|
¿QUO VADIS, PHILOLOGIA?
José María Jiménez Cano (ed.)
(Universidad
de Murcia)
ÍNDICE
1.- Presentación,
de José María Jiménez Cano (Universidad de Murcia)
2.- Sobre
la conveniencia de mantener el término “Filología” en la denominación de los
títulos universitarios de grado, de Alfonso Martín Jiménez (Universidad de Valladolid)
3.- Tufillo
científico, de Eloy Sánchez Rosillo (Universidad de Murcia)
4.- Hasta ahora
vivíamos bien, de Epicteto José Díaz Navarro (Universidad Complutense de Madrid)
5.- Filología, de
Estrella Ruiz-Gálvez (Universidad de Caen)
6.- Filología
versus Estudios, de Juan Manuel Hernández Campoy (Universidad de Murcia)
7.- Encuesta
filológica, de Belén Hernández (Universidad de Murcia)
8.- Filología: una muerte anunciada (desde
9.- Los tres aspectos de
10.- Bolonia,
11.- De la
“inutilidad” de
12.- ¿Filología o
qué?, de Francisco Chico Rico (Universidad de Alicante)
13.- Filología
sí, de Jacinto Nicolás (filólogo y periodista)
14.-Filología, un
sencillo comentario, de Alberto José Sánchez Griñán (Escuela de Lenguas
Extranjeras de Pekín)
15.- El nombre
exacto de las cosas, de José S. Carrasco Molina (I.E.S. Diego Tortosa de Cieza.
Murcia)
16.- Aportación al
debate en torno al término “Filología”, de Jaime Céspedes (Université Paris 10
– Nanterre)
17.-
18.- Filología, puente entre lingüística y literatura, de Camilo Rubén
Fernández Cozman (Universidad de San Marcos. Lima, Perú)
19.- ¿Filología o
lenguas?, de Edmundo Farolán
20.- ¿Filología
hispánica o estudios hispánicos?, de Monique Nomo Ngamba Amougou (Facultad de
Letras y Ciencias Humanas. Universidad de Douala. Camerún)
21.-La
importancia de llamarse… ¿Filología?, de Antonio Miguel Bañón Hernández
(Universidad de Almería)
22.- Filología y
Estudios de la lengua, de Mohamed El-Madkouri Maataoui (UAM) y Beatriz Soto Aranda
(C.E.S. Felipe II-Universidad Complutense de Madrid)
23.- Indicio de
tribulaciones y solución efímera, de Xavier Laborda (Universidad de Barcelona)
24.- El nombre es
el presagio, de José Carlos Miralles Maldonado (Universidad de Murcia)
25.- Desde las
trincheras de
26.- Tiempos postmodernos:
el sentido de una ciencia filológica
DOCUMENTACIÓN
1.- Manifiesto en
defensa de las filologías de
2.- No a la desaparición de la FilologíaRománica.Manifiesto de los profesores
de Filología Románica de las universidades españolas
3.- No a la desaparición de
I
PRESENTACIÓN
Con la promesa de su publicación bajo
la forma de encuesta, en
Este tanteo se hizo sin mayores
precisiones de fondo y forma. A quien lo preguntó se le aclaró que el tono no
tenía por qué ser el del ensayo académico porque lo que se perseguía era
recoger opiniones clarificadoras. De ahí que las respuestas que se seleccionan
más abajo son opiniones de extensión y argumentación muy variada. En algún
momento se nos pidieron datos sobre el contexto en el que habría que ubicar
esta cuestión. Se respondió que el contexto se podría resumir con el dicho de 'entre
todos la mataron y ella solo se murió'. No ha habido claramente una tendencia
que explícitamente pida la retirada del término en la denominación de los
títulos. Buena prueba fue el problemático ‘libro blanco’ que de forma
atropellada llegó a elaborarse en el proceso previo a la reforma de los planes
de estudio[2].
La historia de este libro blanco es muy particular, pero no es el caso ahora de
detenerse en un material de suma importancia para el estudio histórico de las
Humanidades en España. Han sido algunos sectores del profesorado de Filología
Inglesa los que siempre han aludido a la especial connotación que tiene el
término 'filología' en su dominio cultural y las diferencias que presenta con
los contenidos generales de sus estudios. Las universidades han tenido y tienen
carta blanca para mantener o cambiar la denominación. Nada ni nadie las
conmina.
Las aportaciones se van a suceder
yuxtapuestas y sin ningún comentario. La única intención de esta antología es
la de evitar que una cuestión de tanto calado pase sin pena ni gloria y hacer
votos para que, al menos, alcance el grado de ‘disputada’.
II
SOBRE
Alfonso Martín Jiménez
(Universidad
de Valladolid)
En el actual proceso de reforma ha
habido tendencia a sustituir el término Filología por el de Estudios.
Así, se ha propuesto sustituir la
denominación de Filología Hispánica por
la de Estudios de
Lengua y Literatura españolas, mientras que el término Filología parece mantenerse en el caso de las lenguas clásicas.
Esa tendencia puede deberse a la
consideración de que el término Filología
resulta anticuado o incluso poco comprensible para los posibles estudiantes de
los nuevos títulos de Grado (lo que al parecer no ocurriría en igual medida en
el caso de los aspirantes al Grado de Filología Clásica), mientras que la
denominación Estudios de Lengua y
Literatura españolas presenta una apariencia más renovadora o moderna y no
ofrece dudas sobre sus contenidos. No obstante, podríamos plantearnos si es
preciso anteponer la expresión “Estudios de” a “Lengua y Literatura españolas”,
de igual manera que no parece necesario incluir esa misma expresión, por
ejemplo, en las denominaciones de los grados de Medicina o de Arquitectura
(“Estudios de Medicina”, “Estudios de Arquitectura”). Si en el caso de la
lengua y la literatura se considera necesario anteponer la expresión “Estudios
de” puede ser debido a que el término lengua
y, sobre todo, el término literatura
tienen varias acepciones; así, la literatura
puede entenderse como un acto de creación artística y como el resultado de esa
actividad, y en los estudios de grado no se pretende que los estudiantes lleven
a cabo una actividad literaria de tipo creativo, sino que conozcan y analicen
el corpus de la literatura española ya existente. De esta forma, la
anteposición de la expresión “Estudios de” elimina cualquier ambigüedad, si
bien puede parecer un tanto superflua al compararla con los títulos de otras
disciplinas en los que no es necesario anteponerla. Pero, sobre todo, esa
expresión no aporta absolutamente nada nuevo con respecto al término Filología, sino que conlleva, a mi modo
de ver, un claro empobrecimiento.
En el Diccionario de
III
TUFILLO CIENTÍFICO
Eloy Sánchez Rosillo
(Universidad de
Murcia)
El cambio de la
denominación de Filología Hispánica
por la de Estudios de Lengua y Literatura
Españolas me parece bien, pero siempre que el término
"Españolas" se sustituya por el de "Hispánicas", pues así
quedaría mucho más claro que también se incluye en tales estudios la
lengua y la literatura de todos los dominios del español. Desechar de una vez
el término "Filología" en el rótulo denominativo de los estudios
a los que nos estamos refiriendo me parecería de perlas, pues el
tufillo científico que la palabra tiene me parece inadecuado para los estudios
de humanidades, que pueden y deben ser todo lo ordenados y rigurosos que se
quiera, pero que deberían de huir como de la peste de todo lo que huela a
ciencia pura y dura y fría.
IV
HASTA AHORA VIVÍAMOS BIEN
Epicteto José Díaz Navarro
(Universidad
Complutense de Madrid)
La denominación
del Grado ya fue aprobada por el Departamento, Junta de Facultad y Rectorado,
y, en efecto, cambia el término Filología (menos en Clásicas), con el que creo
que hasta ahora vivíamos bien, por una variedad de denominaciones: "Grado
en Español", y luego en los másteres, "Estudios ingleses",
"Máster en Literatura Española" etc., y la cosa resultó
inevitable porque cada Departamento eligió lo que mejor le parecía. Hubo un
caso especialmente polémico porque la antigua denominación de
"Semíticas" se cambiaba por una que incluía el término "Estudios
Islámicos" pero lo referente a “Hebreo” se incluía en un confuso paraguas
"....y del Oriente", y no sé bien en que quedó, pues fue el Consejo
de Gobierno quien impugnó la denominación inicial. También ahora estamos en una
situación igualmente confusa en la denominación de Departamentos, pues
"Filología Española I" cambió a "Lengua Española", y la
numeración comienza con el II, que somos "Literatura Española". Si a
mi me preguntaran creo que, en vista de lo que hay, me quedaría con Filología
pues el cambio ha dado algo parecido a la clasificación borgiana de cierta
"enciclopedia china".
V
FILOLOGÍA
Estrella Ruiz-Gálvez
(Universidad de
Caen)
El cambio
propuesto responde a la tendencia actual y corresponde fatalmente a
un concepto de Universidad que no es y no quiere ser lugar de transmisión
de un saber que se justifica por sí mismo, sino que se ve como un "colegio
universitario" que imparte unos conocimientos obligatoriamente
pragmáticos que se concretizan en un diploma que debe permitir "ganarse
la vida". La universidad de "sabios profesores",
investigadores desinteresados y "especuladores del intelecto" se
acaba, por lo mismo que hace que se acaben las Humanidades.
A mí me gusta el
término de Filología porque corresponde al interés por la lengua en tanto
que molde y vehículo de un concepto enunciado en un momento concreto. El nombre
dice la esencia y, para hablar como el Padre Sigüenza, hay que saber romperle
la cáscara para entender lo que su envoltura encierra.
Es sabido que
para Saussure
¿Qué aporta el
término de Estudios? Desde luego una actualización y, en primer lugar, un
alineamiento con respecto a ciertas actitudes universitarias de más allá
de los Pirineos. Si miramos hacia Francia -que mantiene una cierta
reserva frente al término de Filología- observamos, sin embargo, que los
estudios de literatura francesa, se engloban en lo que ellos llaman
"Lettres Modernes". El Español, el Inglés, el Alemán, el Italiano
son: "Langues Vivantes Etrangères". Es decir, sólo el Francés merece
el calificativo de "Letras"; (el distintivo es, ya se ve, importante)
los demás somos "Lenguas". Por descontado, yo doy clase únicamente de
Historia y de Literatura: las clases de Lengua son sólo una parte de lo que
nosotros calificamos de "Estudios Hispánicos".
¿Qué interés
puede haber en mantener el término de Filología? En primer lugar, mantener la
relación y el contacto con las lenguas clásicas: el estudio del latín debería
ser obligatorio. Me figuro que esto es utópico - y de un "demodé" que
asusta-, pero son raíces culturales
elementales.
En segundo lugar,
recordar y mantener el carácter auténticamente universitario de estos
estudios que son y tienen que ser exigentes, porque se defiende con ellos la
presencia y el nivel de las Letras Hispánicas.
La lengua
española no presenta las dificultades del alemán o las del francés -que es
lengua de arbitraria verticalidad-. El término de "Estudios" es, en
mi opinión, banalizador y responde a esa voluntad de "allanar" los
caminos de la lengua, que siendo -como lo es la nuestra- genialmente
llana, más necesita barreras de contención que no puentes
que faciliten su penetración.
Nota bene: Me
parece útil insistir sobre el interés de considerar con detenimiento
el ejemplo francés, porque lo es. En efecto, el calificativo de
"modernas" para las "Letras" francesas, remite
implícitamente a otras "Letras", que en la lógica cronológica no
pueden ser más que "antiguas o clásicas", es decir, al Latín y al
Griego en cuya continuación se sitúan las "Modernas", aquí,
Francesas. El calificativo tiene valor de reivindicación en cuanto a la
herencia cultural, pero también en cuanto a la calidad de la continuidad. Las
Letras Francesas se sitúan así en el mismo plano que las Letras Clásicas. No
me parece injusto, pero me parecería justo, justísimo, que las Letras
Hispánicas, reivindicaran sus raíces clásicas, bien manteniendo el término de
Filología, bien adoptando la terminología francesa, titulándose así "Letras Modernas" - sin
más - o "Letras Hispánicas Modernas", término en todo caso
muy preferible al de "Estudios".
VI
FILOLOGÍA VERSUS ESTUDIOS
Juan
Manuel Hernández Campoy
(Universidad de
Murcia)
La tendencia más reciente en el diseño de
los nuevos planes de estudios españoles de la división de Filología es
precisamente la de sustituir el término tradicional de ‘filología’ por el de
‘estudios’. Así, siguiendo la práctica anglosajona, y distanciándose de la
europea más continental, se han propuesto los ‘Estudios Ingleses’, en lugar de
‘Filología Inglesa’, o ‘Estudios de Lengua y
Literatura Españolas’ en lugar de la ‘Filología Hispánica’, etc. Aunque,
curiosamente, el término ‘filología’ parece mantenerse en el caso de las
lenguas clásicas. Esta moda ya venía reflejada en el intento, afortunadamente
infructuoso, de filologicidio tramado desde el Proyecto de Diseño de Grados y Planes de Estudios en Filología y coordinado por
Pilar Saquero Suárez-Somonte (Universidad Complutense de Madrid) en el marco
del Plan de Ayudas convocado por
No
sé si después de tantos siglos de vigencia del término ‘filología’ es acertada
la nueva tendencia a sustituirlo por el de ‘estudios’, o no. Pero tampoco tengo
clara la imperiosa necesidad de tener que cambiarlo. Desconozco qué encanto
tiene el segundo en detrimento del tradicional, ni qué defecto tiene éste en
beneficio del nuevo en estos tiempos del siglo XXI. Lo que sí tengo muy claro
es que no me imagino que esta misma moda se aplique a la denominación de otras
titulaciones, de manera que Odontología
pase a denominarse Estudios de los Dientes, Oftalmología,
Estudios de los Ojos, Obstetricia,
Estudios de
VII
ENCUESTA FILOLÓGICA
Belén
Hernández
(Universidad de Murcia)
La
progresiva sustitución del término Filología en los nuevos títulos
universitarios de Grado, desplazado por denominaciones más genéricas como estudios
de lengua y literatura o grado en lenguas modernas con una mención
especial para cada lengua extranjera cultivada en primer lugar, denota a todas
luces la necesidad de hacer patente un cambio de perspectiva del propio
concepto de las titulaciones universitarias en las facultades de Letras.
Términos
nuevos y títulos rediseñados íntegramente para presentar un modelo de educación
superior capaz de “abordar, en el marco de la sociedad de la información y
del conocimiento, los retos derivados de la innovación en las formas de
generación y transmisión del conocimiento”. Como es sabido, con ello
Los
distintos Libros Blancos dedicados a las titulaciones de Letras
publicados sucesivamente por el Ministerio de Educación y
Llegados
a este punto, las razones para desechar filología en la oferta de cada
título son fáciles de componer. La palabra filología tiene por objeto
propio el estudio del lenguaje o lengua como sistema de comunicación humano, y
por tanto está relacionado con las distintas perspectivas sobre el lenguaje y
el hombre a lo largo de la historia[3]. Es por ello que se pueden
encontrar numerosas definiciones según el ámbito de estudio en el que se aplica
y considerando la situación histórica del filólogo. Por ejemplo, una de las
definiciones más citadas es la del filólogo clásico R. Pfeiffer: “La filología
es el arte de comprender, explicar y restablecer la tradición literaria. Nació
como disciplina independiente en el s. III a. C., gracias a los esfuerzos de
los poetas por conservar la herencia literaria, los clásicos, y servirse de
ella”[4]. Desde la teoría de la
literatura, otros autores han privilegiado la disciplina como análisis de los textos
literarios, y no sólo aquellos conservados desde la antigüedad, sino todos los
pertenecientes al sistema literario de cada lengua; por ello uno de los
principales objetivos de la filología ha sido desarrollar métodos e
instrumentos científicos fiables en la reconstrucción integral de los textos y
su correcta transmisión a la posteridad. Sin embargo, la evolución de las
distintas áreas de esta vasta materia ha solicitado la división entre gramática
y lingüística o filología y literatura; pues, en efecto, desde la antigüedad en
la terminología sobre los estudios del lenguaje se han venido confundiendo tres
grandes aspectos disciplinarios que hasta ahora han albergado con mayor o menor
fortuna los títulos especializados en lenguas:
a) La filosofía del lenguaje;
b) La historia de la filología tradicional;
c) Y la historia de la lingüística, que usualmente
deriva en la lingüística aplicada.
Desde el punto de vista de la
filosofía del lenguaje, la filología, extendida a todos los ámbitos del saber
humanístico, se identificaba con una gramática ideal que perpetuaba el concepto
clásico original. Desde el punto de vista historicista, la filología pretendía
ser comprensión crítica e histórica de cada uno de los autores pertenecientes a
las literaturas nacionales. Y desde el punto de vista de la lingüística
aplicada, la gramática quedaría restringida a un modelo de lengua que
constituye un instrumento válido para la enseñanza de la lengua oral y escrita.
En la actualidad, existe cierto miedo a proponer monolíticamente un solo ámbito
lingüístico, porque muchos de sus campos de estudio son difíciles de aplicar a
los actuales ámbitos profesionales y también por la necesidad de dominar varios
idiomas incluso para los estudiosos de la cultura hispánica. La historia de
literatura ha pasado a relacionarse con la literatura comparada, la teoría de
la literatura y la traducción. Y en cuanto al la filosofía del lenguaje, ocupa
parcelas cada vez más angostas en la lingüística y la teoría del lenguaje, pues
se encuentra desplegada entre las facultades de Psicología y Filosofía. No
obstante un profesional de la lengua sigue denominándose filólogo o traductor.
En mi
opinión, si bien comprendo las razones que han llevado a apartar el término filología
de la presente visión positivista de la educación (o de la enseñanza supeditada
al saber hacer), considero que eludir el uso de este término no resuelve
la confusión disciplinaria, sino al contrario la acentúa, aparta la discusión
con la tradición, elimina los nexos entre disciplinas y aísla aún más las
especialidades; por eso recuperar filología en las nuevas titulaciones
puede contribuir a su supervivencia. Daré sólo dos argumentos a su favor: el
primero, tiene que ver con la calidad y el segundo con la interculturalidad.
Por
una parte, enterrar el término implica desechar el alto grado de
especialización alcanzado en hasta el momento en los estudios filológicos, a
cambio de perspectivas de estudio meramente instrumentales que ofrecerán una
formación profesional válida para la práctica de la lengua, pero con escasos
conocimientos específicos sobre su avance en el seno de una cultura, y con poca
pericia en el manejo de textos literarios e históricos que solicitan una sólida
maestría en la crítica y el análisis; en consecuencia, en lugar de filólogos
expertos de un ámbito lingüístico, alcanzarán el título de grado aquellos
hablantes que hayan demostrado ser competentes en dos o más idiomas; aunque
éstos se verán obligados todavía a buscar ciclos educativos supletorios para
completar su itinerario formativo antes de acercarse al mercado laboral. Por
otra parte, el cambio en la denominación de los títulos puede privar a los
estudiantes de la comprensión general de las disciplinas desarrolladas hasta
ahora dentro de la filología, instauradas desde el humanismo, fundamento de la
coherencia cultural de Europa sobre la cual se continúa trabajando. No se trata
solo de abundar en las grandes figuras del patrimonio clásico, desde Petrarca a
Vico, desde Nebrija a Juan de Andrés, o desde Unamuno a Gadamer; sino de
afirmar una concepción del fomento humanístico de la cultura, procurar la
comprensión de la pluralidad y la riqueza de las lenguas e ideologías, proponer
la vinculación entre tradición y futuro. Sin esta amplitud de miras no parece
posible el entendimiento entre los pueblos, el perfeccionamiento humano y la
proyección de estas ideas en el mundo.
VIII
FILOLOGÍA: UNA
MUERTE ANUNCIADA (DESDE
Juan Camilo Conde Silvestre
(Universidad de
Murcia)
Me uno a la
encuesta de la revista Tonos Digital
con un breve texto sobre la denominación Filología y su conveniencia, o no, en
los nuevos títulos universitarios de Grado. Creo, sin embargo, que, a estas
alturas, sólo estoy en situación de redactar su epitafio y, a lo sumo, de
indagar en las causas de su fallecimiento. Y es que resulta palpable que en los
nombres de nuevas titulaciones filológicas –con excepción de la dedicada a las
lenguas clásicas– está denominación tradicional se ha visto arrinconada y
sustituida por otras aparentemente más accesibles, como Estudios de lengua y literatura española, Lenguas y literaturas modernas o Estudios ingleses. De este modo, la etiqueta Filología está
condenada a desaparecer del uso común (aunque sólo estuviera en él para
designar Facultades y titulaciones) y quedará relegada, si acaso, a ámbitos
universitarios especializados. No me siento capaz, ni cabe hacerlo ahora, de
discutir los beneficios o perjuicios de esta enésima adaptación de planes de
estudio –que, en mi opinión, puede ser bienvenida si propicia la reflexión
sobre nuestro trabajo, aunque sea a costa de rellenar papeles–; sin embargo, me
veo autorizado a aportar, desde mi especialidad en Filología inglesa, algún
dictamen que, a modo de autopsia, revele las razones del óbito, a las que no es
ajena la omnipresente influencia del inglés.
En este sentido, nuestro idioma
refleja, desde hace años, un desplazamiento semántico que, si nos atenemos a
los datos del diccionario histórico The
Oxford English Dictionary (OED), comenzó a afectar a la voz inglesa philology en la década de 1920-1930.
Nuestra filología es vocablo genérico
–según el DRAE “Ciencia que estudia una cultura tal como se manifiesta en su
lengua y su literatura, principalmente a través de los textos escritos” (s.v.)
– y de aquí su extensión al nombre de las carreras universitarias. Este sentido
global tenía la voz inglesa philology cuando John Selden, para muchos el primer
historiador del derecho en Inglaterra, incorporó el término en su Title of Honor (1614) para oponerlo a storie; el mismo significado general permitía siglo
y medio después al escocés George Campbell hablar en The Philosophy of Rhetoric (1776) de “Todas las ramas de la
filología: histórica, civil, eclesiástica y literaria”. Sin embargo, la
apropiación del término por la ‘nueva’ lingüística comparativa e histórica
(desde el xix) devino en una
restricción que, por metonimia, le llevó a designar, también según el OED,
“[e]l estudio de la estructura y desarrollo del lenguaje” y, concretamente,
“…el desarrollo específico de las lenguas y sus familias, especialmente el
estudio histórico de su fonología y morfología a través de los documentos
escritos”. Esta evolución terminológica llevaba al lingüista norteamericano
Leonard Bloomfield a entonar su necrológica por la extinta philology en el clásico Language
(1925): “La más noble de las ciencias, la filología, el estudio de las culturas
nacionales, es mucho más que la combinación de la lengua y la literatura. El uso en inglés británico de filología por
lingüística deja fuera de lugar a aquella designación”. Años después el
británico R.H. Robins le daría el tiro de gracia cuando en su conocida obra General Linguistics. An Introductory Survey
(1964) equiparó su sentido exclusivamente a la designación de la lingüística
comparada e histórica.
Creo
que el desuso de filología –una voz,
que, como etiqueta genérica, ha denominado perfecta y claramente las
titulaciones dedicadas al estudio de la lengua y la literatura como
manifestaciones culturales– se debe, en parte, a esta tardía influencia del
inglés, donde el vocablo se especializó hace décadas en designar el análisis e
interpretación de las manifestaciones escritas de textos del pasado (historia)
de las lenguas, y se excluye su aplicación a los productos actuales. Si esto es
así, hemos sustituido, como tantas otras veces, el término preciso y diáfano
que ofrecía nuestro idioma (Filología), por otros más vagos (Estudios) o por
circunloquios (Lenguas y literaturas…), recogiendo un desarrollo propio de la
lengua inglesa al que, hasta hace poco, era ajeno el español. Sólo cabe esperar
que las nuevas titulaciones y sus contenidos no traicionen también el sentido
etimológico de
IX
LOS TRES ASPECTOS DE
Mª Carmen Ayora Esteban
(Facultad de
Educación y Humanidades de Ceuta. Universidad de Granada)
La
propuesta de creación de un Espacio Europeo de Educación Superior acordada en
Ahora
bien, para la adecuación al nuevo terreno universitario, algunas universidades
han impulsado planes que pilotasen la adaptación al EEES, y han reestructurado
sus titulaciones.
Y
precisamente, en este proceso actual de reforma y adaptación, no estamos de
acuerdo con la denominación de algunas titulaciones de Grado. Consideramos
desafortunada la tendencia a sustituir el término Filología en el EEES, ya que
sólo se mantiene para designar al grado de Filología Clásica. Concretamente
Son
varias las causas por las que creemos conveniente mantener el término
Filología:
Por un lado,
En resumen, bajo
la denominación Filología conviven los tres aspectos fundamentales que deben
configurar estos estudios: el cultural, el lingüístico y el literario.
X
BOLONIA,
Óscar Loureda
(Universidad de Heidelberg)
En el cuadro de Velázquez, el espejo que
sujeta Cupido devuelve al espectador la imagen turbia de una diosa de la
belleza autocomplacida y absorta. La propuesta de reforma de los títulos
universitarios que emana del Plan Bolonia parece asumir que la actitud
de
Vaya por delante que considero el debate
trascendente, y no –o no sólo– nominalista, como a primera vista pudiera
parecer. En la terminología administrativa, lengua y literatura, de un
lado, y filología, de otro, se comportan como flatus vocis, y pueden denominar
indistintamente lo uno, lo otro y todo lo contrario; de hecho, he visto varias
memorias académicas de Estudios de lengua y literatura que apenas
difieren de los planes anteriores a 1993 conducentes al título de Licenciado en
Filología (hispánica para más señas). Bajo el cambio en la denominación de los
estudios, parto de los montes que con muchos matices podría asumirse, aflora,
sin embargo, una concepción reduccionista y pragmática –del inglés pragmatism–
a la que puede ponérsele más de una pega.
Tanto
en textos monológicos y expositivos –me refiero a libros blancos, memorias,
etcétera– como en textos dialógicos –en los debates suscitados– reina entre los
partidarios de la nueva denominación una actitud dilemática –lo viejo
frente a lo nuevo en oposición exclusiva– y darwinista –lo nuevo,
naturalmente, como una evolución hacia lo óptimo–, una actitud basada, por lo
demás, en un entimema de primer orden: nadie –o nadie de
El debate nominal, como dije, parece
insignificante porque de un modo u otro, con la sensatez de lo clásico o con la
resolución y bravura de lo más moderno, se dibujan los tres ángulos de la
filología hispánica tradicional: la lengua, la literatura –en sentido
amplio: como la producción textual de una comunidad–, y la cultura y
civilización[6].
Si hablamos de “estudios de lengua y literatura” acuñamos unos estudios
mediante un sintagma coordinado con identidad funcional y jerárquica; entre
tanta linealidad falta, en la teoría y probablemente en la práctica, el sentido
último de la coordinación, cuando de lo que se trata, precisamente, es de redefinir
la relación entre los constituyentes de dicha expresión. Más bien se opta por
resolver el problema soslayándolo. Por lo demás, la nueva nomenclatura no
proporciona con claridad un nombre para los futuros profesionales:
¿“lingüista”, también para alguien que pretenda una formación focalizada en la
literatura?, ¿“experto en lengua y literatura”?, ¿“técnico en lengua y
literatura”?); podría proponerse, y no suena mal, un título de grado en
“Hispanística”, pero como término no pasaría de ser un calco del alemán, que,
además, o no es productivo (*francesística, *italianística, *lusitanística),
o tiene en el mundo hispánico compañeros de viaje de impacto limitado (eslavística)
o agonizante (germanística). Parece, entonces, que “filólogo” resulta
más que aceptable, no como mal menor, sino por tradición y por sentido común,
incluso únicamente como término práctico, sin perjuicio de ulteriores
especializaciones: ¿qué hay de extraño en ser filólogo, de grado, con una
especialización, de posgrado, en lingüística computacional? El término filología, por su parte, presenta la unidad de los estudios, pero en estos
esquemas argumentativos maniqueos se aplica a la historia, al saber
enciclopédico, o a una filosofía general historicista[7] –fuera– o regeneracionista y
romántico –en España–, que en modo alguno pretenden evocarse. El problema de
A mi juicio, este dilema y sus paralelismos,
desde el punto de vista del contenido, ocultan la realidad, sobre todo por el
lado de
En rigor,
Para poder
redefinir la nueva Filología conviene recuperar el concepto de texto y
prolongarlo en al menos tres sentidos: uno, como sinónimo de “lo dicho” con un
sentido unitario, por lo tanto, como lo dicho oralmente o lo dicho por escrito;
otro, como actividad y como producto; y otra, finalmente, como totalidad de lo
hablado, más allá de la finalidad literaria –y aquí más allá significa
en realidad pero sin prescindir de ella, incluyéndola–. De hecho esta noción de
Filología se ha recuperado recientemente, sin que en ello tenga que ver el
“mercado”. Y se ha recuperado para adaptarla a los nuevos tiempos y a los
nuevos objetivos. Por una parte, se ha logrado que trascienda definitivamente el ámbito
de lo literario para ocuparse de todos los textos; se ha intentado eliminar
viejos rescoldos de subjetividad e impresionismo, prolongados, por ejemplo, en
El problema, como digo, es de diseño de una
Filología como estudio integral, que pueda dar respuestas a todos los problemas
del lenguaje. Se trata, en el fondo, de proponer un modelo articulado en el que
se integren lo cultural, lo lingüístico y lo literario, pero en el que también
quepan las demás dimensiones del lenguaje: la cognitiva, la gramatical y la
semántica, la sociocomunicativa y la textual, la variación, la aplicación de lo
lingüístico a cualquiera de las esferas de la realidad práctica, etc. Y se
trata, también, de un modelo común para la lingüística sincrónica y para la
diacrónica.
En este sentido, parece indiscutible que el lenguaje nace
de una capacidad general del hombre para expresarse, que se acompaña, a veces,
de una actividad gestual que incide en el contenido de lo que se expresa, y que
presenta una dimensión puramente biológica; pero ninguno de los tres planos
anteriores aporta la verdadera y esencial dimensión del habla: también en los
animales se aprecia cierta capacidad de expresión, hábitos gestuales, y una
disposición psíquica y física para producir y captar mensajes. El lenguaje
–casi huelga decirlo, humano– es cualitativamente diferente por su dimensión
cultural. Y en esta dimensión implica un conocimiento de la realidad –cultural–
y de un conocimiento idiomático, concebido como saberes, de ningún alguno
“inútiles” o “arcaicos”: un intérprete, sin ir más lejos, no encontrará espontáneamente
equivalentes si desconoce ciertos realia, como las páginas salmón,
quién fue el vencedor de Jena o quién el Estagirita; lo mismo vale para el
traductor, quien no llegará muy lejos si desconoce lo fundamental de los
problemas de la equivalencia del significado léxico y gramatical; me resulta
increíble la posibilidad de escribir una noticia sin conocer mecanismos y
estrategias idiomáticas para presentar la información. En una palabra, me
parece impensable tener éxito como asesor
lingüístico, traductor, asesor literario, gestor cultural, crítico literario,
redactor, mediador lingüístico e intercultural, etc. sin tener una sólida
formación en el conocimiento de las cosas (cultura) y en el conocimiento del
idioma.
Los estudios de Filología deben abordar
todas y cada una de estas dimensiones: deben enseñar conocimiento cultural y
conocimiento idiomático (sincrónico y diacrónico), pero como base ineludible
para la construcción de saber expresivo, esto es, teniendo en cuenta, que
aquellas dimensiones son el material (= forma) para construir
textos o discursos. Y aquí, en el nivel del texto o del hablar, una vez que se
asume también que la lengua es el soporte de la literatura, es en donde se
presenta la articulación filológica. A mi juicio, la actitud filológica
corresponde plenamente al estudio de
Un
discurso (= todo texto) es un hecho semiótico, consta de signos, mejor
dicho, de “significantes” que apuntan a un “contenido”, el cual, a su vez, no
se presenta como tal en el discurso mismo considerado en su realidad exterior y
empíricamente comprobable. Por ello, como en todo el dominio de los hechos
semióticos, analizar y describir un discurso significa
propiamente interpretarlo; o sea, identificar de manera fundada el
contenido al que apunta (o que “expresa”).
En este sentido,
Si la
lengua sólo participa en la constitución del sentido de los textos como primer
estrato, si el sentido surge también mediante aquello que se comunica y si la
lengua no es más que un sistema semiótico más, con ayuda del cual se produce y
comunica el sentido, entonces la lingüística del texto, si realmente quiere ser
una hermenéutica completa de los textos, no puede moverse tan sólo en el ámbito
de la lingüística. La lingüística del texto constituye, ciertamente, una
disciplina parcial de la semiótica, en la medida en que se ocupa de signos,
aunque por regla general en ella los signos lingüísticos funcionan como
significantes; pero en modo alguno es sólo lingüística, sino, sobre todo, filología,
en un sentido que en la actualidad ha caído un tanto en desuso. En el pasado se entendía por filología el
arte de interpretar textos, no sólo sobre la base del conocimiento de la lengua
en la que están escritos, sino también sobre la base de la familiaridad,
adquirida por el estudio, con la cultura material y espiritual en el seno de la
cual han surgido esos textos.
El análisis del
texto –de su realidad verbal y extraverbal (= situacional)– debe ser el eje
sobre el que puede pivotar la nueva Filología. Tanto en el eje sincrónico, como
en el diacrónico. En este último sentido,
Para impulsar este enfoque
debe proponerse una metodología integradora, que sirva como fondo de una
formación. Dada la heterogeneidad de las metodologías
del análisis textual, la finalidad última debe ser la de construir y
desarrollar una teoría de las dimensiones y niveles funcionales del texto que
permita, no sólo explicar desde todos sus ángulos el objeto del análisis, sino
también hacer compatibles los procedimientos analíticos de las distintas
orientaciones de la lingüística del texto actual. En realidad, parto de la
convicción de que las diversas modalidades del análisis ponen énfasis en
distintas dimensiones del texto, de ahí que en muchas ocasiones los resultados
sean integrables.
Esta Lingüística del Texto, que incorpora
En este sentido, el reconocimiento de que más allá de las
dimensiones cognitiva, gramatical y situacional de la comunicación,
privilegiadas desde
Por otro lado, la focalización en las dimensiones no
estrictamente lingüísticas del Análisis del Discurso ha propiciado un notable
deslizamiento de esta disciplina hacia el campo de
Consideraremos aún una última modalidad del análisis del
discurso actual:
Toda esta articulación es tan “útil, aplicable e insertable en el mercado
laboral” como se quiera dada su polivalencia. Y nos permitiría asegurar a
nuestros egresados una segura competencia en el uso de la lengua oral y
escrita, en público y en privado, para la gestión de la información a través de
las nuevas tecnologías, para la correcta edición de textos, para crear
literatura sobre una base lingüística sólida, para el dominio de la
comunicación interpersonal, para la interpretación y para la comprensión plena
de los contenidos culturales y prácticos, para justificar la traducción
adecuada, para saber exprimir el lenguaje y construir textos argumentativos,
publicitarios o periodísticos, para ser un buen comunicador; para, en fin, ser
un conocedor de las distintas aristas del lenguaje.
Si se
trata únicamente de (re)bautizar a la criatura, no me parece que merezca la
pena discutir, pues la eliminación del concepto de Filología revela un
desconocimiento de la actualidad lingüística. Si, en cambio, se trata de
(re)pensar el papel de
XI
DE LA
“INUTILIDAD” DE
(O LAS NUEVAS
BODAS DE FILOLOGÍA Y MERCURIO)
Bernat Castany Prado
(Universidad de Barcelona)
Para
luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines
útiles, mi primo el mayor propugna el procedimiento de sacarse un buen pelo de
la cabeza, hacerle un nudo en el medio y dejarlo caer suavemente por el agujero
del lavabo.
Julio
Cortázar, Pérdida y recuperación del pelo
En Las bodas de Filología y Mercurio, el
autor romano del siglo V Marciano Capella, narra en clave alegórica la
unión de Mercurio, presentado como el dios del lenguaje y el saber, y la “muy
instruida doncella” Filología, que acude al convite acompañada por siete damas
de honor, que simbolizan las siete disciplinas del trivium y del quadrivium.
Si dicho autor hubiese escrito en nuestro tiempo, seguramente habría retratado
a Filología como una mujer soltera y poco atractiva que, seguida por siete
humanidades de condición semejante[11],
perseguiría a un Mercurio representado, esta vez, como el dios del comercio.
Ciertamente, hoy en día, parece que el único
criterio válido, no sólo a la hora de reformar el sistema universitario, sino,
incluso, a la hora de decidir qué disciplinas merecen seguir existiendo o no,
es el de la utilidad. De este modo, disciplinas que durante siglos habían sido
tratadas con veneración, han pasado a ser consideradas en nuestros días como
sectores públicos deficitarios que deberían desaparecer, a menos que realicen
reformas estructurales que les permitan adaptarse mejor al mercado laboral o
cultural.
Esta tendencia no es, en absoluto, reciente. Marx
ya hablaba de “subsunción de la realidad por parte del capital”; Hannah Arendt, de
“economización de la existencia” y Jürgen Habermas, de “colonización sistémica
de la vida”. Asimismo, desde los artistas románticos, que al librarse del
sistema de mecenazgo pasaron a sufrir la férula del público, esto es, del
mercado; hasta autores como Joyce, Kafka, Musil, Gide, Camus o Cortázar, que
criticaron el filisteísmo y el pragmatismo que impera en la sociedad burguesa,
la literatura moderna parece haberse construido en oposición a este proceso de
economización de toda la existencia.
No
hace falta decir que esta tendencia se ha intensificado enormemente en las
últimas décadas, de modo que, hoy más que nunca, las humanidades corren el
peligro de caer en una nueva era de oscuridad. En el frente de esta triste
batalla, verdadera carne de cañón, nos hallamos nosotros, filólogos vocacionales, que desde que elegimos estudiar la
más despreciada de las humanidades, hemos tenido que soportar la eterna
pregunta del “¿y eso para qué sirve?”[12]
Con el tiempo, el más o menos simpático pragmatismo
popular que familiares y amigos exhibían en las sobremesas ha acabado
convirtiéndose en el discurso oficial, y hoy en día la filología ve peligrar su
milenaria existencia, cuando la sociedad la señala con el dedo y repite la
terrible pregunta “¿para qué sirves?” Terrible porque es la misma pregunta que
hacían los oficiales de Napoleón, que decidió no atender a los heridos graves
porque ya no servían para continuar la lucha; la misma que hacían los nazis en
los guetos cuando debían escoger a aquellas personas que debían llevarse a los
campos de exterminio; la misma que según todos los libros sagrados –incluyendo Los ensayos de Montaigne- sólo Dios
tiene el derecho de realizar, ya que ningún hombre puede conocer el verdadero
significado de la existencia de las cosas.
Quizás
porque intuíamos el fondo perverso de esta pregunta, siempre evitamos
responderla. Sin embargo, ahora que estamos en el banquillo de los acusados por
inutilidad y la fiscalía nos pide trabajos forzados e, incluso, pena de muerte,
estamos obligados a defendernos.
A la
hora de contestar a una pregunta como ésta, podemos adoptar dos estrategias. La
primera consistiría en aceptar la petición de principio que dicha pregunta
esconde en su seno, esto es, que la utilidad es el criterio principal que debe
regir nuestras valoraciones. La segunda, en cambio, optaría por cuestionar
dicho presupuesto y obligaría a la fiscalía a reformular o a eliminar su
pregunta.
1.-
Empecemos
fingiendo que aceptamos que el criterio supremo de valoración es la utilidad,
esto es, que todo juicio final surge de un “¿para qué sirves?” Aun así tenemos
el derecho de preguntar de qué tipo de utilidad estamos hablando. ¿De la
utilidad ilustrada, que considera útil todo aquello que contribuye a la
felicidad espiritual y material de la mayor parte de la humanidad? ¿O de la
utilidad económica, concebida en términos de rentabilidad material y cuyo
sujeto no es la humanidad, en general, sino individuos, empresas o naciones, en
particular?
1.1.-
Si
hablamos de la utilidad ilustrada, la filología puede responder con orgullo que
es útil, más aún, que es imprescindible. Existe una verdadera constelación de
razones que prueba la importancia de esta disciplina en la construcción de la
felicidad espiritual y material de la humanidad. Para proceder de manera
ordenada, distinguiremos cinco tipo de utilidades
ilustradas básicas: cognitivas, éticas, políticas, estéticas y psicológicas[13].
En lo
que respecta al primer tipo de razones, recordemos cómo ya Aristóteles
consideraba que la literatura era un medio de conocimiento privilegiado en
virtud de su particular capacidad de mímesis. Particular no sólo en el sentido
enfático, sino también en el sentido de que dicha mímesis no puede ser
comparada, menos aún para minusvalorarla, con la mímesis propia de las
disciplinas científicas o sociales. Ciertamente, debemos librarnos de una vez
por todas de ese monismo epistemológico que supone que sólo existe un modo de
conocer, el científico, para recuperar la tesis aristotélica de que existen
diferentes tipos de verdad para cada ámbito de conocimiento. Más o menos
claras, evidentes o directas, todas las vías de conocimiento son necesarias
para formarnos una idea cabal de la realidad. No parece, pues, demasiado
inteligente renunciar a una vía como la literaria y resignarse a recibir, como
los presos, la luz por una única claraboya.
Más
aún cuando la luz que arroja la literatura sobre el mundo tiene una riqueza de
matices a la que ninguna ciencia puede aspirar ya que la literatura no está
escrita en blanco y negro, sino que sabe dar cuenta de la irreductible complejidad
del mundo. No lo violenta para hacerlo entrar en las letras de molde de sus
prejuicios, sino que lo observa con intimidad, curiosidad y ternura. A la luz
de su mirada casi divina los hombres son débiles y contradictorios, sus motivos
ambiguos y cambiantes, y su complejidad infinita. Así, pues, una gran novela no
sólo nos brinda tanto o más conocimiento acerca del mundo que un estudio social
o psicológico; sino que, además, nos ofrece sabiduría en el sentido más
profundo del término.
Por
otro lado, además de proporcionarnos un conocimiento privilegiado del mundo, la
literatura nos orienta en él. Ciertamente, procesos como la crisis de la razón
moderna, la globalización o la progresiva especialización del conocimiento han
provocado, al mismo tiempo, una gran desconfianza en el conocimiento humano y
una fragmentación del mismo en especialidades estancas, de modo que cada vez
nos resulta más difícil hacernos una imagen mínimamente global y consistente de
la realidad. De este modo, tanto los individuos como las comunidades se han
descubierto flotando sobre los azarosos bloques de hielo que se desprendieron
del gran proyecto de conocimiento común con el que soñaron los antiguos, los
humanistas y los ilustrados.
Por
otra parte, como señala Vargas Llosa en “Literatura y vida”, en nuestros días,
las disciplinas científicas, técnicas o sociales ya no pueden cumplir la
función cultural integradora debido a “la infinita riqueza de conocimientos y
la rapidez de su evolución, que les ha llevado a la especialización y al uso de
vocabularios herméticos.[14]”
La literatura, en cambio, continúa Vargas Llosa, nunca dejará de ser fuente de
sentimiento de pertenencia a la colectividad humana, ya que en sus páginas
todos los seres pueden reconocerse y dialogar, “no importa cuán distintas sean
sus ocupaciones y designios vitales, las geografías y las circunstancias en que
se hallen e, incluso, los tiempos históricos que determinen su horizonte.[15]”
En lo
que respecta al grupo de razones éticas, cabe señalar, en primer lugar, que la
literatura no sólo es fuente de conocimiento, sino también de perfeccionamiento
moral. La ética es una cuestión de sentimientos, de sensibilidad, más que de
saber objetivo. Podemos tener todo el conocimiento médico del mundo, pero nada
sino nuestra educación sentimental
podrá decirnos si debemos utilizarlo para curar o lucrarnos. Y en toda la
historia de la humanidad no ha habido fuente más potente y acendrada de
educación moral que la literatura.
Pero,
como dice Antoine Compagnon, la literatura no contribuye sólo “a la formación
de uno mismo”, sino también “al camino hacia el otro.[16]”
Recordemos que los ilustrados recuperaron de los estoicos la idea de que la
empatía, esto es, el ser capaz de ponerse en la piel del otro, es la base de
todo sentimiento moral. También en este punto la literatura es una herramienta
esencial ya que para sentir como los demás sienten necesitamos cierta
imaginación, y nada desarrolla más dicha capacidad que la buena literatura. En Contra el fanatismo, Amos Oz afirmará
que una de las principales características del fanático es su carencia de
imaginación, y añadirá que la literatura es uno de los principales medios para
aprender la “habilidad extrema para imaginar al otro.[17]”
Algunos
responderán que la literatura es amoral, ya que es un reino plenamente autónomo
que no le debe explicaciones a nada que no sea a sí misma. Ahora bien, que la
literatura no deba ser utilizada como propaganda política o religiosa es una
cosa, que ésta deba flotar en el vacío divino del causa sui, ya es otra muy diferente. Ciertamente, la buena
literatura no expresa contenidos morales concretos, esto es, una moraleja, pero
sí que puede enseñarnos a aceptar sin recelo la complejidad del mundo y a hacer
nuestro el placer y el dolor de los otros. Y eso lo es casi todo.
Otros
dirán que con buenos sentimientos se hace mala literatura. Sin embargo, resulta
evidente que, con su boutade, André
Gide atacaba la moralina biempensante, no las ansias radicales de conocimiento
o libertad. Lo cierto es que si admiramos una obra como Viaje al fondo de la noche de Louis Ferdinand de Céline o Justine del Marqués de Sade, no es tanto
por sus malos sentimientos, sino a pesar de ellos o a través de ellos, ya que
si Céline es cruel es porque añora el bien perdido y si en algo admiramos al
Marqués de Sade es por sus ansias de libertad absoluta.
Finalmente
vendrán los que, siguiendo a Adorno y a Blanchot, consideran que no es posible
la literatura después de Auschwitz, ya que ésta no supo impedir lo inhumano.
Cabe responderles, sin embargo, que tampoco supieron impedirlo el periodismo o
el comercio, entre otras muchas cosas, y sin embargo nadie critica su
existencia.
Además,
la literatura sí hizo mucho contra Auschwitz, ya que desde
Pero
es que la literatura no sólo hizo mucho contra Auschwitz, sino que también hizo
mucho dentro de Auschwitz. ¿Cómo disentir de Antoine Compagnon cuando dice, en ¿Para qué sirve la literatura?, que no
hay “homenaje más bello a la literatura que el de Primo Levi, en Si esto es un hombre, recitando el poema
de Ulises y contando
En lo
que respecta a las razones políticas, lo primero que podemos aducir en defensa
del estudio de la literatura es que fomenta el espíritu crítico, ingrediente
necesario para el advenimiento de la mayoría de edad ilustrada que es, a su
vez, la piedra angular de toda democracia. Dice Harold Bloom que “sólo la
lectura atenta y constante proporciona y desarrolla plenamente una personalidad
autónoma.[19]” Y
para Vargas Llosa la buena literatura es necesaria “para formar ciudadanos
críticos e independientes, difíciles de manipular, en permanente movilización
espiritual y con una imaginación siempre en ascuas.[20]”
Tanto
es así que Antoine Compagnon llegará a afirmar que la literatura es “una fuerza
de oposición[21]” de
la que podemos decir que no tiene sólo una función política, esto es, “escapar
a las fuerzas de alienación o de opresión, como decía Sartre en ¿Para qué sirve la literatura?, sino,
más aún, existencial, ya que, como dice Vargas Llosa, “toda buena literatura es
un cuestionamiento radical del mundo en que vivimos”, es “fermento de
insatisfacción frente a lo existente.[22]”
La
naturaleza crítica de la literatura se nos revela en el hecho de que, cuanto
más opresiva o insatisfactoria es la realidad que la circunda, tanto más desafiantes
y autosuficientes se muestran sus obras. Para Compagnon, de ahí se desprende la
molesta paradoja de que la libertad no le es propicia a la literatura, ya que
la priva de servidumbres contra las cuales resistirse. Esto le llevará a pensar
“que el debilitamiento de la literatura en la escena pública europea a finales
del siglo XX podría tener relación con el triunfo de la democracia.[23]”
Otra
función política de la literatura es que enriquece la lengua que utilizan las
personas tanto para dialogar como para elaborar un sentido de lo que les rodea.
Ciertamente, de un lenguaje limitado, embrollado y sin matices no pueden salir
más que oscuridades y conflictos. El lenguaje es una herramienta o técnica
susceptible de mejores y peores usos, y la literatura, una excelente piedra de
afilar.
Según Vargas Llosa, la pobreza
lingüística no supone sólo una limitación verbal, sino también intelectual: “de
horizonte imaginario, una indigencia de pensamientos y de conocimientos, porque
las ideas, los conceptos, mediante los cuales nos apropiamos de la realidad
existente y de los secretos de nuestra condición, no existen disociados de las
palabras a través de los cuales los reconoce y define la conciencia. Se aprende
a hablar con corrección, profundidad, rigor y sutileza, gracias a la buena
literatura, y sólo gracias a ella.[24]”
Asimismo,
la literatura libera la lengua de los secuestros permanentes que sufre por
parte de numerosas facciones políticas, religiosas o culturales (vencedoras o
no). La malversación lingüística es una de las técnicas de dominación más
antiguas. Dictaduras, teocracias, religiones, naciones, partidos e individuos
manipulan constantemente las palabras para no decir lo que nos están diciendo o
hacernos pensar lo que no pueden decir. La literatura, en cambio, lucha por
liberar las palabras, no tanto con el objetivo de restaurar su significado
original o verdadero, puesto que nadie tiene el monopolio de su dictado, como
con el de limpiar el tablero de juego para que el diálogo siempre traicionado pueda
volver a recomenzar.
Por
otra parte, hoy en día no sólo las diversas facciones políticas, religiosas o
culturales se pelean por escribir diccionarios o enciclopedias a la carta, sino
también la publicidad, que banaliza palabras sagradas, esto es, palabras que
sólo deberían ser dichas o discutidas con respeto y humildad, como “libertad”,
“bien”, “autenticidad”, “originalidad”, “amistad” o “amor”. Véase, entre muchos
otros ejemplos, el anuncio de relojes Viceroy que apareció en diversos diarios,
entre ellos El País, durante el mes
de enero de 2009, donde, tras enunciar los treinta artículos de
Por
otra parte, en un momento en que fenómenos diversos como la globalización, la
crisis de la razón moderna o la lógica cultural del capitalismo tardío[25]
han provocado una pérdida de sentido tanto a nivel individual como colectivo,
la literatura es una herramienta irremplazable en el intento de restaurar dicho
sentido. Ciertamente, la literatura ha sido, es y será uno de los factores
principales en la construcción de un sentimiento de especie, esto es, un
universo de valores éticos y referencias culturales básicos con los que
cualquier ser humano pueda sentirse vinculado. Esta restauración de un
sentimiento de especie es una necesidad apremiante en estos tiempos de
ultraderechización de Europa, anatemización de la inmigración, repliegues
identitarios y supuestos choques civilizatorios.
Finalmente,
además del fomento del espíritu crítico, liberación del lenguaje y restauración
de una cultura o sentido común, la literatura ha realizado luchas políticas
concretas como, por ejemplo, la literatura antiesclavista (Frederick Douglas,
Beecher-Stowe), la literatura antibélica (Dalton Trumbo, Erich Maria-Remarque,
Simon), la literatura feminista (Sor Juana, hermanas Brönte, Woolf) o la
literatura antitotalitaria (Huxley, Orwell, Sinclair Lewis).
Comentemos
a continuación la principal razón estéticas que justifica la utilidad ilustrada de la literatura en la consecución de la felicidad de la
mayor parte de los hombres. Para empezar, resulta innegable que el goce
estético es un ingrediente fundamental de la felicidad humana. Una vida
cubierta en sus aspectos más básicos, pero con una vivencia estética pobre o
inexistente, no puede ser considerada una vida feliz. Una vez sentada la
esencialidad del goce estético para la felicidad del hombre, cabe añadir que la
literatura no sólo es, en sí misma, una fuente inagotable de goce estético,
sino que, además, contribuye a desarrollar la sensibilidad de tal manera que
ésta pueda hallar por su cuenta innumerables razones de goce estético en el
mundo extraliterario.
Finalmente,
un último grupo de razones que demuestran que la literatura es un elemento
esencial en la consecución de la felicidad ilustrada de la humanidad son
aquellas que hacen referencia a su capacidad terapéutica. Ya Aristóteles insistió en su Poética que la literatura no sólo podía ilustrarnos mediante la mímesis sino también purificarnos
mediante la catarsis. Ampliando su
radio de acción, podemos decir que la literatura tiene una gran capacidad de
consolación, acompañamiento o distracción.
Ciertamente,
los primeros seres humanos, sentados alrededor de sus hogueras, se contaban
historias para defenderse del miedo y el aburrimiento; Boecio escribía en
prisión mientras esperaba su ejecución; los protagonistas del Decamerón de Boccaccio se explicaban
historias para olvidarse de la peste; John Stuart Mill salió de su depresión
gracias a la lectura de la poesía de Wordsworth. En fin, cada uno de nosotros
conoce incontables casos que prueban que, como decía Roland Barthes, quizás “la
literatura no permite andar, pero
permite respirar.[26]”
Finalmente,
podemos aducir que la literatura intensifica nuestras vidas. Veamos, por
ejemplo, cómo para Vargas Llosa no es exagerado decir que una pareja que ha
leído a Garcilaso, a Petrarca, a Góngora y a Baudelaire ama y goza mejor que
otra que apenas ha leído nada. “En un mundo aliterario, el amor y el goce
serían indiferenciables de los que sacian a los animales, no irían más allá de
la cruda satisfacción de los instintos elementales: copular y tragar.[27]”
Y de la misma manera que la literatura intensifica, vivificándolo, el amor, la
literatura puede intensificar la vida. Lo que nos lleva, de nuevo, a decir, que
la literatura la vida más amable, esto es, más digna de ser amada.
Se
nos dirá que la literatura, y todas sus utilidades
ilustradas, no desaparece con la filología. Y en parte es cierto. Pero la
historia nos ha enseñado que si la literatura deja de ser enseñada, sólo los
grupos sociales acomodados tienen acceso a la formación necesaria para gozarla
en sus formas más elevadas. Si la filología se debilita o desaparece, y con ella
la enseñanza seria de literatura en primaria y secundaria, regresaremos a
etapas anteriores en la que las capas plebeyas
sólo podrán acceder a formas populares de literatura, mientras que las capas nobles podrán disfrutar, además, de la
alta literatura. ¿Seguirá existiendo la literatura? Sí, pero ya no podrá
contribuir a la felicidad de la mayor
parte de los hombres, con lo que el criterio de utilidad ilustrada se habrá
visto gravemente violentado.
Para
acabar este apartado, me gustaría señalar que el mundo audiovisual no puede
cumplir con la misma excelencia con que lo hace la literatura estos cinco tipos
de utilidades ilustradas. Para
empezar, el enorme presupuesto y movilización de personal que implica el rodaje
de una película o un programa de televisión limita enormemente la libertad de
guionistas y directores, a diferencia del caso literario en el que la libertad
creativa está más garantizada al entrar en concurso únicamente una sola persona
y un bolígrafo. Por otra parte, el enorme impacto que tienen sobre el
imaginario de la población los medios audiovisuales, hacen que éstos sean mucho
más estrictamente controlados que la literatura, que por ser minoritaria, goza
de una mayor libertad. Asimismo, en los medios audiovisuales, las palabras son
relegadas a un segundo plano, cuando, como todos sabemos, la elaboración de un
sentido a partir de la realidad no es icónica, sino fundamentalmente verbal, de
modo que la importantísima función de enriquecimiento de la lengua sólo puede
cumplirla, por el momento, la literatura[28].
1.2.-
Pero
si aquello por lo que nos están preguntando no es por la utilidad ilustrada de la filología, sino por otro tipo de utilidad,
tenemos derecho a exigir que se nos explicite de qué tipo de utilidad se nos
está hablando (y no valen aclaraciones vagas del tipo “una utilidad menos
vaga”, “más concreta”, “más realista”…), porque nadie está obligado a responder
a acusaciones confusamente formuladas.
En
definitiva, ¿por qué hablan de utilidad cuando lo que quieren decir es
rentabilidad? La respuesta, es fácil, porque el adjetivo “rentable” no tiene
tanto prestigio como el adjetivo “útil”, ya que, como hemos visto, el adjetivo
“útil” puede camuflarse fácilmente tras una retórica ilustrada. Pero no hace
falta ser muy perspicaz para saber que aquello de lo que se acusa a la
filología es, simplemente, de no ser rentable en términos económicos, ni
individual ni colectivamente.
A
nivel individual, no hay mucho que decir, ya que si la filología es poco rentable,
lo único que debe hacerse es no invertir en ella, cosa que ya se hace sin
ningún problema. A nivel colectivo, el problema es diferente, ya que lo que se
está diciendo es que la filología es un sector deficitario que debe ser
sometido a una reestructuración que lo haga más rentable o, simplemente, debe
ser eliminado.
En lo
que respecta a la eliminación de los sectores públicos deficitarios, la
cuestión es complicada, ya que implica opciones ideológicas más particulares
que el consenso universal, que sí podemos exigir cuando se trata de los
derechos humanos o la defensa ilustrada de la autonomía de los individuos.
Baste constatar que la idea de adelgazar unas humanidades deficitarias está
dentro de un movimiento internacional de gran calado conocido como “revolución
neoliberal”, nacido a mediados de los setenta, a partir de la crisis del
sistema del bienestar, la victoria de Margaret Thatcher y Ronald Reagan y la
reforma antikeynesiana de organizaciones internacionales como el FMI, el BM y
Como
toda ideología dominante, la revolución neoliberal ha buscado naturalizarse,
esto es, erigirse en el único modo natural
de concebir las cosas, difundiendo como axiomas principios como la primacía de
lo económico sobre lo político o la omnisapiencia y omnipotencia del mercado
para dirigir e impulsar el progreso, no sólo de la economía, sino también de
todas las esferas humanas. De ambos principios se desgajan medidas como la
desregulación de la economía, la privatización de empresas públicas, la
liberalización de comercio e industrial, la reducción del gasto público o la
eliminación de controles sobre flujos financieros globales.[29]
Evidentemente,
la discusión acerca de la utilidad y modo de pervivencia de las humanidades en
el seno de nuestra sociedad, en general, y en el seno de la universidad, en
particular, no es ajeno a este contexto. Así, pues, la respuesta que demos no
puede ser “neutra” políticamente, si es que tal condición existe, sino
necesariamente comprometida, en los dos sentidos del término. Es difícil no
coincidir con Edward W. Said cuando, al principio de Orientalismo –una obra fundacional en el estudio de las disciplinas
humanísticas- afirma que “el consenso general y liberal que sostiene que el
conocimiento “verdadero” es fundamentalmente no político (y que, a la inversa,
el conocimiento abiertamente político no es verdadero), no hace más que ocultar
las condiciones políticas oscuras y muy bien organizadas que rigen la
producción de cualquier conocimiento.[30]”
No se
trata, claro está, de caer en las teorías conspirativas, que consideran que
unos pocos individuos, empresas u organismos internacionales, están dirigiendo
la historia a voluntad, o en un marxismo simplificador que considera que la
cultura no es más que la expresión de intereses económicos encontrados, sino
más bien de tomar conciencia del marco histórico general dentro del cual el
problema que nos atañe está situado. Sólo de este modo podremos asumirlo en su
complejidad y pensar con conocimiento de causa y prudencia.
Una
vez anotado esto, veamos qué consecuencias tendría aceptar la pregunta por la
utilidad económica de la filología. En primer lugar, podemos responder que las
humanidades sí tienen o pueden aspirar a una rentabilidad económica.
Ciertamente, existen dos procesos básicos de rentabilización de una disciplina:
podemos racionalizarla para optimizar su productividad o reestructurarla para hacerla más rentable.
En lo
que respecta al primero de estos procesos, cabe señalar que no es lo mismo
racionalizar que “empresarializar”. No se trata, claro está, de que lo
empresarial sea malo por naturaleza, sino de que es malo que lo empresarial se
imponga fuera de sus límites naturales. Y eso es, precisamente, lo que está
pasando en estos tiempos en los que términos como “racionalizar” y
“empresarializar” son casi sinónimos. ¿Cómo negar que en los últimos años hemos
vivido un proceso de “empresarialización” del mundo universitario que ha
afectado tanto a las facultades de ciencias como a las de letras? Ya no
cursamos asignaturas sino créditos, hablamos de productividad científica, de
competitividad, los profesores no tienen proyectos intelectuales sino tramos de
investigación que nos recuerdan a los objetivos de las empresas, la evaluación
no depende de un examen final sino de microtareas, etc[31].
La
generalización de un sistema metafórico economicista es evidente. No se trata
sólo de una manera de hablar. Como decía Nietzsche, las metáforas no son meros
adornos retóricos, sino instrumentos cognitivos con los que damos formas a la
realidad. De ahí que Lakoff y Johnson digan, en Metáforas de la vida cotidiana, que “las metáforas puedan crear
realidades, especialmente realidades sociales.[32]”
No nos hallamos, pues, ante una simple moda lingüística, sino ante un profundo
cambio de cosmovisión cuyas consecuencias sociales y humanas son mucho más
profundas de lo que solemos pensar.
Indudablemente,
la “empresarialización” del discurso educativo no es ajena a la precarización
del trabajo universitario, la clientelización del alumno, la mercantilización
del conocimiento, el recorte de las disciplinas deficitarias, etc. Las
universidades nunca fueron el jardín de Epicuro, pero con estos cambios estamos
añadiendo a viejos errores endémicos, nuevos vicios posmodernos.
El segundo proceso básico de
rentabilización de una disciplina es el de realizar algunos cambios
estructurales que la hagan más interesante de cara a posibles inversores. Mientras
que el anterior proceso tiende a dejar intacto el interior de la disciplina ya
que sólo busca optimizar su funcionamiento externo, este segundo proceso busca refundarla desde el interior para hacer
que deje de ser deficitaria.
Las propuestas son muchas. Aquellos que
han tenido que redactar solicitudes de ayudas para proyectos o grupos de
investigación y aquellos que han tenido que diseñar los nuevos grados saben muy
bien que nunca falta en el cuestionario de turno un apartado que pregunte, bajo
una u otra fórmula, por la rentabilidad económica de los estudios propuestos.
Siguiendo la metáfora economicista a la que antes nos referíamos, dicha idea
suele conocerse como “transferencia del
conocimiento”.
Evidentemente,
lo que todos estos cuestionarios nos piden no es que enumeremos unas “salidas”
ya existentes (que el mercado en su omnisciencia
ya tiene perfectamente preparadas), sino que creemos otras nuevas. ¿Cómo?
Alterando levemente la naturaleza de
las humanidades.
Por
ejemplo, los departamentos de historia pueden dedicarse a estudiar las fiestas
regionales, costumbres, supersticiones y hábitos culinarios de aquellos
municipios, regiones y países que estén dispuestos a financiarlos. Incluso
pueden entrar a formar parte de alguna fundación, instituto u observatorio
financiado por algún partido político o grupo mediático que necesite de su
objetivo apoyo científico a la hora de promover ciertas ideas y usos del pasado[33].
Los más emprendedores quizás puedan dotar de un valor añadido a determinados
productos químicos o comestibles demostrando que siguen fielmente fórmulas o
recetas antiquísimas.
Si
sabe adaptarse a los nuevos tiempos, también la filología podrá hacerse
rentable. Puede convertirse, por ejemplo, en un anexo del ministerio de
turismo. Cervantes y Vargas Llosa son la paella y la sangría de la lengua
española que, por otra parte, es un gran activo económico, verdadera materia
prima de la que hasta se ha calculado los millones de euros que produce cada
año. Recordemos, por ejemplo, cómo en un artículo publicado en el El País, en marzo de 2009, se afirma,
entre otras perlas, que la “riqueza del patrimonio es rentable para el sector
turístico”, que las humanidades son “una ventaja para negociar” o que
Sin
embargo, aun aceptando la legitimidad de la pregunta por la utilidad económica
de las humanidades, podemos responder que no, que ni racionalizándolas ni
reestructurándolas podemos hacer de ellas unas disciplinas rentables. Esto nos
llevaría de nuevo a una discusión más explícitamente ideológica. Si
consideramos que el estado debe mantener sectores deficitarios por el bien de
la mayoría, entonces, aceptaremos la naturaleza deficitaria de las humanidades,
si consideramos, en cambio, que el estado debe reducirse a la mínima expresión
y ser simplemente un marco garante del libre comercio, entonces, aceptaremos
que las humanidades deben desaparecer.
Cabe
preguntarse, sin embargo, ¿qué hubiese sido de la historia de la humanidad si
los gigantes de cuyos hombros nos estamos resbalando hubiesen aplicado a sus
pensamientos, escritos y esfuerzos la lógica de la rentabilidad? Platón hubiese
sido un gran comerciante; Aristóteles hubiese aprovechado su influencia sobre
Alejandro Magno para hacerse gobernador de alguna región oriental; Sócrates,
Frege o Kojève habrían anulado sus clases, tan vacías siempre; Montaigne se
hubiese olvidado de sus Ensayos para
ser alcalde de Burdeos durante ocho años más; Kant no hubiese escrito durante
su famoso silencio de diez años
Resulta,
pues, preferible rechazar la pregunta por la utilidad de las humanidades en su
acepción economicista ya que, sea cual sea la respuesta, nos lleva a caminos
indeseables, no sólo para los humanistas, sino, sobre todo, para la sociedad.
Aceptar las preguntas tal y como se nos hacen sin ponerlas en cuestión y
rechazarlas, si es el caso, es dejar que los demás escojan las armas del duelo.
Así,
pues, sólo debemos aceptar la pregunta por la utilidad en su acepción humanista
e ilustrada, esto es, como una pregunta por la capacidad de las humanidades
para contribuir a la felicidad espiritual y material de la mayor parte de la
humanidad. Y en dicha acepción, como hemos visto, las humanidades dan la talla.
Pero
como vimos al principio de estas páginas, también podemos rechazar la pregunta
por la utilidad tanto en su acepción económica como en su acepción ilustrada, y
apostar por una defensa intrínseca, inmanente, de la filología. Ciertamente,
que la utilidad sea el criterio absoluto de valoración, por encima de otros
criterios como, por ejemplo, el bien, la verdad o la belleza, es algo que puede
discutirse con toda legitimidad. Pero eso ya nos lleva al siguiente apartado.
2.-
Recordemos
que nuestra segunda opción básica a la hora de enfrentarnos a la pregunta de
marras era rechazarla por considerar inaceptable el presupuesto básico que
lleva implícito en su seno, esto es, que la utilidad es el único criterio de
valoración existente, por encima de otros criterios como los de verdad, bondad
o belleza.
Ciertamente,
la secularización de las sociedades contemporáneas, la crisis de la razón
moderna y el relativismo pluralista connatural al sistema democrático nos han
llevado a perder la fe no sólo en nuestra capacidad para conocer los valores
éticos, estéticos y epistémicos sino, incluso, en la existencia misma de dichos
valores más allá de nuestra propia intersubjetividad.
Ya a
finales del XIX, el pragmatismo de William James y Charles Sanders Peirce
afirmaba que tras la pérdida de contacto con los valores con los que hasta el
momento los hombres habían pretendido regir su vida, sólo nos quedaba la
utilidad como base de todo significado[35].
Así,
pues, frente a la defensa a ultranza del pragmatismo, que es el discurso
oficial de nuestros tiempos, cabe oponer, además de las objeciones particulares
expuestas en los apartados anteriores, dos objeciones generales: la primera,
que no está claro que podamos prescindir tan alegremente de toda referencia a
los valores; la segunda, que aunque tuviésemos que prescindir de toda
referencia a los valores, antes de recurrir al seudo-criterio de la utilidad,
podríamos apelar, aunque pueda sorprendernos, al criterio de la inutilidad.
En lo
que respecta a la primera objeción, cabe decir que, como hemos visto a lo largo
de estas páginas, aun aceptando el pragmatismo, estamos obligados a definir qué
cosa entendemos por utilidad, discusión en la que, inevitablemente, la
referencia a los valores vuelve a ser necesaria. Al fin y al cabo, no quieren
decir exactamente lo mismo los términos “utilidad” o “eficacia” en la boca de
Hitler o en la de Montaigne.
Por
otra parte, resulta un escepticismo demasiado dogmático el afirmar sin matices
que no existe más valor que el de la utilidad. No ganamos mucho si cambiamos la
ley de la razón por la ley del más fuerte, no tanto física como social y
económicamente. Por ello, quizás sea necesario recuperar un dogmatismo
escéptico que afirme que sí hay valores más valiosos que la utilidad, sólo que
perfeccionables y dialogables. No
Finalmente,
como sugerimos en el apartado anterior, aun perdiendo todos los valores, queda
colocar el bien del hombre, esto es, su felicidad material y espiritual, en el
centro de todo. No se trata, al fin y al cabo, más que del antropocentrismo
humanista e ilustrado que convertiría la utilidad en un criterio subordinado a
la felicidad del hombre. Lo que nos lleva a una utilidad concebida en términos
ilustrados, de la cual ya demostramos que la filología, en particular, y las
humanidades, en general, eran irremplazablemente útiles.
En lo
que respecta a la segunda objeción, cabe decir que aunque nuestra fe en la humanidad
fuese tan débil que sus valores no fuesen capaces de plantar cara al criterio
de la utilidad, podríamos responder que la inutilidad es, en sí misma un valor.
Esta idea aparentemente absurda no sólo tiene una larga tradición filosófica
sino que, además, forma parte de nuestro más profundo sentir moral.
Recordemos,
para empezar, cómo los griegos (y como decía Borges citando a Coleridge “somos
irremediablemente griegos”) distinguían entre dos tipos de acciones:
“interesadas” y “desinteresadas”. Las acciones “interesadas”, que también
podemos llamar acciones económicas o productivas, son aquellas que buscan un
efecto exterior a ellas mismas. Construir una casa, por ejemplo, no tiene como
objetivo estar construyendo una casa sino, más bien, tener una casa en la que
vivir. Las acciones “desinteresadas”, en cambio, conocidas también como
acciones prácticas, no buscan nada exterior a sí mismas.
Las
acciones interesadas (construir una casa, cultivar un campo, trabajar) son
aquellas que nos permiten sobrevivir, y no dejan de ser un mal necesario. Las
acciones desinteresadas, en cambio –de las cuales podemos distinguir tres
tipos: éticas (supuestamente no ayudamos a un amigo para obtener un beneficio),
estéticas (supuestamente no pintamos un cuadro para tapar un agujero en la
pared o ganar dinero en una subasta) y políticas (supuestamente no hacemos
política para obtener beneficios sino para mejorar la sociedad)-, son aquellas
que nos realizan como seres verdaderamente humanos. Así, según los griegos,
cuanto más tiempo dediquemos a las acciones desinteresadas, más plenamente
humana será nuestra existencia. No es casual que, luego, en latín la palabra
“negocio” sea una negación de la raíz “ocio”, “nec otium”.
No
podemos, claro está, añorar la vida exclusivamente “desinteresada” de los
“griegos”, porque la vida plenamente humana de unos pocos ciudadanos griegos se
basaba en la vida plenamente inhumana de esclavos, criados y mujeres.
Ciertamente, estamos condenados a repartir nuestra vida entre las acciones
interesadas, o de supervivencia, y las acciones desinteresadas, o de
realización.
Así, pues, la literatura, que participa
a un tiempo de las tres esferas desinteresadas, ética, estética y política, es
un fin en sí mismo, una actividad humanizadora básica, de modo que no necesita
ningún tipo de justificación externa ni está obligado, por lo tanto, a
responder a la pregunta de si sirve para algo.
El
problema consiste en que desde los inicios de la era moderna la esfera de
acciones interesadas o productivas ha ido ampliándose más y más hasta amenazar
el espacio necesario para una existencia mínimamente humana. Esta hipertrofia
del ámbito económico de la vida fue constatada, como dijimos al principio de
estas páginas, por Marx, que la llamó “subsunción
de la realidad por parte del capital”; por Hannah Arendt, que habló de
“economización de la existencia”; y por Jürgen Habermas, que acuñó la expresión
“colonización sistémica de la vida”.
Y, como señalamos también más arriba,
la literatura moderna va a nacer, en buena medida, como una reacción contra la
economización de la existencia, en general, y de la creación artística, en
particular. Recordemos las críticas de románticos y modernistas contra el
filisteísmo, las negativas de todos los escritores a partir de Baudelaire y de
Flaubert “a reconocer a la literatura cualquier poder que no sea sobre sí
misma.[37]”
El arte por el arte, la sacralización del fracasado como símbolo de la negativa
a dejarse corromper por el pragmatismo de la sociedad burguesa, etc. También en
Por qué leer los clásicos, Italo
Calvino se niega a recoger el guante que le lanza a la cara la pregunta de
marras: “la única razón que se puede aducir es que leer los clásicos es mejor
que no leer los clásicos.[38]”
Y añade: “y si alguien objeta que no vale la pena tanto esfuerzo, citaré a
Ciorán: “Mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía un aria para
flauta. “¿De qué te va a servir?”, le preguntaron. “Para saberla antes de
morir”.[39]”
CONCLUSIÓN
Muchos
consideran que es demasiado tarde para repensar los términos en que se plantea
el Plan de Bolonia. El momento, dicen, era hace diez años, cuando se aprobó. Y
en parte tienen razón. Ciertamente, como la lechuza de Minerva, que alza el
vuelo al atardecer, la conciencia suele llegar con retraso. Sin embargo, no
podemos vivir dejándolo todo para la próxima vez.
Asimismo,
la excesiva burocratización de la enseñanza tiende a desanimar a sus verdaderos
protagonistas, esto es, a alumnos y a profesores. No se trata, claro está, de
simplificar demasiado las cosas, pero tampoco de permitir que unos cuantos expertos monopolicen nuestro derecho a
decidir sobre cuestiones tan importantes como qué cosa es el conocimiento o
cuál es el objetivo último de toda educación superior.
Debemos,
pues, pinchar la burbuja terminológica y disponernos a cumplir con el deber
ilustrado de atrevernos a pensar por cuenta propia, seria y documentadamente,
acerca de cuál debería ser el papel de las humanidades en el sistema educativo
y social que deseamos. Ésta ha sido la intención de estas páginas.
BIBLIOGRAFÍA
Barthes, Roland, Ensayos críticos, Barcelona, Seix
Barral, 1967
Bermudo, J. M., Filosofía política. Asaltos a la razón
política, 3 vols., Ediciones del Serbal, Barcelona, 2005
Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, Barcelona, Anagrama,
2000
Calvino, Italo, Por qué leer los clásicos, Tusquets,
Barcelona, 1995
Castany Prado, Bernat, Literatura posnacional, Universidad de
Murcia, 2007
Compagnon, Antoine, ¿Para qué sirve la literatura?,
Acantilado, Barcelona, 2008
Cruz, Manuel, Las
malas pasadas del pasado, Anagrama, Barcelona, 2005
James, William, Pragmatismo, Folio, Barcelona, 2002
[1907]
Jameson, Fredric, El posmodernismo o la lógica cultural del
capitalismo avanzado, Paidós Studio, Barcelona, 1991
Horkheimer, Max, Crítica de la razón instrumental,
Trotta, Madrid, 2002
Lakoff, George y Johnson, Mark, Metáforas de la vida cotidiana, Cátedra,
Madrid, 1998, [1980]
Navarro, Rosa, Por qué leer los clásicos, Ariel,
Barcelona, 1996
Oz, Amos, Contra el fanatismo, Siruela, Barcelona, 2005
Pardo, José Luis, “El conocimiento
líquido. Sobre la reforma de las universidades públicas”, en Claves de razón práctica, nº 186, 2008,
pp. 4-11
Rorty, Richard, El pragmatismo, una versión, Ariel,
Barcelona, 2000.
Said, Edward W., Orientalismo, DeBolsillo, Barcelona,
2007
Sartori, Giovanni, Homo videns, Taurus, Madrid, 1998
Sartre, Jean Paul, ¿Para qué sirve la literatura?, Buenos
Aires, Proteo, 1966
Silió, Elisa, “Aristóteles es
director estratégico. Las empresas valoran la inteligencia crítica de los
licenciados en Humanidades”, El País,
lunes 2 de marzo de 2009
Steger,
Manfred, B., Globalization,
Todorov, Tzvetan, El espíritu de
Vargas Llosa, Mario, La verdad de las mentiras, Alfaguara,
Madrid, 2002
XII
¿FILOLOGÍA O QUÉ?
Francisco Chico Rico
(Universidad de
Alicante)
Una de las cuestiones que más ha
preocupado últimamente a los profesores universitarios en el marco del proceso
de modificación de los actuales planes de estudio para su adaptación al llamado
"Espacio Europeo de Educación Superior" (EEES) y el establecimiento
de los futuros títulos de grado es la relativa a las denominaciones que éstos
deben recibir, si bien creo que esta preocupación ha sido más propia de las
áreas humanísticas, y, sobre todo, de las filológicas, que de las áreas
científico-técnicas. No pienso que sea una cuestión trivial, aunque a primera
vista pueda parecer un simple asunto formal y terminológico, de etiqueta o de
rótulo. Es, en el fondo, mucho más que eso, puesto que la denominación de un
título universitario, en un contexto socio-cultural como el actual, puede
llegar a desempeñar una función y a entrañar una responsabilidad fundamentales
en relación con su calado en la sociedad y su particular demanda por parte de
ésta ―sobre todo, insistiré una vez más, en el ámbito general de las
áreas humanísticas y, muy especialmente, de las filológicas―.
Así, en un marco social en el que las
Humanidades no gozan del prestigio que sin duda alguna tienen
El ejemplo que mejor conozco, por
proximidad, es el de
En el 80% de los casos, pues, se
prescinde explícitamente del tradicional concepto de 'filología' en el marco de
la educación superior, en un acto, absolutamente consciente, de borrado
cultural guiado por el intento de llegar más fácilmente a la sociedad, de dar
una más clara respuesta a determinadas exigencias del actual mercado de trabajo
y ―¿por qué no decirlo también?― de asegurar la estabilidad de las
plantillas docentes e investigadoras existentes.
He de decir, en consonancia con lo que
afirmaba ya al principio, que estos motivos me parecen más que suficientes para
reorientar, en una dirección cada vez más práctica ―o, mejor,
pragmática― los actuales estudios de Filología. Pero también es cierto
que las denominaciones ―las etiquetas o los rótulos― con las que se
presentan los productos pueden llegar a condicionar e incluso a determinar sus
contenidos, positiva o negativamente. Y creo, para empezar, que ese acto,
absolutamente consciente, de borrado cultural del tradicional concepto de
'filología' llevado a cabo puede conducir, si no se adoptan desde el primer
momento las cautelas necesarias, a irresponsables y perniciosas incoherencias y
lagunas científicas en nuestros futuros egresados: efectivamente, mientras que
el término "filología" es un término aglutinador y de fuerzas
centrípetas, el término "estudios" es un término dispersor y de fuerzas
centrífugas.
Además, denominaciones como las de Estudios árabes e islámicos, Estudios franceses y Estudios ingleses adaptan a los casos
concretos de las lenguas/literaturas/culturas árabe, francesa e inglesa,
respectivamente, el marbete de tradición anglosajona "Estudios
culturales" ("Cultural Studies"), cuya práctica, como es bien
sabido, abarca campos de estudio amplios y complejos, difíciles de delimitar,
en los que las lenguas y sus realizaciones se contemplan en sus multiformes
relaciones con los contextos políticos y sociales en los que aquéllas se
manifiestan, y siempre en ausencia de método.
Por su parte, denominaciones como la de
Español: Lengua y Literaturas
arrancan con la especificación de un idioma, dejando en un segundo lugar la
referencia al estudio ―¿filológico?― de la lengua y su(s)
literatura(s), en un intento de aproximar el objeto de estudio a las demandas o
necesidades más próximas y explotables de la sociedad: la enseñanza del español
―o de cualquier otra lengua― como lengua extranjera, en un ámbito
académica y científicamente diferenciado del correspondiente a las escuelas de
idiomas.
Por todo ello, considero que se
sacrifican muchos significados y matices prescindiendo del tradicional concepto
de 'filología', y, lo que es peor, se abre la puerta a la devaluación de la
formación y la especialización filológicas de nuestros futuros estudiantes. En
este sentido, mucho habrá que cuidar la confección de los nuevos planes de
estudio y mucho habrá que velar para impedir que, con el paso del tiempo, las
disciplinas fundamentales y propias de esta ciencia ya milenaria vayan viéndose
sustituidas por materias accesorias o incidentales, derivadas de los gustos,
modas o tendencias socio-culturales del momento.
XIII
FILOLOGÍA SÍ
Jacinto Nicolás
(Filólogo y
periodista)
Cuando hablamos
de estudios de ámbito universitario, entiendo que su carácter científico se da
por supuesto. En ese caso, ¿por qué escamotear el término que designa como una
ciencia esos estudios?
El
término “Estudios” puede llegar a referirse a estudios inacabados o
incompletos. El ejemplo más claro lo encontramos en multitud de
currículos donde, junto a una licenciatura o a veces en solitario, se habla de
“Estudios de …” para referirse a unos cursos sueltos o, en cualquier caso, a
algo sin reconocimiento oficial.
Por otra parte, si se pretende mantener la denominación de Filología para
la especialidad de Clásicas entraríamos, a mi juicio, en un agravio comparativo
entre disciplinas hermanas. ¿Acaso resulta tener un carácter más científico el
estudio de las lenguas clásicas que el de la lengua y literatura hispánicas?
En resumen, creo que habría que mantener la actual denominación para los
títulos universitarios de Grado y que ésta no influye en la “calidez” o
“frialdad” de los llamados estudios de humanidades. Otra cosa sea cómo se
impartan los contenidos y de qué forma se acerque la materia al alumno, al
margen del nombre que ésta tenga. Algo que debe hacerse siempre con el máximo
rigor científico, pero también de la forma más atractiva posible para un
alumnado que ha elegido una especialidad de letras.
XIV
FILOLOGÍA, UN SENCILLO COMENTARIO
Alberto José Sánchez Griñán
(Escuela de Lenguas Extranjeras de
Pekín", 北京市北外附属外国语学校)
Creo que está
bien el cambio de los términos, sobre todo para evitar la aclaración de
"Filología" cuando en el extranjero (o un extranjero) se pregunta por
la carrera estudiada. Yo siempre lo he tenido que explicar, con el consecuente
lío causado por el nombre del título:
-Philo... what? you mean, Philosophy?
-No, no, Philology, Spanish Language and Literature.-I
see, you have two degrees...
-No, only one.-But your degree... Licenciado en
Filosofía y Letras...-That's just the general name of the degree. The subtitle
is Hispanic Philology.
-[cara de incomprensión] Philology means...
Hasta que en los
currículos ya pongo directamente Spanish Language and Literature para no
andarme con erudiciones. Y esto en inglés, en chino ni te cuento. Por tanto,
muy bien el cambio. Yo incluso quitaría lo de "Estudios", y para
abarcar la literatura hispanoamericana pondría Lengua Española y Literatura
en Español (suena redundante, pero en realidad no lo es, ¿verdad?).
XV
EL NOMBRE EXACTO DE LAS COSAS
José S. Carrasco Molina
(I.E.S. Diego
Tortosa de Cieza)
Cuando en el aula
explicamos, curso tras curso, las características del signo lingüístico, la
primera es la arbitrariedad, es decir, la relación caprichosa entre una cosa y
su nombre; sin embargo, hay situaciones, y no sólo las onomatopeyas, donde la
ligazón entre la palabra y el concepto es tan íntima que costaría mucho su
divorcio.
Y una de esas
excepciones sería la denominación de “filología” para los estudios que giran en
torno a la palabra. Sería difícil encontrar una palabra más precisa y adecuada,
más sugerente y sugeridora. Porque, junto con su palabra hermana, “filosofía”,
forman una pareja de términos que realzan y definen lo más noble del ser
humano. Porque ¿hay algo que ennoblezca y eleve más la condición humana que el
amor a la sabiduría y el amor a la palabra?, ¿hay algo que nos separe más del
resto de seres vivos?
Llamarse y
sentirse filósofo o filólogo es uno de los mejores atributos que pueden adornar a cualquier hombre o mujer que busque la superación como
persona.
Ciñéndonos a la
filología, su actividad se centra en la palabra, enfocada no sólo como
instrumento de comunicación, como “mensajera” de ideas o conceptos, sino
también como creadora de belleza, y es entonces cuando nace la literatura. La
palabra se convierte en objeto de estudio y en sujeto y objeto estético al
mismo tiempo y cada palabra, colocada en su sitio adecuado, en su lugar
preciso, se convierte en una preciosa joya que comunica y emociona, que
transmite y sugiere.
Por eso, por su
valor intrínseco, no basta con estudiarla y analizarla, con descomponerla y
escrutarla; hay que dar un paso más y conseguir amarla, y es por ello por lo
que nos convertimos en filólogos, en amantes de la palabra los que así la valoramos.
En unos tiempos
en los que la denominación correcta de las cosas es tan importante, podríamos
clamar como el poeta Juan Ramón Jiménez:
Intelijencia, dame
el
nombre exacto de las cosas.
Y seguramente la
inteligencia nos respondería que para estos estudios que giran en torno a la
palabra, el término “filología” es el nombre
exacto, tan antiguo como preciso, tan tradicional como actual, tan prestigioso como comprometido.
XVI
Jaime Céspedes
(Université Paris 10 – Nanterre (CRIIA))
Escribo esta aportación al debate
en torno al término “Filología” en la denominación de los títulos
universitarios de Grado desde mi experiencia como antiguo alumno de Filología
de la universidad pública española que está desarrollando su carrera
profesional en Europa, principalmente en Francia, un país en el que el término
en cuestión no se utiliza en absoluto para denominar los estudios de Lengua y
Literatura de un dominio lingüístico. A mi modo de ver, el problema debería
resolverse atendiendo a la perspectiva desde la que se aborda el estudio de la
Lengua y la Literatura. Si esta perspectiva no es filológica o ya no es
principalmente filológica, sino que en la carrera conviven varias perspectivas
sobre los hechos lingüísticos y literarios, como, por ejemplo, la histórica, la
social o la antropológica, los antiguos estudios de Filología deberían pasar a
denominarse por el objeto estudiado (Estudios de Lengua y Literatura) y no por
la perspectiva científica.
Esta es, desde luego, la realidad
en los sistemas francés y británico desde mucho antes de que los conociera de
primera mano en los años noventa, donde los estudios de Filología Hispánica,
pongo por caso, son llamados Études Hispaniques y Hispanic Studies
respectivamente (o, separando los ámbitos español e hispanoamericano, Études
espagnoles et hispano-américaines y Spanish and Latin-American Studies).
En lo que concierne al estudio de la Literatura, una cosa que siempre me llamó
la atención en mis primeros contactos con el mundo universitario francés y
británico es que una obra literaria solamente se estudia en función de su carga
social, en la medida es que es representativa de una época, de una ideología o
de un contexto, nunca de manera principalmente lingüística, inmanente o
“puramente” literaria. Por ello, en Reino Unido y Francia los Estudios
Hispánicos conllevan obligatoriamente cada año el estudio de la asignatura que
en un sitio llaman Hispanic culture y en el otro Civilisation
hispanique, es decir, nociones de Historia con una perspectiva de Historia
social y cultural, y con arreglo a ellas se estudian la Literatura, la Lengua y
las demás asignaturas de la carrera, en las que, además, las materias
audiovisuales suelen también estar bien representadas. El punto de vista sobre
el estudio del dominio lingüístico hispánico no es, por lo tanto, filológico, o
no es principalmente filológico. Y este es el caso del estudio “especializado”
de un dominio lingüístico, ya que, por ejemplo, en Francia existe la diferencia
entre los estudios de LCE (Lengua y Cultura Extranjera) y los estudios de LEA
(Lengua Extranjera Aplicada) dentro de un mismo dominio lingüístico, siendo LCE
los estudios que más se parecen a las carreras de Filología españolas y LEA los
estudios de una lengua extranjera directamente aplicados a otras áreas de
estudio, normalmente el Derecho y la Economía, siendo cada año cada vez menor
el número de alumnos matriculados en LCE.
Consulto, como de costumbre, el
diccionario Robert de la langue française y compruebo que el sentido en
que nosotros entendemos “Filología” aparece solamente en cuarto lugar, étude scientifique d’une langue par
l’analyse critique des textes, y los dos únicos ejemplos que aparecen de
este sentido son los de Philologie Romane y Philologie Germanique,
precisamente los de dos ámbitos en cuyos países se utiliza corrientemente el
término. O se utilizaba, porque en Alemania hace ya décadas que se adoptó lo
que se denomina, retomando una expresión del inglés, el cultural turn de
las ciencias literarias, es decir, la plena adopción en el estudio de la Lengua
y la Literatura de un dominio lingüístico (incluido el autóctono) de
perspectivas diferentes de la filológica, además de la inclusión de materias
diferentes de la Lengua y la Literatura que contribuyen a un conocimiento más
amplio de la cultura de la lengua enseñada. De modo que es ya bastante raro ver
en las universidades alemanas el Institut für Deutsche Philologie que
todavía pervive en viejas universidades como la de Múnich: lo más frecuente hoy
día es encontrarse con un Institut für Germanistik. Un alumno alemán
dirá Ich studiere o Ich mache Germanistik, dirá que estudia
“Germanística”, no que estudia Filología Germánica, ni siquiera en Múnich, la
expresión no se usa en el sentido en que se usa en España. Y es que el término
“Filología” en alemán ha pasado a designar un estudio demasiado ensimismado de
los textos, desconectado de la perspectiva social, y, por ello, no se emplea
para hacer referencia a los estudios que un universitario realiza sobre un
dominio lingüístico concreto, porque ese alumno lo que realiza ahora son
estudios sobre la cultura de ese dominio lingüístico, estudios en los que la
Lengua y la Literatura siguen estando, por supuesto, presentes, pero sin ser
abordados con una metodología filológica. (Aunque, en plural, el uso del
término Philologien para referirse a
los estudios de todas las ramas de Filología de una universidad siga
perviviendo en Alemania.) Es más, decir en Alemania que un profesor hace su
trabajo “filológicamente” es hoy algo peyorativo: significa que no tiene
conciencia teórica de la diversidad cultural de una lengua. Por ello, existe ya
un movimiento de respuesta en defensa del papel central de los textos en el
estudio de una lengua: la Rephilologisierung (“refilologización”).
La inclusión de la perspectiva
cultural en sentido amplio en los estudios universitarios de un dominio
lingüístico debería conllevar a la desaparición de la etiqueta de “Filología”,
incluidos los estudios de Griego y Latín si lo que propone el programa
determinado de una universidad es una formación en cultura grecolatina general.
El éxito de la perspectiva cultural en otros países europeos se debe a sus
ventajas para el nivel de cultura general del alumno sobre el dominio lingüístico
al que dedica su carrera así como para su capacidad de adaptación al mundo
social y laboral actual, dado que cada día se pide más a las universidades que
se adapten al mercado laboral, lo que vale también para las carreras en
ciencias humanísticas. No se trata, pues, de que el término “Filología”
estuviese mal elegido en su día o de que se haya empleado mal, sino de que los
contenidos y los puntos de vista sobre las materias enseñadas en las carreras
de Filología pueden evolucionar, a pesar de su larga tradición y, en muchos
casos, conservadurismo, y conllevar a un cambio de nombre.
Ahora bien, esta claro que tomar
una decisión ministerial a nivel nacional en la España de las autonomías puede
resultar muy problemático. Pero el Ministerio seguramente piense en las
ventajas en relación con la cuestión inevitable de la homogeneización de
términos que se impondrá un día cercano en Europa, por lo que seguramente prevé
que se termine por adoptar la denominación franco-alemana, sea cual sea el peso
de las “asignaturas filológicas” o de la perspectiva filológica en los
programas de estudios de un dominio lingüístico o cultural en un país
determinado. A menos que el movimiento refilologizador alemán triunfe y se
extienda a toda Europa...
XVII
María Valdivieso Blanco[40]
(Traductora del
Consejo de
En el
encendido debate que viene suscitando en España el proceso de Bolonia, el caso
de las Filologías no ha sido una excepción, tanto por lo que respecta a la
estructuración de las titulaciones como a sus contenidos. Uno de los cambios
que han ido perfilándose es el de la denominación de las carreras de esta rama,
que pasaría –con alguna excepción– de la etiqueta común de filología a la de (estudios
de) lengua(s) y literatura(s) o de
lengua(s) y cultura(s).
El
propósito de esta reflexión es abordar la cuestión desde una perspectiva
exterior a los debates institucionales que se están manteniendo en los círculos
universitarios españoles, con ánimo de aportar una visión complementaria de la
de los interesados más directos. Partiré para ello de una serie de preguntas y
de hipótesis que se me plantean como profesional de la traducción y que se
refieren, en concreto, a los mecanismos subyacentes –y no siempre obvios– que
intervienen cuando se trasladan realidades de una cultura a otra, incluida la
denominación de esas realidades. Se trata de sacar a la luz estos mecanismos,
así como los presupuestos implícitos que los sustentan y sus consecuencias. Hay
que tener en cuenta que la propuesta de cambio de denominación estará motivada,
casi con toda seguridad, no por uno solo de los factores que vamos a explorar,
sino en varios de ellos y en proporciones desiguales.
Lo
que se pretendía al poner en marcha el proceso de Bolonia era hacer converger
los sistemas de enseñanza superior de Europa, con una serie limitada de
objetivos comunes (comparabilidad, movilidad, calidad, competitividad y
empleabilidad) y con un amplio margen de maniobra nacional e institucional para
llevar estos objetivos a la práctica. Se trataba, pues, de acercar sistemas
dispares entre sí haciéndolos no totalmente similares sino compatibles.
A fin
de conseguir esa convergencia,
El
cambio de denominación que parece estar abriéndose camino para las Filologías
no ha venido acompañado, todo hay que decirlo, de un gran aparato argumentativo.
Precisamente por eso cabe indagar sobre su justificación.
Cuando
cambiamos el nombre de algo suele ser por uno de estos motivos:
(A) Porque,
simplemente, queremos dar a la misma cosa otro nombre, quizás por considerar
que el actual ya no expresa el concepto de manera satisfactoria, o porque
remite a realidades que no queremos asociar a la cosa denominada (queremos, en
este caso, modificar las connotaciones de la denominación utilizada y, así,
modificar la percepción que se tiene de la cosa).
(B) Porque la
cosa nombrada ha cambiado en sí hasta el punto de poder considerarse otra cosa
distinta, requiriendo en consecuencia un nombre nuevo que evite la confusión
entre dos realidades diferentes.
Hipótesis
A: Cambiar el nombre sin cambiar la cosa
En el
caso que nos ocupa habría que saber, en primer lugar, si se quiere cambiar el
nombre de la titulación de Filología por motivos puramente formales, de
apariencia, resonancias o connotación.
Activar
connotaciones más positivas
Por
ejemplo, podemos pensar que un nuevo nombre transmite ya de por sí una
impresión de cambio, de evolución o modernización, aun si la realidad
subyacente se mantiene más o menos igual. Al decir Estudios de Lengua y Literatura puede estarse intentando evocar
algo novedoso, distinto de lo anterior. En este caso, si los estudios así
denominados siguen siendo fundamentalmente los mismos, el cambio de
denominación podría ser engañoso o, cuando menos, cosmético. Por el contrario,
si han sido modificados de manera apreciable, el cambio puede resultar
coherente (pero aquí entramos ya en el terreno de la hipótesis B).
Hacer
más transparente el sentido
También
puede tenerse la impresión de que Filología
es un vocablo que resulta críptico en nuestros días, mientras que Estudios de Lengua y Literatura sería
una denominación más transparente, con la que todo el mundo sabe perfectamente
de qué se está hablando. Aquí puede uno preguntarse, entre otras cosas, a quién
va destinado el vocablo. Porque si, como sería de esperar, se trata de un público
universitario o destinado a serlo, no parece plausible que a alguien a quien le
interesan precisamente los estudios de lengua pueda resultarle problemático el
"descifrar" una palabra como filología.
Ocurre aquí algo similar a lo que se viene observando en algunos ámbitos cuando
se sustituye la denominación de biología
por la de ciencias de la vida. Solo
que no parece que con Bolonia vaya a crearse una titulación universitaria de
"Ciencias de
Imitar
la forma externa de lo ajeno. Prestigio
Otra posible razón para desechar la
denominación de Filología sería, como
ocurre con frecuencia, el calcar simplemente lo que se utiliza en otros
idiomas. Al trasladar una realidad desde un universo cultural diferente
trasladamos también a veces los vocablos que la denominan. En este sentido, la
lengua sigue a la realidad (porque la representa) y estamos hablando de
traducción. La traducción es, así, uno de los campos en los que este fenómeno
se da más a menudo, pero no es necesario estar traduciendo formalmente para
usar calcos. En este caso concreto el modelo sería, una vez más, el
omnipresente inglés. Después de todo, toda esta operación está muy marcada por
lo anglosajón. ¿Y por qué nos gusta tanto calcar? A veces, por un mero prurito
de que nos alcance el reflejo del prestigio que atribuimos a la otra lengua o
cultura. Esto va aparejado obviamente con un sentimiento de inseguridad, y por
tanto de rechazo de lo propio. La hegemonía universal del inglés y de lo
anglosajón en general es el ejemplo actual más paradigmático. Al llamar a las
cosas como las llaman ellos, nos parece que las cambiamos o –mejor aún– que
cambiamos nosotros mismos, al menos a los ojos de quienes nos rodean. Nos
impregnamos así ante los demás de las cualidades que atribuimos a la otra cultura:
modernidad en lo social y éxito en lo material (prosperidad económica, progreso
técnico-científico, poderío militar...). Estas cualidades no siempre son
intrínsecas, las hay también extrínsecas (pero no por serlo son menos
valoradas): la distancia y el exotismo, sin ir más lejos, que se oponen a lo
tedioso de lo conocido, de lo cercano.
Me
extiendo quizás algo más en este punto porque, a mi entender, es este uno de
los factores más determinantes en la transformación denominativa que nos ocupa.
En efecto, si hemos llegado a la conclusión de que el sistema educativo mejor
es el anglosajón, y por eso hemos decidido adoptarlo nosotros, no deja de tener
cierta lógica el que al asumir la cosa asumamos también un nombre que nos
parece gana en frecuencia al que estamos utilizando nosotros. Claro está, que
aquí cabe replantearse si nos encontramos, como parecía, ante un ejercicio de
convergencia modulada o, bien al contrario, de transposición sistemática y
ciega. Porque, ¿dónde queda el "pleno respeto de la diversidad" que
se propugnaba en la propia Declaración de Bolonia? Pero no olvidemos que nada
de esto viene realmente impuesto del exterior, sino que son las autoridades
políticas y educativas nacionales quienes están haciendo los ajustes de los que
hablamos.
Imitar
la forma externa de lo ajeno. Transparencia interlingüística
El
componente del prestigio de la lengua ajena no es el único motivo posible para
adoptar una nueva denominación mediante el procedimiento del calco. En efecto,
uno de los objetivos de Bolonia es facilitar la convalidación mutua de
titulaciones dentro de Europa y hacer que la educación superior europea sea más
atractiva y más competitiva en el escenario internacional. En este sentido se
podría argumentar también que, al alinear formalmente las denominaciones de las
titulaciones con las que parecen utilizarse más habitualmente en el extranjero
("studies in language and literature", "études de langue et de
littérature", etc.), se facilita a los extranjeros la identificación de
aquellas que puedan serles de interés.
Este
argumento es en parte legítimo, pero es sintomático de otro fenómeno también
conocido en el mundo de la traducción. Se trata del “vértigo” que causa el
emplear una expresión que se aleja formalmente de la del texto original.
Solemos tener la impresión de que, cuanto más se parece la forma de nuestro
equivalente a la del original, más patente está la relación con el concepto
subyacente y por lo tanto más claro está "de qué estamos hablando"[42].
Creemos entonces que necesitamos seguir manteniendo el término extranjero como
punto de referencia, que no nos atrevemos a dar el salto y a trasladar el
concepto denominándolo plenamente en la lengua final.
Paradójicamente,
el cultismo filología, formado a
partir de componentes del griego clásico, resulta particularmente apto para la
transposición a otras lenguas. Tan es así, que si lo que se busca es
transparencia interlingüística, no tenemos más que comparar entre sí las
equivalencias en varios idiomas indoeuropeos: DA filologi, DE Philologie, EN philology,
FR philologie,
IT filologia,
NL filologie,
PT filologia...
La dirección del calco
No
hay que olvidar aquí que la cultura del calco se nutre también de la idea de
que en la mediación lingüística, en el contacto entre dos lenguas distintas,
"manda" siempre una de ellas. Por ejemplo, nos avenimos con facilidad
a aceptar las particularidades del original, pero renunciamos sin dudarlo a las
de nuestra propia lengua, es decir, no nos atrevemos a salvar la brecha de la
forma y preferimos adaptar la extranjera en vez de usar la propia. En nuestro
caso, si nos parece que en inglés se dice con más frecuencia (cosa que no
estaría de más demostrar) "studies in language and literature" que
"philology" para algo que nosotros denominamos "filología",
pues nosotros no osamos servirnos de nuestra propia palabra y calcamos la
perífrasis inglesa.
Lo
bueno, si breve...
Curiosamente,
uno de los argumentos clásicos que suelen aducirse para justificar el calco,
principalmente del inglés, se basa en que la palabra o expresión inglesa es más
corta que la española, cosa que de hecho sucede con frecuencia. ¿Para qué
decir, por ejemplo, "correo electrónico" o "grupo de
presión", si podemos decir "e-mail" o "lobby"? Es
decir, que el calco se produce en aras de la economía lingüística. En el caso
de filología, sin embargo, ocurre
precisamente lo contrario, que la denominación española es mucho más compacta
que la inglesa. Un indicio más de que el peso del inglés es determinante en sí.
La pólvora ya
estaba inventada
Lo
que es más, y para mí se trata de un factor determinante en todo este debate, filología significa exactamente lo mismo
que “studies in language and literature”, o sea: "estudios de lengua y
literatura". En efecto, un recorrido por la historia de la palabra en los
diccionarios de la RAE[43]
nos muestra que la definición se ha mantenido en lo fundamental desde 1780
hasta nuestros días, únicamente con variantes y matices distintos:
·
“Ciencia compuesta y
adornada de la gramática, retórica, historia, poesía, antigüedades,
interpretación de autores y generalmente de la crítica, con especulación
general de todas las demás ciencias.” (1780)
·
“Estudio y
conocimiento del lenguaje y de cuanto pertenece à la literatura ó bellas
letras, y aun á otros ramos del humano
saber.|| Particularmente y con más frecuencia, estudio y conocimiento de las
leyes etimológicas, gramaticales, históricas y lexicológicas de una ó varias
lenguas.” (1884)
·
“Estudio científico
de una lengua y de las manifestaciones del espíritu a que ella sirve de medio
de expresión. || Particularmente, estudio científico de la parte gramatical y
lexicográfica de una lengua.” (1925)
·
“Ciencia histórica
que estudia una cultura, tal como se manifiesta en su lengua y en su
literatura, principalmente a través de los textos escritos. || Técnica que se
aplica a los textos para reconstruirlos, fijarlos e interpretarlos.” (1984)
·
“Ciencia que estudia
una cultura, tal como se manifiesta en su lengua y en su literatura,
principalmente a través de los textos escritos. || Técnica que se aplica a los
textos para reconstruirlos, fijarlos e interpretarlos.” (1992)
Como
puede verse, la palabra contiene ya en su definición todos los rasgos
semánticos que se supone constituyen los contenidos de las nuevas titulaciones
proyectadas: lengua, literatura, cultura, historia, etc., más un margen de
vaguedad que permite incluir aún otros elementos y matices. La denominación
“extensa”, por el contrario, cubre un espectro semántico más limitado,
precisamente por ser más explícita formalmente. Podemos preguntarnos aquí, de
nuevo, si lo que se considera problemático es el rasgo de de "estudio
científico/ciencia". Pero esto nos lleva ya a nuestra hipótesis B.
Hipótesis
B: Cambiar el nombre cambiando también la cosa
En la
hipótesis B la cosa denominada ha experimentado una transformación de un
calibre tal que se justifica un cambio parejo de denominación. En efecto, en
España los estudios llamados filológicos consistían tradicionalmente en toda
una serie de materias que iban desde el estudio de las lenguas clásicas (no
solo como fin en sí mismas, sino como la base de las lenguas modernas), hasta
el estudio o perfeccionamiento de la lengua principal con fines instrumentales,
pasando por materias como la literatura, el arte, la cultura, la fonética, la
historia, las variantes dialectales, la lexicografía, la semántica, etc. Se
ponía, pues, un énfasis considerable en los aspectos diacrónicos y en el
estudio profundo y reflexivo de los textos, especialmente de los literarios. Se
trataba de un saber científico, tal como indican algunas de las definiciones
recogidas, un saber que era fruto de la reflexión crítica y libre.
Ahora
bien, dado que parece que uno de los objetivos declarados de Bolonia es adaptar
mejor los estudios universitarios a las necesidades concretas del mundo
laboral, habría que ver de qué manera va a cambiar la realidad nombrada para
que su denominación haya de modificarse también en consecuencia. Parece también
que esto pretende conseguirse con un enfoque más práctico e instrumental de los
estudios de lenguas, de manera que puedan combinarse mejor con otros campos de
estudios para conseguir perfiles más "empleables" al final de la
carrera. Se trata de obtener una colección de habilidades y destrezas, de
competencias prácticas e instrumentales, fruto esta vez del aprendizaje. En
este sentido, se ha dicho mucho sobre el riesgo de convertir estos estudios en
el modelo "academia de idiomas", completado con un barniz cultural
que lo eleve en cierto modo.
Este nuevo perfil puede, por qué no, resultar ser
algo positivo y útil para la sociedad en general. En efecto, para atender a la
clientela de una agencia de viajes o para llevar una negociación comercial con
un proveedor extranjero no es necesario haber estudiado la gramática histórica
de los idiomas extranjeros utilizados, ni tampoco haber leído a sus grandes
literatos. Así, puede argumentarse que es necesario contar con itinerarios de
estudios que sean más flexibles y se presten más a combinaciones diversas entre
ellos, a fórmulas mixtas.
Otra
cosa es que esta flexibilidad conduzca a la extinción completa de los modelos
de estudios anteriores. Así, hay que preguntarse también qué ocurre en este
supuesto con las tradicionales carreras de filología. Si la denominación de filología desaparece, ¿desaparecen
también con ella los estudios que denominaba? ¿Se ha demostrado que no cubrían
una necesidad social? ¿Qué ocurre con el acervo de conocimientos y de
metodología que habían ido generando a lo largo de su historia? ¿Cómo se
cubrirán las funciones que desempeñaban? Y por último: ¿era este uno de los
objetivos de Bolonia?
Una
última pregunta que se plantea es si la secuencia lógica entre cambio de
realidad y cambio de denominación no será a la inversa. Es decir, si en lugar
de cambiarse la denominación porque cambia la realidad, no será que
quiere cambiarse la denominación para así cambiar mejor la realidad.
Desmontando completamente la relación que hasta ahora existía entre el nombre y
la cosa, en efecto, puede resultar más fácil, al hacer irreconocible la cosa,
cambiarla de arriba abajo.
Cuando
una palabra tiene tradición en una lengua y es útil (la utilidad le viene,
entre otras cosas, precisamente de la tradición, que le da asiento y la hace
comprensible), hay que tener muy buenas razones para arrumbarla. Desechar una
palabra puede considerarse un desperdicio de un acervo lingüístico. Ahora bien,
desechar una realidad vigente, con una historia y una tradición, con maestros,
escuelas, publicaciones, con un reconocimiento social, con una vida anterior y
presente y, cómo no, con un futuro por construir, es algo mucho más grave, algo
para lo que hay que tener razones muy sólidas y la convicción firme de estar
yendo hacia algo mejor. Lo que es más, hay que estar seguros de que en el futuro
no lamentaremos haber hecho desaparecer algo cuya reconstrucción sería tarea
ímproba y de resultados cuando menos inciertos.
XVIII
FILOLOGÍA, PUENTE ENTRE
LINGÜÍSTICA Y LITERATURA
Camilo Rubén Fernández
Cozman
(Universidad de San Marcos. Lima, Perú)
Creo que el término “filología” debe mantenerse porque se enlaza con una
larga tradición humanística que exige el respeto por la particularidad de cada
texto y la necesidad del diálogo intersubjetivo de índole hermenéutica, lo cual
conlleva el profundo cuestionamiento del uso de un solo método para analizar
todos los textos literarios. La
conciencia filológica, anclada en una cierta flexibilidad metodológica,
posibilita reconstruir rigurosamente la mejor versión de un texto y se liga con
la óptica de la literatura comparada que
aborda los discursos literarios, trazando su evolución histórica sobre
la base del cotejo de las diversas obras con el fin de precisar semejanzas y
diferencias en lo que respecta a particularidades estilísticas, temáticas e
ideológicas.
No se puede comprender plenamente la Retórica General Textual
(representada por Tomás Albaladejo, Stefano Arduini y Giovanni Bottiroli) sin
la filología como antecedente. La retórica estructuralista (por ejemplo, la del
Grupo de Lieja) se separó un tanto de la filología y llegó a ser un enfoque
restringido que describía las figuras retóricas dejando de lado el abordaje de
los amplios contextos culturales. La Retórica General Textual, provista de una
conciencia filológica, estudia las metáforas enlazando a estas con complejos
procesos cognitivos y con los campos retóricos que posibilitan la
desambiguación del sentido y la articulación de las figuras retóricas a los
polifacéticos contextos culturales.
Pienso que la filología es un puente entre la lingüística y la
literatura como ciencias humanas, pues recobra los lazos entre la dimensión
histórica de los discursos y el análisis interdisciplinario de los mismos.
Asimismo, impele a realizar una lectura creativa de un poema, cuento o novela.
El filólogo es también un creador porque reconstruye, con sutileza, las
complejas redes semánticas de un texto literario respetando la especificidad de
este último.
XIX
¿FILOLOGÍA O LENGUAS?
Edmundo Farolán
(Universidad de Silesia, República Checa)
A mi
parecer, el noble término de "filología" no
requiere sustitución alguna. El nuevo uso de Lenguas Extranjeras
pone en evidencia una cosa de la que muy poca gente se ha dado cuenta.
Antes
del internet, la tele y la abundancia de películas hoy día, aquellos verdaderos
sabios y estudiosos pasaban horas y horas en las bibliotecas por analizar
palabra por palabra, etimologías, variantes fonéticas, paleografía, fuentes,
variantes textuales, etc. Pero a mediados del siglo XX, la filología
tradicional fue contestada por la filología moderna, que era el estudio de las
lenguas más actuales y pujantes, sobre todo inglés, alemán y francés.
Como era de
esperar, estas nuevas filologías no querían tanto estudiar los clásicos
(Shakespeare o Molière) sino más bien vehículos para la enseñanza de lenguas
extranjeras, que tenían notable presencia internacional y su enseñanza como
bien útil era evidente para promoción laboral. Es decir, que ser filólogo pasó
de ser el sabio conocedor de miles de libros y referencias, a ser el mero
profesor de una lengua extranjera. Lo que era un saber muy técnico y
especializado, pasó a ser insignificante al mero profesor de idiomas.
Durante los años
80 y los 90 del siglo pasado, la filología clásica fue marginada de las
universidades, y saber latín o griego pasó a ser algo exótico. El cambio de la
magnánima y noble “Filología” por “Lenguas”, se pone en evidencia la herida y
la muerte del saber filológico. Ya no habrá filólogos, sino profesores de
inglés, de español, de francés, etc.
No obstante, lo
bueno es que ya no había filólogos, y lo mejor es llamar a las cosas por su
nombre. Uno que hoy en día se licencia en Filología Inglesa no tiene ni idea de
lo que es la filología, a pesar de que tiene un título que dice que es
filólogo. De modo que mejor que se cambie el nombre para las lenguas
extranjeras, y se mantenga el de Filología para la verdadera materia
filológica, la clásica y la hispánica. Lo mismo va a suceder con Filología
Árabe, a partir de ahora será “Estudios Árabes e Islámicos”.
En fin, aunque
para mí personalmente, prefiero que el término Filología se mantenga, la mejor
solución es tener ambas terminologías.
Para
designar la crítica textual, podríamos utilizar la "filología latina,
románica, la germánica, la eslava…" etc., y para estos estudios, se trata
de la reconstrucción lingüística, por ejemplo, de los textos transmitidos a
través de códices antiguos. Todo lo demás es sencillamente literatura, historia
de la literatura, historia de la crítica literaria, lenguas extranjeras, etc.
Es
decir, con respecto a las facultades, se podría designar dos divisiones: la de
letras donde se estudian principalmente los clásicos, y llamarla
Pero
lo que pasa con el nivel universitario hoy día es que los nuevos estudiantes
tienen una mentalidad cada vez menos intelectual, menos humanista, y más
"consumidor" de asignaturas. Hoy, los estudiantes se ponen
rabiosos cuando obtienen una nota mala en
español, pues piensan que "han pagado" como cualquier otro y que, por
tanto, han sido tratados injustamente, pues que su dinero vale como el de
cualquiera. Esa es la mentalidad en todas las universidades en estos
tiempos porque el dinero cuenta más que la sabiduría y la educación. No
les importa lo desaplicados o incapaces que sean. Todo lo que quieren es
recibir buenas notas, aprendan o no, y recibir su diploma universitario.
XX
FILOLOGÍA
HISPÁNICA O ESTUDIOS HISPÁNICOS
Monique Nomo Ngamba Amougu
(Facultad de Letras y Ciencias Humanas)
Universidad de Douala. Camerún)
La presente
contribución a la reflexión llevada sobre los términos de ‘Filología hispánica’
y ‘Estudios hispánicos’ consiste en dar nuestro punto de vista, como docente
del Español Lengua Extranjera en Camerún sobre la pertinencia de mantener el
término ‘Filología hispánica’ o la necesidad de sustituirlo por el de ‘Estudios
hispánicos’.
El concepto de
Filología hispánica o Letras hispánicas se refiere a una rama de la filología
que se ocupa del estudio de la lengua española y su literatura, y eventualmente
del de las demás lenguas y literaturas de España como el catalán; el gallego;
el vascondense, etc.
En cuanto a los
Estudios hispánicos, suelen dirigirse a aquellos estudiantes universitarios
extranjeros que desean ampliar sus conocimientos de la lengua y la cultura
española en sus diversas facetas. El curso de Estudios hispánicos les permite
así integrarse plenamente en la vida universitaria y conocer con mayor
profundidad la sociedad española y europea contemporáneas.
En Camerún, los
‘Estudios de Filología Hispánica’ se ocupan del estudio de la lengua,
literaturas y civilizaciones de España, Hispanoamérica e Hispanoáfrica (Guinea
Ecuatorial y en menor grado Marruecos y el Sahara occidental). Esta carrera se
imparte en los Departamentos de Lenguas y Culturas Extranjeras. Es una titulación
de primer y segundo ciclo cuyas enseñanzas conducen a la obtención del título
de Licenciado en Letras hispánicas.
Desde el punto de
vista del estudiante o del docente del Español Lengua Extranjera que somos, el
concepto de ‘Estudios Hispánicos’ es más representativo de nuestra realidad en
la medida en que engloba tanto los aspectos lingüísticos y literarios como los
culturales no sólo de España sino también de América Latina y África. Tal
acercamiento comparativo permite tener una visión más diversificada y completa
de las realidades lingüísticas, literarias y culturales del mundo hispánico. La
historia lingüístico-literaria y cultural de
XXI
Antonio Miguel Bañón Hernández
Decía Óscar Wilde que la experiencia es
simplemente el nombre que damos a nuestros errores. Se esté o no conforme con
esta frase, y muy especialmente con lo que la frase sugiere, lo cierto es que
sí podríamos convenir que el nombre que le damos a las cosas tiene su
importancia; tanta, en realidad, que podemos hacer que ese nombre agrande o
achique, oriente o desoriente. Llamarse es ser, podríamos decir, en una nueva
aproximación a Wilde y a una de sus obras más conocidas, The importance of being Ernest. Y para ser sinceros (de nuevo
aparece el dublinés), especialmente interesante es esta reflexión si se hace en
época de cambios, y más aún si hablamos de cambios de planes de estudio. Como
un resorte, despiertan quienes hasta el momento habían adormecido para recordar
aquello tan sabio de que ‘es el mismo perro con distinto collar’. Los
cambiófilos, por su parte, indican, con un cierto toque romántico que hace más
atractiva la idea, especialmente si se le da la entonación adecuada, que un
cambio de denominación siempre es un reajuste en el espíritu de las cosas.
Si aterrizamos en el ámbito de las
Humanidades y muy especialmente en lo que se refiere al estudio de la palabra,
de las palabras dichas o escritas en español, es cierto que se ha suscitado un
interesante debate en torno a la siguiente cuestión: ¿Deberían nuestros grados
mantener la denominación de ‘Filología Hispánica’ o es preferible utilizar, por
ejemplo, el marbete ‘Estudios de lengua y literatura españolas’?
Cuando nos disponemos a elegir el
nombre de un Grado, estamos determinando también las funciones y las
competencias (palabra de moda, sin duda) de los actores que van a participar en
el desarrollo de ese Grado (principalmente, los docentes y los discentes). Si
nos centramos, por ejemplo, en el caso de los estudiantes, puedo decir que cada
año me resulta más evidente que para cursar una carrera centrada en las
palabras, en sus usos y en sus estructuras, y para hacerlo de forma útil, no
basta con ser mero estudiante observador de las palabras. Es necesaria una
implicación afectiva, a veces, crítica y constructiva, siempre. En este
sentido, creo que filólogo expresa mejor esa implicación y Filología es el
término más adecuado, aunque haya quien lo encuentre antiguo o quien piense que
eliminando esta denominación conseguirá saldar cuentas con fantasmas del
pasado.
XXII
FILOLOGÍA Y ESTUDIOS
DE
Mohamed El-Madkouri Maataoui (UAM)
Beatriz Soto Aranda (C.E.S. Felipe
II-Universidad Complutense de Madrid)
La
polémica es, ante todo y sobre todo, una polémica sobre denominaciones y
términos, independientemente de lo que encierran y de su relleno. Sin embargo,
no es sencillamente una cuestión de denominaciones la que está en juego. La discordia
refleja también una diferencia en la concepción, utilidad, función e
implicaciones del lenguaje humano y de las lenguas particulares. Esta disputa
terminológica es el resultado también de dos momentos históricos: entre la
tradición y la innovación. Es todo un entramado de relaciones identitarias de
todo tipo. La filología, en este caso la española, se presenta como la
guardiana de las tradiciones, especialmente las literarias, que investiga,
evalúa y valora para garantizar cierta homogeneidad y relación del presente con
el pasado. Éste es por lo menos uno de los objetivos declarados por el
filologismo tradicional. La salvaguardia del patrimonio literario, su trilla, revisión,
explicación y puesta de relieve es una de sus misiones declaradas. Desde este
punto de vista, la filología desde su aparición, no tan antigua por supuesto,
pero sí arraigada y con cierta transcendencia, se ha centrado en el estudio y
–generalmente- ponderación de su objeto de investigación. Éste aparece muy
íntimamente relacionado con la identidad nacional. Existe, por ello, una
proyección de la identidad sobre la lengua y viceversa. Por ello, la
incorrección lingüística es concebida y sigue concibiéndose como atentado
contra la identidad. El error, incluso en el proceso de aprendizaje o
adquisición, aparece censurado con vehemencia y no sin cierta condena pasional.
Tan importante y determinante es la relación entre la lengua y esta identidad
que era y sigue siendo difícil que se pueda entender y, menos, admitir que un
foráneo pueda realizar producciones lingüísticas tan legítimas como la nuestra.
No existe una proyección sobre las literaturas no españolas o hispanas escritas
en español. Existen escritores consagrados de la “periferia” que escriben en
francés e inglés, pero nuestra filología está todavía lejos de estudiar, dar a
conocer y publicitar a los que lo hacen en español. De hecho esta particular
concepción filológica de la lengua y su relación con la identidad tiene sus
implicaciones, no menos importantes, en la proficencia lingüística y en la
traducción. El mejor hablante de nuestra lengua, diría un filólogo, soy yo.
Este
tipo de consideraciones son el resultado de la amalgama a la cual se ha
sometido la lengua y el sentimiento nacional no desde apreciaciones de tipo
racional, sino pasional. Todo ello, a nuestro juicio, es el resultado de una
concepción histórica consustancial con la “propia” lengua. Implicaciones de
este tipo de consideraciones, las observamos incluso en algunas definiciones
del Diccionario de
Otra de las características de los estudios filológicos
históricos es su concentración en la lengua escrita. Para este tipo de
estudios, la lengua es por antonomasia la lengua escrita. La consideración de
la lengua oral como objeto de estudio hasta casi finales del siglo XX carecía
de legitimidad. Este apego a lo escrito y a la escritura tampoco carecía de
consecuencias. La letra se ha sacralizado tanto que se ha confundido con el
sonido, incluso lo ha sustituido.
Ahora bien, no todo lo escrito ha merecido la atención de
los filólogos, sino que el texto literario escrito en papel ha acaparado en
exclusividad su atención. Hasta en esto se ha observado un nacionalismo
romántico. El texto propio, el literario, ha sido excesivamente ponderado, pero
no ya desde el deseo de su universalización, sino desde la autocomplacencia
como hemos podido observar a lo largo del periodo franquista. Y como las
ciencias humanas no cambian de la noche a la mañana, huellas de la
consideración anterior perviven en el presente. De hecho la expresión nunca
mejor dicho es una especie de leitmotiv de este tipo de estudios
filológicos de la literatura. Ahora bien, se ha observado una diferencia entre
la autocomplacencia española y la francesa. La primera aparece como cohibida y
con cierta tendencia a la legitimación justificativa, mientras que la segunda
–la francesa- tiende a la universalización de sus modelos y a su consagración
como modelos absolutos. Esta diferencia ha generado a su vez dos modelos de
destinatarios que articulan los respectivos discursos. En el caso del filólogo
tradicional español, el destinatario es un lector que comparte con él la misma
identidad “nacional”, mientras que el francés transciende el destinatario afín
desde el punto de vista identitario para convencer al Otro. El español
particulariza, el francés universaliza, no con cierta tendencia a veces a la
imposición. De ahí que los modelos literarios franceses han transcendido, la
mayoría de las veces, las fronteras lingüísticas de su nación.
Este modelo filológico tradicional dispone también de su
prototipo de traducción. En él sobresale la posición privilegiada que adopta el
filólogo-traductor con respecto a su lector. Éste se presenta como necesitado
de explicación, glosas, notas aclaratorias y sobre todo, y especialmente, de un
guía-gurú que le lleve por la obra. Este modelo suele presentarse lleno de
estudios introductorios, preámbulos, introducciones, anotaciones y glosas.
Huelga decir que su texto preferido de traducción es el literario. En este caso
el traductor aparece como elector de las obras traducidas y como
mediador-intérprete no ya de la obra traducida, sino también de la sociedad y
de la cultura que les han servido de base.
Ahora bien, el conocimiento avanza y cambia. Nuestros
conocimientos sobre las lenguas, su función y su utilidad han ido cambiando de
una forma vertiginosa a lo largo del siglo pasado, especialmente en su segunda
mitad. Aparecen nuevos estudios muy estrechadamente relacionados con el
fenómeno lingüístico desde sus distintas y variadas perspectivas. Cabe mencionar,
en este caso, la lingüística, la filosofía del lenguaje, la retórica, la
estilística,
El
problema aquí se manifiesta, como hemos adelantado al principio de esta
opinión, no en la denominación, sino en su relleno ¿Cómo va estudiarse este
lenguaje humano? ¿Van a reducirse todas las especialidades de su estudio a una
o habrá subespecialidades bajo el título anunciado? ¿Con qué métodos se va a
estudiar el lenguaje humano? Un pronunciamiento a favor o en contra requiere
atravesar estas denominaciones y las imprecisiones lingüísticas de las
etiquetas para materializar sus referencias y poder, por ello, aportar un
juicio de valor fundado y argumentado. Ahora bien, si se observan estos cambios
de denominaciones –aunque fuera en sus ambigüedades, ambivalencias e
imprecisiones- dentro de su contexto de política educativa comunitaria,
observamos que lejos de asentar la subespecialidad precisa, estamos asistiendo
a la vuelta de la generalidad del “sabio” enciclopédico grecorromano muy
alejado de los tiempos en que vivimos.
XXIII
INDICIO DE TRIBULACIONES Y SOLUCIÓN EFÍMERA
Xavier Laborda
(Universidad de
Barcelona)
Los editores de
la revista Tonos Digital formulan con gran perspicacia la pregunta Quo vadis,
Philologia?, “¿A dónde vas, Filología?” Responderla demanda saber antes de
dónde viene
Esa puede ser la
motivación de Tonos Digital al plantear tan acertadamente este debate. La
incertidumbre radica en el perfil académico que presentarán los nuevos planes
docentes de Filología. Y un indicio de ello se exhibe en el nombre de las
titulaciones. No puedo pronunciarme sobre el conjunto de las titulaciones
porque, por una parte, son provisionales y, por la otra y fundamentalmente,
porque comentarlas requiere considerarlas en el contexto de su propia
universidad. Por ello puedo tan sólo brindar algunas observaciones sobre los
estudios que ofrece para el próximo curso
En primer lugar,
es posible que ésta sea una situación inaudita en la historia universitaria. Se
ha publicado la oferta docente a pocos meses del nuevo curso, sin tener la
certeza de la aprobación ministerial.
Estudios ingleses, Estudios árabes y
hebreos, Estudios literarios.
Filología catalana, Filología clásica,
Filología hispánica, Filología románica.
Lingüística, Lenguas y literaturas
modernas.
Estas nueve
titulaciones de grado se cursan, como ya se ha dicho, en
De los nueve
títulos, dos de ellos hacen referencia a la filología en sus objetivos:
Filología clásica y Filología hispánica. Mencionan las “técnicas” y las
“competencias rigurosamente filológicas (conocimiento, investigación, edición y
crítica)”. Este pasaje es ilustrativo del propósito y contenido de las materias
correspondientes. A su vez, otras cuatro titulaciones mencionan el término de
la lingüística como fuente metodológica; son Estudios ingleses, Estudios árabes
y hebreos, Filología catalana y Lenguas y literaturas modernas. Por su parte,
el grado de Lingüística no incluye su propio nombre como descriptor. Y,
finalmente, permanecen al margen de las menciones a la filología y la
lingüística dos títulos más. Estudios literarios y Filología románica.
Si hacemos
memoria sobre el pasado reciente, observamos que las titulaciones en Filología
pronto cumplirán cuatro décadas. Hasta ahora, en este mismo curso de 2008-2009,
hay facultades que imparten cerca de una veintena de especialidades, con la
opción de añadir en esos títulos una doble adscripción, la de los estudios
básicos y la mención de otra especialidad. Pues bien, aun ofreciendo tanta
variedad, se ha producido una disminución considerable de alumnos. Y en esa
situación paradójica, de plenitud y soledad, ha llegado la reforma de la
universidad en el espacio europeo. Puede entenderse la plenitud como un estado
de satisfacción académica, pero también de autosuficiencia. Puede concebirse
también la soledad como la desafección de parte del alumnado; o como la escasa
perspicacia de las filologías y la lingüística para adaptar su docencia a
propósitos y métodos más afortunados.
Podemos inquirir
sobre qué hace y qué podrá hacer la filología en las universidades. Con ello
no basta. Parte de la visibilidad y aceptación de estos estudios se forja
en la enseñanza secundaria. La universidad promueve los curricula en
lengua y literatura que se imparte en primaria y secundaria. Si ojeamos sus
contenidos y prácticas, y que conste que considero que buena parte de la responsabilidad
es de la institución universitaria, ¿a alguien le puede extrañar que la filología
despierte sólo discretamente interés y admiración entre los futuros universitarios?
¿Y a quién le puede sorprender que se ofrezca grados con el nombre de “Estudios
en lengua y literatura” en vez de “Filología”? Pero la denominación es sólo
un indicio de las tribulaciones y una solución efímera. Lo importante es el
compromiso con la perspectiva histórica del programa filológico y su aportación
a los intereses de los universitarios.
Para unos pocos,
las denominaciones de títulos de grado expresan algo más. Son el sello de un
archivo de debates y desencuentros durante la confección de los grados. Son
ecos de pugna de paradigmas, de presencia y expulsión de materias, de nuevas
cuentas en los claustros. Son el entendimiento lo que no se ha dicho pero sí se
ha sugerido. He aquí, por lo tanto, material que no es para un comentario de
actualidad sino para la historiografía.
XXIV
EL NOMBRE ES UN
PRESAGIO
José C. Miralles Maldonado
(Universidad de
Murcia)
Hace
unos meses, cuando algunos compañeros del Departamento de Filología Clásica de
Nomen est omen, dice un viejo
adagio latino, es decir, el nombre es un
presagio. Entendemos que un nombre apropiado para un nuevo título de
grado debe resumir el objeto y, por tanto, el contenido básico de esos
estudios. El título debe, por tanto, no sólo anticipar lo que una disciplina es
sino también dar pistas de aquello en lo que pretende convertirse.
Con
razón se nos podrá objetar que es mucho más flexible, por ambiguo y lábil, o
mucho más atractivo un título del tipo de “Estudios sobre
A los
criterios pragmáticos y de política universitaria anteriormente apuntados,
podríamos añadir algunos argumentos de
naturaleza histórica y académica:
1. El
término ‘filología’, aunque ya aparece en Platón, sólo adquiere el valor que
hoy le otorgamos entre los humanistas, herederos de los filólogos alejandrinos.
El ‘philologus’, como el ‘grammaticus’, era el que leía y corregía los textos
de la antigüedad grecorromana, actualizando su saber enciclopédico. Conocedores
de las lenguas griega y latina, Angelo Poliziano o Elio Antonio de Nebrija,
entre otros muchos, creían atesorar todo lo necesario para profundizar en el
conocimiento de las Leyes,
2.
Nuestros colegas de Lenguas y Literaturas modernas pueden, si es su deseo,
reorientar sus programas hacia el estudio de la competencia lingüística activa
por el simple hecho de que existen hablantes competentes en esas lenguas.
También pueden –y deben- insistir en el análisis de los aspectos
psicolingüísticos y sociolingüísticos que su objeto de estudio les aconseje. No
es nuestro caso: más allá de anecdóticos intentos de convertir las lenguas
clásicas en lenguas de uso, el estudio de las lenguas clásicas es un estudio
necesariamente histórico que no debe reorganizarse al ritmo de las nuevas
metodologías de
Creo
que todos estos argumentos pueden dar una idea cabal de la importancia que el
término sigue teniendo para nuestros estudios.
Somos
concientes de que con este y con otros gestos similares estamos lanzando a nuestra
sociedad un mensaje que puede resultar sorprendente: en una reforma que se
presenta como “radicalmente renovadora” hay una disciplina,
No
nos quepa duda: cuando el Plan de Bolonia no sea más que un vago recuerdo,
seguiremos necesitando filólogos que allanen el camino hacia la lectura de
Homero y de Virgilio.
XXV
DESDE LAS
TRINCHERAS DE
María José
Lucerga Pérez
Debo reconocer
que mi conocimiento del proceso de Bolonia excede poco el de un ciudadano de a
pie, así que no sé si la respuesta que ofrezco está muy fundamentada. De hecho,
ni siquiera sé si es una respuesta o la ocasión para formular algunos
interrogantes que me rondan después de años de observación interesada del
devenir de nuestra disciplina y de la propia enseñanza universitaria, primero
como profesional de la publicidad y ahora desde las trincheras de la
secundaria.
Desde estas
últimas no creo que haya mucho que decir sobre la cuestión que se plantea, pero
opino que eso no es necesariamente malo. Los objetivos que
perseguimos son y deben ser distintos, mal que les pese a algunos diseñadores
de currículos y a ciertos sectores del profesorado de secundaria con añoranzas
academicistas que todavía siguen concibiendo la asignatura con una orientación
"pansintáctica". El salto entre la lengua de la secundaria y un grado
no es sólo de nivel -o al menos eso espero por el bien del espíritu
universitario, cada vez más cercano al de una Formación Profesional de Grado
Superior, digan lo que quieran los discursos oficiales-. Tal vez si se hubiese
dignificado ésta antes no nos encontraríamos con lo que hoy nos encontramos,
con una universidad “ni chicha ni limoná”, que se debate entre el quiero y no
puedo, y con el eterno planto de los profesores de lengua de secundaria
por los escasos conocimientos gramaticales de nuestros alumnos.
Por lo que
respecta al cambio de denominación del nuevo grado, que es lo que motiva las
presentes líneas, supongo que depende de lo que éste guarde debajo, y ahí es
donde por el momento -lo reconozco- me faltan elementos para juzgar. Si el
nombre fuera la cosa nombrada, como decían algunos de los maestros
clásicos, tendría la sospecha de que el viejo empeño de construir una
disciplina, por muy plurales que fueran los puntos de partida y por muy
abiertas a incursiones "extranjeras" que fueran sus
fronteras, iba a ser sustituido por una banda de francotiradores que
intentarán aproximarse a su objeto desde distintos edificios y probablemente
sin una estrategia de acción compartida y bien definida. Cada vez que me
tropiezo con el término "estudios" en el título de un libro éste
acaba en una serie de calas en las que a veces se echa en falta un sustrato
común, epistemológico y metodológico. Es evidente que esto no tiene por qué ser
un defecto en un libro, pero tal vez sí en un título de grado. Es sólo una
sospecha. A lo mejor estamos hablando únicamente de una cuestión de
nostalgia y el nuevo nombre se limita a reflejar algo que lleva años
ocurriendo, desde que con la excusa de la posmodernidad nos dejamos dominar por
el pánico a lo global y a lo complejo, por aquello de que lo asociamos bien con
lo reduccionista, bien con lo inasible.
XXVI
TIEMPOS POSTMODERNOS: EL SENTIDO DE UNA
CIENCIA FILOLÓGICA
Rafael González Fernández
(Universidad
de Murcia)
A principio de
la década de los noventa del siglo pasado escribía el profesor Marc Mayer,
refiriéndose a la arqueología y
Pero lo que a todos nos parece
claro es que la filología debe acercarnos al conocimiento y al estudio de las
fuentes documentales escritas de tal forma que a través de su estudio seamos
capaces de sacar todos sus posibles contenidos. Por tanto necesita de un método
específico que le permita cumplir con éxito su cometido. Esta metodología ha de
partir de un doble análisis, por un lado restitución, y en su caso
reconstrucción del texto en su forma genuina y, por otro lado, hacer claro el
contenido de dicho documento. Es decir tras la restitución debemos estudiar su
contenido desde una perspectiva múltiple, no sólo desde el punto de vista
lingüístico sino que debe llevarnos a cada uno de los aspectos que nos den una
comprensión general del mundo en el que se incluye tal obra. La filología está
interesada, a partir de los textos escritos, por todo el conjunto de
particularidades que forman la esencia y la cultura de un pueblo. Y aquí
aparecen unidas
A partir de este punto podríamos definirla como la disciplina que se
ocupa del análisis de las fuentes escritas en general, de las que se han
desgajado aquéllas que, en virtud de los caracteres del soporte sobre el que
radican, han llegado a constituir una ciencia separada (sobre todo en lo que a
la especialidad de Historia Antigua atañe), tratándose estas fuentes de las
inscripciones (epigrafía), papiros (papirología), las monedas y medallas
(numismática), etc. Su actividad se centraría en la consulta original y en el
conocimiento, comprensión y análisis interno de las fuentes documentales escritas,
así como en su posterior valoración, datación, descripción de su contenido,
crítica, fijación del texto, traducción y, en su caso, publicación con aparato
crítico. En consecuencia, el filólogo, realiza historia y se incluye en ella en
ese sentido. Por eso tratar de Historia (fundamentalmente
En el
XVIII la ciencia filológica comprendía la totalidad de la vida y de la
producción intelectual del mundo clásico, además de la idea central del Geist
de esa misma Antigüedad y que se veía reflejada en dos campos principales: por
un lado, el contenido: las artes, ciencias y vida pública de griegos y romanos,
y por otro lado, la forma, es decir, la lengua y sus auxiliares.
Sin
embargo otros autores intentaron separar
No
obstante hay que precisar que el concepto de Filología de los siglos XVIII y
XIX era mucho más amplio y poco cercano al concepto restringido que suele
existir hoy – en ocasiones Literatura más Lingüística – y que se trataba de un
concepto bastante amplio, cercano, casi equivalente, a Ciencia de
Sin embargo la influencia de la corriente
"historicista" se ha dejado sentir, en otros muchos autores
posteriores. Sirvan los testimonios de dos grandes filólogos: en opinión de A.
Tovar[50] "la filología,
primordial y originariamente, es una habilidad, un arte; consiste simplemente
en tomar un texto y poder explicarlo bien, sin dejar ningún punto oscuro...
Entran en ella, ya no sólo la gramática, sino la historia, la arqueología, la
mitología, la geografía. Y entra, además, no ya sólo la explicación de un texto
dado, sino la preparación de un texto legible, libre de erratas y corruptelas,
la fijación de un texto lo más próximo posible a lo que pudo escribir el autor
o lo que se imagina que es autor".
Para G. Funaioli[51] "la filología es
y quiere ser comprensión crítica e histórica, interpretación de la palabra, de los
sentimientos, de las ideas de un escritor, exploración de su personalidad,
conocimiento científico, íntima compenetración y complementación de los
espíritus y de las formas del mundo antiguo en su unidad, principalmente de
cuanto de él nos ha quedado como patrimonio vivo: historia -no pura
historicidad- y arte, dos momentos que no se pueden separar".
Poco a poco, como, por ejemplo, señalaba J. Lasso de
Por otra parte, las
nuevas corrientes lingüísticas, estructuralismo y gramática generativa, han
reabierto esta antigua controversia al proponer una clara distinción entre
Filología y Lingüística. Así, L. Hjelmslev[52], en su teoría
glosemática, separa nítidamente los campos de la filología (= el estudio del
lenguaje y de sus textos como medio de conocimiento histórico y literario') y
de la lingüística (= el estudio del lenguaje y de sus textos como fin en sí
mismo').
Según P.
Quetglas, una vez superada esta fase gracias a los intentos reconciliadores de
Curtius y Corssen, entre otros, se llegó a lo que él llama "etapa
actual de sedimentación", en la que se ha tratado de alcanzar un
cierto equilibrio conciliando las posturas extremas representadas por los
historicistas y sus detractores[53]. Esta
"conciliación" es, más bien, consecuencia de un nuevo planteamiento
de las relaciones entre Historia y Filología no como un conflicto de intereses
sino como una relación de paridad y complementación. En cierto modo los
modernos estudiosos retoman la idea integradora -utópica, si se quiere, pero
aún fructífera- de
Para J.S. Lasso de la
Vega[55], "sin filología no hay
historia”. Negar a la filología clásica, desde Wolf en adelante, sentido
histórico sería sencillamente una calumnia. Sin embargo, hay algo diferencial
entre ambas disciplinas. Dejemos que lo diga un eminente historiador, Eduardo
Meyer: Yo definiría la esencia de la filología diciendo que ella introduce los
productos de
En este último punto
Lasso de
En las modernas concepciones, la
filología, sin prescindir de la ayuda de otras disciplinas (¿ciencias
auxiliares? ¿quién es auxiliar de quien?), trata de hallar su status
propio como ciencia que atiende a la fijación, comprensión y explicación de un
texto a partir del contexto (lingüístico) y del contexto (histórico-literario)
en que se produce.
Víctor
José Herrero[56] nos
resume el concepto actual del término philologia: “Para unos se
limita solamente a una erudición centrada en las lenguas y literaturas
clásicas. Según otros abarca el concepto de las disciplinas que en la época
actual se ocupan del mundo antiguo. Todavía hay quien confunde con
DOCUMENTACIÓN
I
MANIFIESTO EN DEFENSA DE LAS FILOLOGÍAS DE
Vitoria | UPV
16/03/2009
http://www.culturaclasica.com/?q=node/2712
Ante los rumores
aparecidos en prensa sobre la desaparición de las titulaciones de
Filología Hispánica, Francesa, Clásica y Alemana en la Universidad del
País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea, los alumnos y profesores de
1) La eliminación de estas cuatro filologías supone la amputación de una
parte fundamental del patrimonio cultural de
2)
3) No se puede estructurar la enseñanza superior atendiendo
exclusivamente a las necesidades mercantiles de un sistema económico y
social que proyecta su rentabilidad económica a corto plazo. Los
beneficios sociales de los estudios humanísticos, y de las filologías en
particular, son mucho mayores que las ganancias económicas directas que se
producen en un sistema de mercado como el que soportamos.
4) El papel de la investigación y de la transferencia de conocimientos en
Filología es quizás más difuso que en los dominios de las ciencias duras,
pero su impacto social y cultural es tan profundo y duradero como el de
aquellas.
5) La eliminación de las cuatro titulaciones de Filología en la
Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea plantea dos
problemas fundamentales: la redefinición del saber en el estadio actual y
el papel que la enseñanza superior, pública y de calidad, desempeña en
nuestra sociedad.
6) La supresión de estas cuatro titulaciones de
7) A su vez, la extinción de estas cuatro titulaciones cuestiona y
desarticula el futuro de la enseñanza secundaria en
8) Es necesario repensar el papel de la investigación y de la transmisión
del conocimiento en
9) El estudio de las filologías no es sólo un modo de erudición, sino una
forma de profundización en la cultura y de construcción de una identidad
histórica y social, tanto en nuestra comunidad como en el contexto
europeo.
10)
PDL (Plataforma
de Defensa de las Letras UPV/EHU)
MÁS INFOMACIÓN: http://www.plataformadefensaletras.blogspot.com/
http://nalocos.blogspot.com/2009/03/con-las-filogias-amenazadas-de-la.html
II
NO A
Manifiesto
de los profesores de Filología Románica de las Universidades españolas
http://www.ucm.es/info/romanica/
Los profesores de Filología
Románica de las Universidades españolas, reunidos en
de Letras) españolas y
constituyen contenidos básicos de diversas licenciaturas, entre lasque se
encuentran aquellas que se han formado a partir de
La formación “generalista”
de los estudios de Filología Románica, articulados en torno ala Lingüística
Románica,
titulados su integración en
el mercado de trabajo”. La especialización es básica en la filología románica
como en cualquier otra disciplina científica, pero también es importante no
perder nunca de vista una perspectiva transversal, como de hecho ha sido la
práctica común en esta ciencia desde sus inicios, y no debe ser abandonada.
Aurelio Roncaglia, uno de los más brillantes romanistas del siglo XX, para
justificar esta necesidad y complementariedad, extrajo el ejemplo de la
medicina: no cabe duda de que la especialidad es necesaria, como también lo es
el médico de cabecera. Si bien la especialización médica se ha desarrollado
vertiginosamente, parece que ha descendido la medicina general, y esto es, sin
duda, un déficit que paga la sociedad. En estos momentos en los que se insiste
tanto en la capacidad de reciclaje de los profesionales, salta también ala
vista que el médico de cabecera, con su amplia perspectiva, puede
especializarse fácilmente en uno o varias ramas de la medicina, mientras que el
especialista, que está muy centrado en un subcampo, lo tendrá difícil para
dedicarse a otro subcampo distinto.
La dualidad de perspectivas,
la generalista y la de especialización, es inmanente en nuestra disciplina
filológica, porque es en cada momento condición esencial de nuestro objeto de
estudio. “La especialización sin el generalismo está ciega. El generalismo sin
la especialización es inane”; esta frase, que podría aplicarse a cualquier
enseñanza universitaria por muy técnica que fuera, es de Ernst R. Curtius,
quien, juntamente con Leo Spitzer y Erich Auerbach (todos ellos figuras
insignes de
Los estudios de Filología
Románica continúan vigentes en las más prestigiosas universidades de Europa y
de los Estados Unidos de América y, por lo que hasta ahora sabemos, los
responsables de la enseñanza superior no tienen intención de suprimirlos,
porque son conscientes de la solidez de sus resultados. En un informe reciente,
en concreto el Academic Ranking of
World Universities 2005, sobre las 500 mejores
universidades del mundo, elaborado por el Institute of Higher Education,
Shanghai Jiao Tong University puede constatarse la presencia de
Eliminar esta titulación del
mapa de futuros grados de la universidad española va en contra de la tan
deseada convergencia europea, pues en sus estudios “converge” toda Europa, ya
que nuestras materias de enseñanza encuentran sus raíces en el continuum
románico que explica la unidad cultural de
Así las cosas, cualquier
cambio que se introduzca en los estudios de Grado de
Precisamente en
La intercomprensión entre
las lenguas románicas es uno de los objetivos de nuestros estudios, los cuales
han sido trasladados y asumidos por los poderes políticos, como, por ejemplo,
en la creación de
Teniendo en cuenta
todo lo anterior y que
1. Se mantenga la
titulación de Filología Románica como título de grado.
2. En los títulos
de grado que tengan como objetivo el estudio de una o varias lenguas y
literaturas románicas, así como en los de Lingüística y Estudios Literarios,
3. En las
titulaciones mencionadas, con independencia de lo dicho en el apartado
anterior, los contenidos de Filología Románica se estructuren de modo que
puedan configurar un módulo coherente y compacto combinable con otros posibles
módulos.
Y todo ello sin olvidar la
posibilidad de combinar grados entre sí, como de hecho ya sucede en otras
universidades europeas (británicas y alemanas, por ejemplo), cosa que
entroncaría con el tan deseado aprendizaje a lo largo de la vida postulado en
todos los tratados de
III
NO A
Carta
abierta de los profesores de Filología Románica
(febrero
2006)
http://www.ucm.es/info/romanica/
Ante la publicación en distintos
medios de comunicación del nuevo catálogo de títulos de Grado de
Una vez más nos vemos
obligados a denunciar el enorme perjuicio que esto supone en el ámbito del
Conocimiento, ya que implica no sólo echar por tierra una ingente labor
científica de gran prestigio y arraigo en
experimentado desaparición
ni retroceso algunos. Ante esta situación
los Profesores y Alumnos de Filología Románica de
1. Que se nos
faciliten los informes en que se basaron los Expertos del Ministerio y del Consejo
de Universidades para suprimir tanto
2. Que
3. Que las
enseñanzas de Filología Románica se incluyan, como contenidos formativos
comunes, dentro de las Materias Instrumentales de los Títulos de Grado relacionados
con una o varias lenguas romances (Lenguas y Literaturas Modernas; Lengua
Española y sus Literaturas; las filologías correspondientes a las otras lenguas
del Estado; y Filología Clásica).
4. Que los Títulos
de Grado relacionados con una o varias lenguas románicas se organicen de modo
que en ellos se pueda articular una mención de Filología Románica.
Rogamos encarecidamente a
los Rectores de nuestras Universidades, a los miembros de
[1] En el
número 6 de diciembre de 2006 la revista Tonos
Digital publicó el artículo de Rafael González Fernández: “Historia
(antigua) y Filología”: http://www.um.es/tonosdigital/znum6/estudios/Gonzalezfernandez.htm.
[2] Proyecto de Diseño de Grados y Planes de
Estudios en Filología, coordinado por Pilar Saquero Suárez-Somonte (Universidad Complutense
de Madrid) en el marco del Plan de Ayudas convocado por
[3] Para un repaso de las distintas acepciones del
término filología en relación con la historia véase el artículo de GONZÁLEZ
FERNÁNDEZ, R., “Historia (Antigua) y filología”, Tonos Digital, n. VI,
Universidad de Murcia, 2003.
[4] Cfr. PFEIFFER, R. Historia de la filología clásica, (trad. esp. Geschichte der klassischen Philologie, 1970), 2 vol., Madrid, Gredos, 1981, vol. 1, pág. 25.
*
Mis conversaciones con Manuel Casado, Lola Pons y Esperanza Acín han contribuido
a la formulación de lo que aquí se expone.
[5] Y más allá de las Humanidades, de todo lo “puro” o
“exacto”, como las matemáticas –sólo hay que ver los números de las matrículas
en la universidad–, o de todo lo esencialmente “histórico”, como, por ejemplo,
el Derecho Romano.
[6] En Alemania, como ejemplo que me queda muy a mano,
los estudios de románicas, de germánicas o de eslavística, pongo por caso, se
componen desde hace unos años de estudios de lengua, de literatura y de Landeskunde,
es decir, de estudios sobre una cultura determinada, en los que se incluyen,
además de las producciones textuales, la historia, las tradiciones, las artes,
y la fisonomía social y política de un ámbito determinado.
[7] En una reciente publicación de Günter Holtus y
Sánchez Miret (“Romanitas”, Filología Románica, Romanística, Max
Niemeyer Verlag, Tübingen, 2008, pág. 28) se cita un párrafo de Armin Frank en
el que se refiere gráficamente de este enfoque: “En su enfoque lingüístico
diacrónico se entiende por filología la reconstrucción de fases lingüísticas
antiguas; en este sentido se ha descrito al filólogo como aquel que ensilla a
su caballo con las leyes de Grimm y persigue incluso la más pequeña sílaba
hasta el valle más lejano del Himalaya”.
[8] Dicho sea de paso, en las argumentaciones
dilemáticas se asocia tantas veces
[9] Coincido con Lola Pons –y es, ciertamente, una
evidencia histórica– cuando apunta que
[10] Véase, por ejemplo, el volumen de
Diana Bravo y Antonio Briz, Pragmática
sociocultural: estudios sobre el discurso de cortesía en español,
Barcelona, Ariel, 2004.
[11] Todo lo que se afirma acerca de la filología en
estas páginas es perfectamente extrapolable al resto de humanidades.
[12] Pregunta
que en ocasiones adopta la forma de la ignorancia más desacomplejada: “¿es lo
de los sellos?”
[13] Para un mayor desarrollo de estos
argumentos, véanse obras como La
literatura en peligro de Tzvetan Todorov, ¿Para qué sirve la literatura? de Jean Paul Sartre, ¿Para qué sirve la literatura? de
Antoine Compagnon o “La literatura y la vida” de Mario Vargas Llosa.
[14] Mario Vargas Llosa, “Literatura y
vida”, en La verdad de las mentiras,
Alfaguara, Madrid, 2002, p. 386
[15] Íb., p. 386.
[16] Antoine Compagnon, ¿Para qué sirve la literatura?, Acantilado, Barcelona, 2008, p. 68
[17] Amos Oz, Contra
el fanatismo, Siruela, Barcelona, 2005, p. 24 y p. 9
[18] Antoine Compagnon, op. cit., p. 52
[19] Harold Bloom, Cómo
leer y por qué, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 210
[20] Mario Vargas Llosa, op. cit., p. 395
[21] Antoine Compagnon, op. cit., p. 39
[22] Mario Vargas Llosa, op. cit., p.
393. El autor ejemplifica dicho argumento con una distopía que imagina un mundo
futuro, lleno de enseres técnicos, pero sin libros, un mundo que “a pesar de su
prosperidad y poderío, de sus altos niveles de vida y de sus hazañas
científicas, sería profundamente incivilizado, aletargado, sin espíritu, una
resignada humanidad de robots que habrían abdicado de la libertad.”, en íbid.,
p. 401.
[23] Antoine Compagnon, op. cit., p. 40
[24] Mario Vargas Llosa, op. cit., p. 389
[25] Véase Fredric Jameson, El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado,
Paidós Studio, Barcelona, 1991.
[26] Roland Barthes, Ensayos críticos, Barcelona, Seix Barral, 1967, p. 316
[27] Mario Vargas Llosa, op. cit., 390
[28] Véase al respecto Giovanni Sartori, Homo videns, Taurus, Madrid, 1998
[29] Véase Manfred B. Steger, Globalization, Oxford University Press, 2003 o Bernat Castany
Prado, Literatura posnacional, Universidad
de Murcia, 2007
[30] Edward W. Said, Orientalismo, DeBolsillo, Barcelona, 2007, p. 31
[31] Véase al respecto José Luis Pardo, “El
conocimiento líquido. Sobre la reforma de las universidades públicas”, en Claves de razón práctica, nº 186, 2008,
pp. 4-11
[32] George Lakoff y Mark Johnson, Metáforas de la vida cotidiana, Cátedra,
Madrid, 1998, [1980], p. 198
[33] Véase Manuel Cruz, Las malas pasadas del pasado, Anagrama, Barcelona, 2005
[34] Elisa Silió, “Aristóteles es director estratégico.
Las empresas valoran la inteligencia crítica de los licenciados en
Humanidades”, El País, lunes 2 de
marzo de 2009.
[35] Véase William James, Pragmatismo, Folio, Barcelona, 2002 [1907] y Richard Rorty, El pragmatismo, una versión, Ariel,
Barcelona, 2000.
[36] Véase al respecto el primer tomo
J. M. Bermudo, Filosofía política.
Asaltos a la razón política, Ediciones del Serbal, Barcelona, 2005
[37] Antoine Compagnon, op. cit,. p. 49
[38] Italo Calvino, Por
qué leer los clásicos, Tusquets, Barcelona, 1995, p. 20
[39] Íbid., p. 20
[40] Traductora del Consejo de
maria.valdivieso@consilium.europa.eu
N.B. Las opiniones vertidas en el presente texto son a título
exclusivamente personal y no reflejan necesariamente la posición oficial de
[41] Declaración de Bolonia.
[42] De esta forma, por ejemplo, preferimos a menudo
decir "extremadamente" en lugar de "considerablemente", o
en lugar simplemente de "muy", porque creemos que así está más claro
que queremos decir lo mismo que el "extremely" de nuestro texto
original. Es obvio que esto equivale a ignorar lo que significa el acto de la
traducción.
[43] V. Nuevo
Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española, http://buscon.rae.es/ntlle/SrvltGUILoginNtlle
[44] MAYER Y OLIVÉ, M., “Filología y Arqueología”, Arqueología
Hoy, Madrid, 1993, p. 95.
[45] W. JÄGER, Philologie
und Historie, Basilea, 1914 [= H. OPPERMANN (ed.), Humanismus,
[46] Que él confiesa haberlas tomado de una publicación
de Hermann Usener de 1882, Philologie und Geschichtswissenschaft, Bonn.
[47] Véase mi trabajo “Historia (Antigua) y Filología”,
Tonos
digital: Revista electrónica de estudios filológicos, ISSN
1577-6921, Nº.
6, 2003
[48] A. BÖCK, Encyklöpadie
und Methodologie der philologischen Wissenschaften,
[49] Página 35 de la edición de 1912.Véase nota 3.
[50] A. TOVAR, Lingüística
y Filología Clásica, Madrid, 1944.
[51] G. FUNAIOLI,
"Lineamenti di una storia della filologia attraverso i secoli", en Studi
di letteratura antica, Bologna, 1946, vol. I, 185-385.
[52] L. HJELMSLEV, Prolegómenos
a una teoría del lenguaje, trad. esp., Madrid, 1971.
[53] P. QUETGLAS, Elementos
básicos de filología y lingüística latinas, Barcelona, 1985.
[54] M. MAYER Y OLIVÉ, M., “Filología
y Arqueología”, Arqueología Hoy, Madrid, 1993, pp. 95-99.
[55] J.S. LASSO DE
[56] V.J. HERRERO, Introducción al estudio de
|