REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


¿QUO VADIS, PHILOLOGIA?

José María Jiménez Cano (ed.)

(Universidad de Murcia)

 

ÍNDICE

 

1.- Presentación, de José María Jiménez Cano (Universidad de Murcia)

 

2.- Sobre la conveniencia de mantener el término “Filología” en la denominación de los títulos universitarios de grado, de Alfonso Martín Jiménez (Universidad de Valladolid)

 

3.- Tufillo científico, de Eloy Sánchez Rosillo (Universidad de Murcia)

 

4.- Hasta ahora vivíamos bien, de Epicteto José Díaz Navarro (Universidad Complutense de Madrid)

 

5.- Filología, de Estrella Ruiz-Gálvez (Universidad de Caen)

 

6.- Filología versus Estudios, de Juan Manuel Hernández Campoy (Universidad de Murcia)

 

7.- Encuesta filológica, de Belén Hernández (Universidad de Murcia)

 

8.- Filología: una muerte anunciada (desde la Anglística), de Juan Camilo Conde Silvestre (Universidad de Murcia)

 

9.- Los tres aspectos de la Filología, de Mª Carmen Ayora Esteban (Facultad de Educación y Humanidades de Ceuta. Universidad de Granada)

 

10.- Bolonia, la Filología y Venus ante el espejo, de Óscar Loureda (Universidad de Heidelberg)

 

11.- De la “inutilidad” de la Filología (o las nuevas bodas de Filología y Mercurio), de Bernat Castany Prado (Universidad de Barcelona)

 

12.- ¿Filología o qué?, de Francisco Chico Rico (Universidad de Alicante)

 

13.- Filología sí, de Jacinto Nicolás (filólogo y periodista)

 

14.-Filología, un sencillo comentario, de Alberto José Sánchez Griñán (Escuela  de Lenguas Extranjeras de Pekín)

 

15.- El nombre exacto de las cosas, de José S. Carrasco Molina (I.E.S. Diego Tortosa de Cieza. Murcia)

 

16.- Aportación al debate en torno al término “Filología”, de Jaime Céspedes (Université Paris 10 – Nanterre)

 

17.- La Filología tras Bolonia. ¿Cambiamos de traje o cambiamos de planes?, de María Valdivieso Blanco (Traductora del Consejo de la Unión Europea. Bruselas)

 

18.- Filología, puente entre lingüística y literatura, de Camilo Rubén Fernández Cozman (Universidad de San Marcos. Lima, Perú)

 

19.- ¿Filología o lenguas?, de Edmundo Farolán

 

20.- ¿Filología hispánica o estudios hispánicos?, de Monique Nomo Ngamba Amougou (Facultad de Letras y Ciencias Humanas. Universidad de Douala. Camerún)

 

21.-La importancia de llamarse… ¿Filología?, de Antonio Miguel Bañón Hernández (Universidad de Almería)

 

22.- Filología y Estudios de la lengua, de Mohamed El-Madkouri Maataoui (UAM) y Beatriz Soto Aranda (C.E.S. Felipe II-Universidad Complutense de Madrid)

23.- Indicio de tribulaciones y solución efímera, de Xavier Laborda (Universidad de Barcelona)

 

24.- El nombre es el presagio, de José Carlos Miralles Maldonado (Universidad de Murcia)

 

25.- Desde las trincheras de la Secundaria, de María José Lucerga Pérez

 

26.- Tiempos postmodernos: el sentido de una ciencia filológica, de Rafael González Fernández (Universidad de Murcia)

 

DOCUMENTACIÓN

 

1.- Manifiesto en defensa de las filologías de la Universidad del País Vasco

 

2.- No a la desaparición de la FilologíaRománica.Manifiesto de los profesores de Filología Románica de las universidades españolas

 

3.- No a la desaparición de la Filología Románica. Carta abierta de los profesores de Filología Románica

 

 

 

I

PRESENTACIÓN

 

         Con la promesa de su publicación bajo la forma de encuesta, en la Navidad del año 2008 pedí a un grupo selecto de profesores, traductores y periodistas que escribieran una o dos páginas en torno a la conveniencia o no de mantener el término Filología en la denominación de los títulos universitarios de Grado, si veían que la cuestión merecía la pena plantearse. Apelando a la propia experiencia, se recordaba no obstante que en el proceso actual de reforma de los planes de estudio ha habido una tendencia importante para sustituir el término Filología por el de Estudios. A título de ejemplo se hizo referencia al caso particular del término Filología Hispánica para el que se ha propuesto su sustitución por el de 'Estudios de lengua y literatura españolas' en algunas universidades. El término ‘Filología’ parece mantenerse solamente en el caso de las lenguas clásicas[1].

         Este tanteo se hizo sin mayores precisiones de fondo y forma. A quien lo preguntó se le aclaró que el tono no tenía por qué ser el del ensayo académico porque lo que se perseguía era recoger opiniones clarificadoras. De ahí que las respuestas que se seleccionan más abajo son opiniones de extensión y argumentación muy variada. En algún momento se nos pidieron datos sobre el contexto en el que habría que ubicar esta cuestión. Se respondió que el contexto se podría resumir con el dicho de 'entre todos la mataron y ella solo se murió'. No ha habido claramente una tendencia que explícitamente pida la retirada del término en la denominación de los títulos. Buena prueba fue el problemático ‘libro blanco’ que de forma atropellada llegó a elaborarse en el proceso previo a la reforma de los planes de estudio[2]. La historia de este libro blanco es muy particular, pero no es el caso ahora de detenerse en un material de suma importancia para el estudio histórico de las Humanidades en España. Han sido algunos sectores del profesorado de Filología Inglesa los que siempre han aludido a la especial connotación que tiene el término 'filología' en su dominio cultural y las diferencias que presenta con los contenidos generales de sus estudios. Las universidades han tenido y tienen carta blanca para mantener o cambiar la denominación. Nada ni nadie las conmina.   

         Las aportaciones se van a suceder yuxtapuestas y sin ningún comentario. La única intención de esta antología es la de evitar que una cuestión de tanto calado pase sin pena ni gloria y hacer votos para que, al menos, alcance el grado de ‘disputada’.

 

II

 

SOBRE LA CONVENIENCIA DE MANTENER EL TÉRMINO “FILOLOGÍA” EN LA DENOMINACIÓN DE LOS TÍTULOS UNIVERSITARIOS DE GRADO

 

Alfonso Martín Jiménez

(Universidad de Valladolid)

 

 

         En el actual proceso de reforma ha habido tendencia a sustituir el término Filología por el de Estudios. Así, se ha propuesto sustituir la denominación de Filología Hispánica por la de Estudios de Lengua y Literatura españolas, mientras que el término Filología parece mantenerse en el caso de las lenguas clásicas.

         Esa tendencia puede deberse a la consideración de que el término Filología resulta anticuado o incluso poco comprensible para los posibles estudiantes de los nuevos títulos de Grado (lo que al parecer no ocurriría en igual medida en el caso de los aspirantes al Grado de Filología Clásica), mientras que la denominación Estudios de Lengua y Literatura españolas presenta una apariencia más renovadora o moderna y no ofrece dudas sobre sus contenidos. No obstante, podríamos plantearnos si es preciso anteponer la expresión “Estudios de” a “Lengua y Literatura españolas”, de igual manera que no parece necesario incluir esa misma expresión, por ejemplo, en las denominaciones de los grados de Medicina o de Arquitectura (“Estudios de Medicina”, “Estudios de Arquitectura”). Si en el caso de la lengua y la literatura se considera necesario anteponer la expresión “Estudios de” puede ser debido a que el término lengua y, sobre todo, el término literatura tienen varias acepciones; así, la literatura puede entenderse como un acto de creación artística y como el resultado de esa actividad, y en los estudios de grado no se pretende que los estudiantes lleven a cabo una actividad literaria de tipo creativo, sino que conozcan y analicen el corpus de la literatura española ya existente. De esta forma, la anteposición de la expresión “Estudios de” elimina cualquier ambigüedad, si bien puede parecer un tanto superflua al compararla con los títulos de otras disciplinas en los que no es necesario anteponerla. Pero, sobre todo, esa expresión no aporta absolutamente nada nuevo con respecto al término Filología, sino que conlleva, a mi modo de ver, un claro empobrecimiento.

         En el Diccionario de la Real Academia de la Lengua encontramos las siguientes acepciones del término filología: “1. Ciencia que estudia una cultura tal como se manifiesta en su lengua y en su literatura, principalmente a través de los textos escritos. 2. Técnica que se aplica a los textos para reconstruirlos, fijarlos e interpretarlos. 3. Lingüística”. La simple lectura de estas definiciones, que recogen las distintas concepciones del término a lo largo de su evolución histórica, evidencia que el vocablo filología tiene una significación mucho más rica que la expresión “Estudios de”. Pero es muy posible también que muchas personas, e incluso muchos potenciales estudiantes de los títulos de Grado, desconozcan el sentido del término filología en sus diferentes acepciones, tal y como son recogidas por el DRAE. Por todo, ello, la sustitución que se pretende llevar a cabo solo resultaría ventajosa en aras de ofrecer una supuesta imagen de renovación o de allanar la comprensión del contenido de los Grados filológicos (no sin ciertas ambiciones mercantilistas) a los virtuales demandantes de los mismos, pero implica el abandono de un concepto de gran raigambre cultural y un empobrecimiento semántico que resultan contradictorios con la propia aspiración de los estudios lingüísticos y literarios.

 

III

 

TUFILLO CIENTÍFICO

 

Eloy Sánchez Rosillo

(Universidad de Murcia)

 

El cambio de la denominación de Filología Hispánica por la de Estudios de Lengua y Literatura Españolas me parece bien, pero siempre que el término "Españolas" se sustituya por el de "Hispánicas", pues así quedaría mucho más claro que también se incluye en tales estudios la lengua y la literatura de todos los dominios del español. Desechar de una vez el término "Filología" en el rótulo denominativo de los estudios a los que nos estamos refiriendo me parecería de perlas, pues el tufillo científico que la palabra tiene me parece inadecuado para los estudios de humanidades, que pueden y deben ser todo lo ordenados y rigurosos que se quiera, pero que deberían de huir como de la peste de todo lo que huela a ciencia pura y dura y fría.

 

IV

 

HASTA AHORA VIVÍAMOS BIEN

 

Epicteto José Díaz Navarro

(Universidad Complutense de Madrid)

 

La denominación del Grado ya fue aprobada por el Departamento, Junta de Facultad y Rectorado, y, en efecto, cambia el término Filología (menos en Clásicas), con el que creo que hasta ahora vivíamos bien, por una variedad de denominaciones: "Grado en Español", y luego en los másteres, "Estudios ingleses", "Máster en Literatura Española" etc.,  y la cosa resultó inevitable porque cada Departamento eligió lo que mejor le parecía. Hubo un caso especialmente polémico porque la antigua denominación de "Semíticas" se cambiaba por una que incluía el término "Estudios Islámicos" pero lo referente a “Hebreo” se incluía en un confuso paraguas "....y del Oriente", y no sé bien en que quedó, pues fue el Consejo de Gobierno quien impugnó la denominación inicial. También ahora estamos en una situación igualmente confusa en la denominación de Departamentos, pues "Filología Española I" cambió a "Lengua Española", y la numeración comienza con el II, que somos "Literatura Española". Si a mi me preguntaran creo que, en vista de lo que hay, me quedaría con Filología pues el cambio ha dado algo parecido a la clasificación borgiana de cierta "enciclopedia china".

 

V

 

FILOLOGÍA

 

Estrella Ruiz-Gálvez

(Universidad de Caen)

 

El cambio propuesto responde a la tendencia actual y corresponde fatalmente a un  concepto de Universidad que no es y no quiere ser lugar de transmisión de un saber que se justifica por sí mismo, sino que se ve como un "colegio universitario" que  imparte unos conocimientos obligatoriamente pragmáticos que se concretizan en un diploma que debe permitir "ganarse la vida". La universidad de "sabios profesores",  investigadores desinteresados y "especuladores del intelecto" se acaba, por lo mismo que hace que se acaben las Humanidades.

A mí me gusta el término de Filología porque corresponde al interés por la lengua en tanto que molde y vehículo de un concepto enunciado en un momento concreto. El nombre dice la esencia y, para hablar como el Padre Sigüenza, hay que saber romperle la cáscara para entender lo que su envoltura encierra.

Es sabido que para Saussure la Filología tiene el defecto de centrarse en demasía sobre la lengua escrita, es decir, la Filología sería lo propio de una actitud estática,  lo propio de una actitud orientada hacia un pasado, o cuando menos,  hacia un  "existente" estudiado como tal.  De hecho, la inteligencia y transcripción de textos clásicos es una de sus finalidades. Saussure reprochaba a la Filología  un cierto desdén de la  actualidad, esto es, un cierto desdén hacia la lengua  "viva", la lengua hablada, la lengua en movimiento; no tanto la que transmite y traduce lo generado por una mente en un momento dado, sino la que evidencia la existencia de los mecanismos de transmisión y transcripción, la existencia de los mecanismos de adaptación. Para él la Filología era una etapa intermediaria entre la Gramática y la Lingüística.

¿Qué aporta el término de Estudios? Desde luego una actualización y, en primer lugar, un alineamiento con respecto a ciertas actitudes  universitarias de más allá de los Pirineos. Si miramos hacia Francia -que  mantiene una cierta reserva frente al término de Filología- observamos, sin embargo, que los estudios de literatura francesa, se engloban en lo que ellos llaman "Lettres Modernes". El Español, el Inglés, el Alemán, el Italiano son: "Langues Vivantes Etrangères". Es decir, sólo el Francés merece el calificativo de "Letras"; (el distintivo es, ya se ve, importante) los demás somos "Lenguas". Por descontado, yo doy clase únicamente de Historia y de Literatura: las clases de Lengua son sólo una parte de lo que nosotros calificamos de  "Estudios Hispánicos".

¿Qué interés puede haber en mantener el término de Filología? En primer lugar, mantener la relación y el contacto con las lenguas clásicas: el estudio del latín debería ser obligatorio. Me figuro que esto es utópico - y de un "demodé" que asusta-,  pero son raíces culturales elementales.

En segundo lugar, recordar y mantener el carácter auténticamente universitario de estos estudios que son y tienen que ser exigentes, porque se defiende con ellos la presencia y el nivel de las Letras Hispánicas.

La lengua española no presenta las dificultades del alemán o las del francés -que es lengua de arbitraria verticalidad-. El término de "Estudios" es, en mi opinión, banalizador y responde a esa voluntad de "allanar" los caminos de la lengua, que siendo -como lo es la nuestra- genialmente llana, más necesita barreras de contención que no puentes que faciliten su penetración.

 

Nota bene: Me parece útil insistir sobre el interés de considerar  con detenimiento el ejemplo  francés, porque lo es. En efecto,  el calificativo de "modernas" para las "Letras" francesas, remite implícitamente a otras "Letras", que en la lógica cronológica no pueden ser más que "antiguas o clásicas", es decir, al Latín y al Griego en cuya continuación se sitúan las "Modernas", aquí, Francesas. El calificativo tiene valor de reivindicación en cuanto a la herencia cultural, pero también en cuanto a la calidad de la continuidad. Las Letras Francesas se sitúan así en el mismo plano que las Letras Clásicas. No me parece injusto, pero me parecería justo, justísimo, que las Letras Hispánicas, reivindicaran sus raíces clásicas, bien manteniendo el término de Filología, bien adoptando la terminología francesa, titulándose así "Letras Modernas" - sin más - o "Letras Hispánicas Modernas", término en todo caso muy preferible al de "Estudios".

 

VI

FILOLOGÍA VERSUS ESTUDIOS

Juan Manuel Hernández Campoy

(Universidad de Murcia)

 

La tendencia más reciente en el diseño de los nuevos planes de estudios españoles de la división de Filología es precisamente la de sustituir el término tradicional de ‘filología’ por el de ‘estudios’. Así, siguiendo la práctica anglosajona, y distanciándose de la europea más continental, se han propuesto los ‘Estudios Ingleses’, en lugar de ‘Filología Inglesa’, o ‘Estudios de Lengua y Literatura Españolas’ en lugar de la ‘Filología Hispánica’, etc. Aunque, curiosamente, el término ‘filología’ parece mantenerse en el caso de las lenguas clásicas. Esta moda ya venía reflejada en el intento, afortunadamente infructuoso, de filologicidio tramado desde el Proyecto de Diseño de Grados y Planes de Estudios en Filología y coordinado por Pilar Saquero Suárez-Somonte (Universidad Complutense de Madrid) en el marco del Plan de Ayudas convocado por la ANECA en 2004.

La Filología es conocida ya desde la época griega clásica como la ciencia que se ocupa del estudio de los textos escritos sirviéndose del lenguaje, la literatura y demás manifestaciones escritas en tanto que suponen la expresión de una comunidad cultural. Con más o menos matices, con uno u otro enfoque, así ha sido esta práctica desde los griegos alejandrinos, los latinos Servio Macrobio y Focio, los humanistas renacentistas, o los ilustrados Richard Bentley y Friedrich August Wolf con la filología moderna, o la filología comparada decimonónica con Franz Bopp, la lingüística moderna de Ferdinand de Saussure en el siglo XX, o nuestro ilustre Ramón Menéndez Pidal.

         No sé si después de tantos siglos de vigencia del término ‘filología’ es acertada la nueva tendencia a sustituirlo por el de ‘estudios’, o no. Pero tampoco tengo clara la imperiosa necesidad de tener que cambiarlo. Desconozco qué encanto tiene el segundo en detrimento del tradicional, ni qué defecto tiene éste en beneficio del nuevo en estos tiempos del siglo XXI. Lo que sí tengo muy claro es que no me imagino que esta misma moda se aplique a la denominación de otras titulaciones, de manera que Odontología pase a denominarse Estudios de los Dientes, Oftalmología, Estudios de los Ojos, Obstetricia, Estudios de la Gestación, Historia, Estudios Históricos, Geografía, Estudios de la Tierra. Y ¿Aeronáutica, Física, Química, Arquitectura, Informática, Ginecología, …?

VII

ENCUESTA FILOLÓGICA

 

Belén Hernández

(Universidad de Murcia)

 

 

La progresiva sustitución del término Filología en los nuevos títulos
universitarios de Grado, desplazado por denominaciones más genéricas como estudios de lengua y literatura o grado en lenguas modernas con una mención especial para cada lengua extranjera cultivada en primer lugar, denota a todas luces la necesidad de hacer patente un cambio de perspectiva del propio concepto de las titulaciones universitarias en las facultades de Letras.

 

Términos nuevos y títulos rediseñados íntegramente para presentar un modelo de educación superior capaz de “abordar, en el marco de la sociedad de la información y del conocimiento, los retos derivados de la innovación en las formas de generación y transmisión del conocimiento”. Como es sabido, con ello la Universidad española pretende activar, con cierto retraso, los acuerdos de convergencia europea suscritos en 1999 con la Declaración de Bolonia; en la cual se explicitaba el compromiso de coordinación de las distintas políticas educativas universitarias mediante la consecución de una serie de objetivos de calidad, luego completados con los Acuerdos de Praga (2001) y la Conferencia de Berlín, celebrada en 2003. Sin embargo, no es sencillo calibrar las consecuencias de la suplantación terminológica de las filologías en el actual panorama de los planes de estudios, sobre todo al considerar su estrecha relación con el concepto de calidad, otra palabra reciente y compleja en la enseñanza, pues su origen se encuentra en el ámbito empresarial, y al trasladarlo a la educación superior, los alumnos y las instituciones se convierten en clientes y productores.

 

Los distintos Libros Blancos dedicados a las titulaciones de Letras publicados sucesivamente por el Ministerio de Educación y la Aneca, aplicando la terminología del Marco de Referencia Europeo para la enseñanza de lenguas extranjeras, han tenido un papel determinante en la modificación de las denominaciones. En efecto el título completo de aquel dedicado a las filologías, publicado en 2005, reza: Libro Blanco de los Estudios en el ámbito de la lengua, literatura, cultura y civilización; y sus objetivos, de acuerdo con el desarrollo de la reforma educativa de la UE, consisten en el desarrollo de competencias orales y escritas sobre dicha lengua y su cultura, con el fin de garantizar un saber hacer, o lo que viene a ser lo mismo: ser capaz de aplicar los conocimientos adquiridos en las distintas situaciones del entorno laboral y social. Por tanto, estos documentos institucionales, elaborados desde una perspectiva supranacional y con una retórica homogénea, están afectando de manera determinante a la confección de los títulos y su reconocimiento para la realización profesional, porque tienen como principal objetivo satisfacer la demanda de los usuarios o, en otras palabras, proporcionar un producto competitivo.

 

         Llegados a este punto, las razones para desechar filología en la oferta de cada título son fáciles de componer. La palabra filología tiene por objeto propio el estudio del lenguaje o lengua como sistema de comunicación humano, y por tanto está relacionado con las distintas perspectivas sobre el lenguaje y el hombre a lo largo de la historia[3]. Es por ello que se pueden encontrar numerosas definiciones según el ámbito de estudio en el que se aplica y considerando la situación histórica del filólogo. Por ejemplo, una de las definiciones más citadas es la del filólogo clásico R. Pfeiffer: “La filología es el arte de comprender, explicar y restablecer la tradición literaria. Nació como disciplina independiente en el s. III a. C., gracias a los esfuerzos de los poetas por conservar la herencia literaria, los clásicos, y servirse de ella”[4]. Desde la teoría de la literatura, otros autores han privilegiado la disciplina como análisis de los textos literarios, y no sólo aquellos conservados desde la antigüedad, sino todos los pertenecientes al sistema literario de cada lengua; por ello uno de los principales objetivos de la filología ha sido desarrollar métodos e instrumentos científicos fiables en la reconstrucción integral de los textos y su correcta transmisión a la posteridad. Sin embargo, la evolución de las distintas áreas de esta vasta materia ha solicitado la división entre gramática y lingüística o filología y literatura; pues, en efecto, desde la antigüedad en la terminología sobre los estudios del lenguaje se han venido confundiendo tres grandes aspectos disciplinarios que hasta ahora han albergado con mayor o menor fortuna los títulos especializados en lenguas:

 

a)    La filosofía del lenguaje;

b)    La historia de la filología tradicional;

c)     Y la historia de la lingüística, que usualmente deriva en la lingüística aplicada. 

 

Desde el punto de vista de la filosofía del lenguaje, la filología, extendida a todos los ámbitos del saber humanístico, se identificaba con una gramática ideal que perpetuaba el concepto clásico original. Desde el punto de vista historicista, la filología pretendía ser comprensión crítica e histórica de cada uno de los autores pertenecientes a las literaturas nacionales. Y desde el punto de vista de la lingüística aplicada, la gramática quedaría restringida a un modelo de lengua que constituye un instrumento válido para la enseñanza de la lengua oral y escrita. En la actualidad, existe cierto miedo a proponer monolíticamente un solo ámbito lingüístico, porque muchos de sus campos de estudio son difíciles de aplicar a los actuales ámbitos profesionales y también por la necesidad de dominar varios idiomas incluso para los estudiosos de la cultura hispánica. La historia de literatura ha pasado a relacionarse con la literatura comparada, la teoría de la literatura y la traducción. Y en cuanto al la filosofía del lenguaje, ocupa parcelas cada vez más angostas en la lingüística y la teoría del lenguaje, pues se encuentra desplegada entre las facultades de Psicología y Filosofía. No obstante un profesional de la lengua sigue denominándose filólogo o traductor.

 

En mi opinión, si bien comprendo las razones que han llevado a apartar el término filología de la presente visión positivista de la educación (o de la enseñanza supeditada al saber hacer), considero que eludir el uso de este término no resuelve la confusión disciplinaria, sino al contrario la acentúa, aparta la discusión con la tradición, elimina los nexos entre disciplinas y aísla aún más las especialidades; por eso recuperar filología en las nuevas titulaciones puede contribuir a su supervivencia. Daré sólo dos argumentos a su favor: el primero, tiene que ver con la calidad y el segundo con la interculturalidad.

 

Por una parte, enterrar el término implica desechar el alto grado de especialización alcanzado en hasta el momento en los estudios filológicos, a cambio de perspectivas de estudio meramente instrumentales que ofrecerán una formación profesional válida para la práctica de la lengua, pero con escasos conocimientos específicos sobre su avance en el seno de una cultura, y con poca pericia en el manejo de textos literarios e históricos que solicitan una sólida maestría en la crítica y el análisis; en consecuencia, en lugar de filólogos expertos de un ámbito lingüístico, alcanzarán el título de grado aquellos hablantes que hayan demostrado ser competentes en dos o más idiomas; aunque éstos se verán obligados todavía a buscar ciclos educativos supletorios para completar su itinerario formativo antes de acercarse al mercado laboral. Por otra parte, el cambio en la denominación de los títulos puede privar a los estudiantes de la comprensión general de las disciplinas desarrolladas hasta ahora dentro de la filología, instauradas desde el humanismo, fundamento de la coherencia cultural de Europa sobre la cual se continúa trabajando. No se trata solo de abundar en las grandes figuras del patrimonio clásico, desde Petrarca a Vico, desde Nebrija a Juan de Andrés, o desde Unamuno a Gadamer; sino de afirmar una concepción del fomento humanístico de la cultura, procurar la comprensión de la pluralidad y la riqueza de las lenguas e ideologías, proponer la vinculación entre tradición y futuro. Sin esta amplitud de miras no parece posible el entendimiento entre los pueblos, el perfeccionamiento humano y la proyección de estas ideas en el mundo.

VIII

FILOLOGÍA: UNA MUERTE ANUNCIADA (DESDE LA ANGLÍSTICA)

 

Juan Camilo Conde Silvestre

(Universidad de Murcia)

 

 

Me uno a la encuesta de la revista Tonos Digital con un breve texto sobre la denominación Filología y su conveniencia, o no, en los nuevos títulos universitarios de Grado. Creo, sin embargo, que, a estas alturas, sólo estoy en situación de redactar su epitafio y, a lo sumo, de indagar en las causas de su fallecimiento. Y es que resulta palpable que en los nombres de nuevas titulaciones filológicas –con excepción de la dedicada a las lenguas clásicas– está denominación tradicional se ha visto arrinconada y sustituida por otras aparentemente más accesibles, como Estudios de lengua y literatura española, Lenguas y literaturas modernas o Estudios ingleses. De este modo, la etiqueta Filología está condenada a desaparecer del uso común (aunque sólo estuviera en él para designar Facultades y titulaciones) y quedará relegada, si acaso, a ámbitos universitarios especializados. No me siento capaz, ni cabe hacerlo ahora, de discutir los beneficios o perjuicios de esta enésima adaptación de planes de estudio –que, en mi opinión, puede ser bienvenida si propicia la reflexión sobre nuestro trabajo, aunque sea a costa de rellenar papeles–; sin embargo, me veo autorizado a aportar, desde mi especialidad en Filología inglesa, algún dictamen que, a modo de autopsia, revele las razones del óbito, a las que no es ajena la omnipresente influencia del inglés.

         En este sentido, nuestro idioma refleja, desde hace años, un desplazamiento semántico que, si nos atenemos a los datos del diccionario histórico The Oxford English Dictionary (OED), comenzó a afectar a la voz inglesa philology en la década de 1920-1930. Nuestra filología es vocablo genérico –según el DRAE “Ciencia que estudia una cultura tal como se manifiesta en su lengua y su literatura, principalmente a través de los textos escritos” (s.v.) – y de aquí su extensión al nombre de las carreras universitarias. Este sentido global tenía la voz inglesa philology cuando John Selden, para muchos el primer historiador del derecho en Inglaterra, incorporó el término en su Title of Honor (1614) para oponerlo a storie; el mismo significado general permitía siglo y medio después al escocés George Campbell hablar en The Philosophy of Rhetoric (1776) de “Todas las ramas de la filología: histórica, civil, eclesiástica y literaria”. Sin embargo, la apropiación del término por la ‘nueva’ lingüística comparativa e histórica (desde el xix) devino en una restricción que, por metonimia, le llevó a designar, también según el OED, “[e]l estudio de la estructura y desarrollo del lenguaje” y, concretamente, “…el desarrollo específico de las lenguas y sus familias, especialmente el estudio histórico de su fonología y morfología a través de los documentos escritos”. Esta evolución terminológica llevaba al lingüista norteamericano Leonard Bloomfield a entonar su necrológica por la extinta philology en el clásico Language (1925): “La más noble de las ciencias, la filología, el estudio de las culturas nacionales, es mucho más que la combinación de la lengua y la literatura. El uso en inglés británico de filología por lingüística deja fuera de lugar a aquella designación”. Años después el británico R.H. Robins le daría el tiro de gracia cuando en su conocida obra General Linguistics. An Introductory Survey (1964) equiparó su sentido exclusivamente a la designación de la lingüística comparada e histórica.

Creo que el desuso de filología –una voz, que, como etiqueta genérica, ha denominado perfecta y claramente las titulaciones dedicadas al estudio de la lengua y la literatura como manifestaciones culturales– se debe, en parte, a esta tardía influencia del inglés, donde el vocablo se especializó hace décadas en designar el análisis e interpretación de las manifestaciones escritas de textos del pasado (historia) de las lenguas, y se excluye su aplicación a los productos actuales. Si esto es así, hemos sustituido, como tantas otras veces, el término preciso y diáfano que ofrecía nuestro idioma (Filología), por otros más vagos (Estudios) o por circunloquios (Lenguas y literaturas…), recogiendo un desarrollo propio de la lengua inglesa al que, hasta hace poco, era ajeno el español. Sólo cabe esperar que las nuevas titulaciones y sus contenidos no traicionen también el sentido etimológico de la Filología y que sepamos seguir transmitiendo a nuestros alumnos el aprecio por el aprendizaje y el conocimiento de las culturas humanas y sus discursos.

 

IX

 

LOS TRES ASPECTOS DE LA FILOLOGÍA

 

Mª Carmen Ayora Esteban

(Facultad de Educación y Humanidades de Ceuta. Universidad de Granada)

 

 

La propuesta de creación de un Espacio Europeo de Educación Superior acordada en la Declaración de Bolonia, obliga a las universidades europeas a llevar a cabo una política educativa común en el ámbito universitario, lo que se ha venido a llamar, proceso de convergencia europea de las enseñanzas universitarias. Por lo que respecta a España, se ha adoptado un sistema de titulaciones que cumple las características requeridas mediante los decretos por los que se establece la estructura de las enseñanzas universitarias y se regulan los estudios oficiales de grado y postgrado.

Ahora bien, para la adecuación al nuevo terreno universitario, algunas universidades han impulsado planes que pilotasen la adaptación al EEES, y han reestructurado sus titulaciones.

Y precisamente, en este proceso actual de reforma y adaptación, no estamos de acuerdo con la denominación de algunas titulaciones de Grado. Consideramos desafortunada la tendencia a sustituir el término Filología en el EEES, ya que sólo se mantiene para designar al grado de Filología Clásica. Concretamente la Filología Española ha sido denominada “Estudios de Lengua y Literatura Españolas”, lo que nos parece un título vago, de poca precisión en la denominación de la carrera.

 

Son varias las causas por las que creemos conveniente mantener el término Filología:

Por un lado, la Filología, ciencia en un principio auxiliar de la historia, nace para proporcionarle los textos antiguos perfectamente interpretados. Se comenzó, por supuesto, con el estudio de las literaturas y de las lenguas clásicas para llegar, por fin, a lenguas más antiguas, origen de las clásicas, y de las cuales no había documentos. Esto supone ya el nacimiento de la Lingüística que, por tanto, brota de la Filología. Los estudios de  lingüística y la filología, aunque difieren a veces en sus métodos, quedan imbricados en necesaria complementación. En efecto, la lingüística, no puede describir con garantía un estado de lengua si no dispone del texto auténtico que, perfectamente situado en el tiempo, e interpretado, le brinde la filología. Como es de suponer, el término Filología, cuenta con una importante tradición en el marco de las Humanidades y recoge perfectamente los aspectos lingüísticos y literarios que pretenden ahora explicitar con las nuevas denominaciones. Incluso va más lejos, pues hace referencia al estudio de una determinada cultura (española, inglesa, francesa, etc.) a través de su lenguaje. Los textos literarios constituyen la manifestación más importante en este sentido, pero comprende también otras manifestaciones lingüísticas como los textos históricos, administrativos, jurídicos, comerciales, etc., pues todos ellos son representativos del marco cultural en que han sido elaborados. Limitar el análisis lingüístico a una única manifestación, pese a la trascendencia de ésta, supone descuidar las demás facetas del lenguaje y su conexión con la cultura a la que representan. Para poder analizar tanto estos textos como  otros tipos de manifestaciones, es necesario un conocimiento profundo del funcionamiento de la lengua en que están codificados.

 

En resumen, bajo la denominación Filología conviven los tres aspectos fundamentales que deben configurar estos estudios: el cultural, el lingüístico y el literario. La Filología, mediante la Lengua y la Literatura ofrece un campo de exploración, interpretación y crítica intercultural permanente de la realidad que nos rodea, lo que es fundamental en el mundo en que vivimos. Nada tiene sentido sin un enfoque interdisciplinar en el marco de un plan docente donde la transversalidad es el objetivo más buscado, así como la aproximación de los contenidos y procedimientos educativos a las demandas sociales. La denominación de “Estudios de Lengua y Literatura Españolas” relega ese amor por la palabra que el término filología conlleva en su étimo griego, apartando un poco los cauces históricos que justifican el presente de una lengua, implicando una perspectiva sincrónica dominante frente a los considerados anticuados enfoques diacrónicos, cuyas aportaciones, a nuestro juicio, no deben ser olvidadas pues justifican y permiten estudiar las lenguas como entidades dinámicas que nacen, viven y mueren, habitando en el seno de las distintas comunidades de habla.

            
 
X
 

BOLONIA, LA FILOLOGÍA Y VENUS ANTE EL ESPEJO*

 

Óscar Loureda

(Universidad de Heidelberg)

 

En el cuadro de Velázquez, el espejo que sujeta Cupido devuelve al espectador la imagen turbia de una diosa de la belleza autocomplacida y absorta. La propuesta de reforma de los títulos universitarios que emana del Plan Bolonia parece asumir que la actitud de la Filología –y de las Humanidades en general[5]– no difiere nada de la de la Venus del cuadro: se trata de un ámbito del saber que, reclinado, se mira abstraído y distante, y precisamente por ello sus trazos resultan confusos y desvanecidos para los ojos del mercado laboral, aparentemente el único espectador interesado en el cuadro. En un intento de aportar nitidez, los estudios de Filología en España, tradicionalmente asociados al ejercicio profesional de la función docente, se han ido sustituyendo por estudios lingüísticos y literarios, con la intención de romper con la dinámica del ensimismamiento de las letras y con la esperanza de que el mercado absorba a los futuros graduados no sólo como docentes, sino también en forma de figuras profesionales como la de asesor lingüístico, traductor, asesor literario, gestor cultural, crítico literario, redactor, mediador lingüístico e intercultural, investigador, etcétera.

Vaya por delante que considero el debate trascendente, y no –o no sólo– nominalista, como a primera vista pudiera parecer. En la terminología administrativa, lengua y literatura, de un lado, y filología, de otro, se comportan como flatus vocis, y pueden denominar indistintamente lo uno, lo otro y todo lo contrario; de hecho, he visto varias memorias académicas de Estudios de lengua y literatura que apenas difieren de los planes anteriores a 1993 conducentes al título de Licenciado en Filología (hispánica para más señas). Bajo el cambio en la denominación de los estudios, parto de los montes que con muchos matices podría asumirse, aflora, sin embargo, una concepción reduccionista y pragmática –del inglés pragmatism– a la que puede ponérsele más de una pega.

Tanto en textos monológicos y expositivos –me refiero a libros blancos, memorias, etcétera– como en textos dialógicos –en los debates suscitados– reina entre los partidarios de la nueva denominación una actitud dilemática –lo viejo frente a lo nuevo en oposición exclusiva– y darwinista –lo nuevo, naturalmente, como una evolución hacia lo óptimo–, una actitud basada, por lo demás, en un entimema de primer orden: nadie –o nadie de la Administración y su periferia– parece negar la mayor, que el fin de la universidad –de la Universidad, con mayúsculas, en el sentido humboltiano– no es solamente el mercado. La oposición entre lo viejo y lo nuevo, pareja aparentemente irreconciliable, se proyecta sobre otras hasta cristalizar en esquemas mentales tan sólidos como contrarios a toda lógica empírica. Para resumir: la filología es lo viejo, una mera “gimnasia del espíritu”; los planes de estudio en crisis, ya sea a causa de una mala gestión –parece innegable– o ya sea por estar basados en un saber –se dice– “antiguo” y, por ello –se razona sorprendentemente sin solución de continuidad–, “inactual” e “inútil”; es la disciplina carente de objetivos “trascendentes” e incapaz de asumir los nuevos horizontes de la comunicación; y se tiene, paradójicamente a su propia naturaleza, por una disciplina ensimismada y melancólica, porque busca con la luz del conocimiento respuestas y sabiduría en el pasado –en el pasado literario para ser más precisos– y porque se siente incapaz de convencer al mundo práctico de que la relación entre lengua y literatura no es esotérica. Por su parte, los estudios de lengua y literatura se supone que unidos en tanto que representantes de la “cultura y la civilización” representa el progreso de la reforma y de la convergencia europea –la Filología como ciencia que estudia una cultura tal como se manifiesta en su lengua y literatura es algo más bien “hispánico” (pidaliano)–; representa la actualidad y la adaptación a las nuevas formas de la comunicación, y con ello, la trascendencia del saber; se formula a partir de un optimismo inusitado en lo relativo a la inserción de los egresados futuros, inserción garantizada por su mayor capacitación –de ahí lo inusitado del optimismo: sólo hay que ver el magro bagaje con que los alumnos cruzan el umbral de la alma mater–; y posibilita, en fin, una mayor interdisciplinariedad y un mayor realismo en relación con la comunicación práctica, individual e institucional, más allá del estrecho ámbito de la literatura.

El debate nominal, como dije, parece insignificante porque de un modo u otro, con la sensatez de lo clásico o con la resolución y bravura de lo más moderno, se dibujan los tres ángulos de la filología hispánica tradicional: la lengua, la literatura –en sentido amplio: como la producción textual de una comunidad–, y la cultura y civilización[6]. Si hablamos de “estudios de lengua y literatura” acuñamos unos estudios mediante un sintagma coordinado con identidad funcional y jerárquica; entre tanta linealidad falta, en la teoría y probablemente en la práctica, el sentido último de la coordinación, cuando de lo que se trata, precisamente, es de redefinir la relación entre los constituyentes de dicha expresión. Más bien se opta por resolver el problema soslayándolo. Por lo demás, la nueva nomenclatura no proporciona con claridad un nombre para los futuros profesionales: ¿“lingüista”, también para alguien que pretenda una formación focalizada en la literatura?, ¿“experto en lengua y literatura”?, ¿“técnico en lengua y literatura”?); podría proponerse, y no suena mal, un título de grado en “Hispanística”, pero como término no pasaría de ser un calco del alemán, que, además, o no es productivo (*francesística, *italianística, *lusitanística), o tiene en el mundo hispánico compañeros de viaje de impacto limitado (eslavística) o agonizante (germanística). Parece, entonces, que “filólogo” resulta más que aceptable, no como mal menor, sino por tradición y por sentido común, incluso únicamente como término práctico, sin perjuicio de ulteriores especializaciones: ¿qué hay de extraño en ser filólogo, de grado, con una especialización, de posgrado, en lingüística computacional? El término filología, por su parte, presenta la unidad de los estudios, pero en estos esquemas argumentativos maniqueos se aplica a la historia, al saber enciclopédico, o a una filosofía general historicista[7] –fuera– o regeneracionista y romántico –en España–, que en modo alguno pretenden evocarse. El problema de la Filología es, en suma, doble: en el primer caso, de significación, en el segundo, de evocación.

A mi juicio, este dilema y sus paralelismos, desde el punto de vista del contenido, ocultan la realidad, sobre todo por el lado de la Filología, pues en este esquema es considerada siempre parcialmente, alejada de la teoría y en sus modalidades del pasado, nunca en su evolución. Se supone, implícitamente, que no puede evolucionar y con ello adaptarse a las nuevas realidades; y se toma, además, sólo el concepto de “Filología” más estrecho, el que distingue la ciencia histórica con sus diversas manifestaciones: como búsqueda del conocimiento de las civilizaciones pasadas[8] en los documentos escritos, es decir, una especie de Arqueología de la Palabra ancilar de la Historia[9]; como ecdótica e interpretación literaria, por tanto también con una dimensión hermenéutica y de crítica textual; o como Lingüística histórica. Podemos, sin embargo, extender el concepto de “filología”. Sin necesidad de ir más lejos, bastaría con consultar el diccionario académico, en la voz filología, y no llegar a la segunda acepción: “Técnica que se aplica a los textos para reconstruirlos, fijarlos e interpretarlos”, sin antes detenerse un poco en la primera: “Ciencia que estudia una cultura tal como se manifiesta en su lengua y en su literatura, principalmente a través de los textos escritos” –dicho más claramente, “Estudio conjunto de una lengua o varias y sus literaturas”, s.v. filología, acepción 1b, Diccionario del español actual de Manuel Seco y otros–. Detenerse, sí, no para asumir sin más el concepto, sino para recuperarlo y reorientarlo, esto es, para redefinirlo, de acuerdo con las nuevas exigencias del mercado, sí, pero también y sobre todo– de acuerdo con las nuevas exigencias de la ciencia misma para el estudio de su objeto.

En rigor, la Filología no se ciñe sólo a la historia. Ese es un legado –y en cierto sentido, una exageración– del Estructuralismo y del Generativismo en tanto que paradigmas que apostaban por lo seguro, la lengua, y que para su autoafirmación separaban lo lingüístico de lo filológico, siendo este segundo enfoque el propio del estudio del lenguaje y de sus textos y conviene subrayar aquí textos, por lo que luego se verá como medio de conocimiento histórico y literario. Al separar, pues, langue y parole o competencia y actuación, y al privilegiar las primeras, se hace visible el abismo entre lo lingüístico y lo filológico, y con ello entre el estudio de la lengua y el estudio de la literatura como nicho cultural. Es cierto que la lingüística actual, a través de la Pragmática y del Análisis del Discurso, en sincronía, y de la Teoría de las Tradiciones Discursivas, en diacronía, ha vuelto la mirada al hablar; pero lo han hecho desde orientaciones tan legítimas como distintas: con el impulso de la Etnometodología, en el caso del Análisis del Discurso, de la Filosofía analítica, en el de la Pragmática, o de la Lingüística variacional, en el caso de la Teoría de las Tradiciones Discursivas, de modo que más bien los todos los puntos de vista y me refiero particularmente aquí a la sincronía han construido su objeto en torno al discurso, como actividad, y no en torno al texto como producto, con lo más allá de la interpretación en sí, la dimensión hermenéutica y filológica, importa el estudio de las condiciones lingüísticas y extralingüísticas del acto de habla.

Para poder redefinir la nueva Filología conviene recuperar el concepto de texto y prolongarlo en al menos tres sentidos: uno, como sinónimo de “lo dicho” con un sentido unitario, por lo tanto, como lo dicho oralmente o lo dicho por escrito; otro, como actividad y como producto; y otra, finalmente, como totalidad de lo hablado, más allá de la finalidad literaria –y aquí más allá significa en realidad pero sin prescindir de ella, incluyéndola–. De hecho esta noción de Filología se ha recuperado recientemente, sin que en ello tenga que ver el “mercado”. Y se ha recuperado para adaptarla a los nuevos tiempos y a los nuevos objetivos. Por una parte, se ha logrado que trascienda definitivamente el ámbito de lo literario para ocuparse de todos los textos; se ha intentado eliminar viejos rescoldos de subjetividad e impresionismo, prolongados, por ejemplo, en la Estilística y en la Crítica textual; y se le ha otorgado el papel de nivel último y más concreto de una Lingüística integral que dé sentido a cualquier estudio sobre el lenguaje, ya sea teórico o ya sea aplicado. Dicho de otro modo, si se integra esta Filología basada en los estudios acerca del texto (para el caso, “discurso”) como unidad superior y básica de los estudios (= de grado, de base) podemos poner sólidos cimientos para una futura especialidad (= de posgrado) en cualquiera de las múltiples esferas en las que lo lingüístico se presenta como una dimensión importante. Esto es lo que permiten, siendo realistas, tres años de formación inicial.

El problema, como digo, es de diseño de una Filología como estudio integral, que pueda dar respuestas a todos los problemas del lenguaje. Se trata, en el fondo, de proponer un modelo articulado en el que se integren lo cultural, lo lingüístico y lo literario, pero en el que también quepan las demás dimensiones del lenguaje: la cognitiva, la gramatical y la semántica, la sociocomunicativa y la textual, la variación, la aplicación de lo lingüístico a cualquiera de las esferas de la realidad práctica, etc. Y se trata, también, de un modelo común para la lingüística sincrónica y para la diacrónica.

En este sentido, parece indiscutible que el lenguaje nace de una capacidad general del hombre para expresarse, que se acompaña, a veces, de una actividad gestual que incide en el contenido de lo que se expresa, y que presenta una dimensión puramente biológica; pero ninguno de los tres planos anteriores aporta la verdadera y esencial dimensión del habla: también en los animales se aprecia cierta capacidad de expresión, hábitos gestuales, y una disposición psíquica y física para producir y captar mensajes. El lenguaje –casi huelga decirlo, humano– es cualitativamente diferente por su dimensión cultural. Y en esta dimensión implica un conocimiento de la realidad –cultural– y de un conocimiento idiomático, concebido como saberes, de ningún alguno “inútiles” o “arcaicos”: un intérprete, sin ir más lejos, no encontrará espontáneamente equivalentes si desconoce ciertos realia, como las páginas salmón, quién fue el vencedor de Jena o quién el Estagirita; lo mismo vale para el traductor, quien no llegará muy lejos si desconoce lo fundamental de los problemas de la equivalencia del significado léxico y gramatical; me resulta increíble la posibilidad de escribir una noticia sin conocer mecanismos y estrategias idiomáticas para presentar la información. En una palabra, me parece impensable tener éxito como asesor lingüístico, traductor, asesor literario, gestor cultural, crítico literario, redactor, mediador lingüístico e intercultural, etc. sin tener una sólida formación en el conocimiento de las cosas (cultura) y en el conocimiento del idioma.

Los estudios de Filología deben abordar todas y cada una de estas dimensiones: deben enseñar conocimiento cultural y conocimiento idiomático (sincrónico y diacrónico), pero como base ineludible para la construcción de saber expresivo, esto es, teniendo en cuenta, que aquellas dimensiones son el material (= forma) para construir textos o discursos. Y aquí, en el nivel del texto o del hablar, una vez que se asume también que la lengua es el soporte de la literatura, es en donde se presenta la articulación filológica. A mi juicio, la actitud filológica corresponde plenamente al estudio de la Lingüística del Texto, en cualquiera de sus modalidades o manifestaciones particulares, actuales y pretéritas, en tanto que ciencia que se ocupa de la técnica para la explicitación del sentido de cada discurso particular, o lo que es lo mismo, en tanto que hermenéutica de lo dicho. Se ocupa en este sentido de desarrollar una técnica para la interpretación sistemática y fundada, esto es, de una heurística o registro de hechos del texto que permiten alcanzar determinados sentidos: por ejemplo, se ocupa de enseñarnos a ver el sentido de pasajes literarios, pero también en los textos cotidianos, publicitarios, coloquiales, históricos, bíblicos o periodísticos, e incluso de los “de desecho” (cfr. Salvador Gutiérrez, Comentario pragmático de textos de desecho, Madrid, Arco/Libros, 2000).

Un discurso (= todo texto) es un hecho semiótico, consta de signos, mejor dicho, de “significantes” que apuntan a un “contenido”, el cual, a su vez, no se presenta como tal en el discurso mismo considerado en su realidad exterior y empíricamente comprobable. Por ello, como en todo el dominio de los hechos semióticos, analizar y describir un discurso significa propiamente interpretarlo; o sea, identificar de manera fundada el contenido al que apunta (o que “expresa”).  En este sentido, la Lingüística del Texto –como, por otra parte, toda Lingüística concerniente a las dos faces de los signos– es hermenéutica, revelación sistemática y fundada de un contenido: precisamente, en este caso, hermenéutica del discurso (o “texto”). En la Textlinguistik (versión esp., cap. II § 8.2) dice Coseriu:

Si la lengua sólo participa en la constitución del sentido de los textos como primer estrato, si el sentido surge también mediante aquello que se comunica y si la lengua no es más que un sistema semiótico más, con ayuda del cual se produce y comunica el sentido, entonces la lingüística del texto, si realmente quiere ser una hermenéutica completa de los textos, no puede moverse tan sólo en el ámbito de la lingüística. La lingüística del texto constituye, ciertamente, una disciplina parcial de la semiótica, en la medida en que se ocupa de signos, aunque por regla general en ella los signos lingüísticos funcionan como significantes; pero en modo alguno es sólo lingüística, sino, sobre todo, filología, en un sentido que en la actualidad ha caído un tanto en desuso.  En el pasado se entendía por filología el arte de interpretar textos, no sólo sobre la base del conocimiento de la lengua en la que están escritos, sino también sobre la base de la familiaridad, adquirida por el estudio, con la cultura material y espiritual en el seno de la cual han surgido esos textos.

El análisis del texto –de su realidad verbal y extraverbal (= situacional)– debe ser el eje sobre el que puede pivotar la nueva Filología. Tanto en el eje sincrónico, como en el diacrónico. En este último sentido, la Lingüística histórica, sobre todo entre los romanistas y los hispanistas, ha recuperado –y modificado– la Filología: la focalización en la idea de tradiciones expresivas o discursivas es trascendente para una historia de la lengua que supere una concepción lineal de la evolución lingüística y logre dar cuenta de las condiciones comunicativas y culturales implicadas en el surgimiento y la difusión de los cambios lingüísticos. En la sincronía, se trata de desarrollar una hermenéutica lingüística no orientada exclusivamente a lo verbal, anclada en la práctica filológica, pero trascendente, porque aprovecha las aportaciones a la interpretación de los textos hechas desde la Pragmática y desde el Análisis del Discurso: la lingüística del hablar –llamémosla así– trasciende la Filología tradicional porque no quiere explicitar sólo el sentido de un tipo de texto, el literario, sino también describir las condiciones lingüísticas y extralingüísticas de la interpretación.

Para impulsar este enfoque debe proponerse una metodología integradora, que sirva como fondo de una formación. Dada la heterogeneidad de las metodologías del análisis textual, la finalidad última debe ser la de construir y desarrollar una teoría de las dimensiones y niveles funcionales del texto que permita, no sólo explicar desde todos sus ángulos el objeto del análisis, sino también hacer compatibles los procedimientos analíticos de las distintas orientaciones de la lingüística del texto actual. En realidad, parto de la convicción de que las diversas modalidades del análisis ponen énfasis en distintas dimensiones del texto, de ahí que en muchas ocasiones los resultados sean integrables.

Esta Lingüística del Texto, que incorpora la Filología, no sólo es integradora en cuanto al objeto, sino también en cuanto a la metodología. La Lingüística del Texto que se propone no es una orientación metodológica más, sino un modelo realista en el que, manteniendo algunas distinciones esenciales de base, tienen cabida las aportaciones de la Pragmática, del Análisis del Discurso y de la Teoría de la Argumentación, aparte de las de la Estilística, las de la Hermenéutica lingüística, las de la Teoría de la traducción, etc. Es, en este sentido, integradora hacia fuera.

La Lingüística del Texto “integral” no coincide con la Pragmática, en ninguna de sus modalidades. No coincide, por ejemplo, con esa orientación de Pragmática que, influida desde la Filosofía del lenguaje, entiende lo pragmático como un componente más de lo lingüístico en el que se desarrolla un enriquecimiento semántico situacional (véanse, por encima de sustanciales divergencias, los trabajos de Levinson o de Sperber y Wilson). Esta Pragmática se orienta particularmente a lo cognitivo, y, en consecuencia, a lo universal. Es cierto, no obstante, que pese a una marcada tendencia a lo universal, dentro de la Pragmática cada vez más autores prestan mayor atención a las condiciones sociales y culturales del uso lingüístico, lo que revela una fuerte influencia de los principios de la Etnolingüística y de la Sociolingüística[10]. Se trata, entonces, de una Pragmática que se ocupa de la competencia comunicativa, es decir, ya desde los trabajos clásicos de Gumperz y Hymes, de lo que el hablante debe conocer para comunicarse con éxito en situaciones socialmente relevantes. En este enfoque ya no es tan relevante el estudio del enriquecimiento contextual del significado como el conocimiento de las reglas de interacción de una comunidad dada. En la medida en que estas normas de actuación lingüística dependen de situaciones comunicativas social e históricamente dadas, este enfoque se orienta más hacia la tradicionalidad de la comunicación que a la universalidad de la interacción. Frente al estudio de las tradiciones discursivas en Alemania, sin embargo, se trata de un enfoque más “situacional” que “intratextual”.

En este sentido, el reconocimiento de que más allá de las dimensiones cognitiva, gramatical y situacional de la comunicación, privilegiadas desde la Pragmática, existen dimensiones de variación como la social, la etnográfica y la cultural, ha propiciado que la Pragmática se incorpore progresivamente en una disciplina con un radio mayor: el Análisis del Discurso. Como perspectiva heterogénea, podría parecer que coincide exactamente con esta Lingüística del Texto integral. No lo creo, sobre todo porque en el Análisis del Discurso no se considera la distinción explícitamente entre lo universal, lo idiomático y lo individual. Entonces, en este modo de considerar el discurso se integra, en realidad, todo lo lingüístico, o dicho de otro modo, se considera todo lo lingüístico desde el hablar (= todo lo cultural y lo idiomático como forma del hablar). Por esto, más que con la Lingüística del Texto integral, el Análisis del Discurso coincide con la Lingüística en su totalidad, con una Lingüística del hablar o con una Linguistique de la parole (Bally, incluso Saussure, pero más recientemente, Weinrich o Verschueren, o en el ámbito español, bajo el nombre de Pragmática, la muy coherente y sistemática propuesta de José Portolés en su obra Pragmática para hispanistas).

Por otro lado, la focalización en las dimensiones no estrictamente lingüísticas del Análisis del Discurso ha propiciado un notable deslizamiento de esta disciplina hacia el campo de la Antropología y de la Sociología: más allá de la gramática, se hace hincapié en que los valores y los cambios sociales se reflejan en el uso del lenguaje. El Análisis Crítico del Discurso, tal como lo proponen por ejemplo Fowler, Pêcheux, Fairclough, Wodak, Van Dijk o Van Leeuwen, es una orientación más cercana por sus objetivos a la Hermenéutica y a la Lingüística del Texto que la Pragmática, pues analiza el contenido de los textos, y más concretamente, los valores sociales o individuales implícitos (la ideología) en los textos. Por lo tanto, ya no se trataría de una “lingüística de la globalidad del texto”, sino, ante todo, de una lingüística de la dimensión particular del texto (o que, al menos, parte de lo más individual del texto).

Consideraremos aún una última modalidad del análisis del discurso actual: la Teoría de la Argumentación. A una lingüística del texto “integral” puede ayudarle a identificar un catálogo de procedimientos para la construcción del sentido, y, simultáneamente, permite desarrollar conceptos decisivos para una sintagmática del discurso, ya sea propiamente idiomática, ya sea universal. Una síntesis de lo expuesto puede verse en el siguiente cuadro:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
                                                        

 

Toda esta articulación es tan “útil, aplicable e insertable en el mercado laboral” como se quiera dada su polivalencia. Y nos permitiría asegurar a nuestros egresados una segura competencia en el uso de la lengua oral y escrita, en público y en privado, para la gestión de la información a través de las nuevas tecnologías, para la correcta edición de textos, para crear literatura sobre una base lingüística sólida, para el dominio de la comunicación interpersonal, para la interpretación y para la comprensión plena de los contenidos culturales y prácticos, para justificar la traducción adecuada, para saber exprimir el lenguaje y construir textos argumentativos, publicitarios o periodísticos, para ser un buen comunicador; para, en fin, ser un conocedor de las distintas aristas del lenguaje.

Si se trata únicamente de (re)bautizar a la criatura, no me parece que merezca la pena discutir, pues la eliminación del concepto de Filología revela un desconocimiento de la actualidad lingüística. Si, en cambio, se trata de (re)pensar el papel de la Filología –y de repensarlo a partir de un modelo científico, no a partir de una ideología puramente mercantilista–, integrando lo lingüístico en una unidad, entonces sí tiene sentido considerar algunos argumentos científicos a favor del nombre clásico. Ya sean “Expertos en una lengua y su literatura”, en una ciencia acuñada con sintagma coordinado con identidad funcional y jerárquica determinado ulteriormente, o ya sean Licenciados en Filología, conocedores de una Filología renovada, los filólogos del futuro deberían ser humanistas de largo alcance y no sólo profesionales de corto recorrido; filólogos para siempre, no para ahora; filólogos ante el espejo y ante el mercado.

 

XI

 

DE LA “INUTILIDAD” DE LA FILOLOGÍA

(O LAS NUEVAS BODAS DE FILOLOGÍA Y MERCURIO)

 

 Bernat Castany Prado

(Universidad de Barcelona)

 

Para luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines útiles, mi primo el mayor propugna el procedimiento de sacarse un buen pelo de la cabeza, hacerle un nudo en el medio y dejarlo caer suavemente por el agujero del lavabo.

Julio Cortázar, Pérdida y recuperación del pelo

 

En Las bodas de Filología y Mercurio, el autor romano del siglo V Marciano Capella, narra en clave alegórica la unión de Mercurio, presentado como el dios del lenguaje y el saber, y la “muy instruida doncella” Filología, que acude al convite acompañada por siete damas de honor, que simbolizan las siete disciplinas del trivium y del quadrivium. Si dicho autor hubiese escrito en nuestro tiempo, seguramente habría retratado a Filología como una mujer soltera y poco atractiva que, seguida por siete humanidades de condición semejante[11], perseguiría a un Mercurio representado, esta vez, como el dios del comercio.

Ciertamente, hoy en día, parece que el único criterio válido, no sólo a la hora de reformar el sistema universitario, sino, incluso, a la hora de decidir qué disciplinas merecen seguir existiendo o no, es el de la utilidad. De este modo, disciplinas que durante siglos habían sido tratadas con veneración, han pasado a ser consideradas en nuestros días como sectores públicos deficitarios que deberían desaparecer, a menos que realicen reformas estructurales que les permitan adaptarse mejor al mercado laboral o cultural. 

Esta tendencia no es, en absoluto, reciente. Marx ya hablaba de “subsunción de la realidad por parte del capital”; Hannah Arendt, de “economización de la existencia” y Jürgen Habermas, de “colonización sistémica de la vida”. Asimismo, desde los artistas románticos, que al librarse del sistema de mecenazgo pasaron a sufrir la férula del público, esto es, del mercado; hasta autores como Joyce, Kafka, Musil, Gide, Camus o Cortázar, que criticaron el filisteísmo y el pragmatismo que impera en la sociedad burguesa, la literatura moderna parece haberse construido en oposición a este proceso de economización de toda la existencia.

No hace falta decir que esta tendencia se ha intensificado enormemente en las últimas décadas, de modo que, hoy más que nunca, las humanidades corren el peligro de caer en una nueva era de oscuridad. En el frente de esta triste batalla, verdadera carne de cañón, nos hallamos nosotros, filólogos vocacionales, que desde que elegimos estudiar la más despreciada de las humanidades, hemos tenido que soportar la eterna pregunta del “¿y eso para qué sirve?”[12]

Con el tiempo, el más o menos simpático pragmatismo popular que familiares y amigos exhibían en las sobremesas ha acabado convirtiéndose en el discurso oficial, y hoy en día la filología ve peligrar su milenaria existencia, cuando la sociedad la señala con el dedo y repite la terrible pregunta “¿para qué sirves?” Terrible porque es la misma pregunta que hacían los oficiales de Napoleón, que decidió no atender a los heridos graves porque ya no servían para continuar la lucha; la misma que hacían los nazis en los guetos cuando debían escoger a aquellas personas que debían llevarse a los campos de exterminio; la misma que según todos los libros sagrados –incluyendo Los ensayos de Montaigne- sólo Dios tiene el derecho de realizar, ya que ningún hombre puede conocer el verdadero significado de la existencia de las cosas.

Quizás porque intuíamos el fondo perverso de esta pregunta, siempre evitamos responderla. Sin embargo, ahora que estamos en el banquillo de los acusados por inutilidad y la fiscalía nos pide trabajos forzados e, incluso, pena de muerte, estamos obligados a defendernos.

A la hora de contestar a una pregunta como ésta, podemos adoptar dos estrategias. La primera consistiría en aceptar la petición de principio que dicha pregunta esconde en su seno, esto es, que la utilidad es el criterio principal que debe regir nuestras valoraciones. La segunda, en cambio, optaría por cuestionar dicho presupuesto y obligaría a la fiscalía a reformular o a eliminar su pregunta.

 

1.- LA UTILIDAD DE LA FILOLOGÍA

 

Empecemos fingiendo que aceptamos que el criterio supremo de valoración es la utilidad, esto es, que todo juicio final surge de un “¿para qué sirves?” Aun así tenemos el derecho de preguntar de qué tipo de utilidad estamos hablando. ¿De la utilidad ilustrada, que considera útil todo aquello que contribuye a la felicidad espiritual y material de la mayor parte de la humanidad? ¿O de la utilidad económica, concebida en términos de rentabilidad material y cuyo sujeto no es la humanidad, en general, sino individuos, empresas o naciones, en particular?

 

1.1.- LA UTILIDAD ILUSTRADA DE LA FILOLOGÍA

 

Si hablamos de la utilidad ilustrada, la filología puede responder con orgullo que es útil, más aún, que es imprescindible. Existe una verdadera constelación de razones que prueba la importancia de esta disciplina en la construcción de la felicidad espiritual y material de la humanidad. Para proceder de manera ordenada, distinguiremos cinco tipo de utilidades ilustradas básicas: cognitivas, éticas, políticas, estéticas y psicológicas[13].

En lo que respecta al primer tipo de razones, recordemos cómo ya Aristóteles consideraba que la literatura era un medio de conocimiento privilegiado en virtud de su particular capacidad de mímesis. Particular no sólo en el sentido enfático, sino también en el sentido de que dicha mímesis no puede ser comparada, menos aún para minusvalorarla, con la mímesis propia de las disciplinas científicas o sociales. Ciertamente, debemos librarnos de una vez por todas de ese monismo epistemológico que supone que sólo existe un modo de conocer, el científico, para recuperar la tesis aristotélica de que existen diferentes tipos de verdad para cada ámbito de conocimiento. Más o menos claras, evidentes o directas, todas las vías de conocimiento son necesarias para formarnos una idea cabal de la realidad. No parece, pues, demasiado inteligente renunciar a una vía como la literaria y resignarse a recibir, como los presos, la luz por una única claraboya.

Más aún cuando la luz que arroja la literatura sobre el mundo tiene una riqueza de matices a la que ninguna ciencia puede aspirar ya que la literatura no está escrita en blanco y negro, sino que sabe dar cuenta de la irreductible complejidad del mundo. No lo violenta para hacerlo entrar en las letras de molde de sus prejuicios, sino que lo observa con intimidad, curiosidad y ternura. A la luz de su mirada casi divina los hombres son débiles y contradictorios, sus motivos ambiguos y cambiantes, y su complejidad infinita. Así, pues, una gran novela no sólo nos brinda tanto o más conocimiento acerca del mundo que un estudio social o psicológico; sino que, además, nos ofrece sabiduría en el sentido más profundo del término.

Por otro lado, además de proporcionarnos un conocimiento privilegiado del mundo, la literatura nos orienta en él. Ciertamente, procesos como la crisis de la razón moderna, la globalización o la progresiva especialización del conocimiento han provocado, al mismo tiempo, una gran desconfianza en el conocimiento humano y una fragmentación del mismo en especialidades estancas, de modo que cada vez nos resulta más difícil hacernos una imagen mínimamente global y consistente de la realidad. De este modo, tanto los individuos como las comunidades se han descubierto flotando sobre los azarosos bloques de hielo que se desprendieron del gran proyecto de conocimiento común con el que soñaron los antiguos, los humanistas y los ilustrados. 

Por otra parte, como señala Vargas Llosa en “Literatura y vida”, en nuestros días, las disciplinas científicas, técnicas o sociales ya no pueden cumplir la función cultural integradora debido a “la infinita riqueza de conocimientos y la rapidez de su evolución, que les ha llevado a la especialización y al uso de vocabularios herméticos.[14]” La literatura, en cambio, continúa Vargas Llosa, nunca dejará de ser fuente de sentimiento de pertenencia a la colectividad humana, ya que en sus páginas todos los seres pueden reconocerse y dialogar, “no importa cuán distintas sean sus ocupaciones y designios vitales, las geografías y las circunstancias en que se hallen e, incluso, los tiempos históricos que determinen su horizonte.[15]

En lo que respecta al grupo de razones éticas, cabe señalar, en primer lugar, que la literatura no sólo es fuente de conocimiento, sino también de perfeccionamiento moral. La ética es una cuestión de sentimientos, de sensibilidad, más que de saber objetivo. Podemos tener todo el conocimiento médico del mundo, pero nada sino nuestra educación sentimental podrá decirnos si debemos utilizarlo para curar o lucrarnos. Y en toda la historia de la humanidad no ha habido fuente más potente y acendrada de educación moral que la literatura.

Pero, como dice Antoine Compagnon, la literatura no contribuye sólo “a la formación de uno mismo”, sino también “al camino hacia el otro.[16]” Recordemos que los ilustrados recuperaron de los estoicos la idea de que la empatía, esto es, el ser capaz de ponerse en la piel del otro, es la base de todo sentimiento moral. También en este punto la literatura es una herramienta esencial ya que para sentir como los demás sienten necesitamos cierta imaginación, y nada desarrolla más dicha capacidad que la buena literatura. En Contra el fanatismo, Amos Oz afirmará que una de las principales características del fanático es su carencia de imaginación, y añadirá que la literatura es uno de los principales medios para aprender la “habilidad extrema para imaginar al otro.[17]

Algunos responderán que la literatura es amoral, ya que es un reino plenamente autónomo que no le debe explicaciones a nada que no sea a sí misma. Ahora bien, que la literatura no deba ser utilizada como propaganda política o religiosa es una cosa, que ésta deba flotar en el vacío divino del causa sui, ya es otra muy diferente. Ciertamente, la buena literatura no expresa contenidos morales concretos, esto es, una moraleja, pero sí que puede enseñarnos a aceptar sin recelo la complejidad del mundo y a hacer nuestro el placer y el dolor de los otros. Y eso lo es casi todo.

Otros dirán que con buenos sentimientos se hace mala literatura. Sin embargo, resulta evidente que, con su boutade, André Gide atacaba la moralina biempensante, no las ansias radicales de conocimiento o libertad. Lo cierto es que si admiramos una obra como Viaje al fondo de la noche de Louis Ferdinand de Céline o Justine del Marqués de Sade, no es tanto por sus malos sentimientos, sino a pesar de ellos o a través de ellos, ya que si Céline es cruel es porque añora el bien perdido y si en algo admiramos al Marqués de Sade es por sus ansias de libertad absoluta. 

Finalmente vendrán los que, siguiendo a Adorno y a Blanchot, consideran que no es posible la literatura después de Auschwitz, ya que ésta no supo impedir lo inhumano. Cabe responderles, sin embargo, que tampoco supieron impedirlo el periodismo o el comercio, entre otras muchas cosas, y sin embargo nadie critica su existencia.

Además, la literatura sí hizo mucho contra Auschwitz, ya que desde la Primera Guerra Mundial numerosos autores lucharon contra la fiebre bélica y patriótica. Bertrand Russell (1915) pasó por la cárcel por sus ideas pacifistas, Erich María Remarque escribió Sin novedad en el frente (1929), Dalton Trumbo escribió Johnny cogió su fusil (1939), los Mann al completo se opusieron el régimen nazi, Jorge Semprún acabó en Buchenwald (1943-1945), Stefan Zweig criticará todo fanatismo para acabar suicidándose en Petrópolis, Brasil. Y tantos otros.

Pero es que la literatura no sólo hizo mucho contra Auschwitz, sino que también hizo mucho dentro de Auschwitz. ¿Cómo disentir de Antoine Compagnon cuando dice, en ¿Para qué sirve la literatura?, que no hay “homenaje más bello a la literatura que el de Primo Levi, en Si esto es un hombre, recitando el poema de Ulises y contando la Divina Comedia a su compañero de Auschwitz.[18] 

En lo que respecta a las razones políticas, lo primero que podemos aducir en defensa del estudio de la literatura es que fomenta el espíritu crítico, ingrediente necesario para el advenimiento de la mayoría de edad ilustrada que es, a su vez, la piedra angular de toda democracia. Dice Harold Bloom que “sólo la lectura atenta y constante proporciona y desarrolla plenamente una personalidad autónoma.[19]” Y para Vargas Llosa la buena literatura es necesaria “para formar ciudadanos críticos e independientes, difíciles de manipular, en permanente movilización espiritual y con una imaginación siempre en ascuas.[20]

Tanto es así que Antoine Compagnon llegará a afirmar que la literatura es “una fuerza de oposición[21]” de la que podemos decir que no tiene sólo una función política, esto es, “escapar a las fuerzas de alienación o de opresión, como decía Sartre en ¿Para qué sirve la literatura?, sino, más aún, existencial, ya que, como dice Vargas Llosa, “toda buena literatura es un cuestionamiento radical del mundo en que vivimos”, es “fermento de insatisfacción frente a lo existente.[22]

La naturaleza crítica de la literatura se nos revela en el hecho de que, cuanto más opresiva o insatisfactoria es la realidad que la circunda, tanto más desafiantes y autosuficientes se muestran sus obras. Para Compagnon, de ahí se desprende la molesta paradoja de que la libertad no le es propicia a la literatura, ya que la priva de servidumbres contra las cuales resistirse. Esto le llevará a pensar “que el debilitamiento de la literatura en la escena pública europea a finales del siglo XX podría tener relación con el triunfo de la democracia.[23]

Otra función política de la literatura es que enriquece la lengua que utilizan las personas tanto para dialogar como para elaborar un sentido de lo que les rodea. Ciertamente, de un lenguaje limitado, embrollado y sin matices no pueden salir más que oscuridades y conflictos. El lenguaje es una herramienta o técnica susceptible de mejores y peores usos, y la literatura, una excelente piedra de afilar.

         Según Vargas Llosa, la pobreza lingüística no supone sólo una limitación verbal, sino también intelectual: “de horizonte imaginario, una indigencia de pensamientos y de conocimientos, porque las ideas, los conceptos, mediante los cuales nos apropiamos de la realidad existente y de los secretos de nuestra condición, no existen disociados de las palabras a través de los cuales los reconoce y define la conciencia. Se aprende a hablar con corrección, profundidad, rigor y sutileza, gracias a la buena literatura, y sólo gracias a ella.[24]

Asimismo, la literatura libera la lengua de los secuestros permanentes que sufre por parte de numerosas facciones políticas, religiosas o culturales (vencedoras o no). La malversación lingüística es una de las técnicas de dominación más antiguas. Dictaduras, teocracias, religiones, naciones, partidos e individuos manipulan constantemente las palabras para no decir lo que nos están diciendo o hacernos pensar lo que no pueden decir. La literatura, en cambio, lucha por liberar las palabras, no tanto con el objetivo de restaurar su significado original o verdadero, puesto que nadie tiene el monopolio de su dictado, como con el de limpiar el tablero de juego para que el diálogo siempre traicionado pueda volver a recomenzar. 

Por otra parte, hoy en día no sólo las diversas facciones políticas, religiosas o culturales se pelean por escribir diccionarios o enciclopedias a la carta, sino también la publicidad, que banaliza palabras sagradas, esto es, palabras que sólo deberían ser dichas o discutidas con respeto y humildad, como “libertad”, “bien”, “autenticidad”, “originalidad”, “amistad” o “amor”. Véase, entre muchos otros ejemplos, el anuncio de relojes Viceroy que apareció en diversos diarios, entre ellos El País, durante el mes de enero de 2009, donde, tras enunciar los treinta artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, añade como artículo trigésimo primero el “derecho a tener un Viceroy”.

Por otra parte, en un momento en que fenómenos diversos como la globalización, la crisis de la razón moderna o la lógica cultural del capitalismo tardío[25] han provocado una pérdida de sentido tanto a nivel individual como colectivo, la literatura es una herramienta irremplazable en el intento de restaurar dicho sentido. Ciertamente, la literatura ha sido, es y será uno de los factores principales en la construcción de un sentimiento de especie, esto es, un universo de valores éticos y referencias culturales básicos con los que cualquier ser humano pueda sentirse vinculado. Esta restauración de un sentimiento de especie es una necesidad apremiante en estos tiempos de ultraderechización de Europa, anatemización de la inmigración, repliegues identitarios y supuestos choques civilizatorios.

Finalmente, además del fomento del espíritu crítico, liberación del lenguaje y restauración de una cultura o sentido común, la literatura ha realizado luchas políticas concretas como, por ejemplo, la literatura antiesclavista (Frederick Douglas, Beecher-Stowe), la literatura antibélica (Dalton Trumbo, Erich Maria-Remarque, Simon), la literatura feminista (Sor Juana, hermanas Brönte, Woolf) o la literatura antitotalitaria (Huxley, Orwell, Sinclair Lewis).

Comentemos a continuación la principal razón estéticas que justifica la utilidad ilustrada de la literatura en la consecución de la felicidad de la mayor parte de los hombres. Para empezar, resulta innegable que el goce estético es un ingrediente fundamental de la felicidad humana. Una vida cubierta en sus aspectos más básicos, pero con una vivencia estética pobre o inexistente, no puede ser considerada una vida feliz. Una vez sentada la esencialidad del goce estético para la felicidad del hombre, cabe añadir que la literatura no sólo es, en sí misma, una fuente inagotable de goce estético, sino que, además, contribuye a desarrollar la sensibilidad de tal manera que ésta pueda hallar por su cuenta innumerables razones de goce estético en el mundo extraliterario.

Finalmente, un último grupo de razones que demuestran que la literatura es un elemento esencial en la consecución de la felicidad ilustrada de la humanidad son aquellas que hacen referencia a su capacidad terapéutica. Ya Aristóteles insistió en su Poética que la literatura no sólo podía ilustrarnos mediante la mímesis sino también purificarnos mediante la catarsis. Ampliando su radio de acción, podemos decir que la literatura tiene una gran capacidad de consolación, acompañamiento o distracción.

Ciertamente, los primeros seres humanos, sentados alrededor de sus hogueras, se contaban historias para defenderse del miedo y el aburrimiento; Boecio escribía en prisión mientras esperaba su ejecución; los protagonistas del Decamerón de Boccaccio se explicaban historias para olvidarse de la peste; John Stuart Mill salió de su depresión gracias a la lectura de la poesía de Wordsworth. En fin, cada uno de nosotros conoce incontables casos que prueban que, como decía Roland Barthes, quizás “la literatura  no permite andar, pero permite respirar.[26]

Finalmente, podemos aducir que la literatura intensifica nuestras vidas. Veamos, por ejemplo, cómo para Vargas Llosa no es exagerado decir que una pareja que ha leído a Garcilaso, a Petrarca, a Góngora y a Baudelaire ama y goza mejor que otra que apenas ha leído nada. “En un mundo aliterario, el amor y el goce serían indiferenciables de los que sacian a los animales, no irían más allá de la cruda satisfacción de los instintos elementales: copular y tragar.[27]” Y de la misma manera que la literatura intensifica, vivificándolo, el amor, la literatura puede intensificar la vida. Lo que nos lleva, de nuevo, a decir, que la literatura la vida más amable, esto es, más digna de ser amada.

Se nos dirá que la literatura, y todas sus utilidades ilustradas, no desaparece con la filología. Y en parte es cierto. Pero la historia nos ha enseñado que si la literatura deja de ser enseñada, sólo los grupos sociales acomodados tienen acceso a la formación necesaria para gozarla en sus formas más elevadas. Si la filología se debilita o desaparece, y con ella la enseñanza seria de literatura en primaria y secundaria, regresaremos a etapas anteriores en la que las capas plebeyas sólo podrán acceder a formas populares de literatura, mientras que las capas nobles podrán disfrutar, además, de la alta literatura. ¿Seguirá existiendo la literatura? Sí, pero ya no podrá contribuir a la felicidad de la mayor parte de los hombres, con lo que el criterio de utilidad ilustrada se habrá visto gravemente violentado.

Para acabar este apartado, me gustaría señalar que el mundo audiovisual no puede cumplir con la misma excelencia con que lo hace la literatura estos cinco tipos de utilidades ilustradas. Para empezar, el enorme presupuesto y movilización de personal que implica el rodaje de una película o un programa de televisión limita enormemente la libertad de guionistas y directores, a diferencia del caso literario en el que la libertad creativa está más garantizada al entrar en concurso únicamente una sola persona y un bolígrafo. Por otra parte, el enorme impacto que tienen sobre el imaginario de la población los medios audiovisuales, hacen que éstos sean mucho más estrictamente controlados que la literatura, que por ser minoritaria, goza de una mayor libertad. Asimismo, en los medios audiovisuales, las palabras son relegadas a un segundo plano, cuando, como todos sabemos, la elaboración de un sentido a partir de la realidad no es icónica, sino fundamentalmente verbal, de modo que la importantísima función de enriquecimiento de la lengua sólo puede cumplirla, por el momento, la literatura[28]. 

 

1.2.- LA UTILIDAD ECONÓMICA DE LA FILOLOGÍA

 

Pero si aquello por lo que nos están preguntando no es por la utilidad ilustrada de la filología, sino por otro tipo de utilidad, tenemos derecho a exigir que se nos explicite de qué tipo de utilidad se nos está hablando (y no valen aclaraciones vagas del tipo “una utilidad menos vaga”, “más concreta”, “más realista”…), porque nadie está obligado a responder a acusaciones confusamente formuladas.

En definitiva, ¿por qué hablan de utilidad cuando lo que quieren decir es rentabilidad? La respuesta, es fácil, porque el adjetivo “rentable” no tiene tanto prestigio como el adjetivo “útil”, ya que, como hemos visto, el adjetivo “útil” puede camuflarse fácilmente tras una retórica ilustrada. Pero no hace falta ser muy perspicaz para saber que aquello de lo que se acusa a la filología es, simplemente, de no ser rentable en términos económicos, ni individual ni colectivamente.

A nivel individual, no hay mucho que decir, ya que si la filología es poco rentable, lo único que debe hacerse es no invertir en ella, cosa que ya se hace sin ningún problema. A nivel colectivo, el problema es diferente, ya que lo que se está diciendo es que la filología es un sector deficitario que debe ser sometido a una reestructuración que lo haga más rentable o, simplemente, debe ser eliminado.

En lo que respecta a la eliminación de los sectores públicos deficitarios, la cuestión es complicada, ya que implica opciones ideológicas más particulares que el consenso universal, que sí podemos exigir cuando se trata de los derechos humanos o la defensa ilustrada de la autonomía de los individuos. Baste constatar que la idea de adelgazar unas humanidades deficitarias está dentro de un movimiento internacional de gran calado conocido como “revolución neoliberal”, nacido a mediados de los setenta, a partir de la crisis del sistema del bienestar, la victoria de Margaret Thatcher y Ronald Reagan y la reforma antikeynesiana de organizaciones internacionales como el FMI, el BM y la OMC. Revolución que se querrá ver ratificada por la caída del muro de Berlín y la reconversión capitalista de China.

Como toda ideología dominante, la revolución neoliberal ha buscado naturalizarse, esto es, erigirse en el único modo natural de concebir las cosas, difundiendo como axiomas principios como la primacía de lo económico sobre lo político o la omnisapiencia y omnipotencia del mercado para dirigir e impulsar el progreso, no sólo de la economía, sino también de todas las esferas humanas. De ambos principios se desgajan medidas como la desregulación de la economía, la privatización de empresas públicas, la liberalización de comercio e industrial, la reducción del gasto público o la eliminación de controles sobre flujos financieros globales.[29] 

Evidentemente, la discusión acerca de la utilidad y modo de pervivencia de las humanidades en el seno de nuestra sociedad, en general, y en el seno de la universidad, en particular, no es ajeno a este contexto. Así, pues, la respuesta que demos no puede ser “neutra” políticamente, si es que tal condición existe, sino necesariamente comprometida, en los dos sentidos del término. Es difícil no coincidir con Edward W. Said cuando, al principio de Orientalismo –una obra fundacional en el estudio de las disciplinas humanísticas- afirma que “el consenso general y liberal que sostiene que el conocimiento “verdadero” es fundamentalmente no político (y que, a la inversa, el conocimiento abiertamente político no es verdadero), no hace más que ocultar las condiciones políticas oscuras y muy bien organizadas que rigen la producción de cualquier conocimiento.[30]

No se trata, claro está, de caer en las teorías conspirativas, que consideran que unos pocos individuos, empresas u organismos internacionales, están dirigiendo la historia a voluntad, o en un marxismo simplificador que considera que la cultura no es más que la expresión de intereses económicos encontrados, sino más bien de tomar conciencia del marco histórico general dentro del cual el problema que nos atañe está situado. Sólo de este modo podremos asumirlo en su complejidad y pensar con conocimiento de causa y prudencia.

Una vez anotado esto, veamos qué consecuencias tendría aceptar la pregunta por la utilidad económica de la filología. En primer lugar, podemos responder que las humanidades sí tienen o pueden aspirar a una rentabilidad económica. Ciertamente, existen dos procesos básicos de rentabilización de una disciplina: podemos racionalizarla para optimizar su productividad o reestructurarla para hacerla más rentable.

En lo que respecta al primero de estos procesos, cabe señalar que no es lo mismo racionalizar que “empresarializar”. No se trata, claro está, de que lo empresarial sea malo por naturaleza, sino de que es malo que lo empresarial se imponga fuera de sus límites naturales. Y eso es, precisamente, lo que está pasando en estos tiempos en los que términos como “racionalizar” y “empresarializar” son casi sinónimos. ¿Cómo negar que en los últimos años hemos vivido un proceso de “empresarialización” del mundo universitario que ha afectado tanto a las facultades de ciencias como a las de letras? Ya no cursamos asignaturas sino créditos, hablamos de productividad científica, de competitividad, los profesores no tienen proyectos intelectuales sino tramos de investigación que nos recuerdan a los objetivos de las empresas, la evaluación no depende de un examen final sino de microtareas, etc[31].

La generalización de un sistema metafórico economicista es evidente. No se trata sólo de una manera de hablar. Como decía Nietzsche, las metáforas no son meros adornos retóricos, sino instrumentos cognitivos con los que damos formas a la realidad. De ahí que Lakoff y Johnson digan, en Metáforas de la vida cotidiana, que “las metáforas puedan crear realidades, especialmente realidades sociales.[32]” No nos hallamos, pues, ante una simple moda lingüística, sino ante un profundo cambio de cosmovisión cuyas consecuencias sociales y humanas son mucho más profundas de lo que solemos pensar. 

Indudablemente, la “empresarialización” del discurso educativo no es ajena a la precarización del trabajo universitario, la clientelización del alumno, la mercantilización del conocimiento, el recorte de las disciplinas deficitarias, etc. Las universidades nunca fueron el jardín de Epicuro, pero con estos cambios estamos añadiendo a viejos errores endémicos, nuevos vicios posmodernos.

         El segundo proceso básico de rentabilización de una disciplina es el de realizar algunos cambios estructurales que la hagan más interesante de cara a posibles inversores. Mientras que el anterior proceso tiende a dejar intacto el interior de la disciplina ya que sólo busca optimizar su funcionamiento externo, este segundo proceso busca refundarla desde el interior para hacer que deje de ser deficitaria.

         Las propuestas son muchas. Aquellos que han tenido que redactar solicitudes de ayudas para proyectos o grupos de investigación y aquellos que han tenido que diseñar los nuevos grados saben muy bien que nunca falta en el cuestionario de turno un apartado que pregunte, bajo una u otra fórmula, por la rentabilidad económica de los estudios propuestos. Siguiendo la metáfora economicista a la que antes nos referíamos, dicha idea suele conocerse como  “transferencia del conocimiento”.

Evidentemente, lo que todos estos cuestionarios nos piden no es que enumeremos unas “salidas” ya existentes (que el mercado en su omnisciencia ya tiene perfectamente preparadas), sino que creemos otras nuevas. ¿Cómo? Alterando levemente la naturaleza de las humanidades.

Por ejemplo, los departamentos de historia pueden dedicarse a estudiar las fiestas regionales, costumbres, supersticiones y hábitos culinarios de aquellos municipios, regiones y países que estén dispuestos a financiarlos. Incluso pueden entrar a formar parte de alguna fundación, instituto u observatorio financiado por algún partido político o grupo mediático que necesite de su objetivo apoyo científico a la hora de promover ciertas ideas y usos del pasado[33]. Los más emprendedores quizás puedan dotar de un valor añadido a determinados productos químicos o comestibles demostrando que siguen fielmente fórmulas o recetas antiquísimas.

Si sabe adaptarse a los nuevos tiempos, también la filología podrá hacerse rentable. Puede convertirse, por ejemplo, en un anexo del ministerio de turismo. Cervantes y Vargas Llosa son la paella y la sangría de la lengua española que, por otra parte, es un gran activo económico, verdadera materia prima de la que hasta se ha calculado los millones de euros que produce cada año. Recordemos, por ejemplo, cómo en un artículo publicado en el El País, en marzo de 2009, se afirma, entre otras perlas, que la “riqueza del patrimonio es rentable para el sector turístico”, que las humanidades son “una ventaja para negociar” o que la IE Business School, entre otras universidades de empresa, han decidido que “sus MBA debían de [sic] tener un sesgo más humanista”.[34]

Sin embargo, aun aceptando la legitimidad de la pregunta por la utilidad económica de las humanidades, podemos responder que no, que ni racionalizándolas ni reestructurándolas podemos hacer de ellas unas disciplinas rentables. Esto nos llevaría de nuevo a una discusión más explícitamente ideológica. Si consideramos que el estado debe mantener sectores deficitarios por el bien de la mayoría, entonces, aceptaremos la naturaleza deficitaria de las humanidades, si consideramos, en cambio, que el estado debe reducirse a la mínima expresión y ser simplemente un marco garante del libre comercio, entonces, aceptaremos que las humanidades deben desaparecer. 

Cabe preguntarse, sin embargo, ¿qué hubiese sido de la historia de la humanidad si los gigantes de cuyos hombros nos estamos resbalando hubiesen aplicado a sus pensamientos, escritos y esfuerzos la lógica de la rentabilidad? Platón hubiese sido un gran comerciante; Aristóteles hubiese aprovechado su influencia sobre Alejandro Magno para hacerse gobernador de alguna región oriental; Sócrates, Frege o Kojève habrían anulado sus clases, tan vacías siempre; Montaigne se hubiese olvidado de sus Ensayos para ser alcalde de Burdeos durante ocho años más; Kant no hubiese escrito durante su famoso silencio de diez años la Crítica de la razón pura, sino treinta o cuarenta artículos que le hubiesen garantizado un o dos tramos más de investigación; García Lorca hubiese sido abogado; en fin, la historia hubiese sido un triste informe para accionistas. 

Resulta, pues, preferible rechazar la pregunta por la utilidad de las humanidades en su acepción economicista ya que, sea cual sea la respuesta, nos lleva a caminos indeseables, no sólo para los humanistas, sino, sobre todo, para la sociedad. Aceptar las preguntas tal y como se nos hacen sin ponerlas en cuestión y rechazarlas, si es el caso, es dejar que los demás escojan las armas del duelo.

Así, pues, sólo debemos aceptar la pregunta por la utilidad en su acepción humanista e ilustrada, esto es, como una pregunta por la capacidad de las humanidades para contribuir a la felicidad espiritual y material de la mayor parte de la humanidad. Y en dicha acepción, como hemos visto, las humanidades dan la talla.

Pero como vimos al principio de estas páginas, también podemos rechazar la pregunta por la utilidad tanto en su acepción económica como en su acepción ilustrada, y apostar por una defensa intrínseca, inmanente, de la filología. Ciertamente, que la utilidad sea el criterio absoluto de valoración, por encima de otros criterios como, por ejemplo, el bien, la verdad o la belleza, es algo que puede discutirse con toda legitimidad. Pero eso ya nos lleva al siguiente apartado.

 

2.- LA INUTILIDAD DE LA FILOLOGÍA

 

Recordemos que nuestra segunda opción básica a la hora de enfrentarnos a la pregunta de marras era rechazarla por considerar inaceptable el presupuesto básico que lleva implícito en su seno, esto es, que la utilidad es el único criterio de valoración existente, por encima de otros criterios como los de verdad, bondad o belleza.

Ciertamente, la secularización de las sociedades contemporáneas, la crisis de la razón moderna y el relativismo pluralista connatural al sistema democrático nos han llevado a perder la fe no sólo en nuestra capacidad para conocer los valores éticos, estéticos y epistémicos sino, incluso, en la existencia misma de dichos valores más allá de nuestra propia intersubjetividad. 

Ya a finales del XIX, el pragmatismo de William James y Charles Sanders Peirce afirmaba que tras la pérdida de contacto con los valores con los que hasta el momento los hombres habían pretendido regir su vida, sólo nos quedaba la utilidad como base de todo significado[35].

Así, pues, frente a la defensa a ultranza del pragmatismo, que es el discurso oficial de nuestros tiempos, cabe oponer, además de las objeciones particulares expuestas en los apartados anteriores, dos objeciones generales: la primera, que no está claro que podamos prescindir tan alegremente de toda referencia a los valores; la segunda, que aunque tuviésemos que prescindir de toda referencia a los valores, antes de recurrir al seudo-criterio de la utilidad, podríamos apelar, aunque pueda sorprendernos, al criterio de la inutilidad.

En lo que respecta a la primera objeción, cabe decir que, como hemos visto a lo largo de estas páginas, aun aceptando el pragmatismo, estamos obligados a definir qué cosa entendemos por utilidad, discusión en la que, inevitablemente, la referencia a los valores vuelve a ser necesaria. Al fin y al cabo, no quieren decir exactamente lo mismo los términos “utilidad” o “eficacia” en la boca de Hitler o en la de Montaigne.

Por otra parte, resulta un escepticismo demasiado dogmático el afirmar sin matices que no existe más valor que el de la utilidad. No ganamos mucho si cambiamos la ley de la razón por la ley del más fuerte, no tanto física como social y económicamente. Por ello, quizás sea necesario recuperar un dogmatismo escéptico que afirme que sí hay valores más valiosos que la utilidad, sólo que perfeccionables y dialogables. No la Razón en mayúscula y singular sino las razones en minúscula y plural[36]. 

Finalmente, como sugerimos en el apartado anterior, aun perdiendo todos los valores, queda colocar el bien del hombre, esto es, su felicidad material y espiritual, en el centro de todo. No se trata, al fin y al cabo, más que del antropocentrismo humanista e ilustrado que convertiría la utilidad en un criterio subordinado a la felicidad del hombre. Lo que nos lleva a una utilidad concebida en términos ilustrados, de la cual ya demostramos que la filología, en particular, y las humanidades, en general, eran irremplazablemente útiles.

En lo que respecta a la segunda objeción, cabe decir que aunque nuestra fe en la humanidad fuese tan débil que sus valores no fuesen capaces de plantar cara al criterio de la utilidad, podríamos responder que la inutilidad es, en sí misma un valor. Esta idea aparentemente absurda no sólo tiene una larga tradición filosófica sino que, además, forma parte de nuestro más profundo sentir moral.

Recordemos, para empezar, cómo los griegos (y como decía Borges citando a Coleridge “somos irremediablemente griegos”) distinguían entre dos tipos de acciones: “interesadas” y “desinteresadas”. Las acciones “interesadas”, que también podemos llamar acciones económicas o productivas, son aquellas que buscan un efecto exterior a ellas mismas. Construir una casa, por ejemplo, no tiene como objetivo estar construyendo una casa sino, más bien, tener una casa en la que vivir. Las acciones “desinteresadas”, en cambio, conocidas también como acciones prácticas, no buscan nada exterior a sí mismas.

Las acciones interesadas (construir una casa, cultivar un campo, trabajar) son aquellas que nos permiten sobrevivir, y no dejan de ser un mal necesario. Las acciones desinteresadas, en cambio –de las cuales podemos distinguir tres tipos: éticas (supuestamente no ayudamos a un amigo para obtener un beneficio), estéticas (supuestamente no pintamos un cuadro para tapar un agujero en la pared o ganar dinero en una subasta) y políticas (supuestamente no hacemos política para obtener beneficios sino para mejorar la sociedad)-, son aquellas que nos realizan como seres verdaderamente humanos. Así, según los griegos, cuanto más tiempo dediquemos a las acciones desinteresadas, más plenamente humana será nuestra existencia. No es casual que, luego, en latín la palabra “negocio” sea una negación de la raíz “ocio”, “nec otium”.

No podemos, claro está, añorar la vida exclusivamente “desinteresada” de los “griegos”, porque la vida plenamente humana de unos pocos ciudadanos griegos se basaba en la vida plenamente inhumana de esclavos, criados y mujeres. Ciertamente, estamos condenados a repartir nuestra vida entre las acciones interesadas, o de supervivencia, y las acciones desinteresadas, o de realización.

         Así, pues, la literatura, que participa a un tiempo de las tres esferas desinteresadas, ética, estética y política, es un fin en sí mismo, una actividad humanizadora básica, de modo que no necesita ningún tipo de justificación externa ni está obligado, por lo tanto, a responder a la pregunta de si sirve para algo.

El problema consiste en que desde los inicios de la era moderna la esfera de acciones interesadas o productivas ha ido ampliándose más y más hasta amenazar el espacio necesario para una existencia mínimamente humana. Esta hipertrofia del ámbito económico de la vida fue constatada, como dijimos al principio de estas páginas, por Marx, que la llamó “subsunción de la realidad por parte del capital”; por Hannah Arendt, que habló de “economización de la existencia”; y por Jürgen Habermas, que acuñó la expresión “colonización sistémica de la vida”.

         Y, como señalamos también más arriba, la literatura moderna va a nacer, en buena medida, como una reacción contra la economización de la existencia, en general, y de la creación artística, en particular. Recordemos las críticas de románticos y modernistas contra el filisteísmo, las negativas de todos los escritores a partir de Baudelaire y de Flaubert “a reconocer a la literatura cualquier poder que no sea sobre sí misma.[37]” El arte por el arte, la sacralización del fracasado como símbolo de la negativa a dejarse corromper por el pragmatismo de la sociedad burguesa, etc. También en Por qué leer los clásicos, Italo Calvino se niega a recoger el guante que le lanza a la cara la pregunta de marras: “la única razón que se puede aducir es que leer los clásicos es mejor que no leer los clásicos.[38]” Y añade: “y si alguien objeta que no vale la pena tanto esfuerzo, citaré a Ciorán: “Mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía un aria para flauta. “¿De qué te va a servir?”, le preguntaron. “Para saberla antes de morir”.[39]

        

CONCLUSIÓN

 

Muchos consideran que es demasiado tarde para repensar los términos en que se plantea el Plan de Bolonia. El momento, dicen, era hace diez años, cuando se aprobó. Y en parte tienen razón. Ciertamente, como la lechuza de Minerva, que alza el vuelo al atardecer, la conciencia suele llegar con retraso. Sin embargo, no podemos vivir dejándolo todo para la próxima vez.

Asimismo, la excesiva burocratización de la enseñanza tiende a desanimar a sus verdaderos protagonistas, esto es, a alumnos y a profesores. No se trata, claro está, de simplificar demasiado las cosas, pero tampoco de permitir que unos cuantos expertos monopolicen nuestro derecho a decidir sobre cuestiones tan importantes como qué cosa es el conocimiento o cuál es el objetivo último de toda educación superior.

Debemos, pues, pinchar la burbuja terminológica y disponernos a cumplir con el deber ilustrado de atrevernos a pensar por cuenta propia, seria y documentadamente, acerca de cuál debería ser el papel de las humanidades en el sistema educativo y social que deseamos. Ésta ha sido la intención de estas páginas.

 

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Todorov, Tzvetan, El espíritu de la Ilustración, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2008

Vargas Llosa, Mario, La verdad de las mentiras, Alfaguara, Madrid, 2002

 

XII

¿FILOLOGÍA O QUÉ?

 

Francisco Chico Rico

(Universidad de Alicante)

 

         Una de las cuestiones que más ha preocupado últimamente a los profesores universitarios en el marco del proceso de modificación de los actuales planes de estudio para su adaptación al llamado "Espacio Europeo de Educación Superior" (EEES) y el establecimiento de los futuros títulos de grado es la relativa a las denominaciones que éstos deben recibir, si bien creo que esta preocupación ha sido más propia de las áreas humanísticas, y, sobre todo, de las filológicas, que de las áreas científico-técnicas. No pienso que sea una cuestión trivial, aunque a primera vista pueda parecer un simple asunto formal y terminológico, de etiqueta o de rótulo. Es, en el fondo, mucho más que eso, puesto que la denominación de un título universitario, en un contexto socio-cultural como el actual, puede llegar a desempeñar una función y a entrañar una responsabilidad fundamentales en relación con su calado en la sociedad y su particular demanda por parte de ésta ―sobre todo, insistiré una vez más, en el ámbito general de las áreas humanísticas y, muy especialmente, de las filológicas―.

         Así, en un marco social en el que las Humanidades no gozan del prestigio que sin duda alguna tienen la Ciencia y la Tecnología, por tratarse en estos dos casos de campos de saber, ante todo, directamente orientados a la mejora de las condiciones práctico-vitales de aquél y, por tanto, claramente diferenciados de los presupuestos y los objetivos humanísticos, ha sido necesario un amplio ―y a veces acalorado― debate sobre la conveniencia de mantener el marbete "filología", cada vez más lastrado de connotaciones negativas y de significados oscuros, o de sustituirlo por otro u otros más cercanos, menos trasnochados, más claros, menos eruditos, ..., denotadores, en última instancia, de la aplicabilidad pragmática que caracteriza a las áreas científico-técnicas. De alguna manera, nos encontramos de nuevo ante el clásico enfrentamiento entre las ciencias paradigmáticas y las ciencias preparadigmáticas, como diría Thomas S. Kuhn, y ante la tradicional necesidad de reforzar los cimientos de estas últimas para afianzar sus armazones disciplinares; ahora mismo, intentando, mediante la sustitución de un término ―el de "filología"― que resulta ya obsoleto e incluso, para muchos, incomprensible, llamar la atención de quienes se disponen a acceder a la universidad e incrementar ―en el mejor de los casos― el número de los alumnos universitarios matriculados en los títulos de este ámbito disciplinar. Se trata, pues, de una cuestión muy importante, que no sólo afecta a las denominaciones de los futuros títulos filológicos de grado, sino también a los fundamentos que garantizarían la continuidad y el desarrollo científicos de las disciplinas correspondientes.

         El ejemplo que mejor conozco, por proximidad, es el de la Universidad de Alicante, ejemplo, por lo que sé hasta este momento, paralelo y comparable al de la mayor parte, si es que no es la totalidad, de las universidades españolas: en lugar de las denominaciones de Filología Árabe, Filología Catalana, Filología Francesa, Filología Hispánica y Filología Inglesa de las licenciaturas que impartimos en la actualidad, las denominaciones propuestas para los futuros títulos filológicos de grado son, al menos de manera provisional, y respectivamente, las de Estudios Árabes e Islámicos, Filología Catalana, Estudios Franceses, Español: Lengua y Literaturas y Estudios Ingleses, sustituyendo el término "filología" asociado a la lengua/literatura/cultura correspondiente por la expresión "estudios ..." o, directamente, por el término con el que se designa una lengua ―"español"―, a excepción del título de grado de Filología Catalana, que puede seguir manteniendo, por razones bien justificadas, entiendo, su denominación tradicional.

         En el 80% de los casos, pues, se prescinde explícitamente del tradicional concepto de 'filología' en el marco de la educación superior, en un acto, absolutamente consciente, de borrado cultural guiado por el intento de llegar más fácilmente a la sociedad, de dar una más clara respuesta a determinadas exigencias del actual mercado de trabajo y ―¿por qué no decirlo también?― de asegurar la estabilidad de las plantillas docentes e investigadoras existentes.

         He de decir, en consonancia con lo que afirmaba ya al principio, que estos motivos me parecen más que suficientes para reorientar, en una dirección cada vez más práctica ―o, mejor, pragmática― los actuales estudios de Filología. Pero también es cierto que las denominaciones ―las etiquetas o los rótulos― con las que se presentan los productos pueden llegar a condicionar e incluso a determinar sus contenidos, positiva o negativamente. Y creo, para empezar, que ese acto, absolutamente consciente, de borrado cultural del tradicional concepto de 'filología' llevado a cabo puede conducir, si no se adoptan desde el primer momento las cautelas necesarias, a irresponsables y perniciosas incoherencias y lagunas científicas en nuestros futuros egresados: efectivamente, mientras que el término "filología" es un término aglutinador y de fuerzas centrípetas, el término "estudios" es un término dispersor y de fuerzas centrífugas.

         Además, denominaciones como las de Estudios árabes e islámicos, Estudios franceses y Estudios ingleses adaptan a los casos concretos de las lenguas/literaturas/culturas árabe, francesa e inglesa, respectivamente, el marbete de tradición anglosajona "Estudios culturales" ("Cultural Studies"), cuya práctica, como es bien sabido, abarca campos de estudio amplios y complejos, difíciles de delimitar, en los que las lenguas y sus realizaciones se contemplan en sus multiformes relaciones con los contextos políticos y sociales en los que aquéllas se manifiestan, y siempre en ausencia de método.

         Por su parte, denominaciones como la de Español: Lengua y Literaturas arrancan con la especificación de un idioma, dejando en un segundo lugar la referencia al estudio ―¿filológico?― de la lengua y su(s) literatura(s), en un intento de aproximar el objeto de estudio a las demandas o necesidades más próximas y explotables de la sociedad: la enseñanza del español ―o de cualquier otra lengua― como lengua extranjera, en un ámbito académica y científicamente diferenciado del correspondiente a las escuelas de idiomas.

         Por todo ello, considero que se sacrifican muchos significados y matices prescindiendo del tradicional concepto de 'filología', y, lo que es peor, se abre la puerta a la devaluación de la formación y la especialización filológicas de nuestros futuros estudiantes. En este sentido, mucho habrá que cuidar la confección de los nuevos planes de estudio y mucho habrá que velar para impedir que, con el paso del tiempo, las disciplinas fundamentales y propias de esta ciencia ya milenaria vayan viéndose sustituidas por materias accesorias o incidentales, derivadas de los gustos, modas o tendencias socio-culturales del momento.

XIII

 

FILOLOGÍA SÍ

 

Jacinto Nicolás

(Filólogo y periodista)

 

Cuando hablamos de estudios de ámbito universitario, entiendo que su carácter científico se da por supuesto. En ese caso, ¿por qué escamotear el término que designa como una ciencia esos estudios?

            La Filología es una ciencia y creo que como tal debe denominarse. No me imagino a nadie cambiando el nombre de los estudios de Medicina por  el de “Estudios sobre Anatomía y práctica Farmacológica y Quirúrgica”. El paciente pensaría que vaya usted a saber hasta dónde llega la profundidad de esos conocimientos.

El término “Estudios” puede llegar a referirse a estudios inacabados o incompletos. El ejemplo más claro lo encontramos en multitud de  currículos donde, junto a una licenciatura o a veces en solitario, se habla de “Estudios de …” para referirse a unos cursos sueltos o, en cualquier caso, a algo sin reconocimiento oficial.

            Por otra parte, si se pretende mantener la denominación de  Filología para la especialidad de Clásicas entraríamos, a mi juicio, en un agravio comparativo entre disciplinas hermanas. ¿Acaso resulta tener un carácter más científico el estudio de las lenguas clásicas que el de la lengua y literatura hispánicas?

            En resumen, creo que habría que mantener la actual denominación para los títulos universitarios de Grado y que ésta no influye en la “calidez” o “frialdad” de los llamados estudios de humanidades. Otra cosa sea cómo se impartan los contenidos y de qué forma se acerque la materia al alumno, al margen del nombre que ésta tenga. Algo que debe hacerse siempre con el máximo rigor científico, pero también de la forma más atractiva posible para un alumnado que ha elegido una especialidad de letras.

 

XIV

 

FILOLOGÍA, UN SENCILLO COMENTARIO

 

Alberto José Sánchez Griñán

(Escuela de Lenguas Extranjeras de
Pekín",
北京市北外附属外国语学校)

 

Creo que está bien el cambio de los términos, sobre todo para evitar la aclaración de "Filología" cuando en el extranjero (o un extranjero) se pregunta por la carrera estudiada. Yo siempre lo he tenido que explicar, con el consecuente lío causado por el nombre del título:

 

-Philo... what? you mean, Philosophy?

-No, no, Philology, Spanish Language and Literature.-I see, you have two degrees...

-No, only one.-But your degree... Licenciado en Filosofía y Letras...-That's just the general name of the degree. The subtitle is Hispanic Philology.

-[cara de incomprensión] Philology means...

 

Hasta que en los currículos ya pongo directamente Spanish Language and Literature para no andarme con erudiciones. Y esto en inglés, en chino ni te cuento. Por tanto, muy bien el cambio. Yo incluso quitaría lo de "Estudios", y para abarcar la literatura hispanoamericana pondría Lengua Española y Literatura en Español (suena redundante, pero en realidad no lo es, ¿verdad?).

 

XV

 

EL NOMBRE EXACTO DE LAS COSAS

 

José S. Carrasco Molina

(I.E.S. Diego Tortosa de Cieza)

 

Cuando en el aula explicamos, curso tras curso, las características del signo lingüístico, la primera es la arbitrariedad, es decir, la relación caprichosa entre una cosa y su nombre; sin embargo, hay situaciones, y no sólo las onomatopeyas, donde la ligazón entre la palabra y el concepto es tan íntima que costaría mucho su divorcio.

Y una de esas excepciones sería la denominación de “filología” para los estudios que giran en torno a la palabra. Sería difícil encontrar una palabra más precisa y adecuada, más sugerente y sugeridora. Porque, junto con su palabra hermana, “filosofía”, forman una pareja de términos que realzan y definen lo más noble del ser humano. Porque ¿hay algo que ennoblezca y eleve más la condición humana que el amor a la sabiduría y el amor a la palabra?, ¿hay algo que nos separe más del resto de seres vivos?

Llamarse y sentirse filósofo o filólogo es uno de los mejores atributos que  pueden adornar a cualquier  hombre o mujer que busque la superación como persona.

Ciñéndonos a la filología, su actividad se centra en la palabra, enfocada no sólo como instrumento de comunicación, como “mensajera” de ideas o conceptos, sino también como creadora de belleza, y es entonces cuando nace la literatura. La palabra se convierte en objeto de estudio y en sujeto y objeto estético al mismo tiempo y cada palabra, colocada en su sitio adecuado, en su lugar preciso, se convierte en una preciosa joya que comunica y emociona, que transmite y sugiere.

Por eso, por su valor intrínseco, no basta con estudiarla y analizarla, con descomponerla y escrutarla; hay que dar un paso más y conseguir amarla, y es por ello por lo que nos convertimos en filólogos, en amantes de la palabra los que así la valoramos.

En unos tiempos en los que la denominación correcta de las cosas es tan importante, podríamos clamar como el poeta Juan Ramón Jiménez:

                            Intelijencia, dame

                            el nombre exacto de las cosas.

Y seguramente la inteligencia nos respondería que para estos estudios que giran en torno a la palabra, el término “filología” es el nombre  exacto, tan antiguo como preciso, tan tradicional  como actual, tan prestigioso como comprometido.

 

XVI

 

APORTACIÓN AL DEBATE EN TORNO AL TÉRMINO “FILOLOGÍA”

 

Jaime Céspedes

(Université Paris 10 – Nanterre (CRIIA))

 

 

Escribo esta aportación al debate en torno al término “Filología” en la denominación de los títulos universitarios de Grado desde mi experiencia como antiguo alumno de Filología de la universidad pública española que está desarrollando su carrera profesional en Europa, principalmente en Francia, un país en el que el término en cuestión no se utiliza en absoluto para denominar los estudios de Lengua y Literatura de un dominio lingüístico. A mi modo de ver, el problema debería resolverse atendiendo a la perspectiva desde la que se aborda el estudio de la Lengua y la Literatura. Si esta perspectiva no es filológica o ya no es principalmente filológica, sino que en la carrera conviven varias perspectivas sobre los hechos lingüísticos y literarios, como, por ejemplo, la histórica, la social o la antropológica, los antiguos estudios de Filología deberían pasar a denominarse por el objeto estudiado (Estudios de Lengua y Literatura) y no por la perspectiva científica.

 

Esta es, desde luego, la realidad en los sistemas francés y británico desde mucho antes de que los conociera de primera mano en los años noventa, donde los estudios de Filología Hispánica, pongo por caso, son llamados Études Hispaniques y Hispanic Studies respectivamente (o, separando los ámbitos español e hispanoamericano, Études espagnoles et hispano-américaines y Spanish and Latin-American Studies). En lo que concierne al estudio de la Literatura, una cosa que siempre me llamó la atención en mis primeros contactos con el mundo universitario francés y británico es que una obra literaria solamente se estudia en función de su carga social, en la medida es que es representativa de una época, de una ideología o de un contexto, nunca de manera principalmente lingüística, inmanente o “puramente” literaria. Por ello, en Reino Unido y Francia los Estudios Hispánicos conllevan obligatoriamente cada año el estudio de la asignatura que en un sitio llaman Hispanic culture y en el otro Civilisation hispanique, es decir, nociones de Historia con una perspectiva de Historia social y cultural, y con arreglo a ellas se estudian la Literatura, la Lengua y las demás asignaturas de la carrera, en las que, además, las materias audiovisuales suelen también estar bien representadas. El punto de vista sobre el estudio del dominio lingüístico hispánico no es, por lo tanto, filológico, o no es principalmente filológico. Y este es el caso del estudio “especializado” de un dominio lingüístico, ya que, por ejemplo, en Francia existe la diferencia entre los estudios de LCE (Lengua y Cultura Extranjera) y los estudios de LEA (Lengua Extranjera Aplicada) dentro de un mismo dominio lingüístico, siendo LCE los estudios que más se parecen a las carreras de Filología españolas y LEA los estudios de una lengua extranjera directamente aplicados a otras áreas de estudio, normalmente el Derecho y la Economía, siendo cada año cada vez menor el número de alumnos matriculados en LCE.

 

Consulto, como de costumbre, el diccionario Robert de la langue française y compruebo que el sentido en que nosotros entendemos “Filología” aparece solamente en cuarto lugar,  étude scientifique d’une langue par l’analyse critique des textes, y los dos únicos ejemplos que aparecen de este sentido son los de Philologie Romane y Philologie Germanique, precisamente los de dos ámbitos en cuyos países se utiliza corrientemente el término. O se utilizaba, porque en Alemania hace ya décadas que se adoptó lo que se denomina, retomando una expresión del inglés, el cultural turn de las ciencias literarias, es decir, la plena adopción en el estudio de la Lengua y la Literatura de un dominio lingüístico (incluido el autóctono) de perspectivas diferentes de la filológica, además de la inclusión de materias diferentes de la Lengua y la Literatura que contribuyen a un conocimiento más amplio de la cultura de la lengua enseñada. De modo que es ya bastante raro ver en las universidades alemanas el Institut für Deutsche Philologie que todavía pervive en viejas universidades como la de Múnich: lo más frecuente hoy día es encontrarse con un Institut für Germanistik. Un alumno alemán dirá Ich studiere o Ich mache Germanistik, dirá que estudia “Germanística”, no que estudia Filología Germánica, ni siquiera en Múnich, la expresión no se usa en el sentido en que se usa en España. Y es que el término “Filología” en alemán ha pasado a designar un estudio demasiado ensimismado de los textos, desconectado de la perspectiva social, y, por ello, no se emplea para hacer referencia a los estudios que un universitario realiza sobre un dominio lingüístico concreto, porque ese alumno lo que realiza ahora son estudios sobre la cultura de ese dominio lingüístico, estudios en los que la Lengua y la Literatura siguen estando, por supuesto, presentes, pero sin ser abordados con una metodología filológica. (Aunque, en plural, el uso del término Philologien para referirse a los estudios de todas las ramas de Filología de una universidad siga perviviendo en Alemania.) Es más, decir en Alemania que un profesor hace su trabajo “filológicamente” es hoy algo peyorativo: significa que no tiene conciencia teórica de la diversidad cultural de una lengua. Por ello, existe ya un movimiento de respuesta en defensa del papel central de los textos en el estudio de una lengua: la Rephilologisierung (“refilologización”).

 

La inclusión de la perspectiva cultural en sentido amplio en los estudios universitarios de un dominio lingüístico debería conllevar a la desaparición de la etiqueta de “Filología”, incluidos los estudios de Griego y Latín si lo que propone el programa determinado de una universidad es una formación en cultura grecolatina general. El éxito de la perspectiva cultural en otros países europeos se debe a sus ventajas para el nivel de cultura general del alumno sobre el dominio lingüístico al que dedica su carrera así como para su capacidad de adaptación al mundo social y laboral actual, dado que cada día se pide más a las universidades que se adapten al mercado laboral, lo que vale también para las carreras en ciencias humanísticas. No se trata, pues, de que el término “Filología” estuviese mal elegido en su día o de que se haya empleado mal, sino de que los contenidos y los puntos de vista sobre las materias enseñadas en las carreras de Filología pueden evolucionar, a pesar de su larga tradición y, en muchos casos, conservadurismo, y conllevar a un cambio de nombre.

 

Ahora bien, esta claro que tomar una decisión ministerial a nivel nacional en la España de las autonomías puede resultar muy problemático. Pero el Ministerio seguramente piense en las ventajas en relación con la cuestión inevitable de la homogeneización de términos que se impondrá un día cercano en Europa, por lo que seguramente prevé que se termine por adoptar la denominación franco-alemana, sea cual sea el peso de las “asignaturas filológicas” o de la perspectiva filológica en los programas de estudios de un dominio lingüístico o cultural en un país determinado. A menos que el movimiento refilologizador alemán triunfe y se extienda a toda Europa...

 

XVII

 

LA FILOLOGÍA TRAS BOLONIA. ¿CAMBIAMOS DE TRAJE O CAMBIAMOS DE PLANES?

 

María Valdivieso Blanco[40]

(Traductora del Consejo de la Unión Europea. Bruselas)

 

 

En el encendido debate que viene suscitando en España el proceso de Bolonia, el caso de las Filologías no ha sido una excepción, tanto por lo que respecta a la estructuración de las titulaciones como a sus contenidos. Uno de los cambios que han ido perfilándose es el de la denominación de las carreras de esta rama, que pasaría –con alguna excepción– de la etiqueta común de filología a la de (estudios de) lengua(s) y literatura(s) o de lengua(s) y cultura(s).

 

El propósito de esta reflexión es abordar la cuestión desde una perspectiva exterior a los debates institucionales que se están manteniendo en los círculos universitarios españoles, con ánimo de aportar una visión complementaria de la de los interesados más directos. Partiré para ello de una serie de preguntas y de hipótesis que se me plantean como profesional de la traducción y que se refieren, en concreto, a los mecanismos subyacentes –y no siempre obvios– que intervienen cuando se trasladan realidades de una cultura a otra, incluida la denominación de esas realidades. Se trata de sacar a la luz estos mecanismos, así como los presupuestos implícitos que los sustentan y sus consecuencias. Hay que tener en cuenta que la propuesta de cambio de denominación estará motivada, casi con toda seguridad, no por uno solo de los factores que vamos a explorar, sino en varios de ellos y en proporciones desiguales.

 

Lo que se pretendía al poner en marcha el proceso de Bolonia era hacer converger los sistemas de enseñanza superior de Europa, con una serie limitada de objetivos comunes (comparabilidad, movilidad, calidad, competitividad y empleabilidad) y con un amplio margen de maniobra nacional e institucional para llevar estos objetivos a la práctica. Se trataba, pues, de acercar sistemas dispares entre sí haciéndolos no totalmente similares sino compatibles.

 

A fin de conseguir esa convergencia, la Declaración de Bolonia presentaba, eso sí,  un modelo de sistema (macroestructuración en dos ciclos y microestructuración en créditos) que no era sino un calco del sistema educativo de tradición anglosajona. Pero esta propuesta se hacía supuestamente “en el pleno respeto de la diversidad de las culturas, las lenguas, los sistemas nacionales de enseñanza y la autonomía universitaria”[41].

 

El cambio de denominación que parece estar abriéndose camino para las Filologías no ha venido acompañado, todo hay que decirlo, de un gran aparato argumentativo. Precisamente por eso cabe indagar sobre su justificación.

 

Cuando cambiamos el nombre de algo suele ser por uno de estos motivos:

 

(A)     Porque, simplemente, queremos dar a la misma cosa otro nombre, quizás por considerar que el actual ya no expresa el concepto de manera satisfactoria, o porque remite a realidades que no queremos asociar a la cosa denominada (queremos, en este caso, modificar las connotaciones de la denominación utilizada y, así, modificar la percepción que se tiene de la cosa).

 

(B)     Porque la cosa nombrada ha cambiado en sí hasta el punto de poder considerarse otra cosa distinta, requiriendo en consecuencia un nombre nuevo que evite la confusión entre dos realidades diferentes.

 

 

Hipótesis A: Cambiar el nombre sin cambiar la cosa

 

 

En el caso que nos ocupa habría que saber, en primer lugar, si se quiere cambiar el nombre de la titulación de Filología por motivos puramente formales, de apariencia, resonancias o connotación.

 

Activar connotaciones más positivas

 

Por ejemplo, podemos pensar que un nuevo nombre transmite ya de por sí una impresión de cambio, de evolución o modernización, aun si la realidad subyacente se mantiene más o menos igual. Al decir Estudios de Lengua y Literatura puede estarse intentando evocar algo novedoso, distinto de lo anterior. En este caso, si los estudios así denominados siguen siendo fundamentalmente los mismos, el cambio de denominación podría ser engañoso o, cuando menos, cosmético. Por el contrario, si han sido modificados de manera apreciable, el cambio puede resultar coherente (pero aquí entramos ya en el terreno de la hipótesis B).

 

Hacer más transparente el sentido

 

También puede tenerse la impresión de que Filología es un vocablo que resulta críptico en nuestros días, mientras que Estudios de Lengua y Literatura sería una denominación más transparente, con la que todo el mundo sabe perfectamente de qué se está hablando. Aquí puede uno preguntarse, entre otras cosas, a quién va destinado el vocablo. Porque si, como sería de esperar, se trata de un público universitario o destinado a serlo, no parece plausible que a alguien a quien le interesan precisamente los estudios de lengua pueda resultarle problemático el "descifrar" una palabra como filología. Ocurre aquí algo similar a lo que se viene observando en algunos ámbitos cuando se sustituye la denominación de biología por la de ciencias de la vida. Solo que no parece que con Bolonia vaya a crearse una titulación universitaria de "Ciencias de la Vida"...

 

Imitar la forma externa de lo ajeno. Prestigio

 

         Otra posible razón para desechar la denominación de Filología sería, como ocurre con frecuencia, el calcar simplemente lo que se utiliza en otros idiomas. Al trasladar una realidad desde un universo cultural diferente trasladamos también a veces los vocablos que la denominan. En este sentido, la lengua sigue a la realidad (porque la representa) y estamos hablando de traducción. La traducción es, así, uno de los campos en los que este fenómeno se da más a menudo, pero no es necesario estar traduciendo formalmente para usar calcos. En este caso concreto el modelo sería, una vez más, el omnipresente inglés. Después de todo, toda esta operación está muy marcada por lo anglosajón. ¿Y por qué nos gusta tanto calcar? A veces, por un mero prurito de que nos alcance el reflejo del prestigio que atribuimos a la otra lengua o cultura. Esto va aparejado obviamente con un sentimiento de inseguridad, y por tanto de rechazo de lo propio. La hegemonía universal del inglés y de lo anglosajón en general es el ejemplo actual más paradigmático. Al llamar a las cosas como las llaman ellos, nos parece que las cambiamos o –mejor aún– que cambiamos nosotros mismos, al menos a los ojos de quienes nos rodean. Nos impregnamos así ante los demás de las cualidades que atribuimos a la otra cultura: modernidad en lo social y éxito en lo material (prosperidad económica, progreso técnico-científico, poderío militar...). Estas cualidades no siempre son intrínsecas, las hay también extrínsecas (pero no por serlo son menos valoradas): la distancia y el exotismo, sin ir más lejos, que se oponen a lo tedioso de lo conocido, de lo cercano.

 

Me extiendo quizás algo más en este punto porque, a mi entender, es este uno de los factores más determinantes en la transformación denominativa que nos ocupa. En efecto, si hemos llegado a la conclusión de que el sistema educativo mejor es el anglosajón, y por eso hemos decidido adoptarlo nosotros, no deja de tener cierta lógica el que al asumir la cosa asumamos también un nombre que nos parece gana en frecuencia al que estamos utilizando nosotros. Claro está, que aquí cabe replantearse si nos encontramos, como parecía, ante un ejercicio de convergencia modulada o, bien al contrario, de transposición sistemática y ciega. Porque, ¿dónde queda el "pleno respeto de la diversidad" que se propugnaba en la propia Declaración de Bolonia? Pero no olvidemos que nada de esto viene realmente impuesto del exterior, sino que son las autoridades políticas y educativas nacionales quienes están haciendo los ajustes de los que hablamos.

 

Imitar la forma externa de lo ajeno. Transparencia interlingüística

 

El componente del prestigio de la lengua ajena no es el único motivo posible para adoptar una nueva denominación mediante el procedimiento del calco. En efecto, uno de los objetivos de Bolonia es facilitar la convalidación mutua de titulaciones dentro de Europa y hacer que la educación superior europea sea más atractiva y más competitiva en el escenario internacional. En este sentido se podría argumentar también que, al alinear formalmente las denominaciones de las titulaciones con las que parecen utilizarse más habitualmente en el extranjero ("studies in language and literature", "études de langue et de littérature", etc.), se facilita a los extranjeros la identificación de aquellas que puedan serles de interés.

 

Este argumento es en parte legítimo, pero es sintomático de otro fenómeno también conocido en el mundo de la traducción. Se trata del “vértigo” que causa el emplear una expresión que se aleja formalmente de la del texto original. Solemos tener la impresión de que, cuanto más se parece la forma de nuestro equivalente a la del original, más patente está la relación con el concepto subyacente y por lo tanto más claro está "de qué estamos hablando"[42]. Creemos entonces que necesitamos seguir manteniendo el término extranjero como punto de referencia, que no nos atrevemos a dar el salto y a trasladar el concepto denominándolo plenamente en la lengua final.

 

Paradójicamente, el cultismo filología, formado a partir de componentes del griego clásico, resulta particularmente apto para la transposición a otras lenguas. Tan es así, que si lo que se busca es transparencia interlingüística, no tenemos más que comparar entre sí las equivalencias en varios idiomas indoeuropeos: DA filologi, DE Philologie, EN philology, FR philologie, IT filologia, NL filologie, PT filologia...

 

La dirección del calco

 

No hay que olvidar aquí que la cultura del calco se nutre también de la idea de que en la mediación lingüística, en el contacto entre dos lenguas distintas, "manda" siempre una de ellas. Por ejemplo, nos avenimos con facilidad a aceptar las particularidades del original, pero renunciamos sin dudarlo a las de nuestra propia lengua, es decir, no nos atrevemos a salvar la brecha de la forma y preferimos adaptar la extranjera en vez de usar la propia. En nuestro caso, si nos parece que en inglés se dice con más frecuencia (cosa que no estaría de más demostrar) "studies in language and literature" que "philology" para algo que nosotros denominamos "filología", pues nosotros no osamos servirnos de nuestra propia palabra y calcamos la perífrasis inglesa.

 

Lo bueno, si breve...

 

Curiosamente, uno de los argumentos clásicos que suelen aducirse para justificar el calco, principalmente del inglés, se basa en que la palabra o expresión inglesa es más corta que la española, cosa que de hecho sucede con frecuencia. ¿Para qué decir, por ejemplo, "correo electrónico" o "grupo de presión", si podemos decir "e-mail" o "lobby"? Es decir, que el calco se produce en aras de la economía lingüística. En el caso de filología, sin embargo, ocurre precisamente lo contrario, que la denominación española es mucho más compacta que la inglesa. Un indicio más de que el peso del inglés es determinante en sí.

 

La pólvora ya estaba inventada

 

Lo que es más, y para mí se trata de un factor determinante en todo este debate, filología significa exactamente lo mismo que “studies in language and literature”, o sea: "estudios de lengua y literatura". En efecto, un recorrido por la historia de la palabra en los diccionarios de la RAE[43] nos muestra que la definición se ha mantenido en lo fundamental desde 1780 hasta nuestros días, únicamente con variantes y matices distintos:

 

·         Ciencia compuesta y adornada de la gramática, retórica, historia, poesía, antigüedades, interpretación de autores y generalmente de la crítica, con especulación general de todas las demás ciencias.” (1780)

 

·         Estudio y conocimiento del lenguaje y de cuanto pertenece à la literatura ó bellas letras, y aun  á otros ramos del humano saber.|| Particularmente y con más frecuencia, estudio y conocimiento de las leyes etimológicas, gramaticales, históricas y lexicológicas de una ó varias lenguas.” (1884)

 

·         Estudio científico de una lengua y de las manifestaciones del espíritu a que ella sirve de medio de expresión. || Particularmente, estudio científico de la parte gramatical y lexicográfica de una lengua.” (1925)

 

·         Ciencia histórica que estudia una cultura, tal como se manifiesta en su lengua y en su literatura, principalmente a través de los textos escritos. || Técnica que se aplica a los textos para reconstruirlos, fijarlos e interpretarlos.” (1984)

 

·         Ciencia que estudia una cultura, tal como se manifiesta en su lengua y en su literatura, principalmente a través de los textos escritos. || Técnica que se aplica a los textos para reconstruirlos, fijarlos e interpretarlos.” (1992)

 

Como puede verse, la palabra contiene ya en su definición todos los rasgos semánticos que se supone constituyen los contenidos de las nuevas titulaciones proyectadas: lengua, literatura, cultura, historia, etc., más un margen de vaguedad que permite incluir aún otros elementos y matices. La denominación “extensa”, por el contrario, cubre un espectro semántico más limitado, precisamente por ser más explícita formalmente. Podemos preguntarnos aquí, de nuevo, si lo que se considera problemático es el rasgo de de "estudio científico/ciencia". Pero esto nos lleva ya a nuestra hipótesis B.

 

 

Hipótesis B: Cambiar el nombre cambiando también la cosa

 

 

En la hipótesis B la cosa denominada ha experimentado una transformación de un calibre tal que se justifica un cambio parejo de denominación. En efecto, en España los estudios llamados filológicos consistían tradicionalmente en toda una serie de materias que iban desde el estudio de las lenguas clásicas (no solo como fin en sí mismas, sino como la base de las lenguas modernas), hasta el estudio o perfeccionamiento de la lengua principal con fines instrumentales, pasando por materias como la literatura, el arte, la cultura, la fonética, la historia, las variantes dialectales, la lexicografía, la semántica, etc. Se ponía, pues, un énfasis considerable en los aspectos diacrónicos y en el estudio profundo y reflexivo de los textos, especialmente de los literarios. Se trataba de un saber científico, tal como indican algunas de las definiciones recogidas, un saber que era fruto de la reflexión crítica y libre.

 

Ahora bien, dado que parece que uno de los objetivos declarados de Bolonia es adaptar mejor los estudios universitarios a las necesidades concretas del mundo laboral, habría que ver de qué manera va a cambiar la realidad nombrada para que su denominación haya de modificarse también en consecuencia. Parece también que esto pretende conseguirse con un enfoque más práctico e instrumental de los estudios de lenguas, de manera que puedan combinarse mejor con otros campos de estudios para conseguir perfiles más "empleables" al final de la carrera. Se trata de obtener una colección de habilidades y destrezas, de competencias prácticas e instrumentales, fruto esta vez del aprendizaje. En este sentido, se ha dicho mucho sobre el riesgo de convertir estos estudios en el modelo "academia de idiomas", completado con un barniz cultural que lo eleve en cierto modo.

 

Este  nuevo perfil puede, por qué no, resultar ser algo positivo y útil para la sociedad en general. En efecto, para atender a la clientela de una agencia de viajes o para llevar una negociación comercial con un proveedor extranjero no es necesario haber estudiado la gramática histórica de los idiomas extranjeros utilizados, ni tampoco haber leído a sus grandes literatos. Así, puede argumentarse que es necesario contar con itinerarios de estudios que sean más flexibles y se presten más a combinaciones diversas entre ellos, a fórmulas mixtas.

 

Otra cosa es que esta flexibilidad conduzca a la extinción completa de los modelos de estudios anteriores. Así, hay que preguntarse también qué ocurre en este supuesto con las tradicionales carreras de filología. Si la denominación de filología desaparece, ¿desaparecen también con ella los estudios que denominaba? ¿Se ha demostrado que no cubrían una necesidad social? ¿Qué ocurre con el acervo de conocimientos y de metodología que habían ido generando a lo largo de su historia? ¿Cómo se cubrirán las funciones que desempeñaban? Y por último: ¿era este uno de los objetivos de Bolonia?

 

Una última pregunta que se plantea es si la secuencia lógica entre cambio de realidad y cambio de denominación no será a la inversa. Es decir, si en lugar de cambiarse la denominación porque cambia la realidad, no será que quiere cambiarse la denominación para así cambiar mejor la realidad. Desmontando completamente la relación que hasta ahora existía entre el nombre y la cosa, en efecto, puede resultar más fácil, al hacer irreconocible la cosa, cambiarla de arriba abajo.

 

Cuando una palabra tiene tradición en una lengua y es útil (la utilidad le viene, entre otras cosas, precisamente de la tradición, que le da asiento y la hace comprensible), hay que tener muy buenas razones para arrumbarla. Desechar una palabra puede considerarse un desperdicio de un acervo lingüístico. Ahora bien, desechar una realidad vigente, con una historia y una tradición, con maestros, escuelas, publicaciones, con un reconocimiento social, con una vida anterior y presente y, cómo no, con un futuro por construir, es algo mucho más grave, algo para lo que hay que tener razones muy sólidas y la convicción firme de estar yendo hacia algo mejor. Lo que es más, hay que estar seguros de que en el futuro no lamentaremos haber hecho desaparecer algo cuya reconstrucción sería tarea ímproba y de resultados cuando menos inciertos.

 

XVIII

 

FILOLOGÍA, PUENTE ENTRE LINGÜÍSTICA Y LITERATURA

 

Camilo Rubén Fernández Cozman

(Universidad de San Marcos. Lima, Perú)

 

Creo que el término “filología” debe mantenerse porque se enlaza con una larga tradición humanística que exige el respeto por la particularidad de cada texto y la necesidad del diálogo intersubjetivo de índole hermenéutica, lo cual conlleva el profundo cuestionamiento del uso de un solo método para analizar todos los textos literarios.  La conciencia filológica, anclada en una cierta flexibilidad metodológica, posibilita reconstruir rigurosamente la mejor versión de un texto y se liga con la óptica de la literatura comparada que  aborda los discursos literarios, trazando su evolución histórica sobre la base del cotejo de las diversas obras con el fin de precisar semejanzas y diferencias en lo que respecta a particularidades estilísticas, temáticas e ideológicas.

 

No se puede comprender plenamente la Retórica General Textual (representada por Tomás Albaladejo, Stefano Arduini y Giovanni Bottiroli) sin la filología como antecedente. La retórica estructuralista (por ejemplo, la del Grupo de Lieja) se separó un tanto de la filología y llegó a ser un enfoque restringido que describía las figuras retóricas dejando de lado el abordaje de los amplios contextos culturales. La Retórica General Textual, provista de una conciencia filológica, estudia las metáforas enlazando a estas con complejos procesos cognitivos y con los campos retóricos que posibilitan la desambiguación del sentido y la articulación de las figuras retóricas a los polifacéticos contextos culturales.

 

Pienso que la filología es un puente entre la lingüística y la literatura como ciencias humanas, pues recobra los lazos entre la dimensión histórica de los discursos y el análisis interdisciplinario de los mismos. Asimismo, impele a realizar una lectura creativa de un poema, cuento o novela. El filólogo es también un creador porque reconstruye, con sutileza, las complejas redes semánticas de un texto literario respetando la especificidad de este último.

 

XIX

 

¿FILOLOGÍA O LENGUAS?

Edmundo Farolán

(Universidad de Silesia, República Checa)

 

  A mi parecer, el noble término de "filología" no requiere sustitución alguna. El nuevo uso de Lenguas Extranjeras pone en evidencia una cosa de la que muy poca gente se ha dado cuenta. La Filología, la verdadera y tradicional filología, era el estudio de las lenguas clásicas con una metodología muy técnica y rigurosa. Su etimología  - "amor a la lengua," a la lengua que sea hispánica, francesa, inglesa, semítica, moderna o antigua- indica atención a todos los aspectos de la comunicación, en el pasado y en el presente, en lo sincrónico y en lo diacrónico.  La filología observa científicamente todos los aspectos de una lengua: fonético, prosódico, sintáctico, morfológico, dialectal, cultural, literario... 

 

Antes del internet, la tele y la abundancia de películas hoy día, aquellos verdaderos sabios y estudiosos pasaban horas y horas en las bibliotecas por analizar palabra por palabra, etimologías, variantes fonéticas, paleografía, fuentes, variantes textuales, etc. Pero a mediados del siglo XX, la filología tradicional fue contestada por la filología moderna, que era el estudio de las lenguas más actuales y pujantes, sobre todo inglés, alemán y francés.

 

Como era de esperar, estas nuevas filologías no querían tanto estudiar los clásicos (Shakespeare o Molière) sino más bien vehículos para la enseñanza de lenguas extranjeras, que tenían notable presencia internacional y su enseñanza como bien útil era evidente para promoción laboral. Es decir, que ser filólogo pasó de ser el sabio conocedor de miles de libros y referencias, a ser el mero profesor de una lengua extranjera. Lo que era un saber muy técnico y especializado, pasó a ser insignificante al mero profesor de idiomas.

 

Durante los años 80 y los 90 del siglo pasado, la filología clásica fue marginada de las universidades, y saber latín o griego pasó a ser algo exótico. El cambio de la magnánima y noble “Filología” por “Lenguas”, se pone en evidencia la herida y la muerte del saber filológico. Ya no habrá filólogos, sino profesores de inglés, de español, de francés, etc.

 

No obstante, lo bueno es que ya no había filólogos, y lo mejor es llamar a las cosas por su nombre. Uno que hoy en día se licencia en Filología Inglesa no tiene ni idea de lo que es la filología, a pesar de que tiene un título que dice que es filólogo. De modo que mejor que se cambie el nombre para las lenguas extranjeras, y se mantenga el de Filología para la verdadera materia filológica, la clásica y la hispánica. Lo mismo va a suceder con Filología Árabe, a partir de ahora será “Estudios Árabes e Islámicos”.  

 

En fin, aunque para mí personalmente, prefiero que el término Filología se mantenga, la mejor solución es tener ambas terminologías.

 

Para designar la crítica textual, podríamos utilizar la "filología latina, románica, la germánica, la eslava…" etc., y para estos estudios, se trata de la reconstrucción lingüística, por ejemplo, de los textos transmitidos a través de códices antiguos. Todo lo demás es sencillamente literatura, historia de la literatura, historia de la crítica literaria, lenguas extranjeras, etc.

Es decir, con respecto a las facultades, se podría designar dos divisiones: la de letras donde se estudian principalmente los clásicos, y llamarla la División de Filología donde se estudian las lenguas antiguas, es decir, el griego antiguo, latín, español antiguo, etc. Una materia, como ejemplo, dentro de esta especialidad, es una asignatura de "filología románica (sector ibérico)" y el programa sería el estudio de la ecdótica, o el método neolachmaniano, y más aún, la paleografía y la edición crítica de unos poemas sacados, por ejemplo, del Cancionero de Baena, en fin lo propiamente filológico. Y en la otra, la División de Lenguas y Literaturas Modernas, se estudian las lenguas y literaturas extranjeras, es decir, el uso actual de estas lenguas y literaturas, algo que circunscribe el estudio a la época contemporánea, ignorando el aspecto diacrónico, y reduciendo estos estudios como una enseñanza utilitaria.

 

Pero lo que pasa con el nivel universitario hoy día es que los nuevos estudiantes tienen una mentalidad cada vez menos intelectual, menos humanista, y más "consumidor" de asignaturas. Hoy, los estudiantes se ponen rabiosos cuando obtienen una nota mala en español, pues piensan que "han pagado" como cualquier otro y que, por tanto, han sido tratados injustamente, pues que su dinero vale como el de cualquiera. Esa es la mentalidad en todas las universidades en estos tiempos porque el dinero cuenta más que la sabiduría y la educación. No les importa lo desaplicados o incapaces que sean. Todo lo que quieren es recibir buenas notas, aprendan o no, y recibir su diploma universitario.

 

XX

 

FILOLOGÍA HISPÁNICA O ESTUDIOS HISPÁNICOS

 

Monique Nomo  Ngamba  Amougu

(Facultad de Letras y Ciencias Humanas)

Universidad de Douala. Camerún)

 

La presente contribución a la reflexión llevada sobre los términos de ‘Filología hispánica’ y ‘Estudios hispánicos’ consiste en dar nuestro punto de vista, como docente del Español Lengua Extranjera en Camerún sobre la pertinencia de mantener el término ‘Filología hispánica’ o la necesidad de sustituirlo por el de ‘Estudios hispánicos’.

El concepto de Filología hispánica o Letras hispánicas se refiere a una rama de la filología que se ocupa del estudio de la lengua española y su literatura, y eventualmente del de las demás lenguas y literaturas de España como el catalán; el gallego; el vascondense, etc.

En cuanto a los Estudios hispánicos, suelen dirigirse a aquellos estudiantes universitarios extranjeros que desean ampliar sus conocimientos de la lengua y la cultura española en sus diversas facetas. El curso de Estudios hispánicos les permite así integrarse plenamente en la vida universitaria y conocer con mayor profundidad la sociedad española y europea contemporáneas.

En Camerún, los ‘Estudios de Filología Hispánica’ se ocupan del estudio de la lengua, literaturas y civilizaciones de España, Hispanoamérica e Hispanoáfrica (Guinea Ecuatorial y en menor grado Marruecos y el Sahara occidental). Esta carrera se imparte en los Departamentos de Lenguas y Culturas Extranjeras. Es una titulación de primer y segundo ciclo cuyas enseñanzas conducen a la obtención del título de Licenciado en Letras hispánicas.

Desde el punto de vista del estudiante o del docente del Español Lengua Extranjera que somos, el concepto de ‘Estudios Hispánicos’ es más representativo de nuestra realidad en la medida en que engloba tanto los aspectos lingüísticos y literarios como los culturales no sólo de España sino también de América Latina y África. Tal acercamiento comparativo permite tener una visión más diversificada y completa de las realidades lingüísticas, literarias y culturales del mundo hispánico. La historia lingüístico-literaria y cultural de la Hispanidad no sería completa si no tuviera en cuenta esta diversidad en todas sus manifestaciones. Por todas estas razones y teniendo en cuenta la realidad de este fin del siglo XX y principio del XXI que se resume en mundialización, globalización y democratización, optamos por la terminología ‘Estudios Hispánicos’.

 

XXI

 

LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE … ¿FILOLOGÍA?

 

Antonio Miguel Bañón Hernández

(Universidad de Almería)

 

 

         Decía Óscar Wilde que la experiencia es simplemente el nombre que damos a nuestros errores. Se esté o no conforme con esta frase, y muy especialmente con lo que la frase sugiere, lo cierto es que sí podríamos convenir que el nombre que le damos a las cosas tiene su importancia; tanta, en realidad, que podemos hacer que ese nombre agrande o achique, oriente o desoriente. Llamarse es ser, podríamos decir, en una nueva aproximación a Wilde y a una de sus obras más conocidas, The importance of being Ernest. Y para ser sinceros (de nuevo aparece el dublinés), especialmente interesante es esta reflexión si se hace en época de cambios, y más aún si hablamos de cambios de planes de estudio. Como un resorte, despiertan quienes hasta el momento habían adormecido para recordar aquello tan sabio de que ‘es el mismo perro con distinto collar’. Los cambiófilos, por su parte, indican, con un cierto toque romántico que hace más atractiva la idea, especialmente si se le da la entonación adecuada, que un cambio de denominación siempre es un reajuste en el espíritu de las cosas.

         Si aterrizamos en el ámbito de las Humanidades y muy especialmente en lo que se refiere al estudio de la palabra, de las palabras dichas o escritas en español, es cierto que se ha suscitado un interesante debate en torno a la siguiente cuestión: ¿Deberían nuestros grados mantener la denominación de ‘Filología Hispánica’ o es preferible utilizar, por ejemplo, el marbete ‘Estudios de lengua y literatura españolas’?

         Cuando nos disponemos a elegir el nombre de un Grado, estamos determinando también las funciones y las competencias (palabra de moda, sin duda) de los actores que van a participar en el desarrollo de ese Grado (principalmente, los docentes y los discentes). Si nos centramos, por ejemplo, en el caso de los estudiantes, puedo decir que cada año me resulta más evidente que para cursar una carrera centrada en las palabras, en sus usos y en sus estructuras, y para hacerlo de forma útil, no basta con ser mero estudiante observador de las palabras. Es necesaria una implicación afectiva, a veces, crítica y constructiva, siempre. En este sentido, creo que filólogo expresa mejor esa implicación y Filología es el término más adecuado, aunque haya quien lo encuentre antiguo o quien piense que eliminando esta denominación conseguirá saldar cuentas con fantasmas del pasado.

 

XXII

 

FILOLOGÍA Y ESTUDIOS DE LA LENGUA

 

Mohamed El-Madkouri Maataoui (UAM)

Beatriz Soto Aranda (C.E.S. Felipe II-Universidad Complutense de Madrid)

 

 

La polémica es, ante todo y sobre todo, una polémica sobre denominaciones y términos, independientemente de lo que encierran y de su relleno. Sin embargo, no es sencillamente una cuestión de denominaciones la que está en juego. La discordia refleja también una diferencia en la concepción, utilidad, función e implicaciones del lenguaje humano y de las lenguas particulares. Esta disputa terminológica es el resultado también de dos momentos históricos: entre la tradición y la innovación. Es todo un entramado de relaciones identitarias de todo tipo. La filología, en este caso la española, se presenta como la guardiana de las tradiciones, especialmente las literarias, que investiga, evalúa y valora para garantizar cierta homogeneidad y relación del presente con el pasado. Éste es por lo menos uno de los objetivos declarados por el filologismo tradicional. La salvaguardia del patrimonio literario, su trilla, revisión, explicación y puesta de relieve es una de sus misiones declaradas. Desde este punto de vista, la filología desde su aparición, no tan antigua por supuesto, pero sí arraigada y con cierta transcendencia, se ha centrado en el estudio y –generalmente- ponderación de su objeto de investigación. Éste aparece muy íntimamente relacionado con la identidad nacional. Existe, por ello, una proyección de la identidad sobre la lengua y viceversa. Por ello, la incorrección lingüística es concebida y sigue concibiéndose como atentado contra la identidad. El error, incluso en el proceso de aprendizaje o adquisición, aparece censurado con vehemencia y no sin cierta condena pasional. Tan importante y determinante es la relación entre la lengua y esta identidad que era y sigue siendo difícil que se pueda entender y, menos, admitir que un foráneo pueda realizar producciones lingüísticas tan legítimas como la nuestra. No existe una proyección sobre las literaturas no españolas o hispanas escritas en español. Existen escritores consagrados de la “periferia” que escriben en francés e inglés, pero nuestra filología está todavía lejos de estudiar, dar a conocer y publicitar a los que lo hacen en español. De hecho esta particular concepción filológica de la lengua y su relación con la identidad tiene sus implicaciones, no menos importantes, en la proficencia lingüística y en la traducción. El mejor hablante de nuestra lengua, diría un filólogo, soy yo.

Este tipo de consideraciones son el resultado de la amalgama a la cual se ha sometido la lengua y el sentimiento nacional no desde apreciaciones de tipo racional, sino pasional. Todo ello, a nuestro juicio, es el resultado de una concepción histórica consustancial con la “propia” lengua. Implicaciones de este tipo de consideraciones, las observamos incluso en algunas definiciones del Diccionario de  la Real Academia de la Lengua. Hasta su última actualización el Diccionario definía la traducción directa como la traducción realizada de un idioma extraño al propio. Es decir que “nuestra” lengua es la propia y la del Otro es un idioma extraño. Ahora bien, cuando existe este tipo de reciprocidades y proyecciones entre lengua e identidad, los resultados son previsibles. La objetivación del estudio y su racionalización dejan lugar a la apreciación pasional y subjetiva.

Otra de las características de los estudios filológicos históricos es su concentración en la lengua escrita. Para este tipo de estudios, la lengua es por antonomasia la lengua escrita. La consideración de la lengua oral como objeto de estudio hasta casi finales del siglo XX carecía de legitimidad. Este apego a lo escrito y a la escritura tampoco carecía de consecuencias. La letra se ha sacralizado tanto que se ha confundido con el sonido, incluso lo ha sustituido.

Ahora bien, no todo lo escrito ha merecido la atención de los filólogos, sino que el texto literario escrito en papel ha acaparado en exclusividad su atención. Hasta en esto se ha observado un nacionalismo romántico. El texto propio, el literario, ha sido excesivamente ponderado, pero no ya desde el deseo de su universalización, sino desde la autocomplacencia como hemos podido observar a lo largo del periodo franquista. Y como las ciencias humanas no cambian de la noche a la mañana, huellas de la consideración anterior perviven en el presente. De hecho la expresión nunca mejor dicho es una especie de leitmotiv de este tipo de estudios filológicos de la literatura. Ahora bien, se ha observado una diferencia entre la autocomplacencia española y la francesa. La primera aparece como cohibida y con cierta tendencia a la legitimación justificativa, mientras que la segunda –la francesa- tiende a la universalización de sus modelos y a su consagración como modelos absolutos. Esta diferencia ha generado a su vez dos modelos de destinatarios que articulan los respectivos discursos. En el caso del filólogo tradicional español, el destinatario es un lector que comparte con él la misma identidad “nacional”, mientras que el francés transciende el destinatario afín desde el punto de vista identitario para convencer al Otro. El español particulariza, el francés universaliza, no con cierta tendencia a veces a la imposición. De ahí que los modelos literarios franceses han transcendido, la mayoría de las veces, las fronteras lingüísticas de su nación.

Este modelo filológico tradicional dispone también de su prototipo de traducción. En él sobresale la posición privilegiada que adopta el filólogo-traductor con respecto a su lector. Éste se presenta como necesitado de explicación, glosas, notas aclaratorias y sobre todo, y especialmente, de un guía-gurú que le lleve por la obra. Este modelo suele presentarse lleno de estudios introductorios, preámbulos, introducciones, anotaciones y glosas. Huelga decir que su texto preferido de traducción es el literario. En este caso el traductor aparece como elector de las obras traducidas y como mediador-intérprete no ya de la obra traducida, sino también de la sociedad y de la cultura que les han servido de base.

 

Los estudios del lenguaje

Ahora bien, el conocimiento avanza y cambia. Nuestros conocimientos sobre las lenguas, su función y su utilidad han ido cambiando de una forma vertiginosa a lo largo del siglo pasado, especialmente en su segunda mitad. Aparecen nuevos estudios muy estrechadamente relacionados con el fenómeno lingüístico desde sus distintas y variadas perspectivas. Cabe mencionar, en este caso, la lingüística, la filosofía del lenguaje, la retórica, la estilística, la Teoría de la Literatura y la Literatura Comparada. Aparecen nuevos soporte como el digital, nuevos analizadores lingüísticos como los informáticos,… El ámbito tradicional de estudio del filólogo aparece diezmado por una serie de nuevas orientaciones y métodos más apropiados al objeto de estudio. El texto literario ya no aparece como exclusivo de la atención del estudioso del fenómeno lingüístico en general. Tampoco lo es el soporte escrito. Nuevas perspectivas y métodos se han ideado para la descripción y explicación de la complejidad del fenómeno lingüístico, de sus manifestaciones, de sus funciones y de sus entornos. Frente a estos avances, los métodos tradicionales del filólogo aparecen como obsoletos ¿Sin embargo, legitiman todos estos avances (tanto en las manifestaciones del lenguaje humano como en las distintas especialidades que lo abordan) rubricarlo todo bajo el epígrafe de Estudios del lenguaje?

El problema aquí se manifiesta, como hemos adelantado al principio de esta opinión, no en la denominación, sino en su relleno ¿Cómo va estudiarse este lenguaje humano? ¿Van a reducirse todas las especialidades de su estudio a una o habrá subespecialidades bajo el título anunciado? ¿Con qué métodos se va a estudiar el lenguaje humano? Un pronunciamiento a favor o en contra requiere atravesar estas denominaciones y las imprecisiones lingüísticas de las etiquetas para materializar sus referencias y poder, por ello, aportar un juicio de valor fundado y argumentado. Ahora bien, si se observan estos cambios de denominaciones –aunque fuera en sus ambigüedades, ambivalencias e imprecisiones- dentro de su contexto de política educativa comunitaria, observamos que lejos de asentar la subespecialidad precisa, estamos asistiendo a la vuelta de la generalidad del “sabio” enciclopédico grecorromano muy alejado de los tiempos en que vivimos.

 

XXIII

 

INDICIO DE TRIBULACIONES Y SOLUCIÓN EFÍMERA

Xavier Laborda

(Universidad de Barcelona)

 

Los editores de la revista Tonos Digital formulan con gran perspicacia la pregunta Quo vadis, Philologia?, “¿A dónde vas, Filología?” Responderla demanda saber antes de dónde viene la Filología y cómo se halla en estos momentos. Esas dos cuestiones son tan obvias como difíciles de resolver, al menos para quien escribe esto. Saber y aplicar lo referente a la historia de la Filología es una dimensión perjudicada por el descuido que padece la perspectiva histórica en ciertos desarrollos de la lingüística actual. Y sobre la realidad inmediata de la filología se puede decir que es imprecisa y cambiante, pues hay planes de estudio diferentes en cada universidad y que, además, están en proceso de aprobación por la autoridad estatal. Es decir, que se trata de una realidad confusa y delicada.

Esa puede ser la motivación de Tonos Digital al plantear tan acertadamente este debate. La incertidumbre radica en el perfil académico que presentarán los nuevos planes docentes de Filología. Y un indicio de ello se exhibe en el nombre de las titulaciones. No puedo pronunciarme sobre el conjunto de las titulaciones porque, por una parte, son provisionales y, por la otra y fundamentalmente, porque comentarlas requiere considerarlas en el contexto de su propia universidad. Por ello puedo tan sólo brindar algunas observaciones sobre los estudios que ofrece para el próximo curso la Facultad de Filología de la Universidad de Barcelona (UB). En esa institución está mi lugar de trabajo. Así pues, la nota que aquí aparece tiene un mero valor local y casuístico.

En primer lugar, es posible que ésta sea una situación inaudita en la historia universitaria. Se ha publicado la oferta docente a pocos meses del nuevo curso, sin tener la certeza de la aprobación ministerial. La Facultad de Filología de la UB ha divulgado a partir de abril de 2009 en la web (www.ub.edu/graus/) y en opúsculos de hermoso formato (http://www.scribd.com/doc/14386663/Graus-de-la-Facultat-de-Filologia-UB); son diez mil ejemplares que se ha distribuidos postalmente en centros de secundaria y de documentación para jóvenes. En estas fuentes se anuncia las nuevas titulaciones de graduados. Son nueve, de las cuales tres figuran como “estudios”, cuatro aparecen como “filologías” y dos más eluden estos términos. Enumeramos todas ellas en tres apartados por la afinidad de su nomenclatura:

         Estudios ingleses, Estudios árabes y hebreos, Estudios literarios.

         Filología catalana, Filología clásica, Filología hispánica, Filología románica.

         Lingüística, Lenguas y literaturas modernas.

Estas nueve titulaciones de grado se cursan, como ya se ha dicho, en la Facultad de Filología. Se creó a principios de los años setenta del siglo XX, junto con las titulaciones en diversas especialidades de la Filología. El contexto es diferente de una Facultad de Letras. Por ello, en nuestro caso es tanto o más significativo que la denominación de los títulos el examen de los objetivos docentes. Los objetivos se condensan en textos breves que permiten una rápida lectura.

De los nueve títulos, dos de ellos hacen referencia a la filología en sus objetivos: Filología clásica y Filología hispánica. Mencionan las “técnicas” y las “competencias rigurosamente filológicas (conocimiento, investigación, edición y crítica)”. Este pasaje es ilustrativo del propósito y contenido de las materias correspondientes. A su vez, otras cuatro titulaciones mencionan el término de la lingüística como fuente metodológica; son Estudios ingleses, Estudios árabes y hebreos, Filología catalana y Lenguas y literaturas modernas. Por su parte, el grado de Lingüística no incluye su propio nombre como descriptor. Y, finalmente, permanecen al margen de las menciones a la filología y la lingüística dos títulos más. Estudios literarios y Filología románica.

Si hacemos memoria sobre el pasado reciente, observamos que las titulaciones en Filología pronto cumplirán cuatro décadas. Hasta ahora, en este mismo curso de 2008-2009, hay facultades que imparten cerca de una veintena de especialidades, con la opción de añadir en esos títulos una doble adscripción, la de los estudios básicos y la mención de otra especialidad. Pues bien, aun ofreciendo tanta variedad, se ha producido una disminución considerable de alumnos. Y en esa situación paradójica, de plenitud y soledad, ha llegado la reforma de la universidad en el espacio europeo. Puede entenderse la plenitud como un estado de satisfacción académica, pero también de autosuficiencia. Puede concebirse también la soledad como la desafección de parte del alumnado; o como la escasa perspicacia de las filologías y la lingüística para adaptar su docencia a propósitos y métodos más afortunados.

Podemos inquirir sobre qué hace y qué podrá hacer la filología en las universidades. Con ello no basta. Parte de la visibilidad y aceptación de estos estudios se forja en la enseñanza secundaria. La universidad promueve los curricula en lengua y literatura que se imparte en primaria y secundaria. Si ojeamos sus contenidos y prácticas, y que conste que considero que buena parte de la responsabilidad es de la institución universitaria, ¿a alguien le puede extrañar que la filología despierte sólo discretamente interés y admiración entre los futuros universitarios? ¿Y a quién le puede sorprender que se ofrezca grados con el nombre de “Estudios en lengua y literatura” en vez de “Filología”? Pero la denominación es sólo un indicio de las tribulaciones y una solución efímera. Lo importante es el compromiso con la perspectiva histórica del programa filológico y su aportación a los intereses de los universitarios.


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Imagen de páginas del opúsculo sobre las titulaciones de Grado de la Facultad de Filología (UB).

 

Para unos pocos, las denominaciones de títulos de grado expresan algo más. Son el sello de un archivo de debates y desencuentros durante la confección de los grados. Son ecos de pugna de paradigmas, de presencia y expulsión de materias, de nuevas cuentas en los claustros. Son el entendimiento lo que no se ha dicho pero sí se ha sugerido. He aquí, por lo tanto, material que no es para un comentario de actualidad sino para la historiografía.

 

XXIV

 

EL NOMBRE ES UN  PRESAGIO

José C. Miralles Maldonado

(Universidad de Murcia)

 

Hace unos meses, cuando algunos compañeros del Departamento de Filología Clásica de la Universidad de Murcia nos reunimos para elaborar una propuesta para un nuevo título de Grado que adaptara nuestros estudios a las nuevas exigencias del Plan de Bolonia, se nos comenzó planteando la pregunta sobre la conveniencia o no de mantener el término "filología". Sabíamos que algunos de los valedores de la reforma eran contrarios a mantener este término, pues creían reconocer en él un tufillo de trasnochada y polvorienta erudición. Sabíamos que esta palabra, del mismo modo que otras de no menor prosapia como “retórica” o “gramática”, suscitaba un enorme rechazo entre algunos pedagogos falsamente progresistas, que querían romper con todo lo que recordara a las disciplinas tradicionales. Sabíamos que colegas de otras universidades habían ya dictado sentencia de muerte contra la dichosa palabra, que, a juicio de algunos, cifraba lo peor de un saber viejo y apolillado. Y a pesar de todo ello, nuestra Comisión tuvo pocas dudas al respecto: decidimos mantener el nombre de “Filología Clásica”, porque estábamos (y seguimos) convencidos de que este título es el que mejor responde a los objetivos y a los contenidos de nuestros estudios.

Nomen est omen, dice un viejo adagio latino, es decir, el nombre es un  presagio. Entendemos que un nombre apropiado para un nuevo título de grado debe resumir el objeto y, por tanto, el contenido básico de esos estudios. El título debe, por tanto, no sólo anticipar lo que una disciplina es sino también dar pistas de aquello en lo que pretende convertirse.

Con razón se nos podrá objetar que es mucho más flexible, por ambiguo y lábil, o mucho más atractivo un título del tipo de “Estudios sobre la Antigüedad Greco-Latina”. Con razón se nos podrá reprochar que no hayamos aprovechado la ocasión que nos brindaba el Plan de Bolonia para rediseñar nuestros estudios hasta convertirlos en unas verdaderas “Ciencias de la Antigüedad” (Altertumswissenchaften), en las que los filólogos, trabajando hombro con hombro en compañía de los arqueólogos y los historiadores, cooperan en el estudio de todos los aspectos de las antiguas civilizaciones griega y romana. Con razón se podrá censurar la cortedad de miras de un plan de estudios que, lejos de reparar este injusto divorcio, persevera en la diferenciación entre historiadores de la Antigüedad y filólogos clásicos. Muchas de estas objeciones me parecen totalmente justificadas, si bien entran en un terreno de política universitaria que supera nuestro ámbito de decisión. Por tanto, en el estado actual y futuro de nuestro plan de estudios, considero que haber optado por un título como “Estudios Clásicos” habría supuesto prometer aquello que en modo alguno podrá procurarse o, simple y llanamente, engañar a los futuros estudiantes.

A los criterios pragmáticos y de política universitaria anteriormente apuntados, podríamos añadir  algunos argumentos de naturaleza histórica y académica:

1. El término ‘filología’, aunque ya aparece en Platón, sólo adquiere el valor que hoy le otorgamos entre los humanistas, herederos de los filólogos alejandrinos. El ‘philologus’, como el ‘grammaticus’, era el que leía y corregía los textos de la antigüedad grecorromana, actualizando su saber enciclopédico. Conocedores de las lenguas griega y latina, Angelo Poliziano o Elio Antonio de Nebrija, entre otros muchos, creían atesorar todo lo necesario para profundizar en el conocimiento de las Leyes, la Medicina y del resto de las ciencias. Estos pioneros del humanismo, a los que les gustaba llamarse a sí mismos grammatici, penetraron en todas las parcelas del saber a través de su conocimiento directo de los textos. Para ellos la Filología tiene una función mediadora en todas las ramas del saber. No sería, por tanto, exagerado afirmar que la filología nace como ‘Filología Clásica’. Así pues, se entenderá que el título que para unos puede parecer un baldón, para los estudiosos del mundo clásico es un auténtico motivo de orgullo.

 

2. Nuestros colegas de Lenguas y Literaturas modernas pueden, si es su deseo, reorientar sus programas hacia el estudio de la competencia lingüística activa por el simple hecho de que existen hablantes competentes en esas lenguas. También pueden –y deben- insistir en el análisis de los aspectos psicolingüísticos y sociolingüísticos que su objeto de estudio les aconseje. No es nuestro caso: más allá de anecdóticos intentos de convertir las lenguas clásicas en lenguas de uso, el estudio de las lenguas clásicas es un estudio necesariamente histórico que no debe reorganizarse al ritmo de las nuevas metodologías de la Lingüística moderna, por muy seductoras que éstas sean. El filólogo clásico partirá obligatoriamente de los textos y sólo a través de ellos podrá procurar adentrarse en la civilización que los produjo. Los textos para un filólogo clásico son el principio y el fin de su investigación.

Creo que todos estos argumentos pueden dar una idea cabal de la importancia que el término sigue teniendo para nuestros estudios.

Somos concientes de que con este y con otros gestos similares estamos lanzando a nuestra sociedad un mensaje que puede resultar sorprendente: en una reforma que se presenta como “radicalmente renovadora” hay una disciplina, la Filología Clásica, que insiste en proclamarse como “tradicional” y “profundamente apegada a los textos”. Probablemente, porque desde los alejandrinos tenemos claro que nuestro objetivo principal es la lectura e interpretación de los textos, porque estamos convencidos de que para enjuiciar a los clásicos hay que conocer a sus lectores a través de la historia,  porque este camino que dura más de dos milenios no tiene atajos sino que se transmite y se actualiza de lector a lector, por todo ello, nos sentimos y queremos seguir siendo filólogos. La figura del lector, callado y atento a descubrir los tesoros de los textos antiguos, quizás resulte poco ágil y escasamente moderna. Pero lo clásico –no lo olvidemos- no es moderno, no está sujeto al vaivén de las modas, es sencillamente eterno.

No nos quepa duda: cuando el Plan de Bolonia no sea más que un vago recuerdo, seguiremos necesitando filólogos que allanen el camino hacia la lectura de Homero y de Virgilio.

 

XXV

 

DESDE LAS TRINCHERAS DE LA SECUNDARIA

María José Lucerga Pérez

 

Debo reconocer que mi conocimiento del proceso de Bolonia excede poco el de un ciudadano de a pie, así que no sé si la respuesta que ofrezco está muy fundamentada. De hecho, ni siquiera sé si es una respuesta o la ocasión para formular algunos interrogantes que me rondan después de años de observación interesada del devenir de nuestra disciplina y de la propia enseñanza universitaria, primero como profesional de la publicidad y ahora desde las trincheras de la secundaria.

Desde estas últimas no creo que haya mucho que decir sobre la cuestión que se plantea, pero opino que eso no es necesariamente malo. Los objetivos que perseguimos son y deben ser distintos, mal que les pese a algunos diseñadores de currículos y a ciertos sectores del profesorado de secundaria con añoranzas academicistas que todavía siguen concibiendo la asignatura con una orientación "pansintáctica". El salto entre la lengua de la secundaria y un grado no es sólo de nivel -o al menos eso espero por el bien del espíritu universitario, cada vez más cercano al de una Formación Profesional de Grado Superior, digan lo que quieran los discursos oficiales-. Tal vez si se hubiese dignificado ésta antes no nos encontraríamos con lo que hoy nos encontramos, con una universidad “ni chicha ni limoná”, que se debate entre el quiero y no puedo, y con el eterno planto de los profesores de lengua de secundaria por los escasos conocimientos gramaticales de nuestros alumnos.

Por lo que respecta al cambio de denominación del nuevo grado, que es lo que motiva las presentes líneas, supongo que depende de lo que éste guarde debajo, y ahí es donde por el momento -lo reconozco- me faltan elementos para juzgar. Si el nombre fuera la cosa nombrada, como decían algunos de los maestros clásicos, tendría la sospecha de que el viejo empeño de construir una disciplina, por muy plurales que fueran los puntos de partida y por muy abiertas a incursiones "extranjeras" que fueran sus fronteras, iba a ser sustituido por una banda de francotiradores que intentarán aproximarse a su objeto desde distintos edificios y probablemente sin una estrategia de acción compartida y bien definida. Cada vez que me tropiezo con el término "estudios" en el título de un libro éste acaba en una serie de calas en las que a veces se echa en falta un sustrato común, epistemológico y metodológico. Es evidente que esto no tiene por qué ser un defecto en un libro, pero tal vez sí en un título de grado. Es sólo una sospecha. A lo mejor estamos hablando únicamente de una cuestión de nostalgia y el nuevo nombre se limita a reflejar algo que lleva años ocurriendo, desde que con la excusa de la posmodernidad nos dejamos dominar por el pánico a lo global y a lo complejo, por aquello de que lo asociamos bien con lo reduccionista, bien con lo inasible.

 

XXVI

 

TIEMPOS POSTMODERNOS: EL SENTIDO DE UNA CIENCIA FILOLÓGICA

 

 

Rafael González Fernández

(Universidad de Murcia)

 

 

A principio de la década de los noventa del siglo pasado escribía el profesor Marc Mayer, refiriéndose a la arqueología y la Filología, que la actualidad de una valoración de los orígenes no podía ser más clara en un momento en el que esas dos ciencias pugnaban por resituarse en el panorama científico, víctimas de reorganizaciones clasificatorias que les hacían perder su identidad y también su espacio como disciplinas complejas a favor de alguno de sus componentes[44]. Resulta curioso que en los tiempos actuales la Filología, ciencia bimilenaria, se halle cuestionada de nuevo y siga buscando su sitio. Es verdad que el concepto de filología puede resultar difícil de precisar y hasta tal punto es así que, en 1914, Werner Jäger afirmaba que existían tantos conceptos de filología como filólogos[45]. Aserción, a todas luces, hiperbólica, sin embargo no es menos cierto que resulta difícil distinguir un método y unos objetivos filológicos comunes a lo largo de toda la historia ya que el concepto ha experimentado oscilaciones, tanto amplificatorias como restrictivas, en su desarrollo histórico. Múltiples son las definiciones que se han dado sobre la Filología; repasemos algunas: “ciencia histórica que tiene por objeto el conocimiento de las civilizaciones del pasado mediante los documentos escritos conservados; otra definición: el estudio de una lengua fundamentado en el análisis crítico de los textos escritos en esa lengua”; otra, la define como “fijación o estudio crítico de los textos y de su transmisión, mediante la comparación sistemática de los manuscritos o de las ediciones y a través de la historia”.

La Filología, aunque nacida en época helenística como ciencia, se constituyó en la época del Renacimiento como la primera de las ciencias humanas y acabó por desmembrarse a medida que éstas surgían y se precisaban: historia, arqueología, historia del arte, lingüística, crítica literaria, estilística, etc. El objeto propio de la Filología se ha ido precisando y haciéndose más restringido y desde esta perspectiva reduccionista podemos decir que hoy en día la filología se suele concebir como el estudio de la fijación del texto (cronología, desciframiento, su crítica interna: fijación de las variantes y la “lectio melior”), y eventualmente su comentario (referencias que faciliten la lectura y aparato crítico que garantice su autenticidad). Todos estos datos obtenidos por el filólogo pueden ser posteriormente utilizados por el historiador, por el lingüista, el crítico literario, etc. Además del estudio en sí de los textos, el campo de la filología se extendió al de su contenido (la lengua, el estilo, el contexto histórico y cultural, etc.). A pesar de todo a finales del siglo XIX seguía manteniendo cierta ambigüedad, ya que para algunos era el “estudio de los documentos escritos y su transmisión”, para otros era la “ciencia universal de la literatura”, o “el estudio general de las lenguas”.

Pero lo que a todos nos parece claro es que la filología debe acercarnos al conocimiento y al estudio de las fuentes documentales escritas de tal forma que a través de su estudio seamos capaces de sacar todos sus posibles contenidos. Por tanto necesita de un método específico que le permita cumplir con éxito su cometido. Esta metodología ha de partir de un doble análisis, por un lado restitución, y en su caso reconstrucción del texto en su forma genuina y, por otro lado, hacer claro el contenido de dicho documento. Es decir tras la restitución debemos estudiar su contenido desde una perspectiva múltiple, no sólo desde el punto de vista lingüístico sino que debe llevarnos a cada uno de los aspectos que nos den una comprensión general del mundo en el que se incluye tal obra. La filología está interesada, a partir de los textos escritos, por todo el conjunto de particularidades que forman la esencia y la cultura de un pueblo. Y aquí aparecen unidas la Filología y la Historia, que caminan de la mano y participan de un método histórico-filológico. De tal forma que las palabras que escribió Alfred Gercke[46] en 1909, “…la Filología es Historia y la Historia es Filología”, siguen manteniendo su vigencia en la actualidad de cara al debate en torno a la interdisciplinariedad de la Filología y de la Historia[47].

A partir de este punto podríamos definirla como la disciplina que se ocupa del análisis de las fuentes escritas en general, de las que se han desgajado aquéllas que, en virtud de los caracteres del soporte sobre el que radican, han llegado a constituir una ciencia separada (sobre todo en lo que a la especialidad de Historia Antigua atañe), tratándose estas fuentes de las inscripciones (epigrafía), papiros (papirología), las monedas y medallas (numismática), etc. Su actividad se centraría en la consulta original y en el conocimiento, comprensión y análisis interno de las fuentes documentales escritas, así como en su posterior valoración, datación, descripción de su contenido, crítica, fijación del texto, traducción y, en su caso, publicación con aparato crítico. En consecuencia, el filólogo, realiza historia y se incluye en ella en ese sentido. Por eso tratar de Historia (fundamentalmente la Antigua, en su vertiente de Historia de Grecia e Historia de Roma) y de Filología es tratar de ciencias complementarias y metodológicamente muy emparentadas. Se puede decir sin temor a equivocarnos que fue en la Alemania de finales del XVIII y principios del XIX en donde surgieron los factores idóneos y oportunos que dieron lugar a la eclosión de los estudios filológicos, en su vertiente clásica y por ende al nacimiento de la Historia Antigua. El auge de la ciencia alemana en general, y de la prusiana en particular, hace que a lo largo del siglo XIX se convierta Berlín en la indiscutida capital de la "Altertumswissenschaft". Con Friedrich A. Wolf se instauró la concepción de la filología como macrociencia de la Antigüedad. Bajo esta visión historicista y totalizadora la filología se definía como "interpretación de todas las manifestaciones del espíritu de un pueblo". Este nuevo enfoque provocó la ampliación de su campo de estudios y una cierta dispersión de sus objetivos. Su discípulo Augusto Böck[48], caracterizaba la filología como "conocimiento de lo producido por la mente humana, es decir, conocimiento de todo lo conocido". Otros compatriotas suyos de la talla de C. Heyne (1729-1812), y K. Lachmann (1793-1851) enfocaban el conjunto de las ciencias de la Antigüedad como filológicas y del que con el tiempo se desgajó lo que hoy conocemos como Historia Antigua.

En el XVIII la ciencia filológica comprendía la totalidad de la vida y de la producción intelectual del mundo clásico, además de la idea central del Geist de esa misma Antigüedad y que se veía reflejada en dos campos principales: por un lado, el contenido: las artes, ciencias y vida pública de griegos y romanos, y por otro lado, la forma, es decir, la lengua y sus auxiliares.

Sin embargo otros autores intentaron separar la Historia de la Filología, aunque quizás convendría mejor hablar de separación metodológica. Dos eminentes ejemplos lo constituyen las figuras de J.G. Droysen con su obra Gründriss der Historik, Leipzig, 1867, y E. Berheim, Lehrbuch der historischen Methode und der Geschichtsphilosophie, Leipzig, 1889. De todas formas la unidad de la Filología con la Historia continuó predicándose por parte de estudiosos como Hermann Usener quien en Bonn, en 1882, publicó Philologie und Geschichtswissenschaft. O un poco más tarde Alfred Gercke codirector de la obra Einleitung in die Altertumswissenschaft, quién, en el capítulo dedicado a la metodología, en un apartado dedicado a la unidad del método histórico-filológico (“Die Einheit der philologisch-historischen Methode”), escribía la famosa frase[49] Philologie ist Geschichte, und Geschichte ist Philologie”.

No obstante hay que precisar que el concepto de Filología de los siglos XVIII y XIX era mucho más amplio y poco cercano al concepto restringido que suele existir hoy – en ocasiones Literatura más Lingüística – y que se trataba de un concepto bastante amplio, cercano, casi equivalente, a Ciencia de la Antigüedad y con un carácter eminentemente historicista. Los estudiosos que se alinean bajo esta corriente subrayan la importancia del contexto histórico como base y finalidad misma de la interpretación de los textos, llegando, en algunos casos, a identificar la Filología con la Historia. Esta amplia concepción hace que se cifren sus objetivos en el "estudio de una civilización", o, en el caso de la Filología Clásica, en el estudio de "la cultura greco-romana en su esencia y en todas las manifestaciones de su vida". A finales del siglo XIX, como reacción a esta visión "historicista" y coincidiendo con el nacimiento de la gramática comparada, algunos autores propugnaron una tajante escisión entre gramática/lingüística, por una parte, y filología/literatura, por otra.

Sin embargo la influencia de la corriente "historicista" se ha dejado sentir, en otros muchos autores posteriores. Sirvan los testimonios de dos grandes filólogos: en opinión de A. Tovar[50] "la filología, primordial y originariamente, es una habilidad, un arte; consiste simplemente en tomar un texto y poder explicarlo bien, sin dejar ningún punto oscuro... Entran en ella, ya no sólo la gramática, sino la historia, la arqueología, la mitología, la geografía. Y entra, además, no ya sólo la explicación de un texto dado, sino la preparación de un texto legible, libre de erratas y corruptelas, la fijación de un texto lo más próximo posible a lo que pudo escribir el autor o lo que se imagina que es autor".

Para G. Funaioli[51] "la filología es y quiere ser comprensión crítica e histórica, interpretación de la palabra, de los sentimientos, de las ideas de un escritor, exploración de su personalidad, conocimiento científico, íntima compenetración y complementación de los espíritus y de las formas del mundo antiguo en su unidad, principalmente de cuanto de él nos ha quedado como patrimonio vivo: historia -no pura historicidad- y arte, dos momentos que no se pueden separar".

Poco a poco, como, por ejemplo, señalaba J. Lasso de la Vega, la historia antigua, la arqueología, etc., se fueron emancipando del tronco común de la Filología Clásica. La creciente complejidad en los métodos justificó (y sigue hoy justificando), en gran medida, la necesidad de una especialización. De este modo los objetivos de la filología quedaban reducidos, según la definición de G. Hermann, a "la exégesis de textos, a la búsqueda de la congruencia entre forma y contenido".

         Por otra parte, las nuevas corrientes lingüísticas, estructuralismo y gramática generativa, han reabierto esta antigua controversia al proponer una clara distinción entre Filología y Lingüística. Así, L. Hjelmslev[52], en su teoría glosemática, separa nítidamente los campos de la filología (= el estudio del lenguaje y de sus textos como medio de conocimiento histórico y literario') y de la lingüística (= el estudio del lenguaje y de sus textos como fin en sí mismo').

         Según P. Quetglas, una vez superada esta fase gracias a los intentos reconciliadores de Curtius y Corssen, entre otros, se llegó a lo que él llama "etapa actual de sedimentación", en la que se ha tratado de alcanzar un cierto equilibrio conciliando las posturas extremas representadas por los historicistas y sus detractores[53]. Esta "conciliación" es, más bien, consecuencia de un nuevo planteamiento de las relaciones entre Historia y Filología no como un conflicto de intereses sino como una relación de paridad y complementación. En cierto modo los modernos estudiosos retoman la idea integradora -utópica, si se quiere, pero aún fructífera- de la Altertumswissenschaft, pero matizan la formulación historicista, viendo entre las disciplinas que la constituyen un vínculo no de subordinación sino de necesaria interdependencia. Desde esta perspectiva se tratan de hallar, sin negar su sentido histórico, los rasgos diferenciadores de la Filología. A esta visión se adscriben, entre otras, las recientes manifestaciones de algunos filólogos españoles: "Los filólogos -afirma M. Mayer[54]- leemos los textos, los arqueólogos la cultura material: la Historia Antigua nos sintetiza... Nos hallamos no ante la servidumbre sino ante la paridad, y una paridad legítima. No en vano la Filología en su concepto decimonónico es una materia esencialmente histórica... Nuestro campo de estudio llega hasta todos los puntos a los que debamos llegar para hacer acopio de información que nos permita dar completo y pleno sentido a nuestros textos".

         Para J.S. Lasso de la Vega[55], "sin filología no hay historia”. Negar a la filología clásica, desde Wolf en adelante, sentido histórico sería sencillamente una calumnia. Sin embargo, hay algo diferencial entre ambas disciplinas. Dejemos que lo diga un eminente historiador, Eduardo Meyer: Yo definiría la esencia de la filología diciendo que ella introduce los productos de la Historia en el presente y los trata como presentes y subsistentes... La filología trata a su objeto no como algo en devenir, ni históricamente, sino como algo que es y es existente".

         En este último punto Lasso de la Vega se distancia de la filología historicista del XIX y defiende la actualidad de la orientación neohumanista preconizada por Werner Jäger, convencido de que la ciencia de la antigüedad clásica de hoy "sólo como umbral de un renovado Humanismo gana su pleno sentido", como nexo, en fin, entre la Antigüedad Clásica y la Cultura Moderna.

En las modernas concepciones, la filología, sin prescindir de la ayuda de otras disciplinas (¿ciencias auxiliares? ¿quién es auxiliar de quien?), trata de hallar su status propio como ciencia que atiende a la fijación, comprensión y explicación de un texto a partir del contexto (lingüístico) y del contexto (histórico-literario) en que se produce.

Víctor José Herrero[56] nos resume el concepto actual del término philologia: “Para unos se limita solamente a una erudición centrada en las lenguas y literaturas clásicas. Según otros abarca el concepto de las disciplinas que en la época actual se ocupan del mundo antiguo. Todavía hay quien confunde con la Lingüística, rama que, en realidad, forma parte, como otras muchas disciplinas, del contenido filológico, aunque sea la de más reciente aparición. En consecuencia creemos acertada la clasificación de W. Kroll (Historia de la Filología Clásica, Barcelona, 1928, 8), según la cual las disciplinas que abarca la Filología son: Historia de las lenguas, Lingüística, Retórica, Métrica, Literatura, Historia, Religión, Mitología, Historia de la cultura, Instituciones privadas, públicas y militares, Geografía, Numismática, Epigrafía, Historia Artística y Arqueología […] Entran, por tanto, en la categoría de filólogos cuantos investigadores se han ocupado de las disciplinas mencionadas”.

 

DOCUMENTACIÓN

 

I

MANIFIESTO EN DEFENSA DE LAS FILOLOGÍAS DE LA UNIVERSIDAD  DEL PAÍS VASCO

 

Vitoria | UPV 16/03/2009

 

 http://www.culturaclasica.com/?q=node/2712

Ante los rumores aparecidos en prensa sobre la desaparición de las  titulaciones de Filología Hispánica, Francesa, Clásica y Alemana en la  Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea, los  alumnos y profesores de la Facultad de Letras manifestamos lo siguiente:


1) La eliminación de estas cuatro filologías supone la amputación de  una parte fundamental del patrimonio cultural de la Comunidad Autónoma  Vasca, con la disminución del capital intelectual y simbólico que ello  supone y el coste social que implica en el marco europeo en que nos  ubicamos...


2) La L.O.U. y los Estatutos de la UPV-EHU definen como uno de los  objetivos principales de la Universidad la ‘preparación para el  ejercicio de actividades profesionales’, pero, según recogen la ley y los citados estatutos, es también tarea primordial de la Universidad  garantizar ‘la difusión del conocimiento y la cultura’, el desarrollo de la ciencia así como la transferencia del conocimiento al servicio de la cultura, de la calidad de la vida y la formación de  una actitud crítica’.


3) No se puede estructurar la enseñanza superior atendiendo  exclusivamente a las necesidades mercantiles de un sistema económico y  social que proyecta su rentabilidad económica a corto plazo. Los  beneficios sociales de los estudios humanísticos, y de las filologías en particular, son mucho mayores que las ganancias económicas directas que se producen en un sistema de mercado como el que soportamos.


4) El papel de la investigación y de la transferencia de conocimientos en Filología es quizás más difuso que en los dominios de las ciencias duras, pero su impacto social y cultural es tan profundo y duradero  como el de aquellas.


5) La eliminación de las cuatro titulaciones de Filología en la  Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea plantea dos  problemas fundamentales: la redefinición del saber en el estadio  actual y el papel que la enseñanza superior, pública y de calidad,  desempeña en nuestra sociedad.


6) La supresión de estas cuatro titulaciones de la Universidad pública  abre el debate sobre la implantación de un modelo privatizado en la  enseñanza oficial.


7) A su vez, la extinción de estas cuatro titulaciones cuestiona y  desarticula el futuro de la enseñanza secundaria en la Comunidad  Autónoma Vasca y su valor como servicio público obligatorio e  indispensable para la formación de los ciudadanos. ¿Qué sucederá  cuando la demanda de nuevos filólogos en secundaria no pueda ser satisfecha? ¿Quién va a desempeñar esa labor?


8) Es necesario repensar el papel de la investigación y de la  transmisión del conocimiento en la Universidad del País Vasco / Euskal  Herriko Unibertsitatea y en la propia sociedad vasca, y el papel  esencial que en ésta desempeñan los estudios de Filología.


9) El estudio de las filologías no es sólo un modo de erudición, sino  una forma de profundización en la cultura y de construcción de una  identidad histórica y social, tanto en nuestra comunidad como en el  contexto europeo.


10) La Universidad debe desempeñar el papel de garante de una  conciencia crítica en la sociedad, a la que sirva como espacio de  reflexión y de defensa rigurosa de los valores de un sistema plural.

 

PDL (Plataforma de Defensa de las Letras UPV/EHU)

MÁS INFOMACIÓN: http://www.plataformadefensaletras.blogspot.com/

http://nalocos.blogspot.com/2009/03/con-las-filogias-amenazadas-de-la.html

 

 

II

 

NO A LA DESAPARICIÓN DE LA FILOLOGÍA ROMÁNICA

 

Manifiesto de los profesores de Filología Románica de las Universidades españolas

http://www.ucm.es/info/romanica/

 

Los profesores de Filología Románica de las Universidades españolas, reunidos en la Facultat de Filologia de la Universitat de Barcelona el 5 de septiembre de 2005, acuerdan manifestar su profunda preocupación por la probable desaparición de la titulación (grado) de Filología Románica de la Universidad española, especialidad que siempre se ha visto representada por nombres de prestigio internacional en el ámbito de las letras. Los profesores que actualmente ejercemos la docencia y la investigación de Filología Románica nos sentimos orgullosos ante el mundo universitario de haber tenido como maestros, entre otros, a Emilio Alarcos, Dámaso Alonso, Antoni M.ª Badia i Margarit, Germà Colon, Xosé Filgueira Valverde, Alvaro Galmés de Fuentes, Constantino García, Germán de Granda, Rafael Lapesa, Martín de Riquer, José Luis Pensado, Luis Rubio o Alonso Zamora Vicente, discípulos, a su vez, de Menéndez Pidal y de Milá y Fontanals. Ellos nos enseñaron, aparte de las materias científicas, a no encerrarnos en nuestras fronteras sino a tratar las lenguas, las literaturas y las culturas de todo el ámbito románico (el hispánico, el europeo y también el hispanoamericano y el africano, esa Nueva Romania tan fecunda y prometedora para los estudiosos) y a promover intercambios entre las distintas escuelas filológicas y entre sus profesores e investigadores, prescindiendo de dogmatismos y tratando de armonizar planteamientos para encontrar sentido a la riquísima variedad de soluciones lingüísticas a las que nos enfrentamos y al nacimiento y desarrollo de géneros literarios que, manteniendo códigos, formas y temas uniformes, alcanzan expresiones muy cuidadas en lenguas diferentes que se relacionan entre ellas de muy diversas maneras. La Filología Románica empezó a desarrollarse como ciencia en el siglo XIX y su primer objetivo fue el análisis comparativo de las lenguas y las literaturas románicas. Nació, sí, ligada a criterios historicistas, pero sin quedar agotada en ellos. Así, la romanística lingüística, que siempre ha sabido mantenerse abierta hacia el exterior y en la que han entrado corrientes tales como el estructuralismo, la gramática generativa, los planteamientos sociolingüísticos, la lingüística textual, la pragmática, etc., es un claro ejemplo de ello. De todos modos, y aunque los criterios historicistas no sean una condición suficiente para la comprensión de una lengua y su literatura (de las que se ocupa la Filología), sí son necesarios, pues las lenguas humanas son producto de un proceso histórico y pertenecen a este reino. Esta cohesión entre lo histórico (diacronía) y lo no-histórico (sincronía) se ha traducido en la existencia de materias tales como la lexicología, la dialectología, la semántica, la fonética, la edición de textos, la literatura comparada, la crítica textual, la historia de la literatura, etc. Todas estas disciplinas se imparten hoy en las de Facultades de Filología (o

de Letras) españolas y constituyen contenidos básicos de diversas licenciaturas, entre lasque se encuentran aquellas que se han formado a partir de la Filología Románica, que es el tronco inicial y común de las lenguas y literaturas modernas de la Europa románica.

La formación “generalista” de los estudios de Filología Románica, articulados en torno ala Lingüística Románica, la Literatura Románica Medieval y/o las Literaturas románicas comparadas, no constituye de ninguna manera un impedimento para la posterior especialización de sus estudiantes, sino todo lo contrario. Y desde luego en nada choca con el “carácter generalista de las Titulaciones de Grado” que se establece en la pág. 14 (punto3) de la Nota informativa del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte español, concerniente a los acuerdos tomados en Berlín (septiembre, 2003) y en Bergen (mayo,2005). De acuerdo con las directrices de Berlín, dichos títulos “deben proporcionar una formación universitaria en la que se integren las competencias genéricas básicas, las competencias transversales relacionadas con la formación integral de las personas, y las competencias más específicas que posibiliten una orientación profesional que permita a los

titulados su integración en el mercado de trabajo”. La especialización es básica en la filología románica como en cualquier otra disciplina científica, pero también es importante no perder nunca de vista una perspectiva transversal, como de hecho ha sido la práctica común en esta ciencia desde sus inicios, y no debe ser abandonada. Aurelio Roncaglia, uno de los más brillantes romanistas del siglo XX, para justificar esta necesidad y complementariedad, extrajo el ejemplo de la medicina: no cabe duda de que la especialidad es necesaria, como también lo es el médico de cabecera. Si bien la especialización médica se ha desarrollado vertiginosamente, parece que ha descendido la medicina general, y esto es, sin duda, un déficit que paga la sociedad. En estos momentos en los que se insiste tanto en la capacidad de reciclaje de los profesionales, salta también ala vista que el médico de cabecera, con su amplia perspectiva, puede especializarse fácilmente en uno o varias ramas de la medicina, mientras que el especialista, que está muy centrado en un subcampo, lo tendrá difícil para dedicarse a otro subcampo distinto.

La dualidad de perspectivas, la generalista y la de especialización, es inmanente en nuestra disciplina filológica, porque es en cada momento condición esencial de nuestro objeto de estudio. “La especialización sin el generalismo está ciega. El generalismo sin la especialización es inane”; esta frase, que podría aplicarse a cualquier enseñanza universitaria por muy técnica que fuera, es de Ernst R. Curtius, quien, juntamente con Leo Spitzer y Erich Auerbach (todos ellos figuras insignes de la Filología Románica), sigue siendo modelo de referencia en los estudios literarios más actuales, como proclamaba con orgullo Edward W. Said en un artículo escrito poco antes de morir. La formación romanística ha permitido a nuestros estudiantes ocupar puestos de trabajo destacados no sólo en la enseñanza (universitaria y secundaria), aquí y en el extranjero, sino también en el mundo editorial, en el de la comunicación, la documentación, la administración, la traducción, la gestión cultural, etc., gracias precisamente a la variedad de su formación, a la riqueza y polivalencia de sus conocimientos, a la versatilidad que éstos les proporcionan, a la riqueza lingüística que poseen; cosas que, desde hace tiempo, son contempladas desde el mundo empresarial como valores muy positivos. El mercado laboral de nuestro tiempo demanda personal altamente especializado, pero, a la vez, profesionales muy cualificados, de alto nivel, con una formación suficientemente amplia como para permitir desarrollar su trabajo en más de una dirección.

Los estudios de Filología Románica continúan vigentes en las más prestigiosas universidades de Europa y de los Estados Unidos de América y, por lo que hasta ahora sabemos, los responsables de la enseñanza superior no tienen intención de suprimirlos, porque son conscientes de la solidez de sus resultados. En un informe reciente, en concreto el Academic Ranking of World Universities 2005, sobre las 500 mejores universidades del mundo, elaborado por el Institute of Higher Education, Shanghai Jiao Tong University puede constatarse la presencia de la Filología Románica en diez de las once primeras. Es el caso de la Universidad de Harvard, primera del citado ránking, en la que existe un Dpto. de Romance Languages and Literatures, y en donde se imparte un Grado de Estudios románicos y se presta especial atención a los Estudios medievales; de la de Cambridge, segunda del ránking, con una Faculty of Modern and Medieval Languages, centro de especial prestigio en Filología Románica: Lingüística Románica; de la de Stanford, tercera del ránking, con un Dpto. de Romance Languages and Literatures; de la de California-Berkeley, cuarta del ránking, donde existe un Research Center for Romance Studies y se edita además una de las más prestigiosas revistas de Filología Románica, Romance Philology; de la de Columbia, en el puesto séptimo, con un Dpto. de French and Romance Philology; de la de Oxford (Trinity College), décima del ránking, con una Faculty of Modern and Medieval Languages; o de lade Yale, en el puesto undécimo, que cuenta con un programa especial de estudios medievales -Medieval Studies Program-, en el que se imparte tanto Philology and Literatura (in general) como Romance Philology (in general).

Eliminar esta titulación del mapa de futuros grados de la universidad española va en contra de la tan deseada convergencia europea, pues en sus estudios “converge” toda Europa, ya que nuestras materias de enseñanza encuentran sus raíces en el continuum románico que explica la unidad cultural de la Europa medieval y a la vez el comienzo de su diversidad lingüística y literaria hasta nuestros días.

Así las cosas, cualquier cambio que se introduzca en los estudios de Grado de la Universidad española, debería tener en cuenta que romper totalmente con la tradición científica de un sector del Conocimiento, como es el de la Filología Románica, no es la vía más efectiva de desarrollo y de renovación. Tal cosa chocaría frontalmente, además, con uno de los puntos acordados recientemente en la reunión de Bergen, concretamente con el concerniente a los Further challenges and priorities: Higher education and research, en el que se destaca la importancia de la educación superior y de la investigación de cara al desarrollo económico y cultural de nuestras sociedades así como a la cohesión social.

Precisamente en la Universidad de Bergen existe un Departamento de Estudios Románicos (Romansk institutt, http://www.hf.uib.no/i/Romansk/) así como un Centre for Medieval Studies (Research School for Medieval Studies), donde se presta especial atención a la Lingüística y a la Filología, catalogado como Norwegian Centre of Excellence (CoE) por elResearch Council of Norway (http://www.uib.no/cms/).

La intercomprensión entre las lenguas románicas es uno de los objetivos de nuestros estudios, los cuales han sido trasladados y asumidos por los poderes políticos, como, por ejemplo, en la creación de la Unión Latina. Fundada en 1954 por el Convenio Constitutivo de Madrid, la Unión Latina existe como institución desde 1983, y agrupa todos los países de lenguas románicas. En diecisiete años de existencia funcional, el número de Estados que se convirtieron en miembros por medio de la ratificación del Convenio de Madrid o por adhesión pasó de 12 a 35, alcanzando actualmente a la casi totalidad de los Estados que, en el mundo, pueden integrar dicha Unión. La participación de los países latinos en comunidades económicas de gran escala (caso del Mercosur) debe estar acompañada, paralelamente, con acciones en el plano educativo que conduzcan a los ciudadanos a compartir sus identidades lingüísticas y culturales dentro de una perspectiva más amplia en la que figura precisamente, como elemento constitutivo, su latinidad común.

Teniendo en cuenta todo lo anterior y que la Filología Románica existe en la Universidad española como licenciatura y que cuenta con un gran potencial docente e investigador de fondo, que, de llevarse adelante la pretendida supresión de la titulación y de los estudios de Filología Románica, se vería desmantelado, los profesores de Filología Románica pedimos que:

 

1. Se mantenga la titulación de Filología Románica como título de grado.

 

2. En los títulos de grado que tengan como objetivo el estudio de una o varias lenguas y literaturas románicas, así como en los de Lingüística y Estudios Literarios, la Filología Románica figure entre los contenidos comunes obligatorios.

 

3. En las titulaciones mencionadas, con independencia de lo dicho en el apartado anterior, los contenidos de Filología Románica se estructuren de modo que puedan configurar un módulo coherente y compacto combinable con otros posibles módulos.

 

Y todo ello sin olvidar la posibilidad de combinar grados entre sí, como de hecho ya sucede en otras universidades europeas (británicas y alemanas, por ejemplo), cosa que entroncaría con el tan deseado aprendizaje a lo largo de la vida postulado en todos los tratados de la Unión concernientes al Espacio Europeo de Educación Superior.

 

III

 

NO A LA DESAPARICIÓNDE LA FILOLOGÍA ROMÁNICA

Carta abierta de los profesores de Filología Románica

(febrero 2006)

http://www.ucm.es/info/romanica/

http://e-romania.org/

Ante la publicación en distintos medios de comunicación del nuevo catálogo de títulos de Grado de la Universidad Española, confirmado por las informaciones de los Rectores, os Profesores de Filología Románica observamos con asombro e indignación que nuestros temores de hace unos meses se ven finalmente, y por desgracia, confirmados. Y ello no sólo porque desaparece la Titulación de Filología Románica sino porque además, dada la estructura de los nuevos Títulos, los Estudios de Filología Románica desaparecen por completo de la Universidad Española.

Una vez más nos vemos obligados a denunciar el enorme perjuicio que esto supone en el ámbito del Conocimiento, ya que implica no sólo echar por tierra una ingente labor científica de gran prestigio y arraigo en la Universidad Española, sino además el impedimento de que nuestra Ciencia pueda verse favorecida por el proceso de Convergencia Europea, cosa esta última que sí ha sucedido en todos los países que hasta la fecha han consolidado dicho proceso y en los que, por ello, la Filología Románica no ha

experimentado desaparición ni retroceso algunos. Ante esta situación los Profesores y Alumnos de Filología Románica de la Universidad Española, pedimos:

 

1. Que se nos faciliten los informes en que se basaron los Expertos del Ministerio y del Consejo de Universidades para suprimir tanto la Titulación como los Estudios de Filología Románica del mapa de titulaciones de la Universidad Española.

 

2. Que la Filología Románica se incluya, como Título de Grado, en el catálogo de titulaciones de la Universidad Española, con el fin de que aquellas Universidades que lo deseen puedan implantarla.

 

3. Que las enseñanzas de Filología Románica se incluyan, como contenidos formativos comunes, dentro de las Materias Instrumentales de los Títulos de Grado relacionados con una o varias lenguas romances (Lenguas y Literaturas Modernas; Lengua Española y sus Literaturas; las filologías correspondientes a las otras lenguas del Estado; y Filología Clásica).

 

4. Que los Títulos de Grado relacionados con una o varias lenguas románicas se organicen de modo que en ellos se pueda articular una mención de Filología Románica.

 

Rogamos encarecidamente a los Rectores de nuestras Universidades, a los miembros de la Subcomisión de Humanidades del Consejo de Universidades y a los de la Comisión de Expertos responsable del catálogo citado, que hagan suyas las peticiones anteriores.

 



[1]  En el número 6 de diciembre de 2006 la revista Tonos Digital publicó el artículo de Rafael González Fernández: “Historia (antigua) y Filología”: http://www.um.es/tonosdigital/znum6/estudios/Gonzalezfernandez.htm.

[2] Proyecto de Diseño de Grados y Planes de Estudios en Filología, coordinado por Pilar Saquero Suárez-Somonte (Universidad Complutense de Madrid) en el marco del Plan de Ayudas convocado por la ANECA en 2004.

[3] Para un repaso de las distintas acepciones del término filología en relación con la historia véase el artículo de GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, R., “Historia (Antigua) y filología”, Tonos Digital, n. VI, Universidad de Murcia, 2003.

[4] Cfr. PFEIFFER, R. Historia de la filología clásica, (trad. esp. Geschichte der klassischen Philologie, 1970), 2 vol., Madrid, Gredos, 1981, vol. 1, pág. 25.

* Mis conversaciones con Manuel Casado, Lola Pons y Esperanza Acín han contribuido a la formulación de lo que aquí se expone.

[5] Y más allá de las Humanidades, de todo lo “puro” o “exacto”, como las matemáticas ­–sólo hay que ver los números de las matrículas en la universidad–, o de todo lo esencialmente “histórico”, como, por ejemplo, el Derecho Romano.

[6] En Alemania, como ejemplo que me queda muy a mano, los estudios de románicas, de germánicas o de eslavística, pongo por caso, se componen desde hace unos años de estudios de lengua, de literatura y de Landeskunde, es decir, de estudios sobre una cultura determinada, en los que se incluyen, además de las producciones textuales, la historia, las tradiciones, las artes, y la fisonomía social y política de un ámbito determinado.

[7] En una reciente publicación de Günter Holtus y Sánchez Miret (“Romanitas”, Filología Románica, Romanística, Max Niemeyer Verlag, Tübingen, 2008, pág. 28) se cita un párrafo de Armin Frank en el que se refiere gráficamente de este enfoque: “En su enfoque lingüístico diacrónico se entiende por filología la reconstrucción de fases lingüísticas antiguas; en este sentido se ha descrito al filólogo como aquel que ensilla a su caballo con las leyes de Grimm y persigue incluso la más pequeña sílaba hasta el valle más lejano del Himalaya”.

[8] Dicho sea de paso, en las argumentaciones dilemáticas se asocia tantas veces la Filología a las civilizaciones del pasado que uno acaba creyéndose que éstas son justamente eso, pasado, y no presente, y presente continuo además.

[9] Coincido con Lola Pons –y es, ciertamente, una evidencia histórica– cuando apunta que la Escuela Española, justamente, fue ejemplo de lo contrario: de una gran modernidad en el manejo de la teoría, de la conciliación de los estudios lingüísticos y literarios, y de la articulación entre sincronía y diacronía. Si desde el Centro de Estudios Hispánicos se proyectó tanto la edición de textos medievales y clásicos, como la exploración de la variación lingüística territorial, el estudio de la fonética articulatoria, etc., ello es una muestra de que en el hispanismo en absoluto hemos tenido una Filología arqueológica. Quizá una Filología de su tiempo, como no podría ser de otro modo, pero no es la que define Frank en la cita de la nota 4.

[10] Véase, por ejemplo, el volumen de Diana Bravo y Antonio Briz, Pragmática sociocultural: estudios sobre el discurso de cortesía en español, Barcelona, Ariel, 2004.

[11] Todo lo que se afirma acerca de la filología en estas páginas es perfectamente extrapolable al resto de humanidades. 

[12] Pregunta que en ocasiones adopta la forma de la ignorancia más desacomplejada: “¿es lo de los sellos?”

[13] Para un mayor desarrollo de estos argumentos, véanse obras como La literatura en peligro de Tzvetan Todorov, ¿Para qué sirve la literatura? de Jean Paul Sartre, ¿Para qué sirve la literatura? de Antoine Compagnon o “La literatura y la vida” de Mario Vargas Llosa.

[14] Mario Vargas Llosa, “Literatura y vida”, en La verdad de las mentiras, Alfaguara, Madrid, 2002, p. 386

[15] Íb., p. 386.

[16] Antoine Compagnon, ¿Para qué sirve la literatura?, Acantilado, Barcelona, 2008, p. 68

[17] Amos Oz, Contra el fanatismo, Siruela, Barcelona, 2005, p. 24 y p. 9

[18] Antoine Compagnon, op. cit., p. 52

[19] Harold Bloom, Cómo leer y por qué, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 210

[20] Mario Vargas Llosa, op. cit., p. 395

[21] Antoine Compagnon, op. cit., p. 39

[22] Mario Vargas Llosa, op. cit., p. 393. El autor ejemplifica dicho argumento con una distopía que imagina un mundo futuro, lleno de enseres técnicos, pero sin libros, un mundo que “a pesar de su prosperidad y poderío, de sus altos niveles de vida y de sus hazañas científicas, sería profundamente incivilizado, aletargado, sin espíritu, una resignada humanidad de robots que habrían abdicado de la libertad.”, en íbid., p. 401.

[23] Antoine Compagnon, op. cit., p. 40

[24] Mario Vargas Llosa, op. cit., p. 389

[25] Véase Fredric Jameson, El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Paidós Studio, Barcelona, 1991.

[26] Roland Barthes, Ensayos críticos, Barcelona, Seix Barral, 1967, p. 316

[27] Mario Vargas Llosa, op. cit., 390

[28] Véase al respecto Giovanni Sartori, Homo videns, Taurus, Madrid, 1998

[29] Véase Manfred B. Steger, Globalization, Oxford University Press, 2003 o Bernat Castany Prado, Literatura posnacional, Universidad de Murcia, 2007

[30] Edward W. Said, Orientalismo, DeBolsillo, Barcelona, 2007, p. 31

[31] Véase al respecto José Luis Pardo, “El conocimiento líquido. Sobre la reforma de las universidades públicas”, en Claves de razón práctica, nº 186, 2008, pp. 4-11

[32] George Lakoff y Mark Johnson, Metáforas de la vida cotidiana, Cátedra, Madrid, 1998, [1980], p. 198

[33] Véase Manuel Cruz, Las malas pasadas del pasado, Anagrama, Barcelona, 2005

[34] Elisa Silió, “Aristóteles es director estratégico. Las empresas valoran la inteligencia crítica de los licenciados en Humanidades”, El País, lunes 2 de marzo de 2009.

[35] Véase William James, Pragmatismo, Folio, Barcelona, 2002 [1907] y Richard Rorty, El pragmatismo, una versión, Ariel, Barcelona, 2000.

[36] Véase al respecto el primer tomo J. M. Bermudo, Filosofía política. Asaltos a la razón política, Ediciones del Serbal, Barcelona, 2005

[37] Antoine Compagnon, op. cit,. p. 49

[38] Italo Calvino, Por qué leer los clásicos, Tusquets, Barcelona, 1995, p. 20

[39] Íbid., p. 20

[40] Traductora del Consejo de la Unión Europea (Bruselas).

 maria.valdivieso@consilium.europa.eu

N.B. Las opiniones vertidas en el presente texto son a título exclusivamente personal y no reflejan necesariamente la posición oficial de la Unión Europea.

[41] Declaración de Bolonia.

[42] De esta forma, por ejemplo, preferimos a menudo decir "extremadamente" en lugar de "considerablemente", o en lugar simplemente de "muy", porque creemos que así está más claro que queremos decir lo mismo que el "extremely" de nuestro texto original. Es obvio que esto equivale a ignorar lo que significa el acto de la traducción.

[43] V. Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española, http://buscon.rae.es/ntlle/SrvltGUILoginNtlle

[44] MAYER Y OLIVÉ, M., “Filología y Arqueología”, Arqueología Hoy, Madrid, 1993, p. 95.

[45] W. JÄGER, Philologie und Historie, Basilea, 1914 [= H. OPPERMANN (ed.), Humanismus, Darmstadt, 1971, 1-17].

[46] Que él confiesa haberlas tomado de una publicación de Hermann Usener de 1882, Philologie und Geschichtswissenschaft, Bonn.

[47] Véase mi trabajo “Historia (Antigua) y Filología”, Tonos digital: Revista electrónica de estudios filológicos, ISSN 1577-6921, Nº. 6, 2003  

[48] A. BÖCK, Encyklöpadie und Methodologie der philologischen Wissenschaften, Leipzig, 1877, 18862.

[49] Página 35 de la edición de 1912.Véase nota 3.

[50] A. TOVAR, Lingüística y Filología Clásica, Madrid, 1944.

[51] G. FUNAIOLI, "Lineamenti di una storia della filologia attraverso i secoli", en Studi di letteratura antica, Bologna, 1946, vol. I, 185-385.

[52] L. HJELMSLEV, Prolegómenos a una teoría del lenguaje, trad. esp., Madrid, 1971.

[53] P. QUETGLAS, Elementos básicos de filología y lingüística latinas, Barcelona, 1985.

[54] M. MAYER Y OLIVÉ, M., “Filología y Arqueología”, Arqueología Hoy, Madrid, 1993, pp. 95-99.

[55] J.S. LASSO DE LA VEGA.et alii, La enseñanza de las lenguas clásicas, Madrid, 1992.

[56] V.J. HERRERO, Introducción al estudio de la Filología Latina, Madrid, 1965, 1981, 3ªed., 18-19. Cit. en P. VILLALBA I VARNEDA, “Fuentes clásicas y arqueología”, Arqueología Hoy, Madrid, 1993, 102-103.