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CÁRCEL, ENRIQUE RUBIO
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Hace
no sé cuántos amaneceres, quizá unos veinte o treinta, recuerdo unos grandes
lagos, unos castillos y unos pueblecitos floridos con
casas de cuento que iban quedándose a un lado. También paisajes nevados,
laderas exuberantes y pedregosas iglesias con cúpulas fusiformes. Los pasajeros
eran altos, muchos rubios, con la piel muy blanca, y hablaban cada uno de una
forma, o incluso a veces creo que cambiaban de uno a otro idioma cuando veían que
no los entendía. Siempre los miro con incomprensión pero fascinado. ¿Cómo
pueden entenderse entre ellos? Es un milagro.
- Excusez-moi, où es ce-que vous allez?
- Dove deve andare?
Un
día se subieron al autobús cinco autoestopistas, con
sus rastas y sus mochilas gigantes con toda clase de
accesorios acoplados. Eran de piel blanca, rubios la mayoría, y con ojos
claros. El secuestrador no puso objeción. Cuando recojo gente, se retira a un
asiento, confundiéndose con los demás como un espía infiltrado. Así me olvido
de su presencia.
- Entschuldigen Sie, wo möchten sie hin?
No entendía lo
que me preguntaban, pero los miraba con tal afabilidad y gratitud, que acababan
por sentarse en alguno de los cincuenta asientos vacíos, quizá reconfortados
por mi hospitalidad y calidez, aunque algo escépticos por no saber mi destino.
- Où es ce que vous voulez aller?
Vous allez jusqu’a Montpellier? –me decían algunos viajeros cuando no
paraba para recogerlos. Cualquier intento comunicativo es en balde. Me limito a
quedarme embobado con expresión risueña y, cuando se han desesperado, suben y
se sientan. Cierro la puerta, y sigo conduciendo con la misma candidez.
- Geben sie bis Lausanne?
- Scusi, per dove si
dirige?
Luego me miraban furtivamente a través
del espejo retrovisor del pasillo, acaso recelosos por la beatífica sonrisa que
me suscitaba la incomprensión y novedad de su fonética.
(pp. 37-38)
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