REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


EL VERBO ARBÓREO DE ANTONIO TRUJILLO

Juan Manuel Escourido Muriel

(Universidad de Salamanca)

 

Resumen: La poesía de Antonio Trujillo despierta interrogantes a ambos lados del Atlántico principalmente por su rescate de una visión re-sacralizada y des-dogmatizada sobre el individuo. Rescata la inmanencia fetichista de ciertos objetos cargados de significación poético/religiosa como la madera, el árbol, el pájaro y la nube, claves a la hora de reconstruir el universo de una voz contemporánea que descubre nuevas e insólitas honduras allá donde una tradición parecía haberse cerrado.

 

Palabras clave: Poesía Contemporánea, Venezuela, re-sacralización, pájaro, madera, Dios, árbol, panteísmo

 

Abstract: The poetry of Antonio Trujillo raises questions on both sides of the Atlantic mainly by the rescue of a re-sacred and no dogmatic vision on the sujet. It rescues the fetish immanence of certain objects laden with poetic / religious significance as wood, tree, bird and cloud; these are the keys that we disposse to rebuild the universe of a contemporary voice that discovers new and insolites landscapes where a tradition seemed to be closed.

 

Key words: Contemporary Poetry, Venezuela, re-sacralization, bird, wood, God, tree, pantheism

 

No poseo este arte y esta ciencia sino por la única inspiración de Dios. Él es quien la ha querido revelar a su servidor. Él es quien ha dado el medio para conocer la verdad a quienes saben usar de su razón y Él jamás ha sido la causa de que alguien haya seguido el error o la mentira.

Hermes Trimegisto.

 

¿Invita el decir de Antonio Trujillo a la exégesis o la requiere? ¿Demanda respuestas o interroga a la manera de una esfinge celadora del misterio que sólo el iniciado y el inocente creen poder encarar? Su verso parco y concentrado desafía el engolamiento escurridizo propio del malabarismo disuasorio incapaz de enfrentarse honestamente a las cuestiones que, desde antiguo, modulan el concento humano en toda latitud y circunstancia. Retrotrayéndose a lo raigal, al maternal tacto de la madera, al innombrable misterio que cotejamos cuando invocamos a Dios, al psiquismo genésico que todo lo interioriza y asimila, su poesía desciende a la matriz de lo que se nos aparece revestido de un secreto cuyo atavismo nos desconcierta y nos imanta a un tiempo. Ese cauce de perplejidad esencial, inmediata, intuitiva, que dimana de la contemplación del paisaje lo verbaliza el poema; percibimos en el sereno cuidado de su arquitectura la quimera que el poeta tutea desde el instante que decidió pervertir el impoluto blanco de la página: desvelar lo recóndito sin alterar su esencia. Dice Heidegger:

 

 

En el borde del país poético (…) se halla el manantial, la fuente desde cuyo adentro la antigua Norma, divinidad del destino, asciende los nombres. Con ellos la divinidad entrega al poeta aquellas palabras que él, confiado y seguro de sí mismo, espera sean la presentación de lo que considera ser lo existente[1]

 

 

Ambición de sobras conocida entre los miembros del gremio, cuya indispensabilidad se asienta precisamente en este anhelo de, al decir de Italo Calvino, aspirar a lo irrealizable, apuntar más allá de sí. La asunción de un ser elemental que condiciona medularmente su cosmovisión permite a Antonio Trujillo compartir las celadas últimas de esta quimera adonde, paradójicamente, no lo conduce la eyección sino el ahondamiento en el fundamento, en lo terrestre, donde la palabra enraíza.

 

La llaneza y el secamiento de su léxico libran de impurezas un discurso cuya fuerza se asienta en la intuición que nos sobrecoge al participar de una experiencia donde el despojamiento sugiere la atemorizante presencia de lo sacro. En efecto, la supresión de vocablos superfluos y elementos ornamentales se impone en las creaciones que pretenden participar de lo divino, dado que la antítesis de esta participación que fundamenta lo sacro es la devoción propia de la santidad, cuya conmoción ante el mundo la insta a la loa servil, a la reverencia. Bien es cierto que a ambos espíritus subyace una religiosidad cuyo afán primordial posee salvoconducto poético, ya que, anulando sus diferencias, participación y devoción persiguen, como quería Ungaretti, ver lo invisible en lo visible[2]. Sin embargo, su actitud difiere, y así cuando Rilke busca lo sagrado en la noche del mundo, la noche es el tiempo de lo “sin dios”, que posee, en esa misma oscuridad, su peculiar claridad; la noche, al ocultar a Dios, guarda y protege lo sagrado para cuando llegue la hora de una nueva aurora. Esta es la delicada misión del poeta en tiempos de indigencia; su tema es lo sagrado como lo es en Hölderlin, para quien la noche del mundo es la “sagrada noche”. Y es esta tradición la que Trujillo viene a engrosar, ya que el Dios de sus poemas carecería de sentido bajo una óptica cristiana excluyente; no se trata de un dios todopoderoso ansioso de obediencia y devoción. Muy al contrario, en su esencia habita la debilidad, el trastrocamiento de sus emanaciones lo daña, su fortaleza reside en lo minúsculo, en lo que repele la percepción. El Dios de Antonio Trujillo es un Dios participante, una suerte de Weltinnenraum que nos recuerda aquellos versos del checo:

 

Durch alle Wesen reicht der eine Raum: Weltinnenraum. Die Vögel fliegen still durch uns indurch. O, der ich wachen will, ich seh hinaus, und in mir wächste der Baum[3]

 

Transversal y omnipresente, el Weltinnenraum o espacio interior de las cosas, abole la dialéctica entre el afuera y el adentro, interiorizando el paisaje que se le presenta al poeta en un grado de tal plenitud que la quimera se palpa.  Cuando Trujillo nombra a Dios, está nombrando ese algo participante y constituyente de la totalidad, imprescindible, aprehensible únicamente por aproximación poética. Por gracia de esta participación, la naturaleza se torna delimitación sacra, temenos o suelo sagrado donde la figura del árbol se impone, al venezolano y al checo, como condensación del infinito. En el checo, el árbol condensa el afuera, la totalidad de los seres, mientras el pájaro habita dentro y es el Weltinnenraum el punto donde la escisión de los contrarios se produce. Así en el venezolano, donde Dios designa al árbol vicario del mundo y le asigna su primordial misión: ser el centinela de la luz.

 

 

Señor

no alumbres

 

sobre mi mesa

palabra mal habida

 

si nunca fue dolida

en alma misma

 

no permitas

lo infame

 

sobre el deseo

de tu misterio

 

borra la sombra

y dame la luz

 

que guarda el cedro

amargo del universo

 

el ave hundida

en tu sagrado ramaje[4]

 

 

Así debemos abordar el árbol cuando encaremos a Trujillo, como vigía de un misterio ante el cual el florilegio retórico expone su insuficiencia, y sólo alcanza a compartir su altura la palabra Dios. Entonces somos dignos del acercamiento y podemos comenzar a intuir cuáles son los atributos de esta fuerza primigenia activa, la vis viva de los escolásticos, cuyo paralelismo con el artesano facilita nuestra visión. En efecto, en el taller se modula la madera, se la dota de forma, se crea, a partir de un material primero, el artilugio, lo que después vendrá a añadirse al mundo testimoniando su proveniencia amorfa. El carpintero es el agente de la creación, aquel que, como Dios, grava su huella en lo que toca, estableciendo un vínculo afectivo que rebasa el mero paternalismo para convertirse en consubstanciación: lo que le afecte a él afectará a la madera, y recíprocamente, lo que afecte a la madera lo dañará.

 

 

Si talas

el ojo del Bosque

        

vacías a Dios[5]

 

 

Las páginas de Taller de Cedro (1998) rinden plausible esta equivalencia de fuerzas demiúrgicas. En la relación que ambos creadores establecen con su material, Dios con el mundo, el carpintero con la madera, se vislumbra una transposición de acciones que deriva en la atribución de facultades artesanas a Dios. Se consubstancia lo eclesial y lo artesanal, tal y como sucede en la divisa benedictina ora et labora.  Así, el Dios que nos lija es el mismo Dios que, cuando marca, el taller presiente orden, y nada falla. Y no sabemos si cuando Él nos lija somos nosotros los interpelados o es la madera, aunque poseamos la certeza de que no quiere suprimirnos, sino moldearnos: tal vez resulte que nosotros somos la madera, y nos convenga la analogía mientras el mueble que ahora somos comparta el taller con Antonio Cruz, tío del poeta, voz y sombra del taller. Si así sucede, Antonio Trujillo habrá cumplido la misión que subyace al modo enunciativo de sus textos: interpretar los signos de esa divinidad que aún hoy regresa a ese taller celeste o cósmico desde el que contempla el fruto de su labor. ¿No era el hijo de Dios hijo de carpintero?

 

 

De noche

regresa al mueble

 

allí fuma

y sufre

 

algo tuerce

y no hay manera

 

su taller

no es un lugar

 

más bien

una altura

 

aquel reino[6]

 

 

No es la poesía de Trujillo poesía devota. Sí está modulada por una lengua sacra, por la invocación del misterio, que la hermana con la teofanía. Presupone un vínculo con las escrituras teológicas y aún el magma común al conocimiento místico y al conocimiento poético: la aspiración a la unidad ungida con lo trascendental, a la experiencia transgresora que parte del acontecimiento, la especificidad de las cosas y los seres para acceder a la totalidad. Toda mística es aventura ascensional, solemne, personal e intuitiva. No por ello debemos enfrascarnos en un mero traslado de las categorías con que la crítica ha cercado a San Juan de la Cruz (por citar el místico más en boga gracias a los brillantes acercamientos a su poesía de José Ángel Valente y María Zambrano) para abordar los poemas de Antonio Trujillo. Nuestro poeta no implora, no pretende acceder a Dios mediante la frugalidad, la privación, el sacrificio o la alabanza. No hay tribulación, su Dios no es ese Dios de don y tormento, de consoladora  misericordia y anonadamiento que conturba y presupone el cilicio. No percibimos deseo, ni siquiera deseo de desear, fin de toda mística. Tampoco theosis, aspiración de fundirse con la alteridad, con el non-aliud, aquel, que diría Valente, “cuyo ser consiste en ser sin que nadie sea el otro de sí”[7] Lejos de Trujillo el afán de mortificación. Y tampoco le interesan los estadios de anulación del raciocinio, donde toda ciencia transcendiendo el místico habita el lugar de la revelación extasiándose ante la intuida presencia del Amado. Más bien, el Dios de Trujillo habría que leerlo bajo el patronazgo de Novalis, cuando, al comienzo de Los discípulos en Sais, nos habla de un “presentimiento que se resiste a ser fijado bajo ninguna forma y parece que rehuya transformarse en la clave suprema”[8], o, todavía, bajo la advocación del Goethe de Poesía y Verdad, cuando ve en ese presentimiento un principio indispensable que se resiste a ser nombrado:

 

creía descubrir en la Naturaleza, tanto animada como inanimada, algo que sólo se manifestaba en forma de contradicciones y que, por ende, no podía encajarse en ningún concepto y todavía menos en una palabra[9] 

 

Resistencia a la que se refiere Trujillo cuando, aún a pesar de la dificultad que entraña superarla, encararla resulta ineludible, ya que la actitud contraria o la pasividad traicionaría la exigencia de naturalidad, de autenticidad, la petición de verdad a la que se le asigna la función de restablecer el vínculo con lo oriundo, recuperar el origen y mostrarlo, sin ambages, al lector.

 

la nada

 

esconde a Dios

 

si la nombras[10]

 

De ahí que, aunque el término Dios no sea aquella vieja palabra imagen de las cosas que se entrelazaba en el destino de los hombres, palabra absoluta que no tiene aún significación pero que – como señala Scholem - está encinta de significación, palabra sin lenguaje, “que no es concepto porque es ella la que hace concebir”[11] aquella palabra auroral o antepalabra con la que el hombre, como bellísimamente dice María Zambrano, trataba “en don de gracia y de verdad”[12], al indagar en el misterio y extraerla operemos sobre un material antiguo, cuya evocación nos retrotrae a lo umbilical, nos traslada al origen, a las voces de un pasado remoto del que el poeta se hace eco, testimoniando lo que ya no está pero que por su voz revive en la palabra:

 

 

Al principio la tierra

ya era antigua

 

un dominio de las hojas

 

y la flor prohibida

(una rosa de montaña)

 

en la garganta del misterio

 

mientras alguien escribe

menester y sementeras[13]                                        

 

 

Estrechando de este modo el ámbito de lo poético a su demarcación y denunciando el decir que se desvincula de la lengua ancestral, arraigada, primaria. Trujillo cree que la poesía debe hablarnos del corazón de la comunidad, de su gestación y su formación, de su lucha por asimilar su espíritu e integrarlo en una Weltanschauung articulada en torno a la proveniencia misteriosa que él batalla por desentrañar. Reveladora a este respecto es su propia confesión: “Mientras se indaga uno va entrando en el conocimiento y el corazón de la comunidad. Eso ha sido lo que me ha llevado a la poesía”[14]. Confesión que, por paralelismo conceptual, en seguida suscita una resonancia con el Valente de Las palabras de la tribu, para el que “el proceso de la creación poética es un movimiento de indagación y tanteo en el que la identificación de cada nuevo elemento modifica a los demás o los elimina, porque todo poema es un conocimiento haciéndose”[15]. Sed de saber, afán de desentrañar, de desvelar lo oculto que desemboca en el compromiso poético adquirido con los ínferos, movimiento esencial del quehacer poético que por imantación inocula en el cronista preocupado por el pasado de su comunidad el prurito creador. Y así resulta evidente que, cuando, poseído por la inquietud, a la zaga del conocimiento arriba a la poesía, quiera o no el poeta tiene algo de romántico, algo de suicida, algo de místico y mucho de Hombre.   

 

 

Poeta de la concisión, Trujillo no implora, constata. Dice de lo que Dios hace, lo que hizo, dice de sus labores. Poesía teosófica, iluminada, dice Dios a esa presencia escurridiza que repele el verbo pero que es cierta, y al tomar conciencia de su existencia deshacemos la actitud equívoca que usualmente lo incierto nos impone: aproximarnos a Dios como algo equívoco sería estar ciertos de no hallarlo. Esperanzado, el poeta acomete la aproximación que propiciará esta toma de consciencia  En ello nos va la vida, pues la fragilidad del mundo no toleraría la conflagración y la inconsciencia de sus criaturas. Lo inaprensible invisible marca. Toda la obra de nuestro poeta se encamina hacia esta toma de conciencia, insiste en mostrar las señales que remiten a la labor de la divinidad, excelsamente advertidas por Paracelso:

 

 

No es la voluntad de Dios que permanezca oculto lo que Él ha creado para beneficio del hombre y le ha dado... Y aún si hubiera ocultado ciertas cosas, nada ha dejado sin signos exteriores y visibles por marcas especiales, del mismo modo que un hombre que ha enterrado un tesoro señala el lugar a fin de volver a encontrarlo[16] 

 

 

Y, qué duda cabe, en Trujillo ése signo lo encarna el centinela de la luz: el árbol.

 

De cedro

es Dios

 

cuando impide

y ofrece

 

la palabra

de su reino

 

cuando

tu hoja en blanco

 

no tiene oficio

 

y te obliga

descalzo

 

a mirar

tanta niebla[17]

 

 

Impugnando así aquella confianza del poeta en la palabra señalada por Heidegger, transmutándola en un sentimiento de insuficiencia cara el lenguaje. El cuestionamiento del poder de la palabra poética constituye, en opinión de Debicki, un signo de conciencia postmoderna poética[18]. Contradice esta opinión Curtius, en su monumental Literatura Europea y Edad Media Latina, donde señala como este escepticismo posee una explicación histórica y aún filosófica, engarzando directamente con el tópico del nullus sermo sufficiat, omnipresente en la literatura europea post-renacentista. En el artículo titulado “La hermenéutica y la cortedad del decir” Valente nos dice que el poema converge hacia el origen, hacia lo umbilical. Es ahí donde aguarda la plétora del sentido del lenguaje. El poema tiende hacia ese núcleo originario que no se deja agotar expresivamente. En el centro las palabras duermen y el poeta las convoca para hacerlas acontecer en el poema: desea la palabra verdadera, el conocimiento verdadero;  pero como Trujillo bien sabe, Dios “impide y ofrece / la palabra de su Reino”[19] y

 

 

las palabras

 

son cuerpo

del misterio

 

huyen y presienten

cuando el hombre

 

desea su lugar[20]

 

 

Ello es debido a que la búsqueda de la palabra poética pasa por los límites que el lenguaje mismo le impone. La cortedad del decir se refiere a la multiplicidad de significantes que circundan el significado, al exceso de significados sobre el significante, en expresión de Foucault[21]. Más precisamente, se refiere a los innumerables rostros del anterior poema que la luz, la palabra auroral a la que aludía María Zambrano, podría adoptar. Alojar en el lenguaje la sobreabundancia de los contenidos se presenta una tarea imposible. El tópico del nullus sermo sufficciat, de la inefabilidad, está a la base de la escritura poética. El conflicto se da entre la aspiración a escribir lo cantable, y la imposibilidad de alojar en el canto todos sus rostros. Se produce un estado de tensión máxima entre contenido indecible y significante. En el instante liminar, con el lenguaje en vecindad del estallido, surge la gran poesía, donde lo indecible queda alojado en el poema. Toda experiencia poética es, pues, experiencia de los límites del lenguaje. Ya que, pese a esa insuficiencia, lo indecible busca el decir, lo amorfo la forma. De tal condición de imposibilidad podría desprenderse la condena al mutismo. Valente rota la evidencia:

 

 

Juan Ramón Jiménez escribió entre nosotros: “El poeta, en puridad, no debiera escribir, puesto que su mundo, lo inefable, le condena al silencio”. He ahí, una vez más, el tópico de la cortedad del decir, que acaso no exista más que para razón de su formulación inversa: << El poeta, en puridad, sólo puede escribir, puesto que su mundo, lo inefable, le condena a la palabra>>[22]

 

 

Y porque además, se dice Trujillo a sí mismo, “tu hoja en blanco / no tiene oficio”[23]. Escribir, continuar, se impone con autoridad, con el ímpetu – en palabras de Juana de Ibarbourou - y el olvido de todo que cerca a los que traen una misión. Humilde y consecuente con su labor, su temperamento inquieto azuza la exigencia del trabajo y exacerba la responsabilidad de la voz encargada de religar al hombre con lo sagrado. Pone en juego fuerzas que arraigan una poesía tautológica, que eluden y denuncian el devaneo gravitando en torno a la búsqueda de un centro irradiante, luminoso. El poema es un tejido de rememoraciones donde la experiencia se restaura por aproximación al sentido pleno, a esa esfera “en la que el centro está en todas partes y la circunferencia en ninguno”, como enseña Hermes Trimegisto. Mientras perviva el impulso por sustantivar lo invisible, el poeta sabe que debe fortalecer la fidelidad a su fulgor.

 

 

Nunca

olvides lo sagrado

 

si el agua tiembla

 

tus manos son teas

 

de otra luz

 

ahí nadie destruye

el quicio de los bosques

 

y escribe

si en ti no ha muerto

 

la rama

de aquel Domingo Santo[24]

 

 

Pabilo humedecido por la esterilidad, la fatiga del ver consume las fuerzas del vate enmarañándolas en una falsa luz. Se clausura la semejanza cuando el principio de analogía que vertebra el paisaje se desvanece dando paso a la sordidez de lo unidimensional, lo vacuo, lo que, desposeído de referencias, expone su inconsistencia y su insignificancia. Cuando, cerrados sobre sí, los árboles y la niebla dejan de remitir a otras figuras enlazadas por vínculos analógicos y mágicos, replegándose en su identidad. Entonces se devalúa la metáfora y muere la metonimia: finiquitan la homogeneidad y la afinidad profunda, disgregando la conciencia del poeta e inutilizando sus manos. En estas latitudes la impostura no oculta su mezquindad, la traición tienta la pluma inquieta que, afortunadamente, se decanta por la confesión eludiendo la engañifa.

 

 

Hoy no tengo espíritu

 

podría mentir

sobre la luz

 

de este fuego

 

y me guardo

de venir al mundo

 

en la palabra

que nunca

 

nace

en mi asombro

 

cuesta

en lo sagrado

 

hablar solo[25]      

 

 

Exigencia de autenticidad que requerimos a un poeta que conmueve y altera nuestra raíz, declinando habladurías y escribidurías, acorazado en los altares de la palabra. Humilde solemnidad del verbo eucarístico, corpóreo, capaz de soportar con una sola palabra la carga de un verso, recuperando así su bagaje mítico. Hace posible tal autosuficiencia la definitiva esencialidad de ciertos términos mermada por el abuso que el poema restaura. La escasa presencia del adjetivo y la nula aparición del adverbio indican la contingencia de matizar las acciones de Dios, de describirlo. Inmersos en Trujillo, el detalle se vuelve molesto, se desautoriza el morbo y el decadentismo. Lo diminuto encierra piedad y es guarida del inmenso. Debemos prevenirnos de confundir lo minúsculo con el pormenor. El primero es nombre, y “el nombre – como recuerda Ana Enriqueta Terán – es esencia, punto central de un infinito imponderable”. El segundo es adjetivo, “cresta aterciopelada del nombre”, ornato, fuga, devaneo. Fiel a su temperamento artesanal, el verbo, la acción, posee el protagonismo absoluto del poema. Y eso es así a pesar de que el poeta eche mano de una mayor cantidad de sustantivos que de verbos. Naturalmente, en poesía tal desigualdad numérica no legitima afirmación alguna. Al modo de un árbol, cada nombre es una rama que parte del verbo, remite a él y lo insinúa, tronco cardinal que determina la emersión de lo revelado. Cada verso posee el estigma de lo inaugural, cada acción el de lo trascendente. Respiración y aliento del devenir, bardo de panteísta voz que testimonia un tiempo de plenitud, de celebración, de gracia, tiempo que anula la contingencia y desconoce el albur, fundacional. Tiempo que ridiculiza los rodeos, repele los ambages más propios de esa vía cognitiva inductiva y empírica cuya soberbia enceguece al hombre colonizado por la voluntad de poder. Trujillo echa el resto sin atenuar su embestida, desdeñando el recurso a las quisquillosas templanzas que reflejan la miseria del mortal acobardado ante la cita con la luz. A este, al corrompido, lo vigila Dios, al escribano de escribidurías que lo elude y obvia la sacralización del paisaje por él operada, ajusticiando serena e implacablemente su afrenta.

 

Al escriba

 

el tiempo

le devuelve

 

las palabras

 

oscuras como

pájaros perdidos

 

sin la luz

 

inocente

de aquellas aves

 

el escriba oficia

 

mientras borra

lo sagrado del hombre

 

un cedro lo vigila[26]

 

 

Así como Taller de Cedro (1998) era el libro de la equivalencia entre dos fuerzas demiúrgicas, la de Dios y la del artesano, ebanistas del misterio, Unos árboles después (2005) es, sin duda, el libro de los pájaros y la luz. La luz, signo que manifiesta visiblemente algo de lo invisible, de Dios, forma parte, acaso como protagonista, del aparato literario de las teofanías. Es el distintivo del bien y la justicia[27], gracia del bautismo y barniz de la verdad[28], vestido en que Dios se envuelve[29], su primera creación[30], su don y su promesa[31], el ropaje de sus manifestaciones[32] y su morada[33]. Y todo lo que es extraño a esta luz pertenece al reino de las tinieblas, tinieblas de la noche, del seol y de lo perecedero. La memoria del paisaje se sostiene sobre el canto del cristofué, que atestigua la presencia de Dios deslizando entre las ramas su mensaje. Puro, inocente e inmortal, el pájaro encarna la perfección en la naturaleza que induce al poeta, como a Job[34], a reconocer la omnipresencia de Dios. La insipiencia ilumina sus patas evidenciando su esencialidad edénica. No ha comido del árbol de la sabiduría, para él no representan una amenaza los querubines flamígeros; al contrario que el hombre,  el pájaro no debe temer ni la muerte ni la luz. Su humildad y su inconsciencia lo hacen digno de ser, junto al árbol, agente de revelación.  Pero el pájaro no vigila la luz, no es su centinela, su albedrío es a un tiempo promesa de reconciliación, cura, y rememoración de la armonía arcádica. Inmaculado, se sustenta en su ligereza y aloja, en sus plumas y en su canto, el develamiento.

 

 

Un cristo fué

con luz de árnica

 

lleva tiempo

sobre la misma niebla

 

salvaje

y nunca hiere

 

vuela raso

sobre la fronda

 

sin temor

a la muerte

 

ni a la luz

 

chilla

y se pierde

 

en el aire

 

ese radiante

presagio de los arvacos[35]

 

Entre la luz y el pájaro se establece un vínculo que el hombre ha desmerecido y anhela restaurar. La luz, primer animal visible de lo invisible, según el conocido apotegma del maestro, pasea por el paisaje nutriéndolo con sus mercedes, glorificándolo, bendiciéndolo, purificándolo,  sacralizándolo. Epifanía y esplendor de lo efímero que dialoga con el misterio y sus presagios de eternidad. Irradiando hace que irradie lo que ella roza, alojada en su escritura lacónica ilumina el decir de nuestro poeta. Apenas visible, repele la muerte y la mácula, desconoce la infamia y el baldón. En el pulcro espiritualismo que transciende la metáfora, todo la emite, la transmite, la patentiza; por todo habla, se manifiesta, y en especial en el árbol y el pájaro, el cedro y el cristofué, que, al contrario que en el paladín de la poesía pura española[36], jamás deshabita. 

 

Habla

en los cedros

 

y nunca humilla

 

cruza

las hojas

 

y la sombra

no sabe

 

la cierne Dios

 

no hay cal

en la luz[37]

 

 

El necesario sustentáculo bíblico que requiere el acercamiento a los textos de nuestro poeta no legitima su adscripción al corpus místico. Antonio Trujillo no es un poeta místico, aunque una lectura ligera de sus poemas incite, por vecindad terminológica, al etiquetaje apurado. Sin embargo, una aproximación cauta y prolongada desde una perspectiva más amplia e integradora deshecha fácilmente el equívoco. Además de no aparecer ni por asomo los rasgos inherentes a toda mística anteriormente señalados, nada en su poesía transparenta fidelidad a la doctrina evangélica. No obstante, asume los conceptos clave de la simbología tradicional judeo-cristiana y los dispone en el poema entretejiendo una personal teología de la palabra y la apariencia. Pero las resonancias con Rilke, Rimbaud, René Char y el romanticismo alemán que su visión suscita son mucho más clarividentes de lo que puedan ser con Teresa de Ávila o Miguel de Molinos. De ahí que, Luis Alberto Crespo, en un comentario al libro Blanco de Orilla (2002)[38], acuda a un término rilkeano (el afuera) cuando se refiere al paisaje, espacio que entrañablemente aglutina y acoge las figuras más reiteradas en la poesía de Trujillo. Y de ahí también que otro gran poeta venezolano de espíritu contiguo al del autor, Reynaldo Pérez So, apele a la superación de la escisión de los contrarios, la Aufhebung hegeliana, cuando escribe:

 

 

En Antonio Trujillo, en su poesía, no hay nada que nos pudiese permitir la división: materia y temas básicos se aúnan, negado el divorcio queda su sola expresión poética.[39]

 

 

Temperamento sufista, Trujillo asume plenamente lo que, en Europa, encarna Maurice Blanchot: la desaparición del yo en el acto de la escritura.[40] Tal supresión, enmarcada por la inefabilidad de su escritura, es la que acrecienta el riesgo a embarcarnos en una interpretación unívoca del poeta desde la atalaya mística. Pero sus inquietudes, su actitud hacia la poesía y su tono, como señalamos, son muy otros. En sus versos predominan caracteres admonitorios y enunciativos, que exigen del lector adhesión moral y un espíritu sensible al destello de la totalidad y el enfrentamiento con lo absoluto. La subjetividad emocional, el testimonio autobiográfico, la experiencia personal, el relato de sus desdichas y sus alegrías no hallan cabida en su escritura. Aunque nunca lo exprese literalmente, son reiterativos sus guiños hacia una concepción del poetizar como - retomando la célebre expresión de Harold Bloom - <<acto visionario>>. El rousseauniano Je suis autre, divisa vertebradora de la modernidad, adquiere en Trujillo implicaciones análogas a las que caracterizan la poesía de Rimbaud. A ambos subyace una misma preocupación: ¿Cómo puede el hombre, y, más concretamente, el artista, asir, captar e incluso mostrar esa porción divina que se oculta en todas la cosas? Y, todavía más, ¿qué otra labor puede proponerse, salvo ésta?[41] Para Rimbaud es falso decir: <<yo pienso>>. En puridad deberíamos decir, <<otro me piensa>>, si, respetando la esencia sacra del poetizar, deseamos rehuir el embeleco tentador de la afección lírica. Ese ego tentacular que ahoga el verso mistifica la conciencia visionaria del poeta, es un escollo, un parapeto, una falacia. Soterra la concepción del poeta como diapasón, médium, caja de resonancias, una suerte de chamán, un violín cuyas cuerdas pulsa... ¿quién?  En este punto, Valente, de nuevo, resulta especialmente revelador.

 

 

Quizá el supremo, el solo ejercicio del arte sea un ejercicio de retracción. Crear no es un acto de poder (poder y creación se niegan); es un acto de aceptación o reconocimiento. Crear lleva el signo de la feminidad. No es acto de penetración en la materia, sino pasión de ser penetrado por ella. Crear es generar un estado de disponibilidad, en el que la primera cosa creada es el vacío. Pues lo único que el artista acaso crea es el espacio de la creación[42]

 

He ahí lo realmente característico del poeta según M. Zambrano[43]. Asombrado y disperso es el corazón del poeta, que acoge lo que adviene y así lo canta, sin pretender –vicio del filósofo – acomodarlo a constructor intelectuales que poco tienen que ver con la materia oscura de la que parte la creación, y mucho con la avidez de posesión y el temor del hombre a la indeterminación. El poeta, olvidándose de sí, hace posible que todas las cosas sean en él. El poeta aguarda, es dócil, se reintegra al conjunto de las cosas y los seres porque rechaza el solipsismo y la auto-afirmación.  Así, queda prendado del arrebato original, aguarda anhelante a que el poema ascienda a la nada que su espíritu ha apostadamente dispuesto para su aparición. Recordemos:  

 

 

y me guardo

de venir al mundo

 

en la palabra

que nunca

 

nace

en mi asombro[44]

 

 

Naturalmente, un exhaustivo rastreo de las concomitancias que presenta la poesía de Trujillo con algunas de las personalidades más sobresalientes de la tradición visionaria excede las posibilidades de este trabajo. Quede, no obstante, señalada la afinidad espiritual entre nuestro poeta y William Blake, W.B.Yeats o Kathlenn Raine. Y sirva, como referencia y bandera, el dable paralelismo entre el Dios de Trujillo y el Weltinnenraum de Rilke, que acaso sea el representante de mayor envergadura con que tal poética cuenta. Como vimos, cuando el checo se propone definir el Weltinnenraum, recurre a las imágenes del pájaro y del árbol, el adentro y el afuera que, por su intervención, adentro crece. El Weltinnenraum es la clave de las correspondencias entre las cosas, el horizonte del trovar clos, el oscuro objeto de deseo del hermetismo, el vórtice de la cosmogonía moderna[45]. Es invocación e himno de la totalidad, de la fusión, del maridaje y la superación de todo límite temporal y espacial, las tan manidas estrecheces del aquí y ahora. Es el agente de las alianzas que en Trujillo, como en Blake, aúnan cielo y tierra acudiendo a una espiritualidad crepitante y suspensa en el verso fraccionado, autosuficiente. Trujillo entreteje en el poema la tensión que su vértigo verbal suscita. Recupera para el misterio la textura poemática trenzada por su sincrético tejer. Piadoso con los hombres, arduo con la palabra, consecuente con lo sacro y humilde ante el paisaje. Hace converger moralidad y distanciamiento, constatación de lo que nos supera y nos condena a la ineludible niebla que circunda nuestras palabras y nuestros actos - integrándose en su ser - y actitud ante lo indecible, lo celado por el cedro. La niebla, <<voz del agua>>[46], incita a la confusión, tienta al poeta poco avezado, emborrona la claridad, embadurna el alma, encapota el espíritu, enturbia la percepción, nubla el poema y empaña a Dios. Es - junto al pájaro, la luz y el árbol - testimonio del paisaje; pero muy al contrario que la luz, su esencia no la cierne Dios, sino que nos pertenece. Habitamos y exhalamos la niebla. Nos condena al decir tangencial y limitado, a la parcialidad y al roce, evidencia el desarreglo latente entre nuestras posibilidades y nuestras aspiraciones, nos insta no a la servidumbre, sí a la humildad. Con ella nos topamos cuando anhelamos penetrar en el reino de la luz. Hay una niebla para cada hombre, Trujillo posee la suya en Unos árboles después y otros poemas, yo la mía en El verbo arbóreo de Antonio Trujillo. Así es y así debe ser, pues como se dice en Blanco de Orilla (2003):

 

 

En esta niebla

de las palabras

 

debes andar

en grupos de a uno

 

ellas viven

 

en un paraje extraño

 

y por nada del mundo

confiar en las nubes

 

ni en los hombres

 

en esta niebla del verbo

nadie toca la verdad[47]

 

 

 

De este libro el poeta explica que su título, Blanco de Orilla, proviene del término que se usaba en el siglo XIX para calificar a los procedentes de las Islas Canarias que no eran ni blancos criollos ni mantuanos. Escribe la obra como homenaje a ellos, a los no incluidos en la Historia Contemporánea de Venezuela. Es, por lo tanto, un libro de la piedad[48].

 

 

Y Dios es un pájaro

sobre la escritura

 

de estos hombres

que nadie nombra[49]  

 

 

Cuando la Universidad de Carabobo otorga el Doctorado Honoris Causa en Educación a Ana Enriqueta Terán, la trujillana hace un repaso a su biografía, deteniéndose en el ambiente que la circundaba cuando redactó el Libro de los Oficios.

 

Morrocoy, 1961: La palabra comienza a ser hueso y semilla del trópico. Antes se nutría de entornos grandiosos; ahora, viviendo en Morrocoy, toma de gentes, paisajes, objetos, una delicada, reverencial, casi mística humildad[50]. Aprendo a sobrellevar cargas insostenibles de verbo ante la pureza de los objetos; me rodean muebles de madera, de cartón, con palidez acentuada por el uso. Se cocina con leña en ollas de barro; se hace el pan; hago carpintería. Empieza frente al mar el sortilegio de los oficios[51].

 

Ella encarna - junto a Vicente Gerbasi, Enriqueta Arvelo Larriva, Ramón Palomares, Luis Alberto Crespo, Eugenio Montejo y Reynaldo Pérez Só – por citar sólo las voces que considero más representativas a este respecto- el cambio de tono experimentado por el telurismo, ese canto a la tierra americana y, más específicamente, venezolana, que Andrés Bello inaugura. En Bello, como señala Pérez Só, nos encontramos con el imaginario propio del cronista de indias, con el acercamiento a su tierra natal desde una óptica europea, que, siempre según Pérez Só, lo deslegitima como poeta[52]. Aunque a finales del XIX voces como las de Francisco Lazo Martí y Juan Antonio Pérez Bonalde introducen ligeros cambios en la poética telúrica, habrá que esperar a las primeras décadas del pasado siglo para presenciar la aparición de autores que plantearon con su obra un verdadero giro en la poesía telúrica; poetas que realmente trascendieron la descripción y el paisajismo, para construir un universo personal e íntimo a través de la contemplación de la naturaleza circundante. Nos referimos, fundamentalmente, a la obra de Vicente Gerbasi (1913 – 1992), miembro destacado del grupo Viernes, y específicamente a sus poemarios Mi padre, el inmigrante (1945) y Los espacios cálidos (1952), en los cuales  a través de la naturaleza construye una atmósfera mágica que remite directamente a la infancia y al mundo interior del poeta. Tras Gerbasi y Arvelo Larriva, Palomares, Crespo, Montejo y Enriqueta Terán caminaron y caminan por la experiencia telúrica, trascendiendo la descripción anecdótica del paisaje, asociando la naturaleza a la rememoración, al paso del tiempo y a las relaciones con los semejantes. La poesía de Trujillo se fortalece con los aportes de todos ellos: de la poesía de la memoria, el localismo universal y la búsqueda de las huellas de un tiempo genésico que caracterizan la escritura de Palomares[53]; del culto a la brevedad, al misterio que lo pequeño encierra y a la austeridad propios de Arvelo Larriva[54]; de la espiritualidad, la anulación del ego, la fragmentación y la autosuficiencia del poema como cuerpo autónomo que definen la poesía de Pérez Só; de la concepción que Montejo tiene del poeta como escucha y transmisor del mensaje cifrado en el paisaje, del vínculo existente entre el árbol y lo sacro y la dificultad que transcribirlo supone, tal y como este poema atestigua:

 

Es difícil llenar un breve libro

con pensamientos de árboles.

Todo en ellos es vago, fragmentario.

Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito

De un tordo negro, ya en camino a casa,

Grito final de quien no aguarda otro verano,

Comprendí que en su voz hablaba un árbol

Uno de tantos,

Pero no sé qué hacer con ese grito,

No sé cómo anotarlo[55]  

 

A lo que nuestro poeta, sincrético, parco, escueto, solemne, definitivo, replica:

 

 

Es fácil

decir árbol

 

otra cosa es

saber donde nace

 

y tallar este remordimiento[56]   

 

 

Pero acaso de ninguno herede tanto Trujillo como de Ana Enriqueta Terán, trujillana de nacimiento. Un mismo tono oracional, una misma atracción por lo manual, una misma modulación de la voz  por el presentimiento de la analogía como fuerza subterránea que hilvana, en una suerte de metempsicosis panteísta, las diversas corporalidades que adquiere el paisaje[57]. Ambos se nutren casi exclusivamente de él, y sobre él revierten sus creaciones, en enriquecida circularidad, resignificándolo. Movimiento recíproco hasta tal punto consumado que más que de consubstanciación deberíamos hablar de arrebato del ser. Ambos practican el verso volador y cincelado, ambos, personalizando los árboles y los pájaros, eternizan su presencia y su chirrío. Ambos persiguen los despojos del desencantamiento, lo que queda de impalpable en lo palpable donde antes habitaba la divinidad. Ambos aspiran a un verso enjundioso y ligero de ropa a un tiempo, en consonancia con la convicción de que el verdadero poderío repele el fasto. El oficio de pluma y la artesanía juegan a intercambiarse substancias y en su poesía son frecuentemente homónimos y siempre sinónimos.  Por fin, ambos cultivan el misterio y a él se deben, por él escriben, y hacia él van e incitan a ir  a todos los que deseen compartir destino con ellos, pues eso es descubrirlos a una con nosotros mismos en el poema que nos sale al encuentro.             

 

 

Antonio Trujillo Cruz, de padres canarios,  nace en San Antonio de Los Altos, Estado Miranda, Venezuela, el 19 de Marzo de 1954. Artesano y poeta, es también director de la revista Trapos y helechos. Ha publicado en poesía:

 

De cuando vivían los pájaros (1984)

De cuando vivían los pájaros y otros poemas (1994)

Vientre de árboles (1996)

Taller de cedro (1998)

Alto de las Yeguas (2002)

Blanco de Orilla (2003)

Antología personal (2003)

Unos árboles después (2005)

Unos árboles después y otros poemas (2006)

 

BIBLIOGRAFÍA

 

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El fulgor. Antología poética (1953-2000) Galaxia Gutenberg. 2002. Barcelona

                   Elogio del calígrafo. Galaxia Gutenberg. 2004. Barcelona

                   La experiencia abisal Galaxia Gutenberg. 2004. Barcelona

 

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                           La aurora. Club Internacional del libro. 1998. Madrid

                          Filosofía y poesía. Ed. Universidad de Alcalá de Henares.                             1993. Madrid

      El sueño creador. Club Internacional del libro. 1998. Madrid

                            El hombre y lo divino. Fondo de cultura económica de                               México. 1993. Madrid

 

ENLACES EN INTERNET

 

Acerca de:

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www.epdlp.com

www.poesiabreve.com/enriquetarvelo.html

http://es.geocities.com/r_tintachina/ealarriva.htm                 
http://www.cervantesvirtual.com/FichaAutor.html?Ref=4294&portal=36

http://sololiteratura.com/autvenezuelaa.htm

 

Crespo, L. A.

http://www.poesia.org.ve/poeta.php?codigo=225

http://laliebrelibre.com.ve/w/guarimba/almela-crespo/

http://www.ucab.edu.ve/prensa/ucabista/feb99/p34.htm

 

Enriqueta Terán, A.

http://www.diarioeltiempo.com.ve/edicion_especial/enrriquetateran.php

http://www.poesia.org.ve/poeta.php?codigo=270

http://www.tiempo.uc.edu.ve/Tu350/Contenido/fijas/ultima/ultima.html

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Palomares, R.

http://www.poesia.org.ve/poeta.php?codigo=111

http://www.poesia.org.ve/poema.php?codigo=2682

 

Trujillo, A

http://elgusanodeluz.com/www/articulos.asp?id=7060

http://icodelosvinos.iespana.es/antonio_trujillo.htm

 

Notas:



[1] Heidegger, M. De camino al habla . Ed. Odós. 1990. Barcelona. pág 144

 

[2] Valente, J.Á. La experiencia abisal. Galaxia Gutenberg. 2004. Barcelona. pág 34

 

[3]A través de todos los seres pasa el espacio único/ Espacio interior del mundo. En silencio los pájaros/ Vuelan a través de nosotros. Y yo que quiero crecer/ Yo miro hacia fuera y es en mí que el árbol crece. Este fragmento pertenece al quinto de los Cinco cantos que Rilke escribió en 1914, convulsionado por el estallido de la Gran Guerra. Obras de Rainer María Rilke. Barcelona. Plaza y Janés editores. 1971. págs 967 a 977

 

[4] Trujillo, A. Unos árboles después y otros poemas. El perro y la rana. 2006. Caracas. pág 17

 

[5] Ibidem pág 134

[6] Ibidem pág 122

 

[7] Valente, J. Á. Variaciones sobre el pájaro y la red precedido de La piedra y el centro. Tusquets. 2000 Barcelona.  pág 203

 

[8] Citado por Marí, Antonio en El entusiasmo y la quietud. Tusquets. Barcelona. 1998. pág 19

 

[9] Ibidem pág 14

[10] Trujillo, A. Unos árboles después y otros poemas. El perro y la rana. 2006. Caracas. pág 23

 

[11] Zambrano, M. Claros del bosque. Seix Barral. 1990. Barcelona. pág 90

 

[12] Ibidem pág. 81. Nótese que aquí Zambrano transcribe literalmente la fórmula de Juan I, 14 (pleres kháritos kai aletheías)

 

[13] Trujillo, A. Unos árboles después y otros poemas. El perro y la rana. 2006. Caracas. pág 78

 

[15] Valente, J. Á. Las palabras de la tribu. Tusquets. Barcelona. 1973. pág 22

 

[16] Citado por Foucault, M. Las palabras y las cosas. Siglo XXI. 1995, México D.F. pág 36

 

[17] Trujillo, A. Unos árboles después y otros poemas. El perro y la rana. 2006. Caracas. pág 112

 

[18] cfr. Debicki, A. P. Poesía del conocimiento. La generación española de 1956-1971 Júcar. 1986. Madrid.

 

[19] Trujillo, A. Unos árboles después y otros poemas. El perro y la rana. 2006. Caracas. pág 112

 

[20] Ibidem pág 44

 

[21] Extraído del artículo de Valenzuela Magaña, J. F. José ángel Valente, la tensión del lenguaje. http://descargas.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/01372708600248414646802/021752.pdf?incr=1

[22] Valente, J. Á. Las palabras de la tribu. Tusquets.1973. Barcelona. pág 69

 

[23] Trujillo, A. Unos árboles después y otros poemas. El perro y la rana. 2006. Caracas. pág 112

 

[24] Ibidem pág 45

[25] Ibidem pág 54

[26] ibidem.  pág 43

 

[27] “No forméis una pareja desigual ungidos al yugo con los infieles; pues, ¿qué sociedad pueden formar la justicia y la iniquidad? ¿O qué asociación entre la luz y la oscuridad? ¿Y qué armonía entre Cristo y Beliar, o qué parte  tiene el fiel con el infiel? ” II Carta de S. Pablo a los Corintios , 6,14s

 

[28] “ Pues en otro tiempo erais oscuridad, pero ahora sois luz en el Señor; proceded como hijos de la luz – pues en fruto de la luz consiste en toda clase de bondad, justicia y verdad – sabiendo discernir qué es lo que agrada al Señor; y no participéis en las obras infructuosas de la oscuridad, antes bien reprobadlas abiertamente, pues las cosas que ellos hacen a escondidas, hasta decirlas da vergüenza y todas ellas, al ser reprobadas, quedan puestas de manifiesto por la luz; pues todo lo que queda manifiesto es luz; por eso dice: “despierta tú que duermes / y levántate de entre los muertos/ y Cristo lucirá sobre ti” Carta de S. Pablo a los Efesios, 5 8-14. Sobre este pasaje F. Cantera y M. Iglesias hacen la siguiente anotación: “Despierta... sobre ti: probablemente son palabras tomadas de algún himno cristiano de la liturgia bautismal, con resonancias de textos de Isaías. La luz es el primer símbolo del bautismo para el NT, y la palabra <<iluminación>> es un término frecuente en la primera literatura cristiana para hablar del bautismo” 

 

[29] “¡Bendice a Yahveh, alma mía! ¡Yahveh, Dios mío, muy grande eres! De majestad y belleza estás vestido, envuelto estás de luz como de un manto” Salmos, 104, 2

 

[30] “Y dijo Elohim: << Haya luz>>, y hubo luz. Vio Elohim que la luz era buena y estableció Elohim separación entre la luz y las tinieblas. Elohim llamó a la luz día y a las tinieblas noche. Y atardeció y luego amaneció: día uno”  Génesis, 3-5

 

[31] “El pueblo que camina en las tinieblas verá una gran luz, una luz resplandecerá sobre los que habitan en un país tenebroso” Isaías, 9,1

 

[32]  “Y según iba de camino, se dio el caso de que llegó cerca de Damasco, y de repente lo envolvió con su resplandor una luz venida del cielo, y cayendo a tierra oyó una voz que le decía: << Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues? Él dijo: ¿Quién eres, Señor? Y él: Yo soy Jesús, el que tú persigues >>”  Hechos de los Apóstoles, 9, 3-5

 

[33] “ A su debido tiempo la mostrará el feliz y único soberano, el rey de los que reinan y Señor de los que dominan, el único poseedor de inmortalidad, que habita una luz inaccesible, al que ningún hombre vió ni puede ver” Carta Pastoral a Timoteo 6, 15-16

 

[34] “ He aquí, pues, el animal que yo críe contigo; hierba cual el buey come. Ve, pues, su fuerza en sus riñones y su vigor en los músculos de su vientre. Es la obra maestra de Él; diole su espada el Hacedor como presente; pues tributo le aportan las montañas, así como todas las bestias salvajes que allí retozan” Libro de Job, 40, 15-16, 19-20

 

[35] Trujillo, A. Unos árboles después y otros poemas. El perro y la rana. 2006. Caracas. pág 20

[36] Naturalmente nos referimos al vallisoletano Jorge Guillén, preceptor y guía del purismo poético en España, y más concretamente al poema que inaugura su  Homenaje (1967), donde desvincula irremediablemente pájaro y luz:

 

ANTES DEL ALBA

 

Conozco un avecilla que enmudece

Por su fatal costumbre antes del alba.

 

No se ha insinuado un rayo todavía

Jamás se encontrarán cantar y luz.

 

Aquel sonido límpido no anuncia

La claridad que irrumpe con su júbilo

 

Y aislado entre las hojas se mantiene

Sin presentir el acontecimiento.

 

Pájaros, ignorantes de sus dioses,

Cantan junto a nosotros, ignorantes.

 

Guillén, J. Homenaje. Club Internacional del libro. 1998. Madrid. pág 19

 

[37] Trujillo, A. Unos árboles después y otros poemas. El perro y la rana. 2006. Caracas. pág 31

[38] Ibidem.  pág  144

 

[39]  Ibidem pág 145

 

[40] cfr. Burger, P. y Burger C. La desaparición del sujeto. Una historia de la subjetividad de Montaigne a Blanchot. Akal. 2001. Madrid. págs 283-297

 

[41] Aunque serían innumerables los poemas en los que Rimbaud expresa tales preocupaciones, me parece característico a este respecto su compendioso y celebérrimo Sol y Carne, incluido en Rimbaud. A. Poesías y otros textos. Hiperión. 1995. Madrid. pág 69

 

[42] Valente, J.Á. Material memoria. Alianza. 1999. Madrid. pág 41

 

[43] cfr. Zambrano, M. Filosofía y Poesía,  F.C.E. 1987. México D.F. págs. 13-25

 

[44] Trujillo, A. Unos árboles después y otros poemas. El perro y la rana. 2006. Caracas. pág 54

 

[45] Cuando hablamos de cosmogonía moderna nos referimos, conviene aclararlo, a la modernidad que Baudelaire inaugura con su teoría de las correspondencias expuesta en Les fleurs du mal, no al modernismo de Azul.

 

[46] Trujillo, A. Unos árboles después y otros poemas. El perro y la rana. 2006. Caracas. pág 47

 

[47] Trujillo, A. Unos árboles después y otros poemas. El perro y la rana. 2006. Caracas. pág 76

 

[49] Trujillo, A. Unos árboles después y otros poemas. El perro y la rana. 2006. Caracas. pág 80

 

[50] El subrayado, en todos los casos, es nuestro.

 

[52] cfr. Pérez Só, Reynaldo. Seis décadas de poesía venezolana (Bosquejo), Valencia. En: Revista Poesía. Departamento de Literatura de la Dirección de Cultura de la Universidad de Carabobo. Nº 102/103. pág 100

 

[53] cfr. Carrillo, C. V Figuras del siglo XX en la literatura venezolana. págs 74-78. El libro se puede descargar en formato electrónico desde el link

http://www.walc03.ula.ve/cgi-win/be_alex.exe?Acceso=T016300002880/0&Nombrebd=SSABER

 

[54] González, S. La aislada no es mi voz, soy yo Artículo sobre la poética de Enriqueta Arvelo Larriva consultable en la página www.sololiteratura.com

 

[55] Citado por . Carrillo, C. V Figuras del siglo XX en la literatura venezolana. pág 78

 

[56]  Trujillo, A. Unos árboles después y otros poemas. El perro y la rana. 2006. Caracas. pág 116

 

[57] Tal vez el ejemplo más claro en esta línea sea el soneto que Ana Enriqueta Terán tituló A un caballo blanco incluido en su antología Casa de hablas (1991)