REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


ORTEGA, JUAN DE MAIRENA Y LA RETÓRICA

Carlos Moreno Hernández

(Facultad de Traducción (Soria). Universidad de Valladolid)

Resumen: Se propone este trabajo tratar el trasfondo o subsuelo retórico común a la obra de Ortega y del último Antonio Machado en torno al problema del ser planteado por Heidegger en Ser y tiempo, el debate sobre la poesía pura en Paul Valéry y el arte nuevo según La deshumanización del arte, asuntos todos ellos que siguen un curso paralelo al desarrollo de los apócrifos machadianos que culminará en Juan de Mairena.

This paper deals with the common rhetorical background to the work of Ortega and the last Antonio Machado around the question of being in Heidegger's Being and Time, the debate on 'pure poetry' in Paul Valéry and the 'arte nuevo' according to La deshumanización del arte, matters all of them which follow a parallel course to Machado's  apócrifos culminating in Juan de Mairena.

Palabras clave: Ortega, Machado, retórica, Juan de Mairena

 


 

Antonio Machado, en la entrega XXXIV de su Juan de Mairena (1934-36) se refiere a los papeles intercambiables entre poeta y filósofo, al tiempo que alude a Heidegger y a Paul Valéry (1988, IV: 2050). Años antes, en 1927, llama poeta a Ortega en la última carta que le dirige, y apenas si lo menciona después de 1929, cuando los dos escritores parecen distanciados; no obstante, hay suficientes indicios de que Machado sigue su estela, remitiéndonos a él, o replicándole, implícitamente, a través del apócrifo. En la lección V de ¿Qué es filosofía? (19 de abril de 1929, Sala Rex), no publicada en su totalidad hasta 1957, señala Ortega que Platón, en el Sofista,

dirá que es la filosofía epistéme ton eleúzeron, cuya traducción más exacta es esta: la ciencia de los deportistas. ¿Qué le hubiera acontecido a Platón si aquí hubiera dicho eso? ¿Y si encima de eso hubiera situado su disertación en un gimnasio público, donde los jóvenes elegantes de Atenas, atraídos por la cabeza redonda de Sócrates, se agolpaban en torno a su palabra como falenas en torno a una linterna y alargaban hacia él sus largos cuellos de discóbolos? (1995: 108)   

Tal vez pudiera considerarse este pasaje como el germen del segundo Juan de Mairena (1934-1936), profesor de gimnasia que, además, da clases de retórica y sofística, tras haber publicado el autor, en 1928, su Cancionero apócrifo, en el que aparece como poeta, filósofo, retórico e inventor de una máquina de cantar, además de discípulo del también poeta y filósofo Abel Martín; tal vez asistió Machado a algunas sesiones del curso, o las conoció por reseñas periodísticas. En esta misma lección Ortega plantea a su manera el tema, o problema, del ser y de su heterogeneidad, tema o problema que completa en las tres últimas lecciones en el teatro Beatriz y que es central en la filosofía de los dos apócrifos y en el libro de Martin Heidegger Ser y tiempo (1927). Ni Ortega ni Heidegger, sin embargo, parecen conscientes de que el replanteamiento del problema del ser, el tema de nuestro tiempo del que habla el primero, no es sólo una superación de la filosofía griega –la platónico-aristotélica- y del idealismo; es también una recuperación y una revalorización de la retórica –o de otras vías relegadas del pensamiento antiguo y de la tradición humanista que comienza con los sofistas, algo que Machado intuye a su manera y desarrolla o trata como tema predominante en Juan de Mairena.

 

I

Si tardío fue el estudio de las relaciones entre Antonio Machado y Ortega, a pesar de su temprana coincidencia estética e ideológica, en la bibliografía sobre Juan de Mairena apenas se encuentra tratada su probable influencia en la gestación y desarrollo de este heterónimo, o apócrifo. Aunque el dato de que Mairena sea presentado como profesor de retórica ha llevado a algunos críticos a considerar el tratamiento “nuevo” de esa vieja disciplina por parte del apócrifo, tampoco aquí parece advertirse rastro alguno del ensayista y profesor de metafísica. Tal vez sea esto debido, en parte, a que tampoco se ha estudiado ni poco ni mucho, con alguna excepción (Martín), el papel de la retórica en la obra de Ortega, sobre todo si se tiene en cuenta que es principalmente su época la que presencia su desaparición de la enseñanza, o su declive y desprestigio; su recuperación será lenta, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. El mismo Ortega, a la manera de Platón, la trata con ambigüedad o desdén, según los casos, y le antepone siempre la filosofía -cuyo supuesto declive en la segunda mitad del siglo XIX sí que constata (¿Qué es filosofía?, 1929, lección 2)- siendo como es él mismo, ante todo un homo rhetoricus, o un filósofo no sistemático, además de ensayista literario o incluso poeta, según Machado, aspectos todos ellos sólo explicables desde un fundamento o subsuelo retórico.

Por otra parte, el mismo desvío de Ortega hacia la retórica puede advertirse en Heidegger, a pesar de que su obra principal o sistemática, Sein und Zeit, es ante todo un ejercicio o tratamiento retórico de un tema o problema –quaestio- en el que el neologismo y el juego de palabras, o la figura de dicción, son los recursos predominantes, lo mismo que en poesía, Dichtung, en alemán, o póiesis, en griego, en su sentido propio o creativo, recursos que aplicados a su propia obra le permiten superar la metafísica racionalista predominante en la filosofía desde el mismo Platón. Ser y tiempo se abre como un tratado –Abhandlung, o tractatus- que se propone la reelaboración –Ausarbeitung-  del viejo tema, o problema, del ser, enfocado inseparablemente del replanteamiento del tema o problema del tiempo.

De ahí el interés que tiene la mención citada que hace Machado de Heidegger, junto a Paul Valéry, al final del último párrafo del apartado XXXIV de Juan de MairenaDiario de Madrid, 12 de Septiembre de 1935- a propósito de los papeles intercambiables entre poetas y filósofos. Además, dedica a Heidegger en enero de 1938, en el número XIII (7-16) de Hora de España, un significativo artículo de la serie que continúa Juan de Mairena durante la guerra civil, en el que las referencias a Heidegger son de segunda mano, procedentes de su lectura de un libro de Gurvitch (1930-1), el introductor, al parecer, de Heidegger en Francia en sus cursos de la Sorbona de 1928. El texto de Machado, fechado en diciembre de 1937 y titulado “Miscelánea apócrifa: Notas sobre Juan de Mairena”, contiene errores de transcripción de algunas palabras alemanas que no están en el original francés ni en la traducción, y repite algún error de traducción o interpretación de Gurvitch (Marías, 1953) que le sirve, irónicamente, para hacer una objección a Heidegger, matizada por un "si no recuerdo mal" (IV, 2362).

López Molina (291) supone que Machado pudo leer algo más sobre el alemán, pero no era necesario: ni el libro de Gurvitch es tan limitado ni el artículo de Machado tan inspirado como afirma Marías, pues no parece pretender otra cosa que relacionar a Mairena con las ideas de Heidegger –y algunas otras de Max Scheler- expuestas por Gurvitch, incluyendo algunas consideraciones sobre el hitlerismo y la guerra que servirían para entretener a los lectores interesados de Hora de España. Sánchez Barbudo apunta que Machado, desde 1935, pudo conocer alguna traducción francesa de Ser y tiempo, pero la única versión francesa de Ser y tiempo en vida de Machado es parcial, la que hizo H. Corbin en 1937 en una antología titulada ¿Qué es la metafísica?, que incluye los apartados 46-53 y 72-76. Puesto que el artículo sobre Heidegger va fechado en diciembre de 1937, en Valencia, no sería imposible que Machado tuviera allí a su alcance la antología de Corbin y el texto de Gurvitch, que ya conocería de antes, lo mismo que ¿Qué es metafísica?, un texto de 1928-1929 traducido por Xavier Zubiri y publicado en Cruz y Raya en Septiembre de 1933.

  El apócrifo Mairena se nos muestra como un adelantado a su tiempo y Ortega afirma en una nota de 1932 que algunas de las ideas del alemán están ya en su obra (V, 127). ¿Está Machado parodiando a Ortega y a Heidegger, catedráticos de filosofía, a través de Mairena, profesor de retórica sin cátedra? En el texto de 1938 sobre Heidegger Mairena se nos muestra como muy preparado para recibir su pensamiento, al tiempo que se menciona a Sócrates y el pensamiento griego es relacionado con la gimnástica. Mairena llega a preguntarse si no son los españoles, en particular los andaluces, algo heideggerianos sin saberlo.

Ni Ortega ni Heidegger encajan en el perfil del filósofo sistemático con el que Mairena describe a su maestro Abel Martín; pero si Heidegger publica un libro de apariencia sistemática que va darle inmediato renombre entre la filosofía académica y no académica, no ocurre lo mismo con Ortega, que va a estar preocupado siempre por dar a sus ideas una forma sistemática, o de libro, sin conseguirlo nunca del todo, a la vez que el mismo Heidegger deja su libro inconcluso y es cada vez menos sistemático y cae en la ambigüedad política respecto al nazismo, al tiempo que las circunstancias políticas de España y Europa van deteriorando el compromiso de Ortega hasta acabar en la inhibición, y el exilio, exterior o interior. Es esta pretensión de ser un filósofo sistemático o académico fuera de lugar o sin tener condiciones para ello algo que adivina, quizás, y adelanta también Machado con el tratado filosófico de Mairena Los siete reversos (“Cancionero de Juan de Mairena”, en Poesías Completas, 2ª ed., 1928, CLXVIII), libro cuya temática y extensión recuerdan las de Ser y tiempo. Y si suponemos que Machado adivina también el subsuelo retórico de Ortega, el Juan de Mairena de 1936 podría verse como una réplica a su profesor de filosofía que hace consciente ese mismo subsuelo.

 

 

II

 El distanciamiento entre Machado y Ortega parece haberse producido a partir, justamente, de 1927, año del centenario de Góngora, de la aparición de Ser y tiempo y de la última carta que Machado le dirige, aquella en la que le llama poeta al tiempo que alude a su aristocratismo y le anuncia que tiene comenzado un nuevo apócrifo, Juan de Mairena; lo dará a conocer en la segunda edición de Poesías completas, a comienzos de 1928 y es allí donde Meneses, el discípulo, tacha a Mairena de cursi, por su aristocratismo y su falta de sintonía con el sentir general. Del jueves 31 de enero de 1929 es, según Depretis (115), la carta de Machado a Pilar de Valderrama en la que llama a Ortega pedante y cursi, a propósito de una sesión del Cineclub -patrocinado por La Gaceta Literaria y dirigido por Luis Buñuel- a la que había asistido la dama el día  26  y de la que da cuenta al poeta (ed. Macrí, 1690, carta VI). No se explica si la referencia a Ortega se debe a que intervino en la sesión o a una nota (¿de Ortega?) del periódico El Sol del 27 de enero que reproduce Depretis (113) en la que se critica la falta de altura de la proyección, "para uso de mayorías perfectamente vulgares, no de minorías innovadoras y selectas".

  El tema de la cursilería parece estar en el ambiente, pues Ortega lo incluye en un ensayo titulado "Intimidades", fechado en Septiembre de 1929 e incluido al final del volumen VII de El Espectador, publicado en ese mismo año.  Aunque sostiene que el término cursilería no tiene traducción posible debido a que sólo puede darse en unas condiciones como las de la España decimonónica asociadas al desarrollo más o menos precario de la llamada clase media, o burguesa. El aristocratismo de Ortega puede relacionarse con su clase social y su educación ya desde sus primeros años con los jesuitas, cuyo sistema de enseñanza, o ratio studiorum, fomenta el elitismo competitivo, tan bien asimilado por la sociedad burguesa, y sitúa la retórica, a imitación de Quintiliano, en el nivel más elevado. El comienzo de la educación universitaria de Ortega es también jesuítico, en Deusto, donde estudia Derecho y Letras. Tampoco allí faltaría la materia retórica, tan relacionada con el Derecho y aunque, al parecer, tuvo a Unamuno como profesor de griego, el futuro rector de Salamanca no da señales en su obra de aprecio alguno por esa materia. Es evidente, además, que las clases del profesor de retórica Juan de Mairena son el reverso de las jesuíticas. Machado, educado en la Institución Libre de Enseñanza, no hubo de sufrir los métodos de esa orden religiosa, pero si alguna ventaja tuvieron sus alumnos fue la base retórica que aprendieron. En cambio, a juzgar por las ideas de Giner de los Ríos no parece que la retórica, ya muy degradada en su enseñanza a mediados del siglo XIX, estuviera en los planes de estudios de la Institución, salvo como apéndice de la nueva asignatura de literatura, que Giner enaltece como forma privilegiada de conocer la vida de los hombres asociándola a la historia, algo que es, por otra vía, el fundamento mismo de las ideas de Ortega.

Es fácil oponer el tono declamatorio y magistral que Ortega mantuvo siempre, en sus clases o en sus conferencias retribuidas, al diálogo distendido e informal de las clases no obligatorias y gratuitas de Mairena, cuya asignatura oficial era la gimnasia; pero diálogo literario, al fin y al cabo, escrito para ser leído y, por tanto, paradójicamente, sin el tono vital de las conferencias de Ortega, en acorde con el papel esencial de la vida en sus ideas. Otra cosa es que mantuviera ese tono “retórico” hasta el final. Y es fácil también oponer la barroca retórica jesuítica a otra retórica más viva, que recupere sus orígenes y no esté al servicio de cualesquiera ideología: esto explicaría también, quizás, las críticas de Mairena al Barroco y al conceptismo. A pesar de todo ello, el lazo común entre Mairena y Ortega es la retórica, y tanto el apócrifo profesor sin cátedra como el catedrático de metafísica comparten, a través de Machado, la acusación de aristocratismo y cursilería.

III

En 1927 La Gaceta Literaria pide a Ortega y Machado, entre otros, un artículo para conmemorar el centenario de Góngora. Machado se excusa por falta de tiempo y Ortega envía unas notas; no obstante, Machado "contesta" en el borrador de su discurso de ingreso en la Real Academia que parece haber redactado en 1931. Además, en carta dirigida a Giménez Caballero que publica La Gaceta Literaria  en mayo de 1928, habla de los apócrifos ya creados, Martín y Mairena, y de uno nuevo en proyecto, Pedro de Zúñiga, así como del "bendito Ortega", por su contribución a liberar España del "aparato francés" (ibid., 557). Pero aquí mismo Machado atribuye a Zúñiga la función, que no va a ser desarrollada, de realizar "esa nueva objetividad que yo persigo hace veinte años": nótese bien que dice "persigo", no que ya encontrara esa objetividad en sus poemas de Campos de Castilla, como pretende buena parte de la crítica. Y es justamente Ortega, en sus lecciones públicas de 1929, quien hace la crítica demoledora tanto del subjetivismo, o del idealismo, como del objetivismo o realismo, algo ya subyacente en los mismos presupuestos retóricos de los que parte y que incorpora a su obra desde siempre, como fondo y como forma, presupuestos que serán también  la sustancia misma del Juan de Mairena.

  En la postura de Machado respecto a Ortega entre 1927 y 1936 debió de influir la pública actitud, o pose, que adopta el profesor de metafísica, un cierto engolamiento o gesto declamatorio que puede percibirse en algunas grabaciones conservadas y que a veces se trasparenta incluso en sus propios escritos, un cierto tono que conserva los ecos de una retórica parlamentaria que no había perdido todavía los tics decimonónicos. Sin embargo, aunque la pose y el tono más o menos afectados vayan unidos a un aristocratismo evidente del talento o la inteligencia -tal como el mismo Machado reconoce en esa misma carta-, la intención de Ortega al hablar o escribir es la de divulgar, de que se le entienda –la perspicuitas retórica- y de llegar al público más amplio posible, de ahí que su medio de expresión, de siempre, sea el periódico o la conferencia pública, con un éxito evidente del que es prueba el curso de 1929.

Heidegger, por el contrario, es el escritor básicamente hermético, que escribe para especialistas en un contexto universitario con una deliberada oscuridad u obscuritas, una especie de Góngora filosófico, justamente. El mismo Ortega parece replicar a Heidegger en su curso de 1929 en este sentido, pues ya en la primera lección sostiene que la claridad es la cortesía del filósofo, el cual, sin renunciar al rigor, debe huir de toda terminología hermética cuando emite y enuncia sus verdades. En 1926, en un artículo titulado “Lectura y relectura” (El Sol, 23 de mayo) había aludido ya al hermetismo de la Lógica de Hegel, obra de ardua lectura cuyas más de mil páginas le costó dos años digerir (OC, IV, 2005: 17); cabe suponer que las poco más de cuatrocientas del libro de Heidegger le costarían cerca de un año, pues justamente la primera referencia es de 1928, en un artículo sobre Hegel mismo. Desde el punto de vista retórico la obscuritas de Heidegger tiene que ver con la opinión del especialista en una materia, cuyos razonamientos escapan a la capacidad de comprensión del público o del juez (Lausberg, Elem., § 37, 3). Si a todo esto añadimos la dificultad del idioma alemán, pocos –Ortega entre ellos- podrían tener, en el contexto en el que Machado escribe, una comprensión mínima de Heidegger sin un filtro divulgador o traductor, como el que pudo suponer para Machado el libro de Gurvitch, u Ortega mismo.

Al mismo tiempo, Heidegger, tal como constata su discípulo italiano Ernesto Grassi (2003, 4), desde su punto de vista de filósofo académico formado en la tradición metafísica germana, es incapaz de comprender la tradición humanística del sur de Europa. En esto, tanto Grassi como Ortega, que coincidieron en los cursos que dio en Friburgo entre  1929 y 1931, estaban de acuerdo; la diferencia es que Grassi reconoce claramente y estudia en detalle el fundamento retórico de esa tradición y su papel esencial en ella, algo que ni Ortega ni Heidegger llegaron a ver (Martín, 106-115; 137-39), aunque sea también el fundamento o subsuelo de su propia obra, de manera diferente. Hay, por ello, un elemento común entre Heidegger, Ortega y el profesor de retórica Juan de Mairena: el uso, en la elaboración de un tema o cuestión, de la agudeza, el acutum dicendi genus de la retórica, que equivale a la elocutio intelectualmente interesante (Lausberg, 1960: § 540, 3). Este género o estilo se apoya principalmente en la paradoja y el juego de palabras, en la ironía, el énfasis, la perífrasis y el oxímoron, además de otros recursos propios del ordo artificialis. Mientras que el recurso preferido de Heidegger es, con mucho, la figura paradójica de dicción, sobre todo los juegos de palabras –annominatio, polyptoton, traductio, figura etymologica- que tanto dificultan, o incluso impiden, la traducción de sus textos, Ortega usa y abusa de tropos o figuras de pensamiento, la metáfora ante todo, en variadas combinaciones. En Juan de Mairena, en cambio, predomina la ironía, la perífrasis y otras figuras paradógicas de pensamiento. La agudeza incluye también el uso de la urbanitas (Lausberg, 1960, § 257, 2a), o estilo culto ciudadano, opuesto al vulgar o rústico, aunque Mairena intente conjugar este aspecto en relación con su Escuela de Sabiduría Popular, resto de la afección de su autor a todo lo que supone cultura popular o folklore, ese saber y sentir del pueblo o vulgo -Volk- decantado como creencia, en el sentido orteguiano, que enlaza con la tradición humanista desde Vico y Herder, en la que filosofía y filología son saberes intercambiables y complementarios (López Molina, I, 107 ss.; II, 223 ss.).

 

IV

  Un punto de contacto, indirecto, entre Ortega y Paul Valéry, con Machado al fondo, es Stéphane Mallarmé. El primero publica en la Revista de Occidente, en noviembre de 1923, un artículo a él dedicado, con motivo del XXV aniversario de su muerte, conmemorada en el Jardín Botánico de Madrid con un silencio de cinco minutos al que asiste el autor, Eugenio D’Ors, Moreno Villa, Bergamín y Alfonso Reyes, entre otros. Juzga Ortega la poesía de Mallarmé como

  silencio elocuente...Consiste en callar los nombres directos de las cosas, haciendo que su pesquisa sea un delicioso enigma... La poesía es esto y nada más que esto, y cuando es otra cosa, no es poesía ni nada. (OC, V, 197)

Esta idea de poesía –el uso sistemático de la perífrasis como recurso- lo encuentra Ortega ya en la Commedia dantesca, de la que pone varios ejemplos. La divagación interior sobre Mallarmé en los cinco minutos de silencio, sentado junto a Moreno Villa, le lleva a sugerir que el poeta francés era

  un poeta genial sin dotes ningunas de poeta, escaso, torpe, balbuciente... ¿La poesía?... Hace tiempo estoy convencido de que la poesía se ha agotado... Cuanto hoy se hace es mero hipo de arte agónico... (OC, V, 198)  

  Esta misma idea de poesía le servirá luego, en 1927, para caracterizar la obra de Góngora, en el artículo que publica el 5 de junio, en El Sol, con motivo del homenaje al cordobés; incluso cita otra vez los mismos versos de Dante en italiano y relaciona a Góngora con Mallarmé (OC, IV, 176-7, 181) como dos casos de exceso, de amaneramiento, cuando el eufemismo, la perífrasis, se vuelve ininteligible, misión jeroglífica del verso. También, en la cuarta lección de su curso ¿Qué es filosofía? (16 de abril de 1929), al referirse a las cosas que hay, pero que no existen, pone como ejemplo

  el cuadrado redondo, el cuchillo sin hoja ni cacha o todos esos seres maravillosos de que nos habla el poeta Mallarmé –como la hora sublime que es, según él “la hora ausente del cuadrante”, o la mujer mejor, que es “la mujer ninguna” (1997: 92)

Valéry, por su parte, dedica a Mallarmé, en 1923, dos textos cortos en los que se limita a generalizar sobre el poeta. Destacamos dos pasajes que inciden, indirectamente, en el aspecto retórico:

  On pourrait dire qu’il plaçait le Verbe non pas au commencement, mais á la fin dernière de toutes choses (I, 622)   Il ne me parlait jamais, d’ailleurs, de ses idées que par figures. L’enseignement explicite lui repugnait étrangement. Son metier, qu’il abhorrait, était pour quelque chose dans cette aversion. (I, 631)

Mallarmé era profesor de inglés. También Machado tiene a su oficio de profesor de francés como una carga, no así Ortega o Heidegger en sus cátedras universitarias, parte inseparable de su labor filosófica. Valéry, por su parte, fue siempre un funcionario que, en sus horas libres, escribía o daba cursos y conferencias.  

Un hilo común entre Ortega y Valéry puede ya adivinarse en la lección V del curso de 1929, cuando Ortega cita a Píndaro, Bergson y Goethe y luego expone su idea de la vida como realidad radical; en 1932 también, en “Goethe el libertador”, cuando precisa más su idea de la vida como quehacer, lo que hay que hacer, lo esencial de cada uno, frente al fainéant, el no hacer nada o “suicidio blanco”, por un lado, y la mera laboriosidad de hacer cualquier cosa, por otro (OC, V, 143-144). La vida de Goethe nos enseña a liberarnos de los yoes adventicios, de las ideas recibidas o impuestas, todos esos falsos yo venidos de fuera que nos han colonizado, salir de uno mismo hacia fuera, hacia la vida, ese inexorable afuera que es lucha, esfuerzo más o menos fallido de ser sí mismo (147), acción y quehacer, o programa de quehaceres sostenidos en contra de las circunstancias (147-8): “Un programa que se realiza es un dentro que se hace un fuera” (148). 

En el curso de 1929 (lecciones V y VI, 2005: 108, 131-133) Ortega define la filosofía a la manera retórica (Lausberg, §§ 6 y 36), citando primero el Sofista de Platón y luego su último libro, inacabado, el VII de Las Leyes: es la ciencia, o saber, de los deportistas, un juego riguroso, un ejercicio o deporte serio, algo adecuado para ser expuesto, como hacía Sócrates, en un gimnasio público o, como hace el propio Ortega, a la manera de los sofistas, en un teatro. Por ello, la seriedad orteguiana cuando habla de vocación en el texto de 1932 hay que ponerla entre paréntesis, o interpretarla irónicamente, justamente a la manera de Machado en sus apócrifos, tan cerca en su justificación con este juego creativo, filosófico y poético a la vez, entre la vida auténtica y sus sustitutivos y suplantadores, entre Antonio Machado, -¿cuál el auténtico, cuál el apócrifo?- Abel Martín y, sobre todo, Juan de Mairena, profesor oficial de gimnasia y oficioso de retórica, aunque también, antes, poeta y filósofo, como su maestro. También Machado llama a Ortega maestro y poeta, ese profesor oficial de metafísica –tié que habé gente pa tó, que le dijo El Guerra- y oficioso de sofista, o de retórico, o de literato, ese hombre público o animal político tachado a veces de aristocratismo y de cursilería, tal como hace otro discípulo apócrifo, Meneses, con Juan de Mairena. ¿Cuál es la vocación de Ortega? Si le aplicamos como filósofo lo que él dice de Goethe como poeta

  que interpone su armazón forastera entre la inspiración original y la obra, obligándola a una distancia, solemnidad y monotonía que la desvirtualizan y le proporcionan, en cambio... [als Ersatz, como sustituto, o sucedáneo] la species aeternitatis. (2004: 80, 142)

¿No habría que concluir que cualquier pretensión de sistema, en él, es una armazón forastera también, un disfraz de filósofo que distancia y solemniza su discurso, que lo desvirtualiza sub specie aeternitatis, un sustitutivo o sucedáneo –ersatz- de la retórica que lo mantiene en el aquí y el ahora?  Y al revés, esa retórica “gorgiana”, “la imagen y la melodía en la frase” que prodigaba en todas partes y que algunos consideraban como una “corbata vistosa” que Ortega se ponía, resultaba ser, para él, “mi misma columna vertebral que se transparenta” (IV, 2005: 804-5). Ortega, tal como Goethe decía de sí mismo, había nacido propiamente para ser escritor, pero su estilo propio de escritura, basado en el ensayo, es inseparable de su actuación retórica en la cátedra, en la conferencia o en el estrado, ante un público; el tono de su voz se advierte en cualesquiera de sus textos e impregna sobre todo sus artículos de periódico, su forma predilecta de comunicación, la más prodigada, la que más le permite escribir, o pensar, como se habla, es decir, amplificando, exagerando. La amplificación, el recurso retórico que consiste, a la vez, en desarrollar y exagerar un tema, realzándolo o rebajándolo en sus diversos detalles o facetas, aparece al final del segundo ensayo sobre Goethe como el fundamento mismo del filosofar:

  El tema es inagotable. Yo lo he tomado aquí unilateralmente, por una sola de sus aristas, exagerándolo. Pero pensar, hablar, es siempre exagerar. Al hablar, al pensar, nos proponemos aclarar las cosas, y esto obliga a exacerbarlas, dislocarlas, esquematizarlas. Todo concepto es ya exageración. (2004. 85-6, 148).

Ortega, Heidegger y Valéry vuelven a coincidir, ya muerto el francés, en el Coloquio de Darmstadt, en 1951, un coloquio sobre arquitectura al que los dos primeros fueron invitados con sendas conferencias. La de Heidegger, “Construir, habitar, pensar” es comentada por Ortega en su “En torno al coloquio de Darmstadt” en tres entregas periodísticas de 1952 y una cuarta inédita hasta la  edición de 1983 (IX, 639-644). En esta última Ortega detalla sus objeciones principales a la conferencia de Heidegger, manifestadas en una discusión pública entre ambos. Y ocurre que esos reparos muestran bien a las claras la dependencia no reconocida de Ortega de presupuestos implícitos en la tradición retórica que, como muchos otros en su obra desde siempre, podría haber suscrito el propio Juan de Mairena. Niega Ortega que el hombre habite la tierra, o que su habitar preceda al construir, como pretende el alemán, pues lo que ocurre, afirma, es que ese habitar no le es dado, sino que se lo fabrica él: el hombre no pertenece a este mundo, en el sentido de que es un inadaptado a todo milieu, y por eso construye. De ahí que no crea, como Heidegger, que el modo de estar y ser el hombre en la tierra sea un habitar, sino todo lo contrario, pues su estar es un malestar, es un ser constitutivamente infeliz: el mundo le es extraño y hostil y por eso construye su propio mundo, hace cosas, se ocupa de asuntos, faenas, lo que hay que hacer. Por eso la palabra griega para cosas era pragmata, de prattein, hacer.

Lo que plantea Ortega en este texto inédito es, ni más ni menos, el viejo problema de la relación entre res, cosas o ideas, y verba, palabras o quehaceres, preguntas o problemas, que había ya expuesto de otra manera en sus cursos, también inéditos, ¿Qué es filosofía? (1929) y Unas lecciones de metafísica (1933-34), o en “Filosofía pura. Anejo a mi folleto Kant” (1929), en cuyo final se refiere al sofista Protágoras  y a su frase, mal comprendida, “El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, de las que no son, en cuanto que no son”:

  Yo no soy ellas, ellas no son yo (anti-idealismo), pero ni yo soy sin ellas, sin mundo, ni ellas son o las hay sin mí para quien su ser y el haberlas pueda tener sentido (anti-realismo). (…) Las cosas por sí no tienen medida, son desmesuradas, no son más ni menos, ni así ni del otro modo, en suma, ni son ni no son. La medida de las cosas, su modo, su ni más ni menos, su así y no de otra manera, es su ser, y este ser implica la intervención del hombre. (Obras, IV, ed. 2005, 285)

 

V

Si Ortega y Heidegger pueden oponerse, con matices, en cuanto al estilo claro y oscuro, algo parecido puede hacerse con Machado y Valéry en lo que se refiere a la lengua poética. El escritor francés es elegido académico en 1925 para sustituir a Anatole France y pronuncia su discurso de recepción en 1927 aludiendo irónicamente a su predecesor, sin mencionar nunca su nombre, del que exalta la claridad y simplicidad que nos libera del peso del pensamiento, y la opone a aquellos otros, cuya existencia debe deplorarse, que siguen la vía contraria y colocan el trabajo del espíritu en el camino de sus voluptuosidades, seres inhumanos que nos proponen enigmas (Oeuvres, I, 722). Machado, por su parte, es elegido académico en 1927 y nos ha dejado su Proyecto de un Discurso (1931), que nunca pronunció, dedicado a la poesía, en el que cita a Valéry y a Jorge Guillén como ejemplos de poetas conceptuales o deshumanizados (III, 1791-2). La poesía, dice Machado al final, no ha superado aún el momento barroco, es más gesto que acción, “es todavía ingenio y retórica, laberinto de imágenes, maraña de conceptos, actividad estéticamente perversa, que no excluye la moral, pero sí la naturaleza y la vida” (ibid., 1796). Luego se ocupa de la controversia sobre la poesía pura, que relaciona con el intento de purificación de los géneros propio de su tiempo, tras la confusión que habían llegado a finales del siglo XIX (1779-80). Este siglo se caracteriza por el subjetivismo, a partir de la eliminación del objeto llevada a cabo desde Kant, y el consiguiente positivismo sin trascendencia que conduce al individualismo; éste, a su vez, incrementa la subjetividad y deriva en el culto del yo, una especie de religión no confesada:

  Si pensamos que es la lírica expresión en palabras de lo subjetivo individual, actividad en el tiempo psíquico, no en el estadio impersonal de la lógica, pensamiento heraclidio más que eleático, fue el siglo XIX el más propicio a la lírica. (1782)

Y el hombre del XIX es, por todo ello, el menos clásico, el menos capaz de crear bajo normas objetivas, encerrado como está en su conciencia individual; de ahí que sólo para él alcanza el tiempo un supremo valor emotivo, tal como ha sido formulado por Bergson: La vida es el ser en el tiempo, y sólo lo que vive es (1783).

  En esta frase confluyen los conceptos básicos, ser y tiempo, que Ortega y Heidegger revisan e intentan reformular en su obra, a partir de otros como vida o Dasein; Machado, en su proyecto de discurso, a la altura de 1931, reflexiona sobre ellos en clave lírica, en contra de los presupuestos de la poesía pura, ese nuevo barroco literario del que formarían parte un Paul Valéry o un Jorge Guillén, empleo de las imágenes como puro juego del intelecto (1791). Se diría que las objecciones de Ortega a Heidegger en estos años van en paralelo a las dirigidas por Machado a Valéry, condensadas en la frase anterior referida a Bergson, de ahí que tache a esa lírica de deshumanizada, para emplear la certera expresión de nuestro Ortega y Gasset (1792). 

El proyecto de discurso de Machado no hace sino volver a plantear lo que había expuesto ya en sus Reflexiones sobre la lírica, una reseña de 1925 al libro Colección, de José Moreno Villa, publicado el año anterior (III, 1649-1662). La poesía, dice, necesita de dos tipos de imágenes, las que expresan intuiciones, las propiamente líricas, y las que contienen conceptos. Cuando se pretende privilegiar unas u otras se cae en dos modos perversos del pensar y del sentir, que aparecen en aquellos momentos en que el arte se desintegra o, como dice Ortega, se deshumaniza (III, 1653). Se refiere luego a los simbolistas como grandes descubridores en poesía, aunque teorizantes menos que medianos para quienes la lógica era cosa de mercaderes, y cita a Mallarmé (1652) y después a Verlaine como propagadores de una poesía que declara la guerra a lo inteligible y se decanta por el poema sonoro de la total opacidad del ser (1655); también menciona a Bergson y su idea de que la inteligencia sólo puede pensar la materia inerte, las zurrapas del ser, mientras que lo real, que es la vida, sólo puede alcanzarse intuitivamente (1656). Lo nuevo ahora es la fe en las cosas, en la vida, en lo que aparece aquí y ahora, frente al viejo culto al yo (1659); y concluye:

  La poesía pura, de que oigo hablar a críticos y poetas, podrá existir, pero yo no la conozco. Creo que más de una vez intentó el poeta algo parecido y que siempre alcanzó a dar frutos del tiempo –ni siquiera los mejores- recomendables, a última hora, por su impureza. (1662).

Ortega había utilizado la expresión poesía pura ya en 1914, en su “Ensayo de estética a manera de prólogo” (OC, 2004: 679), justo a propósito del primer libro de Moreno Villa, titulado El pasajero. Este ensayo pasa por ser el primero en que critica la reducción fenomenológica, uno de los textos que probarían su prelación respecto a Heidegger (Orringer, 1979: 133) y el primero también que contiene una teoría de la metáfora. Poesía pura es aquí la que está exenta de aquel mínimo de realidad que el simbolismo conservaba al querer dar la impresión de las cosas, pues no se conserva de éstas ni siquiera la impresión. Antes había señalado que la labor del poeta es justamente desrealizar las cosas, y la peculiar manera que tiene de hacerlo es el estilo, su estilo, que no es una manera de hablar de las cosas o de aludir a ellas, sino de efectuarlas (678), es decir, de crearlas como tales.

  De la base retórica de todo esto no parece que sean conscientes ni Ortega, ni sus fuentes, ni aquellos que han estudiado uno y otras. Se trata otra vez, ni más ni menos, que de la relación entre res y verba en toda la tradición retórica y humanística, asociada a la alienación o extrañamiento –Verfremdum- y a la teoría de los genera dicendi, las maneras de decir, o estilos. Orringer menciona el texto de Ortega sobre el coloquio de Darmstadt (1952) en el que pretende que la filosofía no ha poseído nunca un genus dicendi que le sea propio y que, por ello, todo pensador original ha tenido que “improvisar su género” (1979: 204). Lo cual equivale a decir que se comporta como el poeta, pero ello no excluye que haya genera dicendi, maneras de decir más generales que la retórica ha clasificado desde siempre, no sólo para la poesía sino incluso para la filosofía: el uso de la tesis o quaestio infinita y de la cita o referencia, por ejemplo, asociadas al género epidíctico, que son la base de cualquier ensayo y que pueden rastrearse hasta la época helenística, con base en Cicerón y Quintiliano (Pernot, 597-8). Ortega, además, conscientemente o no, elabora en La deshumanización del arte (1925) una rigurosa explicación del arte nuevo que sólo puede entenderse cabalmente desde la recuperación de la retórica que ha tenido lugar en la segunda mitad del siglo XX y que él mismo anticipa en su obra. Como muestra, basta leer atentamente el apartado "La vuelta del revés" (ed. 1983, III pp. 375-6).[1]

La idea de poesía pura o absoluta asociada a la música y al simbolismo es planteada por Valéry en el prólogo de 1920 al libro de Lucien Fabre La connaissance de la déesse (Oeuvres, I, 1269-1280), pero no basándose en la diferencia bergsoniana entre intuición y concepto que Machado repite continuamente, sino en paralelo con la antigua cuestión de la universalidad de la materia en retórica, de si todos los objetos son posible materia de discurso –o de poesía- o deben limitarse, ciñéndose a lo que les es propio (Lausberg, §§ 47-49). El problema en poesía es justamente saber lo que le es propio, y fue a mediados del siglo XIX, con Poe y Baudelaire, cuando se quiso resolver definitivamente, asociando poesía y música: las diversas familias simbolistas siguen esa vía y la palabra símbolo,

  il ne contient que ce que l’on veut (...) nous étions nourris de musique, et nos têtes littéraires ne rêvaient que de tirer du langage presque les mêmes effets que les causes purement sonores produisaient sur nos êtres nerveux. (I, 1272)  

Para ello, se purgaba la poesía de todos aquellos elementos intelectuales que la música no puede expresar o se daban a los objetos significaciones infinitas que suponían una metafísica escondida, con muchas otras variantes en una multiplicidad de tentativas de delimitar lo poético y apartarlo del pensamiento abstracto, recluido, junto con las reflexiones morales, a la teoría estética que precedía la obra, o al comentario que la seguía. El poeta moderno no pretendía crear nociones sino estados excepcionales de los que se pudiera disfrutar (1273-74). Un cuarto de siglo después de esta marea simbolista este ideal de poesía pura o absoluta se ha arruinado y Valéry toma conciencia de su interés de siempre por el proceso intelectual que lleva a la composición poética, más que por el resultado, la poesía misma. La mayor parte de su obra no es sino un cúmulo de reflexiones en forma de ensayo y de anotaciones que, esporádicamente, se resuelven en poemas donde lo intuitivo o musical y lo reflexivo o lógico forman un todo indisoluble. Entre ese cúmulo de reflexiones hay algunas referencias esporádicas a la retórica en los Cahiers y sólo en un pasaje de su ensayo Questions de poésie, de 1935, se refiere a las figuras y su importante papel en poesía, aludiendo al análisis muy imperfecto que los antiguos habían llevado a cabo de esos fenómenos “retóricos” (Oeuvres, I, 1289). Dos anotaciones en los Cahiers de 1920-21 son particularmente interesantes:

  Parler de la réalité du monde extérieur, c’est vouloir mesurer le métre étalon. Quelle est la longueur de l’étalon de longueur? L’instrument qu’on lui applique vient de lui. La règle est bien simple: Lá oú il n’y a rien d’observable, rien de vérifiable, - il n’ y a, et il ne peut y avoir, que jeux de mots – Théologie, philosophie, psychologie – jeux de mots (...) mieux vaut en prendre conscience. Et alors – Rhétorique! Art du mot. Mais je pense qu’il peut y avoir une technique de la pensée, comparable à al technique des vers. Acquérir cette technique (...) c’est á quoi devrait se réduire, ou plûtot s’étendre, la philosophie  (I, 564-5).

 

VI

Los trabajos publicados por Ortega durante los años de gestación del Juan de Mairena en los que alude a Heidegger –su adversario, el que él mismo se crea, al que emula, intentando superar (Regalado, 19; 24-5)- son los ya citados sobre Hegel de 1928 y sobre Kant de 1929, el titulado "Filosofía pura. Anejo a mi folleto Kant" (Revista de Occidente, 73); el titulado "¿Qué es el conocimiento?", publicado por entregas en El Sol desde el 18 de enero de 1931; y el también citado "Pidiendo un Goethe desde dentro", publicado al mismo tiempo en alemán y español, en la revista berlinesa Die neue Rundschau y en la Revista de Occidente, en 1932. A Heidegger se refiere también en sus cursos de 1929 y de 1932-33, los titulados ¿Qué es filosofía? (lecciones X y XI, ed. Molinuevo, pp. 259 y 293) y Unas lecciones de metafísica (Obras, XII, ed. 1983, 20) publicados póstumamente en 1957 y 1966. Todos estos trabajos están más o menos condicionados por su lectura de Ser y tiempo y le hacen replantearse los temas más propiamente filosóficos tratados hasta entonces, sin que ello le aparte del propósito divulgador, oratorio, de sus propias ideas, que va recogiendo, revisando y actualizando desde sus libros o textos anteriores, al hilo de la lectura del libro del alemán. Tanto las lecciones del curso de 1929 como las de 1932-33, nunca publicadas en vida de su autor, serían la versión oral orteguiana del problema del ser que plantea Heidegger en Ser y tiempo, y deben leerse con este libro, al que remiten, casi siempre de manera implícita, pero sin olvidar que el replanteamiento incluye una vulgarización del tema, una forma de divulgación a la manera retórica –persuasiva o convincente y con el estilo adecuado- que no excluye el rigor y que supone la recuperación del viejo tema de la relación entre palabras y cosas. Machado, que residía ya en Madrid, al menos en parte, pudo conocer esas lecciones, de primera o de segunda mano.

Cita Molinuevo (16-17) la reseña de Fernando Vela al curso de Ortega de 1929 en la que lo califica como un verdadero ensayo de seducción a la filosofía al estilo socrático; no sólo son ideas nuevas, añade, sino también un público nuevo y numeroso, un público seducido y joven, sin dejar de destacar la oportunidad, o la ocasión, en un contexto de oposición a la dictadura. En el curso de 1932-33, en cambio, el contexto ha cambiado y Ortega se dirige a los alumnos habituales de su Facultad, al hilo de lo que ellos puedan ya conocer de su adversario, Heidegger. En este contexto, también, con Heidegger y Valéry como modelos explícitos de Machado en el Juan de Mairena (XXXIV), Ortega no puede dejar de estar, inevitablemente, al fondo. Es, repetimos, como si Machado sacara a la luz el subsuelo retórico de Ortega reeditando el apócrifo y replicándole con él por medio del mismo artículo periodístico que había mantenido siempre al catedrático de metafísica en contacto con el público, revisando los viejos temas y replanteándolos a la manera retórica. Tanto Ser y tiempo como Unas lecciones de metafísica reelaboran el viejo tema de la relación entre la palabras y las cosas –res y verba- hacia una superación tanto del realismo como del idealismo, en relación siempre con una crítica del lenguaje. Es algo que ya está implícito en la retórica misma desde los sofistas, y no es casual, por ello, como ya se ha visto, que Ortega cite a Protágoras en el segundo trabajo en que menciona a Heidegger, el citado de 1929 sobre Kant. Pero en este mismo año, en la lección IX del curso ¿Qué es filosofía?, afirma que el magisterio de Grecia ha terminado, como si Grecia fuera sólo Parménides, Platón y Aristóteles. Y sus lecciones de metafísica de 1932-33 terminan como el curso de 1929, con la refutación de Descartes y la integración de realismo e idealismo,  para establecer la realidad radical, vivir:

  Las cosas no son yo ni yo soy las cosas: nos somos mutuamente trascendentes, pero ambos somos inmanentes a esa realidad radical que es la vida. (OC, 1983, XII, 127).

A Ortega sólo le falta reconocer la dependencia retórica de todo ello y establecer que esa mutua trascendencia es el lenguaje. El segundo Heidegger inicia esa vía, pero ni uno ni otro, desde su óptica filosófica y a pesar de Nietzsche, pueden reconocer a la retórica como fundamento o subsuelo de todo ello, tal es la tergiversación o degeneración que la materia ha experimentado durante el siglo XIX y principios del XX.

Machado, por su parte, progresa y regresa de la poesía a la filosofía –con -MUNOZ, C. (2002): Aprender idiomas. Barcelona, Paidós.

Ortega de maestro y mentor- en su Abel Martín y de ésta a la retórica –más distanciado de Ortega, en apariencia- en su Juan de Mairena, personaje, máscara o apócrifo en su papel de sofista profesor de retórica que integra poesía y filosofía a la manera de un Paul Valéry o un Martin Heidegger. El Cancionero apócrifo de Abel Martín se publica en 1926, en la Revista de Occidente. Es importante señalar que el texto tiene un narrador que explica la filosofía de Martín a partir de su poesía y no de su obra filosófica propiamente dicha, dejando para otros el análisis sistemático de sus tratados puramente doctrinales  (II, 670); se trata, pues, de una enarratio poetarum, en el sentido retórico de explicación de los poetas en el ámbito escolar (Lausberg, §§ 23-30), pero sin olvidar las referencias a su obra doctrinal cuando conviene, a manera de cita bibliográfica o prueba documental. En una de estas referencias se indica un capítulo de su libro De lo uno a lo otro, en el que el poeta y filósofo –así es caracterizado al comienzo- desarrolla el contenido de un soneto. El narrador deja de lado la supuesta especulación de Martín y remite sólo a sus rimas y a las notas que las acompañan, rimas

tan sencillas en apariencia, y tan claras que, según nos confiesa el propio Martín, hasta las señoras de su tiempo creían comprenderlas mejor que él mismo las comprendía. (II, 676) 

  Abel Martín sería, pues, un escritor de poesía fácil en apariencia, pero empapada de una compleja metafísica que se hace transparente, o al menos translúcida, en el comentario, una especie de Góngora al revés, según la apreciación que hace Machado del poeta cordobés en cuanto que éste se vale, según dirá Mairena, de un metaforismo conceptual, ejercicio superfluo y pedante del pensar y del sentir que pretende asombrar por lo difícil y cuya oquedad no advierten los papanatas (II, 700).

  El poeta Martín, en cambio, pretende haber creado una forma lógica nueva, en la cual todo razonamiento debe adoptar la manera fluida de la intuición (II, 680). Su ideología

  es, a veces, oscura, lo inevitable en un metafísica de poeta, donde no se definen previamente los términos empleados (II, 687)   

  En la filosofía de Martín destaca su idea del ser, algo que está más allá, o por detrás, del pensar, pues el pensamiento lógico sólo se da en el vacío sensible:

  “...el ser no es nunca pensado; contra la sentencia clásica, el ser y el pensar (el pensar homogeneizador) no coinciden ni por casualidad (...) pero el arte, y especialmente la poesía (...) no puede ser sino una actividad de sentido inverso al del pensamiento lógico. Ahora se trata (en poesía) de realizar nuevamente lo desrealizado; dicho de otro modo: una vez que el ser ha sido pensado como no es, es preciso pensarlo como es; urge devolverle su rica, inagotable heterogeneidad.” (II, 691)

Estamos, todavía en 1926, en una línea de pensamiento asentada sobre el mismo subsuelo retórico que seguirán Heidegger y Ortega. En su Cancionero apócrifo de 1928 formulará Mairena su paradoja, siguiendo a Martín:

  No hay, pues, problema del ser, de lo que aparece. Sólo lo que no es, lo que no aparece, puede constituir problema. Pero este problema no interesa tanto al poeta como al filósofo propiamente dicho. Para el poeta, el no ser es la creación divina, el milagro del ser que se es (...) la palabra divina que al poeta asombra y cuya significación debe explicar el filósofo. (II, 707).   

  El discípulo Machado propone ya desde 1926 a su maestro Ortega, a través de Martín y Mairena, un juego creativo parecido al que seguirá el propio Heidegger: véase, de éste, ¿Qué es metafísica?, un texto de 1928-1929 traducido por Xavier Zubiri y publicado en Cruz y Raya en Septiembre de 1933, así como las diferencias significativas sobre esta materia en las lecciones de Ortega de 1932-33. La evolución hacia el Juan de Mairena de 1936 indica, además, que tiene más claro que los otros dos el papel que desempeña la retórica en todo ello. El primer paso será el Juan de Mairena de 1928 -segunda edición de las Poesías completas- presentado como poeta y filósofo, igual que su maestro Martín, y el añadido de retórico e inventor de una Máquina de Cantar. El Cancionero apócrifo de Mairena comienza con un poema a su maestro, muerto en su lecho, y un narrador, otra vez, que glosa o comenta:

  La composición continúa, algo enrevesada y difícil, con esa dificultad artificiosa del barroco conceptual que el propio Mairena censura en su Arte poética. (II, 696)      

La crítica del narrador a Mairena continúa, asociada a la que éste hace del barroco cuando distingue la lógica rimada o escolástica rezagada de Calderón de la lírica manriqueña y su intensa y profunda impresión del tiempo (II, 698-99). Esta diferencia entre lo conceptual y lo intuitivo, que el propio Machado repite tantas veces, tiene un subsuelo retórico claro en la distinción entre cuestiones finitas e infinitas, o particulares y generales, distinción que fundamenta a veces la que hay entre temas retóricos –asociados a un tiempo y espacio particular- y filosóficos. El narrador precisa que el concepto de lo barroco en Mairena dista mucho del que han puesto de moda los alemanes en nuestros días y que el apócrifo reconoce el talento poético de Góngora y el robusto ingenio de Quevedo, Gracián o Calderón frente a la inanidad estética del culteranismo y el conceptismo, expresiones ambas, para Mairena, de una misma oquedad y cuya concomitancia se explica por un creciente empobrecimiento del alma española (II, 700-1). Obsérvese, de nuevo, el juego irónico del narrador, distanciado del juicio crítico de Mairena que oscila, no sin contradicción, entre lo particular –el talento y el ingenio de cada poeta- y lo general caracterizador de una época, la invención crítica de conceptos vacíos o que no explican nada, incluyendo el que se refiere al alma española.

La distanciación va a ser casi total en el segundo Juan de Mairena, quien presenta casi siempre sus opiniones en estilo directo al dirigirse a sus alumnos como profesor de retórica; las contradicciones del primer Mairena son las de su autor y el apócrifo se irá perfilando poco a poco como tal, como creación autónoma de lo que pudo existir. Ahora, todavía, entre 1928 y 1931, hay poca diferencia entre lo que dice Mairena sobre el barroco y lo que el autor señala en su proyecto de discurso, en relación con lo difícil artificial y el aristocratismo, o con los temas de la intuición y el concepto que Ortega mismo desarrolla en la lección VI de su curso de 1929. En cuanto a la metafísica de Mairena, citada ya en lo que se refiere a su tema fundamental, el problema del ser, va referida sobre todo al libro Los siete reversos:

El libro es extenso, contiene cerca de 500 páginas, en cuarto mayor. No fue leído en su tiempo. Ni aun lo cita Menéndez Pelayo en su Índice expurgatorio del pensamiento español. (II, 708) 

El tamaño y el tema del libro, evocados irónicamente a la altura de 1928, no dejan de sugerir otro libro de parecidas características publicado en 1927: Ser y tiempo de Heidegger, libro que Machado sólo conocería de oídas, mientras Ortega estaba leyéndolo. El juego distanciador entre el autor y el personaje se hace más evidente al final del Cancionero apócrifo de Juan de Mairena:

Sostenía Mairena que sus Coplas mecánicas no eran realmente suyas, sino de la Máquina de trovar, de Jorge Meneses. Es decir, que Mairena había imaginado un poeta, el cual, a su vez, había inventado un aparato, cuyas eran las coplas que daba a la estampa. (II, 708-9) 

El diálogo que mantiene a continuación con Meneses sirve de puente entre el poeta y filósofo que, como su maestro, fue Mairena y el nuevo Mairena profesor de retórica:

Mi modesto aparato –dice Meneses- no pretende sustituir ni suplantar al poeta (aunque puede con ventaja suplir al maestro de retórica) sino registrar de una manera objetiva el estado emotivo, sentimental de un grupo humano,...(II, 710)

La invención, la máquina que resuelve el dilema entre intuición y concepto, no sería sino una alegoría de la inventio retórica olvidada en la enseñanza durante el siglo XIX, esa tradición de que disponían los poetas y que ahora falta en el arte deshumanizado, igual que falta la tradición en general, a la espera de nuevos valores. Por eso Meneses es, a su modo, un folklorista, y su Máquina de trovar

  puede entretener a las masas e iniciarlas en la expresión de su propio sentir, mientras llegan los nuevos poetas, los cantores, o inventores, de una nueva sentimentalidad. (II, 710)

Consecuentemente, el segundo Mairena, profesor de gimnasia y de retórica, no va a conformarse con suplir al viejo maestro de retórica, ya olvidado, que no enseñaba más que retahilas de figuras como meros adornos de un discurso inoperante o de una poesía ripiosa, sino que toma de nuevo conciencia de esta disciplina y del papel del lenguaje, indisociable de ella, en la expresión unificada de lo conceptual y de lo intuitivo, de la idea y la emoción, o el logos, o ratio, y el pathos; de lo poético o de lo filosófico también, sin olvidar la tonalidad emotiva más o menos jovial, base de carácter, o ethos, inseparable de la actividad deportiva. Más o menos confusamente, es algo que Ortega esboza también aquí o allá desde siempre ("Vejamen del orador", 1911), que incorpora claramente ya a La deshumanización del arte (1925) y trata de exponer con mayor rigor desde su curso de 1929 (2005: 132), algo que acaba por reconocer parcial y tardíamente (ed. 1983, 9, 400-1; Martín, 138). Su obra entera podría ser considerada la de un retórico disfrazado de profesor de filosofía cuya voz y gesto, en periódicos y conferencias o lecciones desmiente no pocas veces la de sus textos, igual que su vida misma, atrapado como estuvo en una circunstancia como la suya.  

 

 

Bibliografía

 

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-Cahiers. Ed. J. Robinson. 2 vols. Paris: Gallimard, 1973



[1] Compárese este apartado con lo que escribirá en el artículo citado de 1940, "El intelectual y el otro" (La Nación, 29-XII-1940, OC, 2006, V, pp. 628-630), en el que ataca a Valéry.