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El
último barco a América, Paco López Mengual
(Temas de Hoy, Madrid, 2011)
Fui pocas veces al colegio, nunca me han gustado los maestros, y fue
allí, en la tumba de mis padres, donde terminé de aprender a leer y, también, a
escribir. Como no teníamos libros, mi hermano me hacía recorrer el cementerio
deletreando el nombre y apellidos de los muertos, aprendiendo los números en
las fechas de defunción, recitando los escasos epitafios que había escritos en
aquel camposanto. A pesar de los años transcurridos, no olvido uno, el de una
niña fallecida a los seis años, Clara Aguado, que decía: ESTA TUMBA GUARDA TU
CUERPO; DIOS, TU ALMA; TU FAMILIA, TU RECUERDO.
Con
una vara en la mano, Negrillo se colocaba junto a una lápida y señalaba letras
de forma aleatoria. Yo, sentado en el suelo, las iba cantando. «La o. la efe.
La pe.» Mi hermano tenía más paciencia que don Alejo para enseñar y apenas me
pegaba cuando erraba en la lectura. Me hacía recorrer la necrópolis en busca de
una palabra que contuviera al menos tres oes. «¡Aquí hay una!», gritaba yo eufórico, tras explorar
paciente decenas de sepulturas y descubrir a un difunto apellidado Olgoso. «Ahora, debes encontrar un apellido con cuatro aes.» El muy canalla sabía que un
tipo llamado Madariaga estaba enterrado en el lado
opuesto del cementerio. Así que, mientras llegaba hasta él, le daba tiempo de
echar una tranquila siesta entre mi padre y mi madre.
(pág. 39)
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