|
GLOSAS DE
LEZAMA AL QUEVEDO SATÍRICO Y BURLÓN
Pedro Correa
(Universidad de Granada)[1]
J.
Lezama, uno de los más logrados escritores barrocos de la cultura literaria
hispanoamericana contemporánea, no podía faltar a su cita con Quevedo, porque
hay una soterrada afinidad verbal entre el cubano y el madrileño. Quizá sea el
gusto por el concepto la razón que empuja a Lezama a gustar de la prosa y de la
poesía quevedianas; especialmente la veta satírica que tanto en uno como en
otro permiten unas asociaciones felices en cuanto pueden descubrir la realidad
que los circunda. Quevedo aparece en las tres vertientes claves de Lezama; se
asoma repetidas veces en los ensayos, lo glosa en dos poemas y fugazmente se le
cita en una de las interminables disquisiciones de Paradiso. Pero no busquemos el estudio serio y profundo, ni
siquiera erudito; la intención de Lezama fue la de apropiarse de una
sensibilidad, de variados registros, para el enriquecimiento personal o porque
en la proteica obra quevediana hay aspectos informadores de lo americano[2].
También
hemos de tener en cuenta un hecho cultural muy importante en la creación
literaria hispánica. Tras la apoteosis de Góngora, le llega el turno a Quevedo,
cuya influencia se percibe tanto en la prosa como en el verso. Hombres tan
disímiles como M. A. Asturias, A. Carpentier, J. Rulfo, entre otros, confesaron
su devoción por el conceptista madrileño y no sólo se interesaron por su lengua
barroca sino por su pensamiento sombrío que tan bien concordaba con la
situación vivencial de la década 45-55. Y la huella de Quevedo no solamente
afecta a la prosa y verso hispanoamericanos, sino que es también profunda en la
cultura literaria española. La situación conflictiva derivada de la guerra
civil supuso un acercamiento al pensamiento quevediano en cuanto tenía de
denuncia y solución. La mejor poesía española de la inmediata posguerra lleva
el sello de nuestro barroco como antítesis, cura y ahondamiento, informando las
corrientes existenciales en cuyo centro está el hombre vencido.
La
creación literaria se adensa por necesidad de confesión personal y Quevedo
podía ser un guía verbal y espiritual de indiscutible valor. La denuncia de
situaciones injustas, vinculada al indigenismo y formalmente al realismo
mágico, es en la práctica la misma que en su momento realizó Quevedo al
analizar el choque entre la realidad y la visión alucinada de una corte
brillante. Lezama forma parte de esta generación devota a la naturaleza
polifacética de la creación quevedesca.
En
Analecta del reloj, aparte de
numerosos ensayos dedicados a escritores de muy diversa época y condición,
estudia con cierto detenimiento y complacencia a Garcilaso, a Góngora, y en la
serie "Entrevistos" dedica un par de densas páginas a Quevedo que
llevan por título "Cien años más para Quevedo", donde lo acerca a su
propia concepción de lo literario[3]. Lo primero que le llama
la atención es su riqueza verbal; un verbo que mira hacia adentro:
Retorcer por estiramiento, en marcha hacia
el sarmiento, metamorfoseándose en fuego, fue intento en Quevedo de alcanzar la
forma interna de los cuerpos. Aquella interrogación formal de los gongorinos,
anhelosa de una encarnación, se enrosca en la palabra quevediana con una
provocación que cruje como forma en cada uno de sus momentos.
Y así es en parte la forma lezamiana; en
ocasiones opulenta como la magia ornamental gongorina, más perceptible en sus
poemas iniciales a través de la sabia enseñanza de Juan Ramón, y en sus ensayos
sobre el barroco y romanticismo americanos; otras veces densa, antitética y
perifrástica, extrañamente conceptual, como ocurre en numerosos ensayos de su
primera época y en extensas parcelas poéticas. Para Lezama, los barrocos
españoles desmienten una secular decadencia, son los creadores de la sustancia
hispánica frente al abandono de los poderes públicos. La lucha del intelecto
contra el aislamiento. Y ése fue también su problema, la salida de la
insularidad y su engarce con la cultura universal. El mundo quevediano era un
sugerente reto:
La forma que había unido la sensual
ornamentación de Córdoba o de Granada con la forma cortesana de Florencia, se
había coruscado en llamas negras, para hacer el barroco madrileño de Quevedo o
de Goya. Hacer de una decadencia una plenitud, no esconderse, aun prefiriendo
los escondrijos, sino participar con ciega seguridad de vencimiento con una
fuerza increíble que hace trescientos cincuenta años está en decadencia...
Rebajan esa decadencia testimoniándola, hombre como Quevedo, apartándose del
esplendor colorista del insecto mortecino. Se retrocedía a una negrura, y se
apretaba y contorsionaba lo hecho para la muerte, fortaleciendo al entuertarse,
fábrica ya del grotesco posterior, era tanto una oscuridad como una negrura.
Más conveniente la oscuridad que puede ser febril de inicio, que no la negrura
que desciende sobre las cosas, no como la máscara, sino en la torcedura de lo
grotesco. Suelen retorcerse algunos metales antes de hacerlos marchar hacia la
hoguera y salen aún más retorcidos y ennegrecidos, Y la oscuridad que viene a
ser tan conveniente para la forma interior de los cuerpos, adquiría en Quevedo
la negrura de esa oscuridad en su misterio.
Como
vemos, es muy sugestiva la visión que nos ofrece de Quevedo y su hermanamiento
con la pintura de Goya. Por extraña paradoja, Lezama se fija en el Quevedo
negro, satírico y zumbón, siempre profundo, sea el de los sueños igualitarios o
el desgarrado de las jácaras. En más de una ocasión se ha referido a sus tonos
sombríos, poco luminosos de su quehacer poético; no le han interesado los
fogonazos contrastivos con que a veces nos sorprende, como si ese Quevedo
lucianesco hubiera sido el único informador del barroco americano, dejando a la
pedrería culterana la luminosidad y los detalles.
Dos
datos concretos corroboran esta afirmación. En el mismo ensayo "Cien años
más para Quevedo", parte sustancial se reserva a sus desfiles infernales y
destaca en ellos, junto al carácter igualitario de los hombres y de sus cosas,
lo sombrío de su alma:
Una increíble negrura iguala en el infierno
de Quevedo al corchete con el alquimista. Y en un momento se hace rodear por
Diocleciano o Nerón, el sacristán, los retablos, los ministros, las lámparas y
las lechuzas, los pellicos, las vinajeras, las alforzas y la mano izquierda...
Y como el contemplador es uno y el desfile incesante, cada uno va ocupando el
puesto del contemplador y llega a ser en la raíz fogosa de su pueblo un desfile
no contemplado por nadie. Aquí la vida y la muerte, barroco tardío, tienen el
mismo hilo somnoliente, solo que, buscando diferencias, la torcedura no se
convierte en espiral y ofrece la última pureza de su mueca.
También
Quevedo es para Lezama la musa inspiradora de los negros goyescos, no sólo en
el desfile alucinante de sus criaturas sino en las leyendas grotescas,
cotidianas, terriblemente burlescas y profundamente serias, como entrañas de un
pueblo destrozado con las que suele verbalmente ilustrar sus multiformes
dibujos[4]. Y las propias palabras de
Lezama, corroboradoras de estas ideas, parecen arrancadas de los sueños
quevedianos, de sus premáticas hilarantes: el mismo gusto por los neologismos,
la expresión de una ética oculta, cuando no, la denuncia larvada de
inconformismo e insatisfacciones:
El sombrío calaverón quevediano parece
danzar de nuevo cuando Goya le pone debajo de los monstruos excepcionales las
frases de todos los días, que ya Quevedo había envenenado, como esa gran piedra
donde esperan turno los ajusticiados. Las genealogías golpean como un báculo de
oro en el modorro. Se establece el árbol heráldico de la necedad, lleno de
gorriones decapitados por el gavilán amarillo ceilán. En el mismo trono sitúa
la fealdad de la corte de los milagros, enanos, contrahechos, gigantomas,
zambos, que Goya después aúpa de cortesanos a reyes, bailando dentro de la
chaquetilla, narigotudos, lamidos por un perro de agua.
Pero,
por encima de todo, emerge, ya lo hemos apuntado, la admiración hacia el
lenguaje quevediano. Lezama se muestra desde sus comienzos como escritor,
hombre obsesionado por la palabra poética; la búsqueda de nuevos campos
verbales y conceptuales, y dueño de una retórica fabulosa, lo lanza por los
caminos de desconocidos ensayos lingüísticos, coincidiendo en esto con otros
escritores hispánicos, para a través de una palabra nueva expresar un cosmos
revolucionario y novedoso. La mirada hacia adentro, fragmentaria si se quiere,
del mundo quevediano, es una lección difícil y muy aprovechable; Lezama trabaja
tesoneramente por apropiarse esos "rapidez y ajustes verbales"
creando un lenguaje conceptual que sirve de contrapunto a la rica simbología
gongorina. Página quevediana es el fragmento más luminoso que ha escrito sobre
el madrileño:
Quevedo vuelca toneladas de aciertos
verbales sobre un rabillo moralizante. Su tristeza de color, que le restregaba
Góngora, empieza por no crear monstruos, en cuyas mollejas como tamboras se
tritura su embestida verbal. Cuando encuentra una palabra preciosa, como
cornicantano, es para enfrentarla al cornudo jubilado. Su rapidez y ajustes
verbales, uno de los más grandes que hayan existido, moviliza una enorme carga
verbal para aplicarla a insatisfacciones, defectillos y rabia titánica. Al
final del tratamiento de un cocu en Molière, hay como una ternura compasiva,
pero Quevedo, con un enorme bastón verbal, magulla al pobre diablo, lo tritura
y deshuesa. La imaginación de Quevedo es gravitante hacia el centro de la
tierra, los infiernos griegos; como un murciélago de ónix con ojos que son
migajones de plomo, muestra una manera de reconocer, que necesita como la brusquedad
fría del pisotón.
Plantea
Lezama de una manera un tanto informal la existencia en la América hispana
durante la época indiana, de una corriente poética popular de corte satírico,
sin la oficialidad de lo cortesano y virreinal, y quiere ver en ese soterraño
caudal la huella del Góngora burlesco y del Quevedo socarrón y cazurro:
La espuma del tuétano quevediano y el oro
principal de Góngora, se amigaban bien por tierras nuestras, porque mientras en
España las dos gárgolas mayores venían recias de la tradición humanista, en
América gastaban como un tejido pinturero, avispón de domingo que después
precisamos aumentando y nimbando en la alabanza principal.
Esta corriente puede, junto con otras
manifestaciones, ser el arranque de la expresión criolla, tímidamente nacida
entre prohibiciones e incomprensiones, tanto por parte de las autoridades
oficiales como de los núcleos culturales dependientes de la corona. La
soterrada corriente salta las barreras del tiempo histórico y se perpetúa bajo
formas nuevas: informa el corrido mexicano, las jacarillas populacheras y
picantes, el desgarro de las coplillas gauchescas:
Pero por lo americano, el estoicismo
quevediano y el destello gongorino tienen soterramiento popular. Engendran un
criollo de excelente resistencia para lo ético y una punta fina para el habla y
la distinción de donde viene la independencia.
Y
al mismo tiempo, tras la comprensión de lo satírico popular americano, se llega
a una más profunda valoración de lo barroco español, de esa vertiente menos
estudiada por su enraizamiento en el pueblo que le dio vida. A la luz del
corrido mexicano, de la sentencia pampera, de la jácara piruetesca americana,
se vive y regusta el amplio espectro satírico y burlesco, desgarrado como la
muerte que vive entre los entresijos hondamente hispanos a caballo de la
decadencia y de las prohibiciones oficiales:
De la misma manera, la jácara de Quevedo va
de la niebla al hielo, por falta de entono popular, de coplilla, de guitarra,
de querencia, pero cuando ornado con esas regalías americanas volvemos a las
jacarillas, les prestamos vida agrandada con el paisaje nuestro. Quevedo parece
hecho con un ojo y medio oído superpuestos. Sus sentidos ofrecen esas pausas
sombrías, motivadas por el tiempo en que un sentido se sumerge hasta que
encuentra su complementario. Por eso don Luis y Quevedo, tuvieron que hacerse
americanos, para alcanzar circulación en el paisaje, influencia sobre nuevos
tuétanos, rebajados y subidos, pulimentados por un agua nueva.
Sí,
Quevedo se hace mexicano para informar las pullas y jacarillas con que el
pueblo novo-hispano acosa burlescamente a sus virreyes y como afirma Lezama con
la benevolencia de la Inquisición que hacía oídos sordos y la complacencia
socarrona de los jesuitas y carmelitas que se zarandean mutuamente en busca de
pingües beneficios. Pero también se asoma el satírico madrileño por entre el
amplio paisaje pampero para poner en boca de gauchos sueltos de lengua y
entendimiento sus amargas quejas de abandono e incomprensión. Junto a la sátira
certera e hiriente, la chispa de una metáfora comparativa que parece popular,
mas en el hondón de la misma piruetea la agudeza quevediana:
Pero Quevedo no sólo anda en la burla
humanística jesuita de un Carlos el Hechizado, disfrazado de ilusorio virrey
mexicano, sino en las ataduras, escapadas, protestas gauchescas. Las galopadas
nocturnas, las chispas entonadas del vivaqueo con la vacada sosteniendo también
la nocturna, le modulan la sentencia majestuosa con apoyos comparativos de
metáfora quevediana. Oigamos la voz que se alza apoyada en un guitarrón
varonil:
...
y le largó al sargento
del
piquete un revoltijo
de
papeles, y le dijo
que
ya podía llevarlo
al
sitiador y entregarlo
en
la ciudad con aquel
envoltijo
de papel.
La sátira mexicana
envolvía hilillos de azafrán, ahora la sentenciosidad quevediana, al pasar al
virreinato de la Plata, coloca al par de la negrura en la escenografía, el
acompañamiento no del canónigo papel pautado, sino del pardusco papel de
envoltijos, que va al lado del hombre. No es muletilla de identidad, por el
contrario, es acariciado fetiche que toca el acompañamiento de su noche y su
sentencia. La rúbrica quevediana parecía querer ahogar el corchete con su negro
destello, con su bocaza de medianoche, ahora, al recorrerla la nueva luz
americana, le desliza las venecianas decisiones del azafrán, y sobre todo,
aquel papel como objeto capaz de acompañar, aunque siempre con la amenaza
solapada, pero risueña, de desprenderse y angelizar[5].
En
un largo parlamento puesto en boca de Foción a propósito de la muerte del conde
de Villamediana, Lezama quiso recoger en violenta antítesis las distintas
actitudes sustentadas por Góngora y Quevedo ante semejante hecho. Es una de las
muchas referencias eruditas con las que quiso engrandecer su novela Paradiso; una amplificatio en torno a la
homosexualidad a través de un largo recorrido desde la antigüedad:
Góngora, su amigo, intenta salvar su alma,
de aquél que siendo el Correo mayor de Aragón, que presidía la entrada de los
reyes en la ciudad, fue "enterrado en un atáud de ahorcado", pues la
corte, para evitar el escándalo, pedía su enterramiento inmediato. Quevedo, su
enemigo, dice, "en el alma pocas señas de remedio, despedida sin diligencia
exterior suya ni de la Iglesia, tuvo su fin más aplauso que misericordia".
Su odio lo lleva a reiterar la perdición de su alma.
También
llama la atención de Lezama uno de los más celebrados retratos de don
Francisco, el que se conserva en el Instituto de Valencia de Don Juan; un
caballero vestido de negro, la cruz en el pecho, la mirada acerada tras sus
expresivas lentes y el alma que se desprende de un talante entre procaz y
severo. Toda una figura de época que no desdice de los retratos sombríos de los
Austrias decadentes. El retrato está observado y analizado desde una triple
vertiente; por un lado, unos cuantos rasgos definidores de su físico tal y como
el artista lo sorprendió, destacando el negro terciopelo que lo cubre; por
otro, aspectos esenciales de su vida como hombre público, caballero de
Santiago, servidor en Nápoles del duque de Osuna; finalmente, el Quevedo
definitivo en sus obras llenas de luces y de sombras, sueños y jácaras,
visiones infernales, la palabra siempre presta al ataque y a la defensa.
Lezama
retrata a Quevedo en un soneto[6]; pero no pensemos en la
composición tradicional, de ella queda solamente el número de versos
distribuidos en un inicial cuarteto, seguido de un serventesio y sus
correspondientes tercetos cuya libertad rítmica no puede asombrarnos ya que los
lectores del cubano saben de sus jugueteos con las estrofas clásicas. Además,
cada verso goza de su propio ritmo y pueden ser endecasílabos, de doce y trece,
de diez y hasta de ocho sílabas, como ocurre con el verso inicial. Tampoco
busquemos el halago al oído, Lezama es un poeta duro, de un verbo riquísimo, en
la plenitud de una retórica asombrosa, intelectual y conceptuoso, escasamente
musical. Su musicalidad consiste en la creación de un entorno poético que no
dice, sencillamente sugiere, y obliga al lector a la concentración. También
Quevedo sabe mucho de estos menesteres.
La
lectura del soneto tal vez nos lleve a la conclusión de nuestra incapacidad de
síntesis, de que muchas ideas permanecen en una discreta penumbra donde entrevemos,
pero cuya entrada nos permanece vedada. Por un lado parece una visión
surrealista, otras veces impresionista, yo la veo a la manera del Bosco,
confusión buscada, amontonamiento de datos cuya sabia ordenación son trasunto
de una vida, tal vez del Goya distorsionado y contrastivo:
Sin dientes, pero con dientes
como
sierra y la noche no cierra
el
negro terciopelo que lo encierra
entre
el clavel y el clavón crujiente.
Bailados
sueños y las jácaras molientes
sacan
el vozarrón Santiago de la tierra.
Noctámbulo
tizón en vuelo ardientes
elipses
en Nápoles donde el agua yerra.
Muérdago
en semilla hinchado por la brisa
risota
en el infierno, el tiburón quemado
escamas
suelta, tonsurado yerto.
En
el fin de los fines ¿qué es esto?
Roto
maíz entuerto en el faisán barniza
y en
la horca se salva encaramado.
En
esta visión predomina el Quevedo de los tintes sombríos, el denunciador de las
injusticias y de los abandonos, la vertiente naturalista del barroco y siempre
con la palabra precisa, la comparación oportuna, el símbolo hiriente. El verbo
quevediano saja como la sierra dentada, se ahonda en el alma de España como
"clavón crujiente"; su palabra visionaria danza con furia macabra en
"bailados sueños" y truena con "vozarrón Santiago" a través
de las muelas dentadas de sus jácaras.
En
el ensayo titulado "Nacimiento de la expresión criolla", Lezama
comenta con certeras palabras el magistral retrato quevediano:
El negror de su chaqueta de Santiago viene
bien con una plata fría, de muy altiva dignidad, con un rojo de sangre mezclado
con entrañas terrosas. Hay algo en él de la severidad de Zurbarán, de la
esqueletada de Valdés Leal, pero su aporte esencial es el ceño, el entrecejo
que mira como un arco de ballesta, pero que un aguamala, donde está el ángel
tenebroso para nuestra raza, consigue un tono alto severísimo, pero no el
registro de la diana, en la festividad del triunfo de todos, sino el calaverón
por anticipado que dicta y borra y hace más burlas que son indescifrables, pero
que al fin leemos por encontronazo[7].
El
cancionero Dador (1960) es el libro
poético conceptuoso de Lezama; síntesis de su pasado creador y apertura hacia
visiones más trascendentalizadas de su entorno y del universo. Lucha contra la
palabra rebelde hasta conseguir la expresión idónea, certera e hiriente, propia
de empresas intelectuales. En este cancionero decisivo, Lezama invoca al
Quevedo de sus sueños para que le preste la magia de sus palabras. En el centro
del poema, una plegaria, modulada a la manera de un salmo bíblico, y la oración
queda enmarcada entre décimas heterodoxas para terminar la alucinante aparición
con cuatro irregulares cuartetos. El poema "Aparece Quevedo" es un
acendrado homenaje al creador que ha sabido tocar infinidad de registros, desde
la lírica amorosa más acentuada hasta el desgarro alucinante, y todo con la
mayor naturalidad del mundo. Quiere Lezama aprender su lección y la presenta
entre paradojas y anhelos imposibles:
Pámpano corta en sus mallas
o
italianiza disfrazado,
pule
cuentas más rayas
pone
en la noche embozado.
Su
clavija ya rechina
si
la sentencia adivina
un
nadante cuerpo espeso,
mordido
por cada frase.
Aquí,
donde el color yace,
costillar
para ser preso.
Siempre asoma la nota personal, anecdótica y
externa, "italianiza disfrazado", con la honda verdad de sus
creaciones sombrías, ocultas tras las "clavijas",
"mordido", "costillar" y "preso". A lo largo del
extenso poema, Lezama invoca y presenta, va dando en toques sucesivos, precisos
y hondos, cuanto se ha ido remansando en su alma de lector meditativo y
reposado; pero Quevedo es tan grande, su verba tan profunda, que una secreta
nostalgia parece adivinarse en fuga final:
Estoy al soplo, soy al fuego dividido,
estoy
entre dos montes.
Velamen,
morados saltamontes
ocultos.
Me oculto estremecido.
No
han interesado al cubano la poesía exquisita del barroco madrileño, ni la obra
gratuita producto del ingenio, sino la reposada corriente estoica, la página sentenciosa
y certera, la juguetona jácara, los dibujos y grabados cenicientos y sombríos
de sus sueños y juicios finales, el contraste entre una vida ajetreada y
maltrecha testigo de nuestra perpetua decadencia. El cordón umbilical que lo
une con América, en el remanso de corrientes populares nacidas al amparo de la
colonia y en el propio quehacer del hombre que quiso sacar a Cuba del marasmo
cultural, y al volver la vista atrás, encontró en las páginas de nuestros
barrocos una lección perenne y aleccionadora[8].
[1] Resumen:
Lezama se interesa por la obra en prosa de F. de Quevedo, especialmente la
vertiente satírica y burlesca a través de la cual el madrileño nos dio una
visión alucinada de la España de su tiempo. Es en esta obra en prosa donde se
revela el estilo conceptista que tanto atrajo al cubano y el modo de ver la
realidad a través de la desmesura y técnica de contrastes. La huella de Quevedo
es persistente en la obra de Lezama y da lugar a páginas brillantes en las que
se nos ofrece una visión quevediana muy original.
Palabras
clave: barroco, concepto, sátira
Abstract:
Lezama is interested in Quevedo's works in prose, especially his satirical and
burlesque side threogu which Quevedo gave us a deluded vision of the
Key
words: baroque, concept, satire
[2]En
1945 publica un breve ensayo titulado "Cien años más para Quevedo"
perteneciente a la sección "Entrevistos" y recogido hoy en el extenso
libro Analecta del reloj. Frecuentes
incursiones al mundo quevediano aparecen en el ensayo "Nacimiento de la
expresión criolla" contenido en La expresión americana. En Tratados en La Habana recoge un artículo
titulado "Veces que el americano no rechazó" (1955) dedicado en su
integridad al trasplante de lo quevedesco y su inserción en el quehacer
americano. La incidental referencia a Quevedo, aparecida en la novela Paradiso, cuando sus interlocutores
discuten sobre el asesinato de Villamediana, se encuentra en el capítulo IX (v.
Obras Completas, ed. de C. VITIER,
vol. I, ed. Aguilar, México 1975, p. 356). En el cancionero Dador (1960) tenemos el poema
"Aparece Quevedo", curiosamente seguido de otro interesante homenaje
titulado "Visita de Baltasar Gracián". En la sección final de Poesía completa, ed. Barral, Barcelona
1975, donde se recogen los poemas no contenidos en libros, se encuentra el
soneto nominado "Retrato de Don Francisco de Quevedo". En el poemario
Enemigo rumor (1941) y dentro del
conjunto de sonetos recogidos en "Invisible rumor", aparece el número
VI bajo el lema quevediano "La selva hizo navegar, y el viento al cáñamo
en sus velas respetaba".
[3]"Cien
años más para Quevedo" en Analecta
del reloj, Obras Completas, vol.
II, ed. Aguilar, México 1977, p. 241-243 (el artículo aparece fechado en 1945).
[4]"Nacimiento
de la expresión criolla" en La
expresión americana, Obras Completas, vol. II, ed. Aguilar, México 1977, p.
347-368.
[5]"Veces
que el americano no rechazó" en Tratados
en La Habana, Obras Completas, vol. II, ed. Aguilar, México 1977, p.
499-503.
[6]LEZAMA
LIMA, J. Poesía Completa, Barral
Editores, Barcelona 1975, p. 432-433.
[7]V.
núm. 3, p. 350.
[8]En
la "Introducción a un sistema poético" contenido en Tratados en La Habana, el ensayista
trata de ilustrar con dos ejemplos cuando el poeta se hace invisible por medio
de la máscara o bien cuando recurre a la transparencia. El primer caso lo
ilustra con Quevedo y el segundo con Martí. Parte de una acusada antítesis
entre la época en la cual Quevedo está desterrado en la torre de Juan Abad y
los momentos brillantes de su vida en la Italia virreinal. El retiro en la
torre supone "catorce años de encierro le tornaban las oscuridades como
las cerrazones de su lenguaje" y en consecuencia "Quevedo se hace
invisible disfrazándose" (v. p. 407-408).
El
nombre de Quevedo aparece de pasada y asociado al de R. Gómez de la Serna a
propósito de un comentario al arte del bodegón en fray Juan Sánchez Cotán (v.
"El bodegón prodigioso" en Tratados
en La Habana, p. 439).
|