REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


Crónica de una locura.

El Camino de Santiago en bicicleta

 

Juan Antonio López García

 

- Eso lo hago yo.

- Tú estás loco.

         Eso es lo único que me respondieron los que hicimos el viaje a Santiago de Compostela.

 

Aprovechando el puente de la Virgen del Pilar, mi hermana Basi, mi cuñado José María (casado con mi hermana Basi), Magdalena (mi mujer) y yo decidimos hacer el Camino de Santiago en coche. Lo que vi me gustó tanto, que me animé a hacer el trayecto en bicicleta a la primera oportunidad que tuviese. No me importaba hacer el camino solo, ya que, según lo que había leído, el camino perfecto hay que hacerlo solo, aunque, sinceramente, es preferible ir con más gente con la que puedas compartir las experiencias que te pueda ofrecer el camino.

 

         Hablando en el trabajo con compañeros sobre lo que había visto en el viaje, me comenta José Rosauro “El Peseta” que si hago el viaje se viene conmigo. El Peseta es un compañero que es profesor de artes marciales, por lo que físicamente está preparado, pero hace bastante tiempo que no monta en bicicleta. En cualquier caso, con un poco de entrenamiento estará a punto.

 

         La noticia del futuro viaje corre por el trabajo y rápidamente se apunta Teodoro “El Cristo”, un compañero chófer que hace más tiempo que no coge una bicicleta y que no está entrenado en nada salvo para llevar el camión. Personalmente estoy encantado de que otra persona se una al proyecto.

 

         Comentando cuándo podríamos hacer el viaje sin tener que perder muchos días de trabajo, vemos que la festividad de San José y la Semana Santa coinciden en la misma semana, por lo que podemos alargar los días de pedaleo. El problema que vemos en un principio es que este año la Semana Santa es en marzo, lo cual supone que las adversidades climatológicas vayan en nuestra contra.

 

         Lo primero que tenemos que hacer es comprar las bicicletas. Son necesarias bicicletas de montaña por el tipo de recorrido que vamos llevar a cabo. Nos ponemos de acuerdo y vamos a Ciclos Sarabia para ver qué podemos comprar. La única recomendación de los que han hecho el Camino es que el cuadro de la bici ha de ser rígido y ésta ha de contar con amortiguadores en la rueda delantera. El escoger la bicicleta que te tiene que transportar no es nada fácil: cada uno tiene una idea de lo que se quiere gastar, y en función de ello cada uno elige la bicicleta que va bien con su físico. El Peseta y Cristo pusieron directamente las alforjas en sus bicicletas, pero yo decidí que se las pondría mas tarde, cuando estuviera más habituado a ella, dado que mi problema era acostumbrarme a otro modelo de bicicleta que en nada tiene que ver con la de carretera.

 

         Con nuestras bicicletas nuevas, empezamos el periodo de entrenamiento. Salíamos juntos cuando podíamos, o por separado cuando era imposible coincidir los tres. Yo tardé un mes en habituarme a la nueva bicicleta, pero mi preocupación era que mis compañeros entrenaran lo suficiente para que el Camino fuese lo más llevadero posible, más que nada pensando en el trasero, al que hay que curtir con muchas horas encima de la bici. Por otra parte, yo nunca he montado en bicicleta tantos días seguidos y no sabía cómo iba a responder ante tanto desgaste físico. Es por ello que si yo estaba preocupado por mí, lo estaba más por El Peseta y El Cristo, más por el segundo que por el primero por aquello de la condición física. Pero, pensando en ello, venden unas fundas para el sillín que hacen más llevadero el problema del portapeos.

 

         Estuvimos entrenando cada vez recorridos más largos y complejos. Llegó un momento que nos conocíamos el río Segura como la palma de mi mano.

 

         Poco después, en una comida familiar, en casa de mi madre surge la conversación del viaje, de los entrenamientos y de los preparativos. Con gran sorpresa por mi parte, mi sobrino Borja (hijo de mi hermano José Maria y Lola) dice que se viene con nosotros. Mi hermano y yo le advertimos de que el viaje no era una broma y que habrá momentos en que no lo pasaremos tan bien, pero él se empeña en que se viene. Mi sobrino tiene dieciséis años y hace un montón de tiempo que no monta en bicicleta, pero entrena continuamente con su equipo de fútbol y va al gimnasio regularmente, por lo que está convencido de que está muy bien físicamente; el problema reside en cómo responderá en la bicicleta en el poco tiempo que queda para hacer el Camino. Mi hermano le vuelve a decir de todo, pero, ante la disposición que tiene mi sobrino de venirse, solamente le advierte de que le va a comprar lo necesario para hacer el viaje, pero que si no termina la aventura, le tiene que devolver todo lo gastado. Borja acepta.

 

         Una vez comprada la bicicleta de Borja seguimos entrenando, ahora los cuatro, aunque Borja falla más de la cuenta, pues algunas veces coinciden las salidas de bicicleta con sus partidos de fútbol y no puede entrenarse todo lo que yo quisiera. He de advertir que mi insistencia en entrenar estaba basado en la más pura lógica: cuanto mejor vayas preparado, mejor lo pasarás en el viaje. Esto puede ser una locura, pero cuanto más controlada esté, menos contratiempos tendremos.

 

         Llevamos ya tres meses entrenando y lo más que conseguimos es pedalear dos días seguidos, en sábado y en domingo. Ya en febrero salimos mañana y tarde para ver las “sensaciones” -como diría Perico Delgado- que se producen al pedalear recién comido. Mi sobrino sigue siendo el que ha empezado más tarde y el que menos entrena. Al final todos pasamos por la experiencia de un recorrido por Cotocuadros muy dura, un tipo de etapa que pensábamos no habría en el Camino. Nos equivocábamos totalmente.

 

         La idea de hacer el Camino de Santiago en Semana Santa la teníamos siempre en la mente, pero estaba siempre sujeta a las condiciones climatológicas. Yo siempre me hacía el pesado advirtiéndoles de que el miedo que tenía era el de la lluvia, máxime pensando en la fecha en que nos iríamos, siendo todavía invierno y estando en el norte. En estas fechas, ir mojado en la bicicleta supone ser candidato a una bronquitis o algo parecido.

 

         El planteamiento del viaje era hacer la ruta desde Burgos hasta Santiago de Compostela para lo cual alquilaríamos un furgón en el que llevar las bicicletas y todo lo necesario. Allí dejaríamos el coche de alquiler y al llegar a destino haríamos lo mismo en Santiago de Compostela para volver a Murcia, donde dejaríamos el vehículo alquilado.

 

         Más tarde mi hermano nos dijo que él mismo iría con su coche para servirnos de apoyo, llevando todo el equipaje. Nos vino muy bien, pues suponía no tener que llevar alforjas y un peso extra en la bicicleta que nos supondría circular más despacio y con más esfuerzo. Esta nueva situación propiciaba un cambio radical en la forma de hacer el camino. Lo primero que hicieron El Peseta y El Cristo fue quitar las alforjas que habían montado el mismo día de la compra de las bicicletas. Yo me ahorré ese gasto.

 

         Quince o veinte días antes de salir de viaje, mi hermano vino a la fábrica donde trabajamos con un furgón de su empresa. Empezamos a pensar en la idea de que nosotros fuésemos con todas las cosas en el furgón y él fuese en su coche, lo cual nos haría ahorrar el alquiler del vehículo en cuestión. El problema era que había que dejar el coche en Burgos y después recogerlo al terminar el viaje. Aquella idea no podía ser, dado que no podíamos montar las bicicletas y demás enseres en un coche berlina para poder volver a Burgos; pero en el furgón podíamos ir los cinco, las maletas detrás y las cuatro bicicletas arriba en la baca. Mi hermano aceptó gustoso ir después todo el camino con el furgón de apoyo, ya que pensó que con este vehículo podría pasar por caminos de tierra, algo que no pensaba hacer con su vehículo. Aquella idea fue la mejor del viaje, pues suponía ir todos juntos y tener el coche de apoyo más cerca de nosotros ante cualquier eventualidad.

 

         La fecha se iba acercando y ya solamente estábamos pendientes del avance del tiempo que consultábamos por Internet. A mediados de la semana anterior las noticias del tiempo no eran nada buenas. Según las predicciones, a partir del martes (primer día de camino) el tiempo era lluvioso en la parte norte de la península y conforme avanzaba la semana empeoraba en cuanto a lluvias y a temperaturas muy bajas. Les comenté a mis compañeros que no pasaba nada y que, si seguían las predicciones negativas, pues lo haríamos mas tarde. Sorprendentemente, El Peseta y El Cristo me dicen que no pasa nada y que nos vayamos pase lo que pase, a lo cual no pude negarme, pues seguramente yo tenía más ganas que ellos de irme. Le comunicamos esta decisión a mi hermano y a Borja y acordamos que, si no pasaba nada, nos iríamos el lunes por la mañana hacia Burgos.

 

         Quedamos en hacer una reunión para ver lo que nos hacía falta para abordar la aventura. Sacamos por Internet una lista de cosas útiles para el camino; luego separamos lo que hacía falta a cada uno de lo que hacía falta para todos. Como disponíamos de suficiente espacio para llevarlas y no teníamos que soportar el peso a nuestras espaldas, fuimos generosos y no hicimos mucho caso a aquel dicho de “echa todo lo que necesites, quita la mitad y ya tienes el equipaje perfecto”. Una vez visto lo que nos hacía falta, fuimos a una gran superficie dos días antes de la salida y compramos todo lo necesario.

 

         Aún salimos a entrenar un día antes de la salida. Aquella noche apenas pude dormir por los nervios, como imagino les pasaría a mis compañeros de viaje. Era la misma sensación que cuando uno era un crío y sus padres lo llevaban a la playa, que esa noche no podía dormir. Tras una larga noche, amaneció el lunes y a las ocho de la mañana, tal como habíamos previsto, estábamos en mi casa de la huerta para empezar a montar el equipaje.

 

 

         Después de poner las bicicletas en el techo del furgón, cargamos el resto del equipaje en la parte posterior, y cerca de las diez nos fuimos a una pequeña superficie a comprar unas prendas para la lluvia que estaban esa misma mañana en oferta. Eran unos monos impermeables para las motos que nosotros aprovechamos para llevarlos ante cualquier eventualidad climatológica, principalmente para la lluvia. También compramos ropa interior preparada para el frío. Fue una buena compra, porque después nos vendría muy bien para el mal tiempo.

 

         Sin más tiempo que perder, salimos rumbo a Burgos para poder llegar a media tarde y poder ver algo de la ciudad antes de emprender el Camino. Me tocó conducir. El coche funcionaba de maravilla y yo intentaba llevarlo lo más suave posible, ya que durante todo el camino iba más pendiente de las bicicletas que de otra cosa. El caso es que, tranquilamente, y después de hacer una parada en el Juanito (La Roda), como es preceptivo cuando se pasa por allí, llegamos a Burgos a primera hora de la tarde. Tras un paseo por la ciudad buscando hostal para pasar la noche, dimos con un establecimiento en la salida de la ciudad, en el camino de León. Como no abrían hasta las seis, nos fuimos al centro de Burgos, ya que queríamos ver la catedral. Cristo no estaba convencido de dejar el furgón con las bicicletas arriba tal y como iban cogidas, por lo que volvimos a atarlas y ponerles los candados grandes que llevábamos. Desde ese preciso momento, nombramos a Cristo jefe de seguridad y de los candados. Parecía obsesionado con este tema.

 

 

         Entramos a la catedral y, por tontos y por no llevar el documento de peregrino, no nos hicieron la rebaja pertinente. De cualquier manera, la catedral me siguió pareciendo algo majestuoso. Volví a verla con el mismo interés que la primera vez. Por no ser pesado, dejé que cada uno la viese a su manera. Solamente nos dio tiempo a ver la catedral, hacernos unas fotos y volver al furgón para ir al hostal. Cuando llegamos al vehículo, creo que a Cristo le faltó darle un beso, ya que fuimos todo el camino de vuelta con el cachondeo de la seguridad.

 

         Al final llegamos al hostal Vía Láctea. Bajamos las bicicletas y subimos el equipaje a las habitaciones; nos preparamos para ir de cena, la única a bombo y platillo que haríamos hasta llegar a Santiago. Les propuse ir a un restaurante en el que yo había estado en mi anterior visita a Burgos. Es un restaurante magnífico, pero bastante caro. Cenamos muy bien y al final mi hermano nos invitó para festejar su santo, que era el miércoles. El sablazo que le pegaron fue sonado, pero pagó sin rechistar y, después de brindar a su salud, volvimos al hostal.

 

         Primer palo: al salir del restaurante estaba lloviendo. Siempre me ha gustado ver llover y pasear bajo la lluvia, como dice la canción, pero he de reconocer que no me hizo ninguna gracia, ya que lo que presentíamos en un principio empezaba a hacerse realidad.

 

         Al llegar al hostal, mi hermano se tomo un café de una máquina. Yo le dije que cómo se le ocurría tomarse una lavativa de esas, pero no me hizo caso. Se pasó toda la noche visitando el water y lamentándose al día siguiente de lo caro que le había costado la cena y lo poco que le duró en el cuerpo. Arrancamos las motos (Borja sabe lo que es) y esperamos pasar la noche para empezar la gran aventura. Dormí a ratos y conté las veces que fue mi hermano a visitar al señor Roca, algo que no voy a decir.

 

 

Primera etapa. Martes 18 de marzo de 2008. Burgos - Carrión de los Condes.

 

         Por fin llega la mañana más esperada. A las siete de la mañana estamos en pie, menos Borja, que, como siempre, hay que tirarlo de la cama. Recogemos todo el equipaje y, tras ver el tiempo que hace, nos vestimos para aguantar el frío, ya que, aunque no llueve, el cielo está totalmente nublado.

 

         En nuestro pueblo, como digo yo, hace frío en invierno, pero ¡Dios!, el frío que hace aquí te hace temblar. Vamos tapados hasta las cejas y aun con ello se mete el frío por todas partes. Después de arreglar la salida del hostal (de lo cual se encarga mi hermano), nos vamos a desayunar.

 

         Como estamos en la salida de Burgos hacia León, les comento que lo que deberíamos hacer es volver a la catedral y desde allí salir como debe de ser. Mi hermano espera en el coche sin moverse, pues al final volveríamos a pasar por donde estaba. A partir de este momento, damos las primeras pedaladas con ilusión y bastante frío, y llegamos a la catedral, donde hacemos las fotografías de rigor, nos deseamos la mejor suerte para el Camino y empezamos, esta vez sí, el Camino de verdad. A partir de este momento sólo habrá una obsesión en nuestra cabeza: las flechas amarillas, que son las que indican en todo momento por dónde discurre el Camino de Santiago. Las flechas están pintadas en cualquier parte: en un árbol, en el suelo, en un bidón, etc., normalmente en los cruces. Saludamos a mi hermano, que conduce tras nosotros, y salimos de Burgos.

 

         

 

         Al poco de salir de Burgos, las indicaciones nos llevan por caminos de tierra, que tras la lluvia de la noche están embarrados. Mal asunto.

 

         Avanzamos por los caminos y adelantamos a peregrinos que van a pie. Uno silba para que se aparten y da los buenos días y el hasta luego, pero la amable respuesta que siempre recibe es un “apa”. Todos los días oiremos uno de ellos.

 

         La primera etapa teníamos fijada la llegada a Carrión de los Condes para llegar en la segunda a León, y a partir de ahí iríamos haciendo lo que nos marcara el Camino y el cuerpo. Lo que se trataba desde un principio era avanzar lo más posible, por si algún día no podíamos hacer lo que teníamos en mente.

 

         Como buenos peregrinos novatos, fuimos haciendo el Camino por los caminos que marcaban las flechas, hasta desaparecer todo rastro de civilización y adentrarnos en el campo puro y duro de Castilla. Borja y yo no llevábamos guardabarros y recibíamos de vez en cuando algún pegote de barro; en cambio, Cristo, que sí los llevaba, tuvo que quitarlos porque la rueda se le frenaba por el barro. El camino se fue haciendo cada vez más duro hasta que llegamos al primer pueblo. Intentábamos ir los cuatro juntos o, en el peor caso, no separarnos demasiado, ya que el más flojo podía desanimarse y frenar la marcha general.

 

         Mi hermano seguía con el furgón justo detrás de nosotros e iba como espectador de primera fila en una carrera. Creo que se fue dando cuenta en ese momento de que el viaje no sería un paseo cómodo para nadie. Nosotros ya empezábamos a calentarnos e íbamos avanzando lentamente hacia Hontanas que no llegaba nunca. Cada subida que aparecía enfrente provocaba las quejas de Borja.

 

         Por fin aparece el dichoso pueblo en un pozo. La entrada es muy sinuosa y cuesta abajo… en qué se vio mi hermano para poder pasar con el furgón. En cuanto vimos el primer albergue, nos metimos en el bar y almorzamos. Nos apañamos bien con café con leche, bocadillos y algún vaso de vino, y nos sellaron por primera vez la cartilla. Emprendimos la marcha y volvimos a meternos de lleno en el campo. Por esos parajes perdidos vimos bastantes peregrinos a pie; recuerdo dos personas totalmente diferentes siguiendo una misma meta: por un lado, un hombre que hablaba italiano, de 75-80 años aprox., y una chica japonesa de unos 16 años. Sinceramente, pienso que hay que tener valor para ir solos, cargar con el peso de las mochilas y andar por estos parajes (sabiendo que, con buen paso, les quedan unos 20 días para llegar a Compostela). Tiene que haber una motivación muy grande para abordar semejante aventura.

 

         Nosotros seguíamos bien, parecía que el almuerzo nos había resucitado e íbamos a buen ritmo. Cruzamos el monasterio medio derruido de los Antoninos, que se atraviesa por el centro (deberían darle un premio a la barbaridad al ingeniero que hizo aquello). Más tarde, estábamos en Castrojeriz. Al salir de esta población y, tras bajar a un río que cruzamos por un pequeño puente, apareció frente a nosotros un monte que había que subir. Les comenté a los demás que pusieran el plato pequeño y el piñón más grande desde abajo (al que llamamos molinillo) si queríamos subir. El primero en empezar a subir por el camino de tierra fue El Peseta, que cogió su ritmo y se fue alejando poco a poco de los demás. Tras él iban Borja y Cristo, y al final iba yo. Mi sobrino y el Cristo se bajaron de la bicicleta al poco de empezar. Yo pasé a su lado y seguí pedaleando lentamente, ya que no sabía lo que me iría encontrando. No perdía de vista al Peseta, que seguía con un ritmo fuerte a unos cien metros de mí. A cada minuto que pasaba, la dichosa cuesta se ponía peor y cuanto más subías, el barranco de la izquierda daba más miedo. Mi hermano se quedó en el coche en la parte de abajo, ya que no podía ir a nuestro paso debido a que el coche patinaba y no podía subir. A media cuesta, el Peseta se baja de golpe de la bicicleta, y yo sigo pedaleando tras él; subo a poco más de cinco kilómetros por hora y él andando casi va a la misma velocidad. Poco a poco lo voy pasando; no sé cómo vienen los de atrás, porque no me atrevo a mirar, dado que una mala piedra te hace parar y ya no puedes subirte a la bicicleta debido a la fuerte pendiente. Al final, y con mucho esfuerzo, logro subir y cuando miro atrás, pensaba que estaba, como decimos aquí, en el quinto pijo. Llevo mucho tiempo montando en bicicleta, pero tengo que decir que jamás se me había presentado un kilómetro y medio más duro que este famoso alto de Mostelares. Esta subida nos marcó bastante toda la etapa.

 

         Después de un sube y baja permanente, y antes de llegar al canal de Castilla, Borja y el Peseta van delante, y yo voy esperando al Cristo, al que dejo pasar. Entonces me llama mi hermano y me comenta que el Cristo va muy jodido, que le ve mala cara; yo le digo que voy a ir con él para poder llegar a Frómista. Llegamos al canal; el camino va paralelo al agua, no hay pendiente y me pongo delante para tirar de él, pero noto que, a poco que aprieto, se queda. Empiezo a pensar que, si ya no puede y llevamos 60 kilómetros y en llano, veremos a ver cómo llegamos a Carrión.

 

 

         Tranquilamente llegamos a Frómista. Vemos la joya románica de la iglesia de San Martín. La iglesia está cerrada y nos vamos a comer a un bar. Nos metemos en el cuerpo el menú del día con abundante vino y gaseosa, que es algo que le gusta al Cristo; con el Peseta no se puede contar en cuestiones de alcohol, dado que ni lo prueba.

 

         La parada y la comida parece que nos ha reparado el cansancio y el dolor de trasero que llevamos. Incluso el Cristo parece que ha renacido y decidimos llegar a Carrión de los Condes por carretera, ya que el andadero va pegado a la misma y estamos hartos de tanta piedra. Este tramo lo hicimos rápido, ya que no había fuertes pendientes. El Peseta y mi sobrino llegaron delante y más tarde llegamos el Cristo y yo. Al final, cada uno había llegado, con más o menos cansancio, al final de la primera etapa.

 

         Mi hermano, como tenía mandado, ya había encontrado el hostal Santiago en pleno centro de Carrión y, después de sellar en el Monasterio de San Zoilo, nos vamos a darnos una ducha, cambiarnos de ropa y salir a dar una vuelta y cenar. El hostal está muy bien y, como después diría Borja, fue el que más le gustó. Era una buhardilla muy espaciosa.

 

         Al salir del hostal, el Cristo (que ya había atado y bien atado las bicicletas) se da cuenta de que se había dejado su chaquetón en el hostal de Burgos. Arreglamos el asunto con un chaquetón fino que tenía preparado para la lluvia. Nos tomamos una cerveza y salimos andando hacia donde iba la gente, que era a ver la salida de la procesión de martes santo. Acostumbrados a ver grandes pasos en Murcia, los dos que salieron eran una virgen portada por seis costaleros y otra más pequeña en un carro con ruedas tirada por una mujer y empujada por otra. El Peseta lleva un trono en la Semana Santa de Molina y, al ver lo pequeño que era, le comenté que él sólo podía echarse el trono a la espalda y llevárselo sin ayuda de nadie. Finalmente, nos fuimos a cenar a un restaurante que situado frente a la Iglesia de Santa María del Camino. Cenamos bien y volvieron a clavarnos. Fin del día y a la cama. Planté un pollizo, algo que Borja no podía hacer, y arranqué la moto. Hasta mañana.

 

 

Ficha técnica:

Burgos – Carrión de los Condes

Kms. recorridos: 96,70

Tiempo invertido: 06h  02m  27s

Media: 16,00 km/hora

 

 

 

 

Segunda etapa. Miércoles 19 de marzo de 2008. Carrión de los Condes – Villadangos del Páramo.

 

          Nos levantamos como siempre a las siete de la mañana (menos Borja), salimos ya vestidos de ciclistas y nos vamos a desayunar al mismo restaurante que cenamos ya que tenía oferta de desayuno. Hacía mucho aire y más frío aunque el sol había salido.

 

          Como teníamos previsto la idea era llegar a León. Repasando la etapa anterior empezamos a comentar que por el campo no nos habíamos cruzado con nadie en bicicleta lo cual podíamos entender por el barro. De cualquier manera empezamos a pensar que siempre que pudiéramos iríamos por carretera y así poder avanzar mejor.

 

          Lo primero que nos encontramos siempre siguiendo las flechas amarillas fue la vía Aquitana, que es la calzada original romana, que se mantiene tal y como era en su época (hace más de dos mil años). Por no querer ir por piedra, la famosa vía tiene doce kilómetros, lo cual nos puso  el culo caliente, aunque era totalmente plana y llevábamos el aire de cola, con lo cual íbamos a buen ritmo. Al salir por la carretera empezamos a ver ciclistas: aunque no esté bien (el camino no es una carrera), nos picamos un poco con ellos. Así, adelantamos a dos chicas y dos chicos, que más tarde iríamos viendo a lo largo del camino, unas veces delante y otras detrás (ellos llevaban bicicletas de carretera).

 

          El Peseta va muy callado y siempre protegiéndose el cuello con un pasamontañas que no se  quita ni para dormir. Más tarde me entero de que tiene la garganta jodida y tendinitis en un pie, pero es como Rambo: no se queja en todo el camino. No se parece a mi sobrino, que cualquier repecho por el que pasa es un renegar constante (su frase repetida hasta la saciedad es ¿eso hay que subirlo?), aunque esta mañana va muy animado y de vez en cuando nos va vacilando, adelantándose cuando puede, y más aun cuando podía adelantar a las parejas que habíamos visto antes (aún recuerdo cuando quería quitarles las pegatinas y no llegó a tiempo). Dos días más tarde ya no les vacilaba en O Cebreiro.

 

          Llegamos rápidamente a Sahagún. Gran ciudad histórica y con la importante iglesia mudéjar de San Tirso. Después de ver la iglesia y sellar en la misma nos fuimos a comer. He de decir que después de haber sellado mi hermano en un bar en Ledigos se tomó el sello como algo personal: a partir de entonces o el sello que le ponían era de calidad o no lo ponía.

 

 

          Estuvimos comiendo en un mesón de la plaza principal de Sahagún y nos metimos entre pecho y espalda un par de huevos fritos con patatas, cecina y el vino con gaseosa tal y como lo tomaba el Cristo. Aquello hizo que las fuerzas volvieran otra vez.

 

   

 

          Hicimos una parada en Mansilla de las Mulas, ya cerca de León para hacer unas llamadas. Era el día de San José y en la familia hay bastantes, así que después de las felicitaciones pertinentes y comernos un plátano seguimos hasta León por la carretera general con bastante tráfico. La llegada se nos hizo interminable y lenta, ya que el Cristo y Borja iban bastante castigados, más el segundo que el primero, o por lo menos lo aparentaba, ya que no paraba, como siempre, de renegar. De cualquier manera llegamos a la catedral donde habíamos quedado con mi hermano.

 

 

         No puedo dejar de admirarme por la catedral de León, en especial por sus vidrieras. Allí coincidimos con varios ciclistas con los que nos habíamos visto anteriormente. Nos hicimos las fotos de rigor y, al estar la catedral cerrada, decidimos comer (en una cadena de comidas para jóvenes) y hacer tiempo para poder entrar. Vimos también la casa Botines de Gaudí y volvimos a la catedral.

 

 

          Cuando llegamos a la catedral ya estaba abierta. Le expliqué a mis compañeros que existe una costumbre de los peregrinos: pasar una medalla o crucifijo por la columna de la puerta principal, lo cual ha dejado una hendidura a lo largo de los siglos. Yo pasé por ella un crucifijo de mi mujer y mi sorpresa fue que, al darme la vuelta, una señora, con acento –creo- de   Asturias, que iba con un grupo muy numeroso, me preguntó que es lo que había hecho. Cuando se lo expliqué, la mujer llamó a todo el grupo y todos, en fila india, pasaron por la hendidura lo que cada uno llevase en la cadena.

 

 

          Las vidrieras se veían perfectamente, ya que el día era soleado y se podían admirar en todo su esplendor, salvo las que están restaurando y no se pueden ver por los andamios. Pero, aparte de las vidrieras, la catedral en sí es de una armonía arquitectónica preciosa. Hemos tenido la suerte de ver dos de las mejores catedrales góticas de España.

 

          Una vez terminada la visita nos planteamos abandonar León y buscar un hostal en la salida que nos dejara para el día siguiente más fácil el buscar el camino.

 

 

          Pasamos por el hostal de San Marcos, cuya fachada es una joya del plateresco. Nos hicimos unas fotos con la escultura del peregrino cansado y  esperé fuera para que vieran la entrada del antiguo hospital (hoy parador nacional) y el claustro. Enfilamos el puente sobre el río Bernesga y salimos de León buscando a la Virgen del Camino, sorteando el intenso trafico que había a esas horas.

 

 

          Llegamos a esa iglesia, moderna, con sus grandes esculturas de los Apóstoles y la Virgen (muy criticada en su momento), y esperamos a que llegara mi hermano. Nos llama por teléfono y resulta que se ha equivocado de carretera. Le explico dónde estamos y al poco tiempo aparece. Pero resulta que, para mi sorpresa,  cuando pienso que mis compañeros están reventados, empiezan a sopesar la idea de continuar avanzando, aprovechando que el aire nos da de espaldas y que todavía es temprano. Yo estaba encantado de seguir, aunque ese día íbamos a batir el record de kilometraje, ya que calculamos que si llegábamos a Villadangos del Páramo,  tal como indicaba el libro de ruta, pasaríamos de 125 kilómetros, algo que no habíamos hecho en nuestra vida. Cuando llegó mi hermano, estaba todo decidido. El Peseta y Borja salieron escopeteados y yo me quedé atrás con el Cristo, ya que paramos para cambiar el agua al canario. La carretera era totalmente plana, tenia buen arcén, el viento de cola hacía que fuésemos tranquilamente a 35 km/hora; pronto cogimos a la pareja de adelantados y llegamos rápidamente a Villadangos del Páramo. Hasta mi hermano se sorprendió de lo rápido que hicimos los últimos kilómetros. Él, como siempre, nos tenía preparado el hostal (se llamaba Libertad). El Cristo, como siempre, supervisó la seguridad de las bicicletas y cada uno se fue a su habitación. En todo el camino tuvimos dos habitaciones, una con dos camas donde dormían el Cristo y el Peseta, y otra con dos camas y una supletoria donde nos alojábamos mi hermano, mi sobrino y yo.

 

          Villadangos tiene poco que ver. Lo único que pensábamos hacer era tomarnos alguna cerveza y cenar para irnos pronto a descansar. Al bajar del hostal el Peseta quería ir a una farmacia para tomarse algo para la tendinitis, que lo llevaba a mal traer. Buscamos la farmacia y allí nos indicaba que la de guardia se encontraba en otro pueblo. Cogimos el coche y tuvimos que desplazarnos unos quince kilómetros hasta que la encontramos cerca de Orbigo. El Peseta, que, como dije antes, hace como Rambo, se automedica y se cura él solo, consiguió lo que quería y volvimos al restaurante del hostal. Cenamos bien, incluida la paliza de la cocinera, que sabía más que Arguiñano.

 

          Nos fuimos a la habitación y tras leer un poco, estudiar la etapa del día siguiente, volví a plantar un pollizo y arranqué la moto pronto (he de decir que Borja consiguió por fin plantar su pollizo). También mi hermano arrancó pronto la moto, con lo cual en la habitación parece que hay una carrera, de lo cual Borja ni se entera.

 

          Mañana nos espera la primera gran etapa de montaña.

 

Ficha técnica:

Carrión de los Condes – Villadangos del Páramo

Kms. recorridos      125,37 kms.

Tiempo invertido     5 h  59 m  50 s

Media                    20,90 km/hora

 

 

 

Tercera etapa: 20 de marzo de 2.008.  Villadangos del Páramo – Villafranca del Bierzo.

 

          Nos levantamos temprano, como todos los días. Desayunamos en el restaurante del hostal. El día amanecía con sol y viento, como el día anterior, pero con un frío de perros. Antes de las nueve de la mañana ya estábamos encima de las bicicletas, buscando poco a poco la primera gran montaña del recorrido (la famosa Cruz de Hierro).

 

          El primer monumento que vimos fue el honroso puente de Orbigo. De él cuenta la leyenda que D. Suero de Quiñones y sus caballeros retaron durante un mes a todo aquel que osara cruzar el puente. Al final de la contienda murió un caballero de D. Suero y, para terminar de cumplir la promesa a una dama, fueron en peregrinación a Santiago. Aparte de las leyendas, es un magnifico puente románico que se mantiene intacto al paso del tiempo.

 

 

          Seguimos avanzando por el arcén de la carretera. Al Peseta, desde el día anterior, se le metió entre ceja y ceja que tenía que lavar la bicicleta del barro que llevaba porque, según él, no le iba bien el cambio de marchas. Por otra parte el Cristo decía que la bicicleta le rebotaba bastante y quería quitarle presión a las ruedas. Paramos en una gasolinera e hicimos ambas cosas. Los demás dejamos las bicicletas como estaban ya que cuando una cosa funciona es mejor dejarla estar.

 

          Llegamos a Astorga (Asturica Augusta), eje de caminos durante la dominación romana. Tan importante era esta ciudad en la Edad Media, que llegó a contar con 25 hospitales, por lo que tenían un veedor que se dedicaba a pasar todos los días por los diferentes hospitales para comprobar que los peregrinos no pasaban de un hospital a otro y estar de gratis más de un mes en la ciudad. Nosotros pasamos de puntillas por Astorga no sin antes ver el kilómetro cero para los romanos, las ruinas de la casa romana, la plaza mayor con su famoso ayuntamiento y después de almorzar en la plaza, el palacio episcopal, obra de Gaudí (una maravilla que parece un Exin Castillo) y, por último, la catedral (tardaron trescientos años en construirla),  con una fachada imponente y un interior magnífico.

 

   

 

          Salimos de Astorga para dirigirnos a otro pueblo, ejemplo de construcción de la comarca de la maragatería: Castrillo de los Polvazares. Este pueblo es muy conocido, porque conserva la misma construcción del siglo XVIII cuando sus habitantes eran en su mayoría arrieros. Sus casas, iglesia y calles se mantienen en una piedra rojiza que le da un color especial en contraste con el azul del cielo de ese día. La verdad que para ver el pueblo hay que desviarse un poco del camino pero merece la pena ese pequeño esfuerzo.

 

          Antes de entrar en dicha población oigo un golpe detrás de mi. Cuando vuelvo la cabeza para ver qué pasa, veo al Cristo levantándose del asfalto y recogiendo la bicicleta. Al parecer  ha rozado su rueda delantera  con la trasera del Peseta (en ciclismo se llama hacer el afilador) y eso le ha hecho caer. Tuvo suerte, porque, aparte de que íbamos despacio, el coche que venía detrás le dio tiempo a parar y quedar el accidente en su susto. Le preguntamos si se había hecho algún daño, pero parece ser que no había pasado nada (más tarde nos dijo que la rodilla se la había raspado).

 

          A partir de este momento empezaba la subida, primero a Rabanal del Camino y después a la Cruz de Hierro. Pasamos por Santa Catalina de Somoza, El Ganso y finalmente a Rabanal. Era la primera parte de la ascensión y aquello empezó a hacer mella en algunos. Hasta aquí llevábamos 20 kilómetros subiendo, primero suave y después más fuerte. En Rabanal paramos un momento, nos comimos un plátano, bebimos agua y abordamos la gran escalada. Hasta este momento íbamos cada vez más callados, pero Borja, cada vez que veía un repecho, empezaba a renegar. Al poco de salir de Rabanal y en un cambio de marchas a Borja se le sale la cadena. El Peseta sigue por delante (no volvimos a verlo hasta la cima) y al Cristo le decimos que siga a su paso. Metemos la cadena y ante el continuo renegar de mi sobrino y el continuo decir que se bajaba porque le dolía la espalda, me cabreé para ver si reaccionaba y le dije que en vez de dar tanto por c...., que cogiera la bicicleta, la echara al coche y que subiera montado en él. Su reacción fue la que quería que pasara: todo enfadado, me dice que él no se monta en el coche y que sube en bicicleta cueste lo que le cueste. Lógicamente, me alegré de su respuesta y le advertí que, a partir de ese momento, que se callara, no se quejara más y guardara todas sus fuerzas para pedalear.

 

 

          Al Peseta lo veíamos a lo lejos hasta que dejamos de verlo. Al Cristo lo veíamos, se perdía y volvía a aparecer pero al paso que llevaba mi sobrino no lo cogíamos. El Cristo se impuso un ritmo tranquilo, que lo hizo llegar arriba a su manera. Nosotros juntos íbamos atrás. Al llegar a Foncebadón, ya llevábamos seis kilómetros de dura subida y allí empezó el tramo más duro porque el sentido de la carretera cambio y el aire nos daba de frente, algo que dificultaba más la subida. Me paré en Foncebadón (pueblo abandonado donde solo hay un restaurante) a echarme una foto en una payoza y dejé que mi sobrino se fuera poco a poco. Su padre no quiso verlo de cerca. Sufrió más mi hermano de ver como iba su hijo que el propio Borja. Mas tarde lo volví a coger y, ya juntos, recorrimos el último tramo –durísimo- de la ascensión. Por fin apareció la Cruz de Hierro donde, es costumbre dejar una piedra en los pies de la cruz como señal de sacrificio. Poco a poco se ha ido formando un montón de piedras revueltas con otros objetos como zapatillas, banderas, etc. Antiguamente los peregrinos, como penitencia, subían una piedra grande para ayudar a construir la iglesia del lugar. Aparte de ello, el Cristo se llevo una desilusión, pues pensaba que aquello seria otra cosa. Algunas veces las cosas no son importantes por su magnificencia, sino por lo que representan moralmente: la Cruz es para el peregrino un punto mágico entre el cielo y la tierra.

 

      

 

          Pero este punto no es lo más alto de la subida. Aún hay que llegar  a las antenas de repetición, tras pasar por Manjarín. Este pueblo está abandonado y solamente vive en él Tomás el hospitalero, que mantiene un albergue que mejor será que nos lo describa mi hermano, pues fue él quien entró en el albergue para sellar las cartillas y quedó asombrado de lo que allí vio. Tomás vive tanto el camino que toca la campana en días de niebla (está a más de 1.400 metros de altura) para guiar a los peregrinos. El albergue tiene colchones en el suelo de madera, hasta hace poco sin luz, estufas de leña, ha incorporado letrinas con pozo seco, pues no dispone de agua, pero, ironías de la vida, dispone de Internet en un Land Rover. Como se suele decir, puede gustar o no el sitio, pero a nadie deja indiferente. Mi hermano se quedó alucinado.

 

 

          A partir de las antenas empieza el largo descenso de 20 km. (es lo que le gusta a Borja) que no para hasta Ponferrada, para entrar en la comarca del Bierzo. Habíamos convenido no ir juntos para evitar un frenazo y chocar los unos con los otros y reunirnos en El Acebo, pueblo a medio camino del descenso, con una calle central única, preciosa, con casas de piedra y tejado de pizarra.

 

 

          Entramos en un bar muy acogedor y lleno de gente que advertía en la puerta: hay limonada. El Cristo seguía controlando las bicicletas desde el interior del bar. Le pregunta mi hermano al Peseta si quiera limonada, por aquello de que no lleva alcohol. Asiente y pide la más grande que haya,  pero la camarera nos enseña que la limonada se bebe en una copa de vino. Bueno, pues que sirva varias. Pero he aquí que la señora saca del refrigerador una botella y empieza a echar en la copa; aquello no se parecía en nada a una limonada, por lo que mi hermano la detuvo. La mujer nos dice que eso es la limonada. Al preguntar qué es lo que contenía, nos dijo que vino con cítrico. Nosotros le comentamos que eso en nuestra tierra se llama zurra y que la limonada solamente se hace con limones. El Peseta se quedo sin probar la famosa limonada y optó por un refresco. Al terminar volvimos a coger la cuesta abajo, una gozada después de la subida, aunque al final se te cogía dolor de brazos de tanto sujetar la bicicleta y de frenar. Tras pasar por Molinaseca, llegamos a Ponferrada. Quedamos con mi hermano en juntarnos en el Castillo de los Templarios.

 

 

          A la hora que llegamos estaba el castillo cerrado y aún tardarían en abrirlo, por lo que la intendencia de mi hermano empezó a funcionar y nos fuimos a comer a un restaurante frente al castillo. Nos pedimos el menú del día y yo tuve la feliz idea de pedir potaje de garbanzos (muy buenos, por cierto) pero que más tarde me pasarían factura.

 

          Cuando terminamos de comer decidimos no entrar en el castillo porque habíamos convenido en llegar a Villafranca del Bierzo y que no se nos hiciera muy tarde. Empezamos a cruzar Ponferrada hasta la salida de la nacional, que iba directamente a nuestro destino. Como nos daba viento favorable y la carretera era completamente llana, avanzamos rápidamente. El cuerpo empezó a hacerme extraños ruidos y apretones, que fueron cada vez a más. Los garbanzos empezaban a protestar y entre el culote que se me enrollaba en el vientre, el pantalón apretado y el estomago fastidiado no me levantaba de la bicicleta por miedo a que los garbanzos o lo que quedaban de ellos empujasen mas de lo debido y el estropicio fuese de categoría.

 

          Giramos en dirección a Villafranca y empezó una subida y viento de cara que nos puso las cosas difíciles, pues todos íbamos castigados del largo recorrido que llevábamos encima. Vimos un cartel que anunciaba seis kilómetros a Villafranca. Aquello empezó a animarme ya que cada vez los apretones que tenía iban a más. Después de recorrer unos tres kilómetros vuelve a aparecer otro cartel que nos anuncia que Villafranca esta a seis kilómetros. Ya no sé cuál de los carteles dice la verdad, pero lo cierto es que, como tarde en llegar, voy a pasar un mal rato. Cuando empezamos a entrar en el susodicho pueblo, nos comenta mi hermano que le ha sido difícil encontrar alojamiento, pero que al final ha encontrado uno en el otro extremo de la población. Lo que me faltaba. Cruzamos Villafranca de punta a punta, que por cierto es largo, hasta que llegamos al hostal Méndez. Nos dieron unas habitaciones privadas que normalmente no las usaban. Juro que si tardo en llegar al servicio (por cierto, estaba fuera de la habitación pero era muy amplio), suelto todos los garbanzos en la escalera. Pero al final me quedé en la gloria.

 

          Con las prisas con las que entramos en Villafranca, no habíamos sellado en ninguna parte. Mi hermano y yo nos acercamos a la iglesia de Santiago, que está al entrar por el camino original. Cuando llegamos estaban cerrando la iglesia y entramos al albergue para sellar. Las explicaciones del albergue se las dejo a mi hermano.

 

          Al salir del albergue vimos cómo llegaban una pareja de peregrinos con un carro y un niño de unos dos años dentro. El carro iba totalmente cerrado para las inclemencias del tiempo. Lo abrieron y dejaron salir al niño para que estirase las piernas, lo cual hizo como un loco. Hay que imaginarse que si el camino andando es duro, aún más duro se le hacía a esta pareja, que tenía que empujar el carro con la criatura dentro y las mochilas encima. Pero pienso en la paciencia que debía de tener la criatura, para ir tantas horas diarias sentado y quieto.

 

          Volvimos al hostal. Fuimos todos juntos a la iglesia de Santiago, después de pasar por varios monumentos. La iglesia de estilo románico lombardo está solitaria al entrar a Villafranca. A la Portada del Perdón de esta iglesia le dio el Papa Calixto III un privilegio que otorgaba a los peregrinos enfermos o impedidos que pasaban por aquí la misma indulgencia y favores que hubieran obtenido llegando a Santiago, lo cual le daba la misma categoría que Compostela. Nosotros llegamos a la puerta y la tocamos como manda la tradición, por si no teníamos la fortuna de llegar al final del camino.

 

 

          Regresamos a la plaza mayor y cenamos en un restaurante comida italiana con unos tanques de cerveza que no los saltaba un galgo. Vimos algo de la procesión y nos volvimos al hostal para descansar, dado que al día siguiente nos tocaba otra subida casi al cielo, que nos daba la bienvenida de entrada a Galicia.

 

          Después de plantar los árboles pertinentes y de poner a prueba las motos, terminamos la jornada.

 

Ficha técnica:

 

Villadangos del Páramo – Villafranca del Bierzo

Kilómetros recorridos:       115,14  km.     

Tiempo invertido:             6 h  15 m  00 s

Media:                            18,42  km/hora

 

 

 Cuarta etapa. 20 de marzo de 2.008. Villafranca del Bierzo – Sarriá.

 

          Buen desayuno y frío infernal, aire que corta la cara y lo que no es la cara. Desandamos los pasos hasta el hostal. Por la puerta del mismo no paran de pasar peregrinos, cada vez más numerosos. Por la umbría de la salida de Villafranca hace una rasca de categoría y no vemos el sol hasta que llevamos recorrido unos cinco kilómetros. Vamos tranquilos, pero la carretera siempre es cuesta arriba, al principio todavía suave. El camino discurre continuamente por la antigua carretera nacional. Los peregrinos que van a pie tienen un andadero por la margen izquierda de la carretera, muy bien protegido pero los que vamos en bicicleta tenemos que ir por el arcén. El viento es cada vez más fuerte y empieza a ser bastante molesto;  nos obliga a ir más despacio, con lo que la sensación de frío es aún mayor,  aunque el sol lo tenemos a nuestras espaldas.

 

          Según las previsiones meteorológicas, el tiempo que se avecinaba era de lluvia, viento e incluso nieve. El Peseta empieza a comentarnos que no puede hacer mal tiempo ya que tenemos sol. El Cristo le dice que en estos parajes el cambio de tiempo supone un cuarto de hora. Qué razón tenía, pues lo que pasamos después no tiene nada que ver con el sol que disfrutábamos en estos momentos. Pasamos dos o tres pequeños pueblos en la orilla de la carretera a los que no entramos.

 

          Cuando llevábamos una hora pedaleando, aparte del renegar clásico de Borja, empieza a decirme que se le están subiendo los gemelos. Si le pasa este problema muscular, ya ha terminado el día para él, pues se le encogería la pierna a cada pedalada y no podría seguir. Paramos un momento para que pusiera algún remedio en la pierna. Le comenté que se subiera un poco al coche para que descansara la pierna, ya que en adelante el esfuerzo se iría incrementando y sería peor. No quiso subirse ya que su ilusión era hacer el camino completo por sus medios, algo que le honra. Seguimos despacio para no forzar la pierna, pero el viento cada vez arreciaba más y la pendiente empezaba a aumentar. A Borja le vino bien la parada y de momento el gemelo había dejado de molestarle.

 

 

          Seguimos la carretera nacional y no entramos por la parte de abajo, que es por donde marca la ruta. Cada vez ascendemos más y el viento arrecia. Cuando llevábamos medio puerto subido, la carretera estaba cortada. Tuvimos que bajar por un camino estrecho, mal asfaltado y una pendiente brutal, llegando a la carretera que teníamos que haber cogido kilómetros atrás. Total, que nos comimos medio puerto tontamente y derrochamos un esfuerzo inútil, ya que bajamos en quinientos metros lo que nos costó subir en siete u ocho kilómetros.

 

          Continuamos por un valle de aldeas y de un bosque bastante espeso. Tal y como nos había comentado el Cristo, el tiempo empezó a cambiar radicalmente. El sol desapareció y dio lugar a un día brumoso, oscuro y feo. El viento seguía castigándonos y aun se notaba más cuando nos daba de cara en alguna subida más fuerte de lo corriente.

 

          Al poco tiempo vimos a lo lejos cuatro bicicletas, lo cual sin querer hizo que aumentásemos el pedaleo para cogerlos, pero Borja no estaba esa mañana para bromas. Resulta que los cuatro ciclistas eran las dos parejas que nos habíamos cruzado varias veces en el camino. En un momento dado, Borja me dijo de adelantarles tan fuerte como para quitarles las pegatinas.

 

          Empezaba la carretera a empinarse bastante cuando el Cristo y el Peseta alcanzaron a las dos parejas. Nosotros iríamos cien metros detrás y nos acercábamos muy lentamente a ellos. Vimos cómo nuestros compañeros iban hablando con ellos, hasta que los adelantaron y se fueron poco a poco hacia arriba. Antes de contactar nosotros con las parejas, me acordé de las pegatinas; invito a Borja a ver si les pasamos y les quitamos las pegatinas, a lo cual me responde que hoy no estaba para quitar nada. Los pasamos tranquilamente. Cuando nos íbamos alejando de ellos y estábamos en una rampa muy fuerte debajo de la autovía, una de las mujeres salió muy fuerte a por nosotros. Borja iba que no se quería ni mirar la cara, pero le advierto que la mujer viene a por nosotros. A Borja de daba igual, ya que iba pedaleando como dios lo encaminaba, pero, de repente, la mujer se para y se baja de la bicicleta (la pendiente era muy fuerte) y lo mismo hicieron el resto cuando llegaron a su altura. Al Peseta y al Cristo dejamos de verlos.

 

          Logramos llegar a una zona  un poco más suave y pudimos recuperar un poco las fuerzas, pero el tiempo iba empeorando por momentos, el viento era muy molesto, empezaban a caer las primeras gotas, y a lo lejos la niebla era muy densa y empezaba a verse cada vez menos. Vuelve mi hermano con el coche y nos advierte que quedan tres kilómetros para llegar y que los peregrinos en bicicleta se están bajando de la misma totalmente destrozados. Conozco el camino y sé que mi hermano está equivocado, ha confundido el pueblo de Piedrafita o Cebreiro con la subida definitiva, que esta en O Cebreiro. No le comento nada, porque si en ese momento le explico que ese no es el final de la subida, mi sobrino que piensa que su calvario se va a terminar pronto, se hundiría. De cualquier manera le comento a mi hermano a solas que está equivocado y que al pasar dicho pueblo, está la subida más dura, la definitiva.

 

          Llegamos a Piedrafita. He de hacer una aclaración: esta ruta no es la del Camino, pero se recomienda no subir por la original, ya que discurre por sendas muy complicadas, y más hoy, con el temporal que tenemos. Aquí nos juntamos todos. El Peseta y el Cristo están ayudando a una joven que tiene una avería en su bicicleta. Le solucionan  el problema y la joven se sube a la bici para comenzar la subida; consigue pedalear cien metros y, ante la dureza de la carretera, vuelve a bajarse y continúa andando y empujando a la bicicleta (aún más duro, hay que tener valor para seguir sola por estos caminos).

 

          El Peseta va delante, el Cristo le sigue a corta distancia, después va Borja y yo de furgón de cola. En este momento la niebla arrecia, el viento aprieta, la carretera se empina sin compasión, los pies empiezan a congelarse y las manos no las sentimos. Borja va quedándose poco a poco. No vemos más allá de veinte metros. No puedo calcular la distancia que nos queda, pero será mas o menos de tres kilómetros que se nos van a hacer eternos, ya que Borja no consigue ir mas allá de los cinco o seis kilómetros por hora. No quiero dejarlo solo, porque estoy seguro que empezaría a pasarle por la cabeza la idea de bajarse de la bicicleta y subir andando, lo cual sería peor. Se detiene un par de veces, pero reanudamos rápidamente la subida. Cada vez hace más frío, las gafas se empañan con nuestra respiración. No sé que más puede pasar, pero estoy deseando llegar más que nada  por mi sobrino, que no lo veo bien.

 

          Baja mi hermano con el coche y nos da una noticia alentadora: en O Cebreiro está nevando. Lo que nos faltaba. Cuanto más subimos, menos se ve. Empieza a caernos la nieve con ventisca, tenemos que ir poco menos que de lado, pero en ese momento la carretera empieza a suavizarse. Si mi memoria no me falla debemos estar cerca del cruce para entrar por la izquierda a O Cebreiro. Efectivamente, pronto nos desviamos y en dos minutos estamos en la iglesia prerrománica. Entramos en la misma para verla y mi hermano sella las cartillas; éste es un punto importante dentro del camino. La ventisca fuera es cada vez mayor, la nieve empieza a cubrir el suelo con un manto blanco y todos los peregrinos que van llegando entran rápidamente en la iglesia para refugiarse. Tras echarnos unas fotos, mi hermano nos indica la “Taberna Celta” como lugar para refugiarnos y aprovechar para comer, ya que son las doce. No sabe uno lo que agradece entrar en un sitio con cocina de troncos de leña, calentita, cuando uno lleva los pies y las manos insensibles.

 

 

          No teníamos prisa por salir de allí. El mesón se lleno rápidamente. Comimos una sopa mala como un rayo, pero que nos supo a gloria, y dimos cuenta también de un par de botellas de vino (siempre con gaseosa). Era curioso cómo, estando sentados en la mesa, echábamos humo por todo el cuerpo. Miraba a la puerta, que tenia cerrada la parte de abajo pero abierta la de arriba, y entraba el frío igual que cuando se abre la puerta de una cámara frigorífica. No sé a los grados que estaríamos en esos momentos, pero yo en mi vida he pasado tanto frío.

 

 

          Tras reparar al estómago, teníamos que seguir el camino por mucho que nos gustara estar allí bien calentitos. Lo cierto es que cuando más tiempo estuviésemos a cubierto más nos iba a costar seguir en la bicicleta. Nos pusimos los trajes de agua para poder aguantar lo que nos viniera encima y reemprendimos el camino. Aún quedaba por subir algo hasta el alto del Poio, y a partir de allí, seria un descenso hasta Samos. Al empezar a descender aflojo la lluvia hasta desaparecer, y también aflojó el viento.

 

 

          Llegamos a Samos (tampoco éste es el camino original, pero ante las circunstancias climatológicas ni nos planteamos ir por otro sitio). Estuvimos dando una vuelta por el grandioso monasterio benedictino de Samos. Aquí tienen albergue en un lateral del monasterio, en una nave con bóveda de medio cañón, en la que los peregrinos los despierta el canto gregoriano de los monjes a las seis de la mañana; además, son invitados a oír misa y es dan desayuno. Nosotros nos limitamos a admirarlo por fuera y mi hermano, como siempre, fue a que le sellaran las cartillas. Según nos comentó, se las sello un monje (a mi hermano, a estas alturas del camino, no le sellaba cualquiera las cartillas). Ya nos habíamos tomado antes unos refrescos en un bar y decidimos quedarnos en Sarriá, ya que los cuerpos no daban para mas. Como siempre mientras nosotros pedaleábamos mi hermano iba haciendo las diligencias para el hospedaje. Llegamos pronto a Sarriá y no tuvimos problemas para llegar a lo que se suponía era un hostal, y que después vimos que era el hotel Roma.

 

 

          Tras acomodarnos en las habitaciones y cambiarnos de ropa, salimos al centro de la ciudad a pasearnos. Durante el paseo, empezó una conversación entre el Peseta y Borja sobre las artes marciales (tema que le apasiona al Peseta). Después de hacerle un par de simulacros de patadas en alto, quedó Borja tan entusiasmado que rápidamente quería empezar a dar clases cuando volviésemos del viaje (el otro tema que tenían siempre presente eran las motos, pero esas conversaciones eran entre Borja y el Cristo).

 

 

          Dando el paseo por la ribera del río Sarriá me fije en unos árboles que nunca había visto. Eran como un ficus de hojas pequeñas, pero que a lo lejos estaban como llenos de rosas. Cuando te fijabas más de cerca eran como una rosa, pero más abierta. Un árbol de estos tenía un ruedo como una higuera grande, y era espectacular ver la inmensa cantidad de lo que podíamos llamar rosas de color rosa. Por curiosidad, pregunté a algunas personas si sabían como se llamaba aquel árbol, pero no supieron darnos explicación. Me quedé con las ganas de saberlo, pero me imaginaba que si sobrevivían aquellos árboles con aquellas temperaturas tan bajas, podríamos tenerlos en estas latitudes.

 

          Cenamos, después de una gran caminata, en una pizzería que tenía cerveza de bodega. Había dos tanques de cobre de mil litros cada uno con cerveza, de la que dimos buena cuenta mi hermano y yo con unas jarras generosas en cantidad y calidad. Los demás iban de refrescos y el Cristo de cerveza sin alcohol.

 

          Volvimos al hotel y después de hacer una plantación generosa y leer un poco, comentamos la etapa siguiente, apagamos las luces y a correr en moto (el telediario no anuncia nada bueno para el día siguiente, metereológicamente hablando). Estamos a escasos 120 kilómetros de Santiago.

 

Ficha técnica:

 

Villafranca del Bierzo – Sarriá

Kilómetros recorridos:           82,79 km.

Tiempo invertido:                 5 h  33 m  22 s

Media:                                14,88 km/hora

 

 

 

Quinta etapa. 21 de marzo de 2.008.  Sarriá – Pedrouzo.

 

Siete de la mañana.

- Jose ¿qué tiempo hace?

- Está el suelo mojado de la escarcha.

- De acuerdo.

 

          Como siempre, entré el primero al servicio. Al salir y llamar a mi hermano me acerco a la ventana: suelo mojado de la lluvia que estaba cayendo. Buen día nos espera, pensé. Borja se dejó caer la noche anterior encima de las mantas y ha aparecido esta mañana en la misma postura, sin moverse un centímetro.

 

          Tenemos que cambiar de forma de vestir, ya que la ropa convencional no sirve. El cielo está totalmente encapotado y no tiene visos de cambiar a corto plazo. Si te abrigas y encima te pones el mono impermeable sudas como un perro, y si no te abrigas tanto puede que te congeles a media jornada. Lo que si tenemos claro es que no hay que dejar ninguna parte de nuestro cuerpo a merced del agua, pues la combinación de agua y frío no es nada agradable. Yo me puse el culote corto y las medias. En la parte superior solamente maillot, una camiseta y manguitos. Encima de todo esto, los impermeables. Pero el problema principal estará en los pies y manos. Para las manos, nos ponemos guantes de abrigo y encima unos guantes de goma para llevar las manos secas. Para los pies bolsas de plástico para el agua.

 

 

          Después de toda la parafernalia de la vestimenta, desayunamos en el mismo hotel. La lluvia empezó a arreciar, pero ya no había marcha atrás. Los peregrinos iban pasando poco a poco y cada uno se iba protegiendo como podía. Normalmente los caminantes usan grandes capotes que parecen tiendas de campaña que los cubren por completo a ellos y al equipaje, por lo que siempre van secos. Pero la historia de la bicicleta es otra.

 

          Recogemos las bicicletas. La mujer del hostal nos indica un camino para no tener que volver un par de kilómetros hacia atrás. Al final salimos por las vías del tren y encaramos la carretera que va a Portomarin. Hoy ni se nos pasa por la cabeza avanzar por pistas de tierra, ya que el aguacero que nos esta cayendo es de categoría. Más de un día de estos nos haría falta en Murcia, aunque aquí también se quejan de la sequía.

 

          A los dos kilómetros de salir ya estamos subiendo sin parar. No vemos nada salvo la carretera. Hay que ir con la cabeza agachada, para que no se te moje lo único que llevamos sin tapar. No se si lo mejor es subir o bajar. Subiendo vas lento, pero no te entra el agua que suelta la bicicleta; cuando vas cuesta abajo las manos, los pies y la cara empiezan a enfriarse peligrosamente.

 

 

          Cuando llevamos aproximadamente quince kilómetros tenemos que parar. Borja tiene los pies casi congelados. Tenemos que parar. Cuando se quita los calcetines, las bolsas y demás aparejos de los pies los lleva más tiesos que el mármol. Dice que le duelen y que no los nota. Yo no quiero decir nada para que no se desanime pero no siento los pies desde la mitad del puente hasta los dedos. Sé que tengo algo al final de los pies pero no siento nada. Se seca los pies, se cambia de calcetines y seguimos pedaleando: ahora es cuesta abajo hasta Portomarin. La lluvia ha aflojado bastante y ahora lo que queda es un calabobos. El frío en la bajada es brutal: cuanto más corres, más te enfrías. Es un contraste en tu cuerpo; los pies y las manos no los sientes y el cuerpo, al no poder transpirar por el chubasquero, se va empapando de sudor. Lo de las manos es otro cuento: como llevamos guantes de goma encima de los de lana, la mano va sudando, la sudor se va congelando y los dedos se quedan inmóviles hasta el punto de no poder frenar algunas veces o cambiar de marcha.

 

          Cruzamos el puente larguísimo del pantano de Portomarin. El pueblo que vemos es el nuevo, ya que al original esta en el fondo, cubierto por el pantano que se hizo en los años sesenta. La iglesia-fortaleza de San Nicolás,  que está en lo alto del Portomarin nuevo, se desmontó y se trasladó piedra a piedra a su nuevo emplazamiento. Nosotros la vimos a lo lejos ya que el día no estaba para visitas. Al llegar a la otra orilla del puente empezó a caernos tal cantidad de agua que parecía que nos la tiraban a calderos.

 

          Continuamos subiendo hasta el alto de Ligonde y nos juntamos con un pelotón de ciclistas que estaban tapándose como podían en Portomarin. Parecía que íbamos en una carrera. En este tramo, los pies y las manos iban completamente empapados. Al culminar el alto de Ligonde empezó a castigarnos el viento. A partir de este momento tendríamos compañía permanente: viento, agua y frío cada vez más intensos. Cuando ascendíamos, el agua quería por momentos convertirse en nieve que no cuajaba en el suelo.

 

          Al pasar Palas de Rei entramos en una carretera estrecha,  pasando por pequeñas aldeas. La cantidad de peregrinos era cada vez mayor y nuestras ganas de bicicleta cada vez menores. Mi hermano iba algo adelantado y nos buscó un sitio para descansar y tomar algo caliente, que nos resucitara el cuerpo. Entramos en el mesón y pedimos una sopa y algo más sólido. Volvíamos a parecer chimeneas humanas cuando nos abrimos los chubasqueros. La mayoría de los peregrinos entraban, pedían un Colacao y seguían la ruta. Uno nunca sabe si es mejor una parada pequeña para no enfriarse o descansar algo más y recuperar fuerzas. Nosotros hicimos lo segundo ya que tuvimos que esperar algo hasta que vino la sopa (qué cosa más patética) que nos sirvieron, junto con el vino, para calentarnos. Cuando entré en el bar no sentía los pies, estando sentado en la mesa los pies me hacían chof-chof, los tenía empapados, pero empezaron a revivir.

 

 

          Salimos de nuevo al infierno. La carretera estrecha era un continuo sube y baja. La ventisca empezó de nuevo a arreciar y los pies y manos a sufrir también. A partir de ahora ya no teníamos mas misión que la de avanzar aunque fuese lentamente, y salir de aquel bosque que, en comentario de mi hermano, daba respeto de estar, ya que el ruido que hacía el viento, combinado con el del agua, hacia del paisaje algo tenebroso. Volvimos a salir a la carretera nacional y parece que el cielo quisiera abrirse poco a poco. El sol intentaba salir y aquello nos animó a seguir mas allá de Melide; pero aquello sólo fue un espejismo ya que la lluvia volvió con más fuerza. Decidimos que había que llegar hasta Arzua. Al salir de Melide, entramos a comer en un bar. Había un truco para descongelar los pies: aprovechando una gran pendiente cuesta arriba (para no perder mucho tiempo), yo me bajaba de la bicicleta y echaba a andar un rato hasta que se sintieran los dedos de los pies. Yo lo tuve que hacer aquí en una ocasión y dio buen resultado.

 

 

          Cuando terminamos de comer había parado la lluvia y volvió a salir el sol. Como estábamos cerca de Arzua nos animamos a llegar a Pedrouzo, aprovechando el buen tiempo, y con esa idea proseguimos el viaje. Creo que San Pedro estaba esperando que saliéramos para tirar desde el cielo todo lo que le quedaba. La carretera era un sube y baja que empezó a rompernos las piernas y las pocas fuerzas que nos quedaban. El Peseta empezó a tener problemas con los frenos, ya que las zapatas las llevaba bastante desgastadas, pero el problema mayor lo tenía el Cristo, que se quedó sin frenos por completo. Ello, junto con lo castigado que iba, hizo que la llegada hasta la meta se hiciese muy lenta.

 

          Pensaba que el agua ya no volvería a caernos, pero de repente empezó a caernos piedra revuelta con nieve, agua y viento lateral que casi nos tiraba de la bicicleta. Vimos ciclistas parados en las casas protegiéndose de tal eventualidad, pero después de lo que habíamos pasado en todo el día nosotros seguimos como podíamos. El Peseta iba delante con Borja y a larga distancia el Cristo y yo. Borja, como se mueve una barbaridad en la bicicleta fue a parar a la cuneta, y no se la pegó más grande porque iba cuesta arriba (poco antes observé que llevaba la rueda delantera suelta, a saber el tiempo que la llevaría). Al final, todo quedo en un susto. Mi hermano iba más preocupado que nosotros de ver lo que estábamos pasando y quiero imaginarme que al final sabrá apreciar lo que cuesta hacer el recorrido. Se paró en la orilla de la carretera para esperarnos, ya que el Cristo se quedaba cada vez más. Esperó en lo alto de la carretera, salió del coche nos pusimos al amparo de una parada del autobús. Un cristal estaba roto y por ahí pasaba un viento con aguanieve que no había quien lo aguantara.

 

          Cada vez que descendíamos, el Cristo tenía que poner el pie en el suelo para frenar, ya que los frenos se quedaron a cero. En una de esos descensos, había un accidente en el arcén por donde teníamos que pasar. Tres coches habían chocado y se habían despeñado por la cuneta derecha de la carretera. Uno de ellos tenía la parte de atrás arrancada. Los viajeros estaban bajándose de los coches. En lo primero que pensé al ir viendo el panorama conforme me acercaba, fue en Borja y el Peseta, que iban adelantados a nosotros y que pudieran estar involucrados en este desastre. Al pasar a su altura, no vi a ningún herido a pesar de lo aparatoso del accidente. Pasé lentamente entre los coches y miré hacia atrás para ver pasar al Cristo entre los vehículos accidentados. Lo vi con un pie (liado con una bolsa de plástico) arrastrando por el suelo para poder frenar la bicicleta desde el principio de la cuesta. Lo sorprendente es la velocidad que llevaban los vehículos pese a la insistente lluvia, y por ello recibíamos agua por arriba y por abajo. No os quiero contar lo que pasaba cuando nos adelantaba un camión.

 

          Al Peseta y a mi sobrino no le vimos el pelo en bastante tiempo. El primero porque iba relativamente bien y el segundo porque iba recuperado milagrosamente al final de la etapa. Vaya diferencia con el principio. Entrando en Pedrouzo, nos cogieron dos ciclistas que habíamos visto refugiados en las casas de la orilla de la carretera, cuando nevó con tan mala leche (menos mal que fue escasamente un kilómetro). El más adelantado era un hombre de más de cincuenta años, que se notaba ciclista de toda la vida; el segundo tendría unos veinte y cinco años; a éste le pregunté si se quedaban en Pedrouzo y casi sin dar el habla, me contesta que hoy llegarían a Santiago aunque fuese a gatas. Era bastante tarde y no llegarían arrastrándose pero les faltaría poco por lo que vi al día siguiente.

 

          Llegamos al hostal Maruja. Era diferente a los que habíamos estado anteriormente. Era un piso reconvertido en hostal. Habían tres habitaciones, cocina y salón comedor, todo muy espacioso, y en el bajo un pub. La habitación grande donde estamos los tres de siempre tenía baño interior, pero donde estaban el Cristo y el Peseta tenía el baño fuera de la habitación. Cerraban la habitación que sobraba y la cocina y podíamos estar en un gran salón comedor con grandes sofás y televisión. Todo nuestro interés, aparte de ducharnos, lo que fue una bendición, era el poder secar las ropas y las zapatillas que estaban con moho de tanta agua (es una pequeña exageración). Esperábamos que con la calefacción se podría secar todo, ya que la ropa que llevábamos empezaba a terminarse. La calefacción la encendieron al llegar nosotros, pero por la noche permaneció apagada y volvió a encenderse al levantarnos. Pero al fin y al cabo, cuando entramos en el hostal terminó, para nosotros la peor pesadilla que nos habíamos encontrado por el camino, junto con la de O Cebreiro.

 

          Al poco de llegar el Cristo nos comenta, todo asustado, que se ha dejado la cartera con el dinero y documentación en el hotel de Sarria. Habría que llamar al hotel y comprobar que tienen la documentación. Ya estábamos pensando en la vuelta con coche hasta Sarriá si teníamos suerte que lo perdido estaba en el hotel. Cuando mi hermano iba a llamar a Sarriá, apareció milagrosamente la cartera (perder la cartera no era lo mismo que días antes cuando perdió el chaquetón). Nos ahorramos un viaje de ida y vuelta y con esa buena noticia nos fuimos a cenar a un  restaurante que hay en la entrada del pueblo, junto a la gasolinera. Cenamos el menú, como siempre con grandes jarras de cerveza. La cena nos servía para comentar lo que nos había pasado en la etapa y planear la siguiente. Cruzamos cuatro palabras con otro grupo que también estaba cenando. Eran de Asturias y que hacían el camino a pie.

 

          Salieron a la misma vez que nosotros del restaurante. Vimos que una chica de unos quince años iba en silla de ruedas y que las manos las tenía de una manera poco natural (las tenía hacia adentro). Ella formaba parte del grupo. Nos despedimos deseándonos suerte y esperando llegar ambos grupos a Santiago sin incidencias.

 

          El Cristo iba más preocupado que de costumbre por aquello de los frenos, pero empezamos a animarlo para que no se obsesionara con ello ya que estábamos a escasos veinte kilómetros de Santiago de Compostela. 

 

          Nos fuimos al hostal para ver el partido de fútbol que retransmitían en la televisión, ya que era sábado. El Cristo se fue ya que el fútbol le da igual, el Peseta hizo lo mismo, Borja se quedo roque en el sofá, yo arranqué la moto, pero a la primera que me di cuenta de la situación me fui a la habitación, Borja hizo lo mismo y mi hermano, que quería ver el partido estaba durmiendo como un lirón (todo esto pasaba sin llegar al primer cuarto de hora de partido). Ya no sé cuándo entró en la habitación pero yo ni me enteré.

 

 

          Estamos a escasos veinte kilómetros de Santiago. Las fuerzas empiezan a estar justas, pero por muy mal que nos vaya al día siguiente esperamos estar a media mañana ante el santo patrón.

 

Ficha técnica:

Sarriá – Pedrouzo

Distancia recorrida              103,52  kms.           

Tiempo invertido                6 h  55 m  18 s

Media                               14,95 km/hora

 

 

Sexta etapa. 21 de Marzo de 2.008.  Pedrouzo – Santiago de Compostela.

 

          Ánimo, que es el último día. La mañana aparece con sol y con dos bajo cero en el termómetro. La ropa no se ha secado, las zapatillas están húmedas, pero estamos felices, pues no vamos a tener que llevar los chubasqueros que tanto nos agobian. Falsas expectativas: mientras revisamos en la puerta la bicicleta del Cristo, y con el sol fuera, empieza a nevar. No me creo el espectáculo que estoy viendo. Gracias a Dios que solo es un amago de nieve, ya que no cuaja en el suelo y dura muy poco tiempo. El Cristo empieza a quitar y poner las pastillas de los frenos, apretar por aquí, toca por allá, pero los frenos no funcionan. Está más cabreado que las monas pero lo volvemos a animar advirtiéndole lo poco que nos queda. Tras varios intentos de arreglo, decidimos salir ya que se nos esta haciendo muy tarde. Desayunamos en un bar del pueblo. Allí coincidimos con tres ciclistas que nos explican que salieron de Astorga y que han hecho el trayecto solamente por el camino original, carretera cuando toca y tierra cuando así lo dicen las flechas amarillas. Por cierto, en la última etapa no nos ha preocupado por donde señalaban las dichosas flechas. Creo que nos están vacilando, pero a nosotros nos da igual.

 

          Nos pusimos de acuerdo los cuatro e hicimos el camino que nos quedaba tal y como nos indicaban las flechas (otra vez las dichosas flechas amarillas). El frío era de categoría. Gracias a que dejó de llover; sin agua llegaríamos a Santiago, aunque el recorrido estaba totalmente mojado. Intentamos en todo el camino restante ir lo más juntos posible, por aquello de disfrutar lo que quedaba, sin carreras. El Cristo, no sé si por ir pensando en los frenos, iba muy rezagado aunque lo esperamos. El camino se desvía de la carretera nacional y te va llevando por el borde del aeropuerto de Labacolla. Empezamos a circular por caminos de tierra que se iban alternando con el asfalto. Por ellos nos encontramos con dos grupos. El primero eran los tres ciclistas del desayuno, que no eran tan fieros como lo pintaban. Las subidas hasta el Monte do Gozo eran cortas pero muy pronunciadas, había que poner el molinillo constantemente. El segundo grupo que adelantamos eran los asturianos que saludamos en la cena del día anterior; iban todos en familia, a pie, con un lastre añadido: llevaban a la muchacha minusválida en un carro, como los taxis en la India. El esfuerzo que tenía que hacer toda la familia empujando cuando llegaban aquellas terroríficas cuestas era monumental. Cuando ves estas cosas comprendes que siempre hay alguien que hace un sacrificio mayor que el tuyo. Nos saludamos con bastante alegría.

 

 

          Seguimos lentamente por aquellas cuestas. Cuanto más subíamos más frío iba haciendo. Estaba todo nevado, el frío iba haciendo mella en nosotros. Borja iba quejándose de que tenía los pies congelados. El viejo truco de bajarse de la bicicleta y andar un tramo le hizo resucitar los pies. Aquella subida se nos hizo muy larga. La cantidad de peregrinos era cada vez  mayor. Santiago se presentía cerca y los grupos que caminaban hacia el mismo eran muy numerosos. Por fin llegamos a lo más alto del Monte do Gozo donde hay un monumento en conmemoración de la visita del Papa Juan Pablo II. Allí paramos y nos dimos cuenta que, ciertamente, es un gozo divisar desde las alturas la ciudad de Santiago. Hicimos unas fotos entre peregrinos y volvimos a ver a los tres ciclistas que le ofrecieron al Cristo sus pastillas de frenos. El Cristo tuvo que bajar parte del descenso hasta Santiago a pie, ya que las cuestas eran muy pronunciadas y la gran cantidad de peregrinos que ocupaban todo el camino no animaba a ir frenando con los pies. De igual manera, no perdimos mucho tiempo ya que el descenso es rápido y en poco trayecto. Me llamó mi hermano y me dijo que se encontraba en la oficina del peregrino, a la cual había ido a que le dieran las “compostelanas”, pero solamente se la dieron a él, ya que eso es algo personal y tenía que presentarse uno mismo para que te la entregaran.

 

 

          A Santiago se entra por grandes avenidas y calles modernas hasta que poco a poco va apareciendo el casco antiguo. El tiempo se ha calmado, el sol brilla y el frío va amortiguándose. Parece que al final nos quieren dejar entrar en la plaza sin llover. Al llegar a la plaza de San Pedro, se ve una torre de la catedral. El corazón se acelera y, aunque vamos tranquilos, estamos impacientes por llegar. Hay un numeroso grupo de vascos con camisetas azules que están esperando y cantando en la otra orilla de la calle a otro grupo vestido igual que avanza hacia la catedral. Es emocionante. Seguimos por calles más estrechas y vamos esquivando una marea humana con mochilas que se acercan alegres hasta el final.

 

 

          Por fin, la plaza del Obradoiro y la majestuosidad barroca de la catedral de Santiago. Frente a la catedral, se suba por la escalera que se suba, sólo 33 escalones se interponen entre el peregrino y la gloria.

 

 

          Santiago es la meta, la fantasía en piedra que no decepciona a quien ha vencido tantas adversidades en pos de un sueño. Los peregrinos al llegar a la plaza entraban antiguamente a la catedral por el Pórtico de la Gloria, digno final para un viaje de cientos de kilómetros al interior de uno mismo.

 

 

          El sentimiento que cada uno vive queda para él, pero el abrazo que nos dimos quedará grabado en nuestra memoria. Mi hermano  nos estaba esperando en la plaza, impaciente por vernos llegar. Sé que todos los sentimientos que llevaba dentro explotaron cuando abrazó a su hijo y se acordó de las alegrías y las penas que habíamos pasado. Nos volvimos a abrazar y no pudo contenerse. Se pegó una lloricona buena. Todos estábamos muy emocionamos, es algo que no puedo describir en estas líneas.

 

          Nos acercamos a la oficina del peregrino para cumplir con el requisito de recoger la compostelana como justificante que se expide por haber recorrido el camino. La cartilla que llevábamos sellada era de categoría, ya que mi hermano, como dije anteriormente, se tomó aquello como algo muy personal. Antes de llegar nosotros ya había sellado en Santiago. La cola que se formó, nada más llegar nosotros, fue de categoría ya que salía fuera del edificio. Por fin teníamos nuestra compostelana escrita en latín, incluido nuestros nombres. Ya tenemos algunos puntos ganados para el cielo. En broma les digo a los que les hablo del camino que nosotros, si entramos en él mismo, estaremos en la zona VIP.

 

 

          Nos fuimos al aparcamiento donde había dejado el coche, para  cambiarnos de ropa, dejar las bicicletas y volver a la catedral. A la vuelta había empezado la misa del peregrino, donde el famoso botafumeiro es lanzado de lado a lado de la catedral. Entramos en la misma y fuimos admirando el edificio hasta llegar al culmen de la misma, cuando vimos el Pórtico de la Gloria, antigua entrada a la catedral, que ahora está en el interior de ella. Si el maestro Mateo, que fue quien la hizo, no está en un lugar privilegiado en el cielo, pocos lo estarán. De los tres arcos, el central es el más majestuoso. Muestra a Cristo y los evangelistas arropados por los 24 ancianos del Apocalipsis, cada uno con un instrumento musical. Los peregrinos tenían la costumbre de poner la mano arrodillados en la base del parteluz hasta hundir las cinco huellas. Ahora no dejan tocarlo, aunque se aprecian perfectamente las hendiduras de los cinco dedos grabadas a lo largo de los siglos.

 

 

          Seguimos dándole la vuelta a la catedral. Vimos algunas capillas y nos pusimos por último en la cola para abrazar al santo. La espera es emocionante. Borja había comprado, antes de entrar en la catedral, un rosario que quería pasar por el santo. Todos le dimos el abrazo y beso a Santiago y yo por suerte, lo hice por segunda vez en mi vida.

 

          Al salir de la catedral coincidimos, en la puerta con el grupo de asturianos con la hija minusválida. Nos alegramos de verlos igual que ellos. Nos saludamos brevemente y nos fuimos a comprar recuerdos para familiares y amigos. Nos hicimos las fotos pertinentes alrededor de la catedral y enfilamos el Paris-Dakar para comer y salir lo antes posible de Santiago.

 

 

          Encontramos un sitio como todos los que hay en esta calle, pequeño, pero distinto de los demás ya que tenia tapas a punta de pala, no como los demás, que te meten el marisco por las orejas. Pedimos la lista entera de tapas con buenas cervezas. El Cristo se dejo la sin alcohol y, como no tenía que conducir ni montar en bicicleta, se tomó toda la cerveza con alcohol que le dio la gana. Fue la última comida del viaje.

 

 

          Ahora tocaba recoger las bicicletas y todo el equipaje. Todo ello lo hicimos en la salida del aparcamiento junto a un personaje que en un principio creíamos que estaba borracho, pero que en realidad estaba un poco tocado de la cabeza. Dicha persona quedó inmortalizada en una foto con mi hermano. Empezamos a salir poco a poco de Santiago hasta que enfilamos la nacional hacia Lugo para posteriormente llegar a la autovía VI.

 

 

          A partir de Lugo vimos el resultado de la gran nevada de la jornada anterior. Estaba todo nevado desde Lugo hasta Ponferrada, solamente estaba libre la autovía; el paisaje era digno de ver. Cuando pasamos a la altura de O Cebreiro la nieve no dejaba libre ni un palmo de terrero. En este momento, nos vinieron a la memoria la subida a tan insigne sitio.

 

 

          Lo que nos temíamos apareció ante nuestros ojos. Antes de llegar a Benavente empezó la cola, que no nos dejaría hasta Madrid. Tardamos ocho horas desde Santiago de Compostela hasta Madrid, lo que habíamos calculado para el total del viaje. Al final llegamos a Molina de Segura a las cuatro de la mañana.

 

          La aventura del camino místico había llegado a su fin.

 

 

 Mi más sincero agradecimiento a:

 

José María (mi hermano):

          Creo que ha vivido el camino lo mismo o más que los que íbamos en bicicleta. Su tarea de estar pendiente de todo lo que nos hiciera falta fue lo que nos hizo el camino más llevadero. Su preocupación por todos los detalles no tenía límites: igual buscaba el bar que el hostal, el camino, la asistencia en carretera, etc. En resumen, fue nuestra niñera. Hubo momentos que sufrió más que su hijo. Sé que nunca, salvo un milagro, hará el camino fuera del coche,  pues el deporte y él están reñidos, pero también sé que antes o después volverá a recorrerlo.

 

 

 

Teodoro Bernal (el Cristo):

          Tenía dudas de si conseguiría hacer el camino en el tiempo que nos habíamos marcado, pero me he equivocado para bien. Meticuloso como él solo. Cuando tenía momentos malos lo que hacía era seguir su ritmo. Compañero como el que más. Jamás tuvo una palabra más alta que otra hacia el grupo y nos compenetramos a la perfección. Ha sufrido mucho para llegar al final pero se siente muy orgulloso de lo que ha conseguido. Debería seguir entrenando y acometer en un futuro otras aventuras juntos.

 

 

 

José Rosauro (el Peseta):

          Al contrario que del Cristo, del Peseta no tenia dudas de que llegaría bien. Es fuerte y lo demostró en el camino. Me consta que sufrió mucho los tres primeros días para ir cada vez mejor. Tanto si estaba bien como si estaba mal jamás se quejó y sufrió en silencio los problemas físicos que llego a padecer. Compañero excepcional y servicial como él solo. Ha disfrutado y sufrido el camino como todos y espero volver a salir con él en otras ocasiones. Le ha entrado el gusanillo de la bicicleta como al Cristo.

 

 

 

Borja López (mi sobrino):

          En un principio no creí que conseguiría hacer  el camino completo en bicicleta, pero no pensé en su fortaleza mental para lo joven que es. Su cabezonería y otras cosas lo han llevado a Santiago. Para una persona que no había montado en bicicleta en serio, y con el poco tiempo que ha entrenado, aún siendo joven, me quito el sombrero ante su proeza. Le ha gustado tanto la experiencia, que ha prometido que si su hermano se anima cuando sea mayor,  él lo acompañara. Queda en secreto lo que le pidió al santo. Para todos ha sido la nota joven del grupo de cuarentones con los que se juntó. Su queja constante durante el camino queda en el recuerdo de todos.

 

 

 

          No me gustaría terminar esta paliza de crónica sin recordar a las personas, que aun no haciendo el viaje con nosotros, nos tenían en sus mentes. Agradezco a las cuatro familias que se quedaron en casa en unos días tan entrañables como es la Semana Santa y que posiblemente hubiesen salido de viaje a algún sitio. Por culpa de nuestra cabezonería, tuvieron que quedarse en casa esperando que volviésemos sanos y salvos.

 

          Mi más sincero agradecimiento.