—un intersticio para
la resistencia desde la crítica, desde la lectura y desde el compromiso con
este presente del que todos estamos siendo parte.
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