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El mundo es un pañuelo, David Lodge
(Barcelona,
Compactos Anagrama, 2007, 5ª ed.)
-Hola.
¿Cómo se llama? –preguntó, examinando el distintivo de él–.
No puedo leer esas tarjetas tan pequeñas sin mis gafas.
Su
voz era intensa pero melodiosa, con un leve acento americano pero también la
traza de algo más que él no pudo identificar.
-Persse McGarrigle…, de Limerick –contestó rápidamente.
- ¿Perce? ¿Es una abreviatura de Percival?
-
Podría serlo –dijo Persse–, si usted gusta.
La
muchacha se echó a reír, revelando unos dientes perfectamente alineados y
perfectamente blancos.
-
¿Qué quiere decir con eso de si yo gusto?
- Es
una variante de Pearce –explicó, y procedió a
deletrearlo.
-
¡Ah, como en Finnegans Wake!
-
Exactamente. Persse, Pearce,
Pierce… no me sorprendería que no todos tuvieran
relación con Percival. Percival
per se, como tal vez hubiera dicho Joyce –añadió, y fue recompensado con otra sonrisa
deslumbrante.
- ¿Y
McGarrigle?
- Es
un viejo nombre irlandés que significa «Hijo del Supervalor».
-
Resulta muy exigente estar a su altura, ¿no es así?
-
Hago todo lo posible –aseguró Persse–. ¿Y su nombre…?
Inclinó
la cabeza hacia aquel busto magnífico, comprendiendo ahora por qué el profesor Swallow había dado la impresión de casi estar olfateando al
intentar leer el distintivo allí prendido, pues el nombre no estaba escrito en
letra de imprenta, como todos los demás, sino en una menuda cursiva. «A. L. Pabst»,
rezaba austeramente. No había ninguna indicación de la universidad a la que
pertenecía.
- Angelica –aclaró ella.
- ¡Angelica! –Más que pronunciarlas, Persse
exhaló las sílabas–. ¡Es un nombre muy hermoso!
- En
cambio, Pabst es un tanto decepcionante, ¿no cree? No
es de la misma clase de «Hijo del Supervalor».
-
¿No es un nombre alemán?
-
Supongo que originariamente lo fue, aunque papá es holandés.
- No
parece usted alemana ni holandesa.
-
¿No? –sonrió–. ¿Qué parezco, pues?
-
Parece irlandesa. Me recuerda a las mujeres del sudeste de Irlanda cuyas
antepasadas se casaron con marinos de la armada española que naufragó en la
costa de Munster, cuando la gran tormenta de 1588.
Tienen su mismo aspecto.
(pp. 26-27)
-
Hola. ¿Qué tal la conferencia?
-
Aburrida. Pero después hubo una discusión interesante sobre el estructuralismo.
-
¿Otra vez? De veras, has de contarme qué es eso del estructuralismo. Es una
cuestión urgente.
-
¿El estructuralismo? –dijo Dempsey,
que llegó con un jerez para Angelica justo a tiempo
para oír el ruego de Persse, y más que dispuesto a
lucir sus conocimientos–. Todo se remonta a la
lingüística de Saussure. La arbitrariedad del
significante. El lenguaje como un sistema de diferencias sin términos
positivos.
-
Déme un ejemplo –pidió Persse–. No puedo seguir un
argumento sin un ejemplo.
-
Pues bien, tomemos las palabras perro y
gato. No existe una razón absoluta
por la que los fonemas combinados p-e-r-r-o
hayan de significar un cuadrúpedo que haga «guau guau»
y no otro que haga «miau». Es una relación puramente arbitraria y no hay razón
alguna por la que no pueda decidirse que, a partir de mañana, p-e-r-r-o
significará «gato» y g-a-t-o «perro».
- ¿Y
esto no confundiría a los animales? –preguntó Persse.
-
Los animales se ajustarían con el tiempo, como todos los demás –repuso Dempsey–. Lo sabemos porque el mismo animal viene
significado por diferentes imágenes acústicas en diferentes idiomas naturales.
Por ejemplo, «perro» es chien
en francés, Hund
en alemán, cane
en italiano, etcétera. Y «gato» es chat, Katze
o gatto,
según el lugar del Mercado Común en el que se encuentre uno. Y si hemos de dar
más crédito al lenguaje que a nuestros oídos, los perros ingleses hacen «woof woof», los
franceses «woauh woauh», los
alemanes «wau wau» y los
italianos «baau baau».
-
Hola, esto parece el juego de los animales. ¿Puede jugar cualquiera? –dijo Philip Swallow,
que regresaba al bar con Morris
Zapp, ahora provisto de un distintivo en la solapa–. Dempsey, ¿recuerdas a Morris, verdad?
-
Estaba explicándole el estructuralismo a este joven –dijo Dempsey
después de cambiar saludos–. Pero tú nunca has tenido
mucho tiempo para la lingüística, ¿verdad que no, Swallow?
-
No, no puedo decir que lo haya tenido. Nunca he podido recordar qué fue
primero, si los morfemas o los fonemas. Y una mirada a un diagrama de árbol me
deja la mente hueca.
- O
más hueca –observó Dempsey con una mueca.
Siguió
un silencio embarazoso que fue roto por Angelica.
- En
realidad –dijo humildemente–, Jakobson
cita la gradación de las formas positiva, comparativa y superlativa del adjetivo
como prueba de que el lenguaje no es un sistema totalmente arbitrario. Por
ejemplo: hueca, más hueca, huequísima. Cuantos más fonemas, más énfasis. Y lo
mismo cabe decir de otras lenguas indoeuropeas, por ejemplo el latín: vacuus, vacuior, vacuissimus. Parece haber alguna correlación icónica
entre sonido y sentido a través de los confines de los lenguajes naturales.
(pp. 42-43)
-
¿Cuánto se debe dar de propina? ¿Cuál es el mejor medio para ir al centro de la
ciudad desde el aeropuerto? ¿Entiende usted el menú? Dé un diez por ciento de
propina al taxista de Bangladesh, y un cinco por
ciento en Italia; en México no es necesaria, y en Japón el taxista se sentiría
lo que se dice insultado si se la ofreciera. El aeropuerto de Narita se encuentra a cuarenta kilómetros del centro de
Tokio. Hay un tren eléctrico rápido, pero termina antes de llegar al centro,
por lo que es mejor tomar el microbús. En griego, la parada de autobús se llama
stasis. En
polaco, los huevos revueltos se llaman jajecznice, pronunciado «yaiyechnietse»,
lo cual es una especie de onomatopeya, si uno consigue articularlo. En Israel,
los huevos del desayuno se sirven poco cocidos y fríos: yuk. En Corea comen sopa para
desayunar. También para almorzar y cenar. En Noruega cenan a las cuatro de la
tarde, y en España a las diez de la noche. En Tokio, los clubs
nocturnos cierran a las once y media de la noche, hora en la que los de Berlín
apenas empiezan a abrir.
(pág. 293)
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