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El testimonio versificado de Alberto A. Cienfuegos apareció en una libreta amarilla oculta en un baúl durante 60 años. Una recopilación de poemas manuscritos por un compañero de celda que “ascendió” a ordenanza y pudo salvarla al salir absuelto. Una ventana abierta a un oscuro bienio de fusilamientos, un retazo, en fin, de la historia colectiva del pueblo español.
La historia con mayúsculas aparece como confluencia de pequeñas
historias particulares que generalmente no leeremos en los libros, pero la
memoria general se ha nutrido de ellas, de miles de memorias locales y familiares
que se borran con el tiempo del recuerdo.
Sin embargo, el descubrimiento de ciertos hechos del
pasado puede resultar esclarecedor y la recuperación de escritos ofrece a
menudo sorpresas que llenan huecos históricos.
Un ejercicio de intrahistoria fue el proceso hermenéutico
que sacó a la luz pública una producción literaria oculta y olvidada. La
publicación de un libro recopilatorio de poemas y documentos escritos
clandestinamente en prisión permitieron entender lo que pensaban los presos
políticos reunidos en una misma celda de condenados a muerte al final de la
Guerra Civil Española. Lo sorprendente
quizá es que aquellos hombres mataran su tiempo y sus miedos escribiendo
poemas, si bien muchos grandes escritores como William Blake o Cervantes les
precedieron en esta práctica. Entraron en la Prisión Provincial de Castellón al
finalizar la Guerra Civil Española en 1939 y la mayoría fueron fusilados en
1940. Nombres como Antonio Baldayo, Pascual Cabrera, Vicente Moliner, Bautista
Fortea, Francisco Mezquita o Alvarez Cienfuegos no se convirtieron en
escritores famosos. No tuvieron tiempo. Pero escribieron, fueron escribidores
en el sentido barthriano de la palabra. Versificaron en condiciones extremas
que condicionaron sus contenidos temáticos. Esos versos fueron atisbados por
vez primera en frágiles páginas amarillentas y papeles de fumar. Los
escondieron viudas o hijos por una razón que hoy puede parecer exagerada si no anacrónica: el miedo. Un temor atávico resultado de la represión y
el sufrimiento de las familias de los vencidos.
El contenido del libro Prisión Provincial de Castellón,
1939 – 1940, de M. J. Sabater y M.J. Martínez, es la investigación de
unos hechos pero sobre todo una recopilación de poemas y prosa escritos en las
celdas durante aquellos dos años. Sería casual o sería, quizá, el destino, lo que reunió en una misma celda
a un grupo de reclusos creadores unidos por la necesidad de exteriorizar
convicciones por medio de la literatura. Su legado es un capítulo demasiado
común a las historias de los pueblos, y demasiado español en su estilo literario,
para permitir que desaparezca con el olvido de la próxima generación. Su
testimonio entrañable refleja el sentir de otros miles de presos españoles
atrapados en aquellas coordenadas espacio-temporales. Su drama carcelario es
sólo conocido por transmisión oral o por este tipo de escritos. Los temas de
nuestros autores en la sombra pasan del amor y la añoranza a la cotidianidad
amarga, la angustia omnipresente del que espera la muerte. Títulos como El hogar del preso o La
visita reflejan en clave negra o de
humor la realidad que vivían. Otros poemas a la manta o al cigarrillo ironizan
en cantos de alabanza a esos pequeños objetos, para ellos tesoros. De una celda
de condenados salieron milagrosamente cuatro
cuadernos de versos, novelas y ensayos, y un libro de texto o cuaderno pedagógico para niños. La
todopoderosa censura obligaba a esconder lo escrito en el colchón o a pasarlo
lo antes posible a los familiares en la visita semanal. ¿Cómo conseguían burlar
a esta censura? En los poemas que se
salvaron se celebran las famosas “cestas”. Esas cestas que traía la familia
eran verdadero maná: iban llenas, o casi
vacías, de comida, y contenían el
remedio casero contra la temible sarna.
Al salir llevaban la ropa sucia y
también poemas y escritos que los guardias no detectaban porque la necesidad es la madre del ingenio.
Los presos escribían en los papeles de liar
cigarrillos, enrollaban ese fino papel y lo introducían en el estrecho
hueco de mimbre trenzado que entretejía la cesta.
Pero se descubrió la artimaña. El mismo día, un preso se
negó a arrodillarse en misa. Treinta presos fueron fusilados y las cestas se
prohibieron. Las represalias también incluyeron otras restricciones: se requisaron los tableros de ajedrez. Los
escritores usaron su único trozo de papel para dibujar el tablero y borrar la
marca de cada movimiento para volver a jugar. Se requisaron los lápices que no
pudieron esconder. Ahora los poemas se recitaban y aprendían de memoria, pero
no se dejó de crear. Se escribía de tapadillo en las celdas en el papel de
fumar. Las cestas fueron sustituidas por cubos y los papelillos salieron
ocultos en los dobladillos de los pantalones y pañuelos sucios.
Pascual Cabrera, en uno de estos estremecedores
documentos, se lamenta de la prohibición y estando en capilla escribe en uno de
estos papeles a su hijo: “Dices de mis poesías que tienes deseo de leerlas y
que te las mande. No puedo, hijo mío, porque de aquí sólo salen tarjetas
postales censuradas. Por si acaso ocurre algo fatal antes de que volvamos a
vernos, decidle a la señor María que en este colchón y dentro de la almohada
hay escritos míos. Cuando ocurra, venid
a por el colchón cuanto antes.”
Pascual Cabrera fue fusilado
el 21 de mayo de 1940.
Cabrera fue uno
de los hombres que se entretuvieron con las tertulias literarias de la celda.
La llamaban “La Ratonera”. Uno de aquellos literatos era Francisco Mezquita,
estudiante universitario de 21 años. Este dibujó un croquis de aquella reducida
celda donde se hacinaban 18 hombres, seguido de una descripción de la misma en
forma de disertación fabulada que ironiza sobre las peligrosas actividades
poéticas de los “ratones”. Estos, dice, dialogaban sin cesar sobre
sociedad, literatura y política. Termina
este escrito, titulado “La Gran Asamblea”, con justificado sarcasmo: “Pues
resumiendo, estos eran los de la Gran Asamblea, que pasaban los días
discutiendo y fanfarroneando, uno que es un gran gobernante, otros que tanto
trabajaron, y uno que es el autor y fanfarronea de saber escribir, que es una
lástima el gasto de papel que hace en
vez de utilizarlo en el retrete, que está delante de las camas y las sillas
cómodas para sentarse.”
El hecho de que un grupo de presos políticos condenados a
muerte se enzarzara en tan arriesgada actividad literaria tiene explicación.
Aquel juego con figuras estilísticas cuando pocos dominaban la lengua española
correctamente nacía de una gran necesidad de saber y una pasión latente por la
cultura. Sabemos que se encarceló a la intelectualidad y se represalió a los maestros.
Los hombres que aquí recordamos procedían de grupúsculos de burgueses
autodidactas, muchos dedicados a la enseñanza. Los años veinte en la provincia
de Castellón vieron proliferar mucho teatro y autores que publicaban en
periódicos, a pesar de la tristemente famosa tasa de analfabetismo del 80% a
principios del siglo XX. Entre los apasionados por la cultura se incluyen estos
reos escritores: Vicente Moliner, maestro y alcalde de su pueblo, publicó poemas y relatos en el Diario
de Castellón en castellano y valenciano. Baldayo era estudiante, escritor
de relatos y versos, y comprometido con un proyecto de teatro itinerante por
los pueblos, iniciativa que imitaba las intenciones del grupo La Barraca de Federico García Lorca.
Cabrera escribió poesía y teatro social antes de convertirse en alcalde de
Villarreal. Había fundado allí el partido socialista como representante en la
UGT de su gremio de alpargateros. Se
enfrentó al más agresivo sindicalismo anarquista cuando la situación económica
y social empezó a agravarse a partir de la Primera Guerra Mundial. Se
encarecieron los portes de los fletes y la exportación naranjera generaba un
stock que no podía salir al mercado exterior. Una zona rica veía ahora
jornaleros en huelga. Miles de obreros pedían trabajo a las puertas de los
ayuntamientos y se repartían raciones de comida diarias entre los miles de
parados. El sindicalismo ugetista al que
se afiliaron nuestros poetas, Fortea, Moliner, Cabrera o Mezquita, era reformista,
pero no logró contener a las masas. Al final de la Guerra Civil, en marzo
de 1939, estos escritores formados en el
incipiente movimiento culturizador de los años 20, fueron detenidos por esta
afiliación sindical o por ser los representantes de su clase en la universidad,
trasladados a campos de concentración como el de Albatera, y la mayoría, por
obra y gracia de la Ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939,
condenados a pena de muerte.
En este marco social, en esta atmósfera de guerra y
prisión, nacen los – buenos, aceptables, justificados- poemas y escritos que
nos ocupan. Su estudio y rastreo recuperó otros documentos escondidos durante
60 años, entre ellos el emocionante libro de texto para una hija que quizá
tuviera vedado el colegio por tener padre republicano. Sus asignaturas,
geometría, aritmética, geografía, gramática, higiene, moral y economía, se
inscriben en un cuidado cuaderno artesanal, obra de arte y paciencia
manuscrita.
Todo este esfuerzo no exento de riesgo podría entenderse
quizá resumido en la frase de Ezra Pound: “Si
un hombre no está dispuesto a correr riesgo por sus opiniones es que, o bien
sus opiniones no valen nada, o él no vale nada.”
Una muestra de los poemas salvados será reveladora sobre las ideas y sentimientos de unos hombres esperando la muerte con la famosa “corbata”, preocupados por su destino trágico, por el sufrimiento de la familia ahora en ambiente hostil, y por el futuro de España.
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