REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


EL TREN DE LA TOLERANCIA

Juan Gómez Capuz

 

No era un commuter train  inglés, ni un TGV francés, ni uno de esos fugaces trenes japoneses que casi parecen deslizarse machihembrados a la vía. Era, tan sólo, un humilde tren de cercanías, casi una pieza de museo, recuerdo de tiempos pasados, que invertía casi hora y media en un trayecto para el que, en otros lugares de la aldea global, sólo se hubiera necesitado media hora. Le costaba arrancar, iba a golpes, parecía ser presa de una timidez impropia de las gentes que lo usaban y de los lugares por los que pasaba. Pero a pesar de todo eso (o quizá precisamente por todo eso), este tren tenía su encanto.

Decían, además, que era una de las líneas más rentables, abarrotada por profesores, estudiantes, turistas, inmigrantes, charlatanes y comerciantes. Iba siempre lleno de público expectante. Desde la provinciana Murcia hasta la cosmopolita Alicante, surcando a su pasito Orihuela (y su poeta), Elche (y su Dama) y otras ciudades importantes.

El lento traqueteo del tren aportaba otra inesperada ventaja, pues permitía al viajero, no sólo ver, sino incluso saborear la inmensa variedad del paisaje: la huerta y el desierto, las urbes y los eriales, y aún se permitía el lujo de completar el trayecto rozando los mares, el mar, la mar, nuestro Mediterráneo azul y cálido, lleno de luz y de suaves oleajes. Parecía mentira que en tan poco espacio cupieran tantos paisajes.

Pero tan diversos como el paisaje eran los viajeros: gitanas de luto eterno, huertanos de rostros soleados, estudiantes bulliciosos, funcionarios adormilados, representantes con maletines, nórdicos sonrosados, magrebíes parlanchines, ecuatorianos sosegados, algún oriental como los del cine y subsaharianos disciplinados. Era un inmenso crisol de razas casi imposible de clasificar; maleza humana que ni el nacionalista más acérrimo hubiera sido capaz de desbrozar, en vano intento por tratar de determinar quién era de aquí y quién no lo era. Porque puestos a otorgar una patria común a toda esta gente, esta patria de compromiso no era otra que el tren, nuestro tren.

 

Paco aconsejaba a Ahmed, en un tono suave y paternalista a la vez, que ahorrase cuanto pudiera para poder comprarse un piso y Ahmed, por su parte, lamentaba lo rápido que se le iba el buen dinero que ganaba.  Porque por lo visto, Ahmed era amigo de salir, de la juerga, de tomar copas, de irse a Torrevieja o a Benidorm, de estar todo el fin de semana de parranda, lo cual demostraba -por cierto- su perfecta aclimatación al modo de vida español. Pero eso estaba minando semanalmente su economía y Paco volvía a su discurso paternalista diciéndole que tenía que sacrificarse, no salir, o salir sólo un fin de semana al mes, y reservar una parte fija de la paga para ingresarla en una cuenta bancaria, única forma posible -parecía que hablaba por experiencia propia- de ahorrar algo en la vida. Sin embargo, Ahmed estaba en la flor de la vida y no parecía muy dispuesto al retiro monacal que le sugería el español.

Y como una cosa lleva a la otra, entre lo de establecerse definitivamente en España y lo de estar siempre de parranda, Paco planteó a Ahmed que con un piso propio y unos ahorros podría casarse. Ahmed expresó cierta desesperanza, pues las españolas le parecían casi inalcanzables y para traerse a una paisana suyas tendría que pagar una elevada dote al padre (“es más caro que comprar una vaca”, dijo literalmente), lo cual acabaría por quebrantar su ya maltrecha economía. No obstante, Ahmed elogió -con palabras y gestos anhelantes, casi eufóricos- la libertad existente en España, ejemplificándola con una nueva comparación semítica, aunque en este caso bastante más comprensible para el oído -y la vista- occidentales:

-Allí en Argelia apenas le pude ver la pierna a ninguna mujer, y aquí se lo puedes ver todo.

Y como estábamos a finales de junio, Paco, que conocía el percal, se atrevió a darle un nuevo consejo -esta vez menos paternalista- a Ahmed:

-Pues aprovecha ahora, que en Torrevieja es un desmadre total.

Ahmed entendió a la perfección este sabio consejo español revestido de lenguaje coloquial. Pero Paco no se detuvo ahí, sino que recordó el caso de otro inmigrante argelino que trajo un par de semanas a la costa alicantina a su padre, el cual no había salido nunca de Argelia; y ocurrió que el pobre padre tuvo serios problemas cardíacos a la vista de la liberalidad de las playas levantinas.

Convinieron, pues, Paco y Ahmed, que lo que atraía a las masas de inmigrantes que cruzan el Estrecho no era el hambre sino más bien el hambre de libertad, de unos horizontes nuevos, de mayor independencia, de saltarse las estrictas restricciones de su país, de vivir plenamente la vida en los años de juventud, pues no sólo de pan vive el hombre.

Sabiendo la afección de Ahmed por todo tipo de fiestas y jolgorios, Paco le comentó que pronto comenzarían en Orihuela las fiestas de Moros y Cristianos, y que allí habría música, pólvora y alcohol a raudales. Ahmed no comprendió muy bien el sentido de estas fiestas y pareció molestarse un tanto cuando comprendió que celebraban la expulsión de los musulmanes de España. Pero Paco, siempre al quite, hábil y diplomático, replicó que aquí habíamos echado a mucha gente -como los judíos- y que no era nada particular en contra de los musulmanes. Antes bien, el pueblo de Ahmed había dejado una fértil impronta en la Península, sobre todo en el Sur y en Levante, de la que el propio Paco se sentía orgulloso, a la vez que enfatizaba el sentimiento de hermandad que, tanto a nivel de Estado como del pueblo, nos unía con la otra orilla del Mediterráneo. Y para rematar la faena, en un singular regate dialéctico, Paco le recordó a Ahmed, que, tras la independencia, en Marruecos y Argelia habían expulsado a numerosos franceses y españoles, pies negros que se sentían tan magrebíes como los nativos de aquellas tierras, demostrando implícitamente a la vez que uno es de allí donde vive y trabaja, mensaje que rápidamente captó el aspirante a español. Y además, era evidente que a Ahmed le interesaba bastante más la alegría del vivir cotidiano y festivo que las luchas de nuestros antepasados, por lo cual no sólo no se sintió ofendido sino que quedó abierta la posibilidad de verlo pronto en las de Moros y Cristianos de Orihuela.

Para tratar de situarse cortésmente en la otra orilla, Paco hizo gala de los conocimientos que tenía de la cultura musulmana. Había visitado varias veces Marruecos, hospedado y agasajado por naturales del lugar, y cuando estaba a punto de tomar el ferry para ir a Argelia, soplaron malos tiempos para todo tipo de turismo, razón por la cual no conocía el país de Ahmed. Este, por su parte, también deploraba la radicalización de unos colectivos que, por lo visto, llegaban a maltratar a todo varón que fumara tabaco y jugara a las cartas o al dominó.

 

El tren enfilaba la curva final para llegar a Alicante (hay que ver, cuántas vueltas para setenta y cinco kilómetros) mientras a un lado, junto a los arábigos palmerales, los carteles se teñían de inglés y al otro, en cambio, apenas a diez metros de los raíles se extendía hasta el horizonte el Mar Mediterráneo, el mar de los nuestros, surcado por cien pueblos, cuna de todas las culturas. Y ante su plácida visión y sus calmas olas que venían a morir lánguidamente a la playa, Paco y Ahmed sonrieron alegremente hermanados, pensando que no se trataba de un mar sino acaso de un caudaloso río que separaba dos riberas no tan distantes y quizá no tan distintas.

Aunque Ahmed vio inundársele la mente, el alma y aun las mejillas, viendo el mar que conducía a su tierra, recordando cuando, casi obligado, salió de su tierra y volvió la cara llorando porque lo que más quería atrás se lo iba dejando.

Y llegamos, por fin a Alicante, mientras los carteles se inundaban de inglés y resonaban los avisos en la lengua vernácula. Y todo el crisol humano del tren fue bajando poco a poco para incorporarse a sus trabajos, a sus papeleos y a su devenir cotidiano.

 

Eran las cinco de la tarde. Las cinco de la tarde. Cuando el sol del joven verano aún caía como una losa sobre la ciudad, buena parte de las gentes que llegaron por la mañana se disponían a abandonar la ciudad y volver a sus hogares, fueran pisos o mansiones, apartamentos o chabolas. Y bajo ese injusto sol de justicia decenas de individuos hacían un sprint  final para poder adelantarse al fatídico pitido del revisor, que convertiría su denodado esfuerzo en una carrera nula. Porque otra de las características de este tren era el lento y constante goteo de pasajeros desde que llegaba a la estación hasta que arrancaba, desde la tranquilidad del que llegaba media hora antes de la salida hasta el suspense hitchcockiano del que llegaba, con la prisa en los talones, una décima de segundo antes de que se cerraran automáticamente las puertas del tren.

Esa tarde, Carmen había llegado con el tiempo justo, y pese al esfuerzo, daba gracias por ello: no se hubiera sentido con fuerzas de esperar otros eternos sesenta minutos al próximo tren. Había sido una jornada agotadora en los grandes almacenes donde trabajaba: estaban preparando el maratón de las rebajas de verano, la gente compraba a la desesperada artículos para las vacaciones, llegaban en tropel los turistas hablando en lenguas extrañas. El día le había parecido una semana, con el agravante de que tan sólo era lunes y aún quedaban otras cuatro semanas. Por todo ello, Carmen se desplomó en su asiento, con el propósito de olvidar lo antes posible su vida laboral, con el objeto de dejar vagar su imaginación sin objeto alguno, con el deseo de abandonarse a las cálidas y placenteras ensoñaciones del verano.

Pero justo antes de que el tren arrancara, subió, con toda la tranquilidad del mundo, como si no supiera de qué tren se trataba, otra persona al vagón. Era una diminuta mujer de aspecto andino, sin duda alguna recién llegada del otro lado del charco, como revelaban sus devencijadas maletas de cuero parcheado, grises y pardas, tan sólo iluminadas por la rojigualda y flambeante etiqueta de Iberia en sendas asas. Quizá ni siquiera sabía en qué tren había subido, parecía encogida y asustada, completamente sola en tierra extraña, pero en ningún momento parecía perder la calma.

Viendo que el único asiento libre en aquel tren desbordante, repleto de oficinistas de mañana y tarde, era el que estaba justo enfrente de Carmen, le preguntó amablemente si estaba libre. Carmen pareció sorprendida, extrañamente sorprendida por una extraña que interrumpía su letargo, pero contestó también amablemente que el asiento estaba libre. Le intrigó la voz débil y a la vez segura, susurrante y oscura, parca en vocales y rica en consonantes de la mujer andina. Siempre había pensado, por las películas, que los hispanoamericanos hablaban más o menos como en el sur de España, como ella misma, sin eses, con asimilaciones (aunque nunca había entendido por qué la gente del norte se reía tanto con eso de Encanna  o canne, cuando lo decía gente respetable y con mucha cultura, lo había oído a sus maestros, lo decían sus hijos, lo decía ella misma), con vocales tan abiertas como las puertas de sus grandes almacenes al empezar las rebajas, en vano intento (de las vocales, claro) por compensar la deserción masiva de consonantes. Pero la mujer andina no hablaba así, aunque seseara, cosa que Carmen no hacía, porque el dialecto de Carmen estaba en tierra de nadie, como lo estaba ahora la inmigrante de los Andes.

Presintió Carmen que aquella tarde vería derrumbarse muchos tópicos que se había forjado en su tediosa vida de dependienta y madre de familia, esclava del cine y la televisión, de los programas vespertinos para amas de casa que ella programaba en el vídeo para poderlos ver cuando llegara. Y por ello se sintió repentinamente atraída por aquella diminuta extraña, que no sabía sin duda ni dónde se encontraba ni, quizá tampoco, adónde iba.

Sus sospechas se confirmaron cuándo la buena mujer andina le preguntó si este tren le llevaría a Lorca. Carmen le replicó que no, pero le servía porque podría enlazar con otro tren de cercanías que le llevaría a la ciudad deseada, ya cuando sobre el cielo sólo ondeara la luna de plata. Vio claro que la mujer andina, que dijo llamarse Gladys, había venido, como otras muchas, en busca de un vago Eldorado, atraída por las palabras henchidas de muchos compatriotas suyos para los que malvivir en España era casi vivir a lo grande. Por todo ello, Carmen fue olvidando rápidamente sus pesares, su tedio de vivir, y se sintió repentinamente afortunada, como el sabio que ve que tras él viene alguien todavía más desgraciado. Intuyó Carmen que aquella mujer aparentemente tan frágil había cruzado el Atlántico, sola, desvalida, con todos sus ahorros y el dinero justo, dejando quizá marido e hijos, sin conocer aquí a nadie más que a algunos lejanos parientes alejados a los que vio partir cuando sólo era adolescente, y que seguramente no la irán a recoger a la estación en plena noche, a los que ella tendrá que buscar en destartalados pisos ínfimos alquilados a precios supremos, sólo por el delito de ser extranjero. Por contra, Carmen, comprendió que tenía muchas cosas y que debía valorarlas: tenía un hogar, aunque con hipoteca; tenía un marido, aunque estuviera siempre fuera trabajando o en casa viendo la televisión; tenía dos hijos en la edad más difícil, y debía ser más comprensiva ante sus problemas; tenía un trabajo relativamente estable, no mal pagado, aunque fuera un poco lejos de su hogar y en determinadas épocas -como ésta- resultara un poco estresante. La verdad es que, bien mirado, lo tenía todo.

El tren trazó una inverosímil curva de ballesta en torno a Alicante para situarse de nuevo ante el Mar Mediterráneo. Ante lo repentino y abrupto de la maniobra, Gladys esbozo una mueca de espanto, la primera desde que subió al tren, como si pensara que tras sobrevivir al Pacífico y al Atlántico, fuera a acabar sus días empotrada contra las primeras olas del Mediterráneo. Había algo en sus ojos y en su gesto que delataban una aversión atávica al mar, pero Carmen aún no podía saberlo.

Todavía permanecía Gladys ojo avizor, intranquila ante la marcha paralela del tren a la línea de la costa, llegando en algún momento a situarse visualmente casi encima de las olas. Miraba el mar como quien mira a un carterista en el autobús, o como mira un carterista a un policía que ya le conoce, de reojo y apartando la cabeza en un inútil gesto instintivo. Y a este sobresalto pronto se sumó otro. Llegó el revisor y Gladys -que había entrado en el tren en el último momento, tras llegar a la estación en un taxi que le había comido buena parte de sus ahorros- no tenía billete. Afortunadamente, en aquel tren era práctica habitual que el revisor vendiera los billetes allí mismo, con un pequeño aparato expendedor. Pero los ahorros de Gladys habían disminuido considerablemente, no le quedaban billetes de euro, tan sólo acertó a mostrar unas cuantas monedas, muchas de ellas pesetas fuera de curso legal, lejano recuerdo de otras oleadas de inmigrantes ecuatorianos que algún día volvieron a su patria tras ver convertido en pesadilla lo que pudo ser un sueño. Rápidamente, Carmen se ofreció a pagar la diferencia: íntimanente, consideraba que era un abyecto crimen privar a esta mujer de su oportunidad cuando ya sólo estaba a ciento cincuenta kilómetros de su ansiado destino, pensaba que era como si a uno le matan la ficha en el parchís cuando ya ha recorrido casi todo el tablero y está a punto de llegar a su zona.

Gladys se mostró muy agradecida y trató de perder su timidez, su carácter autodefensivamente circunspecto, comenzó a sentirse entre gente amiga. Y esto, unido al interés y la curiosidad que picaban a Carmen con más fuerza que el insolente sol de la tarde, abrió las puertas a la conversación.

Conversación tímida al principio, sin palabras, con gestos y miradas de Gladys que parecían despojarse de la coraza que había llevado consigo durante todo el viaje. Se sorprendía Carmen de la fuerza interior que poseían aquellos ojos diminutos, el rostro cetrino, curtido por el sol ecuatorial y ya surcado de arrugas en su juventud, el envejecimiento prematuro de quien ya es adulto a los diez años, de quien cambia los pupitres por el campo, como todavía podemos ver aquí con los más viejos del lugar. Pero a Carmen aquella cara también le recordó a la de la hija de sus primos, una niñita peruana adoptada que les cambió la vida y les devolvió la alegría. Gladys representaba el pasado, pero también el futuro: era una gota más en el torrente incesante de gente de fuera, de gente fuerte y aguerrida, de gente con ilusión y con tesón, que envuelta en sus harapos, hacinada en casuchas insalubres, haría las tareas que la gente de aquí, ayer mísera y hoy dominadora, tanto despreciaba e ignoraba.

Y con los gestos y las miradas, casi telepáticos, fueron llegando las palabras, y éstas a su vez se fueron armonizando: Gladys trató de pronunciar con claridad las vocales, Carmen las consonantes. Precisamente, Carmen rompió el hielo y abrió el fuego manifestando su sorpresa por la forma de hablar de Gladys. La mujer andina respondió que ella procedía del interior del país, del altiplano, y que allí hablaban así, de manera tranquila, pronunciando las palabras de manera tenue y casi callada, respetando disciplinadamente las consonantes para evitar equívocos, pero oscureciendo y confundiendo las vocales, contaminados por la parquedad de vocales del quechua.

-No hablamos como la gente de la costa, de los puertos, del mar, de la tierra baja, que son quienes mandan, quienes se muestran afuera una imagen que no corresponde al resto del país, quienes nos alteran con sus telenovelas y con su corrupción. Ellos sí, se comen las consonantes, se comen los finales de las palabras y se nos comen nuestras cosechas -concluyó la mujer andina.

Carmen se mostró muy impresionada por las palabras de Gladys, trató de reducir al máximo sus rasgos dialectales para que la mujer andina se sintiera más a gusto, comprendió aquellos gestos de desagrado ante la proximidad amenazadora del mar y los palmerales, y celebró que el tren ya marchara directo hacia el interior.

Quiso saber cómo era la vida de Gladys allí en el altiplano, si estaba casada, si tenía hijos, si había dejado seres queridos.

-Allá vivimos como gente humilde, pero feliz y honrada, comemos de lo que cosechamos y nos abrigamos con la lana de nuestras llamas. No llegué a casarme, mis papás no me podían mantener y me enviaron a la costa a servir a unos parientes lejanos. Pero no me gustaba aquella vida. La gente de la tierra baja es presuntuosa, engreída, derrochadora. Los hombres son lascivos y las mujeres, malas. Conocí en el puerto a algunos parientes que habían trabajado en España y pronto tomé la decisión de venirme acá. No tuve tiempo de volver al altiplano para despedirme de mis padres y los demás vecinos. Con lo que había ahorrado durante dos años, me embarqué, y ahora estoy por fin acá.

Carmen se estremeció de la historia de Gladys, de su sufrimiento, de su aislamiento, de su dolorosa madurez pese a ser bastante más joven que ella. Se interesó también por sus expectativas en España.

-En Lorca viven algunos vecinos y parientes de las tierras altas, y en Totana creo que también. Trabajaré en lo que sea, recogiendo frutas y verduras en la huerta, limpiando casas, cuidando niños. También lo hacía allá, pero creo que acá podré ser más feliz. Quienes han venido y han trabajado duro han prosperado, o al menos eso es lo que me han dicho.

Carmen se sintió esperanzada por el vital optimismo de Gladys. Le mostró con todo detalle la feraz huerta del Segura, que el tren mostraba con todo detenimiento, parando en casi todos los pueblos, con el ritual de la subida y bajada de otros muchos inmigrantes como ella que volvían de una agotadora jornada laboral, como si no se tratara de un tren normal sino un minucioso montaje para esos documentales o reportajes de investigación que emiten, en horario de minorías, algunas cadenas de televisión. Gladys, por su parte, se sintió en los albores de una nueva vida, como un adolescente en su primer día de instituto, pero con la madurez ya plenamente alcanzada.

Media hora después el tren llegó a Murcia, pueblo artificialmente convertido en metrópoli de la huerta, a duras penas capital de provincia y comunidad, perenne oasis del lejano reino alfonsí. Eran las seis y media, cuando la heroica ciudad aún dormía la siesta y hacía la digestión del caldero y la olla gitana, cuando el calor aún era pegajoso e insoportable. Era el final del trayecto para Carmen, y la penúltima etapa para Gladys. La española se esperó a que llegara el tren de cercanías para Lorca, llevó a la andina al andén y sector adecuados, le dio dinero para el taxi que tomaría al llegar a Lorca, le recordó cómo eran los taxis de aquí, pues Gladys apenas recordaba cómo era el que le había traído desde el aeropuerto, porque apenas recordaba casi nada de este eterno viaje que aún no había terminado.

Ya en el crepúsculo de esas interminables tardes del recién estrenado verano, cuando el sol se retiraba tímido después de haber imperado todo el día, desde el tren de cercanías con destino a Lorca, Gladys agitaba las manos, contenta y nerviosa, como quien se va al frente para no volver jamás. Desde el andén, Carmen no quería dejarse vencer por el desaliento y recordaba con avidez todo lo que había aprendido y sentido aquella tarde. Pero una profunda sensación de melancolía la invadía: ella se había convertido, casi sin quererlo, casi sin saberlo, en la primera amiga de Gladys en España, su primera amiga, pero no sabía si la volvería a ver en la vida. Aquel tren con destino a Lorca dejaba su corazón malherido por cinco espadas.