REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


EL NIÑO DE NIEVE

 

Este es un cuento de niños del Norte para los niños del Sur. Los niños del Sur en cuanto hace un poquillo de frío tiemblan y por la mañana se hunden en sus camas y no quieren ir a la escuela. Los niños del Norte, aunque tengan frío, pueden caminar horas y horas por la nieve, pueden jugar colgándose de las ramas de los viejos abetos, haciendo caer en pesados copos la nieve depositada en ellas. Los niños del Sur, en cambio, pue­den jugar en los días más ardientes de Julio en medio de un descampado, retozar en los rastrojos que queman como brasas o llevarles la merienda a sus padres cuando éstos están segan­do bajo un sol cruel que ha resecado los trigos y caldeado la tierra.

Este es un cuento de niños del Norte. Es un cuento que pasa en una aldea de Baviera, que es una región muy hermosa de la hermosa Alemania. Es un cuento que pasa en los días de Navidad, cuando el silencio de los bosques se hace más hondo, cuando los arroyuelos se han helado, y hasta la pinocha es más blanda en los senderos apenas frecuentados. Todo está callado, esperando la gran llamada de cada año, el gran Júbilo. En una casa de esa aldea preparaban los cuatro niños su árbol y su pe­queño nacimiento, iban colocando todo y al final, en una cuna hecha por el padre, ponían un Niño Jesús que éste había traí­do una vez de Italia. Los niños pasaban mucho rato preparando todo, y por fin por la noche cantaban alegremente mirando al Niño Jesús resplandeciente y hermoso; y después pedían a sus padres quedarse mucho tiempo, y se quedaban en los bancos, cerca del fuego, hasta dormirse oyendo las canciones de los mayores, y viendo cada vez que abrían los ojos al Niño Jesús. Y después, cuando los llevaban a la cama, seguían soñando con que abrían los ojos y veían sonreir al Niño,

Había llegado el día de Nochebuena. La madre estaba llena de trabajo, se había metido desde la mañana en la cocina a preparar la comida y a cocer los pasteles. Su cara blanca y rosa estaba arrebolada por el movimiento y por el calor. Gritaba a los niños que no se pusieran en medio y que fueran sacando las cosas del árbol y que sacaran con mucho cuidado al Niño Jesús. La niña mayor se subió a una silla para llegar a lo alto del gran armario y empezó a bajar con mucho cuidado la caja en donde estaba colocada la imagen. Pero al empinarse un poco inclinó demasiado la silla, se volcó ésta y la niña cayó para atrás gritando desgarradoramente. Los hermanos empeza­ron a llorar, y la madre, horrorizada, corrió fuera de la cocina gritando también. El padre, que cortaba leña fuera, tiró el hacha al oír el griterío, y dando una patada a la puerta entró en la habitación en donde encontró a la niña en brazos de la madre y a los demás chiquillos pálidos, gimiendo aferrados a la falda de la madre. Nada le había pasado a la niña. Pero de nuevo empezaron a llorar los chiquillos cuando vieron que la imagen del Niño Jesús se había hecho trozos tan pequeños que no se podrían jamás pegar unos con otros. La madre lloró también y el padre quedó silencioso, irritado, porque era lo único que había traído de Italia aquella vez y por la falta de cuidado de la nena. Pero la pobrecita aún gimoteaba de pena y de dolor, y era el día de Navidad, y el padre, con resignación, volvió a su trabajo. La madre se sobresaltó al oler a quemado, dejó a la niña en un banco, se soltó de los demás y corrió a la cocina.

Cuando los niños se quedaron solos, rodearon llorando de nuevo, pero ahora callando, la destrozada imagen del Niño Jesús. La niña mayor fue recogiendo los trozos, la pequeñita le ayudaba y cuando levantó una manita casi intacta la besó suavemente. Los niños no decían nada, el mayor miraba sorprendi­do, y el pequeñín daba gritos agudos. Al fin hubieron de meter los trozos en la caja y pronto oyeron la voz de la madre que les llamaba para lavarse y vestirse para la comida. Apenas pu­dieron comer, y eso que había una sopa bien caliente y bien rica, pero no pudieron comer. Pensaban que aquella noche la cuna que el padre había hecho con tanto cuidado estarla vacía. ¿Cómo podrían cantar si no estaba el Niño Jesús? Sí, ya sabían que el Niño Jesús está en el Cielo y que oye las canciones de los niños aun sin cantarlas éstos. Pero era como cuando había muerto la abuela. La abuela estaba en el Cielo, pero ya no po­dían sentir su rugosa mano acariciarles las mejillas, ni oír su voz, dulce y suave a pesar de los años, cantar con ellos las canciones que les había enseñado.

Por la tarde pidieron salir a llevar comida para los pajari­tos, y los gamos y los conejitos. Porque cuando la nieve cae días y días y cubre todo, los habitantes del bosque van errando en busca de comida, y apenas pueden encontrarla. La niña ma­yor lo había dicho hacia unos años: "Tenemos que llevar comi­da para la Nochebuena de los animalitos de Dios". Salieron los cuatro, bien abrigados. Al chiquitín lo llevaban de la mano. No iban cantando como otras veces; iban tristes y sin jugar, sin correr empujándose, sin deslizarse gritando por las heladas la­deras del camino. Dejaron la comida en sitios apropiados y re­gresaron. Pero antes de llegar a la casa, al pasar entre unas rocas de las que el viento había quitado la nieve, la niña tuvo una súbita idea. Recordó como otras tardes al volver de la escuela había jugado a formar muñecos de nieve, y pensó que era la más habilidosa modeladora de su clase y que no tenia barro pero que quizás pudiera con nieve… "¡Buscad pinocha!" gritó a sus hermanos. Estos sorprendidos, sin saber qué quería la niña corrieron a buscar pinocha mientras dejaban al chiqui­tín con su hermana. La niña empezó a apuñar nieve y cuando los demás trajeron la pinocha les dijo que la pusieran en una oquedad de la roca. Y allí puso la nieve endurecida, y llegó a formar una tosca figura de niño, que estaba como durmiendo. Los hermanillos quedaron sorprendidos, y al fin empezaron a cantar un villancico. Ya tenían Niño Jesús. Pero en esto la ma­dre les gritó desde la valla de la casa que volvieran. Los niños comprendieron que no podrían llevar su niño de nieve, que habría de quedarse allí, y volvieron parándose de vez en cuan­do para mirar a la roca.

Llegó la hora de la cena. Los niños comieron con gana y reían mirándose, comunicándose a cada momento su gran se­creto. Los padres se extrañaban de un cambio tan súbito, y más cuando les veían levantarse y mirar por la ventana. "¿Es que buscáis al Niño Jesús de verdad?". Y ellos sonreían y cantaban sin dejar de mirar, queriendo mirar lejos, a la roca en donde estaba su niño de nieve. Y cuando llegó el momento de sentar­se tranquilamente a la luz de la chimenea y de las velas del árbol, los niños se agruparon en un banco y cuchicheaban entre ellos: "¡Y estará allí solo, y nosotros aquí bien calientes! ¿Nos habrá oído?" El niño decía: "Pero habrán ido los conejitos y los gamos, y quizás también los pajaritos". Pero la niña le con­testaba: "Pero Dios no se hizo conejito, ni pájaro, ni gamo; se hizo niño y tiene que estar con niños". Y al fin se fueron a acostar más pronto que ningún año, y los padres decían que claro, que como no tenían Niño Jesús que se iban, y los niños se reían bajito cuando subían las escaleras.

Pasaba lentamente la noche. El padre fumaba pensativa­mente, la madre, con las manos cruzadas, miraba al fuego, a las luces del árbol, ya casi consumidas; se sentían felices a pe­sar de su vida pobre y dura. Tenían cuatro niños, todos sanos, todos fuertes, hermosos. La madre oyó un ruido y se sobre­saltó. Mas de nuevo volvió a su serena paz. Pero un golpetazo de una ventana abierta le estremeció. Ahora subió a la habita­ción de los niños y gritó cuando vio las camas vacías. Subió el padre y cuando vio la ventana abierta se llenó de espanto, la madre gimió recordando historias de buhoneros ladrones de niños. Se asomaron a la ventana y vieron la escalera de mano apoyada en la pared. El padre ni se acordaba de haberla dejado allí. Iba a bajar por ella, cuando en la linde del bosque vio una luz. Bajó por la escalera de la casa y salió corriendo seguido de la madre, que tropezaba y caía en la nieve. Y llegaron a la luz, que era el farol del establo, y vieron a sus niños en torno a una oquedad de la roca. La luz del farol iluminaba a una tos­ca figurilla de nieve. Los niños estaban medio dormidos, la mayor, con el chiquitín en brazos, sentada, la otra rezando con los ojos entornados, y el muchachito mayor apoyado en las rodillas de su hermana. Los despertaron a voces, y los chiquillos sobresaltados, lloraban. Con mucho trabajo los llevaron a la casa, y les frotaron todo el cuerpo y les dieron una bebida ás­pera y fuerte que nunca les habían permitido ni probar.

Los metieron en la cama y se quedaron viendo cómo se dormían con las caritas enrojecidas. Y conforme se iban dur­miendo sonreían. Y la niña mayor cantaba aún: "Duérmete niño mío, niño de nieve". Y el niño de nieve estaba en su cunita de pinocha, y estaba iluminado por el farol, que se había quedado allí, y estaba en el alma de los niños, que dormían sonriendo por­que también aquella Nochebuena habían tenido su Niño Jesús bueno, su Niño Jesús para los niños buenos, su Niño de Nieve.

 

MANUEL MUÑOZ CORTES

Viñeta de MARGA ZIELINSKI