REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


DERRUMBE, RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN

(Booket, Barcelona, 2010)

 

 

 

          Y fue esa misma tarde, tras probarse los disfraces y gustarse en los espejos, cuando grabaron la cinta. Lo hicieron como otro juego dentro del juego, como otro símbolo dentro de aquel símbolo que en sus cabezas empezaba a cobrar forma igual que un feto va cobrando cuerpo, dimensiones y gestos, acercándose al umbral de la vida y del dolor.

          Veinticuatro horas antes de acudir al supermercado, redactaron a seis meses un texto audaz en su limpieza, limpio de adjetivos y alharacas, tan seco y cortante como aire puro, que atendía a sus razones y daba cuenta de sus intenciones. La palabra clave era una sola: terror. Flirtearon con temor, angustia y miedo, pero terror los ganó. Les pareció una palabra tan redonda, tan viril, tan diáfana como un dardo de luz en el agua de un pozo, como una lanza de cristal clavada en las convicciones de Promenadia, en la diana hasta ahora aplazada de su codicia, de su áurea mediocridad.

          Como Bakunin y Netchaev en aquella dulce Suiza que un día fue asilo para todos los iluminados de la tierra, Los Arrancadores habían redactado su catecismo revolucionario.

          (pp. 81-82)

 

 

          - ¿Hachís? –preguntó como un idiota.

          - Sí –respondió Vera hastiada–. Polen de hachís.

          Las palabras poseen vida propia. Siempre le había gustado la palabra hachís. Sonaba a seda rasgada. Le inundaba la garganta un sabor acre, un poco punzante. Años atrás había estado en Túnez con su mujer. Visitaron el lugar donde Flaubert concibió Salambó. Admiraron las ruinas de Cartago. Bebieron té con un caravanero sin dientes. Los hombres le miraban complacidos a él, no a su mujer. «Hachís», ofrecían hipnotizados por su cabello rizado. «Hachís», susurraban adolescentes llamados Makram, Ahmed, Rachid.

(p. 93)

 

 

          Su hija amaba los nombres de los peces. Valdivia la recordaba pronunciando aquellas palabras, casi masticándolas, como si el lenguaje cumpliera ese soñado anhelo por el que desde el comienzo de la existencia lo creemos vivo: el de manifestar el mundo por el hecho de nombrarlo. Sí, Valdivia pensaba en aquellos nombres mientras enfilaba su automóvil hacia el cordón de costa, veloz, plateado, él mismo fugaz como un pez volador; Valdivia pensaba en chicharros, barbadas, sargos y fanecas, nombres que eran como perfumes dentro de la corta y selectiva memoria de un hombre, aromas que, de vez en cuando, pura nostalgia de las pequeñas palabras que constituyen un tesoro perdido en el cotidiano vínculo de los grandes vocablos, regresaban quintaesenciados tras la invitación a compartir mesa y mantel con una hija.

(p. 108)

 

 

          La celda medía seis metros cuadrados. Sus paredes eran lisas como guijarros y todos los días se desinfectaba el suelo. Mara ya no amaba a su marido. Le había perdido el amor; es decir, el respeto. Había luchado, durante su embarazo, por recuperar su amor, pero ya no podía más. Mortenblau nunca le había preguntado por su marido. Era Mara quien a veces hablaba de él. Sin ponerle nombre ni profesión. Jamás. «Él.» Sólo «él». Un pronombre. Una de esas cosas que sustituyen a los nombres propios. «Él.» «Ella.» «Nosotros.»

(p. 168)