REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


 

EXILIOS Y NOSTALGIAS: Antonio Muñoz Molina y Milán Kundera

 

ANA GALLEGO CUIÑAS

(Universidad de Granada)

 

La añoranza del desterrado

es el dolor de la ignorancia”

Milán Kundera

 

RESUMEN

En  los albores del siglo XXI y bajo el signo de la posmodernidad, Antonio Muñoz Molina y Milán Kundera llevan a cabo en “Valdemún”-un capítulo de Sefarad- y La ignorancia una serie de operaciones y articulaciones narrativas que tienen un común denominador: el tratamiento de las “interrogaciones existenciales” del exilio y la nostalgia. Ambos autores fraguan poéticas similares en lo que a la representación del horror del pasado se refiere, y apuestan en estos textos por un rescate del historicismo y la memoria que pasa por el manejo de un mismo tono en los relatos y la repetición de ciertas constantes: soledad, identidad, pesadilla y muerte.

Palabras Claves: Exilio - nostalgia - Kundera- Muñoz Molina - memoria 


ABSTRACT

Exiles and nostalgias: Antonio Muñoz Molina and Milan Kundera

 

Antonio Muñoz Molina and Milan Kundera, in the beginning of the XXI century and in the pos-modernity context, take the similar narratives operations and articulations for the treatment of two existential questions: exile and nostalgia. Both authors -in "Valdemun", a chapter of Sefarad, and in The identity- carry out poetics where the representation of the past horror is joined to the historicism and memory; that is, they manage the same style, based on the repetition of a few constants: loneliness, identity, nightmare and death.

Key-words: Exile - nostalgia - Kundera- Muñoz Molina - memory

 


 

Gonzalo Navajas sostiene que “el postmodernismo ha determinado la orientación estética de las dos últimas décadas y ha sido además el vehículo preferencial para dar a las obras y a la crítica de ellas una caracterización específica. El postmodernismo ha servido para ubicar paradigmáticamente nuestro medio epistemológico y filosófico de modo diferencial”[1]. Y este postmodernismo, tal y como expone Jameson[2], conlleva una crisis del sujeto y de su estilo personal que ha originado una producción cultural cuya única opción es volver al pasado, un pasado horadado por el signo del historicismo, no de la historia. “La nostalgia, como cita Jameson, sería una precisa manifestación de este “historicismo omnipresente, omnívoro y casi libidinal” y expresaría la incompatibilidad del lenguaje artístico de la “nostalgia” postmodernista con la historicidad genuina”[3]. Pues bien, el tratamiento de esta  misma nostalgia, entendida como sentimiento ínsito del exiliado, se cristaliza de forma perspicua en los dos textos que analizaré: “Valdemun”, un capítulo de la  novela Sefarad de Antonio Muñoz Molina, y la novela de Milán Kundera: La ignorancia, ambas encuadradas bajo ese paradigma inextricable de la posmodernidad que lleva visos de ser plural y heterogéneo[4]. Nos encontramos pues, con una nostalgia ligada a los avatares de la historia, al nazismo y al estalinismo, a la  Guerra Civil y a toda la crueldad acumulada en el siglo XX que marca el destino del hombre sin contar con él mismo: es El proceso de Kafka, es el caso que nos narra Muñoz Molina de Münzenberg, es el caso de Schönberg[5] que leemos en La ignorancia y que alancea ambas obras. Tanto en una como en otra, suenan los arpegios de estos períodos de la historia moderna en los que la vida se asemeja a las novelas kafkianas ya que “una vez traspasada por Kafka, la frontera de lo inverosímil quedó sin policías ni aduanas, abierta para siempre”[6].

           Lo primero que nos llama la atención de Sefarad es su denominación: “una novela de novelas”. La concepción de novela que despliega Muñoz Molina en su escrito corresponde a la definición que de ella hace Kundera; y de este modo arranca la relación dialógica de las ficciones y poéticas de ambos autores: Una novela es un fragmento largo de prosa sintética basada en la experimentación con personajes inventados. Estos son los únicos límites”[7]. El escritor checo aclara que cuando dice “sintética” se refiere al deseo del novelista de abarcar su tema desde todos los ángulos y de la forma más completa posible: “Ensayo irónico, narrativa novelística, fragmento autobiográfico, hecho histórico, vuelo de la fantasía; el poder sintético de la novela es capaz de combinar cada uno de estos elementos en un todo muy unificado como las voces de la música polifónica. No es necesario que la unidad de un libro provenga del argumento sino que puede ser suministrada por el tema”[8]. Precisamente esta heterogeneidad, como corolario de la postmodernidad y de la que nos habla Milán Kundera, es la que se fragua en Sefarad. En un principio puede parecer una amalgama de historias sin ninguna conexión, pero página a página vamos viendo cómo todas convergen en un mismo núcleo, en un “todo unificado”: el exilio. ¿Por qué “exilio”? Porque “exilio” es la “palabra fundamental” en torno a la cual pivota la novela de Muñoz Molina y la de Kundera, teniendo en cuenta la afirmación de este último: “un tema es una interrogación existencial (...) semejante interrogación es, a fin de cuentas, el examen de las palabras particulares, de las palabras-tema”[9]. Así “exilio” es la interrogación existencial que nos propone el ubetense y el checo, es la “palabra-tema “de ambos libros, la que los desborda en la medida en que es historia y los contiene en la medida en que son “novelas”.

Y es que aquellos tiempos apacibles en los que el hombre aguerrido sólo tenía que combatir a los monstruos de su alma, los tiempos de Joyce y Proust, quedaron atrás. Como enuncia Kundera, “en las novelas de Kafka, Hasek, Musil y Broch, el monstruo llega del exterior y se llama Historia; ya no se parece al tren de los aventureros; es impersonal, ingobernable, incalculable, ininteligible, y nadie se le escapa. Es el momento (al terminar la guerra del 14) en que la pléyade de los grandes novelistas centro-europeos vio, tocó, captó las paradojas terminales de la Edad moderna.”[10]. Precisamente estas “paradojas de la historia” son captadas desde la postmodernidad por las dos ficciones, que se hacen eco de los fenómenos que han marcado incisivamente el siglo XX europeo: la migración, la guerra, el holocausto, la sinrazón de la persecución, etc. En definitiva, se trata de recordar y no olvidar nuestra Historia, para de esta forma, no volver a cometer los mismos errores, no volver a lacerar la humanidad. Por esta vía lo que consiguen Muñoz Molina y Kundera es “proclamar la necesidad de la memoria histórica, de mantenerla perennemente encendida, a la vez como homenaje a esas víctimas y como lección que evite las tentaciones de repetir tanta atrocidad”[11]. Pero no se asimilan a ese tipo de moraleja semioculta al estilo de las obras teatrales del Siglo de Oro, pues lo que pretenden es mantener el mundo de la vida, de nuestra vida, permanentemente iluminado y protegernos del olvido existencial, nuestro propio olvido. Esta es la razón de ser de ambas novelas, porque el texto “no teoriza, muestra”[12] para seguir manteniendo ese recuerdo indeleble.   

Por otro lado, En “Diálogo sobre el arte de la novela”, Kundera también  incursiona en este lugar de encuentro entre historia y novela y declara un principio para sus escritos que bien podría ser aplicado al texto del ubetense que nos compete: “no sólo la circunstancia histórica debe crear una situación existencial nueva, sino que la Historia debe en sí misma ser comprendida y analizada como situación existencial”[13]. Muñoz Molina nos presenta esto mismo, la historia como “situaciones existenciales”, como individuos imbuidos en una realidad histórica que los maneja, los zahiere a su antojo, perdiendo así su derecho a ser, su mínima libertad de elección, de existir: vidas que son “novelas”. Esto a su vez entronca con su entendimiento de ficción, que descansa en la teoría de Galdós de que cada existencia es en sí una novela posible y narrarla es sustancia suficientemente novelesca. Pero no hemos de confundirnos, no enarbolo la idea de que Sefarad sea ante todo una “novela histórica”, que no lo sería en el sentido decimonónico de la misma, sino en el de Seymour Menton de “Nueva Novela Histórica”[14], ya que promueve la reflexión y pone de manifiesto los silencios y las ausencias de la historia oficial, esa multiplicidad de perspectivas, sobre todo marginales, que mencionaba Kundera y que responde a “la necesidad epistemológica de tocar verdades históricas antes inamovibles”[15]. Tampoco intento medir el grado de fidelidad de estas novela a la realidad histórica, ya que considero que es una categoría ancilar dentro de los textos y que los dos funcionan como describe Kundera: “el novelista no es un historiador ni un profeta: es un explorador de la existencia”[16], un explorador en busca de “novelas”, relatos sociales, que le sirven para construir la suya propia y que no pierde de vista esa enunciación borgiana de que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente.

En esa urdimbre que teje Sefarad se hilan muchos otros temas imbricados con este principal, y uno de ellos, quizás el de mayor relevancia para este estudio, es el del nazismo y el stalinismo. Esta cuestión del nazismo y del totalitarismo ya aparece en Ardor guerrero, y  Muñoz Molina nos habla de éste en una entrevista con José Manuel Fajardo: “Claro, tú piensas en el nazismo y piensas en los nazis de uniforme, pero los hornos crematorios los hacían en fábricas y había funcionarios, empleados, una sociedad entera, bienpensante y sin grandes problemas de conciencia, dedicada a fabricar horror. Yo creo que la experiencia del totalitarismo es una de las claves del mundo moderno. Y sobre ello traté de hacer introspección en Ardor guerrero. El servicio militar es una metáfora de esa realidad totalitaria”[17]. Sobre este asunto también se pronuncia Kundera y nos dice a propósito de El libro de la risa y del olvido, que el totalitarismo priva a la gente de memoria, y por tanto la convierte en una nación de niños que asisten al sepelio de la condición humana[18]. Esta  idea se reproduce en Sefarad, donde la memoria[19] también juega un papel fundamental, porque una vez acabada la situación de totalitarismo vuelve el recuerdo del horror mefistofélico. Muñoz Molina dirá que “la memoria es el sentido que nos permite escuchar el tiempo”[20] porque para éste “lo decisivo es la búsqueda, la recuperación de la memoria en todo su espesor”[21], que es precisamente lo que consigue en Sefarad. Aunque al hablar de memoria hemos de citar de nuevo a Kundera que pone el punto y coma a la premisa de Muñoz Molina: “Nunca nos cansaremos de criticar a quienes deforman el pasado, lo reescriben, lo falsifican, exageran la importancia de un acontecimiento o callan otro; estas críticas están justificadas (no pueden no estarlo) pero carecen de importancia si no van precedidas de una crítica más elemental: la crítica de la memoria humana como tal (...) del pasado sólo es capaz de retener una miserable pequeña parcela, sin que nadie sepa por qué exactamente ésa y no otra, pues esa elección se formula misteriosamente en cada uno de nosotros ajena a nuestra voluntad y nuestros intereses" (La ignorancia, 129). Paradójicamente todos los exiliados han elegido un mismo recuerdo: no olvidar su condición de exiliados.

 

                                               II

Pues bien, hasta ahora he venido trazando dos líneas paralelas con nombre propio: Antonio Muñoz Molina y Milán Kundera, dos vectores que convergen no sólo en concepciones literarias sino, como he adelantado, en un punto concreto: el tratamiento específico de la nostalgia  en “Valdemún”[22], un capítulo de Sefarad, y en La ignorancia. En los albores del siglo XXI autores tan dispares coinciden en el acercamiento a un puntal temático que ya viene siendo recurrente en la ficción actual y que responde a un nuevo modo de aprehender los relatos sociales del exilio. He de aclarar que no sostengo que Muñoz Molina haya tomado el texto de Kundera como fuente -ciertamente éste no aparece en el elenco de obras manejadas que se citan al final de la obra-, sino que asistimos a una forma muy similar de recuperación de la memoria en el marco de la posmodernidad, que ilustra el índice de giro que han tomado ciertas poéticas del momento.

         Así, en este capítulo de Sefarad, a través de tres voces narrativas distintas, se nos cuenta la historia de una mujer que vuelve a su pueblo con su marido amén de pasar las últimas horas con su tía moribunda. En La ignorancia, en la que sobresale la voz del narrador omnisciente, pero en la que se intercalan los pensamientos de los dos protagonistas, se narra el encuentro entre un hombre y una mujer, Josef e Irena, en su país natal al que vuelven tras veinte años. La nostalgia y el exilio se superponen en las dos historias: en ambas late la idea del regreso tras el exilio, del volver al lugar del que se ha huido por circunstancias históricas (una por el comunismo, otra por la Guerra Civil) que ineluctablemente expolian de la “patria”. Circunstancias éstas que han perforado la centuria pasada y a nosotros mismos a modo de estigma, ya que “sólo en nuestro siglo las fechas históricas se han apoderado con semejante voracidad de la vida de cada cual” (La ignorancia, 17).

Muñoz Molina describe lo que supone “regresar”, “recordar”, volver al pasado de forma inopinada, ya que es la muerte de una tía la que provoca el reencuentro con el ayer, que irrumpe como una turbonada: “ya habrás sido trastornada  por el regreso, hipnotizada por él, por la gran corriente del tiempo que te llevará hacia atrás a una velocidad aún mayor que la del coche en los tramos llanos”[23]. Regresar también a un pretérito truculento, apartado pero no olvidado, transido de dolor por la muerte de la madre cuando la protagonista era joven. En una nueva ciudad, la protagonista pudo empezar de nuevo, “aparcar” el sufrimiento, intentar que cayese en el olvido, porque esta “es la ley de la memoria masoquista: a medida que van cayendo en el olvido las distintas etapas de su vida, el ser humano se quita de encima todo lo que no le gusta y se siente más ligero, más libre”. En La ignorancia Josef regresa a Praga a causa de otra muerte, esta vez la de su esposa, la cual antes de fallecer le aconsejó “recordar”, regresar a su país natal. Para hablar de este “gran regreso” Kundera se vale de La Odisea, “la epopeya fundadora de la nostalgia” y nos presenta la experiencia del regreso en boca de Josef e Irena: “su Gran Regreso se reveló bastante curioso: en las calles, rodeada de checos, la acogía el soplo de cierta familiaridad de antaño, que por un instante la hacia feliz” (101). La felicidad del regreso que experimenta Irena irá acompañada del pavor de sentir que “su patria” ya no lo es, porque todo ha cambiado; y los amigos la abocan a la ignominia, a borrar de un plumazo sus veinte años en Francia, a amputarle media vida porque ella había elegido irse: “es el precio que hay que pagar para que me perdonen. Para que sea aceptada. Para que vuelva a ser una de ellas” (51). Y es que como plantea Christopher Domínguez Michael: “Gracias a dos exiliados sin atributos -Irena y Josef- quienes se encuentran fortuita y kunderianamente en el aeropuerto de París, el novelista dialoga con Ulises, el príncipe de los desterrados y con él sabe que la tierra abandonada -como las aguas heraclitanas- ya no es la misma treinta años después. Irena y Josef, recibidos cordialmente, son Nadie, como Ulises. Su improbable retorno depende de la ignorancia deseada por sus compatriotas. Les piden olvidar todo su camino a Itaca. Por ello los antiguos consideraban más infamante el destierro que la muerte”[24]. Pero es que este regreso, este olvido que es recuerdo, el apego a su Ítaca que sienten los protagonistas de ambos libros, contiene una lógica profunda que Kundera desvela en una de las páginas de La ignorancia: “Si un emigrado después de vivir veinte años en el extranjero, volviera a su país natal con cien años más ante él, ya no sentiría la emoción del gran regreso, probablemente para él  ya no sería en absoluto un regreso, tan sólo una más de las muchas vueltas que da la vida en el largo transcurrir del tiempo. Porque la noción misma de patria, en el sentido noble y sentimental de la palabra, va vinculada a la relativa brevedad de nuestra vida, que nos brinda demasiado poco tiempo para que sintamos apego por otro país, por otros países, por otras lenguas” (125).

Otro nudo ata las dos narraciones: la condición de emigrado solitario de los personajes. En La ignorancia leemos: “Los emigrados agrupados en colonias de compatriotas se cuentan hasta la náusea las mismas historias, que, así, pasan a ser inolvidables[25]. Pero aquellos que, como Irena o Ulises, no frecuentan a sus compatriotas caen en la amnesia. Cuanto más fuerte es su añoranza, más se vacía de recuerdos, porque la añoranza no intensifica la actividad de la memoria, no suscita recuerdos, se basta a sí misma, a su propia emoción, absorbida como está por su propio sufrimiento” (39). En el capítulo de Sefarad la protagonista, como Irena, se ha alejado de todo su pasado, ha perdido todo contacto: se bastaba a sí misma con su propio sufrimiento y “añoranza”. Por otro lado, otros dos rasgos presentes en todo exiliado aparecen y son tratados, aunque de forma tangencial, en ambos textos: el sueño y la muerte. Y es que nos podemos preguntar: ¿qué sueñan los emigrados? En un principio el interrogante puede parecer absurdo: el sueño es algo tan propio e individual que en su concepto no cabe la colectividad, el ser compartido; el tener diferentes sueños es tan único como la novela[26]. Irena, la protagonista que describe Kundera, piensa que “miles de emigrantes soñaban, a lo largo de la misma noche y con incontables variantes, el mismo sueño. El sueño de la emigración: uno de los fenómenos más extraños de la segunda mitad del siglo XX” (22). Y esos sueños de exilio de Irena son los sueños de la mujer de Sefarad.: “Intentarás en vano recordar el metal de su voz, que hace años dejó de visitarte en sueños”(116), “quizás volvió a ti en sueños que no recordabas al despertar y te dijo cosas que te salvaron de las peores posibilidades de tu vida”(117), “te abrazas a mí, estrechándome fuerte, como cuando estás dormida y tienes un  mal sueño” (137), etc. Estos malos sueños de exiliado y de emigrado no sólo pueblan este capítulo del libro de Muñoz Molina sino que se suceden a lo largo de todas sus páginas, ya que todos sus protagonistas están  unidos por el exilio y por el sueño del exilio.

Pero estos exiliados se mueven por otro resorte: el de la muerte. El lugar donde hemos nacido y crecido nos llama para que volvamos a él en la última de nuestras horas; es como si el punto de partida y el de llegada se fundiesen en uno. El exilio no puede vencer a la añoranza y a la nostalgia, al regreso que sigue alimentando nuestros sueños y nuestra memoria que es olvido. La protagonista de “Valdemún” cuando regresa a su pueblo, como la madre, decide ser enterrada allí. La madre piensa: “ahí es donde yo quiero que me entierren, con la gente que quiero y que me conoce, no en uno de esos cementerios de Madrid lleno de muertos anónimos” (125); y la hija dirá más tarde: “cuando yo me muera también quiero que me entierren con ellas” (139). De esta forma termina este capítulo Muñoz Molina, diciéndonos que ella regresará, sin vida, pero volverá. Esta idea no se relaciona con lo que podría ser una reminiscencia burda del mito nietzchiano del eterno retorno, ni con ese “volver” para yacer en la Ítaca natal, sino más bien con el hecho de ser enterrado en la casa propia, con los tuyos y con su sangre, porque como he expuesto, el exiliado sólo tiene una casa, en la que nace y en la que muere. Igual sucede en La ignorancia: el tema de la muerte se repite de la mano de Josef: el  primer sitio que visita en Bohemia es el cementerio donde están sus padres y donde ahora se hacinan todos sus familiares. Así, la idea de la madre de la protagonista de Sefarad también la hallamos subsumida en el pensamiento de Josef cuando su mujer muere: “la idea de que ese cuerpo quedará encerrado en obscena promiscuidad con otros cuerpos, ajenos, indiferentes, le resultaba tan insoportable como la idea de que él mismo, una vez muerto, fuera a parar quién sabe dónde y, en todo caso, lejos de ella” (77). Se reitera el temor de compartir nicho con desconocidos, aunque en este caso el amor supera al patriotismo y Josef no permite que la madre de su esposa se lleve su cuerpo. Él quiere ser enterrado a su lado. La “casa”, “la patria”, por tanto se identifican con el “nicho”, la tumba donde se revolverán la totalidad de los huesos de la familia[27] en un terreno común que todos han compartido. Pero aunque bajo tierra todos son huesos y polvo, algunos están marcados por la diferencia: los de los exiliados, los que han emigrado y sueñan con que tras la muerte serán iguales a sus compatriotas, y será olvidado finalmente su nefando destino. Es entonces cuando cesará la nostalgia, ya que con la muerte se alcanza ese sueño dulce del regreso sin condiciones.

Precisamente con esta palabra, “nostalgia”, voy a concluir el análisis. Ya he examinado el trasunto del exilio y ahora me queda ese otro vínculo de unión entre  Sefarad y La ignorancia, el más fuerte y poliédrico: la nostalgia. “En griego, “regreso” se dice nostos. Algos, significa “sufrimiento”. La nostalgia es, pues, el sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar” (La ignorancia, 11). No obstante, el deseo se puede incumplir por voluntad propia o ajena y ahí estriba la gran desgracia que ha erigido la historia del siglo XX: la imposición de la voluntad del otro. Muñoz Molina también incursiona en el topos de la nostalgia, “como levadura de la imaginación”[28], característica, por otro lado, de la literatura postmoderna: “en lo que se refiere al sentimiento de nostalgia que impregna el texto en la post-modernidad, Jameson ha puntualizado asimismo que no se trata solamente de una simple retirada emocional hacia el pasado, sino que la producción cultural contemporánea muestra, ante todo, una incapacidad de encontrar el referente real en el presente”[29]. Esto mismo explicaría, por otra parte,  la proliferación de novelas históricas, las Nuevas Novelas Históricas, y películas sobre épocas pasadas que se suceden hoy en día. En el  caso de Sefarad, la mirada hacia el pasado, como he mencionado, se hace desde el supuesto del no-olvido, de potenciar un recuerdo que no nos hace caer en el mismo error. Ana Maria Spitmesser nos habla de estos jirones de nostalgia palpables en la obra de Muñoz  Molina y lo hace a propósito del franquismo y la guerra Civil. Esta premisa se puede trasladar al caso del nazismo y del estalinismo, pues la postura de Muñoz Molina es idéntica: el autor en Sefarad no se conforma únicamente con recuperar una memoria violentamente reprimida durante el nazismo, sino que quiere agregar también una dimensión crítica del presente como alerta y protesta por el paulatino alejamiento, en el horizonte cotidiano, de esta realidad autoritaria.

La nostalgia del pasado, tan presente en ambas obras, para Lyotard, ya no puede “estructurarse colectiva sino individualmente y tan sólo en forma de emoción estética, el ser humano parece condenado a una suspensión histórica y personal permanente”[30], dicha nostalgia puede ser prueba, recordamos de nuevo a Jameson, de la incapacidad postmoderna de enfrentarse al propio espacio físico e histórico. Entonces podemos preguntarnos ¿para qué recuerda Muñoz Molina?, ¿para qué recuerda Kundera? Pues, como he demostrado, para salvar la memoria, ya que como sigue enunciando Jameson, la amnesia histórica es un fenómeno recurrente en la sociedad postmoderna que asegura que la abundancia de información sobre el pasado, lejano o inmediato, garantice, paradójicamente, la rapidez y facilidad general de su olvido. Es por esto mismo por lo que nuestros autores, conscientes de esa sociedad que olvida, lanzan una daga a favor de la memoria, de nuestro pasado histórico, y narran una cruenta realidad ficcionada de una forma magistral, porque -como muchos han señalado- la vuelta al pasado demuestra que no importa que la historia sea verdad o mentira, sino que uno sepa contarla. Y ciertamente, tanto Muñoz Molina como Milán Kundera han sabido contarnos la tragedia del exilio.

 

 

 



[1] G. Navajas, “El Ubermensh caído en Antonio Muñoz Molina: la paradoja de la verdad reconstituida”, en Revista de Estudios Hispánicos, 1994, Mayo, 28:2, p. 213.

[2] Cfr. F. Jameson, El postmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Barcelona, Paidós, 1991.

[3] J. Romera Castillo, “El pasado, prehistoria literaria del presente” en J. Romera Castillo, F. Gutiérrez Carbajo y M. García-Page, La novela histórica a finales del S. XX, Madrid, Visor, 1996, p. 82.

[4] Cfr. O. Paz, Los hijos del Limo, Barcelona, Seix Barral, 1998, p. 17.

[5] “Arnold Schönberg declaraba en 1921 que, gracias a él quedaba asegurado el dominio de la música alemana (siendo vienés no dijo de la música “austriaca”, dijo “alemana”) durante los cien años siguientes. Quince años después de esta profecía, en 1936, fue desterrado de Alemania  por su condición de judío, y, con él, toda la música basada en su estética de doce notas (condenada por incomprensible, elitista, cosmopolita y hostil al espíritu alemán)” en M. Kundera, La ignorancia, Barcelona, Tusquets, 2000, p. 20. En adelante, indicaré únicamente el número de página cuando me refiera a esta novela.

[6] M. Kundera, “La modernidad antimoderna” en Letras libres, Septiembre 2001, 33, p. 30.

[7] P. Roth,  “Los verdugos dan muerte, los poetas cantan” en Quimera, 1982, 15, p. 20.

[8] Ibíd.

[9] M. Kundera, El arte de la novela, Tusquets, Barcelona, 1986, p. 97.

[10]  Ibíd.

[11]  S. Sanz Villanueva, “Sefarad “ en El cultural, 28 de marzo- 3 de abril de 2001. p. 13

[12] Ibíd

[13] M. Kundera, El arte de la novela, op. cit., p. 56.

[14] Vid. Seymour Menton, La nueva novela histórica de la América Latina 1979-1992, México, Fondo de Cultura Económica, 1993.

[15] Claudia Montilla, “La novela histórica: ¿mito y archivo?” en Texto y contexto, 28, 1995, p. 54. En este artículo la autora enumera y explica el dechado de características que definen esa Nueva Novela Histórica surgida en las postrimerías del siglo pasado y que bien podrían aplicarse a las dos novelas que analizo.

[16] M. Kundera, El arte de la novela, op. cit., p. 56.

[17] J. M. Fajardo,  La huella de unas palabras. Antología de Antonio Muñoz Molina, Madrid, Espasa, 1999, p. 12.

[18] P. Roth, op. cit., p. 21.

[19] Vid. Sanz de Villanueva, “el peso de la memoria y el valor de la historia como magister vitae están en casi toda la literatura de Muñoz Molina y aquí sirven de cimiento a una pieza de vigora enjundia moral”.

[20] A. Soria Olmedo, “Fervor y sabiduría: la obra narrativa de Antonio Muñoz Molina “ en Cuadernos Hispanoamericanos, 1988, 458, p. 108.

[21] Ibíd, p. 110.

[22] En la primera edición el capítulo se llamaba “Ademuz”.

[23] A. Muñoz Molina, Sefarad, Madrid, Alfaguara, 2001, p. 119. A partir de ahora, citaré sólo el número de página correspondiente a dicha edición.

[24]  C. Domínguez Michael, “Kundera, el voto del exiliarca” en Letras libres, 18, 2000, p. 95.

[25] Esta misma alusión a reuniones de emigrados aparece en  el capítulo primero de Sefarad en el que se nos describe cómo uno de estos emigrados, Godino, se dedica a recordar historias de su pueblo natal. Ya lo dice Muñoz Molina: “Nos hemos hecho la vida lejos de nuestra pequeña ciudad, pero no nos acostumbramos a estar ausentes de ella, y nos gusta cultivar su nostalgia cuando llevamos ya algún tiempo sin volver” (11)

[26] “La novela nace con los Tiempos modernos, que convierte al individuo en la “base de todo”. Ningún otro arte se concentra hasta tal punto en el individuo, en su carácter único e inimitable” en M. Kundera, “Milán Kundera”, El cultural, 12-18 de septiembre del 2001, p. 6.

[27] “Quien decide abandonar su país para siempre debe resignarse a no ver de nuevo a su familia” (La ignorancia, 57).

[28] A. Soria Olmedo, op. cit., p 109.

[29] A. M. Spitzmesser, Narrativa posmoderna española. Crónica de un desengaño, New York, Peter lang publishing, 1999, p. 11.

[30] Ibíd, p. 131.