REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


EL DUENDE

Miguel Ángel Caviedes

 

          Mi amigo el duende siempre estuvo convencido de que la solución estaba en salir de este maldito país:

-          El nuestro es un país de locos, viejo, la desgracia se descuelga de las miradas y el miedo se nos resbala del cuerpo cuando alguien camina unos pasos detrás de nosotros...Este país ya no es nuestro, no nos pertenece porque simplemente nunca nos ha pertenecido, nacimos aquí por accidente, somos como un globo que se desinfla poco a poco, como una fruta que se pudre lentamente hasta que los gusanos dejan una mancha negra y las moscas ya no se posan para chupar; nos están sacando la sangre y la pérdida nos esta dejando pálidos y débiles.

 

        Mi amigo el duende nunca llegó a conocer a su padre. Su mamá antes de desaparecer le contó que era francés u holandés; ni ella misma lo recordaba, ella misma no lo quería recordar. Alguna vez, por casualidad, encontró en medio de las páginas de la Biblia de su madre, en el Apocalipsis, una foto de sus padres; allí estaba el duende en los brazos de aquel hombre con la mirada verde profunda y sus ojos verticales y lejanos. Sin duda era su padre, sin duda todos sus rasgos físicos pertenecían a él. Esa era la única imagen que tenía de él, su único recuerdo. La foto estaba envejecida, amarilla y manchada como las que yo he visto de mis bisabuelos por allá en los años treinta.

          Cuando había algo de dinero nos encontrábamos en los mismos sitios para hablar del mundo, de mujeres, de proyectos, y después de muchas botellas de cerveza, el duende se levantaba para sacar del bolsillo de atrás de sus eternos pantalones apretados, la foto que hacía que sus ojos se volvieran rojos. Siempre me decía lo mismo:

-          -Viejo, mi papá debe estar al otro lado del mudo, allá en esas tierras ancianas en donde nació, en donde la historia les ha enseñado que el país grande se come al chico, como los peces, ¿sabes lo que quiero decir? Que el mundo está hecho para dos tipos de países, no ricos ni pobres, no, esos son términos ambiguos, es como hablar de primer mundo y tercer mundo o desarrollo y subdesarrollo o norte y sur, digamos que son eufemismos para esconder los términos explotadores y explotados, y de paso librarse del karma de la esclavitud, y que sus pueblos no se enteren de lo que sus gobiernos hacen; esconder palabras vergonzosas como genocidio, holocausto o esclavitud no significa que hayan dejado de existir, ¿entiendes? Y nosotros corrimos con la mala suerte de nacer entre los explotados, entre los serviles, entre los de la identidad confusa, y cambiarlo no es posible mientras los vampiros sigan absorbiéndonos, corrompiéndonos...imposible viejito...

 

        El duende hacía un silencio suspensivo mientras sus ojos se perdían en el interior de sus reflexiones y sus nostalgias: - Mi madre se dio cuenta de eso y por eso desapareció, seguramente buscando las ilusiones que aquí se le desvanecían, como cuando tienes sed y del grifo solo salen gotas; allá debe estar mi madre, en Francia o en Holanda o en cualquier parte de Europa buscando sueños, sin resignarse a su suerte, o tal vez buscando a mi padre...

Yo le entregaba la foto y sabíamos que era el momento de entregarnos a algún placer banal para olvidar, para alejar por un momento los pensamientos que atormentaban, las ideas que hacían de nuestros rostros un híbrido que solo nosotros reconocíamos... y a veces desconocíamos.

          Mi amigo el duende era filósofo, tuvo el privilegio de estudiar en la universidad. Allí, cuando yo salía de clase, lo veía trepado en los árboles cogiendo mangos para almorzar y tal vez para comer en la noche. En ocasiones nos sentábamos a la orilla del lago del alma máter a fumarnos un cigarrillo de esos que dan risa y luego caminábamos un par de horas por la ciudad hasta llegar a donde vivía solo. El duende vivía en una iglesia pequeña de una religión con un nombre inmensamente largo y que ahora, por más que lo intento, no logro recordar. Detrás del altar del predicador había una habitación diminuta en donde solo cabía una cama pequeña y alta debajo de la cual había un baúl antiguo en donde guardaba su ropa, y las paredes estaban colmadas con estanterías que el mismo habría colocado con tablas de madera viejas y desiguales en donde reposaba todo su patrimonio literario y musical. Tenía miedo de esa habitación. Siempre que venía a verlo yo no dejaba de pensar en que si una sola de esas tablas cediera moriríamos sepultados por las toneladas de conocimientos que reposaban a unos centímetros de nuestras cabezas. Aun no me explico cómo pudo vivir allí con su madre durante tanto tiempo. Cuando ella desapareció, él cubrió el techo de su espacio con afiches y póster de figuras demoníacas y ocultistas y se pasaba horas y días sin moverse de su cama leyendo y escuchando música tenebrosa, sin salir a ver la luz del sol, sin saber si era de día o de noche, sin siquiera ir a orinar, pues había colocado detrás de su puerta una de las ollas del cura que le servia de orinal.

          Sobre todo en los atardeceres, cuando el jueves empezaba a ser devorado por el viernes, me embargaba la necesidad de buscarlo para charlar sobre el mundo. Llegaba a la entrada de la iglesia en donde estaba la multitud de feligreses escuchando los sermones del predicador, me confundía entre ellos, entre sus cantos y oraciones mientras avanzaba abriéndome paso hacia el altar. Una vez allí, observaba que todos quienes se encontraban en el sitio estaban en un trance, desconectados, y que ni siquiera se daban cuenta de que yo atravesaba el altar para encontrarme con el duende tendido en su lecho con una pila de libros en su cama y la música estridente que se armonizaba con los sonidos de la iglesia. - Me voy viejo - Para donde - Para otro país - Nos vamos juntos - No, yo me voy muy pronto, en el otro mundo nos encontramos.

          El duende se había cansado de trabajar, no quería saber nada de construcción, ni de minas, ni de obreros, ni de jefes, ni de nada. Había empezado a trabajar rompiendo piedra para las construcciones cuando tenía 8 años y siguió haciendo todo tipo de trabajo de bestias hasta que decidió que quería estudiar filosofía, un año después de que despertó y se dio cuenta de que su madre se había evaporado sin dejar rastros o pistas. Desde luego que tenía toda la mirada y la voz pausada de los filósofos, sin duda que sus ojos le permitían ver mas allá -No es con los ojos con los que observo, no es con los ojos con los que deberíamos observar- me repetía cuando me decía entre risas que lo mas creíble de los periódicos eran los mensajes clasificados y de la televisión la meteorología, "el resto es humor negro de la mayor calidad".

Sin embargo sus manos no eran de pensador, gruesas y de piel almidonada, y su espalda ancha desentonaba con la fineza de sus pensamientos, por lo menos dentro de las ideas preconcebidas que tengo de los filósofos, aunque alguna vez escuché que Platón recibió ese nombre por las características de su dorso.

          El duende vivía en ese pequeño espacio sin pagar, con la condición de limpiar la iglesia después de cada ceremonia y dejarla impecable antes de que esta iniciara. Nunca tuvo una moneda en su bolsillo. Caminaba dos horas para llegar a la universidad y luego otras dos para regresar a su refugio, comía los frutos que nos proporcionaban los árboles del campus y en algunas ocasiones el pastor de la iglesia le invitaba a comer. Alguna noche de viernes me confesaría, mientras nos tomábamos el vino de consagrar en el altar de la iglesia, de donde sacaba el dinero para pagar sus estudios; al terminar las ceremonias, el pastor salía a la puerta del templo para despedir a todos sus fieles estrechándoles la mano y con unas palabras diferentes a las de los rituales católicos tradicionales. En esa fracción de tiempo el duende tomaba estrictamente cinco billetes sin observar su nominación hasta que completaba el dinero justo para matricularse, ni uno más, ni uno menos. Yo no lo veía como un robo, más bien como una causa noble, y él lo justificaba como una comisión por cuidar del lugar santo (y de todas las antigüedades que allí reposaban) a cada noche de quienes no tenían otra forma diferente de buscarse la vida sino robando; ya en varias ocasiones había tenido que enfrentarse a ellos. El duende me decía que le daba tristeza tener que golpearlos brutalmente, pero que era la única manera de hacerlos reaccionar, tenía que tomarlos por sorpresa -Factor sorpresa, mi hermano, es lo único que un ladrón callejero no se espera, además es la mejor manera de quitarles la pistola o el cuchillo. Si no lo haces pues...

          Nunca, en tantos años viviendo en la iglesia habían podido llevarse algo de allí, nunca en tantos años habían intentado robar al duende entre las calles de aquel barrio polvoriento y olvidado.

Recuerdo mucho uno de esos viernes, quizás el último en que lo vi feliz, tan feliz, bailando como quien descubre por primera vez la música, como quien se olvida de que está rodeado de gente; cantaba y gritaba sin conocer las canciones pero sin duda el sonido que producía le era agradable. La gente no dejaba de mirar. Había cierta burla envidiosa en sus ojos, estoy seguro de que ninguno de quienes nos cruzamos esa noche era o había sido, por lo menos un instante, más feliz que él. Cuando el vino se acababa nuestros comportamientos ya no eran evidentemente los mismos. Sin dinero regresábamos caminando y desafiando las horas de los bajos instintos, preguntándonos con resignación si aquella noche sería nuestro signo. -El destino nos quiere vivos. Me decía al girar por segunda vez la llave y abrir la puerta del templo mientras yo no dejaba de mirar atrás. -Hogar dulce hogar.  Y  se colocaba en el lugar del pastor mientras yo me sentaba en el confesionario preparándome para su sermón.

-          -Hermanos, estáis aquí reunidos porque hoy os será desvelada la realidad, hoy el mundo será visto con otros ojos, con los ojos que atraviesan la farsa y el sistema, con los ojos que pueden ver más allá de las máscaras y los disfraces que nuestros queridos gobiernos, tanto de los países mal llamados pobres como de los mal llamados ricos, han colocado al mundo; hoy dejaremos de ser serviles, hoy convirtámonos en las ovejas negras del sistema; hoy, hijos míos, apagad vuestros sentidos para no contaminaros del imperio de los medios, la herramienta de los explotadores, el maquillaje de la Verdad, abrid los ojos, hermanos, despertad de la pesadilla del sistema... Y antes de iros, dejad vuestras limosnas, hijos míos, porque aun me faltan cinco billetes para largarme de este maldito país.

 

        Lo miré desde el confesionario y él con los brazos en alto, el vino de consagrar en una de sus manos chorreando por su cuerpo y una ligera sonrisa, esperaba mi reacción. Levantó una ceja y asintió con la cabeza. Supe que su viaje era inminente. Le di la mitad de mi primer salario como profesor.

-          - Me abro, viejito, nos vemos en el otro mundo...

-          - ¿A dónde te vas?, ¿cuándo es el viaje?

-          - El viaje, bonito nombre, el viaje, me haces pensar en Baudelaire, ya te darás cuenta, solo tengo que dejar arreglados unos asuntos en este mundo.

 

        El duende nunca había abordado un avión, jamás había ido mas allá de las fronteras de la capital, sin embargo su sueño era volar. Tal vez por eso se desconectaba cuando pasaba algún pájaro metálico retumbando por los cielos de la ciudad, tal vez se pensaba en uno de esos asientos observando por la ventana que pequeñas eran las cosas desde lo alto, tal vez creyendo que uno de esos aviones le regresaría a su madre o a su padre.

          En el mes de agosto, cuando los vientos soplaban más fuerte y refrescaban las brasas de nuestra ciudad, salíamos en búsqueda de uno de los pocos parques que quedaban, de una zona en donde la pata de la civilización no hubiera pisado, una zona que el concreto aun no hubiese devorado, un lugar en donde pudiéramos volar su cometa. Era como alejarse del presente, como regresar a la infancia pero sin traumas familiares, como evadirse del futuro. Nos sentábamos sobre la hierba a tomar cerveza cuando la cometa alcanzaba un punto estable, cuando ya no teníamos más pita que soltar y solo se divisaba un signo diminuto de exclamación en el horizonte. Y entonces el silencio. El duende no dejaba de observar su juguete en el firmamento, envidiándole, encandilándose con el sol al fondo.

-                  -Estoy en España. Estoy comiendo mierda y, aunque hablo español, pedir una servesa y luego desir  grasias es ya el reconosimiento de lo extraño, lo diferente… Otro día te escribo cuando tenga más dinero para alquilar un computador al menos 15 minutos…

 

        Fueron sus primeras palabras algunos meses después de que su sueño de volar se hiciera realidad. Yo estaba convencido de que la tecnología informática nos permitiría permanecer en contacto continuo enviándonos cartas casi a diario, fotos de aquel país tan lejano y tan próximo a la vez, charlando sin hablar, moviendo los dedos en vez de los labios, viendo a...p...a...r...e...c...e...r...p...o...c...o...a...p...o...c...o...s...u...s...i...d...e...a...s...e...n...l...a...p...a...n...t...a...l...l...a...,  imaginándome su voz y las figuras que hacía con su rostro al hablar, esperando escuchar, o mejor leer, sus historias desde donde se encontraba.

          No fue así. El duende padecía de lo que podríamos llamar terror informático, le angustiaba tener que sentarse en frente de un computador y padecía con los trabajos que tenía que entregar en la universidad (yo tuve suerte de que mi sobrinito más pequeño me enseñara las bases de aquel mundo que también me era hostil). Pocas veces supe de él durante su viaje. Me tenía que limitar a esperar una carta o una llamada de su parte, pues aquí era yo el único que sabía o podía saber que sucedía con su vida.

          Extraño a Cali, extraño los buses desvencijados, el olor de la gasolina y los perfumes baratos, la gente impecable con ropa oliendo a limpio, y las cabezas engominadas a las 7 de la mañana, el vértigo por estar en medio de la guerra del centavo, la competencia entre un bus moderno y el viejo que se desarmaba y sin embargo aguantaba el ritmo, los rostros confundidos, blancos y negros, que sin quererlo buscaban imposibles, las sonrisas exorcistas, una sonrisa y toda la tragedia y el miedo desaparecían por un instante, el maldito vallenato a todo volumen y la mujer del lado tarareando durante todo el viaje (por cierto pienso que fueron los buses los que me hicieron despreciarlo); sí, viejo, extraño cuantas cosas me vienen a la cabeza, las miradas de los niños con una pistola debajo de la manga, sus rostros amarillos y cicatrizados, las pestañas redondas y los pelos amarillos y opacos por el sol, las caminadas bajo la luna aguardando el sonido que retumba a las espaldas, la cosquilla extraña del puñal y la incertidumbre por la ausencia de dolor, las razas indescifrables, los olores del vicio, de los vicios, los labios temblorosos de nuestros mejores amigos, las manos incontrolables y otra vez los ojos de expectativa, de nostalgia por lo que nunca hemos conocido, ¿qué se sentirá tener un buen carro, una casa, la que sea, un diploma y un trabajo satisfactorio y una mujer loca por uno? Extraño esa puta ciudad que nos parió y luego olvida, y luego mata y no educa y nos deja en el limbo, en los ríos del infierno (styx); extraño esa decadencia involuntaria, esa caída suave al vacío de las  multitudes, los bolsillos rotos por las uñas largas, la señora de la tienda que se cansa de fiar, la moneda de cien pesitos y el Piel Roja sin filtro, el sonido de la salsa que siempre odié y que ahora suenan como disparos de nostalgia, las tiendas movibles de los semáforos, las palabras dolientes y memorizadas, cantadas bajo el ritmo del hambre, “esta rica y deliciosa galleta guafer, para su mayor economía uno le vale trescientos, los dos por quinientos”, extraño colarme por las puertas traseras de los buses cuando el sol no me dejaba caminar, aprovechando que alguien bajaba muy lejos de las estaciones “¿me va a llevar a casa de su madre?”,  “oiga parcero que no son animales los que lleva”, la escuela de los buses públicos, análisis profundo, antropológico de nuestra sociedad, suciedad, zoociedad, saciedad, las borracheras con el aguardiente que robábamos del carrefour al salir de la U, los viajes y los vuelos de los intelectuales disidentes en el aeropuerto alucinógeno y entonces los ojos rojos, las mujeres de cuerpos extravagantes, venenosos artefactos que nunca supieron de nuestra existencia, y nosotros anhelando un roce en un bar de la avenida sexta o en una banca de uno de esos centros comerciales de moda, los niños con ojos de adulto, con ojos de odio, de infancia culpable, inocencia escondida, y luego los carros de oro con hombres dentro con cadenas amarillas colgantes en todas las extremidades del cuerpo, sus miradas poderosas y las niñas dejándose tentar y colgándose en las caderas los precios de sus sueños ignorantes y mortales, “venga mi amor, mami, que el patrón quiere conocerla”, y de nuevo los niños jugando a policías y traquetos, a soldados y guerrilleros, al cuchillo más veloz, al juguete mas afilado, y de repente un ojo rebelde que lagrimea en frente de la tienda de juguetes, yo no recuerdo haber tenido juguetes salvo los carritos que hacíamos con las cajas de cartón y los balones de fútbol con medias rellenas de trapos, pero nunca jugamos a los vivos y a los muertos aunque habían buenos y malos, ahora solo hay malos, jugando a ser el más malo, la gonorrea más temida de la ciudad, esos nuevos fatídicos sueños, el escape de los placeres materiales, monetarios, imposibles, por aquellos que teníamos al alcance con un poco de suerte, con un poco de elixir, sí, esos del cuerpo, los de la complicidad con otra hembra que pensaba igual que nosotros, los hombres descalzos y de pantalones rotos con bultos inmensos misteriosos a cuestas en medio de las grandes calles y miradas a ras del suelo (nunca supe a donde iban), las panzas de los niños  deambulantes con los mocos colgando hasta el cuello, la ciudad amurallada de montañas verdes y azules, a mi madre deambulando por la iglesia, desvariando en cada esquina y persignándose ante cualquier imagen, como en los patios de las cárceles, y yo observándola desde el altar, sentado sobre el altar, a veces confundiéndome con mi padre, a veces se acercaba a mí y mirándome a los ojos me pedía que hablara en francés o en holandés y entonces repetía ui buala com sa y yo no le entendía nada…

            Cuanta fuga de nostalgia y sentimientos confusos, hermano, mejor me olvido un poco de aquel, nuestro extraño paraíso perverso y te hablo de mi vida en estas antiguas tierras. El título aquí no me sirve para una mierda, o sea que lo de enseñar a filosofar a nivel académico se queda dentro de la utopía, acumulándose dentro de mi cabeza, desbordándose por los ojos y las orejas las palabras y las ideas que se me caen a borbotones, ¡¡¡hablo solo!!! ¿Te acuerdas de Cambray? ¿El poeta de los versos por monedas? ¿Te acuerdas que lo veíamos discutiendo con las paredes o con los árboles? ¿Te acuerdas que en más de una ocasión se nos escapaba una sonrisa inocente por semejantes disputas imaginarias en frente de la biblioteca de la universidad que veíamos hasta que él o su ser imaginario desistía?  Pues aunque con mi otro yo no discuto en público, a veces me sorprendo cuando me doy cuenta de que mientras camino por las calles de Murcia voy hablando solo. ¡Mis monólogos interiores se han vuelto exteriores! Entonces reacciono y me digo “no marica, no puedo seguir así, las palabras para cuando tenga a alguien en frente o un papel y lápiz”. Sin embargo es difícil controlarlo… Sí, Vivo en Murcia, aquí no hay árboles de mango (¿te acuerdas de la universidad?), por las calles hay muchos naranjos con frutos provocativos pero con un sabor que invita a dejarlos bien puestesitos en donde están para que sigan decorando la ciudad…Poco a poco se desvanece la paranoia nocturna camino a la pieza en donde vivo, las viejas costumbres de caminar con las manos dentro de los bolsillos de la chaqueta, por si acaso, y el giro incesante de la cabeza al escuchar los pasos de alguien que camina a unos metros detrás o simplemente esquivar una calle obscura y solitaria son costumbres que terminarán por desaparecer, el delirio de persecución se está evaporando, tal vez por culpa del calor infernal que hace aquí en verano…Hoy te escribo una carta, pero esta vez no es porque no pueda pagar el euro que cuesta alquilar media hora de internet, sino porque encuentro más magia en sentir el roce del papel en la mano, o la postura de los dedos al coger el lápiz (creo que llegará el día en que esos tres dedos se atrofiarán, o tu escribes con cuatro, ¿no? Peor lo tienes), ahora sí puedo pagar media hora de internet, empecé a trabajar y te vas a reír en cuanto te enteres. Después de haber renegado de mis trabajos de infancia y de adolescencia me encuentro aquí “currando” en la construcción. Sí, hermano, así es, poco consecuente con mi discurso radical del mundo laboral cuando me conociste, estarás pensando, pero como nunca quise trabajar en un bar y este es el único trabajo físico que llegué a conocer pues era poco lo que había de donde escoger.  No es esa la única razón por la que estoy en esto, mis compañeros de trabajo son africanos, ecuatorianos y ucranianos, y no podrías imaginar la extraña y deliciosa  sensación de cargar con bultos de cemento, ladrillo y herramienta hablando de Nietzsche, de Kafka o de Heidegger mientras la radio reproduce dulcemente las melodías de Wagner y su majestad Vivaldi…Hay mis negros, mis indios y mis blancos; como en Colombia hermano, solo que aquí todos hablan el español con acentos diversos y con lenguas maternas diferentes, dejándome soltar mis monólogos que ahora se convierten en diálogos mientras ellos a veces se quedan perplejos con las cosas  que digo y otras me piden que les hable sobre el sistema y la sociedad de espectáculo; y de vez en cuando, cuando se me va un poco la cabeza, cojo la pala y me siento como Don Quijote luchando contra las inmensas grúas que decoran el paisaje de Murcia; es ahí cuando viene el jefe y me invita una servesa para que no le haga perder el tiempo a mis compañeros que no paran de reírse pensando que estoy muy loco y entonces le suelto el discurso a él porque resulta que le gusta escucharme pero no me sube el sueldo…No me importa, porque al fin y al cabo soy el director de esta escuela multicultural y tampoco me importa que mis libros y mi música pasen de mano de color negro en mano de color blanco en mano de color indio porque al fin de cuentas saben que la biblioteca “el duende” confía en ellos… No te cuento más por el momento, ya tendrás suficiente con lo que escribes y hoy ya te habrás dado cuenta como está mi mente bipolar y mi cuerpo de colores…Una ráfaga de ideas para ti… El Duende…