PORTADA | ESTUDIOS | ENTREVISTAS | PERFILES | CORPORA | PERI BIBLIÓN | RESEÑAS | RELECTURAS | TESELAS | RECORTES | HEMEROTECA

La espera

(Homenaje a Ramón Gaya)

 

Ésta es mi soledad, verme rodeado de luz.

nietzsche

 

 

     Se acerca a la ventana, y a través del cristal sus ojos siguen

el curso de esas nubes tan blancas que van cruzando lentamente

el cielo azul de la mañana.

Y luego mira

cómo se duerme el sol sobre la paz de los tejados,

mientras todo está bien y el tiempo apenas pasa.

 

     Hay mucha luz en el estudio, y se diría que las cosas

que ha ido el amor reuniendo en esta habitación

están aquí en su sitio, como acompañando

gustosamente con su silencio inanimado al hombre

que ahora abandona la ventana y se acerca despacio

a ese lienzo aún vacío, a los pinceles

que aguardan el instante de dejarse llevar con mansedumbre

por una mano conocida y pura.

 

     Sobre una mesa hay una copa de cristal con agua,

y en ella unos jazmines.

Él los mira, y querría

descifrar el secreto de estas pequeñas flores, el misterio

de su leve perfume, de su blancura delicada,

para poder dejar después temblando sobre el lienzo

la cerrada belleza que lo conmueve y permanece

ajena a su emoción, a su deseo,

inconquistada y sola, desvalida.

 

     Pero siente que el momento de hacer suya esta hermosura,

de confundirse con su ser, aún no ha llegado,

y se retira con humildad, se aparta

de ese lugar radiante.

Y vaga por el cuarto,

decidido a esperar a que madure el tiempo

en que la viva realidad que ansía,

dulcemente, sin lucha, se le entregue.

 

     Se sienta en una silla. Abre un libro. Regresa

a los versos sabidos de algún poeta amado.

Después, durante un rato, lo acompaña la música,

y perdido en la mágica intimidad de una sonata

piensa tal vez, involuntariamente,

en ciertas cosas de su vida, en las cosas que el tiempo

le dio y le fue quitando: la ciudad delicada

y polvorienta, dormida bajo el sol,

en la que vio la luz; los no olvidados huertos

de su niñez; aquellos quietos días

en que todo era hermoso y permanente y la inocencia

estaba anclada en un rincón del paraíso.

 

     Luego cesó el encanto. El tiempo se echó a andar y de pronto las cosas

descubrieron la muerte.

Y aquel adolescente

se sintió herido, vio que en su pecho había

una extraña inquietud, un anhelo muy vivo

de fijar de algún modo —en un papel, acaso sobre un lienzo—

la efímera hermosura del mundo.

Y desde entonces

se entregó con pasión a su quimera, quiso arder para siempre

en la llama intensísima de ese amor exclusivo.

 

     La soledad le ha dado compañía, y lo ha ayudado

a defender su fe, a no dejar jamás que se apagara

la sagrada ilusión. Ella lo ha conducido

—fiel a sí mismo siempre, intacto y puro—,

a través de la vida y de los años, hasta esa silla en la que ahora

recuerda o tal vez sueña mientras suena la música.

 

     Después todo se acalla. Y el profundo silencio

vuelve en sí al soñador.

Mira de nuevo los jazmines,

la transparencia de la copa y los alegres juegos de la luz

en su cristal finísimo.

 

Y de repente, entonces,

oye como un rumor de misteriosas aguas, y se siente invadido

por la presencia súbita de un poder que lo impulsa

a coger el pincel y aproximarse al lienzo.

 

     Y casi sin esfuerzo, casi a pesar de él mismo,

su mano va sacando lentamente de la oquedad del cuadro

la verdad trascendida del cristal y las flores,

que aquí, sobre la tela,

salvados ya del tiempo y del olvido,

ofrecen su inocencia temblorosa y son al fin

imagen viva del amor, cifra del universo.

 

ELOY SÁNCHEZ ROSILLO

(De Páginas de un diario, 1981)

 

 

 

PORTADA | ESTUDIOS | ENTREVISTAS | PERFILES | CORPORA | PERI BIBLIÓN | RESEÑAS | RELECTURAS | TESELAS | RECORTES