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AMOR
LOCO EN EL JARDÍN.
Maite Gobantes
(Universidad Católica de Murcia)
Madrid: Abada
2008. 259 págs.
ISBN: 8496775240. ISBN-13: 9788496775244
Un cadáver
tendido sobre el techo
González Requena invita en Amor
loco en el jardín: la diosa que habita el cine de Buñuel a “apartarse de ese manido tópico que proclama a
Buñuel el cineasta de la libertad por antonomasia”. Las
películas de Buñuel enuncian, literalmente, la
emergencia de un foco de pánico que se sitúa en el polo opuesto de la libertad
absoluta a la que han sido asociadas. No es otra la radical tesis del último
trabajo de González Requena. La etiqueta, indiscutible por lo demás, de
“cineasta surrealista por antonomasia”, sostiene el autor, ha funcionado, en la
práctica, paralizando el análisis de los textos buñuelescos.
La lógica subyacente sería: dado que la libertad absoluta es la ausencia de toda
restricción y la lógica, en cambio, supone siempre un sistema de restricciones,
respetar esa idea de libertad absoluta implica necesariamente renunciar a todo
trabajo analítico. Pero ¿puede reinar la libertad absoluta en un texto? Entendida
como ausencia de toda lógica, la libertad absoluta –advierte González Requena– termina por coincidir sin más con el azar “y a su
vez el azar se identifica con el caos: con la imprevisibiliad
absoluta y, por tanto, con la ausencia absoluta de sentido”. Nada orientaría ni
animaría la lectura de unos textos en los que tras un elemento vendría
cualquier otro. No ocurre esto con los del director maño. Estos son legibles
porque en ellos, sostiene el autor “más allá de aparente desorden y gratuidad” está
presente un cierto ordenamiento, un cierto principio de integración que los estructura
como un sistema de significación.
Proclamadas la necesidad
y legitimidad del análisis, Requena se entrega a él
con el mismo método que empleó con otros dos cineastas de la vanguardia, Eisenstein y Hitchcock, leyendo
plano a plano secuencias de tres películas: Un
perro andaluz (1929), La edad de oro (1930) y Él (1952).
Un cuarto texto de Buñuel, literario en esta ocasión,
su autobiografía –Mi último suspiro (1982)–, ilumina el análisis de
lo que está ahí puesto en el plano, ante la mirada de todos. Y ¿qué es lo que
ha sido convocado ante los ojos de todos? Requena lo enuncia
y lo muestra: “El marasmo provocado por la imposibilidad de acceder al acto
sexual”, esto es, la impotencia, la incapacidad para enfrentarse a la hendidura
primordial: el sexo femenino. El protagonista de Él, Francisco, sabe bien de ello. Francisco quiere coser,
literalmente, el sexo de su mujer, en definitiva, quiere “anular eso que él
sólo puede vivir como un incandescente foco de pánico: la abertura devoradora
de la diosa que ya ninguna divinidad masculina –patriarcal–
contiene”. Esta perspectiva permite entender motivos presentes en Buñuel que de otra manera parecerían gobernados por la libertad absoluta y sin sentido: la vaca, sobre la cama de la mujer,
exhibiendo en toda su brutal carnalidad ubres y genitales; la mujer y el
inodoro alternándose como términos metafórico y metaforizado; el hombre que,
fascinado, abre las piernas de la mujer para cerrarlas, abatido, un instante
después…
González Requena se hace eco de las tradicionales interpretaciones
del surrealismo como emblema de la provocación, de la transgresión.
Pero da un paso más. En La edad de oro, por ejemplo, actos violentos y
provocaciones se despliegan de forma sensacional: el protagonista patea a un
perro, insulta a un viandante (“¡cerdo,
salvaje, cállate o te rompo el hocico!”), da una patada a un ciego para arrebatarle
el taxi al que este había llamado, abofetea a la madre de la mujer que desea,
arroja por la ventana un pino en llamas, un obispo, una jirafa destruye un
violín a patadas, vemos una representación burlesca del Vaticano, de un
sagrario… La presencia “constante, casi monótona, de gestos de provocación y de
violencia constituye el hilo –la isotopía dominante- que integra, coordina y
dota de coherencia al conjunto de los elementos del texto más allá de sus
abultadas disonancias e hiatos”. Es precisamente esta presencia, sostiene el
autor, la que garantiza al texto su coherencia discursiva y, por tanto, su
legibilidad. Así, todas las incoherencias narrativas de la obra pueden ser entendidas
como uno de los procedimientos más de violencia con los que se pretende agredir
al espectador. Se proclama con todo ello un sujeto soberano “que se afirma
sobre las cenizas del orden simbólico en cuya destrucción participa decidido”.
Un sujeto, subraya Requena, que se burla y desprecia
la moral, la política, el arte y la cultura, no viendo en ellas más que farsas
intolerables destinadas a amordazar el deseo. Como recuerda Requena,
la obra de Buñuel ha sido concebida durante décadas como
la actualización cinematográfica de la rebelión sadiana
contra el orden burgués.
Pero a pesar de
los desmesurados gestos de violencia y provocación del cine de Buñuel, “estos no logran alcanzar nunca el –por lo demás ansiado– estatuto de la transgresión.
Pues no todo acto que desafía una ley pose la dignidad del acto transgresor”. Para que ésta exista, en el sentido
antropológico del término, “es necesario que ese acto tenga lugar en un campo
sagrado”. De forma que la tan perseguida provocación buñuelesca
no alcanza nunca la densidad deseada. Por el contrario, “muchas veces resulta
banal y otras, cuando alcanza su más acentuada crueldad –la secuencia de la
agresión al ciego, por ejemplo- en cierto modo se diluye, se neutraliza por su
discontinuidad con lo que le rodea”. No es otro, subraya González Requena, el efecto que cabe esperar de la desconexión
narrativa, esto es, de la falta de “imbricación en esa cadena emocional que es
el relato”. Así las cosas, nos encontramos con gestos de desafío y violencia
carentes mediación y de demora, inmediatos, intransitivos, no insertos en la
narración, que se suceden “de forma compulsiva, monótona y fría”, vacíos de
cualquier carga emocional. Estamos pues, afirma el autor, ante las
características del carácter psicopático. “Desde luego ni Sade
ni Buñuel eran psicópatas: ellos no destruían a nadie,
tan sólo construían discursos en los que se representaba la destrucción de los
otros (…) Sí lo eran, en cambio, sus personajes”. Se trata de personajes que,
en definitiva, no han recibido la ley, la palabra paterna. Personajes que, como
el propio Buñuel, tienen la cuenta del legado
simbólico a cero, en blanco. El padre tiene muchos rostros en Buñuel: putrefacto, comido por los insectos; asesino de su
hijo; suicida; cadáver tendido sobre el techo, siempre amenazando con caer… González
Requena sostiene que quizás el gran equívoco de las
vanguardias y de la modernidad del s. XX sea “pensar que era necesario derrumbar
¿Qué ha ocupado
el lugar del padre tras su derrumbamiento? Otra divinidad: “Una diosa materna,
que rige, desde entonces, los tiempos del delirio”. La afirmación puede escandalizar.
El autor lo sabe. Por ello, advierte: “No se nos malentienda: sin duda el siglo
veinte ha sido el siglo de la liberación de la mujer, el de la conquista de sus
derechos (…) que constituyen adquisiciones irrenunciables para el conjunto
de la especie humana. Pero ello no debería llevarnos a ignorar la índole
inexorablemente dialéctica de los procesos históricos y culturales”. Cualquier
cambio –prosigue Requena- por muy positivo que sea en
sí mismo puede arrastrar efectos imprevisibles en otro ámbito inesperado. “Era
lógico que el movimiento emancipatorio de la mujer
condujera a hacer hincapié en las condiciones vejatorias de su sometimiento”.
Pero el énfasis en este aspecto ha llevado a ignorar su contrapartida. “Nos
referimos a un hecho evidente y que, sin embargo, resulta inconcebible e inarticulable para los
discursos de la modernidad. Se trata de uno tan sencillo con éste: que en el
ámbito de las relaciones interhumanas no existe relación más desigual, es
decir, también, forma más absoluta de poder que la que se establece entre la
madre y su bebé. Y cabría añadir: que esa relación tan acentuadamente desigual
no cesa de incrementarse en la misma medida en que se desmorona el prestigio y
el vigor de la única institución social que puede introducir en ella freno y
contención: la función social paterna”.
González Requena acostumbra a hacer propuestas radicales, esto es,
que se ocupan de la raíz. La de Amor loco en el jardín, lo decíamos al inicio
de esta reseña, también lo es. Del texto al contexto y de éste nuevamente al
texto para mostrar qué es lo que crece en las cenizas del relato, entendido en
su profunda dimensión antropológica. Para mostrar, dice el autor, que un hombre
libre no es uno que carece de cadenas, sino uno que escoge las suyas.
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