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EL LATENTE HUEVO DE
Emilio José Gallardo Saborido
(Escuela de Estudios
Hispano-Americanos. CSIC)
Resumen: A través de este estudio se desgranan los rasgos
teatrales que hallamos en la novela Las
120 jornadas de Sodoma, del Marqués de Sade. Partiendo de un análisis del micro-cosmos sadiano del castillo de Silling, construido
sobre la perversión y la parodia, pasamos a diseccionar los habitantes de tan
horripilante edificio. De este modo, se revisan las críticas sociales de Sade y las peculiariades del
sistema social propuesto en su novela, pero sin perder de vista su función como
actantes de un, hasta cierto punto, drama novelado o
una novela dramatizada.
Palabras clave: Sade; dramatism; sadism; cruelty; human ontology; parody; micro-cosmos; Barthes;
perversión.
Una cosmología
sadiana o del huevo de
La plenitud de lo circular enmarca las
aventuras de los libertinos protagonistas. Desde el aislado castillo de Silling,
donde el grueso de la narración transcurre, hasta el núcleo último constituido
por la sala de las orgías, los espacios de la novela se ordenan en círculos
concéntricos que se perpetúan en un movimiento ad infinitum. El espacio y el tiempo comparten esta característica
de la circularidad en Las 120 jornadas porque hablamos de una obra
que nació con vocación totalizante. En efecto, la sala de las orgías (de
estructura semicircular) se constituye como el útero fatal, como la matriz
preñada de vacío o, mejor dicho, infectada por el germen del huevo de la
serpiente. Vórtice maligno, agujero negro atroz. Es en este espacio donde las
historiadoras pondrán en funcionamiento la máquina de destrucción que
constituye el conjunto de la narración. El resorte que hace saltar el artilugio
no es otro que
Si, por un momento, observamos un plano
del salón del trono o gabinete de asambleas enseguida nos damos cuenta de que
la disposición se asemeja a la de un teatro. La historiadora disfruta de un
puesto preeminente en un extremo de la sala, desde el cual puede ser escuchada
y vista por todos los espectadores, especialmente por los cuatro amigos. Éstos
disponen de sus propios espacios, bien delimitados. Por otra parte, la cohorte
de víctimas se sitúa o bien alrededor de los amigos o en frente de la
historiadora de turno. A partir de esta estructura asistimos al nacimiento de
un nuevo mundo en el que imperan unas reglas propias, codificadas como una
especie de anti-decálogo de
Las enseñanzas del libertino se oponen
diametralmente a la tradición judeo-cristiana donde
los principios reguladores de la vida humana han de ser el amor, la obediencia,
la austeridad de las pasiones de los distintos sentidos, etc. En su lugar,
impera el reino del placer, del egoísmo y del desprecio por la misericordia. En
cierto modo, el libertino es un tipo de hedonista; pero, si se pudiera
establecer una escala de 1 al 10 que determinara las diferentes clases de
hedonistas, el sádico merecería un 20. Y esto porque su placer se ve reforzado
por el sufrimiento del Otro.
La galería de personajes que van apareciendo
en los relatos de Duclos y las otras narradoras
tienen, cuando menos, un rasgo que los emparienta: todos –como diría el doctor
Huarte de San Juan- pican en manía,
es decir, todos tienen una idea que los obsesiona hasta el delirio. Pero, no
sólo los personajes, Sade mismo padece una obsesión que queda bien patente a lo
largo de toda la obra: la manía ordenadora, clasificatoria, en la que los
números parecen cumplir una función cuasi-cabalística.
Curiosamente, los libertinos pretenden ejercer como guardianes del ordo naturalis, y
es esta creencia la que da un sustento filosófico a sus acciones. Superar la
convención social y ejercer lo que la naturaleza dicta a sus corazones son los
lemas que lucen en sus pendones de batalla. Dice Curval
a este respecto: “Ávida de asesinatos y crímenes, la naturaleza hace su ley de
cometerlos e inspirarlos, y la única ley que imprime en nuestros corazones es
la de que nos satisfagamos sin reparar a costa de quién lo hacemos” (Sade,
2004, p. 317). Lo que ocurre –y por eso nos parece, o nos debe parecer,
depravado su comportamiento- es que su idea de
Todo lo anterior nos puede llevar a
concluir lo siguiente: sabemos que existe un micro-cosmos sadiano con sus
propias reglas y en el que se funden Cielo-Tierra-Infierno, ahora podemos
llegar a establecer divisiones dentro de ese mundo. Una de las premisas del
texto sadiano es construir desde la parodia (en cierto modo, algo parecido a lo
que, según el cristianismo, hace Lucifer con respecto a las acciones y palabras
divinas). De ahí que se burle del orden de la naturaleza y que cree, no sólo un
mundo, sino también reinos donde esta chanza se lleve a cabo. Cuatro son los
libertinos. Cuatro los espacios de su intimidad. Cuatro han sido durante mucho
tiempo para la cultura occidental (y todavía lo son para otras culturas) los
continentes. Además cuatro son también los puntos cardinales. En efecto, los
reglamentos, la filosofía del Mal se extienden por todos los rincones de ese
cosmos podrido. La batalla entre el Bien y el Mal se obvia porque el Bien no se
concibe o, simplemente, aparece como un refuerzo de los agentes del Mal, a
quienes les da alas para seguir perpetrando sus acciones terribles. Así, Sofía,
la chica que había perdido a su madre al ser raptada, se echa a llorar cuando
el duque pronuncia un discurso en contra de la figura de la madre. Él mismo
había matado con fruición a la suya. Ante el llanto y las súplicas de la
chiquilla, el duque se excita terriblemente: “Ah, joder –dijo el duque
manejando su cipote que amenazaba al cielo-, nunca hubiera creído que esta
escena resultase tan voluptuosa” (Sade, 2004, p. 99).
Y todo este entramado de dimensiones
globales se halla armado a partir de una estructura arquitectónica tan familiar
como la de la sala teatral, más o menos, a la italiana. Es este el esqueleto
que soporta todo el entramado. Mircea Eliade en sus estudios sobre el simbolismo del centro
observó cómo determinadas construcciones como los templos en forma de pirámide
constituían un espacio sagrado ya que se podían entender como los lazos de
unión, como las escaleras que ascendían hasta lo sobrenatural. Si a esto
añadimos la idea de Pérez Pérez que sostiene que “el
templo es asimismo el teatro, temple des plaisirs, donde se celebran, con la ayuda de los acolytes o prêtresses, los mystères que
culminan en el sacrifice
de la víctima” (Pérez, 1988, p. 213), nos damos cuenta de que la estructura
teatral de la sala de las orgías se constituye no sólo en el centro sagrado de
la “religión” sadiana, sino en el elemento que permite mantener vivo el rito,
gracias a su capacidad reiterativa, de monótona variación. Porque las posturas
que se nos presentan ante las narices varían o los castigos que sufren las
víctimas evolucionan, pero la diversidad superficial no puede ocultar que
existe un andamiaje que sustenta toda la acción: el placer del libertino, la
conciencia de ejercer como catalizador del Mal. Las yagas de los torturados se
abren, se cauterizan para reabrirse, pero el producto final siempre es el
mismo: la descarga del libertino. Podríamos decir que las penurias de las
víctimas varían, pero el gemido gozoso del libertino se extiende monótono,
atemporal.
Los linajes de
“El encierro del lugar sadiano […] establece una autarquía
social. Una vez
encerrados, los libertinos, sus ayudantes y sus súbditos forman una sociedad
completa, dotada de una economía, de una moral, una palabra y un tiempo,
articulado en horarios, trabajos y fiestas” (Barthes, 1997, p. 27). No se
equivocaba Barthes al afirmar esto ya que otra de las características que
definen al universo del castillo de Silling es la del aislamiento. Esto mismo
lo dota de una mayor contingencia, de una independencia total. Es algo que el
duque deja bien claro a las víctimas desde un principio, desde la lectura de
los reglamentos. Dentro de estos límites, la estructura social se redefine
(aunque, en realidad, lo que se produce es una exageración con la que se
deforma y parodia terriblemente el status
quo de un momento histórico concreto): la sociedad se halla polarizada en
dos grandes grupos, esto es, el de los que gozan y el de los que sufren. Para
ahondar más las diferencias, queda patente a lo largo del relato que la
movilidad social permanente (más allá de los cambios de roles puntuales y que
serán dirigidos en cualquier caso por el libertino) no existe (Barthes, 1997,
p. 35). Además, y siguiendo con los correlatos teatrales, unos serán los
directores de escenas y, los otros, simples actores, sin voz propia. Pero
veamos todo esto un poco más detalladamente:
Los cuatro amigos
Por
mucho que hayamos dicho que, una vez tapiada la única salida del castillo de
Silling, se crea una sociedad o un microcosmos completamente ajeno a la
realidad exterior, no podemos obviar que los organizadores poseen un infame
pasado, bien conocido por el lector. Asimismo, también somos conscientes de que
pertenecen a una época histórica bien delimitada. Así se inicia la novela:
Las
guerras considerables que Luis XIV tuvo que mantener durante el transcurso de
su reinado, agotando las finanzas del Estado y las facultades del pueblo,
revelaron, sin embargo, el secreto para enriquecer a una enorme cantidad de
sanguijuelas […]. Es hacia el fin de este reinado […] cuando cuatro de ellos imaginaron la singular
partida de libertinaje de la que vamos a dar cuenta. (Sade, 2004, p. 5)
Nos
situamos en los primeros años del siglo XVIII. Parece que, si existe crítica social[1] del presente de Sade (1785), esta se lleva a cabo
a través de un juego anacrónico. Queremos decir con esto que utiliza el pasado
como un reflejo del presente. Tengamos en cuenta además que el reinado de este
monarca se caracterizó por los continuos ataques a la aristocracia (que cayó en
desgracia, mientras que se favorecía a la burguesía y se centralizaba el poder
en la figura del Rey Sol), los desbarajustes económicos que produjeron las
continuas guerras y la final pérdida de la hegemonía europea de Francia, en
favor de otras potencias, como Gran Bretaña. Creemos que Sade, en este sentido,
va más allá de la crítica a una clase determinada y esto porque los cuatro
protagonistas provienen de cuatro mundos tan distintos como son el del alto
clero (también perjudicado por Luis XIV), la aristocracia, las finanzas o la
nobleza de toga. El ataque se dirige contra esa “multitud de tratantes” que
disfrutan de “las calamidades públicas” (Sade, 2004, p. 5). Y dentro de este
grupo, se hallan personas de cualquiera de las extracciones anteriormente
citadas. ¿Lograron el regente, Luis XV o Luis XVI hacer desaparecer esta
caterva de manipuladores que se conducían por la codicia y el egoísmo,
ignorando el bien común? Más bien, no. Y si no, que le pregunten a los
jacobinos. Sade consciente de todo esto, no
puede más que hacerlos protagonistas de su relato.
Pero,
más allá de estas implicaciones sociales, nos interesa contemplar a los
libertinos como elementos teatrales. Como afirma Pérez Pérez:
“La distribución de papeles y organización de escenas corresponden al maestro
de ceremonias, director demiúrgico que asume asimismo el papel de actor
principal” (Pérez, 1988, p. 209). Esto es cierto y queda patente en cada una de
las acciones que se cometen en sus dominios: todas llevan el sello de su
expreso deseo. De hecho, se asemejan en cierto modo al mismo Rey Sol, quien
pretendía regir el país como si de una obra teatral se tratara. Ambos tipos de
personajes se consideraban superiores al humano corriente.
Si
bien todo esto es cierto, la significación de la figura del sádico se puede
llevar a otro nivel de abstracción y establecer un paralelismo con un subgénero
teatral muy concreto: el auto sacramental. En este tipo de obras, los
personajes representan conceptos abstractos como el Mundo,
El
libertino, como director de escena, se complace en representar la ficción de lo
que sería su sociedad ideal. Adquiere aquí un nuevo rol: el de alcalde o rey de
un mundo utópico (inversión del planeado por Tomás Moro, por ejemplo), donde la
mayor parte de la población está avocada a la infelicidad y la muerte. El
régimen de la “perversocracia”. En consecuencia, su
proyecto social entronca con su división de la humanidad: víctimas y
victimarios.
Es
curioso observar cómo el libertino utiliza el mismo argumento que los
moralistas tradicionales a la hora de defender sus prácticas: la preeminencia
de lo natural. Dice el duque:
Yo
mantengo que es preciso que haya desgraciados en el mundo, que la naturaleza
así lo quiere, que lo exige, y que es ir contra sus leyes pretender establecer
el equilibrio si ella ha deseado el desorden. (Sade, 2004, p. 218)
La diferencia estriba en que el libertino se acerca a la
naturaleza sin rechazar sus pasiones más salvajes, es más, acrecentándolas y
maleándolas, poniendo la razón al servicio del crimen. En cambio, la moral judeo-cristiana se complace alejándose de la naturaleza.
Cuando habla de ella, no se refiere a la selva, sino a su domesticación, o sea,
al jardín. Desecha lo que de animal hay en el alma humana y lo reduce a lo
puramente racional. De aquí se puede deducir que el mayor placer que puede
experimentar la figura del sádico es la anulación del resto de la humanidad, el
encumbramiento máximo de su yo y el pisoteo del otro como consecuencia de
seguir los dictámenes de sus pasiones, de su deseo.
Las víctimas
Ya sabemos que en el teatro de Silling
todos lo participantes pueden ser actores y/o público y, además, que dentro de
los primeros existen diferentes categorías. Si hasta ahora nos hemos referido
al director-actor, ahora les toca el turno a los que llamaremos “actores
alienados”, quienes en escena se caracterizan por llevar a cabo una “mímica
sometida”. Esto es, han sido privados del dominio sobre sus propias palabras y
sus movimientos están totalmente condicionados por los deseos de sus señores.
Sólo hablan a instancias de los directores o cuando estos amenazan con hacer
algo que las conmina a pedirles misericordia. De hecho, y como afirma Barthes
(1997, p. 166), el grito es la marca verbal más peculiar de la víctima.
El “actor alienado” es equiparable a un
objeto y esto porque ha perdido su autonomía como persona para pasar a
someterse a las órdenes de los sujetos sádicos. Éstos se han permitido incluso
arrebatarles el recurso a la evasión (teológica, sobre todo). En la obra, los
que inflingen la regla que prohíbe cualquier actitud religiosa son terriblemente
castigados. Aparte de parecerles un recurso de débiles, la invocación a la
divinidad es contemplada por los libertinos como un acto “blasfematorio” dado
que pone en cuestión su autoridad suprema, su omnipotencia demiúrgico.
Por otro lado, si antes veíamos que la
selección de los cuatro tipos de libertinos obedecía a un afán universalizador,
ahora nos encontramos con su paralelo invertido. La naturaleza (unida a la
educación en el libertinaje) produjo la aparición de los libertinos. Ahora, ellos
jugarán a convertirse en creadores y dominadores. De ahí que intenten extender
su poder el máximo posible. Una forma de llevar esto a cabo es a través de los
disfraces. Los componentes del elenco orgiástico se han de disfrazar de
“pastores”, “campesinos”, “españoles, “salvajes”, “amazonas”, “turcos”,
“marineros, “menestralas”, etc. El afán conquistador parece extenderse sobre
representantes de todas las partes del mundo, de todas las extracciones
sociales.
Las historiadoras
“En el castillo de Silling el centro
neurálgico es el teatro de depravación en el que se reúnen todos los días de
las cinco a las diez de la noche. [...] El espacio es a un tiempo el de una mimesis, en este caso puramente
auditiva, a cargo del relato de
La
primera es una regla de exhaustividad: en una operación, deben realizarse
simultáneamente el mayor número de posturas; ello implica, por una parte, que
todos los actores presentes trabajen al mismo tiempo, y si es posible en el
mismo grupo (o en todo caso, en grupos que se repitan); por otra parte, que
para cada sujeto, todos los lugares del cuerpo estén eróticamente saturados
[…]: toda la sintaxis sadiana es una búsqueda de la figura total. [..] La
segunda regla de acción es una de reciprocidad. […] Una figura se puede
invertir […]. Y sobre todo, todas las funciones se pueden intercambiar.
(Barthes, 1997, p. 40-41)
La praxis sádica se estructura formalmente
siguiendo unas premisas lingüísticas. Si unimos esto a su significado, esto es,
el de la depravación y el crimen, vemos
que como resultado obtenemos el lenguaje del Mal.
Ahora bien, estamos ante unos seres demiúrgicos de tintes universalizantes que habitan un
espacio autárquico, que dispone de sus propias normas. ¿Cómo será pues el
lenguaje de esos seres, propio de ese espacio? Pues bien, sabemos que uno de
los rasgos más importantes del lenguaje humano es su recursividad, es decir,
que, a partir de un número limitado de unidades y reglas combinatorias, puede
construir infinitos mensajes. En Las 120
jornadas cada narradora describe cinco pasiones diarias durante treinta
días, un total de ciento cincuenta por cada una. Las historiadoras son cuatro,
así que esto hace que obtengamos unas seiscientas pasiones en ciento veinte
días. [3] Asimismo, si añadimos las variantes y novedades introducidas aparte
por los libertinos, la variedad de estas prácticas crecerían bastante, de
seguro. ¿Acaso todo esto no puede ser considerado como la simple punta del
iceberg? Es decir, ¿por qué 600, por qué no seis mil, sesenta mil, un millón?
La manía clasificatoria y secuenciadora de Sade huele
a infinito. ¿A qué nos conduce todo esto? Pues si el lenguaje del Mal es capaz
de perpetuarse ilimitadamente, entonces es que el deseo que lo produce también
puede. Finalmente, no existen barreras que puedan frenar el Mal y su tendencia de
proyectarse ad infinitum.
Notas
[1] Queremos ser muy
cautelosos a la hora de hablar de Sade como un autor que critica la jerarquía
social imperante ya que es de sobra conocida su mentalidad aristocrática. Aún
así, nos resistimos a creer que este hecho sea un impedimento que no nos deje
considerar argumentos tan contundentes como los insultos proferidos por el
narrador a los cuatro amigos (véase, por ejemplo, en el fragmento anterior
“sanguijuelas”) o la crítica que en distintos puntos de sus obras lleva a cabo
contra el libertino real - a alguno de los cuales llega a calificar de
“monstruo”-, y que dejan entrever un hondo desprecio por los correlatos
históricos de los que nuestros libertinos son una especie de caricatura
maligna.
[2] “El dinero
sadiano […] tiene dos funciones diferentes. En primer lugar, parece tener un
papel meramente práctico: permite la compra y mantenimiento de los harenes:
medio en estado puro, no es objeto ni de estima ni de desprecio; simplemente se
desea que no sea un obstáculo para el libertinaje. […] Evidentemente, el dinero
es algo más que un medio: es un honor, designa con seguridad las malversaciones
y los crímenes que han permitido acumularlo […]. El dinero es prueba del vicio
y alimenta el placer […] porque garantiza el espectáculo de la pobreza”
(Barthes, 1997, p. 34).
[3] Aunque existen algunas imprecisiones que el mismo Sade se
conmina a corregir en notas escritas por y para él mismo en el borrador de la
obra.
Bibliografía
- BARROSO, Miguel Ángel: Pier Paolo
Pasolini. La brutalidad de
la coherencia. Madrid: Ediciones Jaguar, 2000.
- BARTHES, Roland: Sade, Fourier, Loyola. Madrid: Cátedra, 1997.
- PASOLINI, Pier Paolo: Salò o las 120
jornadas de Sodoma (película), 1975.
- PÉREZ PÉREZ, Concepción: “Mirada y arquitectura teatral en la
ensoñación de Sade”. Barcarola, febrero,
1988, número 26/27.
- SADE, Marqués
de: Las 120 jornadas de Sodoma o la
escuela del libertinaje. Madrid: Akal, 2004.
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