La espera (Homenaje a Ramón Gaya)
Ésta es mi soledad, verme rodeado de luz.
Se acerca a la ventana, y a través del cristal sus ojos siguen el curso de esas nubes tan blancas que van cruzando lentamente el cielo azul de la mañana. Y luego mira cómo se duerme el sol sobre la paz de los tejados, mientras todo está bien y el tiempo apenas pasa.
Hay mucha luz en el estudio, y se diría que las cosas que ha ido el amor reuniendo en esta habitación están aquí en su sitio, como acompañando gustosamente con su silencio inanimado al hombre que ahora abandona la ventana y se acerca despacio a ese lienzo aún vacío, a los pinceles que aguardan el instante de dejarse llevar con mansedumbre por una mano conocida y pura.
Sobre una mesa hay una copa de cristal con agua, y en ella unos jazmines. Él los mira, y querría descifrar el secreto de estas pequeñas flores, el misterio de su leve perfume, de su blancura delicada, para poder dejar después temblando sobre el lienzo la cerrada belleza que lo conmueve y permanece ajena a su emoción, a su deseo, inconquistada y sola, desvalida.
Pero siente que el momento de hacer suya esta hermosura, de confundirse con su ser, aún no ha llegado, y se retira con humildad, se aparta de ese lugar radiante. Y vaga por el cuarto, decidido a esperar a que madure el tiempo en que la viva realidad que ansía, dulcemente, sin lucha, se le entregue.
Se sienta en una silla. Abre un libro. Regresa a los versos sabidos de algún poeta amado. Después, durante un rato, lo acompaña la música, y perdido en la mágica intimidad de una sonata piensa tal vez, involuntariamente, en ciertas cosas de su vida, en las cosas que el tiempo le dio y le fue quitando: la ciudad delicada y polvorienta, dormida bajo el sol, en la que vio la luz; los no olvidados huertos de su niñez; aquellos quietos días en que todo era hermoso y permanente y la inocencia estaba anclada en un rincón del paraíso.
Luego cesó el encanto. El tiempo se echó a andar y de pronto las cosas descubrieron la muerte. Y aquel adolescente se sintió herido, vio que en su pecho había una extraña inquietud, un anhelo muy vivo de fijar de algún modo —en un papel, acaso sobre un lienzo— la efímera hermosura del mundo. Y desde entonces se entregó con pasión a su quimera, quiso arder para siempre en la llama intensísima de ese amor exclusivo.
La soledad le ha dado compañía, y lo ha ayudado a defender su fe, a no dejar jamás que se apagara la sagrada ilusión. Ella lo ha conducido —fiel a sí mismo siempre, intacto y puro—, a través de la vida y de los años, hasta esa silla en la que ahora recuerda o tal vez sueña mientras suena la música.
Después todo se acalla. Y el profundo silencio vuelve en sí al soñador. Mira de nuevo los jazmines, la transparencia de la copa y los alegres juegos de la luz en su cristal finísimo.
Y de repente, entonces, oye como un rumor de misteriosas aguas, y se siente invadido por la presencia súbita de un poder que lo impulsa a coger el pincel y aproximarse al lienzo.
Y casi sin esfuerzo, casi a pesar de él mismo, su mano va sacando lentamente de la oquedad del cuadro la verdad trascendida del cristal y las flores, que aquí, sobre la tela, salvados ya del tiempo y del olvido, ofrecen su inocencia temblorosa y son al fin imagen viva del amor, cifra del universo.
ELOY SÁNCHEZ ROSILLO (De Páginas de un diario, 1981) |