REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


Burlando a la Parca, Josh Bazell

(Círculo de Lectores, Barcelona, 2009)

 

 

         Akfal deja de hablar por fin.

         - ¿Entendido? – me pregunta.

         - Sí. Vete a casa a dormir un poco.

         - Gracias –concluye Akfal.

         No se irá ni a casa ni a dormir. Sino que se dedicará a hacerle el papeleo de los seguros al director de residentes, el doctor Nordenskirk, durante cuatro horas por lo menos.

         Y es que «Vete a casa a dormir un poco» es «Adiós» en el lenguaje de los residentes.

         Haciendo la ronda a las cinco y media de la mañana se encuentra uno a menudo con enfermos que afirman que estarían estupendamente sólo con que unos soplapollas dejaran de despertarlos cada cuatro horas para preguntarles cómo están. Otros se guardarán esa observación para sí, y empezarán a quejarse de que alguien se empeña en robarles el reproductor de MP3, medicinas o cualquier otra cosa. En cualquier caso, se le echa un vistazo al paciente, prestando especial atención a alguna afección «iatrogénica» (ocasionada por el médico) o «nosocomial» (originada por el hospital), que conjuntamente constituyen la octava causa más importante de fallecimientos en Estados Unidos. Luego se larga uno pitando.

(pp. 18-19)

 

 

         Cuando me suena el busca otra vez, lo miro por si es Marmoset.

         Pero sólo es un recordatorio alfanumérico de que, por mal que vayan las cosas, siempre pueden empeorar:

         «¿DND STA? S NO VIENE YA RNDA ASNTE STA DESPEDDO.»

         Incluso en un buen día prefiero hablar con un agente de seguros antes que tragarme las rondas del asistente. Ahora, cuando un capullo de quien me he olvidado hace años hace lo posible para que me maten o me pongan de nuevo en fuga, resulta exasperante.

         Porque, tanto si VOY YA como si no, lo más probable es que esté JDDO.

         (pág. 75)

 

 

         Los propios sicilianos, a lo largo de los siglos, quedaron estratificados en tres clases distintas. Estaban los siervos, de quienes qué se puede decir, la verdad. Luego, los terratenientes, que poseían mansiones en la isla pero iban lo menos posible. Y por último los capataces: una clase de sanguijuelas que, con tal de mantener el ritmo de producción, podían hacer lo que quisieran con los siervos.

         Los capataces vivían en las mansiones cuando sus dueños estaban fuera. En la época otomana los llamaban maifa, que significa «fanfarrones». De ahí vino más adelante el término mafia.

         Cuando los sicilianos empezaron a emigrar a Estados Unidos a principios del siglo XX, para dedicarse principalmente a recoger papel de la basura en el Lower East Side de Manhattan, la mafia siguió chupándoles la sangre. Durante la Prohibición, podría decirse que la mafia hizo algo socialmente provechoso, pero a su término volvió a dedicarse a chantajear a la gente con la amenaza de una violencia implacable. Un fetichista de la historia de Roma llamado Sal Manzaro, «el pequeño César», llegó a formar un ejército particular, utilizando términos latinos italianizados como capodecini o consiglieri, y entonces la vida se hizo tan difícil en Nueva York que los federales acabaron tomándose interés. Lo único que salvó a la mafia en aquellos momentos fue la industria de la basura.

(pp. 76-77)

 

 

         La gráfica de la Chica de la Cabeza es breve. Dice: «p/s craneotomía por absceso séptico meníngeo p/s absceso lingual p/s intervención estética voluntaria + p/s laparotomía para implante craneal».

         En otras palabras, se le infectó un piercing que se había hecho en la lengua, y la infección le pasó al cerebro. Luego le abrieron la cabeza para llegar a él, y después cogieron el trozo de cráneo que le habían quitado y se lo implantaron bajo la piel del abdomen para mantenerlo vivo mientras esperaban a ver si le volvía la infección.

         Llamar «intervención estética» a un piercing en la lengua es un poco elástico, habida cuenta de que no se lo ha hecho para estar más guapa. Se lo ha hecho porque está tan falta de cariño que no duda en causarse un grave perjuicio a sí misma para anunciar lo bien que chupa la polla.

         Joder, pienso: sí que estoy de mala leche.

         Sólo para concluir mis investigaciones en la casa de la alegría que es la Habitación 808 Oeste, pido la gráfica de la Chica del Osteosarcoma.

         No me entero de nada nuevo: un montón de «atípico» esto y «grandes probabilidades de» lo otro. A veces le sangra el fémur derecho, justo por encima de la rodilla. Pero no siempre. Y dentro de unas horas le van a amputar la pierna a la altura de la cadera.

         A la gente le pasan las peores, las más increíbles putadas.

         (pp. 122-123)

 

 

         El enfermero instrumentista me entrega un escalpelo de punta diminuta. Lo aprieto ligeramente sobre el punto central de la línea recién trazada con rotulador en el abdomen de Squillante, haciendo una súbita incisión en la piel de dos centímetros a lo largo de la marca de tinta y el polímero. Por un instante, antes de que la fisura se llene de sangre, las paredes de grasa parecen requesón. Luego devuelvo el escalpelo. No volverá a utilizarse en esta operación. El escalpelo hace un corte muy limpio, pero no detiene la hemorragia.

         - Pinzas –pide Friendly.

         - Bovie y sonda.

         Un «Bovie» es un electrocauterio, un instrumento en forma de lapicero con un cable en el extremo y una tira metálica en la punta. Parece un diminuto aguijón para el ganado, así que es una pena que «Bovie» sea el nombre de su inventor, y no una abreviatura de «bovino».

(pág. 215)

 

 

         Del juicio ya tienen noticias todos ustedes, hijos de la Fox News. Pero lo que no saben es lo lastimosamente aburrido que fue, incluso para mí. Los agentes federales llevaban meses trabajando en la «Operación Muñeca Rusa» antes de que yo interviniese y les jodiera el invento, y habían acumulado miles de documentos financieros que cualquier persona capaz de encontrar un empleo en el sector privado se habría abstenido de leer al jurado. Y que no tenían casi nada que ver con la mafia italiana. O, como el FBI la denomina, «la LCN».

         «LCN» son las siglas de la cosa nostra: «nuestra cosa», o «nuestro asunto». Nunca he oído a nadie en la mafia decir una sola vez «la cosa nostra», y mucho menos «LCN». ¿Por qué habrían de hacerlo? Sería lo mismo que si una banda de delincuentes franceses se llamara la LJNSQ, siglas de «le je ne sais quoi».

(pág. 244)