REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


LOS ARTÍCULOS DE “EL POBRECITO HABLADOR”

(II: 2008)

 

Juan Gómez Capuz

 

MÚSICA DE AYER, DE HOY Y DE SIEMPRE

(Ecos clásicos en la música moderna)

 

Para los que somos aficionados a la música, la frontera entre la música clásica (en ocasiones, llamada también seria, sobre todo en referencia a la música clásica del siglo XX) y la música popular (ejemplificada sobre todo por la corriente principal de la música pop-rock) no es tan clara como pueda parecer al público ordinario sino que, al contrario, son frecuentes las influencias mutuas y los casos de retroalimentación. Más aún, encontramos estilos que tienden puentes entre ambos tipos de música, como es el caso del jazz, estilo musical que sí es estudiado en algunas historias de la música clásica (por ejemplo, la de los autores de la Sociedad Italiana de Musicología en la editorial Turner) y también en algunas historias de la música pop-rock.

Hablar de esas influencias mutuas llevaría mucho tiempo y espacio, y por ello voy a detenerme sólo en una de las direcciones: la influencia de la música clásica, sus autores, sus motivos y sus instrumentos en la música pop-rock que podríamos denominar paradójicamente más “clásica”, como es la de los años sesenta y setenta.

En el caso del rock and roll norteamericano de los años cincuenta, la influencia viene de esos estilos intermedios como el jazz y el blues, y quizá ello bloquea la necesidad de buscar inspiración en fuentes más antiguas. En cambio, cuando se desarrolla el pop británico de los años sesenta, el rock and roll y los estilos intermedios quedan algo más lejanos y eso deja la puerta abierta a influencias más clásicas, sobre todo a partir de 1967 cuando empieza a hablarse de un rock progresivo: hacer progresar al rock gracias a la influencia de otros estilos musicales, lo cual nos lleva a la paradoja de que algunos de estos grupos progresivos son los más clasicistas. No obstante, podríamos apuntar algunos intentos anteriores a esa fecha. El más significativo, por su abrumadora hegemonía en el pop británico de los años sesenta, es el caso de The Beatles, grupo que siempre tuvo como productor y hombre en la sombra a George Martin, especialista en música clásica que sobre la marcha se iba reciclando al nuevo pop. Ya en 1965, a la vista del carácter clásico e intemporal de la canción Yesterday, Martin se decide a incorporar como apoyo a la guitarra acústica de McCartney una de las formaciones canónicas de la música clásica de cámara: un cuarteto de cuerda compuesto por dos violines, una viola y un violonchelo (aunque el experimento queda relegado a la cara B del álbum Help  porque quizá es demasiado avanzado a su época; por cierto, que el experimento de reforzar un cuarteto de cuerda con una guitarra la hizo el compositor neoclásico italiano afincado en Madrid Luigi Boccherini en sus quintetos para cuerdas). No obstante, la reacción del público es muy positiva y en 1966 Martin decide doblar la apuesta: refuerza la canción Eleanor Rigby, del álbum Revolver, con un octeto de cuerda (cuatro violines, dos viola y dos violonchelos). Cuando llegamos a 1967 y se empieza a gestar el rock progresivo, The Beatles, gracias al magisterio de Martin, siguen llevando ventaja: el mítico Sgt. Pepper´s  se cierra con una de las obras cumbres de la música pop, A day in the life, cuyo final consiste en un fragmento sinfónico donde una orquesta va del silencio al clímax orquestal en medio minuto, en un alarde de Götterdämmerung wagneriana; por su parte, el manierista Magical Mistery Tour incluye también otra de las joyas de la música pop, la extravagante I am the Walrus (punto de partida para grupos posteriores como ELO y Supertramp), con unos inquietantes arreglos orquestales de trompas y violonchelos. Por cierto, que la (sobre)valoración de Paul McCartney como el “Mozart de nuestro tiempo” podría tener una pequeña justificación: resulta que una las primeras canciones de McCartney con los Beatles, P.S.I love you, y el tema central del adagio del 3º concierto para violín más conocido de Mozart, el K 216 (tema repetido varias veces durante el largo movimiento lento que dura más de ocho minutos) tienen varios compases idénticos, mucho antes de los intentos “conscientes” de McCartney por imitar a los clásicos.

Lo cierto es que en 1967 otros grupos se suman a la evocación de autores y sonidos de la música clásica en grandes canciones de pop-rock. Al margen de algunas imitaciones del sinfonismo colosal wagneriano o mahleriano, llama la atención que uno de los períodos musicales clásicos más evocados por los artistas del pop-rock sea la música barroca. Sin ir más lejos, dos de las canciones más célebres de 1967 están inspiradas en Johann Sebastian Bach. El solo de trompeta de Penny Lane de The Beatles está directamente inspirado por el 2º Concierto de Brandenburgo, pues McCartney quedó fascinado por aquella trompeta piccolo o clarín “fantásticamente alta” (alcanza el sol sobreagudo, dos octavas y media o quince tonos por encima del do natural) y llegó a contratar para el solo al mismo músico (David Mason) que en televisión había interpretado la pieza de Bach (años más tarde, el dúo Tears for Fears evocó esos sonidos de trompetas en la suite pastiche de homenaje a la era psicodélica titulada Sowing the seeds of love, donde se aprecia mucho mejor el momento en que la trompeta piccolo “dobla” a la trompeta normal para poder alcanzar las notas más agudas). Por su parte, otra de las grandes canciones de ese año, With a whiter shade of pale  de Procol Harum, está inspirada en el aria de la suite orquestal número 3 de Bach, filtrada a su vez por la versión que había hecho el pianista de jazz Jacques Loussier (otro apasionado del Barroco, pues versioneó en clave de jazz abundantes páginas de aquella época musical). Incluso podríamos añadir que los tenebrosos acordes de violonchelo que inician I am the Walrus  recuerdan vagamente al preludio de la primera suite para violonchelo solo de Bach. Por otra parte, en 1968 se puso de moda en los ambientes clásicos otra pieza inmortal del Barroco, el Canon de Johann Pachelbel (un artista de tercera fila de aquel período que sin embargo fue capaz de componer una de las melodías perfectas: es curioso que tanto el Barroco como el pop-rock abunden en artistas de un solo éxito, one-hit wonders en la terminología anglosajona). En este caso rivalizaron dos versiones hechas por dos grupos muy llamativos: por un parte, la sublime Rain and tears, interpretada por el curioso trío griego de rock progresivo Aphrodite´s Child, que contaba entre sus filas a Vangelis y Demis Roussos; por otra, la emotiva Oh Lord, why Lord , en clave de gospel realizada por un grupo español con solista caribeño (Phil Trim), el grupo Pop Tops, que ya había hecho anteriormente el curioso experimento de reinterpretar cantatas de Bach en estilo gospel, como la “Cantata del hombre caído” dedicada a Martin Luther King (un gran salto temporal pero sin salirse del coral protestante o luterano). Los intentos posteriores de versionear (o plagiar) el Canon de Pachelbel no han cesado e incluyen el caso de grupos de un solo éxito como The Farm con All together now . Finalmente, también podríamos advertir que ciertos músicos de pop que son bajistas en sus grupos y además han tenido una formación previa en el campo del jazz desarrollan un modelo de bajo melódico que recuerda, a grandes trazos, al bajo continuo del Barroco. En este sentido, llama la atención la similitud entre el adagio del concierto para oboe en re menor, Opus 9, nº 2 de Albinoni y una de las canciones pop de estructura más redonda y perfecta, Every breath you take  de Sting con Police: no sólo porque la canción de Sting desarrolla a la perfección un modelo de bajo continuo interpretado por el bajo o contrabajo de Sting y la mano izquierda del piano, sino porque ambos temas no se inician con la melodía (el oboe en el caso de Albinoni, que no entra hasta pasado medio minuto, y la voz en el caso de Sting) sino con el bajo continuo instrumental (y en la canción de Sting, además, el bajo continuo vuelve a emerger en el solo instrumental cercano al final).

En el caso del pop británico, también estuvo de moda volver a la propia tradición musical clásica del país. Se llegó a etiquetar como “balada isabelina” a cierto tipo de canciones lentas donde el piano era sustituido por un sonido de teclado más metálico que pretendía imitar el antiguo virginal, instrumento de teclado de cuerda pulsada con un sonido a medio camino entre el laúd y el clavicordio, empleado por los compositores ingleses de la época de Isabel I (como John Bull o William Byrd), a caballo entre Renacimiento y Barroco (también isabelino es el laudista John Dowland, recientemente versioneado por Sting). Entre esas “baladas isabelinas” podríamos citar In my life  y Piggies  de The Beatles, Lady Jane de los Rolling Stones y la preciosista Skyline pigeon de Elton John (espléndida canción de su primer elepé, Empty Sky, que inexplicablemente siempre queda excluida de sus discos recopilatorios). En el caso de Elton John, también podríamos apuntar que los solemnes y lúgubres acordes iniciales de Funeral for a friend  (corte inicial unido en suite a Love lies bleeding, del doble álbum Goodbye to yellow brick road) recuerdan a la marcha funeral de las Funeral Sentences for the Queen Mary  de Henry Purcell, con lo cual serían ideales para la banda sonora de una película de Isabel Coixet.

En el caso español, algunos grupos instrumentales como los Pekenikes consiguieron también aproximarse al pasado musical español: canciones como Frente a palacio nos recuerdan a las piezas para guitarra barroca de Gaspar Sanz, autor que también fue imitado -en el campo de música clásica o “seria” contemporánea- por el maestro Rodrigo en la suite arcaizante titulada Fantasía para un gentilhombre.

Finalmente, podríamos añadir que en los años setenta volvieron los intentos de evocar una música clásica más sofisticada. Llama la atención el hecho de que dos canciones pop que fueron números uno en su tiempo sean canciones de estructura musical muy compleja, próximas al estilo del aria de ópera, como intencionadamente hicieron sus respectivos compositores y a la vez cantantes: es el caso de la épica Bohemian Rapsody de Freddy Mercury en Queen y de la enigmática Wuthering Heights de Kate Bush. Por su parte, grupos próximos al heavy metal intentan recuperar la experiencia wagneriana de llevar a toda una orquesta al clímax sinfónico, como hacen Areosmith con la versión orquestal de su canción Amazing.

Incluso en un nivel mucho más concreto y detallista, también es significativa la utilización de ciertos instrumentos clásicos para proporcionar a algunas canciones pop matices y texturas que los instrumentos modernos no son capaces de aportar, ni siquiera imitándolos mediante un sintetizador. El grupo de rock progresivo Procol Harum rehabilitó uno de los instrumentos emblemáticos del Barroco, el órgano, omnipresente en todas sus canciones (para desesperación de los rockeros más puristas, los cuales lanzaron la consigna de “que alguien pare el Hammond”). Recordemos que la ELO, impresionada por los violonchelos de I am the walrus, incorporó una sección completa de músicos de cuerda reales en sus primeros elepés. Incluir en una balada nostálgica un acompañamiento o un solo de oboe contribuye a impregnarla de un aire de inmensa melancolía veneciana: eso lo consiguieron Tanita Tikaram en su soberbia Twist in my sobriety (¿otra artista de un solo éxito inspirada en la música clásica?) y Paul McCartney en una de sus numerosas joyas injustamente relegadas a las caras B de sus elepés, la canción Somedays del álbum Flaming Pie. Ya en la etapa beatle, McCartney supo sacar partido al sabor solemne y triste del corno inglés en la clásica y ponderada For no one  (del álbum Revolver, con el solo interpretado por Alan Civil), mientras en muchos años más tarde, en el pop español, Gabinete Caligari utilizó con similar significado la trompa en su mejor canción, la melancólica y poética Camino Soria.

Como vemos, los ejemplos son abundantes en todas las corrientes, épocas y países donde se desarrolla la música pop-rock. La vuelta a los sonidos, matices, texturas, evocaciones e instrumentos de la música clásica son un recurso de intertextualidad musical plenamente asentado en la música pop, hasta el punto que muchos de los ejemplos citados son ya “clásicos”, clásicos de nuestro tiempo.

 


 

COSAS QUE NO ME GUSTAN DE LA FNAC

(observaciones de un cliente curioso e impertinente)

 

En primer lugar, deseo dejar claro que soy comprador habitual –a veces, incluso, compulsivo- en la FNAC de mi ciudad (a orillas del Mediterráneo) y además, desde hace unos pocos meses, tras vencer mi marxismo radical, también soy socio de la misma entidad (cuando hablo de marxismo radical me refiero al de Groucho, en el sentido de que me cuesta mucho pertenecer a un club o entidad que acepte a alguien como yo de socio). Por tanto, los comentarios que haré en este artículo son simples sugerencias de un consumidor que lleva frecuentando ese local desde hace más de diez años.

Para empezar, y quizá ese sea el meollo del asunto, hay que tener en cuenta que la FNAC de mi ciudad está situada en un lugar muy céntrico, pero ocupa un espacio relativamente pequeño que no se ha ampliado ni en un metro cuadrado desde los casi once años que lleva en funcionamiento, mientras que los locales de la misma marca en ciudades sensiblemente más pequeñas son bastante más amplios e incluso en esas ciudades se ha llegado a abrir un segundo local comercial. Esta falta de espacio vital obliga a los responsables de la FNAC de mi ciudad a redistribuir continuamente los contenidos y secciones del local, lo cual provoca periódicas confusiones incluso en los clientes más asiduos. Además, tengo la sensación de que en los últimos meses se ha concedido un espacio demasiado grande a secciones que, personalmente, considero minoritarias, cuando no abiertamente frikis.

En primer lugar, aunque se trata de un local muy céntrico, lo cierto es que a veces cuesta acceder a él, aunque éste sea un problema, si no menor, al menos ajeno a los responsables de la FNAC de mi ciudad. Porque resulta que en buena parte de la amplia entrada principal están constantemente apostados activistas y proselitistas de los más variados grupos, grupúsculos, sectas y onegés varias, los cuales te acosan para que firmes manifiestos que defienden causas, quizá justas, pero claramente inverosímiles. Parece que se hayan leído la Divina Comedia y constituyen lo que podríamos llamar “el cinturón de asteroides de los proselitistas de las causas imposibles”, barrera que es preciso atravesar casi todos los días para poder acceder a la FNAC (aunque últimamente estos grupos han decaído bastante: parece que se nota la crisis hasta en estos estratos). Para que el lector se haga una idea, uno de los más llamativos es el grupo “Salvemos los dinosaurios” (“Salvem els dinosaures” en el romance autóctono): pretenden recaudar fondos para que un poderoso satélite artificial construido por ellos orbite en torno al planeta Tierra y lo haga retroceder 65 millones de años, y así poder dar a los dinosaurios una segunda oportunidad para salvarse y llegar a evolucionar hasta un tipo de vida inteligente.

Una vez superado el cinturón de asteroides y ya dentro de la FNAC, también podríamos dejar de lado el hecho de que toda la planta baja se haya convertido en una macrotienda de imagen y sonido, informática y telefonía móvil, respetando de milagro la diminuta cafetería y el cuartucho (tipo minisala de cine) donde los artistas presentan sus libros o discos ante tres o cuatro amiguetes y/o parientes. Lo que sí echo en falta es el espacio dedicado a quiosco, donde antes podías encontrar, sobre todo a partir de las ocho de la noche o en festivos, las revistas o coleccionables que no habías podido localizar en otros sitios.

Pero la ceremonia de la confusión viene en el piso de arriba, dedicado a libros, cine/deuvedés y música/cedés. Además, la irrefrenable tendencia clasificatoria y taxonomista de ascendencia francesa que muestra la FNAC produce, sobre todo en nuestro país, verdaderos esperpentos; lo quieren clasificar todo tanto que al final las clasificaciones los superan: he comprobado que ciertos novelistas tienen obras en tres secciones distintas de la librería, porque en un caso una novela se ha catalogado en la sección de “literatura española e hispanoamericana”, otra en la de “libros de bolsillo” y otra en la de “novedades”. Y además creo que a la entrada no hay “directorio” que te indique las secciones, porque ni Teseo se pudo aclarar.

La sección de cine es la que ha permanecido más estable a lo largo de los años y poco tengo que decir sobre ella. Eso sí, sigo sin entender muy bien la etiqueta progre de “cine de autor”, que ocupa una sección amplia, porque todas las películas tienen un autor, sea guionista o director o ambas cosas (o un negro que no sale en los créditos): supongo que será una concesión a los frikis que aún leen Cahiers du Cinéma  y que por lo visto disfrutan de lo lindo con los truños de Theo Angelopoulos, Derek Jarman o Isabel Coixet. Y como en el caso anterior, las películas de un mismo director de culto pueden estar en esa sección o en otra, distante, que reúne los packs  de deuvedés de directores o actores (me suele pasar con las de mi admirado Woody Allen). Pero en general la sección de cine es amplia y variada y también aplaudo –quizá porque es una tendencia un tanto friki que sí me va- el abundante surtido de  packs  de series de televisión, tanto actuales como antiguas (parece que la nostalgia y el poder adquisitivo de los que frisamos la cuarentena se nota en el amplio abanico de series de nuestra juventud -aunque algunas fueran, en el fondo, infumables- como V, Los Ángeles de Charlie, Starsky y Hutch  o Vacaciones en el Mar ), aunque mi frikismo se orienta sobre todo hacia la series cómicas inglesas (Monty Python´s Flying Circus, Hotel Fawlty, La Víbora Negra, Ley y Desorden), también ampliamente representadas.

En el caso de la sección de librería tampoco tengo mucho que decir, exceptuando el comentario anterior de que deberían unificar un poco mejor todas las obras de un mismo autor: creo que en una disciplina como la literatura, el criterio taxonómico principal debe ser el nombre del autor y no otros factores aleatorios como la lengua en la que está el libro, la novedad del libro o el formato.

Ahora bien, el terreno donde verdaderamente me vuelvo tarumba cada vez que llevo más de una semana sin pasarme por la FNAC es el dedicado a la música y los cedés. Para empezar, hay que indicar que en este caso el espacio vital sí ha variado, pero en una dimensión negativa: hoy en día ocupa la mitad del espacio que tenía hasta hace un par de años, quizá porque la gente se lo baja casi todo de Internet (pero yo, en cambio, soy un fetichista de los cedés –y de otras cosas- y me gusta tener los originales, siempre que el precio y las ofertas lo permitan). El espacio que ha dejado sobrante la sección de música lo han asumido en seguida los frikis que compran muñecos de artistas de rock y sables láser que valen un pastón (y que no se pueden bajar de Internet) y una amplia sección de libros ilustrados y seudojuguetes para nuestros supermimados infantes de hoy en día. Además, la redistribución de las diversas secciones de música es constante, casi mensual, y poco a poco van ganando terreno estilos en mi opinión minoritarios. Para hacerse una idea, el espacio que hoy ocupan las secciones de pop-rock nacional, pop-rock anglosajón y músicas del mundo era el que, hasta hace dos años, ocupaba sólo la sección de pop-rock anglosajón. Para complicarlo más, la tendencia taxonomista francesa de la FNAC se esfuerza por establecer distinciones ulteriores dentro de cada grupo: los cantautores y los cantantes melódicos ocupan secciones próximas pero independientes de la de pop-rock nacional, lo cual obliga a hilar muy fino si vas justo de tiempo y quieres buscar al autor adecuado en la sección adecuada. En la de pop-rock anglosajón, también ocupan secciones próximas pero independientes las de música electrónica y hip/hop (y antiguamente se empeñaron en crear de la “pop-rock alternativo” donde incluían a grupos clásicos del Britpop de los noventa como Blur y Oasis que para mí no tenían nada de alternativo sino que eran la continuación natural del pop-rock clásico de toda la vida, de Beatles y Stones), mientras que las secciones de hard-rock y soul/funk han crecido tanto en los últimos meses que ocupan ya una posición más alejada, en la cual sus frikis respectivos se pueden sentir protegidos de la ubicuidad de la música pop-rock mainstream. Por otro lado, mi querida sección de música clásica cada vez es más menguante: ocupa una pequeña sección, con clasificaciones arbitrarias (los autores barrocos conocidos como Bach, Händel, Telemann y Vivaldi están en la sección principal de autores, mientras que los autores barrocos de segunda y tercera fila están en la sección de “música antigua”) y encima hace poco desmantelaron la sección de lo que pretenciosamente llaman “cofres” (es decir, simples estuches de cartón con cuatro, cinco o seis cedés), como si viviéramos dentro de una novela de Robert Louis Stevenson. Lo más surrealista es que el poco espacio que dejaron libre los “cofres” lo ocupa ahora una nueva sección llamada “oldies/crooners”, en la que paradójicamente se incluye todo el rock norteamericano de los cincuenta (Elvis incluido, bastante alejado por tanto de la sección de “pop-rock anglosajón”) y toda la tropa de cantantes melódicos de diverso pelaje del año del catapún (Tony Bennett, Dean Martin, Frank Sinatra, Dusty Sprinfield, Matt Monro… hasta Bing Crosby) para deleite, supongo, de algunos frikis y sobre todo de los jubilados, aunque por la FNAC de mi ciudad veo muy pocos, quizá porque les parece un local demasiado moderno. Esa sección a su vez enlaza, casi a modo de suite, con la de jazz, cada vez más amplia y, a mi entender, demasiado extensa y sobrevalorada, aunque encaja bastante mejor con el perfil del comprador habitual y además queda muy progre. Pero lo que más me puede, y con eso acabo, es esa mariconada de sección de “músicas del mundo”, también cada vez más amplia, y que ahora aparece colocada, como los jueves, en medio de la de pop-rock (y a su vez subdividida en continentes): llámenme racista, reaccionario, eurocéntrico o lo que quieran, pero yo no me gasto 18 euros en un cedé de música de chinos (que además lo resuelven todo con solo cinco notas); para eso voy a un restaurante chino, pido el menú del día y mientras me lo como, grabo en el móvil la música de ambiente que ponen allí.

En todo caso, quiero insistir en que la redistribución de las diversas secciones de música es tan frecuente que he llegado a barruntar la hipótesis de que el encargado de esas tareas tiene una vida conyugal desastrosa y prefiere hacer horas extras cambiando constantemente de sitio los cedés antes que regresar a su casa y discutir con su mujer.

Así que, si están de visita por mi ciudad, viendo la Copa del América o la Fórmula 1 o demás espectáculos mediáticos que monta el partido en el poder, y desean hacer algunas compras en la FNAC local, les doy dos consejos: olvídense de cualquier criterio lógico y tómense su tiempo.

 


DUETOS PARA LA CIUDADANÍA

 

La reciente polémica entre el Gobierno Central y el Gobierno Valenciano acerca de cómo impartir la materia de “Educación para la ciudadanía” pone de manifiesto cómo la politización de los aspectos educativos, algo practicado por los gobiernos de todo signo desde hace ya bastantes años, puede producir efectos verdaderamente esperpénticos en la práctica docente.

Para empezar, no conozco bien el currículo de la materia de “Educación para la ciudadanía” y no comentaré con detalle cuestiones de fondo o contenido sobre la materia. En todo caso, sí que me da la impresión de que, al menos en sus formulaciones más radicales, laicistas y, si se me permite el término, “robesperrianas”, la materia diseñada por el Gobierno Central quizá pueda fomentar un relativismo extremo según el cual todo vale y todas las opciones (personales, culturales, sexuales) son igualmente válidas porque al fin y al cabo nos hemos liberado de la moral tradicional: podría sugerirse, por tanto, que es perfectamente válido que una mujer vaya tapada hasta los ojos y camine tres metros por detrás de su marido, porque todas las culturas son igual de válidas y guays (es cierto que la cultura occidental –y los valores que ésta conlleva- distan mucho de ser perfectos, pero se le podría conceder el dudoso honor de considerarla como “la menos mala”, como le ocurre al sistema democrático; por cierto, ¿qué opinaría sobre esto la Ministra de Igualdad, disjecta membra?); también podría sugerirse que es perfectamente válido que un homo sapiens sapiens  se lo monte con una ameba o un oso panda, incluso de su mismo sexo, aun sabiendo que nunca podrán tener descendencia, porque cada uno puede hacer de su capa un sayo y desarrollar libremente sus pulsiones. En suma, que las diferencias culturales son, como mucho, brumarias y que el Sol nos da thermidor a todos por igual. Por cierto, que el latiguillo robesperriano de “y/para la ciudadanía” ha terminado por infiltrarse en los nombres de todas las materias que imparten los (pobres) profesores de filosofía en institutos, como si la filosofía por sí misma (per se) no fuera suficiente: “Filosofía y ciudadanía”, “Ética y ciudadanía”, etc.

Quizá sean estas aristas más radicales y laicas de la materia las que han provocado el rechazo frontal de los gobiernos autonómicos controlados por el PP. O quizá sea la simple estrategia de estar siempre en desacuerdo, del rechazo sistemático, empleando casi siempre la educación como arma política arrojadiza (y así nos va a los profesionales de la educación). Por ello, estos gobiernos autonómicos han urdido estrategias para aceptar sobre el papel –“por imperativo legal”, como se decía hace unos años- esta nueva materia pero intentando minimizar el efecto de unos contenidos que juzgan perniciosos. El Gobierno Valenciano, siempre innovador, se sacó de la chistera la ingeniosa idea de impartir la materia en inglés. Ante la suspensión cautelar de la normativa por parte del TSJ de la Comunidad Valenciana, y a la vista de que era imposible encontrar docentes que combinaran los conocimientos teóricos de la nueva materia con el manejo práctico y fluido de la lengua inglesa, el gobierno autonómico ha lanzado un plan B (no confundir con la opción B para objetores): la materia la impartirán dos profesores, el de filosofía -que organizará los contenidos teóricos- y el de inglés –que la verbalizará en la lengua de Shakespeare-. Como vemos, se mantiene inalterado el meollo de la cuestión, a saber, la transmisión en lengua inglesa: si tenemos en cuenta que los chavales llegan a 2º de Bachiller sin saber ni papa de inglés (y tampoco mucho más de las lenguas cooficiales, no nos engañemos), es obvio que los tiernos adolescentes de 2º de la ESO no pillarán absolutamente nada de lo que les digan en inglés y el contenido de la materia se desvanecerá en el aire. Ahora bien, la novedad del plan B radica en la dualidad: serán dos profesores los que estarán en clase, diciendo lo mismo en distintas lenguas, haciendo una especie de dueto, como los que practicaba Frank Sinatra con artistas de todo pelaje. Desde el punto de vista práctico, esto tiene sus ventajas: teniendo en cuenta cómo están los alumnos hoy en día, el hecho de que sean dos los profesores en el aula refuerza considerablemente las posibilidades de repeler cualquier tipo de agresión física o verbal. Desde el punto de vista teórico y de la eficacia en la transmisión del mensaje, cabría recordar que este tipo de dualismos o duetos tienen una tradición muy antigua: si aplicamos una conocida dicotomía aristotélica, el profesor de filosofía aportaría el logos, el saber teórico, y el de inglés la techné, el saber práctico; desde el punto de vista de la cultura medieval (en la cual viven todavía numerosos individuos, y hasta naciones enteras), el profesor de filosofía sería el trovador y el de inglés, el juglar (o el bardo, si queremos ser más precisos con la lengua de Shakespeare).

De todas maneras, el alumno de 2º de la ESO que asista como cobaya al experimento, desde su bendita inocencia (?), puede plantearse una objeción muy lógica: “si un profesor me explica en castellano algo cuyo contenido no entiendo, ¿por qué el profesor de al lado dice presumiblemente lo mismo en otra lengua que tampoco entiendo? (¿no sería mejor pasarme toda la hora jugando a la Play?)”. La pregunta del millón, la ultima ratio en términos filosóficos, sería por tanto: ¿qué relación existe entre la materia de “Educación para la ciudadanía” y la lengua inglesa? No encontrar una conexión entre las dos variables supondría desacreditar la brillante idea que ha tenido la Generalitat Valenciana. Por ello, he dedicado todo mi empeño a esta tarea y creo haber hallado la solución: el alumno valenciano debe aprender “Educación para la ciudadanía” en inglés porque en Valencia tenemos un circuito ciudadano de Fórmula 1 (¿o se dice “urbano”?), y la lengua de la Fórmula 1 es el inglés. Podemos invertir los términos para que se aprecie mejor el carácter silogístico del razonamiento realizado por la Consellería de Educación: en Valencia tenemos un circuito ciudadano de Fórmula 1, y la lengua de la Fórmula 1 es el inglés; por tanto/ergo  el alumno valenciano debe aprender “Educación para la ciudadanía” en inglés. La clave es, por tanto, la Fórmula 1. ¿Para cuándo una “Fórmula 1 para la ciudadanía” (en inglés, por supuesto)?

Así que, estimados lectores, como cantaba Miguel Ríos, aprended el inglés que es de gran porvenir, y si tu padre no lo hizo, tú sí.

 


LA SEXÓLOGA

 

Hace algunos años, ya casi borrados de mi memoria, trabajé en el instituto de una pequeña ciudad fabril del valle del Vinalopó. El ayuntamiento de la localidad estaba gobernado por l´Entesa, marca electoral (aunque más bien parece una marca de helados) con la que se presentaban Izquierda Unida y otros artistas invitados en ciertos enclaves de la Comunidad Valenciana. Uno podría suponer que los abanderados de la educación pública y laica fueran más sensibles ante las carencias alarmantes que presentan los institutos de educación secundaria de la red pública. El nuestro, además, estaba muy masificado incluso antes de que se incorporaran los alumnos de primer ciclo de la ESO: en aquella época teníamos nada menos que 11 grupos de 3º de la ESO, rebajados luego a “sólo” 6 grupos de 4º de la ESO, lo cual da cuenta además del elevado índice de fracaso escolar de esta población donde los chavales esperaban cumplir la edad para dejar los estudios inacabados y ponerse a ganar dinero rápido en talleres semiclandestinos, cuyo porvenir hoy en día está más que amenazado por los talleres clandestinos (sin el semi-) de ciudadanos chinos, aunque eso es otra historia. Por cierto, que los 11 grupos de 3º de la ESO se encontraban juntos en un piso a ras de suelo, una especie de averno concentrado, y cada aula tenía un protector de cerraduras para que los alumnos que esperaban impacientemente a cumplir la edad no metiesen palillos o silicona en la rendija de la llave. Obviamente, cuando llegaron los alumnos de primer ciclo de la ESO, se les alojó en barracones prefabricados. Además, teníamos Bachillerato de Humanidades, de Ciencias y Artístico, amén de ciclos de Informática, distribuidos en aulas a medio terminar, frías y húmedas. Pues bien, aunque no fuera competencia suya (sino de una Generalitat Valenciana, del PP, para la cual la provincia de Alicante era y es auténtico territorio comanche), lo cierto es que al ayuntamiento de l´Entesa le preocupaba poco nuestra masificación y hacinamiento, y casi nunca se pasaban por allí.

Ahora bien, lo que sí recuerdo nítidamente es que la única preocupación del consistorio progresista y laico era enviarnos, a principios de primavera, justo antes de Semana Santa, a una sexóloga para que adoctrinara a los chavales en las cada vez más complicadas artes de Venus. A mí me venía muy bien, pues me ahorraba preparar cuatro o cinco sesiones de tutoría para 4º de la ESO, pero me chocaba que esa fuera la máxima prioridad del ayuntamiento.

Por cierto, que las charlas que daba la sexóloga –que siempre era la misma– no tenían desperdicio, máxime si tenemos en cuenta que iban dirigidas a chicos y chicas de 15 ó 16 años. Para empezar, su mensaje era muy sencillo: decía a l@s alumn@s que podían hacer todo lo que quisieran cuando quisieran y como quisieran. Es obvio decir que su “filosofía” (sobre todo “filo”) resultaba muy popular entre l@s alumn@s. Era como una Lorena Berdún, pero en plan heavy. Además, se trataba de la típica sexóloga que sostiene que todos los hombres son unos inútiles en la cama, excepto su marido (me llamaba la atención que, en un inhabitual gesto de decoro, hablara de “mi marido” y no de “mi pareja”, como es frecuente hoy en día, de manera que al final no sabes si su pareja es un hombre, una mujer, una ameba o un protisto). Es obvio que semejante toma de principios no ayudaba mucho a unos chicos que ya de entrada se sentían bastante desorientados y acomplejados frente a sus compañeras de clase, de la misma edad biológica, pero mucho más maduras. De hecho, tras asistir como “observador” (como si fuera de la ONU) a casi todas las memorables lecciones de la sexóloga, tuve la sensación de que sus contenidos y consejos iban claramente destinados a las chicas y que los comentarios sobre los chicos, cuando los había y no se refería a su amado marido, abundaban en prefijos negativos (inexperiencia, inutilidad, etc.). Para muestra, un “botón”, nunca mejor dicho: la sexóloga dedicó toda una clase a hablar del clítoris y declinó dedicar igual sesión lectiva (es decir, la paridad) al aparato masculino arguyendo que su funcionamiento era “demasiado elemental”. Incluso cuando aleccionó a los (inútiles) chicos en la colocación del preservativo en un pene de látex intentó “tranquilizar” a la sección masculina de la clase con el (cínico) comentario de que “he traído el más pequeño que había para nadie se sienta acomplejado” (por cierto, el chaval que salió voluntario para tan magna empresa se dejó los estudios una semana más tarde). Porque, y esto es lo más fuerte, la sexóloga siempre entraba en clase llevando un pequeño maletín repleto de “juguetes sexuales”, si se me permite el eufemismo calcado del inglés (quizá sea yo muy friki o muy morboso, pero a mí me recordaba el maletín del verdugo, sólo que trocando el Tánathos por el Eros, como le hubiera gustado al mismísimo Freud): de allí sacaba el pene de goma talla mini (según ella), los preservativos, las cremas y otros mil artilugios entre los que se encontraban hasta bolas chinas. ¡Pero mujer, por muy progre que seas, que son menores de edad, angelicos, que esto no es una reunión tipo Tupperware para casadas insatisfechas! Por todo ello, recomiendo que en la profesión de sexólog@ haya también paridad, aunque desde que los Ozores hicieran aquella serie esté muy mal visto que un hombre sea sexólogo: lo ideal sería que acudieran a las aulas de manera conjunta un sexólogo y una sexóloga (como hacen ahora los profesores de inglés y filosofía en “Educación para la ciudadanía”), aunque sin llegar a predicar con el ejemplo, como parodiaban los Monty Python en El sentido de la vida.

Pero una brumosa mañana de principios de abril, a primera hora, la sexóloga no acudió. No creo que estuviera cumpliendo la Cuaresma. Así que yo me llevé a mis tutorandos al patio a jugar al fútbol. Y allí todos juntos, chicos y chicas (comprobé que las chicas son discretas en ataque pero magníficas defensas de contención), en asaz y franca compaña, disfrutaron de una jornada de deporte al aire libre y quizá olvidaron que durante varias semanas había venido a aleccionarl@s una sexóloga.

 


LOST IN LA MANCHA

 

Nuestros políticos, refugiados en la torre de marfil de las grandes ciudades, piensan que vivimos en un país muy abierto y tolerante, donde cualquier forma de vida alternativa o distinta a la tradicional es escrupulosamente respetada. Pero, como en otros muchos ámbitos de vida, nuestros políticos se engañan porque desconocen –no quieren conocer- la existencia de una amplia España profunda en la que no sólo las conductas alternativas (“desviadas” las llaman los aborígenes) sino incluso aficiones y formas de vida que en las grandes ciudades estarían bien vistas son objeto del escarnio y maledicencia públicas.

Es como si un visitante europeo en Estados Unidos pensara que las formas de vida de Nueva York son aplicables al resto de ese inmenso país. Porque, al igual que existe una América profunda, un Deep South, anclado en el siglo XIX, también existe todavía una España profunda. Y resulta curioso y revelador que esa España profunda también se encuentre más orientada hacia el sur que hacia el norte de nuestra piel de toro (si exceptuamos la Galicia profunda, que no tiene desperdicio). En efecto, esa España profunda abarcaría Extremadura, Castilla-La Mancha, la Región de Murcia y, por simpatía, toda la franja interior o de poniente de la provincia de Alicante, con sus tres grandes capitales de norte a sur: Villena, Elda y Orihuela. Tan sólo se salvarían algunas grandes ciudades de esa zona, como Murcia capital, donde los aportes de funcionarios y estudiantes han conseguido crear un enclave dotado de la mentalidad propia de la civilización occidental.

Esa España profunda es especialmente visible y virulenta en esa inmensa tierra de nadie formada por el extremo sureste de la Mancha, el altiplano murciano y el interior norte de la provincia de Alicante. Esa tierra de nadie que no es del todo manchega, pero tampoco es murciana ni valenciana. Esas tierras azorinianas donde las súbitas tolvaneras, los inmensos eriales y las cárdenas roquedas reflejan un paisaje eterno e inmutable, como la mentalidad de sus gentes y como las nubes que cubren desde hace siglos la tierra yerma salpicada de vides.

Cuando una persona culta, de ciudad y de litoral, acaba aterrizando en uno de aquellos pueblos que no conocen apenas tierra habitada a treinta kilómetros a la redonda, se da cuenta de que, a efectos prácticos, se encuentra en otro país. La sensación de desarraigo y destierro se acrecienta cuando va comprobando que ninguno de los valores en los que fue educado en su ciudad es compartido por las masas de aborígenes que le rodean, sean alumnos, vecinos o incluso compañeros de trabajo. Uno se siente como Ovidio cuando pasó de repente de la Roma imperial a la oscura Tomi del Mar Negro. Todas sus opciones, aficiones y elecciones son severamente juzgadas como equivocadas. En esos pueblos, ser soltero y tener más de treinta años está peor visto que ser criminal de guerra, por no decir que un hombre soltero es considerado en casi todos los aspectos un menor de edad. Parece la Palestina del siglo I. Si además te dedicas a una profesión tan pública y sometida al escrutinio general como la de profesor, los cotilleos y las murmuraciones sobre ti son interminables. Las relaciones con las aborígenes, cuando tienes ganas de intentarlo o simplemente de hacer una pequeña cala, son de mutua incomprensión: decirle a una zagala, aun cuando sea medianamente instruida, que te gusta escribir y que tienes afición por la música (algo muy habitual en mi tierra) provoca su huida inmediata, no sin que antes se le haya demudado el gesto; si alguna es capaz de aguantar semejante confesión sin huir, te reprochará que esas aficiones son “impropias de un hombre”. Por cierto, que desde entonces me he comido mucho el coco pensando cuáles son, para esta gente, las aficiones “propias de un hombre”: ¿Bricomanía? ¿Jara y sedal? Si las mujeres de estos pueblos pensaban así, ¿cómo pensarían los hombres? No quiero ni imaginármelo, pero el lector urbano puede deducir que en aquellas tierras el rasero por el cual se mide la igualdad entre mujeres y hombres es muy distinto al que tenemos en las ciudades. No exagero cuando afirmo que conocí en aquellas tierras mujeres que eran más machistas que Torrente (bueno, y algunas también se parecían a Torrente en más cosas). Es también muy significativo que la única obra literaria que mis alumnos y alumnas comprendían a la perfección era La casa de Bernarda Alba, aunque se extrañaban de que García Lorca censurara esas costumbres ancestrales.

Por supuesto, como es habitual en esos pueblos, al día siguiente todo el mundo conoce mis extrañas aficiones y soy objeto del escarnio público por parte de todos: algunos alumnos me espetan “maestro, debería usted casarse, aunque con esas aficiones tan raras que tiene lo tendrá muy difícil”, o hacen una colecta para buscarme una mujer; personas a las que apenas conozco me sueltan por la calle lindezas del tipo “¿por qué no te casas?”, como si yo fuera Hugo Chávez.

Para complicar más el asunto, llegan a aquellos pueblos del altiplano murciano numerosos contingentes de inmigrantes procedentes del altiplano andino que comparten con los nativos muchas más cosas que las que ambos colectivos, no muy bien avenidos, son capaces de reconocer: un machismo ancestral, edades de nupcialidad y tasas de natalidad propias de una sociedad agraria preindustrial, nivel cultural ínfimo y aversión por la cultura. Así que cada vez me siento más aislado. Además, en esos pueblos la pirámide social es un pirámide invertida donde primero estos los nativos, luego los inmigrantes (que al menos son numerosos y pueden ayudarse entre ellos, porque los nativos, tan similares en el fondo a ellos, no los pueden ni ver) y finalmente, abajo del todo, los pobres funcionarios desterrados en aquel paraje inhóspito, incomprendidos y siempre señalados con el dedo acusador.

Al final acabas contando los días que te quedan de estar allí, cosa que no habías hecho ni en la mili. Deseas que te envíen a cualquier otro sitio y acabas celebrando el final del destierro, aunque el precio sea un destino en el interior de la provincia de Alicante, donde la historia se repite, aunque sin tanta dureza. Y aún hoy, estando ya muy cerca de mi ciudad, en pueblos huertanos y ribereños donde mis aficiones son bien valoradas y hasta compartidas, no dejan de venirme a la mente, como flashes de una Edad de Hierro, aquel par de años que pasé perdido, inmensamente perdido, moralmente perdido, absolutamente perdido, perdido en la Mancha.