REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


PEPA DÍEZ DE REVENGA: CURSO 1966-67

ALICIA NÚÑEZ BRUNTON

 

Súbito, ¿dónde?, un pájaro sin lira,
sin rama, sin atril, canta, delira,
flota en la cima de su fiebre aguda.

 Gerardo Diego

 

 

Ha sido una noticia tardía y desafortunada.

Conocí a Pepa Díez de Revenga hace muchos años. Yo era una adolescente y ella una profesora muy joven. Poco tiempo después, dejó aquel lugar y durante muchos años no volvimos a vernos hasta que la profesión nos hizo coincidir de nuevo.

Le costó reconocerme –algo que, razonablemente y por experiencia, yo hubiera tenido que comprender-, pero mi insistencia y entusiasmo consiguieron que, finalmente, ella hiciera un esfuerzo y   rescatara de su memoria  un pupitre  del antiguo colegio.

Hoy, tardía y desafortunadamente, he sabido que Pepa ha muerto.

He buscado mi viejo cuaderno escolar de tapas rojas con anillas y he pasado sus hojas con cuidado y ternura, como tantas otras  veces  he hecho.

Pepa llegó al aula con esa seriedad que la caracterizaba. Lejos de severidad, su  parquedad en gestos y  palabras  transmitía  tranquilidad y confianza  al quehacer escolar. Desgranaba sus explicaciones mansamente,  con la naturalidad de quien dice verdades. Los nombres antiguos  y los siglos lejanos se iban haciendo familiares  y  la vida, aún ingenua, supo de tragedias humanas, de villanías, de héroes justicieros,  de  melancólicos poetas tristes…

Ella era joven y fue aire fresco en aquel ambiente enrarecido y afectado,  marcado por la época y el ideario de la institución. Pepa tenía el aspecto de una chica formal, de espíritu forjado en la disciplina y en la responsabilidad y poco dado a distraerse en vanidades. Por eso, cuando aparecía con la melena suelta, disputando con ella que no le cayera sobre la cara cuando bajaba la cabeza sobre el libro, y con los labios pintados de rojo brillante, algo sorprendente y novedoso sucedía y ella parecía darse cuenta. Al día siguiente volvía a su coleta.

Estoy pasando las hojas de mi cuaderno. También en ellas hay marcas en rojo brillante. Es el Bic  de Pepa. Su letra es de trazo afilado y enérgico: correcciones expresivas, ortográficas, puntualizaciones literarias, calificaciones de ejercicios… ¡Cuántas horas guarda este cuaderno! Horas de trabajo infantil y horas de quien lo leía y enderezaba pacientemente y sin aspereza los primeros pasos de la estudiante:

“…El patio ya le faltan las hojas… A los árboles del patio ya les faltan las hojas…;  Nivelungos…Nibelungos; …auto sacramental, como Auto de los Reyes Magos… es un Auto, pero de navidad; no sacramental. ¡No lo olvides!...”

No. No lo he olvidado. Tampoco  he olvidado a Pepa. La vida es larga para los niños, breve y declinante para los mayores  y tediosa para los adolescentes. Pero el tiempo  que compartí con ella fue amable y valioso en mi vida.  

Fuimos  a encontrarnos en un momento en que mi vida estaba yerma de libros. Sólo se nos permitían los de texto y en ellos no abundaban la fantasía ni la emoción. Echaba de menos mis lecturas.

Pepa nunca lo supo, pero, junto con mi madre, fue la persona que más influyó en mi formación como lectora.

Mi madre  siempre me leyó  hasta que fui capaz de leer por mí misma, y así fui pasando de las colecciones de cuentos y de los fragmentos clásicos a las novelas y la poesía. Yo intuía que algo grande encerraban aquellas historias y aquellos sentimientos arrebatados, y que quienes los escribían eran gentes importantes.

Si mi madre me transmitió el hábito y gusto por la lectura, fue  Pepa quien me inició en su reflexión: ordenó los nombres y las épocas; distinguió lo lírico de lo épico; lo dramático de lo ligero; la prosa del verso… Y a través de sencillas claves, fue ella quien iba descubriendo, para un entendimiento párvulo, la más emotiva y natural creación del hombre: la literatura.

Voy de acá para allá. Mi letra no es siempre igual. La de Pepa, sí. Todo es ingenuo y elemental…

 La tarde caía

triste y polvorienta.

Rayita, rayita… seis; rayita, rayita… seis;… va tabaleando el cuaderno, sílaba a sílaba…

El agua cantaba

su copla plebeya

… y las palabras, mágicamente,  descubren una secreta sonoridad que fluye y se derrama sobre el sentido, en íntimo acompañamiento, hasta convertir el  poema en una hermosa partitura musical con letra.

Y dice Pepa –mi cuaderno repite- qué es la lírica, qué es la épica y quién es Homero; que La Ilíada canta hechos memorables y Las Coplas unen la sencillez de forma con la profundidad de pensamiento; que Cervantes llegó con la novela a la cumbre de la literatura  y que don Quijote representa al hombre  idealista y Sancho al hombre sencillo y práctico. . .

Todo está aquí: el día a día de Pepa, haciendo que las cosas importantes fueran sencillas y claras; que entraran en ti, las amaras y se quedaran para siempre.

Han pasado muchos años y en mis recuerdos de entonces ya no hay días. Siempre es la misma imagen. No recuerdo el invierno ni la primavera; no sé si era por la mañana o por la tarde. En mi cuaderno sólo veo que allí está ella, con los brazos cruzados sobre el pecho, su melena oscura y los labios de rojo brillante. A la izquierda quedan las ventanas. Esto ha permanecido.

No creo, como alguien dijo, que  el recuerdo más hermoso no resiste el paso del tiempo. Un recuerdo hermoso siempre permanece, vívido y consolador, dando certeza a nuestra vida. Como permanece el roce oloroso de la madre, la blandura de la hierba bajo los pies desnudos,  la melancolía de un amor perdido y la ternura con que acogiste al hijo en los brazos la primera vez.

Hacia el final de mi cuaderno, algunas hojas comienzan a romperse. Lo último parece escrito con urgencia; con la premura de quien teme olvidar algo y el tiempo se agotara. Tal vez, el de Pepa; tal vez, el de la escolar.

Ahora comprendo que era cierto: se acababa nuestro tiempo y nos despedíamos. 

Hoy, tardía y desafortunadamente, sé que ella ya no está; hoy, inexorablemente,  sé que yo ya no soy. Pero recordar  aquellas horas de luz, gozar  de la belleza que se me ofreció y, por todo ello, sentir una enorme gratitud hacia Pepa, alivian  la nostalgia que desprende  mi viejo cuaderno escolar de tapas rojas con anillas que ahora cierro.

Es una tarde de otoño.
En la alameda dorada
no quedan ya ruiseñores;
enmudeció la cigarra.(* )

 

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(*)Los versos de Antonio Machado están en el cuaderno. Entonces no era posible prever su significado. 

Marzo, 2011