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Crónica de una
locura.
El Camino de
Santiago en bicicleta
Juan Antonio López García
- Eso lo hago yo.
- Tú estás loco.
Eso es lo único que me respondieron los que hicimos el viaje a Santiago
de Compostela.
Aprovechando
el puente de
Hablando en el trabajo con compañeros
sobre lo que había visto en el viaje, me comenta José Rosauro “El Peseta” que
si hago el viaje se viene conmigo. El Peseta es un compañero que es profesor de
artes marciales, por lo que físicamente está preparado, pero hace bastante
tiempo que no monta en bicicleta. En cualquier caso, con un poco de
entrenamiento estará a punto.
La noticia del futuro viaje corre por
el trabajo y rápidamente se apunta Teodoro “El Cristo”, un compañero chófer que
hace más tiempo que no coge una bicicleta y que no está entrenado en nada salvo
para llevar el camión. Personalmente estoy encantado de que otra persona se una
al proyecto.
Comentando cuándo podríamos hacer el
viaje sin tener que perder muchos días de trabajo, vemos que la festividad de
San José y
Lo primero que tenemos que hacer es
comprar las bicicletas. Son necesarias bicicletas de montaña por el tipo de
recorrido que vamos llevar a cabo. Nos ponemos de acuerdo y vamos a Ciclos
Sarabia para ver qué podemos comprar. La única recomendación de los que han
hecho el Camino es que el cuadro de la bici ha de ser rígido y ésta ha de
contar con amortiguadores en la rueda delantera. El escoger la bicicleta que te
tiene que transportar no es nada fácil: cada uno tiene una idea de lo que se quiere
gastar, y en función de ello cada uno elige la bicicleta que va bien con su
físico. El Peseta y Cristo pusieron directamente las alforjas en sus
bicicletas, pero yo decidí que se las pondría mas tarde, cuando estuviera más
habituado a ella, dado que mi problema era acostumbrarme a otro modelo de
bicicleta que en nada tiene que ver con la de carretera.
Con nuestras bicicletas nuevas,
empezamos el periodo de entrenamiento. Salíamos juntos cuando podíamos, o por
separado cuando era imposible coincidir los tres. Yo tardé un mes en habituarme
a la nueva bicicleta, pero mi preocupación era que mis compañeros entrenaran lo
suficiente para que el Camino fuese lo más llevadero posible, más que nada
pensando en el trasero, al que hay que curtir con muchas horas encima de la
bici. Por otra parte, yo nunca he montado en bicicleta tantos días seguidos y
no sabía cómo iba a responder ante tanto desgaste físico. Es por ello que si yo
estaba preocupado por mí, lo estaba más por El Peseta y El Cristo, más por el
segundo que por el primero por aquello de la condición física. Pero, pensando
en ello, venden unas fundas para el sillín que hacen más llevadero el problema
del portapeos.
Estuvimos entrenando cada vez
recorridos más largos y complejos. Llegó un momento que nos conocíamos el río
Segura como la palma de mi mano.
Poco después, en una comida familiar,
en casa de mi madre surge la conversación del viaje, de los entrenamientos y de
los preparativos. Con gran sorpresa por mi parte, mi sobrino Borja (hijo de mi
hermano José Maria y Lola) dice que se viene con nosotros. Mi hermano y yo le
advertimos de que el viaje no era una broma y que habrá momentos en que no lo
pasaremos tan bien, pero él se empeña en que se viene. Mi sobrino tiene
dieciséis años y hace un montón de tiempo que no monta en bicicleta, pero
entrena continuamente con su equipo de fútbol y va al gimnasio regularmente,
por lo que está convencido de que está muy bien físicamente; el problema reside
en cómo responderá en la bicicleta en el poco tiempo que queda para hacer el
Camino. Mi hermano le vuelve a decir de todo, pero, ante la disposición que
tiene mi sobrino de venirse, solamente le advierte de que le va a comprar lo
necesario para hacer el viaje, pero que si no termina la aventura, le tiene que
devolver todo lo gastado. Borja acepta.
Una vez comprada la bicicleta de Borja
seguimos entrenando, ahora los cuatro, aunque Borja falla más de la cuenta,
pues algunas veces coinciden las salidas de bicicleta con sus partidos de
fútbol y no puede entrenarse todo lo que yo quisiera. He de advertir que mi
insistencia en entrenar estaba basado en la más pura lógica: cuanto mejor vayas
preparado, mejor lo pasarás en el viaje. Esto puede ser una locura, pero cuanto
más controlada esté, menos contratiempos tendremos.
Llevamos ya tres meses entrenando y lo
más que conseguimos es pedalear dos días seguidos, en sábado y en domingo. Ya
en febrero salimos mañana y tarde para ver las “sensaciones” -como diría Perico
Delgado- que se producen al pedalear recién comido. Mi sobrino sigue siendo el
que ha empezado más tarde y el que menos entrena. Al final todos pasamos por la
experiencia de un recorrido por Cotocuadros muy dura, un tipo de etapa que
pensábamos no habría en el Camino. Nos equivocábamos totalmente.
La idea de hacer el Camino de Santiago
en Semana Santa la teníamos siempre en la mente, pero estaba siempre sujeta a
las condiciones climatológicas. Yo siempre me hacía el pesado advirtiéndoles de
que el miedo que tenía era el de la lluvia, máxime pensando en la fecha en que
nos iríamos, siendo todavía invierno y estando en el norte. En estas fechas, ir
mojado en la bicicleta supone ser candidato a una bronquitis o algo parecido.
El planteamiento del viaje era hacer la
ruta desde Burgos hasta Santiago de Compostela para lo cual alquilaríamos un
furgón en el que llevar las bicicletas y todo lo necesario. Allí dejaríamos el
coche de alquiler y al llegar a destino haríamos lo mismo en Santiago de
Compostela para volver a Murcia, donde dejaríamos el vehículo alquilado.
Más tarde mi hermano nos dijo que él
mismo iría con su coche para servirnos de apoyo, llevando todo el equipaje. Nos
vino muy bien, pues suponía no tener que llevar alforjas y un peso extra en la
bicicleta que nos supondría circular más despacio y con más esfuerzo. Esta
nueva situación propiciaba un cambio radical en la forma de hacer el camino. Lo
primero que hicieron El Peseta y El Cristo fue quitar las alforjas que habían
montado el mismo día de la compra de las bicicletas. Yo me ahorré ese gasto.
Quince o veinte días antes de salir de
viaje, mi hermano vino a la fábrica donde trabajamos con un furgón de su
empresa. Empezamos a pensar en la idea de que nosotros fuésemos con todas las
cosas en el furgón y él fuese en su coche, lo cual nos haría ahorrar el
alquiler del vehículo en cuestión. El problema era que había que dejar el coche
en Burgos y después recogerlo al terminar el viaje. Aquella idea no podía ser,
dado que no podíamos montar las bicicletas y demás enseres en un coche berlina
para poder volver a Burgos; pero en el furgón podíamos ir los cinco, las
maletas detrás y las cuatro bicicletas arriba en la baca. Mi hermano aceptó
gustoso ir después todo el camino con el furgón de apoyo, ya que pensó que con
este vehículo podría pasar por caminos de tierra, algo que no pensaba hacer con
su vehículo. Aquella idea fue la mejor del viaje, pues suponía ir todos juntos
y tener el coche de apoyo más cerca de nosotros ante cualquier eventualidad.
La fecha se iba acercando y ya
solamente estábamos pendientes del avance del tiempo que consultábamos por
Internet. A mediados de la semana anterior las noticias del tiempo no eran nada
buenas. Según las predicciones, a partir del martes (primer día de camino) el
tiempo era lluvioso en la parte norte de la península y conforme avanzaba la
semana empeoraba en cuanto a lluvias y a temperaturas muy bajas. Les comenté a
mis compañeros que no pasaba nada y que, si seguían las predicciones negativas,
pues lo haríamos mas tarde. Sorprendentemente, El Peseta y El Cristo me dicen
que no pasa nada y que nos vayamos pase lo que pase, a lo cual no pude negarme,
pues seguramente yo tenía más ganas que ellos de irme. Le
comunicamos esta decisión a mi hermano y a Borja y acordamos que, si no pasaba
nada, nos iríamos el lunes por la mañana hacia Burgos.
Quedamos en hacer una reunión para ver
lo que nos hacía falta para abordar la aventura. Sacamos por Internet una lista
de cosas útiles para el camino; luego separamos lo que hacía falta a cada uno
de lo que hacía falta para todos. Como disponíamos de suficiente espacio para
llevarlas y no teníamos que soportar el peso a nuestras espaldas, fuimos
generosos y no hicimos mucho caso a aquel dicho de “echa todo lo que necesites,
quita la mitad y ya tienes el equipaje perfecto”. Una vez visto lo que nos
hacía falta, fuimos a una gran superficie dos días antes de la salida y
compramos todo lo necesario.
Aún salimos a entrenar un día antes de
la salida. Aquella noche apenas pude dormir por los nervios, como imagino les
pasaría a mis compañeros de viaje. Era la misma sensación que cuando uno era un
crío y sus padres lo llevaban a la playa, que esa noche no podía dormir. Tras
una larga noche, amaneció el lunes y a las ocho de la mañana, tal como habíamos
previsto, estábamos en mi casa de la huerta para empezar a montar el equipaje.
Después de poner las bicicletas en el
techo del furgón, cargamos el resto del equipaje en la parte posterior, y cerca
de las diez nos fuimos a una pequeña superficie a comprar unas prendas para la
lluvia que estaban esa misma mañana en oferta. Eran unos monos impermeables
para las motos que nosotros aprovechamos para llevarlos ante cualquier
eventualidad climatológica, principalmente para la lluvia. También compramos
ropa interior preparada para el frío. Fue una buena compra, porque después nos
vendría muy bien para el mal tiempo.
Sin más tiempo que perder, salimos
rumbo a Burgos para poder llegar a media tarde y poder ver algo de la ciudad
antes de emprender el Camino. Me tocó conducir. El coche funcionaba de
maravilla y yo intentaba llevarlo lo más suave posible, ya que durante todo el
camino iba más pendiente de las bicicletas que de otra cosa. El caso es que,
tranquilamente, y después de hacer una parada en el Juanito (
Entramos a la catedral y, por tontos y
por no llevar el documento de peregrino, no nos hicieron la rebaja pertinente.
De cualquier manera, la catedral me siguió pareciendo algo majestuoso. Volví a
verla con el mismo interés que la primera vez. Por no ser pesado, dejé que cada
uno la viese a su manera. Solamente nos dio tiempo a ver la catedral, hacernos
unas fotos y volver al furgón para ir al hostal. Cuando llegamos al vehículo,
creo que a Cristo le faltó darle un beso, ya que fuimos todo el camino de
vuelta con el cachondeo de la seguridad.
Al final llegamos al hostal Vía Láctea.
Bajamos las bicicletas y subimos el equipaje a las habitaciones; nos preparamos
para ir de cena, la única a bombo y platillo que haríamos hasta llegar a
Santiago. Les propuse ir a un restaurante en el que yo había estado en mi
anterior visita a Burgos. Es un restaurante magnífico, pero bastante caro.
Cenamos muy bien y al final mi hermano nos invitó para festejar su santo, que
era el miércoles. El sablazo que le pegaron fue sonado, pero pagó sin rechistar
y, después de brindar a su salud, volvimos al hostal.
Primer palo: al salir del restaurante
estaba lloviendo. Siempre me ha gustado ver llover y pasear bajo la lluvia,
como dice la canción, pero he de reconocer que no me hizo ninguna gracia, ya
que lo que presentíamos en un principio empezaba a hacerse realidad.
Al llegar al hostal, mi hermano se tomo
un café de una máquina. Yo le dije que cómo se le ocurría tomarse una lavativa
de esas, pero no me hizo caso. Se pasó toda la noche visitando el water y
lamentándose al día siguiente de lo caro que le había costado la cena y lo poco
que le duró en el cuerpo. Arrancamos las motos (Borja sabe lo que es) y
esperamos pasar la noche para empezar la gran aventura. Dormí a ratos y conté
las veces que fue mi hermano a visitar al señor Roca, algo que no voy a decir.
Primera etapa. Martes 18 de marzo de 2008. Burgos -
Carrión de los Condes.
Por fin llega la mañana más esperada. A
las siete de la mañana estamos en pie, menos Borja, que, como siempre, hay que
tirarlo de la cama. Recogemos todo el equipaje y, tras ver el tiempo que hace,
nos vestimos para aguantar el frío, ya que, aunque no llueve, el cielo está
totalmente nublado.
En nuestro pueblo, como digo yo, hace
frío en invierno, pero ¡Dios!, el frío que hace aquí te hace temblar. Vamos
tapados hasta las cejas y aun con ello se mete el frío por todas partes.
Después de arreglar la salida del hostal (de lo cual se encarga mi hermano),
nos vamos a desayunar.
Como estamos en la salida de Burgos
hacia León, les comento que lo que deberíamos hacer es volver a la catedral y
desde allí salir como debe de ser. Mi hermano espera en el coche sin moverse,
pues al final volveríamos a pasar por donde estaba. A partir de este momento,
damos las primeras pedaladas con ilusión y bastante frío, y llegamos a la
catedral, donde hacemos las fotografías de rigor, nos deseamos la mejor suerte
para el Camino y empezamos, esta vez sí, el Camino de verdad. A partir de este
momento sólo habrá una obsesión en nuestra cabeza: las flechas amarillas, que
son las que indican en todo momento por dónde discurre el Camino de Santiago.
Las flechas están pintadas en cualquier parte: en un árbol, en el suelo, en un
bidón, etc., normalmente en los cruces. Saludamos a mi hermano, que conduce
tras nosotros, y salimos de Burgos.
Al poco de salir de Burgos, las
indicaciones nos llevan por caminos de tierra, que tras la lluvia de la noche
están embarrados. Mal asunto.
Avanzamos por los caminos y adelantamos
a peregrinos que van a pie. Uno silba para que se aparten y da los buenos días
y el hasta luego, pero la amable respuesta que siempre recibe es un “apa”.
Todos los días oiremos uno de ellos.
La primera etapa teníamos fijada la
llegada a Carrión de los Condes para llegar en la segunda a León, y a partir de
ahí iríamos haciendo lo que nos marcara el Camino y el cuerpo. Lo que se
trataba desde un principio era avanzar lo más posible, por si algún día no
podíamos hacer lo que teníamos en mente.
Como buenos peregrinos novatos, fuimos
haciendo el Camino por los caminos que marcaban las flechas, hasta desaparecer
todo rastro de civilización y adentrarnos en el campo puro y duro de Castilla.
Borja y yo no llevábamos guardabarros y recibíamos de vez en cuando algún
pegote de barro; en cambio, Cristo, que sí los llevaba, tuvo que quitarlos
porque la rueda se le frenaba por el barro. El camino se fue haciendo cada vez
más duro hasta que llegamos al primer pueblo. Intentábamos ir los cuatro juntos
o, en el peor caso, no separarnos demasiado, ya que el más flojo podía
desanimarse y frenar la marcha general.
Mi hermano seguía con el furgón justo
detrás de nosotros e iba como espectador de primera fila en una carrera. Creo
que se fue dando cuenta en ese momento de que el viaje no sería un paseo cómodo
para nadie. Nosotros ya empezábamos a calentarnos e íbamos avanzando lentamente
hacia Hontanas que no llegaba nunca. Cada subida que
aparecía enfrente provocaba las quejas de Borja.
Por fin aparece el dichoso pueblo en un
pozo. La entrada es muy sinuosa y cuesta abajo… en qué se vio mi hermano para
poder pasar con el furgón. En cuanto vimos el primer albergue, nos metimos en
el bar y almorzamos. Nos apañamos bien con café con leche, bocadillos y algún
vaso de vino, y nos sellaron por primera vez la cartilla. Emprendimos la marcha
y volvimos a meternos de lleno en el campo. Por esos parajes perdidos vimos
bastantes peregrinos a pie; recuerdo dos personas totalmente diferentes
siguiendo una misma meta: por un lado, un hombre que hablaba italiano, de 75-80
años aprox., y una chica japonesa de unos 16 años. Sinceramente, pienso que hay
que tener valor para ir solos, cargar con el peso de las mochilas y andar por
estos parajes (sabiendo que, con buen paso, les quedan unos 20 días para llegar
a Compostela). Tiene que haber una motivación muy grande para abordar semejante
aventura.
Nosotros seguíamos bien, parecía que el
almuerzo nos había resucitado e íbamos a buen ritmo. Cruzamos el monasterio
medio derruido de los Antoninos, que se atraviesa por el centro (deberían darle
un premio a la barbaridad al ingeniero que hizo aquello). Más tarde, estábamos
en Castrojeriz. Al salir de esta población y, tras
bajar a un río que cruzamos por un pequeño puente, apareció frente a nosotros
un monte que había que subir. Les comenté a los demás que pusieran el plato
pequeño y el piñón más grande desde abajo (al que llamamos molinillo) si queríamos subir. El primero en empezar a subir por el
camino de tierra fue El Peseta, que cogió su ritmo y se fue alejando poco a
poco de los demás. Tras él iban Borja y Cristo, y al final iba yo. Mi sobrino y
el Cristo se bajaron de la bicicleta al poco de empezar. Yo pasé a su lado y
seguí pedaleando lentamente, ya que no sabía lo que me iría encontrando. No
perdía de vista al Peseta, que seguía con un ritmo fuerte a unos cien metros de
mí. A cada minuto que pasaba, la dichosa cuesta se ponía peor y cuanto más
subías, el barranco de la izquierda daba más miedo. Mi hermano se quedó en el
coche en la parte de abajo, ya que no podía ir a nuestro paso debido a que el
coche patinaba y no podía subir. A media cuesta, el Peseta se baja de golpe de
la bicicleta, y yo sigo pedaleando tras él; subo a poco más de cinco kilómetros
por hora y él andando casi va a la misma velocidad. Poco a poco lo voy pasando;
no sé cómo vienen los de atrás, porque no me atrevo a mirar, dado que una mala
piedra te hace parar y ya no puedes subirte a la bicicleta debido a la fuerte
pendiente. Al final, y con mucho esfuerzo, logro subir y cuando miro atrás,
pensaba que estaba, como decimos aquí, en el quinto pijo. Llevo mucho tiempo
montando en bicicleta, pero tengo que decir que jamás se me había presentado un
kilómetro y medio más duro que este famoso alto de Mostelares.
Esta subida nos marcó bastante toda la etapa.
Después
de un sube y baja permanente, y antes de llegar al canal de Castilla, Borja y
el Peseta van delante, y yo voy esperando al Cristo, al que dejo pasar.
Entonces me llama mi hermano y me comenta que el Cristo va muy jodido, que le
ve mala cara; yo le digo que voy a ir con él para poder llegar a Frómista.
Llegamos al canal; el camino va paralelo al agua, no hay pendiente y me pongo delante
para tirar de él, pero noto que, a poco que aprieto, se queda. Empiezo a pensar
que, si ya no puede y llevamos
Tranquilamente llegamos a Frómista.
Vemos la joya románica de la iglesia de San Martín. La iglesia está cerrada y
nos vamos a comer a un bar. Nos metemos en el cuerpo el menú del día con
abundante vino y gaseosa, que es algo que le gusta al Cristo; con el Peseta no
se puede contar en cuestiones de alcohol, dado que ni lo prueba.
La parada y la comida parece que nos ha
reparado el cansancio y el dolor de trasero que llevamos. Incluso el Cristo
parece que ha renacido y decidimos llegar a Carrión de los Condes por
carretera, ya que el andadero va pegado a la misma y estamos hartos de tanta
piedra. Este tramo lo hicimos rápido, ya que no había fuertes pendientes. El
Peseta y mi sobrino llegaron delante y más tarde llegamos el Cristo y yo. Al
final, cada uno había llegado, con más o menos cansancio, al final de la
primera etapa.
Mi hermano, como tenía mandado, ya
había encontrado el hostal Santiago en pleno centro de Carrión y, después de
sellar en el Monasterio de San Zoilo, nos vamos a darnos una ducha, cambiarnos
de ropa y salir a dar una vuelta y cenar. El hostal está muy bien y, como
después diría Borja, fue el que más le gustó. Era una buhardilla muy espaciosa.
Al salir del hostal, el Cristo (que ya
había atado y bien atado las bicicletas) se da cuenta de que se había dejado su
chaquetón en el hostal de Burgos. Arreglamos el asunto con un chaquetón fino
que tenía preparado para la lluvia. Nos tomamos una cerveza y salimos andando
hacia donde iba la gente, que era a ver la salida de la procesión de martes
santo. Acostumbrados a ver grandes pasos en Murcia, los dos que salieron eran
una virgen portada por seis costaleros y otra más pequeña en un carro con
ruedas tirada por una mujer y empujada por otra. El Peseta lleva un trono en
Ficha técnica:
Burgos – Carrión
de los Condes
Kms. recorridos: 96,70
Tiempo invertido:
06h 02m
27s
Media: 16,00 km/hora
Segunda etapa. Miércoles 19 de marzo de 2008. Carrión
de los Condes – Villadangos del Páramo.
Nos levantamos como siempre a las
siete de la mañana (menos Borja), salimos ya vestidos de ciclistas y nos vamos
a desayunar al mismo restaurante que cenamos ya que tenía oferta de desayuno.
Hacía mucho aire y más frío aunque el sol había salido.
Como teníamos previsto la idea era
llegar a León. Repasando la etapa anterior empezamos a comentar que por el
campo no nos habíamos cruzado con nadie en bicicleta lo cual podíamos entender
por el barro. De cualquier manera empezamos a pensar que siempre que pudiéramos
iríamos por carretera y así poder avanzar mejor.
Lo primero que nos encontramos
siempre siguiendo las flechas amarillas fue la vía Aquitana, que es la calzada
original romana, que se mantiene tal y como era en su época (hace más de dos
mil años). Por no querer ir por piedra, la famosa vía tiene doce kilómetros, lo
cual nos puso el culo caliente, aunque
era totalmente plana y llevábamos el aire de cola, con lo cual íbamos a buen
ritmo. Al salir por la carretera empezamos a ver ciclistas: aunque no esté bien
(el camino no es una carrera), nos picamos un poco con ellos. Así, adelantamos
a dos chicas y dos chicos, que más tarde iríamos viendo a lo largo del camino,
unas veces delante y otras detrás (ellos llevaban bicicletas de carretera).
El Peseta va muy callado y siempre
protegiéndose el cuello con un pasamontañas que no se quita ni para dormir. Más tarde me entero de
que tiene la garganta jodida y tendinitis en un pie,
pero es como Rambo: no se queja en todo el camino. No
se parece a mi sobrino, que cualquier repecho por el que pasa es un renegar
constante (su frase repetida hasta la saciedad es –¿eso
hay que subirlo?), aunque esta mañana va muy animado y de vez en cuando nos
va vacilando, adelantándose cuando puede, y más aun cuando podía adelantar a
las parejas que habíamos visto antes (aún recuerdo cuando quería quitarles las
pegatinas y no llegó a tiempo). Dos días más tarde ya no les vacilaba en O Cebreiro.
Llegamos rápidamente a Sahagún.
Gran ciudad histórica y con la importante iglesia mudéjar de San Tirso. Después
de ver la iglesia y sellar en la misma nos fuimos a comer. He de decir que
después de haber sellado mi hermano en un bar en Ledigos
se tomó el sello como algo personal: a partir de
entonces o el sello que le ponían era de calidad o no lo ponía.
Estuvimos comiendo en un mesón de la
plaza principal de Sahagún y nos metimos entre pecho
y espalda un par de huevos fritos con patatas, cecina y el vino con gaseosa tal
y como lo tomaba el Cristo. Aquello hizo que las fuerzas volvieran otra vez.
Hicimos una parada en Mansilla de las
Mulas, ya cerca de León para hacer unas llamadas. Era el día de San José y en
la familia hay bastantes, así que después de las felicitaciones pertinentes y
comernos un plátano seguimos hasta León por la carretera general con bastante
tráfico. La llegada se nos hizo interminable y lenta, ya que el Cristo y Borja
iban bastante castigados, más el segundo que el primero, o por lo menos lo
aparentaba, ya que no paraba, como siempre, de renegar. De cualquier manera
llegamos a la catedral donde habíamos quedado con mi hermano.
No puedo dejar de admirarme por la
catedral de León, en especial por sus vidrieras. Allí coincidimos con varios
ciclistas con los que nos habíamos visto anteriormente. Nos hicimos las fotos
de rigor y, al estar la catedral cerrada, decidimos comer (en una cadena de
comidas para jóvenes) y hacer tiempo para poder entrar. Vimos también la casa
Botines de Gaudí y volvimos a la catedral.
Cuando llegamos a la catedral ya
estaba abierta. Le expliqué a mis compañeros que existe una costumbre de los
peregrinos: pasar una medalla o crucifijo por la columna de la puerta
principal, lo cual ha dejado una hendidura a lo largo de los siglos. Yo pasé
por ella un crucifijo de mi mujer y mi sorpresa fue que, al darme la vuelta,
una señora, con acento –creo- de
Asturias, que iba con un grupo muy numeroso, me preguntó que es lo que
había hecho. Cuando se lo expliqué, la mujer llamó a todo el grupo y todos, en
fila india, pasaron por la hendidura lo que cada uno llevase en la cadena.
Las vidrieras se veían perfectamente,
ya que el día era soleado y se podían admirar en todo su esplendor, salvo las
que están restaurando y no se pueden ver por los andamios. Pero, aparte de las
vidrieras, la catedral en sí es de una armonía arquitectónica preciosa. Hemos
tenido la suerte de ver dos de las mejores catedrales góticas de España.
Una vez terminada la visita nos planteamos
abandonar León y buscar un hostal en la salida que nos dejara para el día
siguiente más fácil el buscar el camino.
Pasamos por el hostal de San Marcos,
cuya fachada es una joya del plateresco. Nos hicimos unas fotos con la
escultura del peregrino cansado y esperé
fuera para que vieran la entrada del antiguo hospital (hoy parador nacional) y
el claustro. Enfilamos el puente sobre el río Bernesga
y salimos de León buscando a
Llegamos a esa iglesia, moderna, con
sus grandes esculturas de los Apóstoles y
Villadangos
tiene poco que ver. Lo único que pensábamos hacer era tomarnos alguna cerveza y
cenar para irnos pronto a descansar. Al bajar del hostal el Peseta quería ir a
una farmacia para tomarse algo para la tendinitis,
que lo llevaba a mal traer. Buscamos la farmacia y allí nos indicaba que la de
guardia se encontraba en otro pueblo. Cogimos el coche y tuvimos que
desplazarnos unos quince kilómetros hasta que la encontramos cerca de Orbigo. El Peseta, que, como dije antes, hace como Rambo, se automedica y se cura él solo, consiguió lo que
quería y volvimos al restaurante del hostal. Cenamos bien, incluida la paliza
de la cocinera, que sabía más que Arguiñano.
Nos fuimos a la habitación y tras
leer un poco, estudiar la etapa del día siguiente, volví a plantar un pollizo y
arranqué la moto pronto (he de decir que Borja consiguió por fin plantar su
pollizo). También mi hermano arrancó pronto la moto, con lo cual en la
habitación parece que hay una carrera, de lo cual Borja ni se entera.
Mañana nos espera la primera gran
etapa de montaña.
Ficha técnica:
Carrión de los
Condes – Villadangos del Páramo
Kms. recorridos 125,37 kms.
Tiempo
invertido 5 h
Media 20,90 km/hora
Tercera etapa: 20 de marzo de 2.008. Villadangos del Páramo – Villafranca del Bierzo.
Nos levantamos temprano, como todos
los días. Desayunamos en el restaurante del hostal. El día amanecía con sol y
viento, como el día anterior, pero con un frío de perros. Antes de las nueve de
la mañana ya estábamos encima de las bicicletas, buscando poco a poco la
primera gran montaña del recorrido (la famosa Cruz de Hierro).
El primer monumento que vimos fue el
honroso puente de Orbigo. De él cuenta la leyenda que
D. Suero de Quiñones y sus caballeros retaron durante un mes a todo aquel que
osara cruzar el puente. Al final de la contienda murió un caballero de D. Suero
y, para terminar de cumplir la promesa a una dama, fueron en peregrinación a
Santiago. Aparte de las leyendas, es un magnifico puente románico que se
mantiene intacto al paso del tiempo.
Seguimos avanzando por el arcén de la
carretera. Al Peseta, desde el día anterior, se le metió entre ceja y ceja que
tenía que lavar la bicicleta del barro que llevaba porque, según él, no le iba
bien el cambio de marchas. Por otra parte el Cristo decía que la bicicleta le
rebotaba bastante y quería quitarle presión a las ruedas. Paramos en una
gasolinera e hicimos ambas cosas. Los demás dejamos las bicicletas como estaban
ya que cuando una cosa funciona es mejor dejarla estar.
Llegamos a Astorga (Asturica Augusta), eje de caminos durante la dominación
romana. Tan importante era esta ciudad en
Salimos de Astorga para dirigirnos a otro
pueblo, ejemplo de construcción de la comarca de la maragatería: Castrillo de los Polvazares. Este
pueblo es muy conocido, porque conserva la misma construcción del siglo XVIII
cuando sus habitantes eran en su mayoría arrieros. Sus casas, iglesia y calles
se mantienen en una piedra rojiza que le da un color especial en contraste con
el azul del cielo de ese día. La verdad que para ver el pueblo hay que
desviarse un poco del camino pero merece la pena ese pequeño esfuerzo.
Antes de entrar en dicha población
oigo un golpe detrás de mi. Cuando vuelvo la cabeza
para ver qué pasa, veo al Cristo levantándose del asfalto y recogiendo la
bicicleta. Al parecer ha rozado su rueda
delantera con la trasera del Peseta (en
ciclismo se llama hacer el afilador) y eso le ha hecho caer. Tuvo suerte,
porque, aparte de que íbamos despacio, el coche que venía detrás le dio tiempo
a parar y quedar el accidente en su susto. Le preguntamos si se había hecho
algún daño, pero parece ser que no había pasado nada (más tarde nos dijo que la
rodilla se la había raspado).
A partir de este momento empezaba la
subida, primero a Rabanal del Camino y después a
Al Peseta lo veíamos a lo lejos hasta
que dejamos de verlo. Al Cristo lo veíamos, se perdía y volvía a aparecer pero
al paso que llevaba mi sobrino no lo cogíamos. El Cristo se impuso un ritmo
tranquilo, que lo hizo llegar arriba a su manera. Nosotros juntos íbamos atrás.
Al llegar a Foncebadón, ya llevábamos seis kilómetros
de dura subida y allí empezó el tramo más duro porque el sentido de la
carretera cambio y el aire nos daba de frente, algo que dificultaba más la
subida. Me paré en Foncebadón (pueblo abandonado
donde solo hay un restaurante) a echarme una foto en una payoza
y dejé que mi sobrino se fuera poco a poco. Su padre no quiso verlo de cerca.
Sufrió más mi hermano de ver como iba su hijo que el propio Borja. Mas tarde lo
volví a coger y, ya juntos, recorrimos el último tramo –durísimo- de la
ascensión. Por fin apareció
Pero este punto no es lo más alto de
la subida. Aún hay que llegar a las
antenas de repetición, tras pasar por Manjarín. Este
pueblo está abandonado y solamente vive en él Tomás el hospitalero, que
mantiene un albergue que mejor será que nos lo describa mi hermano, pues fue él
quien entró en el albergue para sellar las cartillas y quedó asombrado de lo
que allí vio. Tomás vive tanto el camino que toca la campana en días de niebla
(está a más de
A partir de las antenas empieza el
largo descenso de
Entramos en un bar muy acogedor y
lleno de gente que advertía en la puerta: hay limonada. El Cristo seguía
controlando las bicicletas desde el interior del bar. Le pregunta mi hermano al
Peseta si quiera limonada, por aquello de que no lleva alcohol. Asiente y pide
la más grande que haya, pero la camarera
nos enseña que la limonada se bebe en una copa de vino. Bueno, pues que sirva
varias. Pero he aquí que la señora saca del refrigerador una botella y empieza
a echar en la copa; aquello no se parecía en nada a una limonada, por lo que mi
hermano la detuvo. La mujer nos dice que eso es la limonada. Al preguntar qué
es lo que contenía, nos dijo que vino con cítrico. Nosotros le comentamos que
eso en nuestra tierra se llama zurra y que la limonada solamente se hace con
limones. El Peseta se quedo sin probar la famosa limonada y optó por un
refresco. Al terminar volvimos a coger la cuesta abajo, una gozada después de
la subida, aunque al final se te cogía dolor de brazos de tanto sujetar la bicicleta
y de frenar. Tras pasar por Molinaseca, llegamos a Ponferrada. Quedamos con mi hermano en juntarnos en el
Castillo de los Templarios.
A la hora que llegamos estaba el
castillo cerrado y aún tardarían en abrirlo, por lo que la intendencia de mi
hermano empezó a funcionar y nos fuimos a comer a un restaurante frente al
castillo. Nos pedimos el menú del día y yo tuve la feliz idea de pedir potaje
de garbanzos (muy buenos, por cierto) pero que más tarde me pasarían factura.
Cuando terminamos de comer decidimos
no entrar en el castillo porque habíamos convenido en llegar a Villafranca del Bierzo y que no se nos hiciera muy tarde.
Empezamos a cruzar Ponferrada hasta la salida de la
nacional, que iba directamente a nuestro destino. Como nos daba viento
favorable y la carretera era completamente llana, avanzamos rápidamente. El
cuerpo empezó a hacerme extraños ruidos y apretones, que fueron cada vez a más.
Los garbanzos empezaban a protestar y entre el culote que se me enrollaba en el
vientre, el pantalón apretado y el estomago fastidiado no me levantaba de la
bicicleta por miedo a que los garbanzos o lo que quedaban de ellos empujasen
mas de lo debido y el estropicio fuese de categoría.
Giramos en dirección a Villafranca y empezó una subida y viento de cara que nos
puso las cosas difíciles, pues todos íbamos castigados del largo recorrido que
llevábamos encima. Vimos un cartel que anunciaba seis kilómetros a Villafranca. Aquello empezó a animarme ya que cada vez los
apretones que tenía iban a más. Después de recorrer unos tres kilómetros vuelve
a aparecer otro cartel que nos anuncia que Villafranca
esta a seis kilómetros. Ya no sé cuál de los carteles dice la verdad, pero lo
cierto es que, como tarde en llegar, voy a pasar un mal rato. Cuando empezamos
a entrar en el susodicho pueblo, nos comenta mi hermano que le ha sido difícil
encontrar alojamiento, pero que al final ha encontrado uno en el otro extremo
de la población. Lo que me faltaba. Cruzamos Villafranca
de punta a punta, que por cierto es largo, hasta que llegamos al hostal Méndez.
Nos dieron unas habitaciones privadas que normalmente no las usaban. Juro que
si tardo en llegar al servicio (por cierto, estaba fuera de la habitación pero
era muy amplio), suelto todos los garbanzos en la escalera. Pero al final me
quedé en la gloria.
Con las prisas con las que entramos
en Villafranca, no habíamos sellado en ninguna parte.
Mi hermano y yo nos acercamos a la iglesia de Santiago, que está al entrar por
el camino original. Cuando llegamos estaban cerrando la iglesia y entramos al
albergue para sellar. Las explicaciones del albergue se las dejo a mi hermano.
Al salir del albergue vimos cómo
llegaban una pareja de peregrinos con un carro y un niño de unos dos años
dentro. El carro iba totalmente cerrado para las inclemencias del tiempo. Lo
abrieron y dejaron salir al niño para que estirase las piernas, lo cual hizo
como un loco. Hay que imaginarse que si el camino andando es duro, aún más duro
se le hacía a esta pareja, que tenía que empujar el carro con la criatura
dentro y las mochilas encima. Pero pienso en la paciencia que debía de tener la
criatura, para ir tantas horas diarias sentado y quieto.
Volvimos al hostal. Fuimos todos
juntos a la iglesia de Santiago, después de pasar por varios monumentos. La
iglesia de estilo románico lombardo está solitaria al entrar a Villafranca. A
Regresamos a la plaza mayor y cenamos
en un restaurante comida italiana con unos tanques de cerveza que no los
saltaba un galgo. Vimos algo de la procesión y nos volvimos al hostal para
descansar, dado que al día siguiente nos tocaba otra subida casi al cielo, que
nos daba la bienvenida de entrada a Galicia.
Después de plantar los árboles
pertinentes y de poner a prueba las motos, terminamos la jornada.
Ficha técnica:
Villadangos del Páramo – Villafranca del Bierzo
Kilómetros
recorridos: 115,14 km.
Tiempo
invertido: 6 h
Media: 18,42 km/hora
Cuarta etapa. 20 de marzo de 2.008. Villafranca del Bierzo – Sarriá.
Buen desayuno y frío infernal, aire
que corta la cara y lo que no es la cara. Desandamos los pasos hasta el hostal.
Por la puerta del mismo no paran de pasar peregrinos, cada vez más numerosos.
Por la umbría de la salida de Villafranca hace una
rasca de categoría y no vemos el sol hasta que llevamos recorrido unos cinco
kilómetros. Vamos tranquilos, pero la carretera siempre es cuesta arriba, al
principio todavía suave. El camino discurre continuamente por la antigua
carretera nacional. Los peregrinos que van a pie tienen un andadero por la
margen izquierda de la carretera, muy bien protegido pero los que vamos en
bicicleta tenemos que ir por el arcén. El viento es cada vez más fuerte y
empieza a ser bastante molesto; nos
obliga a ir más despacio, con lo que la sensación de frío es aún mayor, aunque el sol lo tenemos a nuestras espaldas.
Según las previsiones meteorológicas,
el tiempo que se avecinaba era de lluvia, viento e incluso nieve. El Peseta
empieza a comentarnos que no puede hacer mal tiempo ya que tenemos sol. El
Cristo le dice que en estos parajes el cambio de tiempo supone un cuarto de
hora. Qué razón tenía, pues lo que pasamos después no tiene nada que ver con el
sol que disfrutábamos en estos momentos. Pasamos dos o tres pequeños pueblos en
la orilla de la carretera a los que no entramos.
Cuando llevábamos una hora
pedaleando, aparte del renegar clásico de Borja, empieza a decirme que se le
están subiendo los gemelos. Si le pasa este problema muscular, ya ha terminado
el día para él, pues se le encogería la pierna a cada pedalada y no podría
seguir. Paramos un momento para que pusiera algún remedio en la pierna. Le
comenté que se subiera un poco al coche para que descansara la pierna, ya que
en adelante el esfuerzo se iría incrementando y sería peor. No quiso subirse ya
que su ilusión era hacer el camino completo por sus medios, algo que le honra.
Seguimos despacio para no forzar la pierna, pero el viento cada vez arreciaba
más y la pendiente empezaba a aumentar. A Borja le vino bien la parada y de
momento el gemelo había dejado de molestarle.
Seguimos la carretera nacional y no
entramos por la parte de abajo, que es por donde marca la ruta. Cada vez
ascendemos más y el viento arrecia. Cuando llevábamos medio puerto subido, la
carretera estaba cortada. Tuvimos que bajar por un camino estrecho, mal
asfaltado y una pendiente brutal, llegando a la carretera que teníamos que
haber cogido kilómetros atrás. Total, que nos comimos medio puerto tontamente y
derrochamos un esfuerzo inútil, ya que bajamos en quinientos metros lo que nos
costó subir en siete u ocho kilómetros.
Continuamos por un valle de aldeas y
de un bosque bastante espeso. Tal y como nos había comentado el Cristo, el
tiempo empezó a cambiar radicalmente. El sol desapareció y dio lugar a un día
brumoso, oscuro y feo. El viento seguía castigándonos y aun se notaba más
cuando nos daba de cara en alguna subida más fuerte de lo corriente.
Al poco tiempo vimos a lo lejos
cuatro bicicletas, lo cual sin querer hizo que aumentásemos el pedaleo para
cogerlos, pero Borja no estaba esa mañana para bromas. Resulta que los cuatro
ciclistas eran las dos parejas que nos habíamos cruzado varias veces en el
camino. En un momento dado, Borja me dijo de adelantarles tan fuerte como para
quitarles las pegatinas.
Empezaba la carretera a empinarse
bastante cuando el Cristo y el Peseta alcanzaron a las dos parejas. Nosotros
iríamos cien metros detrás y nos acercábamos muy lentamente a ellos. Vimos cómo
nuestros compañeros iban hablando con ellos, hasta que los adelantaron y se
fueron poco a poco hacia arriba. Antes de contactar nosotros con las parejas,
me acordé de las pegatinas; invito a Borja a ver si les pasamos y les quitamos
las pegatinas, a lo cual me responde que hoy no estaba para quitar nada. Los
pasamos tranquilamente. Cuando nos íbamos alejando de ellos y estábamos en una
rampa muy fuerte debajo de la autovía, una de las mujeres salió muy fuerte a
por nosotros. Borja iba que no se quería ni mirar la cara, pero le advierto que
la mujer viene a por nosotros. A Borja de daba igual, ya que iba pedaleando
como dios lo encaminaba, pero, de repente, la mujer se para y se baja de la
bicicleta (la pendiente era muy fuerte) y lo mismo hicieron el resto cuando
llegaron a su altura. Al Peseta y al Cristo dejamos de verlos.
Logramos llegar a una zona un poco más suave y pudimos recuperar un poco
las fuerzas, pero el tiempo iba empeorando por momentos, el viento era muy
molesto, empezaban a caer las primeras gotas, y a lo lejos la niebla era muy
densa y empezaba a verse cada vez menos. Vuelve mi hermano con el coche y nos
advierte que quedan tres kilómetros para llegar y que los peregrinos en
bicicleta se están bajando de la misma totalmente destrozados. Conozco el
camino y sé que mi hermano está equivocado, ha confundido el pueblo de Piedrafita o Cebreiro con la
subida definitiva, que esta en O Cebreiro. No le
comento nada, porque si en ese momento le explico que ese no es el final de la
subida, mi sobrino que piensa que su calvario se va a terminar pronto, se
hundiría. De cualquier manera le comento a mi hermano a solas que está
equivocado y que al pasar dicho pueblo, está la subida más dura, la definitiva.
Llegamos a Piedrafita.
He de hacer una aclaración: esta ruta no es la del Camino, pero se recomienda
no subir por la original, ya que discurre por sendas muy complicadas, y más
hoy, con el temporal que tenemos. Aquí nos juntamos todos. El Peseta y el
Cristo están ayudando a una joven que tiene una avería en su bicicleta. Le
solucionan el problema y la joven se
sube a la bici para comenzar la subida; consigue pedalear cien metros y, ante
la dureza de la carretera, vuelve a bajarse y continúa andando y empujando a la
bicicleta (aún más duro, hay que tener valor para seguir sola por estos
caminos).
El Peseta va delante, el Cristo le
sigue a corta distancia, después va Borja y yo de furgón de cola. En este
momento la niebla arrecia, el viento aprieta, la carretera se empina sin
compasión, los pies empiezan a congelarse y las manos no las sentimos. Borja va
quedándose poco a poco. No vemos más allá de veinte metros. No puedo calcular
la distancia que nos queda, pero será mas o menos de tres kilómetros que se nos
van a hacer eternos, ya que Borja no consigue ir mas allá de los cinco o seis
kilómetros por hora. No quiero dejarlo solo, porque estoy seguro que empezaría
a pasarle por la cabeza la idea de bajarse de la bicicleta y subir andando, lo
cual sería peor. Se detiene un par de veces, pero reanudamos rápidamente la
subida. Cada vez hace más frío, las gafas se empañan con nuestra respiración.
No sé que más puede pasar, pero estoy deseando llegar más que nada por mi sobrino, que no lo veo bien.
Baja mi hermano con el coche y nos da
una noticia alentadora: en O Cebreiro está nevando.
Lo que nos faltaba. Cuanto más subimos, menos se ve. Empieza a caernos la nieve
con ventisca, tenemos que ir poco menos que de lado, pero en ese momento la
carretera empieza a suavizarse. Si mi memoria no me falla debemos estar cerca
del cruce para entrar por la izquierda a O Cebreiro.
Efectivamente, pronto nos desviamos y en dos minutos estamos en la iglesia
prerrománica. Entramos en la misma para verla y mi hermano sella las cartillas;
éste es un punto importante dentro del camino. La ventisca fuera es cada vez
mayor, la nieve empieza a cubrir el suelo con un manto blanco y todos los
peregrinos que van llegando entran rápidamente en la iglesia para refugiarse.
Tras echarnos unas fotos, mi hermano nos indica la “Taberna Celta” como lugar
para refugiarnos y aprovechar para comer, ya que son las doce. No sabe uno lo
que agradece entrar en un sitio con cocina de troncos de leña, calentita,
cuando uno lleva los pies y las manos insensibles.
No teníamos prisa por salir de allí. El mesón se lleno rápidamente.
Comimos una sopa mala como un rayo, pero que nos supo a gloria, y dimos cuenta
también de un par de botellas de vino (siempre con gaseosa). Era curioso cómo,
estando sentados en la mesa, echábamos humo por todo el cuerpo. Miraba a la
puerta, que tenia cerrada la parte de abajo pero abierta la de arriba, y
entraba el frío igual que cuando se abre la puerta de una cámara frigorífica.
No sé a los grados que estaríamos en esos momentos, pero yo en mi vida he
pasado tanto frío.
Tras reparar al estómago, teníamos
que seguir el camino por mucho que nos gustara estar allí bien calentitos. Lo
cierto es que cuando más tiempo estuviésemos a cubierto más nos iba a costar
seguir en la bicicleta. Nos pusimos los trajes de agua para poder aguantar lo
que nos viniera encima y reemprendimos el camino. Aún quedaba por subir algo
hasta el alto del Poio, y a partir de allí, seria un
descenso hasta Samos. Al empezar a descender aflojo
la lluvia hasta desaparecer, y también aflojó el viento.
Llegamos a Samos
(tampoco éste es el camino original, pero ante las circunstancias
climatológicas ni nos planteamos ir por otro sitio). Estuvimos dando una vuelta
por el grandioso monasterio benedictino de Samos.
Aquí tienen albergue en un lateral del monasterio, en una nave con bóveda de
medio cañón, en la que los peregrinos los despierta el canto gregoriano de los
monjes a las seis de la mañana; además, son invitados a oír misa y es dan
desayuno. Nosotros nos limitamos a admirarlo por fuera y mi hermano, como
siempre, fue a que le sellaran las cartillas. Según nos comentó, se las sello
un monje (a mi hermano, a estas alturas del camino, no le sellaba cualquiera
las cartillas). Ya nos habíamos tomado antes unos refrescos en un bar y
decidimos quedarnos en Sarriá, ya que los cuerpos no daban para mas. Como siempre mientras nosotros pedaleábamos mi hermano
iba haciendo las diligencias para el hospedaje. Llegamos pronto a Sarriá y no
tuvimos problemas para llegar a lo que se suponía era un hostal, y que después
vimos que era el hotel Roma.
Tras acomodarnos en las habitaciones
y cambiarnos de ropa, salimos al centro de la ciudad a pasearnos. Durante el
paseo, empezó una conversación entre el Peseta y Borja sobre las artes
marciales (tema que le apasiona al Peseta). Después de hacerle un par de
simulacros de patadas en alto, quedó Borja tan entusiasmado que rápidamente
quería empezar a dar clases cuando volviésemos del viaje (el otro tema que
tenían siempre presente eran las motos, pero esas conversaciones eran entre
Borja y el Cristo).
Dando el paseo por la ribera del río
Sarriá me fije en unos árboles que nunca había visto. Eran como un ficus de hojas pequeñas, pero que a lo lejos estaban como
llenos de rosas. Cuando te fijabas más de cerca eran como una rosa, pero más
abierta. Un árbol de estos tenía un ruedo como una higuera grande, y era
espectacular ver la inmensa cantidad de lo que podíamos llamar rosas de color
rosa. Por curiosidad, pregunté a algunas personas si sabían como se llamaba
aquel árbol, pero no supieron darnos explicación. Me quedé con las ganas de
saberlo, pero me imaginaba que si sobrevivían aquellos árboles con aquellas
temperaturas tan bajas, podríamos tenerlos en estas latitudes.
Cenamos, después de una gran
caminata, en una pizzería que tenía cerveza de bodega. Había dos tanques de
cobre de mil litros cada uno con cerveza, de la que dimos buena cuenta mi
hermano y yo con unas jarras generosas en cantidad y calidad. Los demás iban de
refrescos y el Cristo de cerveza sin alcohol.
Volvimos al hotel y después de hacer
una plantación generosa y leer un poco, comentamos la etapa siguiente, apagamos
las luces y a correr en moto (el telediario no anuncia nada bueno para el día
siguiente, metereológicamente hablando). Estamos a
escasos
Ficha técnica:
Villafranca del Bierzo –
Sarriá
Kilómetros
recorridos:
Tiempo
invertido: 5 h
Media: 14,88 km/hora
Quinta etapa. 21
de marzo de 2.008. Sarriá – Pedrouzo.
Siete de la
mañana.
- Jose ¿qué
tiempo hace?
- Está el suelo
mojado de la escarcha.
- De acuerdo.
Como siempre, entré el primero al servicio.
Al salir y llamar a mi hermano me acerco a la ventana: suelo mojado de la
lluvia que estaba cayendo. Buen día nos espera, pensé. Borja se dejó caer la
noche anterior encima de las mantas y ha aparecido esta mañana en la misma
postura, sin moverse un centímetro.
Tenemos que cambiar de forma de
vestir, ya que la ropa convencional no sirve. El cielo está totalmente
encapotado y no tiene visos de cambiar a corto plazo. Si te abrigas y encima te
pones el mono impermeable sudas como un perro, y si no te abrigas tanto puede
que te congeles a media jornada. Lo que si tenemos claro es que no hay que
dejar ninguna parte de nuestro cuerpo a merced del agua, pues la combinación de
agua y frío no es nada agradable. Yo me puse el culote corto y las medias. En
la parte superior solamente maillot, una camiseta y
manguitos. Encima de todo esto, los impermeables. Pero el problema principal
estará en los pies y manos. Para las manos, nos ponemos guantes de abrigo y
encima unos guantes de goma para llevar las manos secas. Para los pies bolsas
de plástico para el agua.
Después de toda la parafernalia de la
vestimenta, desayunamos en el mismo hotel. La lluvia empezó a arreciar, pero ya
no había marcha atrás. Los peregrinos iban pasando poco a poco y cada uno se
iba protegiendo como podía. Normalmente los caminantes usan grandes capotes que
parecen tiendas de campaña que los cubren por completo a ellos y al equipaje,
por lo que siempre van secos. Pero la historia de la bicicleta es otra.
Recogemos las bicicletas. La mujer
del hostal nos indica un camino para no tener que volver un par de kilómetros
hacia atrás. Al final salimos por las vías del tren y encaramos la carretera
que va a Portomarin. Hoy ni se nos pasa por la cabeza
avanzar por pistas de tierra, ya que el aguacero que nos esta cayendo es de
categoría. Más de un día de estos nos haría falta en Murcia, aunque aquí
también se quejan de la sequía.
A los dos kilómetros de salir ya
estamos subiendo sin parar. No vemos nada salvo la carretera. Hay que ir con la
cabeza agachada, para que no se te moje lo único que llevamos sin tapar. No se
si lo mejor es subir o bajar. Subiendo vas lento, pero no te entra el agua que
suelta la bicicleta; cuando vas cuesta abajo las manos, los pies y la cara
empiezan a enfriarse peligrosamente.
Cuando llevamos aproximadamente
quince kilómetros tenemos que parar. Borja tiene los pies casi congelados.
Tenemos que parar. Cuando se quita los calcetines, las bolsas y demás aparejos
de los pies los lleva más tiesos que el mármol. Dice que le duelen y que no los
nota. Yo no quiero decir nada para que no se desanime pero no siento los pies
desde la mitad del puente hasta los dedos. Sé que tengo algo al final de los
pies pero no siento nada. Se seca los pies, se cambia de calcetines y seguimos
pedaleando: ahora es cuesta abajo hasta Portomarin.
La lluvia ha aflojado bastante y ahora lo que queda es un calabobos. El frío en
la bajada es brutal: cuanto más corres, más te enfrías. Es un contraste en tu
cuerpo; los pies y las manos no los sientes y el cuerpo, al no poder transpirar
por el chubasquero, se va empapando de sudor. Lo de las manos es otro cuento:
como llevamos guantes de goma encima de los de lana, la mano va sudando, la sudor se va congelando y los dedos se quedan inmóviles
hasta el punto de no poder frenar algunas veces o cambiar de marcha.
Cruzamos el puente larguísimo del
pantano de Portomarin. El pueblo que vemos es el
nuevo, ya que al original esta en el fondo, cubierto por el pantano que se hizo
en los años sesenta. La iglesia-fortaleza de San Nicolás, que está en lo alto del Portomarin
nuevo, se desmontó y se trasladó piedra a piedra a su nuevo emplazamiento.
Nosotros la vimos a lo lejos ya que el día no estaba para visitas. Al llegar a
la otra orilla del puente empezó a caernos tal cantidad de agua que parecía que
nos la tiraban a calderos.
Continuamos subiendo hasta el alto de
Ligonde y nos juntamos con un pelotón de ciclistas
que estaban tapándose como podían en Portomarin.
Parecía que íbamos en una carrera. En este tramo, los pies y las manos iban
completamente empapados. Al culminar el alto de Ligonde
empezó a castigarnos el viento. A partir de este momento tendríamos compañía
permanente: viento, agua y frío cada vez más intensos. Cuando ascendíamos, el
agua quería por momentos convertirse en nieve que no cuajaba en el suelo.
Al pasar Palas de Rei
entramos en una carretera estrecha,
pasando por pequeñas aldeas. La cantidad de peregrinos era cada vez
mayor y nuestras ganas de bicicleta cada vez menores. Mi hermano iba algo
adelantado y nos buscó un sitio para descansar y tomar algo caliente, que nos
resucitara el cuerpo. Entramos en el mesón y pedimos una sopa y algo más
sólido. Volvíamos a parecer chimeneas humanas cuando nos abrimos los
chubasqueros. La mayoría de los peregrinos entraban, pedían un Colacao y seguían la ruta. Uno nunca sabe si es mejor una
parada pequeña para no enfriarse o descansar algo más y recuperar fuerzas.
Nosotros hicimos lo segundo ya que tuvimos que esperar algo hasta que vino la
sopa (qué cosa más patética) que nos sirvieron, junto con el vino, para
calentarnos. Cuando entré en el bar no sentía los pies, estando sentado en la
mesa los pies me hacían chof-chof,
los tenía empapados, pero empezaron a revivir.
Salimos de nuevo al infierno. La
carretera estrecha era un continuo sube y baja. La ventisca empezó de nuevo a
arreciar y los pies y manos a sufrir también. A partir de ahora ya no teníamos
mas misión que la de avanzar aunque fuese lentamente, y salir de aquel bosque
que, en comentario de mi hermano, daba respeto de estar, ya que el ruido que
hacía el viento, combinado con el del agua, hacia del paisaje algo tenebroso.
Volvimos a salir a la carretera nacional y parece que el cielo quisiera abrirse
poco a poco. El sol intentaba salir y aquello nos animó a seguir mas allá de Melide; pero aquello sólo fue un espejismo ya que la lluvia
volvió con más fuerza. Decidimos que había que llegar hasta Arzua.
Al salir de Melide, entramos a comer en un bar. Había
un truco para descongelar los pies: aprovechando una gran pendiente cuesta
arriba (para no perder mucho tiempo), yo me bajaba de la bicicleta y echaba a
andar un rato hasta que se sintieran los dedos de los pies. Yo lo tuve que
hacer aquí en una ocasión y dio buen resultado.
Cuando terminamos de comer había
parado la lluvia y volvió a salir el sol. Como estábamos cerca de Arzua nos animamos a llegar a Pedrouzo,
aprovechando el buen tiempo, y con esa idea proseguimos el viaje. Creo que San
Pedro estaba esperando que saliéramos para tirar desde el cielo todo lo que le
quedaba. La carretera era un sube y baja que empezó a rompernos las piernas y
las pocas fuerzas que nos quedaban. El Peseta empezó a tener problemas con los
frenos, ya que las zapatas las llevaba bastante desgastadas, pero el problema
mayor lo tenía el Cristo, que se quedó sin frenos por completo. Ello, junto con
lo castigado que iba, hizo que la llegada hasta la meta se hiciese muy lenta.
Pensaba que el agua ya no volvería a
caernos, pero de repente empezó a caernos piedra revuelta con nieve, agua y
viento lateral que casi nos tiraba de la bicicleta. Vimos ciclistas parados en
las casas protegiéndose de tal eventualidad, pero después de lo que habíamos
pasado en todo el día nosotros seguimos como podíamos. El Peseta iba delante
con Borja y a larga distancia el Cristo y yo. Borja, como se mueve una
barbaridad en la bicicleta fue a parar a la cuneta, y no se la pegó más grande
porque iba cuesta arriba (poco antes observé que llevaba la rueda delantera
suelta, a saber el tiempo que la llevaría). Al final, todo quedo en un susto.
Mi hermano iba más preocupado que nosotros de ver lo que estábamos pasando y
quiero imaginarme que al final sabrá apreciar lo que cuesta hacer el recorrido.
Se paró en la orilla de la carretera para esperarnos, ya que el Cristo se
quedaba cada vez más. Esperó en lo alto de la carretera, salió del coche nos
pusimos al amparo de una parada del autobús. Un cristal estaba roto y por ahí
pasaba un viento con aguanieve que no había quien lo aguantara.
Cada vez que descendíamos, el Cristo
tenía que poner el pie en el suelo para frenar, ya que los frenos se quedaron a
cero. En una de esos descensos, había un accidente en el arcén por donde
teníamos que pasar. Tres coches habían chocado y se habían despeñado por la
cuneta derecha de la carretera. Uno de ellos tenía la parte de atrás arrancada.
Los viajeros estaban bajándose de los coches. En lo primero que pensé al ir
viendo el panorama conforme me acercaba, fue en Borja y el Peseta, que iban
adelantados a nosotros y que pudieran estar involucrados en este desastre. Al
pasar a su altura, no vi a ningún herido a pesar de lo aparatoso del accidente.
Pasé lentamente entre los coches y miré hacia atrás para ver pasar al Cristo
entre los vehículos accidentados. Lo vi con un pie (liado con una bolsa de
plástico) arrastrando por el suelo para poder frenar la bicicleta desde el
principio de la cuesta. Lo sorprendente es la velocidad que llevaban los
vehículos pese a la insistente lluvia, y por ello recibíamos agua por arriba y
por abajo. No os quiero contar lo que pasaba cuando nos adelantaba un camión.
Al Peseta y a mi sobrino no le vimos
el pelo en bastante tiempo. El primero porque iba relativamente bien y el
segundo porque iba recuperado milagrosamente al final de la etapa. Vaya
diferencia con el principio. Entrando en Pedrouzo,
nos cogieron dos ciclistas que habíamos visto refugiados en las casas de la orilla
de la carretera, cuando nevó con tan mala leche (menos mal que fue escasamente
un kilómetro). El más adelantado era un hombre de más de cincuenta años, que se
notaba ciclista de toda la vida; el segundo tendría unos veinte y cinco años; a
éste le pregunté si se quedaban en Pedrouzo y casi
sin dar el habla, me contesta que hoy llegarían a Santiago aunque fuese a
gatas. Era bastante tarde y no llegarían arrastrándose pero les faltaría poco
por lo que vi al día siguiente.
Llegamos al hostal Maruja. Era
diferente a los que habíamos estado anteriormente. Era un piso reconvertido en
hostal. Habían tres habitaciones, cocina y salón comedor, todo muy espacioso, y
en el bajo un pub. La habitación grande donde estamos
los tres de siempre tenía baño interior, pero donde estaban el Cristo y el
Peseta tenía el baño fuera de la habitación. Cerraban la habitación que sobraba
y la cocina y podíamos estar en un gran salón comedor con grandes sofás y
televisión. Todo nuestro interés, aparte de ducharnos, lo que fue una
bendición, era el poder secar las ropas y las zapatillas que estaban con moho
de tanta agua (es una pequeña exageración). Esperábamos que con la calefacción
se podría secar todo, ya que la ropa que llevábamos
empezaba a terminarse. La calefacción la encendieron al llegar nosotros, pero
por la noche permaneció apagada y volvió a encenderse al levantarnos. Pero al
fin y al cabo, cuando entramos en el hostal terminó, para nosotros la peor
pesadilla que nos habíamos encontrado por el camino, junto con la de O Cebreiro.
Al poco de llegar el Cristo nos
comenta, todo asustado, que se ha dejado la cartera con el dinero y
documentación en el hotel de Sarria. Habría que llamar al hotel y comprobar que
tienen la documentación. Ya estábamos pensando en la vuelta con coche hasta
Sarriá si teníamos suerte que lo perdido estaba en el hotel. Cuando mi hermano
iba a llamar a Sarriá, apareció milagrosamente la cartera (perder la cartera no
era lo mismo que días antes cuando perdió el chaquetón). Nos ahorramos un viaje
de ida y vuelta y con esa buena noticia nos fuimos a cenar a un restaurante que hay en la entrada del pueblo,
junto a la gasolinera. Cenamos el menú, como siempre con grandes jarras de
cerveza. La cena nos servía para comentar lo que nos había pasado en la etapa y
planear la siguiente. Cruzamos cuatro palabras con otro grupo que también
estaba cenando. Eran de Asturias y que hacían el camino a pie.
Salieron a la misma vez que nosotros
del restaurante. Vimos que una chica de unos quince años iba en silla de ruedas
y que las manos las tenía de una manera poco natural (las tenía hacia adentro).
Ella formaba parte del grupo. Nos despedimos deseándonos suerte y esperando
llegar ambos grupos a Santiago sin incidencias.
El Cristo iba más preocupado que de
costumbre por aquello de los frenos, pero empezamos a animarlo para que no se
obsesionara con ello ya que estábamos a escasos veinte kilómetros de Santiago
de Compostela.
Nos fuimos al hostal para ver el
partido de fútbol que retransmitían en la televisión, ya que era sábado. El
Cristo se fue ya que el fútbol le da igual, el Peseta hizo lo mismo, Borja se
quedo roque en el sofá, yo arranqué la moto, pero a la primera que me di cuenta
de la situación me fui a la habitación, Borja hizo lo mismo y mi hermano, que
quería ver el partido estaba durmiendo como un lirón (todo esto pasaba sin
llegar al primer cuarto de hora de partido). Ya no sé cuándo entró en la
habitación pero yo ni me enteré.
Estamos a escasos veinte kilómetros
de Santiago. Las fuerzas empiezan a estar justas, pero por muy mal que nos vaya
al día siguiente esperamos estar a media mañana ante el santo patrón.
Ficha técnica:
Sarriá – Pedrouzo
Distancia
recorrida 103,52 kms.
Tiempo
invertido 6 h
Media 14,95 km/hora
Sexta etapa. 21 de Marzo de 2.008. Pedrouzo – Santiago de Compostela.
Ánimo, que es el último día. La mañana aparece con sol y con dos bajo cero en el termómetro. La ropa no se ha secado, las zapatillas están húmedas, pero estamos felices, pues no vamos a tener que llevar los chubasqueros que tanto nos agobian. Falsas expectativas: mientras revisamos en la puerta la bicicleta del Cristo, y con el sol fuera, empieza a nevar. No me creo el espectáculo que estoy viendo. Gracias a Dios que solo es un amago de nieve, ya que no cuaja en el suelo y dura muy poco tiempo. El Cristo empieza a quitar y poner las pastillas de los frenos, apretar por aquí, toca por allá, pero los frenos no funcionan. Está más cabreado que las monas pero lo volvemos a animar advirtiéndole lo poco que nos queda. Tras varios intentos de arreglo, decidimos salir ya que se nos esta haciendo muy tarde. Desayunamos en un bar del pueblo. Allí coincidimos con tres ciclistas que nos explican que salieron de Astorga y que han hecho el trayecto solamente por el camino original, carretera cuando toca y tierra cuando así lo dicen las flechas amarillas. Por cierto, en la última etapa no nos ha preocupado por donde señalaban las dichosas flechas. Creo que nos están vacilando, pero a nosotros nos da igual.
Nos pusimos de acuerdo los cuatro e
hicimos el camino que nos quedaba tal y como nos indicaban las flechas (otra
vez las dichosas flechas amarillas). El frío era de categoría. Gracias a que
dejó de llover; sin agua llegaríamos a Santiago, aunque el recorrido estaba
totalmente mojado. Intentamos en todo el camino restante ir lo más juntos
posible, por aquello de disfrutar lo que quedaba, sin carreras. El Cristo, no
sé si por ir pensando en los frenos, iba muy rezagado aunque lo esperamos. El
camino se desvía de la carretera nacional y te va llevando por el borde del
aeropuerto de Labacolla. Empezamos a circular por
caminos de tierra que se iban alternando con el asfalto. Por ellos nos
encontramos con dos grupos. El primero eran los tres ciclistas del desayuno,
que no eran tan fieros como lo pintaban. Las subidas hasta el Monte do Gozo
eran cortas pero muy pronunciadas, había que poner el molinillo constantemente.
El segundo grupo que adelantamos eran los asturianos que saludamos en la cena
del día anterior; iban todos en familia, a pie, con un lastre añadido: llevaban
a la muchacha minusválida en un carro, como los taxis
en
Seguimos lentamente por aquellas
cuestas. Cuanto más subíamos más frío iba haciendo. Estaba todo nevado, el frío
iba haciendo mella en nosotros. Borja iba quejándose de que tenía los pies
congelados. El viejo truco de bajarse de la bicicleta y andar un tramo le hizo
resucitar los pies. Aquella subida se nos hizo muy larga. La cantidad de
peregrinos era cada vez mayor. Santiago
se presentía cerca y los grupos que caminaban hacia el mismo eran muy
numerosos. Por fin llegamos a lo más alto del Monte do Gozo donde hay un
monumento en conmemoración de la visita del Papa Juan Pablo II. Allí paramos y
nos dimos cuenta que, ciertamente, es un gozo divisar desde las alturas la
ciudad de Santiago. Hicimos unas fotos entre peregrinos y volvimos a ver a los tres
ciclistas que le ofrecieron al Cristo sus pastillas de frenos. El Cristo tuvo
que bajar parte del descenso hasta Santiago a pie, ya que las cuestas eran muy
pronunciadas y la gran cantidad de peregrinos que ocupaban todo el camino no
animaba a ir frenando con los pies. De igual manera, no perdimos mucho tiempo
ya que el descenso es rápido y en poco trayecto. Me llamó mi hermano y me dijo
que se encontraba en la oficina del peregrino, a la cual había ido a que le
dieran las “compostelanas”, pero solamente se la dieron a él, ya que eso es
algo personal y tenía que presentarse uno mismo para que te la entregaran.
A Santiago se entra por grandes
avenidas y calles modernas hasta que poco a poco va apareciendo el casco
antiguo. El tiempo se ha calmado, el sol brilla y el frío va amortiguándose.
Parece que al final nos quieren dejar entrar en la plaza sin llover. Al llegar
a la plaza de San Pedro, se ve una torre de la catedral. El corazón se acelera
y, aunque vamos tranquilos, estamos impacientes por llegar. Hay un numeroso
grupo de vascos con camisetas azules que están esperando y cantando en la otra
orilla de la calle a otro grupo vestido igual que avanza hacia la catedral. Es
emocionante. Seguimos por calles más estrechas y vamos esquivando una marea
humana con mochilas que se acercan alegres hasta el final.
Por fin, la plaza del Obradoiro y la majestuosidad barroca de la catedral de Santiago.
Frente a la catedral, se suba por la escalera que se suba, sólo 33 escalones se
interponen entre el peregrino y la gloria.
Santiago es la meta, la fantasía en
piedra que no decepciona a quien ha vencido tantas adversidades en pos de un
sueño. Los peregrinos al llegar a la plaza entraban antiguamente a la catedral
por el Pórtico de
El sentimiento que cada uno vive
queda para él, pero el abrazo que nos dimos quedará grabado en nuestra memoria.
Mi hermano nos estaba esperando en la plaza,
impaciente por vernos llegar. Sé que todos los sentimientos que llevaba dentro
explotaron cuando abrazó a su hijo y se acordó de las alegrías y las penas que
habíamos pasado. Nos volvimos a abrazar y no pudo contenerse. Se pegó una
lloricona buena. Todos estábamos muy emocionamos, es algo que no puedo
describir en estas líneas.
Nos acercamos a la oficina del
peregrino para cumplir con el requisito de recoger la compostelana como
justificante que se expide por haber recorrido el camino. La cartilla que
llevábamos sellada era de categoría, ya que mi hermano, como dije
anteriormente, se tomó aquello como algo muy personal. Antes de llegar nosotros
ya había sellado en Santiago. La cola que se formó, nada más llegar nosotros,
fue de categoría ya que salía fuera del edificio. Por fin teníamos nuestra
compostelana escrita en latín, incluido nuestros nombres. Ya tenemos algunos
puntos ganados para el cielo. En broma les digo a los que les hablo del camino
que nosotros, si entramos en él mismo, estaremos en la zona VIP.
Nos fuimos al aparcamiento donde
había dejado el coche, para cambiarnos
de ropa, dejar las bicicletas y volver a la catedral. A la vuelta había
empezado la misa del peregrino, donde el famoso botafumeiro es lanzado de lado
a lado de la catedral. Entramos en la misma y fuimos admirando el edificio
hasta llegar al culmen de la misma, cuando vimos el
Pórtico de
Seguimos dándole la vuelta a la
catedral. Vimos algunas capillas y nos pusimos por último en la cola para
abrazar al santo. La espera es emocionante. Borja había comprado, antes de
entrar en la catedral, un rosario que quería pasar por el santo. Todos le dimos
el abrazo y beso a Santiago y yo por suerte, lo hice por segunda vez en mi
vida.
Al salir de la catedral coincidimos,
en la puerta con el grupo de asturianos con la hija minusválida. Nos alegramos
de verlos igual que ellos. Nos saludamos brevemente y nos fuimos a comprar
recuerdos para familiares y amigos. Nos hicimos las fotos pertinentes alrededor
de la catedral y enfilamos el Paris-Dakar para comer y salir lo antes posible
de Santiago.
Encontramos un sitio como todos los
que hay en esta calle, pequeño, pero distinto de los demás ya que tenia tapas a
punta de pala, no como los demás, que te meten el marisco por las orejas.
Pedimos la lista entera de tapas con buenas cervezas. El Cristo se dejo la sin
alcohol y, como no tenía que conducir ni montar en bicicleta, se tomó toda la
cerveza con alcohol que le dio la gana. Fue la última comida del viaje.
Ahora tocaba recoger las bicicletas y
todo el equipaje. Todo ello lo hicimos en la salida del aparcamiento junto a un
personaje que en un principio creíamos que estaba borracho, pero que en
realidad estaba un poco tocado de la cabeza. Dicha persona quedó inmortalizada
en una foto con mi hermano. Empezamos a salir poco a poco de Santiago hasta que
enfilamos la nacional hacia Lugo para posteriormente llegar a la autovía VI.
A partir de Lugo vimos el resultado
de la gran nevada de la jornada anterior. Estaba todo nevado desde Lugo hasta Ponferrada, solamente estaba libre la autovía; el paisaje
era digno de ver. Cuando pasamos a la altura de O Cebreiro
la nieve no dejaba libre ni un palmo de terrero. En este momento, nos vinieron
a la memoria la subida a tan insigne sitio.
Lo que nos temíamos apareció ante
nuestros ojos. Antes de llegar a Benavente empezó la cola, que no nos dejaría
hasta Madrid. Tardamos ocho horas desde Santiago de Compostela hasta Madrid, lo
que habíamos calculado para el total del viaje. Al final llegamos a Molina de
Segura a las cuatro de la mañana.
La aventura del camino místico había
llegado a su fin.
Mi más sincero agradecimiento a:
José María (mi
hermano):
Creo que ha vivido el camino lo mismo
o más que los que íbamos en bicicleta. Su tarea de estar pendiente de todo lo
que nos hiciera falta fue lo que nos hizo el camino más llevadero. Su
preocupación por todos los detalles no tenía límites: igual buscaba el bar que
el hostal, el camino, la asistencia en carretera, etc. En resumen, fue nuestra
niñera. Hubo momentos que sufrió más que su hijo. Sé que nunca, salvo un
milagro, hará el camino fuera del coche,
pues el deporte y él están reñidos, pero también sé que antes o después
volverá a recorrerlo.
Teodoro Bernal
(el Cristo):
Tenía dudas de si conseguiría hacer
el camino en el tiempo que nos habíamos marcado, pero me he equivocado para
bien. Meticuloso como él solo. Cuando tenía momentos malos lo que hacía era
seguir su ritmo. Compañero como el que más. Jamás tuvo una palabra más alta que
otra hacia el grupo y nos compenetramos a la perfección. Ha sufrido mucho para
llegar al final pero se siente muy orgulloso de lo que ha conseguido. Debería
seguir entrenando y acometer en un futuro otras aventuras juntos.
José Rosauro (el Peseta):
Al contrario que del Cristo, del
Peseta no tenia dudas de que llegaría bien. Es fuerte
y lo demostró en el camino. Me consta que sufrió mucho los tres primeros días
para ir cada vez mejor. Tanto si estaba bien como si estaba mal jamás se quejó
y sufrió en silencio los problemas físicos que llego a padecer. Compañero
excepcional y servicial como él solo. Ha disfrutado y sufrido el camino como
todos y espero volver a salir con él en otras ocasiones. Le ha entrado el
gusanillo de la bicicleta como al Cristo.
Borja López (mi
sobrino):
En un principio no creí que
conseguiría hacer el camino completo en
bicicleta, pero no pensé en su fortaleza mental para lo joven que es. Su
cabezonería y otras cosas lo han llevado a Santiago. Para una persona que no
había montado en bicicleta en serio, y con el poco tiempo que ha entrenado, aún
siendo joven, me quito el sombrero ante su proeza. Le ha gustado tanto la
experiencia, que ha prometido que si su hermano se anima cuando sea mayor, él lo acompañara. Queda en secreto lo que le
pidió al santo. Para todos ha sido la nota joven del grupo de cuarentones con
los que se juntó. Su queja constante durante el camino queda en el recuerdo de
todos.
No me gustaría terminar esta paliza
de crónica sin recordar a las personas, que aun no haciendo el viaje con
nosotros, nos tenían en sus mentes. Agradezco a las cuatro familias que se
quedaron en casa en unos días tan entrañables como es
Mi más sincero agradecimiento.
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