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Todo
lo que se llevó el diablo, Javier Pérez Andújar
(Barcelona, Círculo de Lectores,
2011)
Distinguió
Velasco Flaínez un reflejo al final del camino, y a
la misma vez que él se acercaba a aquel destello metálico, el destello se
dirigía fatigosamente en su dirección. Aún transcurrió un tiempo, que más que
por horas parecía medirse por rastrojos, hasta que el viejo Ford
y la bicicleta del chico se encontraron. Entonces se detuvo el automóvil y el
muchacho frenó la bicicleta, y del coche bajaron dos hombres vestidos con traje
oscuro del mejor paño, aunque sucio del polvo del viaje. Llevaban también los
chalecos abotonados de arriba abajo, camisas blancas y los sombreros ladeados.
A Velasco Flaínez le pareció que las ruedas del
automóvil eran tan frágiles como las de su bicicleta.
Pregúntele
usted, el hombre de sienes blancas, bigote corto y entrecano y cara rellena le
dio disimuladamente a su compañero con el codo. Para poner de manifiesto la
autoridad de sus palabras agarró con una mano la correa del bolso de cuero que
llevaba terciado en el pecho.
Pero
el dialectólogo es usted, repuso en voz aún más baja el amigo, de aspecto
bastante más joven y con un bigote más ancho y negro.
El
de más edad permaneció en silencio. También con la boca cerrada, Velasco Flaínez se inclinó sin desmontar de la bicicleta para ver
lo que llevaban en el coche, que, al parecer, no era otra cosa que carpetas y
cajas de cartón. Varias de las cajas tenían pegada una etiqueta con las letras
TNT.
Por
fin el más joven le dirigió la palabra al chico, y vocalizó en un castellano
que consideró lo suficientemente neutral.
A la
paz de Dios, hermano, ¿podrías indicarnos cómo se llega desde aquí a la posada
del Gallo?
Terminó
su pregunta aquel joven profesor universitario y con una sonrisa buscó la
aprobación del maestro, que la dio por buena bajando la cabeza con solemnidad.
En
estas tierras no hay nada, señores, respondió Velasco Flaínez.
Los
dos hombres intercambiaron una mirada de excitación.
¿Puedes
repetir lo que has dicho?, ahora era el catedrático quien había tomado la
iniciativa.
Señores,
por estas tierras yo no he visto ninguna fonda.
¡Qué
dicción!, exclamó el más joven y masculló la palabra tierras alargando un buen
rato la letra e. Y casi de forma imperceptible, pues tuvo la precaución de no
alertar al hablante, añadió: ¡qué diptongos tan bonitos da el español!
¡Y
qué hiatos, amigo Zamora Vicente!, murmuró el mayor. ¡Fíjese ante todo en los
hiatos! ¡Cuando uno menos se lo espera, salta el hiato!
El
catedrático elevó la voz emocionado por su nuevo hallazgo dialectal.
¡Querido
Zamora Vicente, en el Atlas Lingüístico de
Pero
¿ese color no era para los triptongos, don Tomás?
¡A
ver si nos aclaramos, Zamora Vicente! ¡Los triptongos tienen que ir señalados
en tono grancé! ¡Al final, en vez de un atlas daremos a imprimir un mapa con
varicela!
Velasco
Flaínez se apartó para tumbar la bicicleta a una
orilla del camino, y regresó sonriendo adonde estaban los dos hombres. Cuando
acabaron de discutir entre ellos, el muchacho se presentó.
Señores,
yo no sé dónde está esa posada del Gallo, del Pavo o del Palomo que buscan;
pero a lo menos puedo servirles de otra manera. Sé andar por estos caminos. Les
puedo decir en qué hoyos duermen los conejos, y parece que no tengo mala
puntería. Si se acerca un temporal, eso es algo que veo llegar el día antes.
Venga un trato: me llevan en coche hasta el primer pueblo que encontremos, y yo
les busco agua y comida.
Los
dos profesores atendieron boquiabiertos a las explicaciones de Velasco Flaínez.
¡Qué
manera tan genuina de pronunciar!, insistió el más joven.
¿Pues
acaso he dicho algo incorrecto?, se defendió azorado el muchacho.
¡Todo
lo contrario! ¡Cada sílaba está muy correctamente en su sitio! ¡Lo nunca visto!
¡Qué digo lo nunca visto, lo nunca oído!, intervino el profesor de más edad y
sin soltar la correa de su bolso apresuró sus pies hacia el coche, abrió una
puerta trasera y sacó un micrófono conectado a un aparato grabador.
Entonces,
¿hay trato?, pero el chico no pudo seguir hablando pues el catedrático le selló
la boca con el micro.
¡Pero
no te calles ahora, muchacho!, le animó el más joven. Habla, habla hasta que te
canses, y cuando acabes de contarnos cosas y de responder a nuestras preguntas
te llevaremos en el Ford hasta el primer pueblo que
nos salga en el camino.
El
catedrático consideró que Velasco Flaínez merecía la
deferencia de una explicación.
Verás,
mozuelo, nosotros somos científicos investigadores y nos hemos echado al monte
en busca de la música del idioma.
¿No
serán ustedes el violinista ciego y el pianista de Barcelona?
Sonrió
el catedrático, y su voz se hinchó de condescendencia.
No
somos dos músicos, sino dos lingüistas que quieren contarle al mundo cómo es el
acento castellano. Pues has de saber que cada idioma tiene su propia música, su
acento particular.
Es
algo muy fácil de ver, pero muy difícil de explicar, añadió el más joven.
Cuando un extranjero habla castellano, por su acento sabremos enseguida si es
francés, inglés o alemán.
Incluso,
retomó la palabra el catedrático, en las regiones donde una lengua ha
reemplazado a otra, y a pesar de que esto haya ocurrido hace cientos de años,
la nueva lengua nunca ha logrado imponer del todo su acento. No es el mismo el
castellano que se habla en Aragón, que en Galicia o en América.
Cabría
pensar, de esta manera, que el acento no pertenece a la lengua, sino al pueblo,
determinó el más joven y devolvió el discurso a su maestro.
A
poco que alguien se fije, comprobará que las lenguas, al pasar de una región a
otra, van cambiando de acento. Las lenguas se impregnan del acento de cada
tierra a la que llegan. Como bien ha dicho mi querido colega, no se habla de
igual manera el castellano en Galicia que en Aragón o en Murcia que en León,
debido a que en cada región se mantiene la música de la lengua que hablaron los
antiguos habitantes de esas regiones, que en nuestra península fueron iberos,
vascos, tartesios, fenicios, cartagineses, griegos, ligures,
ilirios, ambrones, celtas, celtíberos, romanos,
alanos, vándalos, visigodos, árabes, sirios, berberiscos… Por otra parte,
tampoco hablan hoy el mismo castellano los catalanes o los gallegos que los
habitantes de otras tierras, porque cuando éstos conocieron el romance
castellano ya hablaban el romance catalán o el galaico portugués. Y lo mismo
ocurre en Iberoamérica, donde antes que el español
hablaron el guaraní, el quechua o el náhuatl.
Cuando
en Puerto Rico dejen de hablar castellano para hablar inglés, si es que este
dislate alguna vez tiene lugar, seguirán pronunciando con acento borincano su
nueva lengua, precisó el más joven.
En
definitiva, lo que ocurre, sentenció el catedrático, es que el pueblo va
cambiando de lengua a través de los siglos sin variar su acento. Y es la
descripción de cada acento lo que pretendemos con nuestras indagaciones. Pero
nadie conoce todavía la fórmula cabal para descifrar el acento de una lengua,
para llegar a la semilla primigenia de donde brota la verdadera voz de un
idioma.
¿Y
ustedes creen que pueden descubrirlo?, se aventuró Velasco Flaínez.
El
catedrático dio un respingo, y señaló con los brazos hacia el Ford.
¡Fíjate,
mozuelo, en cómo llevamos nuestro vehículo atiborrado de cajones con los
apuntes que vamos tomando por el camino! ¿Ves todas esas cajas con mis
iniciales? TNT, Tomás Navarro Tomás. ¡Están llenas de muestras de la
pronunciación en cada rincón de la península!
¡La
ciencia es hija de un padre metódico y de una madre romántica!, el más joven se
sintió inspirado. Y tras clavar los ojos en Velasco Flaínez,
se dirigió a su maestro.
Don
Tomás, no debiéramos pasar sin la muy valiosa aportación de este informante.
¿Y a
qué aguarda, Zamora Vicente? ¡Traiga enseguida el paladar artificial! El
catedrático dio esta orden a su ayudante y volvió a hablar a Velasco Fláinez.
Muchacho,
tú sólo tienes que abrir la boca y repetir las palabras que te vayamos
diciendo. ¿Has comprendido?
Llevado
por su pasión científica, el catedrático no dejó responder al chico y lo tumbó
de un empujón en el asiento trasero del coche. El lingüista más joven se sacó
de un bolsillo una planchita de metal, la espolvoreó con harina y se la metió
al muchacho en la boca.
Muy
bien, zagalillo, dijo el catedrático. Ahora pronuncia la palabra antena.
Velasco
Flaínez la repitió con dificultad. El más joven le
retiró la plancha de la boca, y ambos hombres juntaron sus cabezas para
observar las zonas en que había desaparecido la harina, y empezaron a hacer
dibujos y a tomar notas. Volvieron al experimento con las palabras ómnibus, atlas, taberna, fandango,
triquitraque, damajuana y pelandusca.
¡Qué
manera tan característica de articular! ¡Qué informante de primerísima
categoría!, aplaudió el catedrático.
¡Cuando
mostremos los datos en el Archivo de
Este
hallazgo hay que celebrarlo, y para ello vamos a repetir el experimento a la
antigua usanza, tal como aprendí en Montpellier de
manos de Grammont y Millardet,
anunció el catedrático agarrándose con las dos manos a la correa de su bolso de
cuero negro.
¡Pero,
no me diga, don Tomás, que ha traído con usted los espejos!, al más joven se le
quebró la voz de alegría.
Desde
que me los regalaron los ilustres sabios franceses, nunca me he separado de
ellos.
Sacó
el hombre del interior del bolso dos espejitos de mano, ya un poco velados y
desportillados.
Zamora
Vicente, ¡no se quede usted de brazos cruzados, y traiga por favor el bote de
mermelada de grosellas!
Su
ayudante se precipitó al maletero del coche y volvió en un plisplás
con una cuchara y el bote abierto. Sin que a Velasco Flaínez
le diese tiempo a preguntar, los dos sabios se embadurnaron con mermelada el
cielo de la boca.
Y
ahora no te la vayas a tragar, trapacista. Si te gusta, te daremos un poco con
pan cuando acabemos. ¿Estás preparado?
El
chico profirió un sonido gutural, que era de asentimiento.
Pues
pronuncia lo primero que se te venga a la cabeza y a continuación mantén la
boca abierta durante unos minutos, para que así podamos nosotros inspeccionarla
con los espejos.
Apenas
se lo pensó un segundo el muchacho y exclamó: ¡Don Alejandro Lerroux!, y con voz salió una salva de perdigones de
grosella que hicieron diana en las blancas camisas de aquellos investigadores.
No
parecieron inmutarse ante ese espurreo de mermelada los profesores, y al tiempo
que el catedrático reproducía en sus cuadernos las manchas que observaba dentro
de la boca del chico, murmuraba encandilado: ¡Qué magníficamente aparece aquí
la oclusiva velar sorda seguida de su fricativa alveolar!
Una
maravilla, don Tomás, añadió el más joven. ¡Y eso que la equis estaba a final
de palabra! ¡Lerroux! ¡Como para haberse caído por un
abismo!
El
catedrático guardó su cuadernillo de notas y, frotándole el cabello al muchacho
en gesto de agradecimiento, exclamó: ¡Es que el método científico resulta
inapelable!
(pp. 59-66)
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