REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


SOBRE HÉROES Y TUMBAS, Ernesto Sábato

(Barcelona, Seix Barral, 2000, 1ª ed. 1961)

 

 

         ¿Lloviznaba? Era más bien una neblina de finísimas gotitas impalpables y flotantes. El camionero caminaba a grandes trancos a su lado. Era candoroso y fuerte: acaso el símbolo de lo que Martín buscaba en aquel éxodo hacia el sur. Se sintió protegido y se abandonó a sus pensamientos. Aquí es, dijo Bucich. CHICHÍN pizza fainá despacho de bebidas. Salú, dijo Bucich. Salú, dijo Chichín, poniendo la botella de ginebra LLAVE. Do copita; este pibe e un amigo. Mucho gusto, el gusto e mío, dijo Chichín, que tenía gorra y tiradores colorados sobre camisa tornasol. ¿La vieja?, preguntó Bucich. Regular, dijo Chichín. ¿L’hicieron l’análisis? Sí. ¿Y? Chichín se encogió de hombros. Vo sabé cómo son esa cosa. Irse lejos, el sur frío y nítido, pensaba Martín mirando el retrato de Gardel en frac, sonriendo con la sonrisa medio de costado de muchacho pierna pero capaz de gauchadas, y la escarapela azul y blanca sobre la Masseratti de Fangio, muchachas desnudas rodeadas por Leguisamo y Américo Tesorieri, de gorra, apoyado contra el arco, al amigo Chichín con aprecio y muchas fotos de Boca con la palabra ¡CAMPEONES! y también el Torito de Mataderos con malla de entrenamiento en su clásica guardia. Salto a la cuerda todo menos raspajes, como los boxeadores, hasta me golpeaba el vientre, por eso saliste medio tarado seguro, riéndose con rencor y desprecio, hice todo, no me iba a deformar el cuerpo por vos le dijo, y él tendría once años. ¿Y Tito?, preguntó Bucich. Ahora viene, dijo Chichín, y decidió irse a vivir al altillo. ¿Y el domingo?, preguntó Bucich. Ma qué sé yo, respondió Chichín con rabia, te juro que yo no me hago ma mala sangre mientras ella seguía oyendo boleros, depilándose, comiendo caramelos, dejando papeles pegajosos por todas partes, mala sangre por nada, decía Chichín, lo que se dice propio nada de nada un mundo sucio y pegajoso mientras repasaba con rabia callada un vaso cualquiera y repetía, haceme el favor huir hacia un mundo limpio, frío, cristalino hasta que dejando el vaso y encarándose con Bucich exclamó: perder con semejante bagayo, mientras el camionero parpadeaba, considerando el problema con la debida atención y comentando la pucha, verdaderamente mientras Martín seguía oyendo aquellos boleros, sintiendo aquella atmósfera pesada de baño y cremas desodorantes, aire caliente y turbio, baño caliente, cama caliente, madre caliente, madre-cama, canastacama, piernas lechosas hacia arriba como en un horrendo circo casi en la misma forma en que él había salido de la cloaca o casi mientras entraba el hombre flaquito y nervioso que decía, Salú y Chichín decía; Humberto J. D’Arcángelo se lo saluda, salú Puchito, el muchacho e un amigo, mucho gusto el gusto e mío dijo escrutándolo con esos ojitos de pájaro, con aquella expresión de ansiedad que siempre Martín le vería a Tito, como si se le hubiese perdido algo muy valioso y lo buscara por todas partes, observando todo con rapidez e inquietud.

         - La gran puta con lo diablo rojo.

         - Decí vo, decí. Contale a éste.

         - Te soy franco: vo, con el camión, te salvá de cada una.

         - Pero yo –repetía Chichín– no me hago ma mala sangre. Lo que se dice nada de nada. Te lo juro por la memoria de mi madre. Con eso lisiado. Haceme el favor. Ma contale a éste, contale.

(pp. 34-35)

 

 

 

         - Abuelo –le gritó–, cuéntale algo del teniente Patrick.

         El tentempié se movió nuevamente.

         - Ajá –murmuraba–. Patrick, eso es, Patrick.

         - No te preocupes, es lo mismo –le dijo Alejandra a Martín–, es lo mismo. Cualquier cosa. Siempre va a terminar hablando de la Legión, hasta que se olvide y se duerma.

         - Ajá, el teniente Patrick, eso es.

         Sus ojuelos lagrimeaban.

         - Elmtrees, mocito, Elmtrees. Teniente Patrick Elmtrees, del famoso Setenta y uno. Quién le iba a decir que moriría en la Legión.

         Martín miró a Alejandra.

         - Explíquele, abuelo, explíquele– gritó.

         El viejo ponía su mano sarmentosa y enorme junto al oído, con la cabeza inclinada hacia Alejandra. Dentro de la máscara de pergamino agrietado y ya adelantada hacia la muerte, parecía vivir dificultosamente un resto de ser humano, pensativo y bondadoso. La mandíbula inferior colgaba un poco, como si no tuviera fuerza para mantenerse apretada, y podían verse sus encías sin dientes.

         - Eso es, Patrick.

         - Explíquele, abuelo.

         Pensaba, miraba hacia tiempos remotos.

         - Olmos es la traducción de Elmtrees. Porque abuelo estaba harto de que lo llamaran Elemetri, Elemetrio, Lemetrio y hasta capitán Demetrio.

         Pareció reírse con un temblor, llevando su mano a la boca.

         - Eso es, hasta capitán Demetrio. Harto estaba. Y porque se había acriollado tanto que lo fastidiaba cuando le decían el inglés. Y se puso Olmos, nomás. Como los Island se habían puesto Isla y los Queenfaith, Reinafé. Lo jorobaba mucho –especie de risita–. Porque era muy retobón. De modo que fue muy juicioso, muy juicioso. Y además porque ésta era su verdadera patria. Aquí se había casado y aquí nacieron sus hijos. Y nadie, viéndolo sobre el gateado, con el apero de plata, habría podido maliciar que era gringo. Y aunque lo hubiera maliciado –risita– no habría dicho esta boca es mía, porque ahí nomás don Patricio lo habría bajado de un rebencazo –risita–. El tenientito Patrick Elmtrees, sí señor. Quién le iba a decir. No, si el destino es más embrollao que negocio e’turco. Quién le iba a decir que su destino era morir a las órdenes del general.

(Pág. 75)

 

 

         La extraña instantánea duró acaso un segundo o dos. Tito echó soda al vermouth, tomó unos sorbos y se sumió en un silencio sombrío, mirando, tal como era habitual en momentos parecidos, a la calle Pinzón: mirada abstracta y en cierto modo completamente simbólica, que en ningún caso condescendería a la real visión de hechos externos. Después volvió a su tema preferido: ahora ya no había fóbal. ¿Qué se podía esperar de jugadore que se compraban y vendían? Su mirada se hizo soñadora y empezó a rememorar, una vez más, la Gran Época, cuando él era un pebete así. Y mientras Martín, por pura timidez, tomaba el vermouth que después de dos días de ayuno sabía que le haría muy mal, Humberto J. D’Arcángelo le decía: Hay que amarrocar, pibe. Haceme caso. Es la única ley de la vida: juntar mucha menega, rifar el corazón, mientras se ajustaba la raída corbata y estiraba las mangas de su saco rotoso, corbata y traje que confirmaban que él, Humberto J. D’Arcángelo, era el riguroso negativo de la filosofía que predicaba. Y mientras de puro bondadoso lo instaba al muchacho a que terminara el vermouth, le hablaba de aquellos tiempos, y pronto a Martín le pareció que aquella conversación se desarrollaba en alta mar. Te estoy hablando del año quince, pibe, cuando yo iba a la cancha con el tío Vicente. Estábamo en plena conflagración, en tanto que Martín, mareado y triste pensaba en Alejandra y en su desaparición en el fiel de Seguel y Ministro Brin hasta el 23 en que no trasladamo a Bransen y del Crucero ¡eh, Chichín!, a ver cómo formó el plantel inicial, a lo que Chichín, mirando al techo, suspendiendo el repasado de su vaso, con los ojos cerrados, después de mover en silencio los labios (como quien revisa la lección) respondió De lo Santo, Vergara, Cerezo, Priano, Peney, Grande, Farenga, Moltedo, José Farenga y Bacigaluppi, volviendo en seguida a su tarea con el vaso mientras Tito decía esato. Y aunque Racin otuvo el capionato, lo seneise, que ya perfilábamo el temple salimo cuarto. En el 18 ocupamo el tercer puesto y en el 19 trinfamo. ¡Eh Chichín! Decí cómo formó el equipo que ganó la copa, a lo que el otro respondió, después de permanecer un momento en suspenso, con los ojos cerrados y la cabeza levantada hacia el techo. Ortega, Busso, Tesorieri, López, Canaveri, Cortella, Elli, Bozzo, Calomino, Miranda y Martín, volviendo en seguida a su tarea, mientras Tito comentaba esato. ¡Qué equipo, pibe! El gran Tesorieri. Nunca hubo ni volverá a haber eh, un arquero como Américo Tesorieri. Te lo dice Humberto J. D’Arcángelo, que ha visto fóbal del grande, arreglándose la corbata y mirando hacia la calle Pinzón con indignación, mientras Martín, mareado, veía como en una fantasmagoría al viejo don Pancho Olmos hablando sobre la Legión y a Alejandra acodada sobre la balaustrada de la terraza y la cabeza del comandante Acevedo. Y lo mismo te digo de Pedro Leo Journal, el famoso calomino, el güin veló que ha pisado la cancha nacionale, el inventor de la célebre bicicleta, que luego tanto y tanto han querido imitar. ¡Qué tiempo, pibe, qué tiempo!, agregó, cambiando el sitio del escarbadientes del ángulo izquierdo al ángulo derecho de la boca y dirigiendo su mirada a la calle Pinzón, mientras Martín miraba a Alejandra dormir, observándola como al borde de un abismo. Pero, decía D’Arcángelo, lo justo, e lo justo, pibe, y hay oro en todo lo equipo y un fanático y era ciego para todo lo que no fuera Boca lo justo, e lo justo, pibe, y hay oro en todo lo equipo y hay bagayo también en Boca, pa qué no vamo a engañar. Y ahí tené, sin ir más lejo, al negro Seoane, la célebre Chancha Seoane, que fue el puntal de lo Diablo Rojo por varia temporada. Te voy a ser sincero, pibe: el negro Seoane personificaba la clásica picardía criolla puesta al servicio del noble deporte. Era un cra inteligente y aguerrido, la pesadilla de lo arquero de su tiempo. ¿Sabe cómo lo caracterizó Américo Tesorieri? El rey del área enemiga. Y con eso se ha dicho todo. ¿Y Domingo Tarasconi? El gran Tarasca fue uno de lo grande escore del fóbal amateur. Dueño de un potente sho, ya lo probó desde la punta derecha, y cuando fue corrido al eje, marcó un periodo glorioso en el historial del deporte argentino. Pero… y siempre hay un pero en el fóbal, como decía el finado Zanetta, por el mismo tiempo de Tarasca brillaba en la acción el gran Seoane, como te decía. Y ahora fijate bien en lo que te voy a explicar: la línea tenía do ala de modalidade opuesta. La derecha era académica y jugadora, la izquierda se caracterizaba por su juego eficá y por un trámite si se quiere poco brillante pero efetista, que se traducía en resultado positivo. Y a la final, pibe, se diga lo que se diga, lo que se persigue en el fóbal es el escore. Y te advierto que yo soy de lo que piensan que un juego espetacular e algo que enllena el corazón y que la hinchada agradece, qué joder. Pero el mundo e así y a la final todo e cuestión de gole. Y para demostrarte lo que eran esa do modalidade de juego te voy a contar una anécdota ilustrativa. Una tarde, al intervalo, la Chancha le decía a Lalín: cruzámela, viejo, que entro y hago gol. Empieza el segundo jastáin, Lalín se la cruza, en efeto, y el negro la agarra, entra y hace gol, tal como se lo había dicho. Volvió Seoane con lo brazo abierto, corriendo hacia Lalín, gritándole: viste, Lalín, viste, y Lalín contestó sí pero yo no me divierto. Ahí tené, si se quiere, todo el problema del fóbal criollo.

(pp. 95-97)

 

 

 

         El viento fresco despejó a Martín. D’Arcángelo seguía mascullando y tardó un rato en serenarse. Entonces le preguntó dónde trabajaba. Con vergüenza, Martín respondió que estaba sin trabajo. D’Arcángelo lo miró.

         - ¿Hace mucho?

         - Sí, un tiempo.

         - ¿Tené familia, vo?

         - No.

         - ¿Dónde viví?

         Martín demoró la respuesta: se había puesto rojo, pero felizmente (pensó) era de noche. D’Arcángelo volvió a mirarlo con atención.

         - En realidad… -murmuró.

         - ¿Cómo?

         - Este… tuvo que dejar una pieza…

         - ¿Y dónde dormí, ahora?

         Martín, avergonzado, farfulló que dormía en cualquier parte. Y como para atenuar el hecho agregó:

         - Total, todavía no hace frío.

         Tito se detuvo y lo examinó a la luz de un farol.

         - Pero al menos, ¿tené pa comer?

         Martín permaneció callado. Entonces D’Arcángelo estalló:

         - ¡Se puede saber por qué no dijiste nada! Yo hablando de cra y vo picando ingrediente. ¡Hay que joderse!

         Lo llevó a una fonda y mientras comían, lo observaba pensativamente.

         Cuando terminaron y salieron, ajustándose la corbata le dijo:

         - Tranquilo, pibe. Ahora vamo en casa. Despué veremo.

         Entraron en una antigua cochera que en otro tiempo habría sido de alguna casa señorial.

         - El viejo, sabé, fue cochero hace uno die año. Ahora, con el reuma, no se puede mover. Ademá, ¿quién va a tomar un coche, hoy en día? Mi viejo é una de la tanta víctima en ara del progreso de la urbe. En fin, basta la salú.

         Era una mezcla de conventillo y caballerizas: se oían gritos, conversaciones y varias radios simultáneas, en medio de un fuerte olor a estiércol. En las antiguas cocheras había algunos carros de reparto y un camioncito.

         Se oía el golpeteo de los cascos de caballo.

         Caminaron hacia el fondo.

         - Aquí, cuando yo era purrete, había tre vitoria que daban gusto: la treinta y nueve, la cuarenta y dos y la noventa. La treinta y nueve la manejaba el viejo. Era una joyita. No e porque fuera del viejo pero te garanto que era una niña mimada: la pintaba, la lustraba, le sacaba brillo a lo farole. Y ahora manyala.

         Le señaló al fondo, arrumbado, el cadáver de un coche de plaza: sin faroles, sin gomas, agrietada, la capota podrida y desgarrada.

         - Hasta hace uno mese todavía salía, la pobre. Le trabajaba Nicola, un amigo del viejo que murió. Mejor, te soy sincero, porque pa trabajar en la forma que trabajaba el infelí, mejor que esté a la tumba. Hacía changuita en Constitución, llevaba bulto.

         Acarició la rueda de la vieja victoria.

         - La gran puta –dijo con voz quebrada–, cuando venía el carnaval había que ver este coche al corso de Barraca. Y el viejo con la galerita, al pescante. Te garanto que daba golpe, pibe.

         Martín le preguntó si allí vivía con toda la familia.

         - De qué familia m’está hablando, pibe. Estamo el viejo y yo. Mi vieja murió hace tre año. Mi hermano Américo está a Mendoza, trabaja de pintor, como yo. Otro, Bachicha, está casado a Matadero. Mi hermano Argentino, que le decíamo Tino, era anarquista y lo mataron en Avellaneda, al año treinta. Un hermano que se llamaba Chiquín, bah que le decíamos, murió tísico.

         Se rió.

         - Vo sabé que vario salimo medio falluto de lo pulmone. Yo creo que e cuestión del plomo de la pintura. Mi hermana Mafalda también se casó y vive al Azul. Otro hermano, menor que yo, André, e medio loco y ni siquiera sabemo adónde anda, creo que por Bahía Blanca. Y después esta Norma, que pa qué vamo a hablar. Son de ésa que se pasaban la vida mirando la revista de radio y cine y que quería ser artista. Así que quedamo nada que el viejo y yo. Así e la vida, pibe: yugá, tené hijo y a la final siempre te quedá solo como el viejo. Meno mal que soy medio loco y que ademá ninguna mujer me lleva l’apunte, que si no quién te dice que también me iba y lo dejaba al viejo pa que se muera solo como un perro.

         Entraron en la pieza. Había dos camas: una era de ese hermano vago que andaba por Bahía Blanca. Así que, por el momento, ahí podía dormir Martín. Pero antes le mostró sus tesoros: una fotografía de Américo Tesorieri, clavada con chinches en la pared, con una escarapela argentina debajo y dedicada: “AL AMIGO HUMBERTO J. D’ARCÁNGELO”. Tito se quedó mirándola con arrobo. Y luego comentó:

         - El gran Américo.

         Otras fotos y recortes de El Gráfico también figuraban en las paredes, y encima de todo, una gran bandera de Boca, extendida a lo largo.

         Sobre un cajón tenía un viejo fonógrafo de bocina, con cuerda.

         - ¿Funciona? –preguntó Martín.

         D’Arcángelo lo miró fijamente, con expresión de sorpresa y casi de reconvención.

         - Ya se quisiera de uno de eso tocadisco de ahora funcionar como éste.

         Se acercó y limpió con su pañuelo una basurita que había en la gran bocina.

         - Ni con plata encima lo cambiaría por uno de eso. Sabé qué pasa, que eso aparato tienen demasiada complicación. Esto eran más naturale, y la voz era tal cual.

         Puso Alma en pena y dio cuerda: de la bocina salió la voz de Gardel, emergiendo apenas de entre una maraña de ruidos. Tito, con la cabeza colocada al lado de la bocina, meneándola con emoción, murmuraba: Qué grande, pibe, qué grande. Permanecieron en silencio. Cuando terminó, Martín vio que en los ojos de D’Arcángelo había lágrimas.

         - La gran puta – dijo, riéndose falsamente–. Todo lo demá que vinieron después son una cagada.

         Puso el disco en un sobre viejísimo, emparchado, lo colocó con cuidado sobre una pila, mientras preguntaba:

         - A vo te gusta el tango, pibe, ¿eh?

         - Sí, claro –respondió Martín con cautela.

         - Qué bueno. Porque ahora, te voy a ser sincero, la nueva generación no sabe ya nada de tango. Meta fostró y todo eso merengue de bolero, de rumba, toda esa payasada. El tango e algo serio, algo profundo. Te habla al alma. Te hace pensar.

         Se sentó en la cama y se quedó cavilando.

         - Pero –dijo– todo eso pasó. A veces me pongo a pensar, pibe, que a este país todo ya pasó, todo lo bueno se fue pa no volver, como dice el tango. Lo mismo el tango que el fóbal, que el carnaval, que el corso, ma qué sé yo. Y cuando alguno de eso payaso te quiere hacer tango nuevo, pa qué vamo a hablar. El tango tiene que ser tango o nada. Y eso terminó, pibe, ponele la firma. E algo que te parte el corazón, pero e una verdá grande como una casa.

         Luego agregó, porque siempre trataba de ser justo:

         - Y bueno, a lo mejor e música importante, qué sé yo. Capá que Piazzola y eso muchacho de ahora hacen algo importante, música seria, como lo valse de Estrau. No me aparto. Pero tango, lo que se dice tango, eso, pibe, te garanto que no e.

         Después le contó que su padre andaba muy mal con el reumatismo, pero, sobre todo, lo había terminado de matar el disgusto con Bachicha.

         - Sabé– explicó con amargura–, un día le dijo que vendía la cuarenta y que con lo peso que se había juntado compraba a media un tasímetro. Te podé imaginar la bronca del viejo. Se enojó, lo insultó, rogó, pero todo fue inútil, porque Bachicha e duro como mármo. Te juro que si yo habría tenido en ese momento un ladrillo, se lo tiro por la cabeza. Todo inútil. Se compró el tasi y se lo trajo aquí, pa mejor. El viejo estuvo a la cama como un me. Cuando se levantó ya no era el mismo de ante.

         Luego agregó:

         - No sólo se salió con la suya, lo pior es que le decía lo coche están terminado, viejo, decía, hay que resinarse a la verdá, decía, cómo queré que nadie pueda vivir con eso cachivache, decía, no manyá, viejo, que debemo estar acorde al progreso, decía, no comprende que el mundo marcha adelante y que vo te empeñá en mantener esa ruina porque sí, porque te da real gana, no te da cuenta que la gente quiere velocidá y eficencia, decía, que el mundo tiene que ir cada vez más rápido, decía. Y cada una de esa palabra era como un cuchillo.

         Se acostaron.

(pp. 99-102)