REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


EL TEMA AMOROSO EN LA POESÍA DE CABALLERO BONALD

 

Juan Carlos Abril

(Universidad de Granada)

 

 

RESUMEN

José Manuel Caballero Bonald, uno de los poetas más prestigiosos de la Generación del 50, precisamente por su profundidad lingüística eligió para una antología de poesía editada en 1999 un título significativo, Poesía amatoria, recientemente reeditada en 2007. La referencialidad siempre es un escollo de difícil comprensión en la poesía de nuestro autor, acostumbrado a afrontar el tema desde diversas y amplias perspectivas, y lo que mostramos en este artículo es que también en materia amorosa, a pesar de su natural evolución, muestra una particular y discursiva manera de enfocarla en los poemas.

 

PALABRAS CLAVE

Amatorio, amoroso, discursividad, intertextualidad

 

ABSTRACT

José Manuel Caballero Bonald, one of the most prestigious poet from The Generacion del 50, precisely for his linguistic depth choose for an poetry anthology edited in 1999  a significant title, Poesia amatoria, lately re-edited in 2007. Referenciality is always a hurdle to overcome in the comprehension of our author’s poetry, as he usually faces this topic from different and wider perspectives. What we show in this article is that even in the field olf love, despite his natural evolution, he shows a particular and discursive way to focus on it.

 

KEY WORDS

Love, loving, discursivity, intertextuality

 

 

 

 

En la primera edición de Poesía amatoria (1999), José Manuel Caballero Bonald escribía un breve prólogo que puede sernos muy útil para hacernos una idea de las particularidades —las claves— del amor en su poesía, aunque también de toda su obra, pues se extrae —y estoy anticipándome— que dada la transversalidad con que el amor corta toda la obra tanto poética como narrativa —sólo nos ocuparemos aquí de la primera—, éste acaba funcionando como una suerte de motor autónomo que actúa y aparece de forma guadianesca, tal y como le gusta al jerezano que se establezcan los vínculos textuales y tal y como suele también plasmarse la referencialidad.

El amor se presenta en sus obras no de manera directa sino más bien intercalada; aunque cada vez más directa, eso sí (nos referimos a sus dos últimas entregas poéticas). En muchos poemas se recoge el tema del amor de modo elusivo, de ahí que haya titulado sus dos ediciones, la de 1999 y la de 2007 Poesía amatoria, estableciendo una diferencia entre los adjetivos amoroso y amatorio. Parece que hace extensivo ese carácter «excéntrico» que Jenaro Talens (2007: 6) ha subrayado recientemente en la totalidad de su obra y su figura literaria, dentro del conjunto del grupo del 50, al tema del amor. (Si bien es cierto que durante los años cincuenta y sesenta fue uno de los autores más importantes, algo eclipsado a finales de los setenta y los ochenta por una poética de la claridad que chocaba directamente con la poética de nuestro autor, adalid del barroco.) Por tanto, no existe simetría entre las relaciones del erotismo en la trayectoria de su obra; y, en cualquier caso, con estas antologías nuestro autor quiso buscar «algún dispositivo regulador» en el conjunto de su obra, tal y como señala en la «Nota del autor» (Caballero Bonald 1999a: 7).

Como sabemos, Caballero Bonald es un férvido defensor de una poesía que no debe corresponderse necesariamente con los episodios vividos. Sin embargo, suele él mismo argumentar que en cuestiones amatorias sí que puede haber algo de todo eso, aunque siempre afectado por algún que otro reajuste de la ficción. Ya se trate de experiencias reales o inventadas, las recapitulaciones amatorias, en su más lato sentido, tienden a adjudicarse cada vez más el papel de imágenes vindicativas (cfr. 1999a: 8; 2007c: 8). El tema amatorio toma especial relevancia en la poesía madura de nuestro autor. No es que esa actitud se estabilice como una norma o sea algo distinto a un recurso, pero en el fondo sí hace las veces de subrepticia venganza de la sensualidad frente a las injurias del tiempo.

En el fondo en la literatura amatoria del jerezano se hace extensible la poética que viene elaborando en toda su obra: a través del ars amandi comparece el rango remunerativo de la astucia, y matiza, de esa astucia con que las enseñanzas de la edad convierten la literatura en una carta —de amor o de lo que sea— que el escritor se manda a sí mismo. La literatura es un anónimo que el escritor se manda a sí mismo, dijo en una ocasión en una entrevista que luego la crítica ha repetido en numerosas ocasiones (Martínez de Mingo 1983: 30).

Así, admite que en general en su poesía existe un protagonista que aun sin atenerse en cada caso a una misma conducta, suele compartir sus observancias y transgresiones en asuntos de la vida cotidiana, incluido el amoroso (cfr. 1999a: 8; 2007c: 8). Ese protagonista, además, se ha ido convirtiendo en bastante esquivo a medida que envejece. En cualquier caso nuestro autor, maestro de la ambigüedad y del barroquismo, prefiere que se mezclen diferentes temas y estilos, respondiendo a su propia evolución del gusto, a la propia evolución de ese personaje que, como iremos viendo, posee algunas características singulares.

En la segunda edición, nos advierte desde el inicio de que el adjetivo «amatorio» está, según confiesa nuestro autor, algo en desuso, pero califica de mayor ambición argumental, respecto al sinónimo de «amoroso», la trama o la intención de sus dos ediciones de Poesía amatoria (cfr. 2007c: 7). El término amoroso es ambivalente, pues muchas veces se alude desde puntos de vista anfibológicos al amor, desde perspectivas diversas. El término «amatorio» responde a las variantes reconocibles del amor, sin excluir el amor propio, que se filtran en su poesía. Por tanto tenemos ya algunas bases para analizar la poesía de nuestro autor. Primero entendiendo al amor como motor temático de numerosos poemas —como no podía ser menos—, y segundo para entender al amor como motivo transversal que va a apareciendo con relativa asiduidad y relacionándose con otros campos semánticos del poema.

Llama la atención de que tanto en la primera edición como en la segunda Caballero Bonald coloque una cita como pórtico —pórtico en sentido estoico, es decir, remitiéndose a la Stoa, que etimológicamente significa ‘pórtico’, el lugar donde celebraba los encuentros Zenón de Citio, el fundador del estoicismo; y esto va a tener también mucho que ver a la hora de entender el amor en clave estoica—; decimos que coloca como cita una frase de André Breton que dice «Les mots font l’amour», y que es realmente hipertextual y paradigmática. La elección de Breton no es casual, pues es de sobra reconocido el ascendente surrealista del jerezano, pero lo que llama de verdad la atención es el significado de la frase: «Las palabras hacen el amor».[1] Realmente sorprende esta manera de entender semióticamente el amor, el modo de comprenderlo desde el punto de vista discursivo y textual. Es esta la herencia que recoge Caballero Bonald, y que nos hace extensible en su obra.

Por lo complejo de la variedad temática amorosa que atraviesa la obra del jerezano, vamos a escoger sólo algunos de sus poemas y vamos a realizar un comentario. El primer poema que se recoge en Poesía amatoria se titula «Ceniza son mis labios», y si el hombre, es decir el poeta, «[…] espera / ahora, / todavía, / encender la ceniza de sus labios», es porque se encuentra atrapado en ese debate de lo contingente, que en resumidas cuentas es la creación planteada en términos absolutos, igual que Dios, imagen metafísica del poeta, o mejor dicho, su correlato.[2] El poeta-profeta conoce lo que es la creación en sentido puro, y por eso sus labios están quemados, reducidos a ceniza en esa lucha que no se cansa a lo largo del poema de repetir, una lucha encarnizada, con su propia palabra, con su existencia como poeta. La palabra es lo que ama el poeta. Pero también la referencia a las cenizas posee reminiscencias bíblicas, primero como signo de nuestro destino humano y mortal, el clásico memento homo, y segundo como elemento o medio purificador,[3] del que todos provenimos y al que todos volveremos, en esa suerte de retorno a la vida de ultratumba según el ideario —y el imaginario— judeocristiano.

También el sentido de la espera merece comentario como engranaje en el que se van ensartando, activando otras vetas temáticas, como hecho fundamental de la búsqueda y de lucha. El mismo hombre que espera en «Cenizas son mis labios», refugiándose en una esperanza dinámica, y que se consume como una «viviente brasa», reduciéndose a cenizas generadoras del propio poema, es también el poeta que no puede continuar más y que nos relata esa larga y angustiosa «Espera» (1952: 58-59) del amante. A propósito de este poema, se han señalado curiosas coincidencias con la tradición hispanoárabe, «porque el poeta trata el tema de la mutua espera amorosa, en la que ambos amantes se quejan de la tardanza con los mismos ayes lastimeros de las mujeres que aguardaban ansiosas al kabib, en nuestra primitiva lírica mozárabe» (Buendía 1978: 50).

De otro modo, se unen así todas las proyecciones del hombre hacia el poeta, y del poeta hacia el amor, cumbre de la plenitud existencial, volviendo de esta manera al hombre y a su reducto más físico, que es al fin y al cabo lo único que realmente poseemos, aunque sea solamente por unos minutos y de forma tan fugaz. Nos referimos propiamente al acto sexual o amoroso, y los enunciamos como sinónimos, pues no puede existir sexo sin amor, y muy posiblemente tampoco amor sin sexo, en sentido pleno. El amor como potencia y anuncio de lo total, como manifestación de lo absoluto, y a través de él una capacidad por comprender lo ajeno en los otros seres con quienes se identifica. Los labios representan por en su lado más carnal el rastro físico de la voz y del deseo, pero por el lado más retórico poseen un resto de aquel «ritual panteísta aleixandrino» (cfr. 1983a: 20) que alude a la palabra poética en sí. No hay que irse muy lejos para recordar la estrofa inicial, la final, y una interna del celebérrimo poema «Se querían», de La destrucción o el amor (vid. Aleixandre 1960: 405-406):

 

Se querían.

Sufrían por la luz, labios azules en la madrugada,

labios saliendo de la noche dura,

labios partidos, sangre, ¿sangre dónde?

Se querían en un lecho navío, mitad noche, mitad luz. […]

 

Mediodía perfecto, se querían tan íntimos,

mar altísimo y joven, intimidad extensa,

soledad de lo vivo, horizontes remotos

ligados como cuerpos en soledad cantando. […]

 

Día, noche, ponientes, madrugadas, espacios,

ondas nuevas, antiguas, fugitivas, perpetuas,

mar o tierra, navío, lecho, pluma, cristal,

metal, música, labio, silencio, vegetal,

mundo, quietud, su forma. Se querían, sabedlo.

 

Hemos mantenido las estrofa inicial y la final, junto con una de las más representativas internas, para que resalte el contraste de la noche o la madrugada frente al día, la claridad meridiana del mediodía, y ese juego de contrastes lumínicos con las sombras y los objetos, porque en el final parece que estos objetos se someten a continuos destellos o ráfagas en una sucesión enumerativa. Según Juan José Lanz (2000: 50), «Más allá de coincidencias puntuales, la presencia (o coincidencia) de Aleixandre en los poetas de la posguerra trasciende la mera referencia de versos hacia concepciones comunes». En efecto, la dialéctica oscuridad / luz salpica de modo casi celestial todo el poema. La luz amorosa que exhalan los cuerpos se muestra como un signo de la presencia más material (pero perteneciente a una humanidad divina); una presencia celeste iluminada frente a la negatividad de las sombras o, lo que es igual, la opacidad de esos mismos cuerpos, una opacidad donde se diluyen esas identidades en la búsqueda de la eternidad. El cuerpo, por consiguiente, como signo bisémico, fuente y reflejo de luz, pero también portador de sombras. De hecho, en Las adivinaciones no sólo se encontrarán afinidades con este tipo de dicción aleixandrina

 

Oh amor, carnal fuego armonioso, escucha:

escúchame la voz que por ti besa,

remózame las manos que acarician teniéndote ceñido,

abrígate en mi pecho donde tú palpitando me sostienes,

dame siempre tu forma, amor, tu celeste materia iluminada,

esa embriaguez con la que un cuerpo dentro de otro agoniza

por hundir en lo eterno la identidad humana.

                                                               (vv. 41-47, 1952: 17-18)

 

sino también con el fondo temático, una suerte de carrera agonal por conseguir el amor. Un amor que, además, nunca se puede conseguir: somos ante todo deseo de amar y el amor nunca existiría como realización, nunca como satisfacción; o con otras palabras: su realización, en cualquier caso, nos dejaría siempre insatisfechos, porque lo que de verdad nos asola es ese sentimiento de deseo que nos deja «incompletos». Resultado: volvemos a la insatisfacción más absoluta; porque —y es sabido por todos— el deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe. La única salida, para el poeta y para el hombre que vive la experiencia del lenguaje, para el hombre en general, da igual o no que sea poeta, es intentar aprehender con palabras la plenitud del mundo, o su miseria más degradada. El inicio de «La amada indecible»[4] ilustra esta forma de salir airoso de las preguntas del deseo, y de sus realizaciones insatisfactorias a través de la palabra:

 

Hablarte es darle origen divino a mi palabra

porque tú permaneces aunque pasen los cuerpos,

porque mi boca humana

nacida para un hombre que en muerte se termine,

nacida para arder entre sorpresas,

para llamar con besos de algún modo a la vida,

yo sé que no podría apresarte con voz.

 

Mi boca no podría

en su mundo oprimido con márgenes de hombre,

hablarte, pronunciarte, decirte amor tan sólo,

sin prestarle raíces de dios a mi palabra,

porque tú no te acabas […] (vv. 1-12, 1952: 19)

 

Señalemos, en primer lugar, que el poeta, a través de la comunicación intersubjetiva, se arroga orígenes divinos, se instala en el altar de la palabra. En segundo lugar, insistamos en que la palabra poética es una suerte de purgante (1983a: 20). Quizás una de las premisas fundamentales del Romanticismo —del que tanto gusta nuestro autor, como testimonian sus lecturas juveniles de Espronceda, y su reciente biografía (Caballero Bonald 2002)— que recoge la modernidad, sea precisamente utilizar la palabra poética como freno a las necesidades interiores, como lugar donde se depositan todas nuestras frustraciones.

Y es aquí donde entronca la filosofía estoica, entendida como ataraxia, freno de las pasiones, búsqueda del lógos divino o universal, el pneuma, que es el lenguaje y que se corresponde con la respiración: el pneuma es también el amor, expresado en términos humanísticos.

No hablamos, claro está, de la escritura como desahogo, que es algo bien distinto; sino a la sublimación de la vida en el amor a la palabra. Nos referimos, sin lugar a dudas, a volcar en el acto poético la voluntad de vivir y la capacidad de amar. Es así, con este nietzscheano planteamiento, cómo el hombre a través del arte alcanza el sueño deseado —lo que ama—, y no de otra forma. Pero también, haciendo alusión a ese sentido agonal que hemos expuesto, porque el hombre quizá no tenga otra salida que la de trascender. El hombre busca entonces una sublimación, «Hablarte es darle origen divino a mi palabra» porque «Mi boca no podría […] hablarte, pronunciarte, decirte amor tan sólo, / sin prestarle raíces de dios a mi palabra». Está aquí el sentido de esa palabra total, con su origen y su destino, con su poder sugerente y con ribetes enigmáticos (divinos, inalcanzables). Sólo a través de esta fusión con el proceso creador de la palabra se puede iluminar el poeta en su camino hacia el amor y la poesía.

Y es que en cierto modo el poeta anda a oscuras, se podría decir, o en términos guillenianos, deslumbrado por esa claridad abrasadora interior, y no se sabe bien —se desconoce— si puede gestionar todo lo que se le ha venido encima, todo lo que significa tener que vivir con las palabras, con el conocimiento que ha heredado. Así, en el poema «Poderío», dice:

 

¿De dónde a mí me viene esta atónita lumbre,

este ardor dominante que mi pecho corroe,

que hace hablar a mi boca y es por él por quien sabe,

que mueve mis latidos, mi temblor más pequeño,

y me da la belleza como un oscuro anuncio de que soy? (vv. 8-12, 1952: 56)

 

Según nos dicen los primeros versos de este mismo poema, es una fuerza «que alucina mi vida y la dilata», una pasión irrefrenable, y «no es necesario que el poeta conozca sus últimas razones» (Cela 1952: 71) del por qué de ese estado, quizás, entre otras cosas, porque nunca lo va a conocer. Como con las pasiones que se sienten, pero que no se pueden dominar, así la palabra —o lo que es lo mismo: la vida, el amor—, que hay que acogerla sin reservas, entregarse a ella. Se puede preguntar de dónde viene, pero nunca encontraremos la respuesta. Esto mismo viene a confirmar Ventura Doreste cuando nos dice que «Bonald es un poeta llameante, y se sumerge no ya en la circunstancia y en el recuerdo de sí mismo, mas también en los misterios del ser» (1952: 7).

En este breve recorrido por el conjunto de la temática amorosa de nuestro autor, vamos a trasladarnos a lo que en otro lugar hemos caracterizado como la etapa intermedia del jerezano, y no entramos en más detalles aquí y ahora. Por eso señalamos el poema «Bar nocturno», que acabaría siendo el título de la obra poética completa, titulada «Somos el tiempo que nos queda».

 

BAR NOCTURNO[5]

 

Ligeramente tumefacta

pero ofrecida con decoro,

entró la boca en el litigio

de la precaria intimidad.

Iban reptando las parejas

que se apiñaban en lo oscuro.

No se tocaban, se embebían

en un aprisco de sudores,

se convertían en secuaces

de la penumbra atiborrada.

Como un furtivo postulado

brilló el mechero de los cómplices.

No te preocupes, no me he ido.

¿Cómo me iría sin saber?

Somos el tiempo que nos queda.

Pero la boca se rehusaba

bajo el velón de la cornisa,

sin decidirse con qué sorbo

rescataría su ansiedad.

Era una esquirla el clarinete,

un estertor de la alegría.

Toda la noche resonando

como una sábana en tus pechos.

Chorros de lenguas tan metálicas

que entrechocaban con los vasos,

iban mojando de lujuria

los cortinajes y butacas.

Entre el estruendo de las telas

unas caderas rebullían

como incendiadas por la piel

prostituida del tambor.

Mira qué prendas, qué etiquetas

de enloquecida saciedad.

Habla más alto, no se escucha

más que el furor de los licores.

Pero la boca ya ofrecía

todo el despliegue de su asco.

Boca promiscua, desguazada

de zumos ávidos y esguinces.

Está poblada de rescates,

no se parece a las demás.

No se parece, no es mentira.

¿Quién la sorbía en la tiniebla,

amoratándola de acechos,

ya despreciándola, ya hurgándola

por los más públicos alardes?

Pisando vidrios, vomitando

virus de humus y de músicas,

llegaron nuevas avalanchas

de encarnizados oficiantes.

Era la hora del suicidio

y algunos miembros de la secta

se desnudaban en la sala

con jactanciosa parquedad.

¿Cómo eludirnos en la noche?

¿Cómo vivir sin desvivirnos?

Surcan los días por tu vértigo.

Somos el tiempo que nos queda.

 

El título inicial, «Bar nocturno» está muy relacionado con esos vasos vacíos (de hecho aparecen unos vasos que se entrechocan, verso 25), con esas botellas vacías o rotas (verso 47), y demás escatología propia de una noche de juerga, incluidos los vómitos; y no olvidemos que ese mundo, en nuestro autor, era específicamente el del flamenco, tanto por gusto personal como por vinculación geográfica, aunque ya en Madrid será más propiamente el mundo del jazz, un tema que se hace extensible a la bohemia y en general a casi todos los poetas de todos los tiempos, más allá incluso de un aspecto meramente literario, como actitud moral y vital. La vida nocturna posee todos los alicientes, estimulantes y repercusiones románticas más clásicos, es el espacio de la libertad donde la moral vigente durante el día se elude y se propician otros comportamientos menos habituales, es el espacio y el tiempo de la oscuridad donde se puede ser menos observado y actuar con alevosía. En «Somos el tiempo que nos queda», tal y como hemos adelantado más arriba, se acrisolan varios tópicos, por un lado el tempus fugit, y por otro el carpe diem, o collige, virgo, rosas; porque se está diciendo que hay poco tiempo para vivir y que ese poco tiempo de que disponen es el tiempo que son. Difícil encontrar mejor que aquí una invitación no directa al amor, una invitación a la conciencia de la vida que se escapa de nuestras manos, a través de un poema que nos da cuenta de una realidad apremiante para los amantes: el amor hecho tiempo, un clásico de siempre revitalizado en la poesía de Caballero Bonald. Y es al fin y al cabo otra forma semiótica de plantear el tiempo, tematizándolo, haciendo del tiempo, y de la urgencia por vivir y amar, un signo inexcusable que nos empuja. Cronos vigilante. También como contrapunto temporal, aparece el locus amoenus en su versión moderna y bohemia, es decir el tiempo que se plasma en las coordenadas espaciales del bar nocturno, y que en algunos momentos puede resultar más bien un locus disciplentis, según para quién, y en qué contexto.

Como vemos nos estamos ocupando sólo de un poema que a la postre ha resultado característico de la obra de nuestro autor, pero insistimos en nuestra advertencia anterior, cuando decíamos que la complejidad y la amplitud de la obra del jerezano podría llevarnos hacia muchos otros territorios. Así que, sin que sea demasiado brusco el tránsito narrativo, y ya que hemos hablado de la primera etapa, veamos ahora con rapidez algunos otros poemas de otras etapas. Por ejemplo estos dos poemas, pertenecientes a Descrédito del héroe y a Laberinto de fortuna, respectivamente. Esta etapa podríamos caracterizarla como la de madurez de nuestro autor, por la que la crítica lo ha situado al mismo nivel que sus otros compañeros de generación y que nosotros hemos caracterizado como el ciclo del laberinto, pues ambos libros se estructura en torno a esta noción.

 

AMBIGÜEDAD DEL GÉNERO

 

Estacionada en un recodo impávido

de la penumbra, lo primero

que hizo fue fruncir su boca

violácea, de entreabiertos resquicios

húmedos, y después sus ojos,

                                   y después

sus ojos, un gran círculo

de verde prenatal, un excitante

fulgor de zarpa desguazando

la negrura común.

 

Lenta o tal vez

sumariamente inmóvil, con el falso recelo

de quien fuera educada

en la molicie glandular

de los andróginos, sólo rompía

el ritmo de su cuerpo algún fugaz

movimiento retráctil del vientre,

no defensivo sino irresoluto,

                                 y ya

llegó a la altura de los porches

y allí se desnudó con neutra

inverecundia, exhibiendo por zonas

la intrincada armonía

de un cuerpo circunscrito en su contrario. (1977: 30; cfr. 2007: 281)

 

Hay un personaje —ya maduro— que observa a este andrógino, el cual es «tema» excéntrico amoroso por antonomasia, no sólo por su sensualidad, que al margen de gustos es evidente, sino ante todo por su ambigüedad. Aparece de este modo el deseo y la frustración de un voyeur que poco tiene que ver con aquel amador —ardor— irrefrenable de la juventud. Una vez más, y como hemos adelantado estamos hablando de la madurez literaria y vital del jerezano, la transgresión de la moral amorosa convencional que el autor hace patente en este poema, nos muestra una singular experiencia amorosa, o mejor dicho amatoria, no tanto por el goce de haber poseído a ese andrógino sino por el de haberlo conocido o contemplado. La fascinación «amatoria» por este andrógino, que está fuera de dudas, sería otro aliciente para contemplar las particularidades con las que el jerezano plantea todos estos temas que cotidianamente soslayamos y que están en el meollo de nuestras pasiones más secretas.

Otro poema donde también el personaje femenino posee rasgos especialmente bellos y atractivos, es el siguiente:

 

SUPER FLUMINA BABYLONIS

 

Aquella impávida, bellísima harapienta que merodeaba por el mercado de Zapalejos, tenía que ser sin duda la última portadora aborigen del talismán. Pues nunca podría ser aherrojada quien tan humildemente iba ofreciendo la irreductible magnificencia de su vida. Fermentaban despacio los zumos tórridos de las frutas y un dulce amago de miseria envolvía los ambulantes puestos de la plaza. Pero ella atravesaba incólume la densidad de los desperdicios: nada la hacía tan sobreviviente como el contacto con lo perecedero. Junto a la edénica antigüedad del gran río, era la más joven desterrada del mundo. Tenía la piel como superpuesta a las acongojantes marcas de la manumisa y llevaba en la boca el surco predatorio de quien naciera extramuros de la justicia. Mas nunca fue privada de su rango de ilesa. Parecía escapar hacia ninguna parte, como buscando esa otra forma de extravío que la conduciría al punto de partida. También junto al gran río, lloraba la harapienta por un perdido reino. (1984: 40; cfr. 2007: 387)

 

La contemplación de este atractivo personaje tiene el plus esta vez de tratarse de una joven marginal, medio prostituta y mendiga, que ha dejado de vivir —o que nunca vivió— bajo las coordenadas de la sociedad biempensante y que se aprovecha de su juventud, desperdiciándola al mismo tiempo. En la ciudad de Granada pueden verse también esas bellezas —femeninas y masculinas— desparramadas por sus calles y que malviven, llamándonos la atención a menudo, llevadas por su curiosidad para conocer, de manera iniciática, en la universidad de la vida pero que conlleva en muchas ocasiones un impulso autodestructivo.

Pero tenemos que ir concluyendo este obligado breve recorrido por algunas de las particularidades de la temática amorosa en Caballero Bonald que, como vemos, no deja de asombrarnos por su novedad o su cercanía con nuestra cotidianidad. Ya concluyendo, en la última etapa de la poesía —en el último libro hasta ahora publicado, Manual de infractores— hay multitud de referencias amatorias. El clásico poema «Venid a la luz del alba» sería un claro ejemplo de la mezcla de elementos intertextuales con el propósito de enlazar diferentes formas amatorias.

 

Al alba venid, buen amigo,

al alba venid.

 

Amigo, el que yo más quería,

venid al alba de día.

 

Amigo, el que yo más amaba,

venid a la luz del alba. (Frenk 1992: 93-94)

 

En Caballero Bonald veamos ahora cómo se tratan estas referencias, manejando una vez más un amor que podríamos calificar como excéntrico, o no lícito, el del amante que visita a su amada pero que tiene que huir para no ser descubierto. Pero en esta ocasión no sabemos bien a qué se refiere ese descanso del autor, que no puede conciliar el sueño durante la noche y que al amanecer encuentra la tranquilidad ansiada durante toda la noche. La hora del alba es el momento cúspide de la jornada, ese momento en que renace el día, donde las sombras se separan de la luz y donde la esperanza también renace.

 

VENID A LA LUZ DEL ALBA

 

Esa luz en que anidan las alondras,

que irradia de la lluvia y del sudor

de los cuchillos, que incumbe

al alba y a sus macilentas

predicciones,

                ¿no es la misma que ahora

arriba desde el mar, transita

entre los pájaros, profana

la intimidad de los cristales?

 

Sellan las sombras sus litigios

y todo ronda al fin la mansedumbre.

 

Vida mía y mi descanso,

venid a la luz del alba.

(2005: 19; 2007: 545)

 

Lo que nos interesa subrayar aquí es el sentido de la intertextualidad en nuestro autor, más allá de cuestiones temáticas, con lo que hablaríamos ya para finalizar de un aspecto puramente formal pero que no es ajeno a la gramática compositiva —amorosa— del jerezano y, en general, de la obra de cualquier autor. El amor es un tema basilar, es la bisagra del intertexto, evidentemente, y da coherencia al poema no sólo desde un modo superficial, sino que se encuentra presente en todos los otros grandes temas de su poesía. También hablamos de posmodernidad e intertextualidad aplicados a la obra del jerezano, y no de la conocida «angustia de las influencias», porque mientras que la noción de fuente o influencia implica una idea de filiación del nuevo texto con otro precedente que le sirve de origen y sin el cual difícilmente puede ser comprendido, la noción de intertexto muestra un desapego profundo por el texto precedente, y el nuevo texto puede y debe ser leído sin su paternidad. El amor es un rodeo por las inmediaciones del amor, por el diálogo con la tradición y por las incidencias que esos intertextos nos crean en nuestras propias conductas, sobre todo si somos poetas y poseemos un caudal considerable de referencias que funcionan como un sedimento que nutre otras capas creativas. En este caso, el amor es un intertexto que aflora cuando menos lo esperamos. La referencia bonaldiana al poema medieval no es sólo una referencia culta, sino que está urdida en un complejo entramado de significaciones y simbologías. Por eso la cita, incluso, se incorpora de modo anónimo (Lanz 2007: 39-40), al modo en que lo quería Genette; y con la particularidad de que siempre, como hemos dicho, se realiza de forma anónima, sin citar la procedencia. Se conozca o no se conozca su lazo a la tradición, lo importante será su funcionamiento autónomo en su nuevo emplazamiento textual. Porque el poema no se explica por la cita, ni busca su razón de ser en la propia trama escritural o culturalista, ni en una red de signos externa.


Obras citadas

 

 

Aleixandre, Vicente (1960): Poesías completas, Prólogo de Carlos Bousoño, Madrid, Aguilar.

Buendía, José Luis (1978): Análisis de la obra literaria de J. M. Caballero Bonald (tesis doctoral), Granada, Universidad, 2 vols.

Caballero Bonald, José Manuel (1952): Las adivinaciones, Madrid, Rialp, Accésit del Premio Adonáis 1951.

—, (1961): El papel del coro, Bogotá, Ed. Mito.

—, (1969): Vivir para contarlo, Barcelona, Seix Barral.

—, (1977): Descrédito del héroe, Nota introductoria de Martín Vilumara, Barcelona, Lumen.

—, (1983): Selección natural, Edición e Introducción del autor, Madrid, Cátedra.

—, (1983a): «Introducción», en Caballero Bonald 1983, pp. 13-30.

—, (1999): Poesía amatoria, Sevilla, Renacimiento.

—, (1999a): «Nota del autor», en Caballero Bonald 1999, pp. 7-8.

—, (2002): José de Espronceda, Barcelona, Omega.

—, (2005): Manual de infractores, Barcelona, Seix Barral, Premio Internacional Terenci Moix 2005, Premio Nacional de Poesía 2006.

—, (2007): Somos el tiempo que nos queda. Obra poética completa 1952-2005, Barcelona, Seix Barral.

—, (2007a): Summa vitae. Antología poética (1952-2005), Selección y prólogo de Jenaro Talens, Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores.

—, (2007b): Poesía amatoria (Nueva edición aumentada, 1952-2005), Madrid, Visor.

—, (2007c): «Nota a la presente edición», en Caballero Bonald 2007b, pp. 7-9.

Cela, Camilo José (1952): «Las adivinaciones», Clavileño, n. 15, Madrid, mayo-junio, p. 71.

Doreste, Ventura (1952): «Las adivinaciones», Ínsula, n. 80, Madrid, agosto, p. 7.

Frenk, Margit, ed. (1992): Lírica española de tipo popular. Edad Media y Renacimiento, Madrid, Cátedra, 9ª ed.

García-Posada, Miguel (2000): «Caballero Bonald, la palabra suficiente», en VV. AA. 2000, pp. 87-94.

Genette, Gérard (1989): Palimpsestos. La literatura en segundo grado, Traducción de Celia Fernández Prieto, Madrid, Taurus.

Greimas, A. J. (1989): Del sentido II. Ensayos semióticos, Versión española de Esther Diamante, Madrid, Gredos.

Lanz, Juan José (2000): «La presencia de Vicente Aleixandre en la poesía española», Letras de Deusto, n. 88, Deusto, Universidad, julio-septiembre, pp. 39-79.

—, (2007): La poesía de la Transición y la generación de la democracia, Madrid, Devenir.

Martínez de Mingo, Luis (1983): «Fabular nuestras carencias. Entrevista con Caballero Bonald», Quimera, n. 28, Barcelona, febrero, pp. 26-30; reimpr. bajo el título «Caballero Bonald: fabulador de nuestras carencias», en VV. AA., Entre la cruz y la espada: en torno a la España de posguerra. Homenaje a Eugenio de Nora, Madrid, Gredos, 1984, pp. 265-272.

Talens, Jenaro (2007): «Anotaciones de un viajero de paso (Prólogo)», en Caballero Bonald 2007, pp. 5-35.

VV. AA. (2000): El grupo poético del 50: 50 años después. Actas del congreso 99, Jerez de la Frontera, Fundación Caballero Bonald.



[1] La importancia de estas citas que abren los libros podría encuadrare en las siguientes reflexiones: «Su status [sic] es el de una reflexión metadiscursiva sobre el discurso […] Se supone que este metadiscurso revela lo que el propio autor piensa de su discurso y de su organización» (Greimas 1989: 196)

[2] García-Posada lo resume diciendo: «Que Dios habla obligado por el hombre indica una voluntad de suplantación por parte del poeta, que tiene a su cargo la responsabilidad de hablar, de revelar, de decir lo que Dios no dice. Esta tensión oracular se extiende desde Las adivinaciones hasta Diario de Argónida.» (2000a: 89).

[3] Vid. Hebreos 9: 13. El rito del miércoles de ceniza, stricto sensu, no pertenece al ámbito bíblico, pero sí la a práctica católica (vid. Jonás 3: 5 y ss.)

[4] Este poema se titulará a partir de 1969 «Cuerpo entre dos», y se mantiene en las obra poética completa (2007: 50-51).

[5] Apareció por primera vez con este título en El papel del coro (1961: 43-45), y posteriormente cambió por el que hoy conocemos en Vivir para contarlo («Somos el tiempo que nos queda», 1969: 94-96) hasta hoy, resultando felizmente ser el título de la obra poética completa en sus dos ediciones, 2004 y 2007. En Vivir para contarlo ya formaba parte de Memorias de poco tiempo, pero desde esta primera vez que vio la luz hasta la última, los cambios han sido legión, como podemos ver en la definitiva versión (cfr. 2007: 104-106).