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(Círculo de Lectores, Barcelona, 2008)
Es
curioso. Teclear la palabra «Kansas» sigue pareciéndome tranquilizadoramente
banal. Y teclear la palabra «Krasnoyarsk» sigue
pareciéndome absolutamente grotesco. Podría, por supuesto, teclear «K…», al
modo de un escritor de otra época. «Viajó a M…, la capital de R...» Pero ahora
ya eres una chica mayor. «Moscú», «Rusia»: no son sitios que no haya visto
nunca. Mi lengua materna…, me doy cuenta de que me apetece usarla lo menos
posible. Si Rusia se está deshaciendo, el ruso ya se ha deshecho. Tardamos
mucho, ¿sabes?, en crear un lenguaje del sentimiento. El proceso fue
interrumpido al cabo de un siglo escaso, y en la actualidad todas las
asociaciones y connotaciones se han perdido. Debo decir que al contar mi
historia en inglés todo resulta coherentemente eufemístico, haciéndolo como lo
hago, además, en un inglés inglés al estilo antiguo.
Mi historia sería aún peor en ruso. Porque en verdad es una historia de
articulaciones sibilantes y guturales.
(p. 21)
Ya te
he contado lo de la tarde del 31 de julio.
En el
café del Conde Krzysztov. Tratando de no reírse, el
conde me tendió una taza de jugo de estiércol negro y caliente. Tratando de no
reírme, me la bebí.
Eh, Krzysztov, le dije. ¿Por qué necesitas todas esas «zetas» y
demás en tu apellido? ¿Por qué no te llamas simplemente Krystov?
- Krystov no –dijo–. ¡Krzysztov!
(pp. 123-124)
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