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EL MUNDO SEGÚN. EL EJE DESPLAZADO EN
Cristina Gutiérrez Valencia
(Universidad de Valladolid- The University of Iowa)
JAVIER
GARCÍA RODRÍGUEZ, Barra americana,
Barcelona, DVD Ediciones, 2011.
“Well,”
said Pooh, “we keep looking for Home and not finding it, so I thought that if
we looked for this Pit, we'd be sure not to find it, which would be a Good
Thing, because then we might find something that we weren't looking
for, which might be just what we were looking
for, really.”
A. A. Milne
Cada
vez que nos enfrentamos a una obra de Javier García Rodríguez el llamado pacto
ficcional cobra dimensiones desconocidas y se convierte, o se redefine
conceptualmente, en algo más abarcador y que afecta a la totalidad de la forma
de ver la literatura y, en última instancia, el mundo. Lo que queda en
suspenso, se disuelve o se dispersa hasta su desaparición, es todo nuestro
horizonte de expectativas, todas las preconcepciones sobre su autor (y sobre el
Autor), los géneros, la esencia de la ficción, la literatura. A cada nueva obra
de Javier García Rodríguez llegamos con las manos vacías, si acaso conservamos
la hermenéutica de la sospecha como ruido de fondo de una lectura carente de
herramientas para el análisis. Una de las innumerables citas que aporta Barra americana es aquella de Jonathan
Lethem de que “cualquier texto contiene su propio instrumental de descripción”.
Abordamos desarmados, por tanto, esta obra,
de la cual saldremos, perdida la inocencia, siendo otros.
La
primera cuestión que nos plantea Barra
americana es ante qué tipo de obra estamos, qué estamos leyendo. No
esperamos ni buscamos nada concreto del autor, pues si algo le caracteriza es
su imprevisibilidad, y la cuestión de la genericidad dejó de ser un panal donde
recoger golosos resultados de unas celdas naturales, pero esto solo nos ayuda a
ver que el problema no es ontológico, sino de construcción categorial
comunitaria e histórica, no nos libera de las preguntas. Es más: las obras que
más huyen de su clasificación no son
aquellas que eluden las preguntas, sino las que nos obligan a mirar a las
categorías para dudar de su valor, plantearnos su misma existencia. Barra americana está publicada en una
colección de “narrativa” en la editorial DVD, la descripción de la contratapa
habla de “relatos” y de “mitad relato de ficción mitad crónica”, mientras que
la “Nota del autor” final va seguida de la advertencia “(Esto no es un libro de
viajes)”. Comenzada la lectura detectamos enseguida el sesgo autobiográfico
―son las experiencias de Javier García Rodríguez en Estados Unidos de las
que salen estas páginas―, el uso de la autoficción o de diversas
figuraciones del yo. Nuestra mente lectora busca asociaciones para situarse (la
suspensión de los prejuicios no está funcionando): ¿El otro mundo, de Hilario J. Rodríguez, por ejemplo?
El
uso del material autobiográfico es un recurso muy frecuente en tiempos de
hibridación genérica e individualismo solipsista: el escritor postmodernista
William Gass publicó ya en 1994 en Harper´s
un artículo titulado “The art of self: Autobiography in an age of narcissism” que comienza
diciendo que “el ensimismamiento, según nos dicen, es la preocupación principal
de nuestra época”. Más aún, David Shields dice en su polémico Reality Hunger. A Manifesto (2010) que
la autobiografía y otras formas de no-ficción son la gran literatura de nuestra
época (también que no existe ya diferencia entre la ficción y la no-ficción[i]).
Barra americana se acerca, además, a
la última versión del género: como nos dice Eva Illouz las historias
autobiográficas contemporáneas “son acerca del acto mismo de contarlas”
(Illouz, 2010, p. 232). Javier García
Rodríguez aprendió hace mucho aquello que escribió Wayne C. Booth (y toda la
narratología): “El «autor implícito» elige consciente o inconscientemente, lo
que leemos; le consideramos como una versión creada, literaria, ideal, del
hombre real; es el resumen de sus propias elecciones. Solamente distinguiendo
entre el autor y su imagen implícita podemos evitar la conversación
insustancial e inverificable sobre cualidades tales como «la sinceridad» o «la
seriedad» del autor” (Booth, 1974, p. 70). La explicitación de la
autoconsciencia del narrador-protagonista como instancia enunciadora autónoma
es clave en este sentido; ejemplos no faltan en Barra americana: “Terminados los cafés [sic] ―la utilización
de una estructura de ablativo absoluto dota a las narraciones de un toque
clásico envidiable que contrasta con el fragmentarismo postmoderno y lo
equilibra”; “amén de otros más gloriosos intercambios con las damas de honor de
la miss que el narrador, por
exigencias del tono y del ritmo narrativos, descarta incluir”; “no permite el
narrador que la realidad le estropee un viaje”, o “Te has decidido por la prosa
para evitar cosas como esta. Esta preocupación por la dicción es la que
terminará por hacerle daño a tu estilo (y la repites una línea después: y dos
líneas después). Te dices que tal vez no debiste dejar la poesía tan pronto”.
Al hilo de esta última cita: si imaginamos Barra
americana como un poema, y no estaríamos tan desencaminados, podríamos
hablar sin problema del monólogo dramático, no solo tal como lo presentaba
Robert Langbaum en The Poetry of
Experience, sino bajo el filtro de Gil de Biedma: “resulta completamente concebible un monólogo
dramático cuyo protagonista sea el mismo autor. La voz que habla en un poema,
aunque sea la del poeta, no es nunca una voz real, es sólo una voz posible, no
siempre imaginaria, pero siempre imaginada. La persona poética es precisamente
eso, impersonación, personaje” (Gil de Biedma, 2001, p. 392). En realidad, ni
falta poesía en Barra americana ni el
narrador es de los llamados fidedignos, pues encontramos desde poemas ajenos
como el de Ángel González (que por sí solo podría justificar la apertura del
género de campus novel a campus fiction), los poemas de la
tradición que el narrador va aplicando a cada una de las categorías de poetas
que disecciona en un catálogo hilarante en “El día que conocí a David Foster
Wallace (Respuesta al ‘Acertijo Pop
Como
toda barra americana ésta funciona
también al ritmo de su propia música. Y no solo por el ritmo de la prosa, del
que se podría realizar un estudio inagotable, sino porque la música, las
canciones, son también parte de toda esta materia narrativa inexacta que es Barra americana: el blues que nos lleva
a Chicago, las canciones que conforman la imagen de los sitios por los que el
narrador ―ese tour operador
alucinado, como lo llama uno de los autores en alguno de los niveles
narrativos― nos guía, las letras de canciones que cantamos en un partido
de béisbol, las canciones que (también ellas autoconscientes) hablan de música
y de músicos y un relato (“Acerca de cómo si la tecnología no llevara inscrita
la obsolescencia en su médula, creeríamos que el amor es imperecedero, por no
decir eterno”) que en una cinta de cassette tiene grabada toda una memoria
sentimental. Hay una banda sonora asociada a esta obra, cuyo tracklist está
ordenado de forma autobiográfica, como dice ordenar sus discos el personaje
interpretado por John Cusack en la película High
Fidelity.
En
las obras con materia autobiográfica suele percibirse un intento (honesto o no)
de mostrar un yo cerrado, compacto, coherente, resultado final de una visión
teleológica de la historia vital. El yo enunciador cree ordenar su discurso según
la cronología de su vida, pero realmente la estructura y la retórica van
encaminadas a entender su historia como un proceso lógico lineal de causas y
consecuencias. Nada más lejos de los fragmentos vitales y los viajes americanos
compartidos en Barra americana. Aquí
ocurre al contrario, el narrador juega al despiste con la línea temporal, hace
gala de la discontinuidad, nos reta a trazar una cartografía temporal de lo
narrado que solo podrá terminar de forma circular en el primer poemario de
Javier García Rodríguez: los mapas
falsos. El yo de estos viajes muestra su fragmentariedad, lo inestable, la
incapacidad del ser inmutable, la ambigüedad del sujeto, su multiplicidad. Nos
muestra un nuevo descubrimiento de sí mismo cada vez, sus extremos, nos lleva a
la sensación de conocer al narrador en un momento y de no saber quién habla al
siguiente, de encontrar un otro cada vez. Si nos preguntamos qué es lo que une
al yo que habla en cada relato podemos responder de muchas formas: un lenguaje,
una autoconsciencia lingüística, un juego de presencias y ausencias, de decir y
ocultar, de máscaras y disfraces, una misma identidad lectora, un gusto por la
escritura en los márgenes (y hablamos aquí de la escritura en el margen como la glosa, el escribir
siempre en los espacios en blanco de otros textos, y como la periferia, las
afueras de los sistemas, las categorías y las estructuras establecidas). La
identidad lectora de este narrador viajero y su gusto por la glosa han hecho de
él un ventrílocuo literario, un guardián de voces de otros autores que son las
que conforman, junto a sus descripciones luminosas y extrañificadoras y sus
referencias interminables su propio ser, su visión poliédrica del mundo y los
parajes norteamericano que nos presenta. El yo de Barra americana quiere ser todos los autores que cita (“No escribir
como él, sino ser él: tomar su nombre, vivir su vida…”), es víctima de la
saturación del yo de la que hablaba Kenneth Gergen, es la exaltación hasta el
paroxismo de la angustia de la influencia bloomiana, es el homo sampler perfecto sobre el que escribe Eloy Fernández Porta. El
apropiacionismo y el collage no funcionan aquí como parodia, sino que
configuran el yo fictivo y su discurso, muestran un yo construido por los otros
(invitados). Es este trabajo de escritor-editor que samplea el que construye un
holograma de sí mismo y de los lugares que muestra: el narrador ya no describe,
sino que construye de visiones ajenas todo el mundo para el lector, hace
explícitos los presupuestos más básicos del construccionismo social, desplaza
el eje de la realidad hacia extremos opuestos. El Javier García Rodríguez que
oímos es polifónico pero controla la mesa de mezclas de forma que nos
planteemos cómo suena América de otra forma, hace de director de orquesta cuando
todos afinan en el según propio. Las
citas escogidas le configuran como yo sampleador: se conoce en el encuentro con
los otros, y su memoria personal construye América desde las partes más remotas
y sus momentos más íntimos: invierte la lógica de la identidad y el espacio y
el eje de las condiciones del conocimiento, nos lleva de los campos de maíz del
Medio Oeste norteamericano a la pregunta sobre la episteme foucaultiana y los
paradigmas kuhnianos.
La
construcción autobiográfica con textos ajenos, la memoria intertextual
―ese “Este relato lo han escrito también” al final de la respuesta al
“Acertijo pop
De la
autobiografía a la literatura y de la ficción literaria a la construcción del
yo y la memoria personal: todo gira, en esta Barra americana, en el sentido contrario al habitual.
Obras citadas
BOOTH, W. C. La retórica de la ficción. Barcelona:
Bosch, 1974.
GARCÍA RODRÍGUEZ,
J. Los mapas falsos. Valladolid:
Premio Letras jóvenes de Castilla y León, 1996.
GARCÍA RODRÍGUEZ,
J. Estaciones. Oviedo: KRK Ediciones,
2007.
GARCÍA RODRÍGUEZ, J. Qué ves en la
noche. Logroño: Ediciones del 4 de agosto, 2010.
GASS, W. “The art of self: Autobiography in an age of narcissism”, Harper´s
Magazine, may, 1994, pp. 43-52.
GIL DE BIEDMA, J. “Como en sí mismo, al fin”. En El pie de la letra. Ensayos completos.
Barcelona: Mondadori, 2001.
ILLOUZ, E. La salvación del alma moderna. Terapia,
emociones y la cultura de la autoayuda.
LANGBAUM, R. The
Poetry of Experience. The Dramatic
Monologue in Modern Literary Tradition.
MOODY, R. El velo negro.
Barcelona: Mondadori, 2003.
RODRÍGUEZ, H. J. El otro mundo.
SANTAYANA, G. El
sentido de la belleza.
SHIELDS, D. Reality
Hunger. A Manifesto.
[i] Algo tendría que decir al respecto Aristóteles.
Javier García Rodríguez, por su parte, además de escritor estudioso de
[ii] En este último caso el asunto comienza a complicarse, pues aquel poemario ya consistía en poemas robados a la realidad, textos descontextualizados llevados a la obra como poemas.
[iii] El hibridismo en la obra de Javier García Rodríguez ha sido tratado ya por Javier Alonso Prieto en “El Discurso estético postmoderno en la última narrativa contemporánea. La soga de David Foster Wallace es alargada: la disolución de los géneros en Javier García Rodríguez y Robert Juan-Cantavella” (en prensa).
[iv] Y Javier García Rodríguez contando América mediante la descripción que ella hace de sí misma en Hollywood, por ejemplo.
[v] Todo esto recuerda al Orientalismo de Edward Said, claro.
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