|
José Manuel González Álvarez
(Universidad de
Salamanca)
RESUMEN:
El presente estudio pretende dar a conocer los rasgos
fundamentales de la escritura del venezolano Ángel Gustavo Infante, uno de los
más sugestivos narradores de las últimas dos décadas en aquel país. Se intenta
así trazar un breve itinerario por algunos de sus cuentos que van dando forma a
una poética marcada por el tratamiento festivo de lo sórdido.
ABSTRACT:
The
present article intends to show the main features of Venezuelan Ángel Gustavo
Infante`s writing, one of the most interesting short story writers in the last
twenty years in his country. This way we try to sketch a path throughout his
tales making up a poetics based on a kind view for the sordidest aspects.
KEY WORDS:
Urban fiction, Venezuelan short story, humour, social exclusion, recreational
tragedy, sordidness.
Con
el libro de relatos Cerrícolas (1987, Premio Fundarte de Narrativa
1986), el escritor venezolano Ángel Gustavo Infante (Caracas, 1959) ingresa con
paso firme en el panorama literario venezolano prolongando el vector de narrativa
urbana ya ampliamente transitado por autores cenitales de las letras
venezolanas como José Rafael Pocaterra, Adriano González León, Salvador
Garmendia, Francisco Massiani o Luis Britto García. Ocupa Infante un lugar
destacado en el plano de la narrativa corta de las últimas tres décadas en
Venezuela, afianzado más si cabe por otras dos entregas cruciales: la novela Yo soy la rumba (1992), minucioso
recorrido a través de treinta años de música caribeña[1]
y la colección de relatos Una mujer por
siempre jamás (Caracas, Monte Ávila, 2007), trabajo que mereció el Premio
de
Debes escucharme,
mi voz es la segunda o tercera que oyes desde ahí, así como estás, obstinado,
con la frente pegada a la mesa y esos dedos hurgando incansablemente en el pelo
(...) En tu lugar, Rito, ya los hubiera mandado a matar con el Buzo. Y más bien
estás decidido a morir, porque ya no puedes olvidar. No me has oído, el eco
vuelve, te quiebra el alma: TE TUMBARON
La derrota se presenta
frecuentemente aderezada con la presencia de la música, vital en la escritura
de nuestro autor. De hecho, Cerrícolas
exhibe la estructura dual de un long play
(cara A y cara B) y algunos de los relatos parecen discurrir con la
cadencia del bolero como telón de fondo: la música es en ocasiones opio para
los personajes, si bien en otras sólo alcanza a ser mero bálsamos para la
desdicha, como ese hombre del cuento antes citado que “se esconde detrás del
cerco de botellas, tratando de sacarte el demonio a fuerza de boleros” (Infante,
1987a, p.20). Semejante sensación de sordidez gravita en la pieza titulada
“Rutina”; vencido por el hastío, Nerio, el protagonista decide salir a calle,
donde es abordado por un agente y a partir de ahí el autor nos obsequia con un
diálogo tan vívido como tenso que pone de manifiesto la ceguera de una
autoridad policial cuya presencia es percibida por Nerio como una seria
amenaza. El personaje es sometido a un descabellado interrogatorio con ciertos
tintes humorísticos que después se disipan para dejar paso a la escena
dramática de un asesinato a la vez insinuado e inesperado.
Okey,
eso es arrancando para su casa, carajito. Cuento tres y llevo dos –ordenó el distinguido.
-¿Y
mi gorra?- Preguntó Nerio antes de echar a correr.
-
Descomisada (sic) por sospechosa, una igualita usa el Buzo. Dos y medio y.... (41)
El
narrador perfila entonces la imagen de la policía como maquinaria punitiva cuyo
afán persecutorio parece no conocer límites a juzgar por el cierre del relato.
Todo resulta sospechoso, pues, en este espacio irrespirable del cerro, cargado
de fatal simbolismo para un protagonista que se ve despojado de su terruño de
libertad y acaso también de su vida. La violencia gratuita se hace institución,
se torna en actividad rutinaria. Es aquí donde el título del texto cobra pleno
significado y entronca con las palabras de Luis Britto García, para quien “los
habitantes inventan subculturas, hablas, un nuevo lenguaje de violencia,
desbordamiento y muerte (…) La ciudad, como la civilización misma, pareciera
tener una capacidad de deterioro infinita” (Britto en Kohut, 1999, p.48).
Este mismo ambiente de atmósfera
enrarecida desfila por el texto “Fin de semana”. Prescindiendo aquí del diálogo
y apostando por una extraordinaria morosidad descriptiva, la voz enunciadora
incursiona en una desangelada taberna del cerro focalizando la atención en el
juego de miradas anodino entre el dueño del local (Da Silva) y un cliente
borracho apostado sobre la barra. El sosiego inicial se ve interrumpido por las
ofensas verbales del borracho al protagonista, el posterior forcejeo entre
ambos y los dos disparos mortales que recibe Da Silva. Hasta aquí el narrador
subraya lo que no es sino la matriz temática de Cerrícolas: la
fragilidad de la vida ante la gratuidad de los delitos. Pero es sólo al final,
en la última palabra del texto cuando adivinamos el nuevo cariz que toma el
relato:
Los agentes, ocultando su sorpresa,
esposaron al homicida y de un envión lo
introdujeron en la patrulla: estaban acostumbrados a verlo entrar y sentarse al volante bajo la sobriedad
del uniforme.
Infante da cuenta de su pericia
narrativa mediante una hábil oposición entre ebriedad/ sobriedad, un sutil
golpe de efecto con el que desvelar la autoría del asesinato: las fuerzas
policiales se erigen de nuevo, como en la pieza precedente, en las portadoras
de esa violencia institucionalizada en el cerro. Pero no todo en Cerrícolas
se circunscribe, ni mucho menos, al ámbito crudo del despecho amoroso o la
agresión inmotivada. El relato titulado “En plena campaña” entraña un viraje en
relación a otros textos. Los humildes antihéroes de Infante no son ahora ni
ejecutores ni destinatarios de la violencia física sino víctimas directas de la
retórica publicitaria: una única voz sin identificar inunda el texto con un
discurso persuasorio a través del cual se promociona un vino con innumerables
cualidades terapéuticas cuya adquisición garantiza la felicidad. El autor
venezolano modula magistralmente el tono reiterativo, grandilocuente y capcioso
que encierra casi toda actividad publicitaria. Parapetado en su desenfado, el
texto cobra ciertos ribetes cómicos por el aprovechamiento de la hipérbole, las
interjecciones, su peculiar disposición tipográfica y la facundia imparable del
sujeto narrador y sin embargo supone, a nuestro entender, uno de los más
desazonadores cuentos de cuantos engrosan Cerrícolas; no en vano, con la
venta de esta auténtica panacea de dudosa eficacia, la publicidad irrumpe en el
microcosmos del cerro alimentando el vacío existencial, aprovechando la
vulnerabilidad de los estratos sociales más deprimidos que acuden en estampida
a la compra del producto.
Es el de estos “cerrícolas” un espacio
de criaturas inermes cuya existencia está signada por cierta sensación de
precariedad más material que moral: víctimas de su propia endeblez en algunas
ocasiones y victimarios en otras, Infante les dispensa un tratamiento variable
que oscila desde la crudeza moral de algunos textos (“La vida no se llama
vida”) hasta la ternura que inspira el protagonista de “Rutina”, pasando
incluso por la exoneración de estas clases marginales que asisten impotentes a
la violencia que les es endosada por agentes externos como la policía o la
publicidad a través de los medios de masas. Cabe ponderar en Ángel Gustavo
Infante la feliz consecución de un registro narrativo fresco y ante todo
ajustado al submundo que pretende retratar: vulgarismos, coloquialismos, el
empleo deliberado de la ortografía fonética, la escansión silábica y
sobrenombres de gran sonoridad remiten directamente a la jerga del malandro
constituyendo el correlato lingüístico de esos antihéroes opacos que buscan sin
éxito un asidero vital. En esta línea se pronuncia Carlos Torres Bastidas, para
quien Infante nos arroja “casi a punta de pistola al mundo que pálidamente nos
presentó Garmendia en sus obras. Este vigoroso autor nos ha llevado a los
extremos, pero con un estilo duro que nos recuerda al Hemingway de los primeros
49 relatos” (Bastidas, 2007).
Pero
sin duda es “Joselolo” el cuento más celebrado, citado, reproducido y
antologado del escritor, con el que obtuvo el Premio de El Nacional en 1987.
Allí nos ofrece un sorprendente panóptico
de la marginalidad caraqueña tomando como punto de partida a un personaje
ínfimo, movido por los supuestos valores de la masculinidad, quien “lucha por sobrevivir sin más armas psicológicas que su
capacidad de agredir y de amar” pero a la postre habría “una búsqueda derrotada
de la felicidad, un braceo de oposición en una catarata
compuesta por unas reglas sociales que, si bien pudieran tolerar (o torear) su
compulsión transgresora, los héroes se encargan, por su miopía reflexiva, de
retar y, por ende, de hacerlas incompatibles con su malvivir” (Espinoza, 2007).
Ese mundo descoyuntado de droga, violencia, sexo, boxeo y delincuencia
sintoniza a la perfección con el ritmo de su prosa, entrecortada, sintética,
con frases escuetas y a menudo elípticas; Infante apuesta además por abolir los
diálogos entre personajes, comprimiéndolos en una aparente única voz narrativa
que se desdobla en varias pero cuyos límites son difíciles de acotar. El
trabajo lingüístico y narratológico es encomiable y alcanza altas cotas de exigencia escritural como en
el final que nos permitimos reproducir:
El
bróder, feliciano, volando vio venir a la catira sola soltera sin compromiso. Le costó y cortó reconocer que Luis tiene muy buena
mano. Buenísima. La sacó de la
reunión. Sentados en las escaleras le
dio arrechera, calidad pura,
saber que amaba burda a Luis. Al punto de querer parir para complacerlo y, para colmo, Luis estaba resuelto:
además de la tienda, chambeaba a
destajo con
Ya fuera de la órbita de Cerrícolas,
conviene mencionar dos textos de Infante que demandan también especial
atención. Escritos ambos en primera persona, significan quizá la apertura hacia
cauces expresivos no nuevos pero sí renovados que permiten atisbar una línea de
creación disímil a la exhibida en su producción anterior. La primera de estas
piezas, titulada “Milanesas de pollo” refiere los avatares sexuales de una
mujer,
El motivo del despecho amoroso –que ya
diseminó el autor en distintos lugares de Cerrícolas- fluye de manera
subterránea en el relato hasta emerger sorpresivamente y desencadenar
consecuencias funestas. Aunque con otro registro, el escritor recupera aquí una
sexualidad explícita y por momentos descarnada, que apoya una historia de
truculencia creciente y, ante todo, esa vuelta de tuerca postrera con que
golpear al lector e invertir el rumbo de una trama inicialmente apacible. Sea
cual fuere el texto en que se recale, la narrativa corta de Ángel Gustavo
Infante aparece constantemente atravesada por una suerte de horror festivo,
tragedia lúdica, un vaivén entre tensión y distensión que muestra la
sorprendente facultad de entreverar en su escritura dos elementos, horror y
desenfado, a priori irreconciliables.
[1] En la
segunda mitad de la década de los ochenta proliferarán en la novelística
venezolana textos de tema musical. A esta línea se adscriben también dos
autores insoslayables como José Napoleón Oropeza con Entre el oro y la carne
(1989) y Eduardo Liendo con Si yo fuera
Pedro Infante (1989) (Méndez Guédez 1999).
BRITTO GARCÍA, L.
La vitrina rota. Narrativa y crisis en la Venezuela contemporánea. En: KOHUT, K. (ed.) Literatura venezolana hoy.
Historia nacional y presente urbano.
Madrid/Frankfurt: Iberoamericana Vervuert, 1999, p. 38-54.
ESPINOZA, H.A. La muerte en la venezolanidad.
Breves reflexiones acerca del tema. En: http://servicio.cid.uc.edu.ve/postgrado/manongo21/21-8.pdf [noviembre 2007].
|