REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


PALABRAS EN LA ANTESALA DE LA MUERTE.
ÖLÜMÜN BEKLEME SALONUNDAKİ SÖZCÜKLER



María José Martínez, Miren Josebe Sabater

Universidad de Ankara


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            El testimonio versificado de Alberto A. Cienfuegos apareció en una libreta amarilla oculta en un baúl durante 60 años. Una recopilación de poemas manuscritos por un compañero de celda que “ascendió” a ordenanza y pudo salvarla al salir absuelto. Una ventana abierta a un oscuro bienio de fusilamientos, un retazo, en fin, de la historia colectiva del pueblo español.

 

            La historia con mayúsculas aparece como confluencia de pequeñas historias particulares que generalmente no leeremos en los libros, pero la memoria general se ha nutrido de ellas, de miles de memorias locales y familiares que se borran  con el tiempo del recuerdo.

 

            Sin embargo, el descubrimiento de ciertos hechos del pasado puede resultar esclarecedor y la recuperación de escritos ofrece a menudo sorpresas que llenan huecos históricos.

 

            Un ejercicio de intrahistoria fue el proceso hermenéutico que sacó a la luz pública una producción literaria oculta y olvidada. La publicación de un libro recopilatorio de poemas y documentos escritos clandestinamente en prisión permitieron entender lo que pensaban los presos políticos reunidos en una misma celda de condenados a muerte al final de la Guerra Civil Española.  Lo sorprendente quizá es que aquellos hombres mataran su tiempo y sus miedos escribiendo poemas, si bien muchos grandes escritores como William Blake o Cervantes les precedieron en esta práctica. Entraron en la Prisión Provincial de Castellón al finalizar la Guerra Civil Española en 1939 y la mayoría fueron fusilados en 1940. Nombres como Antonio Baldayo, Pascual Cabrera, Vicente Moliner, Bautista Fortea, Francisco Mezquita o Alvarez Cienfuegos no se convirtieron en escritores famosos. No tuvieron tiempo. Pero escribieron, fueron escribidores en el sentido barthriano de la palabra. Versificaron en condiciones extremas que condicionaron sus contenidos temáticos. Esos versos fueron atisbados por vez primera en frágiles páginas amarillentas y papeles de fumar. Los escondieron viudas o hijos por una razón que hoy puede parecer exagerada  si no anacrónica: el miedo.  Un temor atávico resultado de la represión y el sufrimiento de las familias de los vencidos.

 

            El contenido del libro Prisión Provincial de Castellón, 1939 – 1940, de M. J. Sabater y M.J. Martínez, es la investigación de unos hechos pero sobre todo una recopilación de poemas y prosa escritos en las celdas durante aquellos dos años. Sería casual o sería, quizá,  el destino, lo que reunió en una misma celda a un grupo de reclusos creadores unidos por la necesidad de exteriorizar convicciones por medio de la literatura. Su legado es un capítulo demasiado común a las historias de los pueblos, y demasiado español en su estilo literario, para permitir que desaparezca con el olvido de la próxima generación. Su testimonio entrañable refleja el sentir de otros miles de presos españoles atrapados en aquellas coordenadas espacio-temporales. Su drama carcelario es sólo conocido por transmisión oral o por este tipo de escritos. Los temas de nuestros autores en la sombra pasan del amor y la añoranza a la cotidianidad amarga, la angustia omnipresente del que espera la muerte. Títulos como El hogar del preso o  La visita  reflejan en clave negra o de humor la realidad que vivían. Otros poemas a la manta o al cigarrillo ironizan en cantos de alabanza a esos pequeños objetos, para ellos tesoros. De una celda de condenados salieron milagrosamente cuatro  cuadernos de versos, novelas y ensayos, y  un libro de texto o  cuaderno pedagógico para niños. La todopoderosa censura obligaba a esconder lo escrito en el colchón o a pasarlo lo antes posible a los familiares en la visita semanal. ¿Cómo conseguían burlar a  esta censura? En los poemas que se salvaron se celebran las famosas “cestas”. Esas cestas que traía la familia eran verdadero  maná: iban llenas, o casi vacías, de  comida, y contenían el remedio casero contra la temible  sarna. Al salir llevaban la ropa sucia  y también poemas y escritos que los guardias no detectaban  porque la necesidad es la madre del ingenio. Los presos escribían en los papeles de liar  cigarrillos, enrollaban ese fino papel y lo introducían en el estrecho hueco de mimbre trenzado que entretejía la cesta.

            Pero se descubrió la artimaña. El mismo día, un preso se negó a arrodillarse en misa. Treinta presos fueron fusilados y las cestas se prohibieron. Las represalias también incluyeron otras restricciones: se  requisaron los tableros de ajedrez. Los escritores usaron su único trozo de papel para dibujar el tablero y borrar la marca de cada movimiento para volver a jugar. Se requisaron los lápices que no pudieron esconder. Ahora los poemas se recitaban y aprendían de memoria, pero no se dejó de crear. Se escribía de tapadillo en las celdas en el papel de fumar. Las cestas fueron sustituidas por cubos y los papelillos salieron ocultos en los dobladillos de los pantalones y pañuelos sucios.

            Pascual Cabrera, en uno de estos estremecedores documentos, se lamenta de la prohibición y estando en capilla escribe en uno de estos papeles a su hijo: “Dices de mis poesías que tienes deseo de leerlas y que te las mande. No puedo, hijo mío, porque de aquí sólo salen tarjetas postales censuradas. Por si acaso ocurre algo fatal antes de que volvamos a vernos, decidle a la señor María que en este colchón y dentro de la almohada hay escritos  míos. Cuando ocurra, venid a por el colchón cuanto antes.”

Pascual Cabrera fue fusilado el 21 de mayo de 1940.

 

Cabrera fue uno de los hombres que se entretuvieron con las tertulias literarias de la celda. La llamaban “La Ratonera”. Uno de aquellos literatos era Francisco Mezquita, estudiante universitario de 21 años. Este dibujó un croquis de aquella reducida celda donde se hacinaban 18 hombres, seguido de una descripción de la misma en forma de disertación fabulada que ironiza sobre las peligrosas actividades poéticas de los “ratones”. Estos, dice, dialogaban sin cesar sobre sociedad,  literatura y política. Termina este escrito, titulado “La Gran Asamblea”, con justificado sarcasmo: “Pues resumiendo, estos eran los de la Gran Asamblea, que pasaban los días discutiendo y fanfarroneando, uno que es un gran gobernante, otros que tanto trabajaron, y uno que es el autor y fanfarronea de saber escribir, que es una lástima el gasto de papel  que hace en vez de utilizarlo en el retrete, que está delante de las camas y las sillas cómodas para sentarse.”

 

            El hecho de que un grupo de presos políticos condenados a muerte se enzarzara en tan arriesgada actividad literaria tiene explicación. Aquel juego con figuras estilísticas cuando pocos dominaban la lengua española correctamente nacía de una gran necesidad de saber y una pasión latente por la cultura. Sabemos que se encarceló a la intelectualidad y se represalió a los maestros. Los hombres que aquí recordamos procedían de grupúsculos de burgueses autodidactas, muchos dedicados a la enseñanza. Los años veinte en la provincia de Castellón vieron proliferar mucho teatro y autores que publicaban en periódicos, a pesar de la tristemente famosa tasa de analfabetismo del 80% a principios del siglo XX. Entre los apasionados por la cultura se incluyen estos reos escritores: Vicente Moliner, maestro y alcalde de su pueblo,  publicó poemas y relatos en el  Diario de Castellón en castellano y valenciano. Baldayo era estudiante, escritor de relatos y versos, y comprometido con un proyecto de teatro itinerante por los pueblos, iniciativa que imitaba las intenciones del grupo La Barraca de Federico García Lorca. Cabrera escribió poesía y teatro social antes de convertirse en alcalde de Villarreal. Había fundado allí el partido socialista como representante en la UGT  de su gremio de alpargateros. Se enfrentó al más agresivo sindicalismo anarquista cuando la situación económica y social empezó a agravarse a partir de la Primera Guerra Mundial. Se encarecieron los portes de los fletes y la exportación naranjera generaba un stock que no podía salir al mercado exterior. Una zona rica veía ahora jornaleros en huelga. Miles de obreros pedían trabajo a las puertas de los ayuntamientos y se repartían raciones de comida diarias entre los miles de parados. El sindicalismo ugetista al  que se afiliaron nuestros poetas, Fortea, Moliner, Cabrera o Mezquita, era reformista, pero no logró contener a las masas. Al final de la Guerra Civil, en marzo de  1939, estos escritores formados en el incipiente movimiento culturizador de los años 20, fueron detenidos por esta afiliación sindical o por ser los representantes de su clase en la universidad, trasladados a campos de concentración como el de Albatera, y la mayoría, por obra y gracia de la Ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939, condenados a pena de muerte.

 

            En este marco social, en esta atmósfera de guerra y prisión, nacen los – buenos, aceptables, justificados- poemas y escritos que nos ocupan. Su estudio y rastreo recuperó otros documentos escondidos durante 60 años, entre ellos el emocionante libro de texto para una hija que quizá tuviera vedado el colegio por tener padre republicano. Sus asignaturas, geometría, aritmética, geografía, gramática, higiene, moral y economía, se inscriben en un cuidado cuaderno artesanal, obra de arte y paciencia manuscrita.

 

            Todo este esfuerzo no exento de riesgo podría entenderse quizá resumido en la frase de Ezra Pound: “Si un hombre no está dispuesto a correr riesgo por sus opiniones es que, o bien sus opiniones no valen nada, o él no vale nada.”

           

            Una muestra de los poemas salvados será reveladora sobre las ideas y sentimientos de unos hombres esperando la muerte con la famosa “corbata”, preocupados por su destino trágico,  por el sufrimiento de la familia ahora en ambiente hostil, y por el futuro de España.