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DE “PERFECTA
CASADA” A “ÁNGEL DEL HOGAR” O
M. Ángeles Cantero Rosales
(Universidad de Granada)
Este trabajo tiene por objeto observar, a través de los
discursos prescriptivos de algunos moralistas y reglamentistas entre los siglos
XVII y XIX, el modelo de mujer y vida cotidiana que estos trataron de imponer
en la sociedad de su tiempo. El estudio de los mismos nos ayuda a situarnos en
el S. XIX y a comprender el arquetipo de mujer como “ángel del hogar”, socialmente
demandado, que atraviesa todos los discursos de la sociedad decimonónica. Estos
textos, en los que subyace un pensamiento claramente androcéntrico, son
confrontados con los de aquellas intelectuales que, adelantándose a su época,
concibieron y reivindicaron para las mujeres “otra forma de ser y estar en el
mundo”. En consecuencia, tres tipos de documentos han sido consultados:
artículos periodísticos, ensayos religiosos y filosóficos y ensayos de género,
‘a favor de las mujeres’.
PALABRAS
CLAVES:
Discursos
prescriptivos; la mujer, “ángel del hogar”.
This paper aims to consider, through the prescriptive
discourses of several moralists and ‘puritans’, from the 17th century to the 19
th century, the female role model and ideal everyday life that these scholars
traid to impose on their respective societies. To study these ‘moralists’s
forms of discourse enables us to situate ourselves within the context of the 19
th century, as well as to understand the archetype of woman as the “angel in
the house.” Such an archetype was indeed an important social demand and it can
be found in all the forms of discourse of nineteenth-century society. Those
strongly male-centered texts are here opposed to writings by female
intellectuals ahead of their time who imagined and claimed on women’s behalf
another “way of being and of being in the world.” In this perspective, we
consulted three different types of sources: articles from periodicals,
religious and philosophical essays, and, finally, gender-oriented essays “in favour
of women.”
INTRODUCCIÓN
Hoy ya, por
fortuna para muchas mujeres y también para bastantes hombres, reviste gran
importancia el estudio de las formas de vida de las mujeres a lo largo de la
historia. Este trabajo tiene por objeto observar, a través de los discursos
prescriptivos de algunos moralistas y reglamentistas de la época, el
pensamiento que los ideólogos trataron de imponer a las mujeres para que estas
incorporaran a su vida cotidiana las formas de vida que ellos consideraban
idóneas, acorde con su modelo ideológico de sociedad española decimonónica.
Por lo tanto, dos
tipos de documentos, de los consultados, expondremos aquí para profundizar en
la vida cotidiana de las mujeres de España y Andalucía a lo largo del siglo
XIX: artículos periodísticos y ensayos (religiosos, filosóficos, y otros de orientación decididamente feminista).
El siglo XIX
proyectó sobre la sociedad andaluza la
lucha por los derechos de las mujeres personificada en voces femeninas que no
fueron sino la prolongación de otras tantas mujeres que estuvieron librando
idénticas batallas no solo en nuestro país sino fuera de él. Estas
vindicaciones feministas de libertad e igualdad se concretaron en tres textos: Vindication
of the Rights of Woman de Mary Wollstonecraft (1791), Déclaration des
droits de la femme et de la citoyenne de Olympe de Gouges (1791) y Sur
l’admission des femmes au droit de cité de Condorcet (1790). Recordemos que
los tres abogan por unas relaciones entre los sexos que revolucionen el sistema
patriarcal dominante. No obstante, cada texto pone el acento en una vertiente
diferente. Invirtiendo el orden citado, Condorcet subraya el estatuto jurídico
de las mujeres; Gouges, el rol político; y Wollstonecraft, el rol social.
1. ¿
En 1789, con
La crítica
feminista, por su parte, ha llevado a cabo un trabajo de investigación
fundamental a fin de rastrear los discursos que anteceden al Pacto social
de Rousseau[2] con
la finalidad de descubrir y mostrarnos las claves de la marginación femenina
que subyacen en los mismos.
La respuesta
resulta fácil dado que, a excepción de algunos cambios radicales en la función
social de la mujer como ama de casa, desde los siglos XVI al XIX permanecieron
unas constantes en el modelo discursivo de la esposa perfecta.
En lo que sigue,
trataremos de analizar la imagen de esposa que los discursos construyeron con
el propósito de servir de guía a la mujer en sus actuaciones (forma de
“actuar”) y en su configuración (forma de “ser”). Para ello retrocederemos
hasta el siglo XVII a fin de comprobar la forma en que el modelo de “perfecta
casada” de
2. FRAY LUIS DE LEÓN Y
Como son los hombres para lo público, así las mujeres para
el encerramiento; y como es de los hombres el hablar y el salir a la luz, así
dellas el encerrarse y encubrirse”.
Fray
Luis de León
De fray Luis de
León parece innecesario justificar la elección de su ensayo La perfecta
casada, dada la repercusión del mismo hasta entrados en el siglo XX.
En un gran número de bibliotecas particulares se hallaba la obra como símbolo
de identidad del modelo que la buena casada tenía que seguir: “así la buena
mujer, cuanto para de sus puertas adentro, ha de ser presta y ligera, tanto
para fuera dellas, se ha de tener por coja y torpe”. (P. 158)[3]
Será también el
propio fraile quien subraye de forma contundente la exclusión de la mujer de la
esfera pública, por dos razones: una, porque no tiene capacidad para ello; dos,
porque su naturaleza es débil y este defecto puede ejercer un efecto
contaminante sobre el hombre:
“¿Por qué les dió a las mujeres
Dios las fuerzas flacas, y los miembros muelles, sino porque los crió, no por
ser postas, sino para estar en su rincón asentadas?”.[...] Y pues no las dotó
Dios ni del ingenio que piden los negocios mayores, ni de fuerzas las que son
menester para la guerra y el campo, mídanse con lo que son y conténtense con lo que es de su suerte, y
entiendan en su casa y anden en ella, pues las hizo Dios para ella sola”. (P.
158)
Incluso una mujer
del talante de Josefa Amar y Borbón, con una conciencia claramente vindicativa
en cuanto a la formación y aprovechamiento del talento de las mujeres, muestra
un pensamiento limitado por el momento histórico que le tocó vivir cuando se
refiere al espacio social en el que la mujer debía desarrollar su máxima
actividad:
“El orden o desorden de las
familias privadas trasciende y se comunica a la felicidad y quietud pública. En
estas familias privadas tienen las mujeres su particular empleo. Esta es la
dirección y gobierno de la casa, el cuidado y crianza de los hijos, y sobre
todo la íntima y perfecta sociedad con el marido”. (Prólogo, p. 63)[4]
Las
características psicológicas y morales que fray Luis adjudica a la mujer están
determinadas por su teoría de la subordinación que sostiene que las mujeres no
están capacitadas ni física ni intelectual ni moralmente para otro oficio que
el de casadas. Las mujeres carecen de valor en la medida en que no se asemejan
al varón:
“Se desenfrenan más que los hombres y pasan la raya mucho
más y no tiene tasa ni fin su apetito. Y [...] si comienza a destemplarse, se
destemplan sin término, y son como un pozo sin suelo, que nada les basta, y
como una carcoma, que de continuo roe, y como una llama encubierta, que se
enciende sin sentir por la casa y por la hacienda, hasta que la consume. [...]
si dan en golosear, toda la vida es el almuerzo y la merienda, y la huerta y la
comadre, y el día bueno; y, si dan en galas, pasa el negocio de pasión y llega
a increíble desatino y locura, porque hoy un vestido y mañana otro, y cada
fiesta con el suyo; y lo que hoy hacen, mañana lo deshacen, y cuanto ven, tanto
se les antoja. [...] y todo nuevo, y todo reciente, y todo hecho de ayer, para
vestirlo hoy y arrojarlo mañana”. (Pp. 95-96)
En las Sagradas
Letras se lee: “Mujer de valor, ¿quién la hallará?” Raro y extremado es su
precio:
“Es dificultoso hallarla y son pocas las tales. [...] “Lo
que aquí decimos mujer de valor; y pudiéramos decir mujer varonil, como
Sócrates acerca de Jenofón, llama a las casadas perfectas, así que esto que
decimos varonil o valor [...] Quiere decir virtud de ánimo y fortaleza de
corazón, industria y riqueza, y poder y aventajamiento, y finalmente, un ser
perfecto y cabal en aquellas cosas a quien esta palabra se aplica. Y todo esto
atesora en sí la que es buena mujer, y no lo es si no lo atesora”. (P. 85-86)
“La naturaleza
femenil” merece escaso valor para el fraile que desconfía de los excesos y
desenfrenos de la mujer. De ahí que las perfectas casadas sean solo las mujeres
varoniles, esto es, las que se asemejan al varón, y por lo tanto, las dignas de
alabanza:
“Y pues no las dotó Dios ni del ingenio que piden los
negocios mayores, ni de fuerzas las que son menester para la guerra y el campo,
mídanse con lo que son y conténtense con lo que es de su suerte, y entiendan en
su casa y anden en ella, pues las hizo Dios para ella sola.
Los chinos, en nasciendo, les tuercen a las niñas los
pies, por que cuando sean mujeres no los tengan para salir fuera, y porque,
para andar en su casa, aquellos torcidos les bastan. Como son los hombres para
lo público, así las mujeres para el encerramiento; y como es de los hombres el
hablar y el salir a la luz, así dellas el encerrarse y encubrirse”. (P. 158)
En consecuencia,
tanto la naturaleza débil como la capacidad con que fueron dotadas por Dios
determinan que las mujeres tengan como exclusivo destino “la casa”. El
silencio, por otra parte, se convierte en obsesión para el predicador. Silencio
que en la mujer se convierte en belleza y que la mantiene bajo control de
posibles desobediencias y rebeldías. De este modo, de acuerdo con fray Luis, la
mujer, por su naturaleza, simboliza lo cerrado, lo oculto, lo que no se ve, el
silencio. Ella ha de estar limitada a un espacio cerrado, como limitada es su
inteligencia:
“Así como
Es evidente que
para nuestro fraile, la mujer ha de tener como una de sus mayores virtudes el
callar, porque es naturaleza femenina no tener nada importante que decir: “El
aderezo de la mujer y su hermosura es el hablar escaso y limitado. [...] El
estado de la mujer, en comparación del marido, es estado humilde, y es como
dote natural de las mujeres la mesura y vergüenza”. (P. 154)
Inclusive en la
circunstancias más adversas, la casada está obligada a cumplir con su rol
porque “mayor dolor y enfermedad es traer de continuo su familia desordenada y
perdida”. Y a pesar de que fray Luis de León anima a los maridos a que traten
bien a sus mujeres para que sigan siendo productivas, por encima de todo
subraya que la mujer ha de soportar a su marido, aunque él sea un verdugo.
Cuestión tan discutible en su tiempo como en la actualidad en que cientos de
mujeres son víctimas del maltrato de sus maridos o compañeros, hasta el punto
de llegar a perder la vida.
Constituye, por
lo tanto, este fragmento de fray Luis de León un documento historiográfico que
testimonia la incitación que se ejercía colectivamente sobre las mujeres para
que guardasen silencio aún en el caso de que fuesen agredidas por sus maridos.
Indirectamente, en consecuencia, se estaba normalizando y legalizando una
situación de violencia hacia las mujeres, cuando esta estaba protagonizada por
el marido:
“Por más áspero y de más fieras condiciones que el marido
sea, es necesario que la mujer le soporte y que no consienta por ninguna
ocasión que se divida la paz. ¡Oh, que es un verdugo! ¡Pero es tu marido! ¡Es
un beodo! Pero el ñudo matrimonial le hizo contigo uno. ¡Un áspero, un
desapacible! Pero miembro tuyo ya, y miembro el más principal. [...] naturaleza
y estado pone obligación en la casada, como decimos, de mirar por su casa y de
alegrar y de cuidar continuamente a su marido, de la cual ninguna mala
condición dél la desobliga”. (P. 98-99)
La honestidad es
una cualidad fundamental en la mujer, pero no solo debe serlo sino también
parecerlo ante los demás, de forma que no quepa la menor duda de su castidad:
“El ser honesta [...] es como el ser y la substancia de la casada. Porque si no
tiene esto, no es ya mujer, sino alevosa ramera y vilísimo cieno, y basura la
más hedionda de todas y la más despreciada. [...] Porque no es honesta la que
no lo es y parece”. (P. 90-91) Pero esto no basta: “A la castidad cristiana no
le basta ser casta, sino parecer también que lo es”. (P. 148) En suma, “Que
sean prudentes [...] y que sean honestas, y que amen a sus maridos, y que
tengan cuidado de su casa”. (P. 158)
La perfecta
casada ha de ser una mujer de carácter suave, cuidadora de sus hijos y marido,
y piadosa:
“No sé yo si hay
cosa más monstruosa y que más disuene de lo que es, que ser una mujer áspera y
brava. [...] Mire su hechura toda, y verá que nació para la piedad. [...] Y no
piensen que las crió Dios y las dio al hombre sólo para que le guarden la casa,
sino también para que le consuelen y alegren. Para que en ella el marido
cansado y enojado halle descanso, y los hijos amor, y la familia piedad, y
todos generalmente acogimiento agradable”. (P. 155)
Como es sabido, La
perfecta casada es un modelo de economía doméstica, y como tal, constituye
una justificación de un modo específico de producción. En su obra, fray Luis de
León aúna su pensamiento económico y religioso, aunque es el discurso económico
el que organiza la estructura de la obra. En la misma defiende un modelo
económico tradicional de subsistencia así como una organización social
concretada en “la familia”/ “la casa”. La unidad familiar está concebida a
partir de un número de hijos, que junto con la madre y el padre y otras tantas
personas relacionadas por lazos de sangre, además de los criados, conviven en
la casa. La casada, dueña de la casa, tiene la misión de ordenar y supervisar
la contribución de las demás mujeres de la casa, incluida la servidumbre, a la
producción doméstica: “Gobierne su gente y mire lo que se ha de proveer y hacer
aquel día, y a cada uno de sus criados reparta su oficio, y [...] así ella ha
de repartir a sus criados sus obras y poner orden en todos”. (P.114) La
productividad solo se mantiene cuando la casada ejerce bien su función:
“Mucho se engañan las que piensan que mientras ellas [...]
duermen y se descuidan, cuidará y velará la criada, que no le toca y que al fin
lo mira todo como ajeno. Porque si el amo duerme, ¿por qué despertará el
criado? Y si la señora, que es y ha de ser el ejemplo y la maestra de su
familia, y de quien ha de aprender cada una de sus criadas lo que conviene a su
oficio, se olvida de todo, por la misma razón, y con mayor razón, los demás
serán olvidadizos y dados al sueño [...] ha de entender [la casada] que su casa
es su cuerpo, y que ella es el alma dél, y que, como los miembros no se mueven
si no son movidos del alma así sus criadas, si no las menea ella, y las levanta
y mueve a sus obras, no se sabrán menear”. (P. 110)
La casada es la
depositaria de los saberes artesanales, imprescindibles para la producción; del
mismo modo que a ella corresponde la conservación y transmisión de los mismos.
De ahí que la casa no sea solo un lugar de alojamiento, sino también un taller
y almacén:
“Tomen la rueca y armen los dedos con la aguja y el dedal,
y cercadas de sus damas, y en medio dellas, hagan labores ricas con ellas, y
engañen algo de la noche con este ejercicio, y húrtense al vicioso sueño, para
entender en él, y ocupen los pensamientos mozos de sus doncellas en estas
haciendas, y hagan que, animadas con el ejemplo de la señora, contiendan todas
entre sí, procurando de aventajarse en el ser hacendosas”. (P. 105)
La acción de
tejer es la labor más representativa de la mujer; como tal, dicho símbolo se
irá perpetuando a lo largo de los siglos, hasta llegar al siglo XIX. Fray Luis
de León así lo recoge y subraya:
“Plutarco escribe que en Roma a todas las mujeres, por más
principales que fuesen, cuando se casaban y cuando las llevaba el marido a su
casa, a la primera entrada della y como en el umbral, les tenían, como por
ceremonia necesaria, puesta una rueca, para que lo primero viesen al entrar de
su casa, les fuese aviso de aquello en que se habían de emplear en ella
siempre”. (P. 105)
La mujer es
necesaria para el trabajo y el incremento del patrimonio del marido. ¿Con quién
es equiparada de acuerdo con el desempeño de su trabajo, de sus funciones?:
“Por donde dice bien un poeta que los fundamentos de la casa son la mujer y el
buey: el buey para que are y la mujer para que guarde”. (P. 93) Este destino de
la casada es repetido en muchos momentos: “El fin para que ordenó Dios la
mujer, y se la dió por compañía al marido, fue para que le guardase la casa”.
(P. 158) La buena guarda de la casada y madre se concreta en dos
recomendaciones: que sea hacendosa y que no sea costosa. La esposa perfecta ha
de ser hacendosa para que su producción sea abundante:
“De lo que en ella [su casa] parece perdido hace dinero, y
compra lana y lino, y junto con sus criadas lo adereza y lo labra, y verá que,
estándose sentada con sus mujeres, volteando el huso en la mano y contando
consejas [...] se teje la tela, y se labra el paño, y se acaban las ricas
labores, y cuando menos pensamos [...] sale de allí el abrigo para los criados,
y el vestido para los hijos, y las galas suyas, y los arreos para el marido, y
las camas ricamente labradas, y los atavíos para las paredes y salas, y los
labrados hermosos, y el abastecimiento de todas las alhajas de casa, que es un
tesoro sin suelo. [...] [La] buena casada no encomendó este cuidado a alguna de
sus sirvientas y se queda ella regalando con el sueño de la mañana
descuidadamente en su cama, sino que se levantó la primera, y que ganó por la
mano al lucero, y amaneció ella antes que el sol, y por sí misma y no por mano
ajena, proveyó a su gente y familia, así en lo que habían de hacer como en lo
que habían de comer”. (Pp. 108-109)[5]
La esposa
perfecta habrá de incrementar el patrimonio del marido a través de su propia
laboriosidad. Desde el punto de vista de la moralidad, se hace una apología de
las labores como sello de la identidad femenina frente a la ociosidad, madre de
todos los vicios, que se prolongará hasta finales del siglo XIX y comienzos del
XX.[6]
Por otra parte, las casadas habían de servir de modelo de virtud a la clase
menos privilegiada; tampoco podían ser costosas, de ahí que se les solicite la
restricción del consumo:
“No ha de ser costosa ni gastadora la perfecta casada
porque no tiene para qué lo sea [...] porque lo que toca al comer, es poco lo
que les basta, por razón de tener menos calor natural, y así es muy feo en
ellas ser golosas o comedoras. Y ni más ni menos, cuando toca el vestir, la
naturaleza las hizo por una parte ociosas, para que rompiesen poco, y por otra
aseadas, para que lo poco les luciese mucho. [...] que aunque el desorden y
demasía, y el dar larga rienda al vano y no necesario deseo es vituperable en
todo linaje de gentes, en el de las mujeres, que nacieron para sujeción y
humildad, es mucho más vicioso y vituperable”. (Pp. 94-95)
Más adelante,
fray Luis de León recurre a la autoridad de Dios para su propósito de
convencer:
“Señala aquí Dios
vestido sano, más no dice los bordados que se usan agora, ni los recamados, ni
el oro tirado en hilos delgados. Dice vestido, más no dice diamantes ni rubíes;
pone lo que se puede tejer y labrar en casa, pero no las perlas que se esconden
en el abismo del mar. Concede vestidos, pero no permite rizos, ni encrespos, ni
afeitados”. (Pp. 84-85)
La restricción en
el consumo se extiende también a lo relacionado con el arreglo personal y al
ocio. Tres cosas son exigidas a la mujer: que sea trabajadora, que vele y que
hile. La ociosidad ha de ser evitada, ya que esta la conduciría a cuanto se
quiere evitar: “Si la casada no trabaja, ni se ocupa en lo que pertenece a su
casa, ¿qué otros estudios o negocios tiene en que se ocupar? [...] Forzado es
que [...] dé en ser ventanera,
visitadora, callejera, amiga de las fiestas [...] parlera, chismosa”. (P. 118)
Otra de las consecuencias de que la mujer no esté ocupada en las tareas de la
casa es que pierda el tiempo en adornarse y pintarse, actividades radicalmente
condenadas por nuestro escritor, quien dedica gran número de páginas a tratar
de convencer a las mujeres de que han de desterrar estos vicios de sus vidas:
“Grandes vicios son los del comer y beber; pero no tan grandes, con mucha
parte, como la afición excesiva del aderezo y el afeite. [...] el afeitarse y
el hermosearse hace a las mujeres rameras y a los hombres hace afeminados y
adúlteros”. (P. 138, 140) Finalmente recurre a la autoridad del Señor: “porque
sin duda le ofenden las que se untan con unciones de afeites, las que se
manchan con arrebol sus mejillas...” (P. 141)
3. FRAY ANTONIO ARBIOL Y
“Soy de firme
dictamen, que no conviene para la buena crianza de las hijas, el enseñarlas à
escribir”
Fray
Antonio Arbiol
El análisis del
pensamiento de fray Antonio Arbiol (1715) nos permite comprobar el cambio
ideológico experimentado en las primeras décadas del siglo XVIII acerca de la
concepción de la mujer. Antes, sin embargo, conviene señalar que su libro La
familia regulada fue una de sus obras más vendidas, hasta el extremo de ser
reeditada al menos veintiocho veces por importantes imprentas de las
principales ciudades españolas, dato que da idea de su enorme aceptación, no
solo comercial sino también ética y política, a lo largo de los siglos XVIII,
XIX y XX.[7]
Ello muestra que en
Desde el punto de
vista historiográfico se puede constatar el modo según el cual la historia de
la familia vino a complementarse con la historia de las ideas acerca del modelo
familiar idóneo, que en esta época se constituyó de acuerdo con el dictado de
aquellos sectores sociales que protagonizaron los discursos y la acción social.
Para decirlo de forma abreviada, se trata de mostrar que la familia se
construyó no solo a través de acciones concretas, sino que su existencia se
configuró a través de un arquetipo constituido con supuestos morales,
religiosos e ideológicos que sirvieron para establecer idealmente cómo debía
ser.[8]
En tal sentido,
Arbiol, a través de su obra, evidencia que el cambio experimentado en su
pensamiento –y en los de su generación y predecesores- ha sido mínimo respecto
del de fray Luis de León, en relación al modelo de mujer casada que socialmente
es prescrito por ambos en sus discursos respectivos:
“En oyendo esta voz de su Marido, ha de obedecerle, y por
ninguna causa condicional ha de pensar en apartarse de él. Si su Marido es
inquieto, turbalento, y ebrioso, acuerdese que está casado con él. Si es de
mala condición, feroz y desatento, considere que es su esposo. Si es
disparatado, sedicioso, desamorado, e ingrato, acuerdese que ya por su
Matrimonio Santo es una cosa con él, y que no es dueña y señora de su cuerpo”.
(P. 81)
La buena esposa
ha de desarrollar la extrema paciencia y generosidad, por encima de la del
marido, para que el matrimonio tenga futuro. De la misma manera que aconsejaba
fray Luis de León, ahora Arbiol dicta que la mujer ha de ser “oficiosa, y
cuidadosa de su casa, y familia; sea trabajadora, y hacendosa de sus puertas
adentro, hilando lino, y lana para el abrigo, y socorro de su familia, en lo
que necesita de essas cosas” (P. 69), hasta el punto de acrecentar los bienes
de su familia. Como virtudes de la esposa se subrayan la discreción, clemencia,
abnegación, y que sea propagandista de las virtudes de su marido.
Aunque al marido
se le aconseja que ha de tener con su mujer comprensión, paciencia, generosidad
y cariño, es a ella a quien se le reclama que lo sirva de forma abnegada,
discreta, a sabiendas de que ocupa un lugar secundario en la jerarquía
familiar, de acuerdo con la naturaleza de su sexo. Esposa de acción constante,
si bien sujeta a los dictados del marido, como enseñan las Sagradas Escrituras:
“
En relación a las
hijas, Arbiol guarda una desconfianza permanente, semejante a la que alberga de
la mujer en general. Su constante reproche hacia lo femenino a causa del pecado
original de Eva hace pensar en una latente misoginia. De ahí que la maldad en
la mujer sea un fantasma que el fraile le adjudica por definición natural: “La
maldad de la muger se conoce en la mutación de su rostro, dize el Espiritu
Santo, y pues tienes la señal, no te descuides en lo que tanto te importa,
porque la honra de tu hija es la tuya”. (P. 488) Quizá por ello advierte que la
educación de las hijas debe hacerse con seguimiento obsesivo y como forma
preventiva de evitar males mayores:
“Si tienes hijas, dize el espiritu Santo, enseñales el
temor santo de Dios, y guarda sus cuerpos, no sea que te afrenten y te
confundan. No les muestres alegria de rostro, sino severidad, benigna, para que
no se crien libertinas, sino modestas, y muy atentas.
Antes les enseñaras a orar, que a reir, y que guarden
modestia en sus ojos, para mirar con encogimiento y rubor, porque la muerte del
alma entra por los ojos del cuerpo[...] para perder a los jóvenes fuera de
casa, y a las doncellas hazerlas combate con sus canciones, y entretenimientos
alegres”. (Pp. 487-488)
Las hijas han de
ser educadas en el recato, en la resignación, en la obediencia y virtud de la
virginidad, pues si la honra de las hijas es puesta en entredicho, es la honra
del padre la que se está cuestionando. Si bien advierte Arbiol:
“ay algunas hijas tan inquietas, y malas, que no basta
todo el cuidado de un pobre Padre para repremirlas, y seria conveniente que el
Padre resuelto les escupiesse en la cara, dize el Sagrado Texto, para que ellas
se confundiesen con el rubor de su fealdad, y pusiesen raya à sus malos
passos”. (P. 409)
El padre es el
responsable directo de la tutela de las hijas, pero es la madre quien ha de
educarlas y estar sobre ellas, modelando su carácter:
“Las malas Madres acostumbran ser las mas culpadas en la
perdición de las hijas, porque no las enseñan à llorar, como se les avisa
Jeremìas Profeta, sino à reìr, y jugar, y después hallan el merecido de su mala
crianza.
Mejor es con las hijas la severidad, que la risa, según la
sentencia de Salomón, porque con la tristeza del rostro, se corrige el animo
delinquente”. (P. 495)
A la madre le
corresponde en la práctica diaria impedir que las hijas pierdan la virginidad
en cualquiera de los sentidos. Son estas las que han de enseñarles que el sexo
no ha de estar orientado al placer sino a la procreación; y que el varón es
peligroso en todos los órdenes de la vida, incluido en actividades tales como
la enseñanza de la lectura:
“Si la enseñanza necesaria para que las hijas aprendan à
leer puede hazerse por aplicación de otra muger, no la encomienden à hombre
ninguno, para que del todo se cierren las puertas; y se quiten las ocasiones
aun al remoto peligro”. (P. 491)
Los libros
convenientes para su lectura son los edificantes, entendiendo por ello los
religiosos y morales, pero no los profanos libros de comedias. Tampoco es
recomendable enseñar a las hijas a escribir: “Que soy de firme dictamen, que no
conviene para la buena crianza de las hijas, el enseñarlas à escribir”. (P.
490).
A las madres se
les asigna el cometido de reproducir en sus hijas su propio modelo: reprimir y
canalizar la personalidad de estas, las cuales nunca deben imponer su voluntad
ni ser curiosas. Muy al contrario, no han de asomarse ni siquiera a la ventana,
porque pueden ser tachadas de “ociosas”, y perder su reputación y la de su
padre: “Las hijas ventaneras, luego son notadas de ociosas, y bulliciosas. Acuérdense
de la desgraciada hija de Jacob, que por curiosa perdiò su reputación, y puso
en empeño ruidoso à toda la casa de su Santo Padre”. (P. 493)
La sencillez, el
recato y la modestia han de ser los rasgos que públicamente destaquen en ellas,
fundamentales frente a sus futuros destinos de esposas y madres:
“La virtud mas necesaria en la doncella, es la modestia; y
conviene, que por extremada, á todos sea notoria, según la doctrina del Apóstol
San Pablo. [...] Esto han de predicar las buenas madres à sus hijas”. (P. 493)
Frente a esta
enumeración pormenorizada de advertencias destinadas a modelar la personalidad
de las hijas, sorprende, en cambio, comprobar el apartado correspondiente a la
educación de los hijos, cuyo enfoque varía radicalmente, en consonancia con el
pensamiento patriarcal que empapa la mirada de Arbiol. Además de subrayar que
los padres no deben interferir en la vocación de los hijos en cuanto a su
elección de matrimonio o de servicio a
4. ROUSSEAU Y EL
PACTO SOCIAL O
“Toda la educación de las mujeres debe ser relativa a
los hombres. Complacerles, serles útiles, hacerse amar y honrar de ellos,
educarlos de jóvenes, cuidarlos de mayores, aconsejarles, consolarles, hacerles
la vida agradable y dulce: he aquí los deberes de las mujeres en todos los
tiempos y lo que se debe enseñar desde la infancia”.
Jean
Jacques Rousseau
En relación a las
claves de marginación que hallamos presentes en El pacto social de
Rousseau, se comprueba la coexistencia paradójica del desarrollo de los ideales
ilustrados –libertad e igualdad- y, paralelamente, la quiebra muy significativa
de su discurso político en un sentido claramente patriarcal. Dicho de otro
modo, en su filosofía podemos constatar dos principios enfrentados entre sí y
falsamente universales: de un lado, el principio universalista que sostiene que
todo individuo es detentador de derechos; y del otro, un principio universal
también, que afirma que la diferencia entre los sexos sitúa a la mujer junto a
En lo que sigue
profundizaremos en la marginación de la
mujer de El pacto social ideado por Rousseau, siguiendo de cerca lo
investigado por Joan Scout, Celia Amorós y sobre todo por Rosa Cobo. [9]
En Rousseau existe una concepción esencialista de la
naturaleza humana en tanto que sostiene que las diferencias sociales entre
hombres y mujeres son consecuencia de las diferentes subjetividades, que a su
vez vienen marcadas por la naturaleza diferente de los sexos. Porque en el
ginebrino, la creencia de que cada sexo posee rasgos esenciales origina la idea
de que la naturaleza femenina es inferior a la masculina. En esta línea de
pensamiento, Rousseau idea dos modelos de personas, Emilio y Sofía,
representantes respectivos del género masculino y femenino, los cuales, a
través de la educación, llegarán a alcanzar los valores necesarios para ser
protagonistas del contrato social. En consecuencia, la naturaleza y la
educación se convierten en ejes primordiales de su pensamiento en este sentido;
si bien -sostiene Rosa Cobo-, el paso de la naturaleza a la educación femenina
es analizado por Rousseau con una gran falta de rigor, ya que, primero afirma
que lo único que diferencia a los sexos es la diferencia sexual, dando por
sentado que la diferencia solo afecta a la mujer, pero, a continuación se
contradice: “Una mujer perfecta y un hombre perfecto no deben asemejarse más en
el espíritu que en el rostro”. (P. 400)[10]
Por tanto, la naturaleza de la mujer es definida por
Rousseau a partir exclusivamente de su principio sexual, esto es, como sujeto
factible de procrear. Toda la subordinación deriva de este hecho. A partir del
mismo, el filósofo construye la socialización femenina. Su noción de género
parte de esta diferencia sexual.
Entre los sexos, la diferencia es enorme, tanto
desde el punto de vista de su naturaleza como desde su proyección social:
Emilio recibe una educación para la autonomía moral, y Sofía es orientada a la
dependencia y sujeción a Emilio. Esto es, mientras la educación, al primero lo
conduce a la libertad, a la segunda la dirige a la sujeción. La igualdad y la
libertad son las características sobre las que se construye el modelo político
rousseauniano, y Emilio, moralmente autónomo, es el sujeto que representa dicho
modelo. La educación impartida a Emilio tiene por finalidad la construcción de
la subjetividad del ciudadano protagonista de El contrato social.
A Sofía, por su parte, se le asigna el espacio de lo
doméstico, lugar que le deviene del estado presocial, en el que el salvaje
salía a cazar y buscar alimentos en tanto que la mujer tenía hijos y cuidaba de
la choza. A la mujer le es atribuida la misma función en el estado de naturaleza
que en el social. Emilio representa el proceso de individualización, una forma
de subjetividad, de acceso a la autonomía moral. Frente a él, Sofía representa
un modelo de naturaleza femenina aderezado de nuevas cualidades todas
orientadas a una domesticidad que acarrea la represión de sus deseos, la
privación de su autonomía y el constreñimiento de su subjetividad.
El pensamiento de Rousseau se sustenta en las
siguientes oposiciones: naturaleza/cultura, apariencia/ser, instinto/razón,
oposiciones que son concebidas desde sus inicios con un valor jerarquizado,
dado que el primer término, que es adjudicado a la mujer, está menos valorado y
subordinado al segundo, que es atribuido al hombre. A pesar de que Rousseau se
propone recuperar la unidad del individuo, esto solo lo va a conseguir en
apariencia. El contrato social no es posible si previamente las mujeres no se
supeditan al contrato sexual; y el espacio público –en tanto que espacio de
libertad y de autonomía moral- no puede existir sin el espacio privado. El
equilibrio psíquico del varón rousseauniano depende de que las mujeres
interioricen la sujeción propuesta por los varones.[11]
A través de Sofía, el filósofo ginebrino efectúa una
redefinición de la esfera privada, de la familia y de los géneros. Este ideal
responde a la necesidad social de un nuevo modelo de mujer burguesa: aquella
que ha sido instruida en conocimientos prácticos. Rousseau no presta atención a
las mujeres campesinas que están obligadas a trabajar debido a su limitada
economía. El centro de su reflexión es la nueva mujer de la burguesía, a quien
trata de imponer su nuevo ideal doméstico, como habían hecho y seguirían
haciendo otros tantos moralistas de la época, anteriores y posteriores.
Este nuevo ideal doméstico le es fundamental a Rousseau
para la reconstrucción de su modelo de sujeto -que en su mente no es sino el
varón, pero para cuya realización plena en el apartado no social, el familiar,
necesita la colaboración de la mujer. Claramente es observable en el modo como
concibe la formación del conocimiento en la mujer. En el nuevo ideal femenino
cabe el cultivo de la inteligencia, pero solo en aquellas cosas que a la mujer
“le conviene saber”, y que no es sino solo y exclusivamente lo que tiene
relación con los hijos y el marido. Dado que las mujeres no disponen de una
inteligencia abstracta y dotada para la teoría, él aconseja que se orienten a
lo práctico:
“La
investigación de las verdades abstractas y especulativas, de los principios, de
los axiomas en las ciencias, todo cuanto tiende a generalizar las ideas no es
de la pertenencia de las mujeres, cuyos estudios deben todos relacionarse con
la práctica; a ellas corresponde realizar la aplicación de los principios
hallados por el hombre, y también hacer las observaciones que conducen al
hombre al establecimiento de los principios. [...] en cuanto a las obras de la
inteligencia, éstas las exceden; ellas no poseen la suficiente justeza y
atención para lograr éxito en las ciencias exactas”. (P. 434)
Para el pensador ginebrino, es conveniente que el
hombre se busque para sí a una esposa de educación semejante, pero de ninguna
forma ha de ser una mujer sabia; la mujer literata o de gran formación es
ridiculizada, rechazada como “la gran plaga de su marido”:
“No
conviene, pues, a un hombre que tenga educación tomar a una mujer que no la
tenga, ni como consecuencia en un plano
social en el que se desestime. Pero preferiría cien veces más una joven
sencilla y vulgarmente educada, que una mujer sabia y espiritual, que llegase a
establecer en mi casa un tribunal de literatura del que se haría la presidenta.
Una mujer de esa clase es la plaga de su marido, de sus hijos, de sus amigos,
de sus criados, de todo el mundo”. (P. 460)
¿Por qué este rechazo visceral a las mujeres de gran
formación, a las mujeres cultas? He aquí su respuesta:
“Desde
la sublime elevación de su destacada inteligencia, ella desdeña todos sus
deberes de mujer, y comienza siempre por hacerse hombre [...] es siempre
ridícula y muy justamente criticada, porque no puede evitar el serlo desde el
momento en que se sale de un estado y no se está formando para aquel que se
pretende adquirir. [...] Toda esta charlatanería es indigna de una mujer
honesta. Aunque ella poseyera verdaderos talentos, su pretensión los
envilecería. Su dignidad es ser ignorada; su gloria está en la estimación de su
marido. Sus placeres están en la dicha de su familia”. (P. 460)
En definitiva, como alternativa a las mujeres
“bachilleras”, Rousseau propone que la educación de Sofía sea “ni brillante, ni
descuidada”, posea “el gusto sin estudio, los talentos sin arte, el juicio sin
conocimientos”. Su espíritu no ha de saber, “pero está cultivado para aprender.
[...]No ha leído jamás otro libro que Barrême y Telémaco, que le cayó por
casualidad en las manos; pero una joven capaz de apasionarse por Telémaco, ¿es
un corazón sin sentimiento y un espíritu sin delicadeza?”
El filósofo finalmente nos descubre sus verdaderos
planteamientos: “¡Oh, la amable ignorancia! ¡Dichoso aquel que sea destinado a
instruirla! Ella no será el profesor de su marido sino su discípulo; lejos de
querer someterle a sus gustos, ella adquirirá los suyos. Valdrá más para él que
si fuese sabia, y tendrá el placer de enseñárselo todo”. (P. 461-462) Por
consiguiente, queda bien patente que la educación de Sofía -la mujer ideal
buscada para Emilio, el varón ideal del Contrato social- no persigue el fin de
alcanzar la realización personal de ella, sino
conseguir el pleno desarrollo de Emilio.
En esta línea, como ya subrayara fray Luis de León y
los moralistas de esta vertiente siglos antes, el ideal de toda mujer pasa por
el dominio de las labores: “Lo que mejor sabe hacer Sofía, y lo que se le ha
hecho aprender con mayor cuidado, son las labores de su sexo, incluso aquellas
que no son corrientes, como cortar y coser sus vestidos”. A estas labores debe
agregársele el conocimiento prioritario del gobierno de su casa, como esposa y
madre de familia: “Sabe de cocina y de servicio de mesa; conoce el precio de
los artículos y las cualidades, [...] Formada para ser un día madre de familia
ella también, al dirigir la casa paterna, aprende a gobernar la suya”. (P. 443)
Su primer cometido es profundizar en el conocimiento
de su marido y de los hombres a los que está sujeta por ley y opinión, para
complacerlos, educarlos mejor y proporcionarles felicidad:
“De la
buena constitución de los padres depende en principio la de los hijos; de la
preocupación de las mujeres depende la primera educación de los hombres; de las
mujeres dependen también sus costumbres, sus pasiones, sus gustos, sus
placeres, su misma felicidad. Teniendo esto presente toda la educación de las
mujeres debe ser relativa a los hombres. Complacerles, serles útiles, hacerse
amar y honrar de ellos, educarlos de jóvenes, cuidados de mayores, aconsejarles,
consolarles, hacerles la vida agradable y dulce: he aquí los deberes de las
mujeres en todos los tiempos y lo que se debe enseñar desde la infancia. En
tanto que no nos remontemos a este principio, nos apartaremos del objetivo y
todos los preceptos que nos den no servirán de nada para su dicha ni para la
nuestra”. (P. 408)
La noción de esposa en Rousseau ya no es la de
criada del esposo; en su concepción de familia introduce el amor y la virtud.
En las relaciones entre ella y el esposo no domina la fuerza, sino el
consentimiento. El sometimiento, la obediencia de la esposa al marido es porque
lo ama y porque persigue ser virtuosa. A ella corresponde saber penetrar en el
mundo interior de los hombres de su casa, para conseguir sus objetivos y para
ofrecerles lo que ellos necesitan:
“La
mujer, que es débil y que no ve nada del exterior, aprecia y considera los
móviles que puede poner en obra para suplir su debilidad, y estos móviles son
las pasiones del hombre. Su mecánica es más fuerte que la nuestra, todas las
palancas van a quebrantar el corazón humano. Todo aquello que su sexo no puede
hacer por sí mismo, y que le es necesario o agradable, es necesario que ella
tenga el arte para hacérnoslo querer; por tanto, es preciso que estudie a fondo
el alma del hombre, no por abstracción el espíritu del hombre en general, sino
el espíritu de los hombres que lo rodean, el espíritu de los hombres a los que
está sometida, sea por la ley, sea por la opinión. Se impone que ella aprenda a
penetrar sus sentimientos por sus palabras, por sus acciones, por sus miradas,
por sus gestos. Se impone que por sus palabras, por sus miradas, por sus
gestos, ella sepa darles los sentimientos que a él le placen, sin siquiera
parecer que piensa en ellos”. (P. 434)
De nuevo su teoría sobre la necesidad de la
complementariedad entre hombre y mujer, cuya finalidad no es otra que llevar a
su máxima realización a uno de los sexos, al varón. Rousseau cree en la
complementariedad de los sexos como camino que posibilita la coexistencia del
matrimonio. Si en un hogar existiese igualdad, se abriría una grieta, los
conflictos cuestionarían el esquema doméstico y político patriarcal. Pero para
esta complementariedad, necesita la colaboración de la mujer, que será la
encargada del mantenimiento de la familia, “ella sirve de enlace entre ellos
[los hijos] y su padre, ella los hace amarle y darle la confianza de llamarles
suyos. ¡Cuánta ternura y preocupación le es necesaria para mantener la unión en
toda la familia!” (P. 403) Por ello, para el desarrollo del individuo y la
culminación del contrato social, el filósofo necesita asegurar previamente el
contrato sexual, que se concreta en que la mujer guarde extrema fidelidad al
marido y en que cultive la castidad como virtud fundamental:
“La castidad
debe ser sobre todo una virtud deliciosa para una bella mujer que posee alguna
elevación del alma”. (P. 440)
“La
mujer infiel [...] disuelve la familia y rompe todos los lazos de la
naturaleza; dándole al hombre hijos que no son de él traiciona a los unos y a
los otros y añade la perfidia a la infidelidad. [...] Si existe un estado
espantoso en el mundo, es el del desgraciado padre que, sin confianza en su
mujer [...] duda al abrazar a su hijo, de si está abrazando al hijo de otro, a
la prenda de su deshonor, al ladrón de los bienes de sus propios hijos”. (P.
404)
La mujer no solo ha de ser virtuosa sino que tiene
que aparentarlo. Ser y apariencia son requerimientos fundamentales en ella,
aunque no exigidos al hombre, dadas sus configuraciones naturales diferentes:
“Importa
[...] no solamente que la mujer sea fiel, sino que sea considerada como tal por
su marido, por sus familiares, por todo el mundo; importa que sea modesta,
atenta, reservada, que lleve a los ojos de los demás, como a su propia conciencia,
el testimonio de su virtud. Importa, en fin, que un padre ame a sus hijos, que
él estime a su madre. Tales son las razones que colocan la misma apariencia en
el número de los deberes de las mujeres, y les hacen no menos indispensables
que la castidad, el honor y la reputación. (P. 404)
[...]
Por la misma ley de la naturaleza, tanto en lo que a ellas se refiere como en
lo que se refiere a sus hijos, están a merced del juicio de los hombres: no
bastan [sic] con que sean estimables, es necesario que sean estimadas;
no les es suficiente con ser bellas, es necesario que agraden; no les basta con
que sean prudentes, es preciso que sean reconocidas como tales; su honor no
está solamente en su conducta, sino en su reputación, y no es posible que la
que consiente en pasar por infame pueda ser reconocida jamás como honesta” (Pp.
407-408)
La vida del hombre, en cambio, es una lucha
constante en defensa de su conciencia como guía de conducta pública y privada,
conciencia que es equivalente a “sentimiento interior”. La existencia social de
las apariencias, en opinión de Rousseau, asociada al varón, tiene una
valoración de indiferencia o negatividad; pero se transforma en un objetivo
crucial en la vida de las mujeres. El criterio del varón para cualquiera de sus
actos ha de ser incuestionable para sí mismo y para la sociedad y, por tanto,
estar por encima de toda opinión pública; pero cuando lo que está en entredicho
es la virtud de la mujer, la opinión pública cobra absoluta relevancia:
“El
hombre, en su actuación, solo depende de él y puede desafiar el juicio público;
pero la mujer al actuar bien solo ha cumplido la mitad de su misión y lo que se
piense de ella no le importa menos que lo que en efecto sea. Esto quiere decir
que el sistema de su educación debe ser a este respecto contrario al de la
nuestra: la opinión es la tumba de la virtud entre los hombres, y su trono para
las mujeres”. (P. 408)
Dos rasgos dominan la naturaleza femenina: la
maternidad y el sometimiento al esposo; la primera es no solo un componente
importante sino que se convierte en destino. Naturaleza y razón han de guiar la
conducta de las mujeres, pero Rousseau se pregunta si las mujeres son capaces
de sólidos razonamientos y subraya los excesos a que ha conducido un mal enfoque
y entendimiento de este tema: unos han hecho de la mujer una sirvienta del
hombre, y otros, su igual:
“¿Son
capaces las mujeres de un sólido razonamiento? ¿Importa que ellas lo cultiven?
¿Lo cultivarán con éxito? Esta cultura ¿es útil para las funciones que le son impuestas?;
¿es compatible con la sencillez que les conviene?
Las
diversas maneras de enfocar y de resolver estas cuestiones hacen que, dando en
los excesos opuestos, los unos limiten a la mujer a coser e hilar en su hogar,
con sus sirvientes, no haciendo de ella otra cosa que la primera sirviente del
señor; los otros, no contentos con asegurar sus derechos, les hacen aún usurpar
los nuestros; pues dejarlas sobre nosotros en las cualidades propias de su
sexo, y hacerla nuestra igual en todo lo demás, ¿qué otra cosa es transportar a
la mujer a la primacía que la naturaleza ha dado al marido?” (P. 429)
Como se desprende de las últimas líneas del texto,
Rousseau no ha dejado un resquicio de duda: la naturaleza ha otorgado la
primacía al varón sobre la mujer, es el derecho del más fuerte.
A partir de los planteamientos expuestos se concluye
que con el varón se refuerza la familia patriarcal, que, desde la perspectiva
económica, ejerce un dominio exclusivo sobre los hijos, y desde la perspectiva
política, puede dedicarse por completo
al ejercicio de lo público y la ciudadanía. Solo a través del matrimonio
alcanza el varón la plenitud moral. Por ello es considerado Rousseau el creador
del ideal de familia patriarcal.
Gracias a esta sujeción al varón, las mujeres liberan
a los varones de las tareas de reproducción y del mantenimiento y cuidados de
la familia. La madre que cuida y da amor a sus hijos se erige en arquitecta de
la vida emocional de estos. Así mismo, exalta y cultiva el “nosotros” a través
de sus hijos, y con el desempeño de esta función, está abandonando la idea de
“amor a sí”; pone por delante la idea del “nosotros” antes que la idea de
desarrollo y conservación de su individualidad. Con ello está inculcando en sus
hijos un concepto de moralidad: el dominio de la piedad. Si ella se negara a
desempeñar este rol de esposa y madre asignado por la naturaleza, disolvería la
familia. La familia rousseauniana es el soporte del Estado, y la mujer, la
transmisora de los valores políticos y morales patriarcales a los hijos, que
ejercerán en el futuro la ciudadanía. La piedad es un componente fundamental,
piensa Rousseau, para que la mujer sea merecedora de la tarea de educar a los
hijos. Más tarde será la educación pública quien complete la educación de la
madre.
Las esposas y madres facilitan a los varones el
alcance de la autonomía como sujetos políticos del contrato social. Precisamente es este nuevo esquema de feminidad y
domesticidad el referente que atraviesa los diferentes estratos sociales que
van de la aristocracia al pueblo llano. Libros de moralidad y conducta
transmiten este modelo de feminidad requerido para los hombres de todos los
niveles sociales, concretado en castidad y modestia, domesticidad y sujeción a
la opinión. Tales son los tres ejes que articulan la educación de Sofía, la
mujer ideal proyectada por Rousseau para Emilio, el modelo de varón por
excelencia.
5.
Establecidos socialmente los presupuestos rousseaunianos,
se comprende que las mujeres estuviesen exentas de todos los rasgos
definitorios del sujeto político, de una identidad como ciudadanas, y, por
consiguiente, invalidadas para la actuación pública. Identificadas con el mundo
de la naturaleza, quedaban relegadas al espacio doméstico/privado.
España, a pesar
de sus diferencias, participó en la nueva reordenación de las estructuras
sociales de
Así mismo, los
nuevos modos de producción transformaron las formas de vida: la persona quedó
desligada de la comunidad agraria, del gremio y de la gran familia; ahora debía
someterse a un contrato de trabajo, a una empresa competitiva. Dos espacios,
entonces, reorganizaron la actividad humana: por un lado, el mundo público de
la producción, el trabajo remunerado, y el estado, donde los seres humanos se
convirtieron en piezas equivalentes de un engranaje, interrelacionadas por el
dinero y el trabajo; y, por el otro, el mundo privado de las relaciones de
parentesco y de amor, que vino a abarcar aquellos aspectos de la experiencia
humana relacionados con el mundo de los sentimientos y desligado de las
actividades políticas y productivas, orientadas hacia lo racional y material.
Así se constituye el proceso de transformación que tiene lugar en el siglo XIX
en torno a la concepción de la familia, tal y como estamos tratando de explicar.
El liberalismo
conceptualizó al yo como un sujeto racional, sexualmente neutro y no sometido a
autoridad social alguna. Cabría preguntarse a cerca de por qué filósofos tan
relevantes del siglo XVIII como Rousseau, Hegel, Locke, Stuar Mill claudicaron
ante algunos de sus principios básicos a fin de justificar la subordinación de
las mujeres. Locke, por ejemplo, cuya influencia trasciende su país y su época,
es considerado el padre de las doctrinas políticas liberales y precursor de las
sociedades democráticas liberales por su defensa de la libertad individual y de
la ilegitimidad de todo poder que no se sustente en la previa delegación del
gobernado. Locke, en su discurso, rompe definitivamente con el poder
absolutista y con el derecho divino de reyes y señores feudales; sin embargo,
en relación al matrimonio, Locke continúa abogando por la sujeción “natural” de
la mujer respecto del marido; el mismo Locke que fue un defensor radical de la
autonomía del individuo, que “ni puede ni debe someterse a otro”; el mismo
Locke, que de forma rupturista se enfrenta a los principios más afianzados y a
las leyes vigentes de su momento histórico –como las referidas al apartado de
la propiedad-, es, en cambio, el que, cuando se refiere a la sociedad conyugal,
defiende sin dudarlo una desigualdad absoluta. Considera esta sociedad como una
esfera aparte de la vida social y política, porque, como asegura Cristina
Molina Petit, la mujer y la familia son dos piezas claves del engranaje social.[12]
En definitiva, dado que el nuevo concepto de
familia sentimental resultaba una alternativa útil, la estabilidad de la misma
necesitó, y por tanto ideó, la dedicación exclusiva de las mujeres.[13]
A partir de aquí,
la crítica feminista hizo uso de dos estrategias complementarias, si bien,
contradictorias, ambas sustentadoras de los pilares de la ciudadanía: una,
denunció el incumplimiento del principio de igualdad, que se definía como
asexuado; otra, establecidas y asumidas
las funciones sociales de cada uno de los sexos, proclamó la maternidad como
virtud exclusiva de las mujeres, acreedora de reconocimiento político. Tal es
así que los diferentes movimientos feministas, durante los dos siglos pasados,
se centraron en sendas propuestas, hasta que, finalmente, entre finales del
siglo XX y principios del XXI, se ha llegado a comprender que las dos
estrategias, contradictorias entre sí, encerraban presupuestos falsos, como
falsos eran los universalismos a los que trataban de dar respuesta.
Tras lo expuesto,
cabe entender las dos imágenes que en torno a la construcción de la identidad
femenina se construyeron, las cuales fueron reivindicadas en los discursos y
encarnadas en las prácticas desarrolladas por las mujeres en este contexto
histórico: de una parte, la imagen enaltecida del ejercicio moral y social de
la maternidad, subrayando su entrega y utilidad social; de otra parte, la
imagen de la mujer oradora, disidente del proyecto doméstico, una imagen que
reivindicaba el espacio público-político.
Estableciendo un
correlato entre la situación social y la literaria, anotemos que la imagen
femenina que se difundió en las obras literarias del siglo XIX fue la de “ángel
del hogar”, respaldada por un rígido sistema patriarcal de valores. Este icono
tuvo su apogeo a mediados de siglo. Se produjo entonces la escisión de los
sexos en dos esferas, cuestión a tener en cuenta a la hora de comprender la
representación femenina en la literatura de este siglo, pues exceptuando la
escritura romántica femenina, la misma se orientó a someter a la mujer a la sumisión
y obediencia como forma de preservar la institución burguesa más preciada, la
familia, a través del matrimonio y la maternidad.[14]
Las
reivindicaciones explícitas de las mujeres fueron en paralelo con las
manifestaciones del liberalismo político, en diálogo permanente con este y
evolucionando a lo largo del período contemporáneo.
En la etapa que
va de 1812 (Cortes de Cádiz) hasta 1868 se hace notable el atraso en la
modernización del país y la fragilidad de los sectores de clase media. El
régimen liberal hispano, en sus primeros pasos hasta constituir un poder más
sólido, se caracterizará por su precariedad e inestabilidad. Este fue el marco
en el que tuvieron que desenvolverse las mujeres de Andalucía. Muchas se
movieron en los márgenes que reproducía una política católica y conservadora,
otras abrazaron la causa liberal y dieron su vida por ella, ejemplo
paradigmático es el de la granadina Mariana Pineda.
Sin duda, los
años que transcurrieron durante el Sexenio Democrático vinieron a definir el
modelo liberal burgués y a iniciar un cambio político y social, el cual se fue
consolidando a lo largo de
En lo que sigue,
trataremos de dar cuenta de los modelos de vida cotidiana que a lo largo del
XIX fueron prescritos por los discursos de la época y del modo en que fueron
asumidos por las mujeres de los diferentes estratos sociales. Asistiremos no
solo a las formas de conducta seguida por las mujeres, sino también, lo que
probablemente resulte más interesante, al cruce de formulaciones que desde las
filas más conservadoras se lanzaron contra las mujeres; así mismo apreciaremos
el pensamiento del liberalismo naciente y su concepción acerca del papel
diferenciador que debían desempeñar los dos sexos, una vez impuesta la esfera
doméstica para las mujeres y prescrita su ausencia de los espacios políticos de
decisión.
Enfrentadas a
estas posiciones, existieron mujeres que de forma individual fueron situándose,
con su presencia y su voz, en los límites de la cultura que las marginaba. De
este modo, como sostiene Gloria Espigado, las mujeres pioneras hicieron aflorar
las primeras contradicciones del sistema liberal, formularon sus
reivindicaciones e hicieron volar en mil pedazos, con sus prácticas, el modelo
de sumisión establecido.[15]
6.
A lo largo del
siglo XIX, la sociedad española se fue estructurando en clases sociales. La
burguesía tomó el protagonismo e impuso sus costumbres y estilo de vida como
modelo social.
A este respecto,
son abismales las diferencias que vamos a encontrar entre las mujeres de las
diferentes clases sociales. Entre las mujeres de clases media y alta, sus vidas
transcurrían dentro del espacio doméstico. La sublimación de la mujer hasta
elevarla a “ángel del hogar” fue un fenómeno que irradió en la mayoría de los
países occidentales a lo largo del XIX. Esta conceptualización de origen
burgués es la que inspiró a todas las clases sociales, no solo a los estratos
populares sino también a los aristocráticos, de modo que aquellas mujeres que
no adaptaron su comportamiento a dicho modelo merecieron el rechazo y la
crítica moral de los que detentaban el poder.
Tal y como se
deduce de lo expuesto hasta ahora, las mujeres de las clases populares no
fueron tenidas en cuenta cuando se vino a definir ideológicamente el modelo
social de mujer como “ángel del hogar”. No obstante, ello no fue óbice para que
las mujeres de los grupos más deprimidos también lo adoptaran como punto de
referencia y aspiración personal.
El modelo de
“ángel del hogar”, invento del capitalismo liberal burgués, es estudiado por
Nancy Armstrong,[16]
quien indaga en el origen de este arquetipo de feminidad en el contexto de la sociedad
victoriana, en la que rigió la progresiva separación de
La familia fue el
principio fundamental de organización social burguesa. A través de esta
estructura se defendía la propiedad privada. Si bien, dicho pilar, como en
siglos anteriores, requería de un modelo de mujer adaptado al modelo de familia
acorde con el grupo social que exhibía el protagonismo cultural y económico en
este momento histórico. La moral del grupo burgués propuso que el arquetipo de
mujer fuese el de la decente, pura y casta, controladora de sus pasiones,
abnegada y sacrificada. De esclava la mujer pasó a ser reconocida “reina del
hogar”, y exaltadas las cualidades de sensibilidad, entrega, emotividad y
afecto emanadas de su naturaleza, como señala el discurso médico a través de
Jiménez de Pedro: “El amor es el reino de la muger, y por él es soberana
árbitra de su vencedor; [...] Su dulzura es su poder y su gloria sus encantos;
joyas preciosas con que la naturaleza quiso adornarla”.[18]
De acuerdo con el
discurso de la época, la propia constitución física de la mujer con que ha sido
provista por la naturaleza la convierten en un ser diferenciado radicalmente
del hombre tanto física como psicológicamente:
“La constitución física del sexo
femenino proviene de la delicadeza de sus órganos; todo está subordinado á este
principio, por el que la naturaleza ha querido hacerla diferente del hombre; no
es muger solo por los atributos de su sexo, lo es por todo, [...] Al considerar
la delicadeza de su fibra, la blandura del tejido celular y su desarrollo, y
las formas suaves y graciosas de esta mitad del género humano, habrá que
concederle todos los afectos de humanidad, compasión, caridad, ternura y
conciliación, que sostienen la sociedad, unen sus diversos miembros, estrechan
mas los vínculos de familia y forman su mas apreciable atributo” (P. 11)
Como se infiere
del texto, las actividades de cuidado y protección, de amor y agrado referidas
a los demás miembros de la familia, son congénitas a la mujer: “Por su ternura
siente la muger la necesidad de interesar, de amar y de agradar; se dirige al
corazón, se queja al corazon; protectora constante de la infancia, no hay
sufrimiento que no desprecie, ni peligro que no arrostre por sus hijos”. (P.
11)
Sin embargo, esta
sensibilidad tan vehemente en la mujer que la hace ser tímida, amable y de
dulzura natural, puede conducirla, según Jiménez, a renunciar a ello y a
entregarse a las más abominables conductas (criminales, atentados):
“El bien y el mal tienen en ella
el mismo origen [...] La debilidad de su sistema nervioso la hace susceptible
de estas prodigiosas agitaciones y de las sensaciones mas estremadas. [...] El
héroe, el sabio, el verdadero filósofo sabe contener sus pasiones, sujetar su
inteligencia, vencerse por la fuerza de la reflexión y del juicio: la muger es
en general mucho menos capaz de hacerse dueña de cuanto la afecta, y tiranizada
por la sensibilidad está mucho mas espuesta á precipitarse y sucumbir antes que
seguir la razón”. (P. 12)
En consecuencia,
la mujer es concebida como un ser cercano a la naturaleza, que sigue sus
instintos, se deja arrastrar por sus pasiones, pero no es capaz de guiarse por
su inteligencia y razón; más imaginativa que creadora, juguete de sus propias
impresiones y de su extrema curiosidad, su disposición moral se haya exenta,
por lo común, de fuerza, profundidad, perseverancia y todas aquellas sólidas
cualidades del hombre. Su frivolidad de gustos y eterna versatilidad de ideas
le impiden a la mujer llegar a la perfección en las ciencias y en las artes,
opina Jiménez de Pedro, quien sostiene además que mujer y hombre han de
complementarse: “Si este [el hombre] debe ser según la naturaleza, magnánimo,
franco, generoso, vehemente y valiente; la muger deberá ser, por su parte,
tímida, modesta y económica”. ¿A dónde conduce esta división teórica en la
concepción de los temperamentos de los sexos?:
Por manera, que el uno debe
ocuparse en llevar á cabo grandes objetos y en defender y proteger su familia y
el estado contra los males esteriores, y el otro reducido al estrecho círculo de
la vida doméstica, interesarse mas especialmente en las faenas de la casa,
mostrar los mas dulces cuidados, las atenciones mas oficiosas y una ternura
activa y vigilante”. (P. 15)
En consecuencia,
la escisión de los espacios entre el hombre y la mujer, a mediados del siglo
XIX, continúa siendo justificada por una mayoría de voces, en este caso
procedentes del campo de la medicina, alegando las mismas razones que en siglos
anteriores, perpetuándose así los arquetipos patriarcales que dictan que la naturaleza
y configuración física de los sexos guía a cada uno de estos: al hombre, para
que se realice en el espacio público; frente a él, el destino de la mujer es la
reproducción y educación de la familia:
“En el hombre todo concurre á lo
que puede llamarse vida esterior, porque el vigoroso ardor de su sexo le impone
esa ley de expansión asi física como moral; mas en la muger todo debe concurrir
á contener, á reunir, sus afectos, sus pensamientos y acciones en un solo foco,
es á saber, en la reproducción y la educación de la familia. No son nuestras
instituciones las que proclaman esta verdad, sino la naturaleza misma: una
esposa no está en su verdadero elemento, en su lugar mas respetable y mas
dichoso para ella, si no se halla en donde la llaman sus esenciales deberes: el
instinto se lo dicta tambien, porque solo se siente creada para desempeñar este
papel, en el que brilla con todo su esplendor y todos sus atractivos”.
Obsérvese la
advertencia última del autor con tintes de amenaza hacia el sexo femenino: “[La
mujer] solo se siente creada para desempeñar este papel [el de la reproducción
y el de la educación de la familia]”, a través del cual se realiza y es
reconocida, pero “si no llena su misión, sus mismas virtudes degeneran en
faltas que rara vez se perdonan”. (P. 16) Esto es, su vida carece de sentido si
no desarrolla su rol de madre, a través de cuyo ejercicio el bello sexo pone de
relieve sus excelentes virtudes: “La humanidad, la sensibilidad y la ternura de
su alma dulce y compasiva hasta el heroísmo”. (Pp. 16-17)
Resulta de enorme
interés comprobar cómo, desde el área de la medicina, Justo Jiménez de Pedro
construye unos argumentos que no hacen sino mostrar los pilares básicos en que
se ha basado una parte de la sociedad para defender el canon del “bello sexo”.
Esta misma línea de argumentación está presente en los periódicos y revistas de
la época. Así, en El Correo de
“Hay algo de misterioso y
contradictorio en la organización de la mujer, y no es de extrañar que haya
sido siempre un objeto de desprecio y de indiferencia para unos, de admiración,
de respeto y de la mas entrañable ternura para otros.
Ángel de paz, de consuelo y de
beneficencia, la mujer ha recibido en todos tiempos una especie de culto
poético de los grandes ingenios; [...] las ideas más sublimes, las más
sentidas inspiraciones han sido consagradas á arrebatar la poética imaginación
de la mujer, y á inundar de gozo y de consuelo su apasionado y generoso
corazon”.
El amor de su
corazón estará dirigido a su marido e hijos, esta es la razón de su ser, de su
existir: la dedicación exclusiva a ellos. De ahí que se afirme: “No era bueno
que el hombre estuviera solo sobre la tierra, y en un momento de piedad y de
misericordia el Omnipotente la envió en su consuelo”. Y también: “Nególe el
cielo a la mujer la fuerza y la energía física é intelectual que concediera al
hombre; pero dotóla en cambio ricamente de una imaginación vivaz y creadora, de
un corazon sensible y generoso”. Ella es el ángel que ha de justificar la
dureza de carácter del marido, y ha de ser árbitro de su vida moral: “Sus
primeras miradas hacen sensible el corazon del hombre, despiertan su ingenio y
moralizan sus costumbres”. Y desde luego, la mujer es ante todo cuidadora en
los momentos de desgracia, enfermedad...:
“Y cuando la agitación y los
pesares de la vida pública, las enfermedades y las desgracias amargan y
acibaran los dias del hombre, entónces es, lo repetimos, cuando la mujer
tranquila, resignada en su continente, se muestra pródiga de piedad y de
beneficencia, y alarga generosa una mano de sostén y de apoyo á la existencia
envenenada por el dolor.[19]
Lo que el autor
del artículo, Gonzalo Morón, encuentra criticable, vergonzoso, es que existan
países y legislaciones que protejan la poligamia. Esto sí es entendido por el
autor como esclavitud de la mujer: “Habeis condenado á la desgracia y al
embrutecimiento á la más bella de las flores”.[20]
No obstante, en
esta segunda mitad de siglo, el clamor acerca de la emancipación de las mujeres
fue oído con bastante más frecuencia de lo que muchos hubieran deseado. Buen
número de artículos se hicieron eco de esta vindicación de independencia. En La
moda Elegante Ilustrada, Periódico de las familias, en carta-respuesta a
las demandas de la mujer, un lector, Salvador María de Fábregues,[21]
considera subversivas las ideas de aquellas mujeres que creen legal y justa la
igualdad de derechos entre los sexos, al tiempo que añade que dichas ideas de
emancipación incitan a otras mujeres, las cuales “han de vivir siempre, ó casi
siempre, bajo la dependencia de otro sexo, porque así lo dispuso El que
todo lo puede”. Fábregues piensa que “la emancipación del bello sexo” es parte
de un planteamiento teórico utópico que, aunque en EEUU alcanza cierta
atmósfera, no se trata más que de un progreso ficticio que ha logrado
deslumbrar a muchas mujeres que han caído en estas redes equivocadamente. De
ahí que el emisor de dicha carta formule a su interlocutora y a las lectoras
las siguientes cuestiones: “¿Puede acaso la mujer estar emancipada? ¿Sabe usted
lo que era ántes que el Cristianismo existiera en el mundo?” A ello responde
que la mujer no era más que “un objeto que el hombre podia tomar ó dejar como
mejor le pareciera; un mueble que se adjudicaba al mejor postor, y que para que
el hombre lo aceptara era preciso muchas veces que se le indemnizara
pecuniariamente por ello”. Para señalar el cambio habido con el cristianismo,
Fábregues argumenta que el código moral de ese momento califica a la mujer de
compañera del hombre; “las leyes civiles tienden especialmente á protegerla
poniendo á salvo sus bienes de todo riesgo y contingencia;
Por otra parte,
la mujer ha de ser antes “dama cristiana” que “filósofa y política”; debe optar
antes por los dogmas de la religión que por los sofismas de los modernos
filósofos. Por ello, apela a la autoridad de Dios, a través del apóstol san
Pablo, que en su epístola primera a los Corintios, capítulo VII, versículo 10
recuerda a las mujeres la indisolubilidad del matrimonio cristiano: “Aquellos
que están unidos en matrimonio, mando, no yo, sino el Señor, que la mujer no se
separe del marido”. Así mismo recuerda la epístola a los Efesios, capítulo V,
versículos 22, 23 y 24, en donde se quiere dejar muy claro que es el marido el
“cabeza de familia” y es la mujer la que ha de estar sometida al hombre: “Las
mujeres están sujetas á sus maridos, como el Señor” – “Porque el marido es
cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de
No solo recurre a
unos de los personajes más misóginos de las Escrituras del Nuevo Testamento
para investir de autoridad sus palabras, sino que pronostica acerca de lo
terrible de las consecuencias de la emancipación femenina cuando sostiene que
con dicha emancipación peligran la familia, las instituciones, la cultura y el
progreso:
“No hay apelación que pueda sacar
á salvo las ideas que han difundido los que pretenden que la sociedad y la
familia sean lo que hemos visto que ha sido Paris en poder de
Fábregues deja
aflorar sus temores, que, por otra parte, no hacen sino evidenciar el malestar
que producen en él dichos intentos de liberación femenina, cuando enjuicia la
conducta de las mujeres que se desmarcan del patrón fijado por la ideología
androcéntrica, hasta el punto de dejar emerger de él los instintos más
despreciables: “Quieren que la mujer, que ha nacido para ser el ángel de la
familia, sea la furia que lo aniquile y destruya todo. Recuerde usted las
incendiarias de Paris. ¿Puede darse nada más asqueroso ni más horrible?” Desde
esta posición, sostiene:
“Vale más depender del hombre,
llámese éste padre, hermano ó marido, que vivir abandonada á la ignominia que
reporta ese fantasmagórico problema que no puede en caso alguno tener solución
práctica. [...] Quédele á usted el consuelo de que las de su sexo, que tienen
talento y aprovecharlo saben (que son las más), aunque sujetas al yugo que las
imponen las leyes religiosas y civiles, son reinas absolutas en nombre de otra
ley cuyo imperio es universal.
Esta ley se llama AMOR”.
El autor deja definitivamente
zanjada la cuestión: la mujer ha de vivir supeditada al hombre, si bien, debe
abrazar su destino con alegría ya que es elevada de esclava a reina del amor.
Se le impone no solo el estado de sometimiento, sino también el espíritu de
generosidad. Cuestión nada fortuita, pues constituye una exigencia constante a
lo largo de este siglo decimonónico. Y es que los terrores que suscitan los
ecos sobre la liberación femenina son tales que una vez más se hace uso de los
resortes patriarcales que históricamente han definido y diferenciado a la mujer
del hombre, instrumentos en estos momentos puestos al servicio de la coacción y
de la limitación de libertad para la mujer: el cuidado a los demás miembros de
la familia, la atención de sus necesidades primarias –de alimentación, vestido,
enfermedades... así como de educación. En esta coyuntura histórica, se echa
mano de la experiencia de las mujeres, experiencia de generaciones, de siglos,
infravalorada hasta entonces, para concederle valor; estrategia usada con ellas
con la finalidad de que continúen estando sometidas al hombre y desempeñando el
rol asignado.
Así, en varios
artículos de El Pensil del Bello Sexo (subtitulado: “Periódico semanal
de literatura, ciencias, educación, artes y modas, dedicado exclusivamente a
las damas”), el fantasma de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres
mediatiza todo el discurso:
“Háse
dicho muy frecuentemente, y hasta cierto punto con razon, que la mujer no
estaba en un pie de igualdad absoluta con el hombre. Esto que en algunos casos
puede ser una queja fundada, carece en otros de toda justicia. La mujer en
efecto, no se halla colocada en la misma posición que el hombre; pero tampoco
debe estarlo: reclamar para ello los mismos derechos, querer ajustar sus
acciones á una misma plantilla, señalarla un mismo modo de vivir y obrar, hacer
depender su felicidad de las mismas causas, ofrecer á su corazon las mismas
esperanzas y perspectiva, es desconocer la índole distinta de su organización y
el temple particular de las disposiciones de su alma”. (P. 74)[22]
Del texto se
desprende que la igualdad entre hombres y mujeres no es posible, si bien se
comienza señalando que el papel de la mujer es tan importante que “el porvenir
de la mujer es tal vez el porvenir de la humanidad”; así mismo el texto se
interroga acerca de si el vicio y las pasiones que dominan el mundo pueda
deberse a “no haber dado á la mujer toda la importancia que se merecía”. En definitiva,
se asegura en el texto que la mujer, “siendo mas que mujer, marchando acorde
con la naturaleza y propensiones, dando un completo aunque regular desarrollo á
sus disposiciones naturales, puede alcanzar toda la felicidad que es dado
conseguir en este mundo” y puede llegar a “ser al mismo tiempo una fuente
perenne de vida y civilizaciones, uno de los principales elementos que deben
constituir y moralizar la sociedad cristiana”.
Cuando los
destinos de la humanidad están en entredicho, cuando se ha llegado al
convencimiento de que los proyectos del varón no han valido para que la
sociedad camine por donde debiera –concluye el emisor del artículo-, se echa
mano de la mujer, se le asigna una misión que es divina, angelical, y con ello
se le coloca a la altura del hombre. ¿Puede haber algo más digno que colocarla
a su altura a fin de que enderece los renglones torcidos de la humanidad?: “queremos
ver si a la altura en que se encuentran actualmente los destinos del hombre,
está reservada á la mujer una de esas misiones divinas que en otros tiempos
confiaba Dios tan solo á los ángeles y á los espíritus elegidos”. (Pp. 73-74)
A “esa bella
mitad del género humano” se le encomienda, por lo tanto, la labor de ser “única
tabla que nos queda [¿a los hombres?, ¿a hombres y mujeres?] para poder
salvarnos del eminente naufragio que corremos”. Ella es la “mies que no ha dado
todavía su fruto, [...] que [...] hemos dejado abstraida y retirada del
contacto letal del mundo para que se mantuviese pura y sin mancha y pudiese ser
más tarde la levadura de la nueva generación”. (P. 74)
Tal es la
misión-trampa que Salortes asigna a la mujer, ya que piensa que “en medio de lo
delicado de su organización, adoptada de una fuerza moral inmensa y [...]
guiada y mantenida por el amor no habrá peligro que le asuste, ni sacrificio
que le detenga”. (P. 75).
Una vez más
afloran las dos cualidades que en este momento se demandan a las mujeres: amor
y sacrificio; las mismas que durante siglos ellas habían venido desarrollando
con su familia, siempre –tanto en siglos anteriores como en estos momentos-
como un deber que es justificado desde la fuerza que dicta la naturaleza
inferior de la mujer. Ahora, dado que se respiran aires vindicativos que
cuestionan la inferioridad de la mujer, y que, por otra parte, hacen peligrar
la dedicación de la mujer en el espacio doméstico de la casa, clave tanto para
que pueda perpetuarse la institución familiar como para que el hombre pueda
continuar dedicando sus energías y ejercitando su dominio en el espacio
público, el discurso se ve en la necesidad de dar un giro importante: se nombra
a la esclava, ángel del hogar y se valora el trabajo que desempeña, a fin de
que se mantenga en el mismo lugar que ha estado siempre, esto es, para que nada
cambie.
Porque
conservadores y liberales coincidieron en proclamar que la familia era la clave
para la organización social ya que a través de esta se garantizaba la propiedad
privada y se defendía la ética burguesa de la acumulación. Por ello –acabamos
de subrayarlo-, para poder preservar esta concepción burguesa de familia, se
tuvo que fortalecer el pilar básico, modificando el discurso, maquillándolo a
través del arquetipo de mujer perfecta, angelical. El afán moral burgués
continuó proponiendo la decencia, pureza y castidad a fin de que la pasión
femenina quedara bien controlada. En estos momentos, en lugar de imponérsele el
encierro, el discurso se volvió más sutil. A través de estos discursos se ha
evidenciado cómo se le reconocía a la mujer su abnegación y sacrificio, y se
la instaba a que viviera su modelo de
forma gozosa, puesto que formaba parte de su ser natural.
A pesar del
enfrentamiento constante a lo largo de los siglos entre moral cristiana y
ciencia, en este momento se aliaron para considerar a la mujer como un ser cuya
finalidad sexual –como hemos puesto de relieve- debía estar al servicio
exclusivo de la reproducción. Esta forma de entender la sexualidad ha sido
confirmada por Foucault,[23]
quien señala que la misma supuso una forma más de control ejercido no solo por
Así mismo, tanto
en otros siglos como en este, las instancias religiosas y los círculos
católicos animaron a las mujeres a seguir el ideal de obediencia y sumisión,
abnegación y castidad. Se las instó a que sintieran vergüenza o preocupación de
observarse, inclinaciones que, de acuerdo con el discurso moral vigente, fueron
tildadas de amorales, morbosas. De esta forma, se les negó su deseo, se les
reprimió su capacidad y voluntad de elegir. Se les impuso, pues, la higiene, la
castidad, se les recomendó relaciones conyugales con la finalidad exclusiva de
la reproducción...
Por lo demás,
este modelo de mujer fue propagado a toda la sociedad a través de la educación
y del discurso moral, discursos que atravesaron todo el tejido social. Desde
los colegios, manuales de urbanidad, normas de decencia..., se presionó a la
joven y a la mujer para que controlara no solo su conciencia y conducta, sino
también sus modales, exigiéndole recato y pudor. No se trataba en muchos casos
sino de apologías sobre las tradicionales virtudes que habían de regir la vida
matrimonial.
7. UN PASO HACIA DELANTE EN
En 1916 se
publica El ama de casa (Cultura femenina) de Federico Climent Terrer.[25]
¿Qué cambio se ha producido en la sociedad? ¿Se trasluce esta transformación
ideológico-social en el ensayo de Climent? ¿Responde esta obra a las
expectativas que se estaban entreabriendo para las mujeres? En su escritura,
Climent hace notar el cambio que había comenzado en la segunda mitad del siglo
XIX, si bien, desde su perspectiva de varón, con una formación androcéntrica,
común a la mayoría de varones y mujeres, solo puede ser portavoz de este cambio
en cierta medida. Su educación lo determina a mirar a la mujer más con la
mirada del pasado patriarcal, que la había reducido a “ángel del hogar”, que
desde lo nuevos planteamientos que perseguían inculcar en las mujeres una
cierta autonomía e independencia económica.
Si bien es cierto
que la mujer, en su opinión, es un ser diferente al hombre y que esta
diferencia le viene impuesta por la naturaleza, hecho que la orienta a
responsabilizarse de las tareas de la casa, la crianza de los hijos y el
cuidado de los hijos; no obstante, Climent se abre a las nuevas ideas y
necesidades sociales que plantean que a la mujer, en pro de las necesidades y
circunstancias personales, debe permitírsele su incorporación al mundo laboral.
Federico Climent defiende la necesidad de que la mujer de clase media se
incorpore al trabajo, lo cual lleva consigo la necesidad de una mejor
instrucción escolar, que le posibilite esta entrada. En suma, el autor se hace
eco de las demandas laborales de las mujeres, si bien, en el papel de esposa y
madre y cuanto tiene que ver con el espacio privado, son leves los cambios que
su planteamiento experimenta respecto de los discursos revisados aquí.
Para Federico
Climent, la mujer ha de ser percibida como complemento del marido. Ya en su
prólogo, el autor se posiciona en relación al lema que defendía en aquellos
momentos el feminismo, y del cual él se hace eco para cuestionarlo: “¿la mujer
igual al hombre?”. En su opinión, esto no son sino “exageraciones y extravíos”;
esta reivindicación es sentida por el autor como una respuesta de desquite “al
estado de inferioridad y esclavitud en que siglo tras siglo la tuvieron [a la
mujer] en todas partes leyes y costumbres enemistadas con la justicia, no
obstante haberla elevado el cristianismo de la condición de sierva a la de
compañera”. Por ello, puntualiza que “si la servidumbre entraña inferioridad,
la compañía no supone igualdad, sino correspondencia”. En suma, “en las
relaciones entre los sexos, contraídas en el orden íntimo al matrimonio y a la
familia y dilatadas en el orden social a todas las modalidades de la vida, la
mujer no es superior, ni igual, ni tampoco inferior al hombre, es
sencillamente su complemento. (P. 12. Subrayados del autor)
En cuanto a la
finalidad de la educación en las jóvenes, el autor señala que los trabajos que
podría desempeñar una joven, sus posibilidades son mucho más amplias desde el
punto de vista legislativo que desde la perspectiva de la práctica cotidiana:
“La ley es en este caso menos restrictiva que las
costumbres, pues no hay pragmática contraria a que las mujeres sean
bachilleras, licenciadas, doctoras, abogadas, médicas, curanderas,
mecanógrafas, tenedoras de libros, comerciantas y aun literatas si a pluma les
viene, sin contar lo de maestras, enfermeras y comadronas”.
Pero la joven se da de bruces con la realidad
cuando comprueba que la formación recibida no le resulta útil para
desenvolverse laboralmente ni resolverle su futuro:
“Al amparo de la ignorancia disfrazada de sabiduría
aprenden las educandas deprisa y al trote a leer, escribir y contar no muy
correctamente, y las decoran con unas cuantas taraceas de solfeo, piano, canto,
idiomas, dibujo, pintura y otras zarandajas de pensionado, enteramente
inservibles, por lo incompletas, en los empeños de la vida”. (P. 17)
Climent juzga que
las jóvenes de clase media están “entre el yunque y el martillo”, entre las
jóvenes que tienen la economía y, por lo tanto, el futuro resuelto, y las
“nacidas en cuna proletaria” las cuales no recelan de emplearse en oficios que
“la vanidad repugna por indecorosos”. El punto álgido de la cuestión es puesto
al descubierto:
“Así, por falta de sólida educación y del exacto concepto
de la vida, fluctúa la mujer de clase media entre apariencias de aristócrata y
realidades de proletaria, porque las conveniencias sociales, en nombre del
decoro, no consienten que la viuda de un magistrado o la huérfana de un
coronel, con pensión más mezquina que jornal de hilandera, soliciten una tabla
o se oponga a vender fruta en el
mercado”. (P. 17)
Según se
desprende del texto, lo más preocupante para una joven de principios del S. XX
es tener que trabajar para mantenerse a sí misma o a su familia. Climent, por
su parte, admite lo embarazoso de tal situación, aunque piensa que es
preferible a morirse de hambre:
“Verdaderamente, es
muy violento para las señoritas decentes descender a semejantes modos de vivir
por honrados que sean; pero todavía peor es no tener con qué arrimarse a la
mesa, y salir a la calle [...] fingiendo posiciones desahogadas, como anzuelo
tendido en el mar humano por si picara algún besugo” (Pp. 17-18)
De todas las
profesiones, las más convenientes para la mujer “después de la madre de
familia”, señala Climent, son la de maestra, secretaria, enfermera, practicante,
servicio doméstico, cocinera, camarera, cajera-taquígrafa, vendedora,
escribienta, telefonista... Una vez más se constata, por lo tanto, la fuerza
que ejerce el pensamiento androcéntrico en el diseño de las profesiones para
las mujeres, dado que este continúa proyectando para las mujeres, en el espacio
público, el rol de la maternidad; esto es, el de la eterna cuidadora. Esta profesiones
propuestas por Climent Terrer como las más adecuadas al sexo femenino, por otra
parte, no entran en competencia con las de los varones, y , por consiguiente,
son las menos reconocidas y valoradas socialmente, tanto desde el punto de
vista económico como de prestigio social.
En suma, Climent
subraya que la profesión más apropiada, por la misma naturaleza de la mujer, es
la de ama de casa, pero también efectúa un pequeño avance ideológico en el
terreno laboral femenino toda vez que juzga un error excluirla del resto de los
oficios, desempeñados hasta entonces por los varones:
“Desde luego que la profesión de ama de casa y madre de
familia es la mejor adecuada a la mujer, porque a ella parece destinada
naturalmente por su sexo; pero, a nuestro entender, el error está en excluir a
la mujer de cuantas profesiones, oficios y artes sociales vincularon los siglos
en el hombre, consintiéndole tan solo aquellas ocupaciones relacionadas
directamente con su sexo. De que la maternidad y el gobierno del hogar sean el
más apropiado empleo de la actividad femenina no se infiere que sea el único ni
mucho menos que toda mujer haya de ser forzosamente ama de casa y madre de
familia, pues aunque todas las mujeres tuvieran manifiesta y decidida vocación
al matrimonio, no podría responder honestamente a ella, por la enorme
desproporción entre ambos sexos”. (P. 300)
En relación al
mundo femenino del aseo y adorno, el autor repite las ideas de sus predecesores
de siglos anteriores, proscribiendo el uso de los afeites y cosméticos,
símbolos del artificio e incompatibles con la belleza natural femenina: “Los
artificios de tocador son como la pendiente del mal, que una vez en ella es muy
difícil volver atrás”. (P.182). También el autor proyecta, a través de su
discurso, los estereotipos que la tradición ha venido cultivando en torno a la
mujer, y que sirven para enaltecerla tanto como para denigrarla:
“La mujer tiene congénita maestría en el luminoso lenguaje
de las miradas y con los ojos sabe decir sin desplegar la boca cuanto quiere,
piensa y siente. Hay miradas punzantes como saetas de Cupido y otras luminosas
y tranquilas como fulgor de lucero. La mujer conoce la valía de esta arma a la
par ofensiva y defensiva y la esgrime con grandísima ventaja en las amorosas
lides en que su corazón la empeña”. (Pp. 183-184)
El autor finaliza
subrayando la importancia de la educación en las mujeres a fin de que estas
sepan cumplir mejor su función de madres, así como el valor que esta labor
comporta no solo para el futuro de sus hijos varones, sino también para la
nación:
“Nuevamente aparece con toda evidencia lo imperioso de la
educación femenina para colocar a la mujer en las debidas condiciones de educar
a sus hijos desde la primera infancia [...] necesita de este equilibrio
resumido en la prudencia la madre de familia a quien Dios confió el sagrado
encargo de esculpir el cuerpo y labrar el alma de los hombres de mañana, de los
que con su talento o inepcia [sic] han de ser causa determinante del
progreso o decadencia de la nación cuyos destinos rijan.
Educar a una niña para ama de casa y madre de familia es
labor de más útil rendimiento para la sociedad que dar carrera a diez niños,
porque en política y diplomacia, en ciencia y arte, en la prosperidad y la
desgracia siempre la mujer tendrá influencia decisiva en el hombre”. (P. 374)
En consecuencia,
aunque el autor había defendido en páginas anteriores la inclusión de las
mujeres en profesiones, oficios y artes sociales hasta entonces desempeñados en
exclusivamente por hombres, se hace evidente que para Climent el destino de la
hija es decididamente y por encima de todos los demás el de ama de casa y madre
de familia.
8. INSTRUCCIÓN Y LABORES PROPIAS DEL SEXO FEMENINO
En consonancia
con el papel de madres y esposas virtuosas, la educación que se proyectó para
las niñas fue dirigida a los sentimientos, al corazón. En los siglos pasados se
había argumentado que, dado que la instrucción iba destinada al cerebro, había
de obviarse para la mujer. A partir del XIX se comenzó a hablar de
instrucción femenina, a fin de que esta contribuyera a que la madre formara, a
su vez, buenos ciudadanos. Con todo, los textos patentizan la timidez con que fueron
abordados estos conocimientos:
“Después de limitar la lectura y la escritura a un
ejercicio correcto y fácil, no conviene en la gramática ir más allá de las
explicaciones oportunas para conocer la naturaleza de las palabras, las reglas
más precisas para distinguirlas y las de ortografía más corriente”.[26]
Estas muestras de
hostilidad a toda formación en la mujer se justificaron partiendo del supuesto
de que la naturaleza la destinaba a la vida del hogar y a las funciones
reproductivas. Como labores propias de su sexo a la mujer se le asignó la
costura, el bordado, el cuidado de los pájaros y plantas y aquellas lecturas
que fomentaran la virtud. En la frase “hacer calceta” quedó sintetizada la
dedicación de la mujer a la vida doméstica. En este sentido comprobamos que
tanto en el siglo XVIII, como en el XIX, el tema será debatido. Josefa Amar y
Borbón y Cecilia Böhl de Faber son portadoras de visiones divergentes.
La visión de
Josefa Amar acerca de la educación de las niñas dista mucho del pensamiento de
la época. Así, insiste en que mujeres y hombres son iguales en capacidades y,
por consiguiente, deberían tener las mismas oportunidades a la hora de recibir
una formación intelectual. De ahí que denuncie el incumplimiento de este
principio, que acarreaba consecuencias tan graves como la desarmonía en el seno
de la familia:
“La educación de las mujeres se considera regularmente
como materia de poca entidad. El Estado, los padres, y lo que es más, hasta las
mismas mujeres miran con indiferencia el aprender esto o aquello, o no aprender
nada. [...] Porque si se trata de casarse, mala armonía podrá haber entre un
hombre instruido y una mujer necia”. (Pp. 61-62)
Frente a esta mirada tan avanzada, nos
topamos, en la propia Amar y Borbón, con la aceptación incuestionable de
aquella práctica establecida que imponía a las mujeres dos conocimientos
específicamente femeninos: las labores y el aprendizaje de la economía y el
gobierno doméstico; aunque entiende que no correspondían estas funciones a las
mujeres a tenor de su naturaleza o cualidades específicas, sino debido a la
división de roles que imperaba en la sociedad.
“Las labores de manos y el gobierno doméstico son como las
prendas características de las mujeres; es decir, que aún cuando reúnan otras,
que será muy conveniente, aquéllas deben ser las primera y esenciales. Tan bien
parece una señora [...] con una rueca o una costura, como el letrado en su
estudio, el artesano en su taller, el labrador en el campo. [...] Es menester,
pues aplicar a las niñas desde muy temprano a aprender primero aquellas cosas
más contundentes en las casas, como hacer calceta, coser e hilar”. (P. 160-161)
El ahorro y el
orden son también dos virtudes que Josefa Amar y Borbón defiende, de acuerdo
con fray Luis de León:
“Esta obligación [la economía y el gobierno doméstico]
comprende respectivamente a todas las casadas, pues como explica el maestro
fray Luis de León: ‘aunque no sea de todas el lino y la lana, y el uso; y la
tela, y el velar sobre las criadas, y el repartir las tareas y las raciones;
pero en todas hay otras cosas que se parecen a estas, y que tienen parentesco
con ellas, y, en que han de verla y se han de remirar las buenas casadas con el
mismo cuidado que aquí se dice...’” (P. 166)
Más conservadora se muestra Fernán Caballero,
quien un siglo más tarde todavía procuraba retratarse a sí misma realizando las
labores de calceta, recluida en su casa de Sevilla y rodeada de plantas y
pájaros.[27]
La condesa Emilia
Pardo Bazán, por el contrario, aplaude la extinción de este modelo de mujer
existente antes de las Cortes de Cádiz –subraya ella- y cuya desaparición
coincidirá con el advenimiento de la sociedad moderna:
“Ocupaba esta mujer las horas en trabajos manuales,
repasando, calcetando, aplanchando, bordando al bastidor o haciendo dulce de
conserva. Zurcía mucho, con gran detrimento de la vista [...]. Esta mujer, si
sabía de lectura, no conocía más libros que el de Misa, el Año cristiano y el
Catecismo [...]. Esta mujer guiaba el rosario, a que asistían todos los criados
y la familia; daba de noche la bendición a sus hijos, que la besaban la mano
[...]; consultaba los asuntos domésticos con algún fraile, y tenía recetas
caseras para todas las enfermedades conocidas”.[28]
(P. 86)
Referido a las
damas aristocráticas, Pardo Bazán desmiente que estas estuvieran exclusivamente
entregadas al lujo: “Son muchas las que se consagran al hogar y a vigilar de
cerca la educación de sus hijos; bastantes ocupan sus horas con la caridad o la
devoción, y algunas manifiestan loable interés por las cuestiones de la
literatura, del arte o de la ciencia”.[29]
(P. 95)
A pesar de todo,
hubo mujeres que se enfrentaron al modelo. Tal fue el caso de Patrocinio de
Biedma, quien dirigió la revista Cádiz de
El tema estuvo
durante siglos en el centro de la polémica periodística. Recordemos el
apelativo despectivo de “bachilleras” lanzado en el Barroco, o
“marisabidillas”, aplicado a las personas que hablaban sin reflexionar, y que
adolecían de argumentos sólidos, más aún, que engañaban. Se consideraba que
toda instrucción en la mujer que no hubiese sido recibida a través de sermones,
libros de piedad o por la madre –tal como el ejercicio de las labores
domésticas- carecía de auténtico valor.
A la palabra
bachillera se le había anexionado una nueva acepción. De significar persona que
había llevado a cabo tales estudios y recibido el título correspondiente, pasó
a expresar retoricismo, locuacidad, superficialidad. ¿Es que no era posible que
una mujer deseara aprender por el interés exclusivo que el conocimiento podía
despertarle?
María de Zayas y
Sotomayor, una de las más representativas narradoras de novela corta en
“¿Qué razón hay para que ellos sean sabios y presuman que
nosotras no podemos serlo? Esto no tiene, a mi parecer, más respuesta que su
impiedad o tiranía en encerrarnos y no darnos maestros; y así la verdadera
causa de no ser las mujeres doctas no es defecto del caudal, sino falta de la
aplicación, porque si en nuestra crianza, como nos ponen el cambray en las
almohadillas y los dibujos en el bastidor, nos dieran libros y preceptores, fuéramos
tan aptas para los puestos y para las cátedras como los hombres”.[31]
Sin embargo, la
sociedad del Barroco no estaba dispuesta a tolerar la instrucción de las
mujeres. Dado que el único cometido asignado era “estar al servicio del marido
y los hijos”, su única diversión debía consistir en las labores de aguja y en
criar a sus hijos, como señalaba en La
dama boba Lope de Vega:
“¿Quién la mete a una mujer
con Petrarca y Garcilasso,
siendo su Virgilio y Tasso
hilar, labrar y coser?...
Casadla y veréisla estar
ocupada y divertida
en el parir y criar”.[32]
A lo largo de los
siglos XVIII y XIX no variaron en sustancia estos presupuestos. Ciertamente se
fue abriendo camino, junto a esta, la opinión opuesta que defendía el derecho
de las mujeres a participar, pero ¿en aras de qué se pedía la instrucción para
la mujer? Se preconizaba un aprendizaje al servicio de las funciones de esposa
y madre, a fin de hacer de los hombres buenos esposos.
9. CONCEPCIÓN ARENAL:
Concepción Arenal
intenta demostrar las contradicciones en las que incurren no solo las leyes,
sino también algunos fisiólogos de la época e incluso las costumbres de un gran
sector de la sociedad en lo que a derechos y capacidad de las mujeres se
refiere. En su libro La mujer del porvenir,[33]
la escritora rebate a los fisiólogos la defensa que estos hacen en torno a
la inferioridad orgánica de las facultades intelectuales de las mujeres. El
Doctor Gall, por ejemplo, citado por Arenal, sostenía que el cerebro de la
mujer estaba menos desarrollado en su parte anterior-superior, y por ello, por
lo común, las mujeres tenían la frente más estrecha y menos elevada que los
hombres. “Las mujeres –señalaba-, en cuanto a sus facultades intelectuales, son
generalmente inferiores a los hombres”.[34]
Concepción Arenal, por su parte, efectúa una
crítica bien argumentada de la teoría del doctor Gall para concluir que este de
ningún modo demuestra la inferioridad orgánica de la mujer:
“La diferencia intelectual sólo empieza donde empieza la
de la educación. Los maestros de primeras letras no hallan diferencia en las
facultades de los niños y de las niñas, y si la hay, es en favor de éstas, más
dóciles por lo común y más precoces”. (P. 110)
Una de las
consecuencias de que se impida que se puedan equiparar las facultades
intelectivas de hombres y mujeres y de la supuesta inferioridad de la mujer,
señala Arenal, es que a esta se la rebaja en el orden moral; de ahí que la
legislación la tratase como a un menor.
Como forma de
rebatir a los moralistas de la época, que defendían la incompatibilidad entre
los quehaceres domésticos y el cultivo de la inteligencia, Arenal, para las
mujeres, vindica el ejercicio de ambas tareas. Argumenta que la niña, y luego
la joven, recibe una instrucción que le sirve de muy poco, dado que lo que
adquiere son habilidades que apenas va a necesitar. ¿Qué hace la niña desde que
es susceptible de recibir instrucción hasta que se casa?[35]
Habilidades que generalmente olvida tras el matrimonio. De modo que “ha gastado
muchos años de su niñez y juventud y algún dinero, a veces bastante, para
aprender lo que primero no le sirve de nada, y después olvida”. Consecuencia de
ello es que carece de ocupación formal, y por ello se aburre. La lectura de
novelas, “muchísimas novelas” es su única educación intelectual.
En su libro La
mujer de su casa, escrito en 1881, Arenal aborda el tema de la educación
sedentaria dada a las niñas, proyección de su futuro como amas de casa (“La
mujer casada, la pata quebrada”.). Considera un error la prohibición de que las
niñas tengan “juegos de muchachos”, y se les aconseje estar sentadas, ya que
esto impide que se desarrollen sus músculos y se ejerciten sus fuerzas. Al poco
aire, poca luz y movimiento, hay que agregarle el régimen propio de toda
señorita del uso de trajes incómodos y calzado que le impide andar. La
combinación de “las rancias preocupaciones españolas con los figurines
franceses, privan a la mujer del indispensable ejercicio, y la atavían de
manera que son un ataque permanente a la estética y a la higiene, y hasta al
sentido común, porque hay ocasiones en que las señoras más parecen grandes
muñecas con malos resortes que personas racionales”.[36]
(Pp. 249-250)
Arenal está
convencida de que la joven ha despilfarrado los primeros y mejores años de su
vida sin hacer nada útil ni pensar en nada grave, y, consecuentemente, “tiene
la veleidad y la ligereza propias del que no se emplea en nada serio”. Los
hábitos que ha adquirido son los de holganza intelectual, que le imposibilita
para cualquier “trabajo del espíritu”, así como todo cuanto exija esfuerzo y
perseverancia. Finalmente, “el entretenimiento” parece ser el único horizonte
para la joven.
De nuevo
constatamos algunas coincidencias entre los diferentes autores en determinadas
preocupaciones; esto es, los resquemores que provoca la ociosidad o
entretenimiento, pilar combatido en las distintas épocas.
En esta línea,
cuando Arenal aborda el gobierno de la casa, concluye: “No creemos que sepa
gobernar la casa quien no sabe gobernarse a sí misma”. Como ejemplo,
señala:
“Es muy común en las jóvenes bien educadas y llenas de
habilidades, no coser bien un punto a una media, ni hacer un zurcido, ni echar
una pieza, y, lo que es peor, difícilmente tendrá espíritu de orden quien tiene
poca fijeza en sus ideas y base poco estable para sus juicios”.
Y, en contra de
lo sostenido por Pardo Bazán, Arenal afirma:
“Las grandes señoras y las señoras ricas no gobiernan su
casa, ni aun suelen dirigirla. Semejante ocupación es para las mujeres de la
clase media y las pobres; estas trabajan muchas horas del día y de la noche
para ganar pan, y les quedan pocas horas para el gobierno de la casa”. (P. 174)
Otro de los
argumentos falaces esgrimidos en la época para no ofrecer instrucción a la mujer es el hecho de que
esta se haría más varonil, perdería la dulzura y suavidad, el encanto de su
sexo; en tal caso, perseguiría arrebatarle la autoridad al padre de familia. En
su respuesta, la escritora demuestra ser hija del pensamiento histórico del
siglo XIX, el cual adolece de un sesgo sexista en lo referente a la concepción
de los sexos. Estos son concebidos diferenciados “por naturaleza”, y por
consiguiente, también sus valores. Así, Arenal estima que la mujer posee todas
aquellas virtudes propias de su feminidad: la abnegación; también la
sensibilidad. Enfrentada a ella, los valores del hombre se hallan mediatizados
por su fortaleza física y de carácter; en consecuencia, su autoridad en el
hogar y en la familia ha de estar fuera de todo cuestionamiento. Aunque extensa,
nos parece que la cita clarifica cuanto hemos tratado de resaltar:
“Pero, en fin, ¿quién mandará en la casa, quién
será el jefe de la familia? Mandar despóticamente, no debe mandar nadie; tener
fuero privilegiado, no debe tenerle ninguno, ni tampoco hacer concesiones de
gracia y andar en tratos con la justicia, porque la justicia no se suple por
ninguna cosa, ni sobre ella hay nada. Pero el hombre es físicamente más fuerte
que la mujer; es menos impresionable, menos sensible, menos sufrido, lo cual le
hace más firme, más egoísta, y le da una superioridad jerárquica natural, y por
consiguiente eterna, en el hogar doméstico.
La mujer, que ha de ser madre, ha recibido de la
naturaleza una paciencia casi infinita, y debiendo por su naturaleza sufrir
más, es más sufrida que el hombre. Su mayor impresionabilidad la hace menos
firme; su sensibilidad mayor la hace más compasiva y más amante. Por más
derechos que le concedan las leyes, la mujer, a impulsos del cariño, cederá
siempre de su derecho; callará sus dolores para ocuparse en los de su padre, su
marido o sus hijos; la abnegación será uno de sus mayores goces; dará con gusto
mucha autoridad por un poco de amor y suplirá con la voz dulce y persuasiva que
Dios le ha dado, la fuerza que le negó. No queremos ni tenemos conflictos de
autoridad en la familia bien ordenada, de que el hombre será siempre el jefe,
no el tirano”.
La
escritora acepta y reafirma una serie de estereotipos masculinos y femeninos,
en virtud de la “naturaleza de los sexos”, estereotipos orientados a completar
y a armonizar al hombre y a la mujer. Siguiendo de este modo los pasos del
pensamiento de la época, que solo entiende la armonía y convivencia entre los
sexos a partir de una oposición o bipolarización de cualidades, de actitudes
estereotipadas socialmente. En cambio, Arenal si se enfrenta al pensamiento de
su época para defender la inteligencia en la mujer, como elemento clave para su
reivindicación de instrucción femenina y posterior emancipación de la mujer: cuanto
más semejante sea la inteligencia de hombre y mujer, más armónica será su
convivencia: “Son naturales, y por consiguiente eternas, las diferencias de
carácter necesarias para la armonía, porque (y nótese esto bien) las de la
inteligencia no contribuyen a ella, sino que, por el contrario, la turban”. (Pp. 168-169)
En
términos semejantes a Concepción Arenal se manifiestan otras voces femeninas de
la época. Así, entre algunas opiniones reflejadas en los periódicos de la
época, María de
“Deseo comprendais el espiritu que me anima al escribir
este artículo, galantes lectores: quiero revelaros que moralmente se halla la
mujer á vuestra altura; quiero nuestra emancipación, pero únicamente en las
esferas de la inteligencia; quiero á la mujer cosmopolita de los mundos del
arte y de la ciencia; la quiero ante todo madre: y no lo dudeis, será vuestra
esposa y buena madre si recibe una ilustración que le rasge la venda fatal de
la ignorancia, el error y la superstición”. (Subrayados nuestros. P. 190)[37]
Para este grupo
de mujeres, la batalla a favor de la igualdad entre los sexos se centra en
defender el derecho de niñas y mujeres a recibir la misma instrucción y
formación intelectual que los hombres, puesto que ello no solo va a beneficiar
a las mujeres, sino que va a potenciar la armonía social, la armonía entre los
sexos.
Concepción Gimeno
trata de romper una lanza en favor de la erradicación de algunos estereotipos
de la época:
“Denominar débil á la mujer en nuestra nueva era es
un anacronismo [...] El hombre quiere débil a la mujer para ejercer en su hogar
un predominio tiránico que le permita calmar, ya que no extinguir, la febril
ansiedad, la ardiente sed que siente de una dominación más vasta sobre el
Universo.
El hombre quiere débil á la mujer para hacerla su juguete,
para explotar su debilidad”. (P. 187)
Gimeno cuestiona
este estereotipo para rebatirlo argumentando que las mujeres, si fueran
débiles, no podrían asumir la educación de sus hijos.
Retomando
el discurso de Concepción Arenal, otro de los aspectos que denuncia es la doble
moral que siguen los hombres de su tiempo, consecuencia de considerar a las
mujeres inferiores a ellos:
“Hay una moral para las relaciones
de los hombres entre sí, y otra para su trato con las mujeres; [...] con ellas
los compromisos, la palabra empeñada, el honor, la gratitud, tienen una
significación distinta [...] Un hombre puede ser mil veces infame, y con tal
que lo sea con mujeres, pasará por caballero; puede ser vil y gozar fama de
digno; puede ser cruel sin que lo tengan por malo. [...] ¿Cómo hay dos
criterios, uno aplicable al mal que hacen a las mujeres y otro al que pueden
hacerse los hombres entre sí? La razón de esto está en la supuesta inferioridad
de la mujer; nada puede ser mutuo entre los que no se creen iguales”. (P. 140)
En
definitiva, Arenal considera un grave error inculcar en la mujer que su única
misión sea la de ama de casa y madre porque equivaldría a entender que por sí misma no puede ser nada más, y
aniquilar en ella su yo moral e intelectual. La mujer debe reafirmar su
personalidad independientemente de su estado, y soltera, casada o viuda, tiene
derechos, deberes y un trabajo que realizar. No deben limitarse las aptitudes de
las mujeres ni excluirlas a priori de ninguna profesión:
“Las leyes administrativas y de enseñanza excluyen
a la mujer de todos los cargos públicos y del ejercicio de todas las
profesiones, como no sea el magisterio en sus últimos grados, la venta de efectos
timbrados y de tabaco, que monopoliza el gobierno; algunas plazas de telégrafos
y en el servicio de teléfono. Así, pues, los únicos puestos oficiales que la
mujer puede ocupar son maestra de niñas, telegrafista y telefonista y
estanquera; reina puede ser también; en España no ha regido nunca la Ley
Sálica”.[38] (P. 37)
Son escasas, por
lo tanto, las coincidencias entre Arenal y Climent, si acaso un punto de
encuentro lo hallamos en la manera que tienen ambos de concebir la naturaleza
de los sexos, dado que ninguno de los dos puede escapar al pensamiento de su
época, aunque, desde luego, es abismal la distancia en la mirada que cada cual
proyecta a la hora de considerar el espacio social que la mujer ha de
conquistar.
10.
Antes de
finalizar, es importante subrayar un hecho que ha comenzado a ser destacado a
partir de los estudios de género, llevados a cabo en las últimas décadas, cual
es la proliferación de literatura para mujeres, escrita por mujeres y hombres,
hecho que entra en contradicción con lo defendido por los detractores de la
formación intelectual para las mujeres.
Hacia mediados de
siglo –de acuerdo con el Censo de 1860- la cifra global de personas que no
sabían leer ni escribir giraba en torno a los doce millones, lo que supone en
torno al ochenta y uno por ciento de la población. Por sexos, la proporción giraba
por encima de un sesenta y uno por ciento de analfabetos frente a un noventa
por ciento de analfabetas. La comunicación oral fue el medio por excelencia de
adoctrinamiento y aprendizaje, a través de las relaciones que se transmitían de madres a hijas y entre
individuos. De ahí la importancia del confesionario y el pulpito, como quedó
subrayado más arriba, piezas fundamentales para configurar una determinada
forma de pensamiento. A pesar del reducido número de alfabetizadas, la lectura
fue ganando adeptas, de forma que proliferó la “literatura para mujeres”.
Ya nos hemos
referido, de forma breve, a aquellas lecturas de finalidad moral, cívica o
religiosa que tenían por objetivo la formación de la joven. Por otro lado,
estaban las lecturas propiamente lúdicas o de evasión, que son las que nos
proporcionan una idea bastante ajustada de los estereotipos femeninos vigentes
en aquel momento así como el papel que debían cumplir.
Se trataba
fundamentalmente de novelas, y tenían la peculiaridad de no ser exclusivamente
femeninas.[39] En torno a un centenar de mujeres novelistas
publicaron su obra a lo largo del XIX. El éxito editorial de dichas novelas adquirió
relevancia a partir de 1840, debido sobre todo a la estructura de las mismas:
novelas por entregas de gran esquematismo y dualismo moral. En ellas se
hallaban proyectados los sueños de estas jóvenes lectoras, los cuales adolecían
de idénticas concepciones estrechas y moralizantes que el entorno social les
había imbuido. El mensaje de todas ellas era el mismo: el matrimonio como
realización personal, la virtud como forma de conseguirlo y de superar todas
las dificultades (pobreza, injusticia), amor desprovisto de sexualidad y
alcanzado a través de la resignación y el sufrimiento, y la realización a
través de la maternidad.
Todas estas
novelitas, como apunta Ignacio Ferreras, comulgaban con la ideología machista
en la medida en que sus personajes eran castigados cuando cometían una
infracción moral o social.
A partir de la
década de 1840, se produjo una incorporación creciente de las mujeres a la vida
literaria española. Su aportación no se restringió a la narrativa, también
tuvieron una participación fundamental en la lírica y, aunque no tan destacada,
en el periodismo. De acuerdo con los catálogos de novelas del siglo XIX y las
bibliografías, se calcula que son más de mil las mujeres españolas que
cultivaron algún género literario: poesía, novela, teatro o ensayo.
Una de las
características más relevantes del momento fue la aparición de una prensa
dirigida únicamente a mujeres: El periódico de las Damas, El Defensor
del Bello Sexo,
¿Y la literatura
extranjera? Fundamentalmente francesa, fue codiciada por las mujeres de la
aristocracia. Así lo subraya Pardo Bazán, quien lo considera un grave error:
“Nunca he entrado en un gabinete o tocador elegante, que
mi instinto de observadora y de novelista no me impulsase a registrar el libro
[...]. De diez veces, nueve era una novela francesa, género azucarado [...]
casi nunca un libro místico o histórico; jamás una novela española, porque
[...] las novelas españolas son ordinarias. (P. 97)
En relación al
contenido de estas novelas extranjeras, la escritora señala que adolecen de la
misma superficialidad que las españolas, pero la moda aristocrática de aquellos
momentos dictaba que “lo elegante” y lo “correcto” procedía de Francia,
Alemania o Inglaterra.
A MODO DE
CONCLUSIÓN
Lo primero que
queremos poner de relieve es que, a pesar de que las actividades permitidas o
prohibidas variaron ostensiblemente de una época a otra, existió, en cambio, un
concepto que no se alteró durante siglos. Nos referimos a aquel que señalaba el
lugar que correspondía a la mujer: tanto en su infancia como en su madurez,
fuese joven o vieja, casada o soltera, la mujer tenía asignado un sitio para el
desempeño de sus labores. Porque lo esencial en el pensamiento de los siglos
que van del XVII al XIX era que “la mujer ideal” debía asumir que en el hogar
se hallaba ‘su lugar en el mundo’; era en él en donde tenía que mostrarse
discreta, hacendosa, ahorradora…; y a estos rasgos se le sumaría, llegados al
siglo XIX, el de ilustrada.
Tal pensamiento
quedaría firmemente rubricado con la concepción esencialista de la naturaleza
humana que Rousseau concibió. En efecto,
Emilio y Sofía poseen rasgos esenciales diferentes acordes con su naturaleza
sexual diferenciada; argumentación en cuya base se sustentaba que la naturaleza
femenina era inferior a la masculina y, por ende, justificable su
subordinación.
Los espacios
público y doméstico-privado quedaban escindidos y asignados en función del
sexo. Este modelo se correspondió con el nuevo modelo social, esto es, el de la
burguesía y el de la mujer burguesa, madre y esposa. Por el contrario, las
mujeres de los estratos más deprimidos económicamente, como por ejemplo, las
mujeres campesinas que se veían obligadas a trabajar debido a sus escasos
ingresos, no fueron tenidas en cuenta, no encajaban, por lo tanto, en el modelo
de mujer ideado por la gran mayoría de pensadores de los siglos XVIII y XIX.
El icono femenino
de mayor expansión en los discursos académicos y medios de comunicación a
mediados del XIX fue el de la mujer como “ángel del hogar”, respaldado por un
rígido sistema patriarcal de valores orientado a someter a las mujeres a la
sumisión y obediencia al marido, al tiempo que este ideal constituía un modo de
preservar la institución burguesa más preciada: la familia.
En el último
tercio del XIX y comienzos del XX, las transformaciones económicas y sociales
que acontecieron en Europa y, aunque en menor grado, también en España,
demandaron mano de obra femenina y, por lo tanto, la incorporación paulatina de
las mujeres al mercado laboral. En este contexto, se incluirían las
vindicaciones de mujeres como Concepción Arenal y Pardo Bazán, quienes defendieron
para las mujeres, contraviniendo a los pensadores de su época, la
compatibilidad entre los quehaceres domésticos y el cultivo de su inteligencia;
esto es, la necesidad de no considerar a las mujeres inferiores a los hombres.
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françaises et les droits de l’homme, Paris: Albin Michel, 1998.
* Este
estudio se incluye dentro del trabajo que está llevando a cabo el Grupo de
Investigaciones Filológicas y de Cultura Hispánica (HUM-837), el Proyecto de
Investigación de Excelencia de
[1] ESPIGADO, Gloria: “Las mujeres en
el nuevo marco político”, en MORÁN, Isabel (Dir.), Historia de las mujeres
en España y América Latina, El siglo XIX a los umbrales del XX. Tomo III,
Madrid, Ediciones Cátedra (Anaya), 2006, pp. 27-60.
[2] PATEMAN, Carol, El contrato
sexual, Barcelona, Anthropos, 1995.
[3] DE LEÓN, Fray Luis, La perfecta
casada, Madrid: Taurus, 1987. Todas las citas irán referidas a esta
edición. Para un análisis de esta obra desde la perspectiva de la simbolización
de una ideología y modo de división de trabajo específicos, véase el estudio de
M. Ángeles DURÁN: “Lectura económica de Fray Luis de León”, en Seminario de
Estudios de
[4] AMAR Y BORBÓN, Josefa, Discurso
sobre la educación física y moral de las mujeres, Madrid:
Cátedra-Feminismos, 1994. Todas las citas irán referidas a esta edición.
[5] De nuevo la rueca como símbolo de
actividad femenina y no ociosidad en la mujer: “El Espíritu Sancto [...] pone
la piedad y sabiduría divina copiosamente todo aquello que es necesario y
conviene a cada un estado, y señaladamente en este de las casadas se revee y
desciende tanto a lo particular dél que llega hasta, entrándose por sus casas,
ponerles la aguja en la mano, y ceñirles la rueca, y menearles el huso entre
los dedos”. (P. 76)
[6] En esta vertiente, José Antonio
Maravall subraya que este tópico tiene su origen en el medio rural donde el
trabajo es entendido como ocupación de todas las horas frente a la cultura
urbana que lo entiende como actividad reglamentada y limitada: “el no saber
estar sin hacer algo, sin ocuparse en algo, es una virtud típica de una
sociedad estática y campesina arcaizante”. (MARAVALL, José Antonio, Estado
moderno y mentalidad social, Vol. II, Madrid: Revista de Occidente, 1972,
p. 392.)
[7] De acuerdo con el estudio de
Roberto Fernández, veinte fueron las ediciones a lo largo del S. XVIII, cuatro
en el S. XIX y otras tantas en el XX. (FERNÁNDEZ, Roberto, “Estudio
preliminar”, ARBIOL, Antonio, La familia regulada, Zaragoza: Diputación
de Zaragoza, 2000). Todas las citas de la obra de Arbiol transcritas están
referidas a esta edición que recoge el facsímile de La familia regulada,
utilizando la edición: Zaragoza, Viuda de Joseph Mendoza, 1739.
[8] Ibíd.
[9] SCOTT, Joan, La citoyenne
paradoxale: les feministes françaises et les droits de l’homme, Paris:
Albin Michel, 1998; COBO, Rosa, Fundamentos del patriarcado moderno. Jean
Jacques Rousseau, Madrid: Cátedra-Feminismos, 1995.
[10]
ROUSSEAU, Jean Jacobus, Emilio, Madrid: Edaf, 1978. Todas las citas irás
referidas a esta edición.
[11] COBO, Rosa, op. cit., 1995.
[12]
MOLINA PETTIT, Cristina, Dialéctica feminista de
[13]
OKIN, Susan Moller, “Women and the Making of the Sentimental Family”, Philosophy
and Public Affairs, 11, 1981, pp. 65-88.
[14] No queremos dejar de anotar muy
brevemente las discrepancias surgidas en torno a la concepción del modelo del
“ángel del hogar”. María Jesús Matilla y Esperanza Frax caracterizan el
feminismo del siglo XIX como rupturista con el rígido modelo del “ángel del
hogar” a través de dos estrategias: por un lado, la producción escrita
frecuentemente acompañada de redes de escritoras; y por el otro, la
constitución de asociaciones orientadas al fomento de la caridad y
beneficencia, o un mayor compromiso político de tendencia francmasónica,
librepensadora y espiritista. MATILLA, Mª Jesús y FRAX, Esperanza, “El siglo
XIX”, en ORTEGA, Margarita (Dir.), Las mujeres de Madrid como agentes de
cambio social, Madrid: IUEM, UAM, 1995, pp. 57-176.
[15] Pese a lo limitado de sus logros y
a la carencia de demandas de corte sufragista, es necesario valorar sus
vindicaciones en diversos ámbitos como el social, el de la educación, el
laboral o el de las propuestas de reforma del matrimonio y de la familia. Estas
vindicaciones sociales pueden ser rastreadas, y, como señala Mary Nash, esto
convierte en peculiar el feminismo español, ya que se constata la ausencia de
feminismo político, sufragista y de corte igualitario, propio del modelo
anglosajón, pero, en cambio, se pone el acento en el feminismo social, que
destaca las excelencias que proporciona lo doméstico, y los poderes o
compensaciones que reciben las mujeres, todo ello enmarcado en el espacio de
una dinámica asimétrica de los géneros. (NASH, Mary, “Replanteando
Por otra parte, hay que reconocer que aunque
minoritarios, existieron grupos de mujeres que manifestaron en el siglo XIX
conciencia de discriminación, aunque sus demandas no incluían derechos
políticos. Como argumentos para explicar esta falta de motivación política, se
han apuntado las carencias de las españolas en el terreno de la educación
escolar. Junto a ello, habría que recordar que décadas después, el derecho al
voto femenino durante
[16] ARMSTRONG, Nancy, Deseo y
ficción doméstica, Madrid: Cátedra-Feminismos, 1991.
[17] RÍOS LLORET, Rosa E., “Sueños de
moralidad. La construcción de la honestidad femenina”, en MORÁN, Isabel (Dir.),
op. cit., 2006, pp. 181-206.
[18] JIMÉNEZ DE PEDRO, Justo, Carácter
moral de la muger. Discurso leído en
[19] GONZALO MORÓN, Fermín, “La mujer”,
El Correo de
[20] Ibíd., p. 331.
[21] De FÁBREGUES, Salvador María, “La
mujer casada y San Pablo. Carta a la bella y elegante Señora de F...”,
[22] DE SALORTES, R. “Estudios
filosóficos sobre la mujer”, El Pensil del Bello Sexo, 18 de enero,
1845, Nº 9, pp. 73-75.
[23] FOUCAULT, Michel, Historia de
la sexualidad, Madrid: Siglo Veintiuno, 1976.
[24] Esta forma de control ideológico a
través de los discursos desplegados por las diferentes instituciones ha sido
estudiado por Althusser y concretado en lo que el filósofo denomina los
Aparatos Ideológicos del Estado, protagonistas de reforzar la ideología de cada
momento histórico. ALTHUSSER, Louis, La
revolución teórica de Marx, México: Vigésimo tercera edición, Siglo
Veintiuno, 1988.
[25] CLIMENT TERRER, Federico, El
ama de casa (Cultura femenina), Barcelona: Biblioteca de Cultura y Civismo,
Librería Parera, 1916. Todas las citas que aparecen van referidas a esta
edición.
[26] L. R. P., “Reflexiones sobre la
instrucción de la mujer”, La educanda, Madrid III, 1862, p. 69.
[27] CASTRO Y
CALVO, J.M., “Estudio preliminar. Fernán Caballero y su obra”, en Obras Completas, Madrid: Atlas,
Biblioteca de Autores Españoles (BAE), 1961, p. XLIX.
[28] PARDO BAZÁN, Emilia, “La mujer
española, I”,
[29] PARDO BAZÁN, Emilia, “La mujer
española, II: La aristocracia”,
[30] BIEDMA, Patrocinio de, “Hacer
calceta”, Cádiz. Artes, Letras y Ciencias, Año III, 29-octubre-1879.
[31] DE ZAYAS Y SOTOMAYOR, María, Novelas
amorosas y ejemplares de doña María de Zayas y Sotomayor, Madrid: Ed. A.G.
de Amezúa, 1948, p. 21.
[32] LOPE DE VEGA, La dama boba,
Acto III, Escena III.
[33] ARENAL, Concepción, “La mujer del
porvenir”, en La emancipación de la mujer en España, Madrid: Ediciones
Júcar, 1974, pp. 97-188. Todas las citas irán referidas a esta edición. (La mujer del porvenir fue escrita en 1861 y publicada
en 1868.)
[34]
DR. GALL, Physiologie du Cerveau . Citado
por Concepción ARENAL, op. cit., 1974, p. 107. El doctor Franz Joseph
Gall (1758-1828) fue pionero en los estudios de frenología, centrados en
aquellos momentos en la conformación externa del cráneo como índice de
desarrollo y posición de los órganos pertenecientes a las diversas facultades
mentales. Este junto con el doctor Spurzheim presentan los argumentos más
convincentes, en apariencia, que confirmaban la inferioridad intelectual de la
mujer.
[35] “Aprender a leer, escribir y
contar mal o bien, y lo que se llaman las labores propias del sexo: costura,
bordado, más o menos primoroso, y cuya utilidad consiste en gastar algún dinero
en sedas y en estambres, y mucha vista para contar hilos y combinar colores. Si
la educación es esmerada, se agrega un poco de geografía, historia y música, en
algunos casos, dibujo y francés: entonces son ya jóvenes instruidas. Por regla
general todo esto se aprende con poca formalidad, sin tomarse el trabajo constante,
necesario para saber bien una cosa, y sin la idea de que pueda servir para algo
útil y positivo: la joven no trata de adquirir conocimientos, sino habilidades.
(P. 173)
[36] ARENAL, Concepción, “La mujer en
su casa”, en ARENAL Concepción, op. cit., 1974, pp. 189-284.
[37] GIMENO, María de
[38] ARENAL, Concepción, “Estado actual
de la mujer en España”, en ARENAL, Concepción, op. cit., 1974, pp.
25-58. (“Estado de la mujer en España” fue escrito en 1886.)
[39] Esta variante permite establecer
una comparación entre este tipo de novelas y las escritas por mujeres. En este
sentido, véase el estudio de J. Ignacio FERRERAS (CSIS), “La novela
decimonónica escrita por mujeres”, en MATORAL, Marina (coord.), Escritoras
románticas españolas, Madrid: Fundación Banco Exterior, Colección
Seminarios y Cursos, 1990, pp. 17-24. Entre las novelistas que comenzaron a
publicar en la década de los cuarenta, Ferreras cita a María Josefa Cabeza de
Mier, Encarnación Calero de los Ríos, Manuela Cambronera de
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