|
Tan fuerte, tan cerca, Jonathan Safran Foer
(Barcelona, Lumen, 2005)
Yo le pasé mi tarjeta y
dije: «Hola. Gerald. Yo. Soy. Oskar.» Me preguntó por qué hablaba
así. Le dije: «La CPU
de Oskar es un procesador neural
en red. Un ordenador capaz de aprender. Cuanto más contacto tiene con humanos,
más aprende». Gerald dijo: «De», y luego dijo:
«Acuerdo». No habría sabido decir si le caía bien o no, así que le dije:
«Llevas unas gafas de sol de cien dólares». «Ciento setenta y cinco», dijo él. «¿Sabes muchas palabras malsonantes?» «Un par.» «A mí no me
dejan usar palabras malsonantes.» «Coñazo.» «¿Qué es
“coñazo”?» «Algo malo.» «¿Conoces “mierda”?» «Es una
palabra malsonante, ¿no?» «Bueno, puedes decir “caca”.» «Supongo que sí.» «Caca
de la vaca.» Gerald sacudió la cabeza y se rió un
poco, pero no se rió mal, es decir, no se rió de mí. «Ni siquiera me dejan
decir “conejo” –le dije–, a menos que esté hablando de uno de verdad. Bonitos
guantes.» «Gracias.» Y entonces se me ocurrió algo, así que lo dije. «En
realidad, si las limusinas fueran extremadamente largas, no harían falta
chóferes. Te sentarías en el asiento trasero, caminarías por la limusina y
después saldrías por el delantero, y ya estarías donde querías ir. Así, en este
caso, el asiento delantero sería el cementerio.» «Y ahora yo estaría
viendo el partido.» Le di una palmadita en el hombro y le dije: «Si buscas en
el diccionario la palabra “gracioso”, sale una foto tuya».
(pp.
20-21)
A mi hijo aún no nacido: No siempre he
estado en silencio, solía hablar, hablar y hablar, no podía tener la boca
cerrada, el silencio me invadió como un cáncer, se manifestó durante una de mis
primeras comidas en Estados Unidos, intenté decir al camarero: «Su forma de
darme el cuchillo me recuerda a…», pero no pude terminar la frase, su nombre no
salía, lo intenté de nuevo, pero seguía sin salir, estaba encerrado dentro de
mí, qué raro, pensé, qué frustrante, qué patético, qué triste, saqué un
bolígrafo del bolsillo y escribí «Anna» en la
servilleta, volvió a pasarme dos días después, y luego al día siguiente, ella
era lo único de lo que quería hablar, siguió pasando, cuando no tenía bolígrafo
escribía «Anna» en el aire –empezando por detrás, de
derecha a izquierda– para que la persona con la que hablaba pudiera verlo, y
cuando estaba al teléfono marcaba los números –2,6,6,2– para que la persona
oyera lo que yo no era capaz de decir por mí mismo. «Una» fue la siguiente
palabra que perdí, supongo que porque se parecía mucho a su nombre, una, qué
palabra tan simple de decir y tan terrible de perder, tenía que decir «la», lo
que a veces sonaba ridículo, pero no había otra opción: «Desearía un café y la
magdalena», a nadie le gustaría ser así. «Quiero» fue otra de las primeras
palabras que perdí, lo que no significa que dejara de querer cosas –las quería
aún más– sino que dejé de ser capaz de expresar que las quería, de manera que
en su lugar decía «deseo»: «Deseo dos bollos», le decía al panadero, pero no
sonaba del todo bien, el significado de mis pensamientos empezó a alejarse
flotando de mí, como hojas que caen del árbol en un río, yo era el árbol, el
mundo era el río. Una tarde, en el parque con los perros, perdí «venir»; perdí
«bien» una mañana en que el barbero me colocó de cara al espejo; perdí «pena»,
como expresión y como sustantivo en el mismo momento: fue una pena. Perdí
«llevar», perdí después las cosas que llevaba –«agenda», «lápiz», «monedas
sueltas», «cartera»-, incluso perdí «pérdida». Tiempo después, solo me quedaban
un puñado de palabras, si alguien me hacía un favor, le decía: «Eso que viene
antes de “de nada”»; si tenía hambre, me señalaba el estómago y decía: «Estoy
lo contrario de lleno»; había perdido «sí», pero conservaba «no», de manera que
si alguien me preguntaba: «¿Eres Thomas?», le respondía «No no»,
pero después perdí el «no», fui a un taller de tatuajes y me tatué SÍ en la
palma de la mano izquierda y NO en la derecha, qué puedo decir, no ha hecho que
mi vida sea maravillosa pero lo ha hecho más fácil, cuando me froto las manos
en mitad del invierno me caliento con la fricción de SÍ y NO, cuando aplaudo
muestro mi aprecio a través de la unión y la separación de SÍ y NO, represento
«libro» abriendo ambas manos unidas, cualquier libro, para mí, es el equilibrio
entre SÍ y NO, incluso este, el último, sobre todo este. Por supuesto que me
parte el corazón, cada momento del día, en más trozos de los que lo forman;
nunca pensé que fuera alguien callado y mucho menos silencioso, nunca pensé en
nada, todo cambió, la distancia que me separaba de la felicidad no era el
mundo, no eran las bombas y los edificios en llamas, era yo, mi pensamiento, el
cáncer de nunca olvidar, no sé si la ignorancia es una bendición, pero pensar
es tan doloroso, y, dime, ¿qué hizo por mí el pensamiento, a qué gran lugar me
llevó? Pienso y pienso y pienso, he pensado en mí mismo y la felicidad un
millón de veces, pero nunca en que ambos se unan. «Yo» fue la última palabra
que podía decir en voz alta, lo cual es terrible, pero así era, caminaba por el
barrio diciendo «Yo yo yo yo». «¿Quieres una taza de café,
Thomas?» «Yo.» «¿Y una magdalena también?» «Yo.» «¿Qué me dices del tiempo?» «Yo.» «Se te ve preocupado.
¿Algo va mal?» Yo quería decir: «Claro», quería preguntar: «¿Algo
va bien?» Quería tirar del hilo, apartar el pañuelo de silencio y volver a
empezar desde el principio, pero en su lugar decía: «Yo». Sé que no soy el
único con esta enfermedad, oyes cómo los viejos van por la calle lamentándose:
«Oy oy oy
oy», pero algunos se aferran a su última palabra,
«Yo», dicen, porque están desesperados, no es una queja sino una oración, y
después perdí «Yo» y el silencio fue total. Empecé a ir por el mundo con
cuadernos en blanco como este, que iba llenando con todas las cosas que no
podía decir, así empezó, si quería dos barras de pan de la panadería, escribía
«Quiero dos barras» en la primera página que tenía en blanco y se lo enseñaba
al panadero, y si necesitaba ayuda de alguien escribía «Ayuda», y si algo me
hacía reír escribía «¡Ja, ja,
ja!», y en la ducha, en lugar de cantar, escribía las
letras de mis canciones favoritas, la tinta teñía el agua de azul, rojo o
verde, y la música me corría por las piernas; al final de cada día me llevaba
el cuaderno a la cama y leía las páginas de mi vida.
(pp.
36-39)
Sé muchas cosas sobre pájaros y
abejas, pero no demasiadas sobre las realmente importantes. Todo lo que sé lo
he tenido que aprender por mi cuenta en internet, porque no tengo a quien
preguntar. Por ejemplo, sé que una mamada consiste en meterse el pene de
alguien en la boca. También sé que al pene también se le llama picha, y polla. Y pollón. Sé que
la vagina de la mujer se humedece cuando está
manteniendo relaciones sexuales, pero no sé con qué se humedece. Sé que a la vagina se la llama coño, y también culo. Creo que sé qué es
un consolador, pero ignoro qué significa exactamente correrse.
Sé que el sexo anal es penetrar por el ano, aunque preferiría no saberlo.
(pág.
259)
Contestó una mujer menuda que iba en
silla de ruedas. Creo que era mexicana. O brasileña, o algo así. «Disculpe, ¿es
usted Agnes Black?» «Non
habla inglesh», dijo ella. «¿Qué?»
«Non habla inglesh.» «Lo siento –dije–, pero no la
entiendo. ¿Le importaría repetir y pronunciar un poco mejor?» «Non hablo inglesh», dijo ella. Moví un dedo en el aire, que es el
signo universal para pedir que alguien repita, y después llamé al señor Black por el hueco de la escalera. «¡Creo
que no habla ingles!» «Bueno. ¿y qué idioma habla?» «¿Qué idioma habla?», le pregunté, dándome cuenta de lo
ridícula que era esa pregunta. Probé un enfoque alternativo: Parlez-vous français?
«Español», dijo ella. «Español», grité en dirección al señor Black. «Fantástico», vociferó él desde abajo. «¡He aprendido un poco de español a lo largo de mi camino!»
De manera que acerqué la silla de ruedas al hueco de la escalera, para que
pudieran hablarse a gritos, lo que era un poco raro porque las voces viajaban
arriba y abajo pero sus dueños no podían verse las caras. Se rieron juntos, y
la risa subió y bajó las escaleras. Entonces el señor Black
aulló: «¡Oskar!». Y yo
grité: «¡Así me llamo, no lo gaste!». Y él gritó: «¡Baja!»
(pp.
262-263)
«En internet
encontré un montón de vídeos de los cuerpos cayendo. Estaban en un site portugués,
donde había muchas cosas que aquí no enseñaban, aunque sucedió aquí. Siempre
que quiero enterarme de cómo murió papá, tengo que recurrir a un programa de
traducción y averiguar cómo se dicen ciertas cosas en otros idiomas, como
“septiembre”, que es Wrsezien
o “gente saltando de edificios en llamas”, que es Menschen, die aus brennenden Gebäuden springen. Después introduzco estas palabras en el
Google. Me pone de un mal humor increíble que la gente del resto del mundo sepa
cosas que yo no sé, porque fue aquí donde sucedió, y me sucedió a mí, así que
¿no deberían ser mías?
(pág.
347)
|