REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


UN RECORRIDO POR LA POESÍA DE TOMÁS HERNÁNDEZ MOLINA

 

Juan Carlos Abril

(Universidad de Granada)

 

 

 

RESUMEN

Tomás Hernández Molina es un autor ya maduro pero poco conocido. La razón es porque desde finales de los años setenta, cuando publica su primer poemario, hasta comienzos del siglo XXI, se ha mantenido en silencio. Poeta sin vida literaria, sin embargo, a partir de su reaparición ha desarrollado una intensa y brillante trayectoria, demostrando que posee un altísimo nivel lírico y emotivo, un conocimiento de la tradición y un manejo encomiable de los recursos del verso para tocar al lector. A través de un análisis textual de sus cinco libros publicados entre 2004 y 2009, y sus mejores poemas, hemos situado esta poesía de primera línea, destacando sus valores, subrayando sus temas, su estilo, etc., y elaborando un acercamiento riguroso que hasta ahora la crítica no había realizado.

 

PALABRAS CLAVE : Tradición clásica, gusto arabizante, sobriedad expresiva, lírica emocional, madurez estilística, análisis textual

 

ABSTRACT

Tomás Hernández Molina is an already mature yet little-known author. The reason for it is that since the late Seventies, when he published his first book of poems, and up to the beginning of the 21st Century, he kept the silence. Poet without a literary life, he has, nevertheless, since his re-appearance, developed an intense and brilliant path, proving he possesses a very high level of lyricism and emotion, a knowledge of the tradition and a commendable mastery of the verse as well as the means by which it can move the reader. Through a textual analysis of the 5 books he published between 2004 and 2009, and his best poems, we have situated this poetry in the first line, emphasizing his values, stressing his topics, his style, etc., and elaborating a very close and rigorous approach that until nowadays critics had never done.

 

KEY WORDS : Classic tradition, Arabic taste, sobriety of the expression, emotional lyricism, style maturity, textual analysis

 


   

En la obra poética completa de Tomás Hernández Molina (nacido en Alcalá la Real, Jaén, en 1946) se pueden apreciar varias constantes. Su trayectoria es ciertamente interesante en el panorama de las letras y el contexto general español, como ha demostrado a través de la consecución de varios premios importantes, que ayudan a reafirmar al poeta, quien va comprendiendo «que no hace tonterías» (Hernández 2005: 74), pero, independientemente de los premios recibidos (que son numerosos y prestigiosos, no sólo por libros —de los que damos cuenta en la bibliografía final— sino por composiciones sueltas como el XIII Premio de Poesía Manuel Alcántara, en 2005) o las publicaciones en tal o cual editorial, por el valor de su poesía.

Su trayectoria, no obstante su interés, es algo extraña si atendemos al paradigma de la normalidad de la mayoría de los poetas españoles de la segunda mitad del siglo XX, los cuales suelen comenzar a publicar con veinte o treinta años. Hasta ahí todo bien, pues Tomás Hernández publicó a finales de los años setenta y principios de los ochenta dos poemarios, Esfinge (1978), y La manera en que muerdes tus labios cuando esperas (1981), en Valencia los dos, donde por cierto permaneció afincado durante muchos años ejerciendo la docencia universitaria. Lo raro en este sentido es que tras esas dos entregas deberán transcurrir más de veinte años, exactamente veintitrés, hasta que dé a la imprenta El viaje de Elpénor (2004). Después de esa vuelta, por decirlo de algún modo, a la vida poética, o al menos a lo que consideramos vida poética en la que se imprimen libros, ha publicado cuatro más, hasta el momento en que escribimos este artículo. Nos referimos a los siguientes: Y véante mis ojos (2006), Accidentes geográficos (2007), Última línea (2007), y Peñón de las Caballas (2009). Habría que añadirle a esta suma alguna otra pequeña entrega o plaquette, después no vuelta a publicar, como Cuaderno de Salobreña (2003), publicación menor pero que a buen seguro supuso el «reinicio» de la vida literaria de nuestro autor, más otras obras que se quedaron en el tintero y que de una forma u otra acabaron integrando —o fueron absorbidas en— distintos poemarios, como 174517 (el número que tatuaron al escritor italiano de origen judío Primo Levi en el campo de concentración nazi de Auschwitz, y que conservó toda su vida), luego aprovechado en parte para El viaje de Elpénor; u Ora mínima, que siendo a su vez una selección de lo que fue escrito en su día, representa la cuarta y última sección de Peñón de las Caballas.

Por tanto nos encontramos ante un escritor atípico en lo que se refiere a dosificación de entregas, y ante unas pautas de comportamiento (literario, se entiende) altamente significativas en cuanto a lo que podríamos estimar como una vocación veraz que al cabo de más de dos décadas revivió por su propio impulso. Es evidente que en el ínterin de todos esos años de silencio el poeta ha ido madurando cómo afrontar el hecho literario, ha ido reflexionando sobre la tarea y la responsabilidad del escritor, y seguramente, aunque desconocemos este punto, habrá escrito también algo, luego desechado, o no utilizado hasta el momento, que nosotros sepamos. Quizá no importe demasiado saber lo que el autor ha estado haciendo todos esos años… En cualquier caso, haya escrito o no durante ese largo periodo de silencio, lo importante es resaltar la llamada inquebrantable e ineludible que la poesía posee, y más tratándose de un lapsus de tiempo tan amplio. Por una razón o por otra el silencio editorial ha sido la marca que le ha caracterizado: en el ínterin, como decimos, aparte de madurar su propia obra, su propio mundo, y su propia dicción, que como veremos está muy definida y decantada, el estudio de la tradición y la historia literarias no le han dejado de acompañar, como corresponde a un poeta y profesor que ha ejercido la docencia universitaria, en Valencia primero, y posteriormente en diversos institutos de Enseñanza Secundaria en Andalucía y Granada, hasta su jubilación. Ahora vive, y no es baladí el dato, cerca de Salobreña y Almuñécar, en la costa granadina, en una casa frente al mar, y de ahí —de la contemplación de ese paisaje— proviene buena parte de la inspiración de muchos de sus poemas, de los que aquí se recoge buena muestra, como el lector podrá comprobar. En suma, y por resumir un poco más la trayectoria biobibliográfica de nuestro autor, su formación académica se complementa con la edición de ensayos, como el dedicado a la estética novísima y en concreto a La poesía de José María Álvarez (1981), la publicación de antologías y traducción de los Epigramas (2003) del bilbilitano por tantos años afincado en Roma, Marcial, del que no pocas muestras podremos encontrar en sus propios poemas, y una Antología (2005) de Francisco de Aldana, el Capitán Francisco de Aldana, de quien también hallamos ciertos ecos en la obra de Hernández Molina, sobre todo en relación al mundo épico, cortés y caballero del siglo XVI.

Como vemos por las fechas de la publicación de todos estos libros, es fácil observar la existencia de dos momentos editoriales importantes en la vida de nuestro autor, esto es a finales de los años setenta y principios de los ochenta, en los que publica, con algo más de treinta años, varias obras tanto de poesía como de ensayo, y tras un largo silencio, a comienzos de dos mil, cuando sus publicaciones se van sucediendo casi al ritmo de una por año, o incluso más, solapándose unas con otras. Y pudiera parecer que en esta actitud se pretenda recuperar el tiempo perdido, como si de repente hubiera explotado el gran poeta que Tomás Hernández Molina lleva dentro, y ya con una edad madura haya decidido no seguir guardando silencio y realizar todas sus inquietudes, que como vemos no son pocas, ni inestimables. Más bien todo lo contrario. Porque sólo a través de la madurez de su mirada (y su mirada es muy importante para definir el conjunto de su obra, como veremos) ha podido perfilar su voz. Así, la madurez de su escritura, junto con una lectura atenta de la tradición en las diferentes variantes o predilecciones, desde el mundo clásico grecolatino hasta la atracción por Oriente en la atmósfera de Las mil y una noches, que responden obviamente a gustos personales, serán la marca que le caracterizará a partir de comienzos de este nuevo siglo, sin olvidar otras culturas atractivas y acercamientos a mitos, escenarios y personajes de todos los tiempos. La huella novísima, en ese sentido, es ahora un poso matizado, un sedimento que, bien considerado, sabe conjuntar referencias a otras culturas o a autores poco conocidos, sin impedir la comprensión del poema.

Sea como fuere, en estos cinco libros que hemos citado, es decir, El viaje de Elpénor, Y véante mis ojos, Accidentes geográficos, Última línea, y Peñón de las Caballas, aparecen, como decíamos al comenzar, ciertas constantes que nos gustaría señalar, a modo de apuntes o notas, y que aquí y ahora vamos a ir constatando para mostrar al lector algunas de las claves de la poesía de Tomás Hernández Molina, o al menos esas claves que a nosotros más nos han llamado la atención. Hace falta decir que dada la alta calidad de esta poesía en su conjunto, es necesaria una edición de sus poesías completas que agrupen en un solo volumen todas los poemarios de Tomás Hernández Molina, y a buen seguro que el día de mañana las poseeremos, aunque también es verdad que una antología también podría extractar lo más esencial —de una conjunto ya de por sí escaso— de la obra de un autor, de una época, un estilo o una generación. Como se sabe, las antologías son los instrumentos más útiles que existen para sintetizar uno o varios aspectos, para resumir lo más importante, ofreciendo al lector un material que de otro modo no podría llegarle.

Dicho esto, para elaborar un recorrido en este estudio breve, vamos a realizar aquí una lectura de cada una de las obras, según el orden en que fueron publicadas. Hemos tratado de ir ilustrando los comentarios con los poemas, para que la lectura sea más amena, y baste decir que con un botón puede verse el resto de la guerrera e incluso el soldado, como reza el dicho popular atribuido a Hindemburg, el mariscal prusiano, y quizás aquí el término militar no esté del todo muy mal usado, más bien al revés. De hecho, en una gran parte de las composiciones de Tomás Hernández Molina, que poseen el estigma amoroso, se observa aquella noción de los poetas neotéricos (poetæ noui, como los calificó de manera irónica Cicerón, quien por cierto también intentó hacer sus pinitos en esta escuela, sin grandes resultados) conocida como militia Veneris o militia Amoris (de entre todos aquellos poetas destaca Catulo, que tanto admiraban la tradición alejandrina, fina, lírica y delicada, despreciando al mismo tiempo la ruda tradición latina, que solía en muchos casos ser más didáctica o pedagógica). Según estos sintagmas que literalmente quieren decir respectivamente «soldados de Venus» o «soldados del Amor», se arrogaban la defensa a ultranza del amor por encima de todas las cosas, siendo conocidos por su completo desprecio de la guerra y la violencia, que les valió numerosos problemas por desacato, al no reconocer ningún otro ejército que el del Amor, en una sociedad como la romana, tan fuertemente militarizada.

Todo esto aquí se pondría en conexión con el gusto de Tomás Hernández Molina por el tema bélico, que no es ni más ni menos que una extensión metafórica, un símbolo alargado, de este paradigma y tópico grecolatino. Pero en realidad estaríamos frente a una conjunción posmoderna —y su conocida capacidad de síntesis— de diferentes tradiciones, pero no un todo vale o una mezcla al tuntún, sino una sabia y tamizada lectura de aquellos detalles que luego pueden ser aprovechados de manera natural. En esta mezcla posmoderna sólo los buenos poetas saben dosificar las cantidades que deben o pueden utilizar, pues el uso de distintas tradiciones son herramientas a la hora de conectar con el lector, enfatizar un argumento o un personaje, o provocar emoción. Y como poeta con talento y buen conocedor de la historiografía literaria, las señales que nuestro autor nos va dejando en su obra son un estímulo para el lector avisado, que va reconociéndolas y degustándolas, no muertas o retomadas tal y como las expresaron los clásicos, ya sean los del siglo I antes de Cristo o los del Renacimiento, sino actualizadas al día de hoy, insertas en el discurso amoroso de principios del siglo XXI. Es ésta una característica relevante, su tendencia al fragmento o la estrofa breve, a la lírica contemplativa y al sentimiento expresado en pocas líneas, diseñado en rápidas y hábiles descripciones ya sean topográficas o emocionales, combinándolas ambas: en suma, su hábil manejo de los —con Roland Barthes— fragmentos de un discurso amoroso que se nos va ofreciendo tal y como la espontaneidad —y el amor, como el poema, sólo pueden nacer de lo que no se controla— lo inspira.

El viaje de Elpénor se concibe explícitamente como un viaje en un libro estructurado con un poema inicial y otro final, respectivamente titulados «Entrada a los palacios» y «Salida de los palacios», que recuerdan a las historias milesias y relaciones amorosas entre Psique y Eros, relatadas en El asno de oro de Apuleyo. La referencia clásica no es casual, ya que el título, como podemos observar, toma nombre de un personaje semi olvidado de la mitología griega, en concreto de la Odisea.[1] Un viaje truncado por la muerte más absurda, la de un borracho que se cae del tejado donde duerme la mona, pero que al mismo tiempo es un cúmulo de casualidades del destino o fatum.

Planteado por tanto como viaje iniciático a través de lo que se cuenta y del propio ejercicio de escribir poesía, El viaje de Elpénor es un libro con

 

multitud de matices, estilos, vivencias, recuerdos, épocas y paisajes, míticos o reales, en suma, un mosaico de lo que ha sido la poesía española de los últimos cuarenta años […]

Y todo esto sin perder unidad: el poemario se abre y se cierra con toda precisión: la amada entra en el primer poema en unos míticos palacios donde reside el Amado. Viajará por ellos, recorriendo maravillosa estancias extasiada en su belleza, sufriendo la crueldad del tirano; sintiendo la soledad o el olvido; conviviendo con el preso del campo de concentración; asistiendo a un doloroso entierro; sufriendo la metralla de la guerra con el niño, la mujer y el borracho de la calle; intentando conocerse en la búsqueda de un amor inasible, rememorando los mitos del pasado… Al final, la amada, concluido el viaje, saldrá del palacio: entró vestida y sale desnuda, sólo cubierta por la mirada del amado (Serrano 2004: 2)

 

Con este detalle de la mirada del amado «cubriendo» a la amada comenzamos a destacar uno de los aspectos más recurrentes de la poesía de Tomás Hernández Molina, la mirada, un aspecto que desde ya nos parece central en toda su obra. Una mirada amorosa no sólo a la amada, sino sobre las cosas, una mirada contemplativa, de signo lírico y erótico, que va trabando los cinco libros que nos ocupan, y que iremos comentando.

Otro tema recurrente, y que va apareciendo y desapareciendo son los pájaros. Extensión de las temáticas medievales de las aves de cetrería, que tanto aparecen en la canción de gesta y en la épica, y que cumplían de hecho una función social en la vida cotidiana feudal y, más tarde, cortesana, las aves representarán un repertorio de símbolos en cada poema o momento determinado, como en éste:

 

PAVOS REALES

 

No abrieron su plumaje y los maldije,

no mostraron las galas del cortejo,

la cola, el abanico

del deseo. Después

los olvidaron. Bajo aquella luz

besó su boca.

                        (2004: 21)

 

Como vemos, cualquier asunto exterior se revierte hacia una situación inesperada, y se entrelazan ambas por medio de correspondencias simbólicas. Llama la atención que sean los pájaros quienes sirvan de referente, de correlato, para luego desplazarse hacia los amantes que se besan, porque en más de una ocasión pájaros de diversas especies y plumajes irán apareciendo en los textos, en todos los libros, e irán cobrando distintas simbologías. En este caso, además, es el amante quien efectúa una maldición hacia los pavos reales, cuando —recordemos— en las tradiciones medievales éstos solían servir de agoreros de mala y buena fortuna, mientras que ahora los amantes «los olvidaron» sin darle mayor importancia. Vemos aquí los pájaros actualizados, revitalizados, inyectados de savia nueva en temas modernos o posmodernos, y no serán un hecho aislado. Tendríamos que dar un salto hacia el último libro, Peñón de las Caballas, y el poema «El hombre que miraba los pájaros», con lo que aunaríamos dos temáticas fundamentales de Tomás Hernández Molina, que venimos investigando, la mirada y las aves. Por tanto las aves son iniciadoras, son motivo o motor en concreto en este poema pero, en general, en toda esta poesía. Y aunque parezca un cliché, en algunos textos parece que las aves alzaran el vuelo y unos ojos perpetuos —los del sujeto poético— las estuvieran contemplando.

El viaje de Elpénor es un libro heteróclito, tocado por la dicha de la riqueza, por la multitud de campos visivos y temáticas, y atravesado por ese tono grave —la gravitas— que no sólo significa seriedad, y que tan bien y también caracteriza la poesía de Tomás Hernández Molina: el verso material que no busca ninguna metafísica, con aplomo y que acierta a describir lo que nombra, en esa inusual combinación de talento expresivo y representativo. Como resumen de esta forma de escribir, y fruto de la madurez que exhibe un libro como El viaje de Elpénor, se incluye esta ars poetica que nos habla sin ambages de lo que el poeta pretende. Es ciertamente uno de los mejores poemas de este libro, y lo transcribimos aquí íntegro:

 

POÉTICA

 

La actitud impostada que precede al poema,

escribes desde un género, en sílabas cuntadas

y pesa la retórica como un vestido incómodo.

Y nada es necesario. La sencillez no existe.

El poema es esfuerzo y algo que contar.

O es búsqueda o es nada. Calla entonces,

medita en ese tiempo por qué nada te ocurre,

pasea con tus perros, sal al campo,

lee en la soledad de tu destierro.

                                           (2004: 63)

 

Un poema de este calibre justificaría de sobra, con un pequeño puñado de razones, como las que se enumeran, una vida dedicada a la literatura y una literatura dedicada a la vida. Las deudas retóricas y formales de nuestro autor no se esconden, pero el verso se estira hacia la sencillez y la naturalidad, sin renunciar, como ya advertimos, a ciertas deudas culturalistas o intelectualistas que, lejos de enmarañar el sentido global, lo abonan: las sílabas cuntadas hacen referencia a todas esas influencias medievales que venimos señalando, en este caso del Libro de Alexandre:

 

Mester trago fermoso, non es de joglaría;

mester es sin pecado, ca es de clereçía;

fablar curso rimado por la cuaderna vía,

a sílabas cuntadas, ca es grant maestría.

 

El poeta conoce sus recursos y los aplica, con «gran maestría», actualizando, jugando con ellos a su gusto sin ningún complejo. Porque a partir del manejo de la tradición se puede innovar, se puede repensar qué significa una influencia y cómo se articula ese espejo en el que venimos mirándonos desde que comenzamos a hablar: nuestra lengua y nuestra generosa herencia literaria.

Pero vamos a transcribir otro de los grandes textos de este poemario, por lo que tiene de sentido total del libro, de sentido unitario para la concepción aplicada del viaje, y para resumir e introducirnos también en la última parte, titulada «Épica»:

 

METÁFORA

 

La vida es un viaje, una metáfora

útil, en cuanto expresa el discurrir

del tiempo como río,

como un camino.

Hay paisajes

al borde de ese tiempo,

personas que nos miran como a extraños

y al cielo confundidos alzamos la mirada,

presintiendo el asombro de sentirnos el otro.

Cada uno se vuelve vagabundo en sí mismo,

errante en la extrañeza de su destino incierto.

La vida es un viaje, una metáfora

desde una soledad que ya es olvido

hasta otra oscura y ciega que no es nada.

    (2004: 62)

 

En este magnífico poema se articulan también otros tantos símbolos medievales. Desde un homo viator de principios de siglo XXI hasta las vidas que son ríos de Jorge Manrique, retrospectivamente. Obviamente existe un proceso consciente de desacralización de todo lo que se involucra al utilizar términos que se refieren a otras épocas, con la subsiguiente falla en cuanto a la significación que alcanzan. Existe un proceso muy meditado en el que se torna profano lo sagrado: nuestro destino ya no está regido por Dios desde el primer hasta el último segundo de nuestra vida, sino que se plantea como «destino incierto»; no somos tal y como la naturaleza divina nos ha diseñado, para desempeñar un papel en la tierra, sino que no conocemos realmente nuestra propia identidad («Cada uno se vuelve vagabundo en sí mismo»). El naufragio clásico, tardo-medieval —recordemos El sueño, de Bernat Metge— y posteriormente revisitado en el barroco, asociado a las naturalezas —o embarcaciones— que no saben navegar en un mar donde tenemos que controlar nuestros propios destinos, frente a la barca que es guiada por Dios y que arriba siempre a puerto divino, tiene mucho que ver con esa «errancia» que, recordemos, en la «Poética», antes transcrita, era «destierro». Nomadismo, en el sentido más filosófico del término, nomadismo de ideas y de certidumbres, en un mundo cambiante que destroza las verdades eternas que no sean materiales. El poema concluye con el vacío, esto es la nada, y es el broche que certifica el abismo identitario al que está condenado el sujeto contemporáneo, y que podría convertirse en un buen resumen que sin duda alguna lo veremos aplicado a muchos otros poemas donde se abordan estas cuestiones.

Por este camino, que más que errante esperemos que sea ameno y aclarativo para el lector curioso, nos introducimos en la última parte de este poemario, titulada «Épica», y que como tal se erigirá en otra de las constantes que venimos hilvanando, en este poliedro que encarna la poesía de Tomás Hernández Molina. Lo épico como actitud, como forma de vida, como mirada (estoicismo que resiste, y las apariciones del pensamiento senequista irán trufando muchos poemas, incluso explícitamente, un pensamiento que invita valientemente a resistir frente al oprobio). «Épica» que desarrollará la temática explícita de raigambre medieval, «A la manera de Martínez Mesanza» (2004: 67), con lo que se nos estará anticipando una referencia que más o menos intuíamos pero que hasta ese momento no había sido directamente citada. En efecto, esta «manera» se repetirá e irá madurando en los sucesivos libros, adquiriendo mayoría de edad en Última línea, en concreto en la sección «Paisaje habitado de batallas». Pero además, y fruto de esa mezcla de estilos y de ambientes que pueblan El viaje de Elpénor, en su largo recorrido habrá un pequeño capítulo dedicado a Primo Levi, un homenaje al holocausto y a las víctimas del exterminio del Tercer Reich. Esos poemas se enmarcan en esta atmósfera sobrehumana, épica, que sólo puede sobreponerse ante lo imposible y seguir adelante, como fue para los supervivientes del genocidio nazi.

Y véante mis ojos es un libro menos amplio en cuanto a temas. Más concentrado, más sintetizado, más denso: certero en su diseño formal y de contenido, la brevedad lo podría describir como nota dominante. Y la razón de esa brevedad será la sotileza, al mejor estilo medieval hispanomusulmán, recordándonos los jardines, las palmeras, la poesía sentida en vez de escrita, y las acequias en el orden simétrico y frescor del jardín, en cualquier momento del día y de la noche: albadas inquietantes, mañanas plenas, tardes prolongadas o crespúsculos melancólicos... La temática arabizante u orientalizante de Las mil y una noches toma cuerpo, si bien en El viaje de Elpénor algunas composiciones ya nos la habían anunciado; una temática que seguirá apareciendo en otros libros, de un modo u otro, pero que es en esta entrega donde posee su mayor esplendor. Pero no es sólo eso, sino que se entreveran otras tradiciones, como la grecolatina o la japonesa (la sección final se titula «Cinco haikus en enero», con los que demuestra Hernández Molina no poca penetración). Muchos otros textos son breves, envarándose en los pensamientos de Rubayat, de Omar Hayyán, y no es una referencia en balde, sino que en esta antología se halla precisamente el poema «La luna de Hayyán después de un día de lluvia», en el libro que nos ocupa, para demostrar su exacta filiación. Como el célebre persa, a veces en estos poemas breves se expresa una desesperación disfrazada de sonrisa, conjugando serenidad y dolor, intentando frenar el vacío interior, la imposibilidad de realizarnos como seres sin contradicciones:

 

La luna en la palmera,

en sus ramas más altas. Un destello

que el viento hace visible y luego oculta.

A lo lejos,

las estrellas brillantes como seres extraños.

                                                               (2006: 32)

 

Las correspondencias al modo de Swedenborg no pueden ser más evidentes, abocados como estamos a ser extraños no sólo entre nosotros —en lo colectivo— sino para nosotros mismos —en lo individual—, incapaces de comprender la realidad y el universo al que hemos sido arrojados sólo para «vivir». Somos fulgor, no luz, porque la luz es consistente y dura. Las preguntas sobre nuestra razón de ser sólo pueden estar en el mundo sublunar, aquí en la tierra, porque cualquier pregunta que nos enclave en lo imposible del universo no obtendrá respuesta satisfactoria o, simplemente, no obtendrá respuesta. Sin decirlo, y he aquí la grandeza de la buena poesía, esta breve composición nos está impeliendo a vivir aquí en la tierra, a que dejemos de escrutar el cielo porque sólo nos frustrará, a disfrutar lo que tengamos. Este otro poemita es también significativo:

 

Miré, la última noche, el cielo de Shulayr,

no estarán las estrellas en el mismo lugar

donde ahora nos miran.

                                 (2006: 67)

 

Porque en realidad no somos nosotros quienes miramos, sino los que somos mirados por los objetos, por el universo, que es mucho más poderoso que nosotros, en cuanto que es eterno o casi. La caducidad de nuestro paso es más que una constatación, y la montaña que se cita, Shulayr, la cual designa toponícamente Sierra Nevada, en Granada, y que ya había sido hábilmente anticipada como tema en el libro anterior (no obstante allí de manera autónoma e independiente), es ahora el lugar en donde giran hábilmente las peripecias del deseo del sujeto poético. Shulayr como referente inamovible, salvo cataclismo, como seguridad ante una existencia pasajera o decorado de las relaciones erótico-amorosas, y así lo irán confirmando de este modo toda la sección titulada «Los poemas de Shulayr», igual que el poemita —el diminutivo no quiere decir que carezca de interés, más bien todo lo contrario, está usado con cariño por su delicadeza— que hemos transcrito. También merece la pena que dejemos aquí constancia de esta otra:

 

Se fue esa luz y los perfumes

se apagaron y tu cuerpo no es

otra cosa que palabras.

                                 (2006: 69)

 

Y véante mis ojos es un verso tomado de Juan de la Cruz («Y véante mis ojos, / pues eres lumbre dellos / y sólo para ti quiero tenellos») del Cántico espiritual, pero aquí —lejos de cualquier reverbero especulativo o metafísico— nos presenta una mirada literal al texto y al mismo tiempo amorosa y erótica a través de la sutileza de la poesía árabe, en el acto carnal de los amantes: como es bien sabido la influencia de esta tradición fue muy importante para el carmelita descalzo, muerto en Úbeda en 1591, regenerando con ella la lírica áurea y la canción amorosa, uniéndola a la mística, cosa que ahora a nosotros nos importa menos.

Accidentes geográficos, dividido en dos partes, «Una torre», y «Una orilla», es un libro con varios puntos de inflexión, como si se quisiera con esos altibajos de intensidad reproducir el título. Pero sus barrancos y calas son tan interesantes como las cumbres o los océanos, a pesar de lo que pudiera parecer.

La torre puede simbolizar ese lugar de aislamiento del mundo que todo escritor necesita, esa conocida torre de marfil en la que nos encerramos. Pero no hace falta que sea escritor, porque cualquier persona vive absorbida en su mundo —obviamente no tenemos más que uno— y por enajenado y alienante que éste se constituya, es sólo de esa persona y de nadie más. En la torre se encuentra el sujeto poético que, en muchas ocasiones, más que escribir se dedica a leer, y esta temática, la del lector, también ha venido apareciendo de manera directa o indirecta en los anteriores libros, repitiéndose luego, con ajustadas dosis, en los siguientes, como «La tarde del lector», de Última línea, un verdadero e impresionante poema. Varias veces irá apareciendo esa hora del lector en los poemas, como en este otra reflexión epigramática:

 

AL LECTOR

 

Para Antonio Lorente

 

Tus quejas al oído

del amigo paciente no escatimes;

para el poema guarda

el tono que merece quien lo lea,

a él no lo conoces, nunca bebió contigo.

Digno sea el encuentro entre los dos.

                                                     (2007: 58)

 

El poeta, el que escribe, ya sea como acto reflejo biográfico del hombre o como simple proyección ficcional, que para el caso da lo mismo, nos plantea un mundo rico de serenidad, reflexión y lecturas. La poesía es una forma de acompañarnos, en lo que toca con su mirada, al devolvernos lo que ve, nuestros ojos un mero canal por donde circulan emociones, imágenes y versos, palabras que poco a poco se van convirtiendo más que en una compañía, en nuestra propia piel, ya inseparable. En la lectura, en la pasión por la vida vivida a través de la literatura y la literatura leída en la vida, convergen el pasado y el presente. Un presente que arrastra ya sus años pero que es infatigable pasando páginas:

 

Antes no reparaba en los amplios espacios

vacíos entre columnas,

en la mesa tan grande en donde alineaba

saberes tan distintos, variados

utensilios que raras veces usas.

Si era noche

miraba el limonero que yo mismo planté,

el cielo que le hice.

 

Ahora busco un rincón donde asentar el libro,

y los huesos me duelen cuando paso las páginas

y la espalda se tensa cuando acerco los ojos.

                                                               (2007: 28)

 

Dos pequeñas composiciones podríamos transcribir más, pertenecientes a Accidentes geográficos, y que cobran un sentido estratégico dentro de la peripecia cartográfica que supone todo el libro. Enclavado en su eje espacial, lógicamente, nos vamos a encontrar a un sujeto poético siempre en un terreno movedizo, de ahí esos «accidentes», igual que en el anterior libro aparecían las caravanas que atravesaban el desierto, moviéndose a través de las dunas que a su vez están en continuo movimiento. Si habíamos ido perfilando un sujeto verbal aferrado a la nada en el sentido esencial del ser heideggeriano, ahora percibimos su completo nomadismo en territorios inestables, en esa tierra de nadie que supone la frontera, como realidad, mito y símbolo. El viaje se ha convertido en lo único que otorga realidad, aunque nuestra percepción sea discontinua. Esos intersticios del estar son los únicos que nos acogen:

 

LA LÍNEA DIVISORIA

 

Es sólo una frontera,

un límite, una marca

entre el cielo y la tierra.

Mas nadie vive aquí,

es un lugar de paso,

en él no te detengas, crúzala,

o quédate a morir

entre los tuyos.

                        (2007: 37)

 

Este escalofriante estar —permanecer, residir, habitar— en un no lugar es una suerte de expulsión moderna —y posmoderna— del paraíso, un paraíso, si cabe decirlo en el que, para más paradoja, nunca estuvimos. Pero el hombre moderno ha sido expulsado de él no por su antigua pertenencia, sino por una creencia, lo que genera una herida mucho más atroz e incurable que cualquier expulsión real. El sujeto trascendente kantiano aquí se encuentra herido de muerte, ya que esta sensación es lo que de verdad le socava, pues se tiene que aferrar al mundo material, a la tierra (a las piedras, como veremos), a lo que está aquí y ahora y resiste. El poso romántico —en el mejor sentido de la noción de romanticismo— de estos versos comprende todo esto, y ese sentimiento de extranjería —que no dista del desarraigo, o que es paralelo a él— está injerto e inserto en ellos. Y es que si hemos venido destacando la mirada como eje vertebrador de esta poesía, tendríamos que incidir en dónde se posa esa mirada, en qué lugares, en qué objetos, en qué situaciones. Todo es cambiante, todo se mueve, nada puede ser apropiado. Una conciencia radical nos asola en esta poesía, que nos pone de frente a la modernidad más rabiosa, ésa en la que el hombre tiene que convivir con su propio misterio y desconocimiento. Veamos por ejemplo este otro poema, ya casi al final de Accidentes geográficos:

 

Y el nómada se pregunta:

¿Qué hago en esta tienda

así engalanada,

lejos de los olores del estiércol

de caballos y bestias,

del viento que levanta las arenas

y lacera los ojos?

¿Qué hago en estas tiendas

tan lejos de mi vida?

                                 (2007: 69)

 

No puede ser de otra manera y no podemos seguir engañándonos, creyendo que existe la eternidad. Igual que no hay seres para siempre, tampoco las cosas o el mundo. Ni el tiempo ni el espacio: ante la toma de conciencia del problema, el extranjero o nómada ya no se siente a gusto cuando se detiene, porque su razón de existir es no parar, ir peregrinando de un lado a otro y no poseer patria alguna. No se conforma con paños calientes, ni busca consuelo, porque sabe lo que significa «vivir». El poema «Los placeres», podría corroborarnos esa doble cara de lo que en primera instancia no posee doblez, pero que acaba decepcionándonos, confundiéndonos, o simplemente no siendo lo que era, por efímero: «[…] Sombras son los placeres / o polvo que soñaste.»

Última línea es el libro más conocido de Tomás Hernández Molina, pues consiguió un premio de renombre y, sobre todo, fue publicado en la editorial Hiperión de Madrid. Sin duda que es su mejor libro, o al menos el que presenta una escritura más compacta, un tono más unitario y sostenido en una temática que, como venimos explicando, suele ser ya de por sí bastante amplia y rica en su conjunto. El rigor enunciativo de todo el poemario es un ejemplo muy notable de dicción formal dentro del panorama de la poesía peninsular de los últimos años, si bien, como venimos exponiendo, Última línea no puede concebirse aisladamente, sino como continuidad en una poética que no parte de la nada y que va evolucionando en su natural madurar y sentir.

Según ha confesado el propio autor, en varias entrevistas concedidas en prensa, el objetivo de este conjunto de poemas era «El apartamiento, el alejamiento de la realidad» (2007b: 6), y añadimos nosotros que este apartamiento se produce precisamente para poder comprehender la realidad, o al menos para poder conocerla mejor. El símbolo bélico que anticipábamos al inicio de este artículo adquiere ahora su mayor complejidad y madurez. La batalla no será sólo la segunda parte del libro, titulada «Paisaje habitado de batallas», sino también la primera, «Última línea», en la que se establece una correlación agonal con lo que nos rodea, con el óxido de la cotidianidad. Si partíamos de la base de un sujeto ya vacío o desposeído de cualquier esencialismo que además se establece en un no lugar imposible de estabilizar, la profundidad que adquiere la mirada, esa retina que nunca acaba de llenarse de imágenes, puede poseer atisbos brutales. La vida, que era concebida como un viaje que hay que ir efectuando, se exterioriza también en función de esa actitud agonal, marcada por la degradación y corrosión diarias. La vida se nos escapa, pero además no de la mejor manera:

 

APÓCRIFO DEL EVANGELIO DE TOMÁS

 

Cuenta en una sentencia, después de una parábola,

(«Llegó hasta las entrañas de la vida»)

que es bienaventurado el hombre que ha sufrido

pues encontró la vida en la experiencia.

Me pregunto por qué es necesario

el dolor como sal que nos sostiene.

                                                     (2007a: 39)

 

El autor realiza un doble juego, un juego puramente metapoético que en el caso que se desconozca el nombre de quien escribió el texto no aportaría más que una variante sin resultado importante, sería una suma que no llegaría a nada. Pero para los que conocemos que el autor de este poema se llama Tomás, posee una especial resonancia, ya que nos está hablando de su propio «evangelio», esto es, de su forma de vivir, su forma de mirar el mundo, su forma de afrontar la realidad. Y nos dice: no hay vida sin sufrimiento. Dura sentencia que es complementada porque también se nos explica que se puede morigerar en el acto de reflexionar por qué es así, por qué posee la vida tantos sinsabores. Mucho más que el sufrimiento, lo que importa es la lección que éste nos da.

La batalla diaria nunca se da por ganada ni perdida, no se libra en un solo día, sino que es una constante que nos está apuntando, como espada de Damocles, siempre. Y si algún día pasa sin que lo hayamos notado, podrá ser un alivio, pero al día siguiente o cierto tiempo después acabará asediándonos. La lucha forma parte de la vida. Lucha vital. De ahí, de esa matriz, surge la segunda parte titulada «Paisaje habitado de batallas» y ambientada a finales de la Edad Media o principios del Renacimiento, la cual es un largo poema fragmentado en veintiséis partes convenientemente escrita en cursivas, como si perteneciera a otro plano narrativo y vital, o simplemente para hacer constar su consciente artificio literario. Así, a la manera de Martínez Mesanza, como ya dijimos en su momento refiriéndonos a la sección «Épica» de El viaje de Elpénor, la batalla es una forma de vivir. Se vive para batallar, lo que supone también que se batalla para vivir, y éste podría ser resumen de nuestro conflicto con el mundo (Martínez Mesanza 2008: 159). Como recordamos, en la Edad Media los soldados habían sido elegidos para luchar, y no tenían otra misión en su vida que ésa. Esta sección se abre con el sueño («He soñado con ratas esta noche») o narración de un sueño poco agradable, porque las ratas son y han sido un mal augurio, portadoras de enfermedades y miseria. De todos modos el sueño, concebido al estilo más clásico, donde de verdad se realiza es en el desengaño, ya que siempre nos arroja a una realidad frustrante. Pero más allá del simbolismo con la realidad y nuestras proyecciones, que lo tiene, y no en pocas cantidades, o con cualquier otro correlato que pudiéramos establecer, en esta sección se despliega una vasta imaginación por narrar y poetizar situaciones que podríamos haber vivido, haciendo de la historia poesía y viceversa. Las descripciones cobran especial relevancia, resaltando algunos objetos, imágenes, escenarios o personajes que nos trasladan, por el poder de la evocación, a una atmósfera que bien hubiéramos podido ver en alguna buena e inolvidable película. El gusto por otras épocas no es una mera fuga o lúdica evasión, lo cual, dicho sea de paso, es del todo lícito, sino la manera en la que el autor nos hace disfrutar la literatura que ha vivido a través de sus propios gustos personales, y por supuesto su recreo. No obstante el correlato objetivo, poemático y narrativo, estructural, es evidente, como lo demuestra en el último poema de esta serie y del libro, donde dice explícitamente que aunque no hubo jamás una guerra tal y como se describe, el cielo, por el contrario, nunca tuvo piedad de él. Y que aunque no tuviera armadura o capa de guerrero, sí hubo sueños. Con los sueños del guerrero precisamente concluye, creando un círculo entre el comienzo y el final, ya que frente al despliegue ficticio del mundo bélico y la conciencia de que no es más que literatura, el sujeto poético nos deja la última impresión: sigue soñando con las ratas, esos bichos inmundos.

No quisiéramos dejar de transcribir este fragmento para ilustrar lo que venimos apuntando:

 

X

 

Subo estas escaleras de raros azulejos,

de color verde y blanco bien cocido,

el esmalte del fuego, su limpieza.

Pienso en otras formas de piedra o de ladrillo

descarnado, en las baldosas sueltas

que semejan batallas o torneos,

o juegos de ajedrez o sus figuras.

                                           (2007a: 58)

 

Podemos observar cómo aquí, igual que en otros de esta serie, y en general en todo Última línea, llaman mucho la atención las composiciones en las que existe una fijación del poeta por los edificios de piedra, las catedrales, los palacios, las casas señoriales, o como aquí, por los azulejos o las «formas de piedra». Todo remite a otros tiempos, medievales o renacentistas, pero con otro cariz. Una lectura meditativa acerca de nuestra vacuidad y fugacidad se alzará paralela a la evocación poética. Nos estamos acordando de poemas como «Palacio de Monterrey», pero también de otros como «Catedral de Sigüenza», donde tras una descripción de una visita a la catedral, los versos finales concluyen del siguiente modo: «El silencio en las naves más oscuras. El mármol / del doncel que en la muerte lee un libro.» Se refiere obviamente al Doncel de Sigüenza y su famosa escultura funeraria.[2] También «El espíritu de la piedra» nos acercaría a una óptica de la vida transhistórica, más allá de nuestra breve existencia, creando un contraste entre la vastedad secular que nos atenaza por incomprensible y el instante que se nos escapa por fugaz y vano. La piedra como testimonio de esa contradicción, pero también como materia que resiste al tiempo, aunque tampoco eternamente. Y recordamos en este punto un poema del anterior libro, Accidentes geográficos, que dice:

 

El hombre sensitivo y esas rocas

de igual manera el tiempo los devasta,

y cuando nada sean, ni el hombre ni la roca

que ahora mira,

ni siquiera los ojos serán nada,

una oquedad en el hueso, comida de gusanos,

y el dolor que ahora sientes, un episodio inútil,

un cambio en este viento, su húmeda tristeza.

                                                               (2007: 23)

 

La poesía de Hernández Molina es una invitación a la lectura, posee un discurso metapoético entreverado que hace referencia a la propia poesía o a la literatura en general. En reiteradas ocasiones se hace alusión a la lectura a través de diversos mecanismos.

Llegamos así al último de los libros, que precisamente se titula Peñón de las Caballas, continuando con el tema mineral. Como ya hemos señalado, y seguimos generalizando las características de este autor poco conocido pero de trayectoria segura, toda esta poesía posee un rasgo común que se podría sintetizar a través de lo que entendemos por la mirada. En este poemario, todo lo que está en relación con la mirada funda aquí la reflexión poética, se erige como la propia decantación del poema. Es cierto que hay otros temas o vetas que dan diferentes colores y sabores a este libro (y en general a la poética de este poeta, digamos, insobornable), pero es sin duda el momento en que el sujeto poético —el autor— se enfrenta al mundo cuando comienza todo. Todo comienza a ser visto, porque de lo que se trata aquí no es que esté presente, o que efectivamente se encuentre ahí enfrente de nosotros, sino que unos ojos se detengan a analizar lo que ven. E incluso: no es sólo ver, o dicho con más propiedad, mirar, porque también podría ser escrutar y, mucho más todavía, mirar más allá. Una mirada inconformista, indagadora, va rascando sentidos a la plana realidad que tenemos delante, sea lo que sea esa realidad, casi siempre inaprensible. No es una mirada ensimismada, ni abstraída o que busca evasión. Si la poesía, como tantas veces se ha dicho y repetido, no se explica sino que es, pues habla por sí misma, en Tomás Hernández Molina esta afirmación no puede ser más real y veraz:

 

Los racimos de dátiles agraces

cuelgan dorados de las ramas de oro

de noviembre. Los miro cada día

y veo su color oscurecerse.

La pulpa, antes de oro, es una carne dulce

bajo el cielo. Rezuman, por la noche,

un frío casi humano,

un resplandor de estrellas que alumbra la farola.

                                                               (2009: 18)

 

Hernández Molina utiliza la mirada como herramienta principal y los escenarios más dispares se van presentando a través de unos ojos que siempre están buscando el otro lado de las cosas No se trata de encontrarle las arrugas, o los pliegues —digamos la dificultad— sino de reflexionar sobre la realidad. Frente a un mundo homologado que nos han dado ya deglutido, esta poesía nos anima a mirar de otro modo y a sentirnos integrados en la cotidianidad que nos rodea: «Aún quedan los bañistas de noviembre, / los veo desde la curva donde el mar / aparece de pronto y te ciega los ojos», dice el segundo poema de Peñón de las Caballas.

Clave y constante de este libro, por tanto, la mirada no se muestra ni implacable ni bondadosa, sino meditativa —a veces aséptica, como distante (Romero 2011: 149-151)— y fruto de una maduración diaria. En todo caso se podría decir generosa, pero no compadeciéndose de lo que ve, apiadándose de la podredumbre y las miserias de la gente, las historias o las cosas, sino por su amplitud y riqueza, pues se articula desde la complejidad que desenmaraña. Su tarea es volver sencillo el mundo, ponerlo frente al espejo, interrogarlo, extenderlo y mostrarnos su reflexión, con ese sesgo del clasicismo y la «tempestad serena» garcilasiana, aunque mejor sería recurrir a algún verso de Aldana. Mirada y clasicismo como punto de partida.

Así, situadas en la línea de playa muchas veces, o en un lugar privilegiado de ésta, como una atalaya que le sirve además de refugio (no sólo frente a las desavenencias climáticas, sino sobre todo frente al inexorable paso del tiempo), con paisajes marítimos (pero también del interior), muchas composiciones nos arrojarán varias lecturas sobre lo que se ve fuera, sobre lo que es en el mundo exterior porque es visto, y luego mostrado en el poema. La imagen del litoral y la playa será complementada por otras que irán apareciendo felizmente (como el emocionante poema que comienza «He subido al castillo como el recién llegado») y creando una red de miradas entrelazadas, a modo de diálogos que se van interpelando, de muchos otros lugares y situaciones, incluyendo las retrospectivas, saltos en el tiempo donde se contemplan asuntos familiares, hermanos, retratos de época y personajes anónimos, recuerdos en blanco y negro o viejas melancolías que se reviven a través de ese salto de calidad que sólo la poesía —la buena, la de Tomás Hernández Molina— nos proporciona. No por nada la segunda sección del libro se titula «Memorial de ojeador», que tiene doble lectura, la del que está ojeando, es decir mirando con los ojos, pero también referida al homónimo poema, relativo a la caza de aves. También en este libro, relativo a éstas, podríamos citar varios textos y fragmentos que las aluden, que van perfilando una voz sensible ante la fragilidad del pájaro, una simbología enganchada a la tradición más rural y casi desaparecida, que no deja de estar en relación con su ya clara inadaptación en un mundo que ha olvidado la propia naturaleza que lo constituye. En cualquier caso se propone como otra suerte de correlato objetivo del poeta, como ya hemos intentado explicar.

Como en muchos otros poemas del resto de los libros, los poemas se van trabando con citas o referencias de autores desconocidos, poco conocidos o algo más conocidos como William Osler, Kenneth Rexroth, Ben Jatib, Crossan-Reed, Natan Zach, Laurie Lee, Carlomagno (implícito en el poema «Año 800»), Chagall, Shakespeare, Stendhal, Vladimir Nabokov, Gonzalo Fernández de Oviedo, Friedrich Hölderlin, Mohamed Almotamid, Ezra Pound, o Diógenes Laercio, que no obstan en ningún momento su lectura o comprensión, sino que están colocados de manera didáctica, como ya dijimos al inicio, espoleándonos a buscar más sobre el personaje (pues nunca la acción o el argumento del poema depende de algo externo que pertenezca a la historia del personaje que se cita y que no se encuentre en el mismo poema), junto a otras citas de mitos, como el de Sísifo, o incluso una elegía emocionante y sostenida. Las citas de estos autores mencionados tienen su cénit en la sección tercera, titulada «Ex libris», pero lejos de ceñirse sólo a este apartado, y como muestra de una integración razonable de la cultura en la vida cotidiana, se reparten por las otras secciones de manera acertada, nunca impidiendo el placer del texto. Una vez más vemos que la lectura lleva a la poesía (autorreferente), y la de Tomás Hernández Molina nos invita a leer.

No finalizamos sin resaltar que el autor no posee ningún interés en revelarnos nada que no esté escrito en los mismos poemas, en su decurso, ni siquiera escandirlo al final con un golpe que nos punce. El pellizco se produce, no obstante, durante la lectura, ya que en muchas ocasiones poseemos el final del poema, su último verso, anticipado en el título. Produce por tanto el efecto contrario: lejos de golpearnos, nos llega por otro camino, ya que se ha evitado a toda costa jugar con la sorpresa. Esta técnica antigua, que podría calificarse como trovadoresca, está en relación con una escritura sosegada y madura y no con las modas o la vanguardia. El clasicismo es, aquí, no sólo punto de partida sino sobre todo punto de llegada.

Mucho y bueno se podría escribir más sobre este libro y toda esta poesía, tan sugerente y fértil. Pero basten estas páginas como recomendación para los lectores avisados, a quienes les dejamos otra muestra, otro magnífico y estremecedor poema que saborear, y con el que concluimos:

 

Colinas y colinas hasta el mar.

Acantilados bruscos, quebradizos,

y matas de lentisco entre sus grietas.

Pitas solitarias,

chumberas. Esta es la tierra que pisamos,

pizarras y cuarcitas por el azul hendidas

y que nunca del todo abrazará

la alegría de las piedras al sol.

(2009: 76)

 

 


BIBLIOGRAFÍA SELECTA

 

Libros del autor

 

—, (2004): El viaje de Elpénor, Madrid: Biblioteca Nueva.

—, (2006): Y véante mis ojos, Madrid: Biblioteca Nueva, Premio de Poesía Ciudad de Zaragoza 2005.

—, (2007): Accidentes geográficos, Las Palmas de Gran Canaria: Ayuntamiento, Accésit del Premio de Poesía Ciudad de Las Palmas de Gran Canaria 2007.

—, (2007a): Última línea, Madrid: Hiperión, Premio Jaén de Poesía 2007.

—, (2009): Peñón de las Caballas, Murcia: Tres Fronteras Ediciones, XXIII Premio Internacional de Poesía Antonio Oliver Belmás.

 

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Notas, entrevistas y reseñas citadas

 

Abril, Juan Carlos (2010): «Peñón de las Caballas, de Tomás Hernández Molina», Castilla. Estudios de literatura, 1, Valladolid: Universidad, 2010, pp. LIII-LVI, ed. digital http://www5.uva.es/castilla/wp/wp-content/uploads/2010/11/11.-J.C.A..pdf

Hernández, Tomás (2005): «Esto ayuda a saber que lo que haces no son tonterías», Sur, Málaga: 22 de junio, p. 74.

—, (2007b): «Si no tienes nada que decir, te callas y lees», Ideal. Especial Premio Literarios Jaén 2007, Jaén: 30 de noviembre, p. 6.

Martínez Mesanza, Julio (2008): «Última línea», Paraíso. Revista de poesía, 4, Jaén: Diputación-Universidad, p. 159.

Romero, Juan Manuel (2011): «Peñón de las Caballas», Paraíso. Revista de poesía, 7, Jaén: Diputación-Universidad, pp. 149-151.

Serrano, Jesús (2004): «Presentación leída en la Casa de la Cultura», Almuñécar: 21 de octubre, 4 págs.



[1] Elpénor era un remero —el más joven de la tripulación— de Ulises, que le acompañó en todo el periplo troyano. Superviviente de la guerra, en el regreso es uno de aquéllos que la maga Circe convirtió en cerdo. La noche anterior a la partida de Ulises y los suyos de la isla, Elpénor se excedió con el vino y durmió la borrachera en el tejado del palacio de la maga. A la mañana siguiente, bajo los efectos de la resaca cayó desde lo alto y falleció. Cuando Odiseo emplazó los difuntos, fue la primera sombra que hizo acto de aparición, rogando unos dignos funerales. Al regresar a la morada de Circe, en la Isla de Ea recuperan su cadáver, lo lloran y celebran exequias. Finalmente es quemado y le levantan un túmulo coronado por el remo que en vida manejase.

[2] Martín Vázquez de Arce, el Doncel de Sigüenza, militar y humanista (1461-1486, muerto por cierto en la Guerra de Granada) tiene un libro entre las manos y posee la mirada perdida hacia el suelo, meditando tras la lectura, en una conjunción ya clásica, y que ha pasado a la historia, de las armas y las letras.